Todas las tardes Ruth iba a caballo hasta las plantaciones con el caballito de Tormenta a su lado. Jugaban a encontrar a Sean y a Michael, siguiendo el laberinto de caminos que cruzaban las hileras de árboles, guiadas por las vagas indicaciones de los grupos de zulúes hasta que finalmente los encontraban y les entregaban las cantimploras de café y la cesta de bocadillos. Luego los cuatro comían sobre la suave alfombra de hojas muertas, debajo de los árboles.
Esa tarde, vestida con traje de montar y llevando la canasta, Ruth salió de la cocina hacia el patio. La joven niñera zulú estaba sentada a la sombra de la pared de la cocina flirteando con uno de los caballerizos.
Tormenta no estaba por ninguna parte, y Ruth preguntó inmediatamente:
—¿Dónde está la señorita Tormenta?
—Fue con el Nkosana Dirk. Y Ruth sintió la punzada premonitoria de peligro.
—¿Adónde han ido? —Y la niñera señaló vagamente en dirección a los establos y edificios que se diseminaban por la ladera de la colina.
»Ven conmigo. —Ruth dejó caer la canasta y corrió con las faldas sujetas en una mano. Llegó a la primera hilera de establos y corrió entre ellos mirando dentro de cada pesebre. Luego en los cobertizos que contenían los enormes barriles de cemento y el olor de avena, melaza y cebada cortada mezclados con el áspero olor del estiércol y del cuero doblado; nuevamente salió al sol, corriendo hacia los graneros.
Tormenta gritó aterrorizada, sólo una vez, pero fuerte y dolorosamente claro, y el silencio que siguió tembló con su recuerdo.
—El cuarto de los arneses. —Ruth giró a toda velocidad—. Dios, por favor, no. No dejes que ocurra nada. Por favor. Por favor.
Llegó a la puerta abierta del cuarto de los arneses. Estaba a media luz y hacía frío dentro de las anchas paredes de piedra; por un momento la escena le pareció sin sentido.
Apoyada contra la esquina del fondo, Tormenta se encontraba con las manos levantadas para taparse la cara, tenía los pequeños dedos rígidos, bien abiertos, como las plumas del ala de un pájaro. Su cuerpo temblaba silenciosamente con sus sollozos.
Frente a Tormenta, agachado sobre los talones, Dirk se inclinaba hacia ella con una mano extendida como si le ofreciera un regalo. Estaba riendo.
Entonces Ruth vio que lo que sostenía Dirk se movía, Y se heló de horror. Se desenroscó de alrededor de la muñeca de Dirk, y lentamente se acercó a Tormenta, con la cabeza echada hacia atrás formando un semicírculo en relación al cuerpo, y la pequeña lengua negra vibrando entre los labios entreabiertos.
Ruth gritó, y Dirk se puso de pie girando para quedar frente a ella, con la mano derecha escondida a la espalda.
Tormenta corrió atravesando la habitación y enterró la cara en la falda de Ruth, llorando lastimosamente. Ruth la levantó y la sostuvo con firmeza contra el hombro, pero no dejó de mirar a Dirk.
—No es más que una rooislang —dijo Dirk riendo otra vez, pero nervioso—. Son inofensivas, solamente me estaba divirtiendo. —Sacó la víbora de su espalda, la tiró al suelo y le aplastó la cabeza debajo del tacón de la bota de montar. La tiró contra la pared y luego con un gesto impaciente se apartó los rizos oscuros de la frente dirigiéndose hacia la salida. Ruth se cruzó en su camino.
—Nannie, lleva a la señorita Tormenta de vuelta a la casa. —Con suavidad Ruth le pasó a la niñera zulú la criatura y cerró la puerta tras ella poniendo el pasador.
Ahora estaba más oscuro dentro de la habitación, de las altas ventanas caían dos haces cuadrados de luz llenos de motas de polvo móviles, y la quietud solamente era rota por la pesada respiración de Ruth.
—Solamente me divertía —repitió Dirk sonriendo desafiante—. Supongo que correrás a decírselo a mi padre.
Las paredes de la habitación estaban revestidas de clavos de madera de los que se colgaban los arneses y sillas de montar. Al lado de la puerta pendían los látigos para ganado, dos metros y medio de cuero trenzado saliendo del mango reforzado para terminar en la nada. Ruth sacó uno de su lugar y sacudió el látigo para que quedara entre los dos.
—No, Dirk, no se lo voy a decir a tu padre. Esto es entre tú y yo.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a arreglar el asunto.
—¿Cómo? —Todavía sonriendo, puso los brazos en jarras. Debajo de las mangas arrolladas sus brazos parecían suaves y tostados como si acabara de aceitárselos.
—Así. Ruth hizo a un lado su falda y se adelantó, usando el látigo solapadamente envió la cuerda serpenteando para agarrar el tobillo de Dirk e inmediatamente tiró de él. Tomado por sorpresa, Dirk cayó de espaldas. Su cabeza pegó contra la pared al caer y quedó atontado.
Para hacerse lugar donde manejar el látigo, Ruth se colocó en el centro de la habitación. Su rabia era fría como el hielo seco, y le daba fuerza a los brazos ya bien firmes por el trato con los caballos, despojándola de toda misericordia. Ahora era una hembra luchando por su supervivencia y la de su cría.
Había aprendido a usar un látigo para ganado durante las clases que tomó para convertirse en experta amazona, y su primer golpe partió la camisa de Dirk desde el hombro hasta la cintura. Gritó enojado y se arrodilló. El otro golpe le dio desde la base del cuello y a todo lo largo de la columna, paralizándolo cuando iba a levantarse. El siguiente lo golpeó detrás de las dos rodillas, haciéndolo caer nuevamente.
Boca abajo, Dirk trató de agarrar el tridente del forraje que estaba contra la pared, pero el cuero trenzado estalló sobre su muñeca. Gritó nuevamente y se puso de costado para apretarse la muñeca debajo del cuerpo.
Ruth le pegó y Dirk se arrastró por el suelo hacia ella como un leopardo herido con el trasero destrozado por las municiones. Paso a paso Ruth se alejaba de él, y el largo látigo siseaba y crujía.
Sin piedad le pegó hasta que la camisa le colgó a tiras de la cintura y de los hombros, exponiendo la suave piel blanca con los gruesos costurones rojos en relieve.
Le pegó hasta que sus gritos se convirtieron en chillidos y finalmente sollozos.
Le pegó hasta que quedó temblando, gimiendo, moviéndose apenas, con la sangre en oscuros coágulos, sobre el pavimento de piedra.
Entonces enrolló el látigo y se volvió a abrir la puerta. En el patio, en silenciosa curiosidad, estaban reunidos todos los caballerizos y sirvientes de la casa.
Ruth eligió a cuatro.
—Lleven al Nkosana a su habitación.
Luego le ordenó a un caballerizo:
—Ve a buscar al Nkosi. Dile que venga inmediata mente.
Sean llegó en seguida; terriblemente agitado, y casi rompe la puerta de la habitación de Dirk con la prisa. Se quedó rígido en la puerta y miró espantado la espalda de Dirk.
Desnudo hasta la cintura, Dirk estaba boca abajo sobre la cama y Ruth le limpiaba las heridas con una esponja. Sobre la mesa, a su lado, había una palangana con agua caliente y el olor picante del antiséptico.
—Dios. ¿Qué le ha pasado?
—Yo le pegué con un látigo de ganado —le contestó tranquila, y Sean la miró boquiabierto, luego miró a Dirk.
¿Tú le has hecho eso?
—Sí.
La rabia endureció la boca de Sean.
—¡Dios santo! Lo has cortado en pedazos. Casi lo matas —miró a Ruth—. ¿Por qué?
—Era necesario. —La total seguridad y la falta de remordimiento de su respuesta confundieron a Sean. Repentinamente no supo si enojarse o no. ¿Qué hizo?
—No te lo puedo decir. Es algo privado entre los dos, Debes preguntarle a Dirk.
Sean se acercó de prisa a la cama y se arrodilló al lado.
—Dirk. Dirkie, hijo, ¿qué pasó? ¿Qué hiciste? —Y Dirk levantó la cara de la almohada y miró a su padre.
—Fue un error. No importa. Y volvió a enterrar la cara en la almohada, tapando la voz, así que Sean tuvo una excusa para no creer lo que había escuchado.
—¿Qué has dicho? —le preguntó, y hubo una pausa antes de que Dirk respondiera claramente:
—He dicho que fue culpa mía.
—Eso creí que habías dicho. —Sean se puso de pie con una expresión sorprendida en la cara—. Bueno, no sé para qué me has hecho venir, Ruth, pareces tener todo bien en orden. —Se fue hacia la puerta miró hacia atrás como si fuera a decir algo y luego, cambiando de parecer, sacudió la cabeza y salió.
Aquella noche en los tranquilos y exhaustos minutos antes del sueño, Sean murmuró contra su mejilla:
—Creo que hoy hiciste lo que yo debería haber hecho años atrás. —Y luego, con una risa medio dormida—:
—Por lo menos no hay duda de quién es el ama en Lion Kop.
Había una cándida simplicidad en la manera de tomar la vida de Sean, para él cualquier problema desaparecía cuando se enfrentaba a él.
Si una mujer lo obsesionaba, se acostaba con ella si eso no producía el efecto deseado, entonces se casaba con ella.
Si quería un pedazo de tierra, o un caballo o una casa o una mina de oro, pagaba el precio y lo hacía suyo. Si no tenía el dinero, salía a buscarlo.
Si le gustaba un hombre, bebía con él, cazaba con él, se reían juntos. Si no le gustaba, o le daba un puñetazo en la cabeza o lo hacía objeto de sarcasmo y burlas. De cualquier manera, no le dejaba lugar a duda en cuanto a sus sentimientos.
Cuando un hijo se echaba a perder, se le daba una tunda, y luego se le hacía un regalo caro para demostrarle afecto. Ahora Sean admitía que se había retrasado en cuanto a Dirk; pero Ruth había hecho un trabajo muy efectivo. A él sólo le quedaba llamar a Dirk al estudio y gritarle un rato. Una semana después volvió de un viaje a Pietermaritzburg y con ceño turbado le dio a Dirk sus regalos de paz. El primero era una caja de cuero con herrajes de bronce con una pistola hecha a mano por Greener de Londres, incrustada en plata labrada con culata de nogal brillante y caños intercambiables Damascus. El otro era una potranca de dos años de la cabaña Huguenot de Worcester, en El Cabo.
Hija de Sun Lord y de Harvest Dancer, Sun Dancer era un animal de la mejor estirpe africana y de estremecedora belleza y velocidad. Sean pagó mil guineas por ella y consideraba que había obtenido la mejor parte del trato.
En lo que respecta a Sean se habían acabado los problemas con Dirk, y pudo dedicar toda su energía a adelantar las tres inversiones principales a las que se dedicaba.
Primero, estaba el asunto de que Ruth quedara embarazada. En esto tenía toda su cooperación. Pero sus esfuerzos, aparte de proporcionarles una buena cantidad de saludable ejercicio y placer, eran singularmente improductivos. Sean recordó la letal habilidad demostrada en su primer encuentro y no comprendía por qué. Ruth sugirió que siguieran entrenándose hasta que comenzara la estación de las lluvias; había desarrollado una creencia supersticiosa en el poder de los truenos. En uno de sus viajes a Pietermaritzburg Sean vio una estatuilla de madera del dios Thor en la vidriera de un vendedor de baratijas. Lo compró para Ruth y desde entonces el dios se quedaba en la mesilla, aferrando su martillo y supervisando sus esfuerzos con tal expresión que finalmente Ruth tuvo que ponerlo de cara a la pared.
Luego estaba la planta de extracción de tanino de Michael. El joven había recurrido a una villanía solapada que asombró a Sean y, según aseguraba, terminó con su creencia en la natural decencia de la humanidad. Michael había ido a ver a cada uno de los nuevos productores del valle, hombres que habían seguido la iniciativa de Sean en cuanto a plantar acacias, y después de hacerles jurar que guardarían el secreto, les había ofrecido acciones de la compañía. Ellos se habían entusiasmado y, con Michael a la cabeza, llegaron a Lion Kop en visita formal. La reunión transcurrió con tantos relámpagos y truenos verbales que podría haber estado presidida por el gran dios Thor. Finalmente Sean, que se había reído de la idea durante todos los meses transcurridos desde que Michael se la comunicó y que ahora estaba tan entusiasmado como los demás, se dejó persuadir. Tomó el setenta por ciento de las acciones y el resto se lo adjudicaron a los otros colonos. Se eligió una junta directiva con Sean como presidente, y el contable recibió instrucciones de proceder a la inscripción de la Cooperativa Ltda. de Acacias de Ladyburg. Por primera vez Sean utilizó su poder de voto para aplastar los recelos de los otros accionistas y nombrar a Michael Courtney ingeniero de la planta Luego con otro director de mayor edad para que actuara como influencia apaciguadora, Michael se embarcó en el siguiente barco de la Umon Castle rumbo a Inglaterra, con una carta poder en el bolsillo y las recomendaciones y sabias palabras de Sean en la mente. Recordando cómo era él a la edad de veintitrés años, Sean decidió que resultaba necesario indicarle a Michael que le enviaba a Londres para comprar maquinaria y aumentar sus conocimientos sobre su manejo, no para poblar a las islas Británicas ni a visitar las hosterías y establecimientos de juego. Se produjo una inmensa reacción por parte de Jackson y de la Natal Wattle, quienes lamentaron comunicarles que los contratos entre los colonos del valle del Tugela y la compañía no serían renovados, y que debido a las demandas de otros lugares no podrían proporcionarles ni semillas ni plantas jóvenes. Pero las sementeras de Sean ya estaban a punto y podían abastecer a todo el valle y, con suerte, sus plantas estarían produciendo cuando llegara la próxima temporada de corte.
Antes de que Michael y su acompañante volvieran eufóricos por el éxito de su misión, Sean tuvo otro visitante, Jan Paulus Leroux, cansado de la discusión de tres años que mantenía con Sean por correo, llegó a Ladyburg y expresó su intención de permanecer allí hasta que Sean estuviera de acuerdo en encabezar la rama de Natal del Partido Sudafricano Y a competir por el escaño de Ladyburg en las próximas elecciones de la Asamblea Legislativa. Dos semanas más tarde, luego de que los dos hubieran cazado y matado un buen número de faisanes, venados y otras aves, consumido enormes cantidades de café y más moderadas de aguardiente, hablado hasta quedarse roncos y cerrado la última brecha entre los dos, Jan Paulus partió en el tren de Johannesburgo con las siguientes palabras de despedida.
—Toe maar. Está decidido entonces.
El Partido Sudafricano estaba constituido por una federación de El Cabo, Transvaal, Estado libre de Orange Natal, bajo gobierno autorizado por Whitehall. La oposición la formaban las extremas inglesa y holandesas los jingoístas que cantaban Dios salve al rey y los republicanos que querían que el Todopoderoso tratara al rey de otra manera.
Luego de reunirse con los hombres de la lista que Jan Paulus le había dado, Sean comenzó la campaña, Su primera seguidora fue Ruth Courtney, ganada para la causa por la perspectiva de la agitación que rodearía a la batalla por las elecciones más que por la oratoria de Sean. Ahora pasaban una semana o más al mes viajando por los alrededores de Natal para asistir a reuniones políticas. Ruth le hacía ensayar a Sean su discurso, solamente tenía uno, hasta que resultaba impecable. Besaba a los bebés y recibía a las señoras, tareas para las que Sean no demostraba gran aptitud. Se sentaba al lado de él en el estrado y evitaba que bajara hasta la audiencia a pelearse con los pesados. La manera de sonreír y de caminar de Ruth no le hicieron perder votos al Partido Sudafricano. Lord Caisterbrook prometió su apoyo desde Londres, y parecía que Sean obtendría veintidós escaños de los treinta de la Asamblea.
En el solar situado debajo del acantilado, cerca del Baboom Stroom, comenzó a construirse la planta de la Cooperativa Ltda. de Acacias de Ladyburg. Cubría una extensión de cuarenta mil metros cuadrados, y algo alejadas se veían las prolijas hileras de casas para los empleados. A pesar de las vehementes protestas de Michael, Sean accedió al deseo de los otros accionistas y contrataron a un ingeniero consultor hasta que la planta entrara en producción. Sin él hubieran perdido la cosecha de corteza de un año, porque si bien Michael era un animoso e incansable trabajador, era muy joven y sin experiencia práctica. Incluso con el ingeniero que le ayudaba, a la planta le faltaba aún mucho cuando comenzó la estación de corte. Cuando finalmente el cañón plateado de la chimenea comenzó a despedir humo y las calderas iluminaron la noche con un reflejo satánico, ya había miles de toneladas de corteza +apiladas en los depósitos techados de alrededor de la fábrica.
Fue una maravillosa temporada. Las lluvias habían llenado de rica savia las cortezas' y cuando terminó el año la Cooperativa registró una ganancia de diez mil libras en su primer año de operaciones, y la finca Lion Kop cuatro veces esa suma Sean había salido de la deuda en tan poco tiempo como el que emplea un niño cuando entra al baño a lavarse la cara.
A pesar de las buenas lluvias, solamente hubo tres tormentas espectaculares ese verano. En toda las ocasiones Sean estaba fuera de Lion Kop en viajes de negocios. Cuando los relámpagos horadaban las colinas y el golpe de martillo del trueno resonaba en el valle, Ruth se quedaba junto a la ventana de su dormitorio lamentando otra oportunidad perdida. A Mbejane le fue mucho mejor, toda su semilla obtuvo fruto y cosechó cuatro varones gordos esa temporada.
También fue un año de mucha actividad para Dirk Courtney. Después de su absoluta derrota ante el zigzagueante látigo, Dirk y Ruth mantenían una relativa neutralidad, pero le cedió el control de Lion Kop a ella.
A Tormenta Courtney la ignoraba, a menos que estuviera en las rodillas de Sean o a caballo sobre sus hombros. Entonces los miraba furtivamente hasta que podía encontrar una excusa para interrumpir sus juegos o irse de Lion Kop. Sus ausencias se hicieron más frecuentes; hizo viajes a Pietermaritzburg y los distritos de los alrededores para jugar al rugby y al polo; hubo misteriosas excursiones nocturnas a Ladyburg y durante el día se iba al alba cada mañana. Sean creía que iba hacia el colegio hasta que recibió una nota del director pidiéndole que pasara por el establecimiento.
Después de mostrarle el registro de asistencia y una copia de las calificaciones académicas, el director se recostó en su silla y esperó los comentarios de Sean.
—No muy bueno, ¿no?
—De acuerdo, señor Courtney, no muy bueno. —¿No se lo podría enviar interno a algún establecimiento, señor Besant?
—Sí, podría hacerlo —Besant mostraba dudas—, pero ¿serviría de algo, aparte de darle un buen entrenamiento de fútbol americano?
—¿Y de qué otro modo conseguirá entrar a la universidad? —Sean estaba impresionado por lo que había conseguido la educación superior de Michael. La consideraba una alquimia soberbia para toda enfermedad juvenil.
—Señor Courtney… —el director hizo una pausa con delicadeza. Había oído comentarios acerca del carácter de Sean y no quería una demostración personal—. Algunos muchachos no están preparados para la carrera universitaria.
—Yo quiero que Dirk vaya —interrumpió Sean.
—Yo dudo que Steilenbosch o la Universidad de Ciudad del Cabo compartan sus deseos —recuperando un poco su actitud de maestro, Besant utilizó un frío sarcasmo.
—¿Quiere decir que es tonto?
—No, no —inmediatamente Besant lo calmó—. Es solamente que no está, digamos, naturalmente inclinado para el estudio.
Sean pensó la respuesta recibida. Parecía una sutil distinción, pero la dejó pasar y preguntó:
—Bueno, ¿qué me sugiere?
La sugerencia de Besant era que Dirk Courtney saliera volando de la escuela, pero lo expresó con más finura.
—Aunque Dirk solamente tiene dieciséis años, es muy maduro para su edad. Digamos que usted lo haga entrar en la Compañía de Acacias…
—¿Usted recomienda que lo saque de la escuela? —dijo pensativo Sean, y Besant reprimió un suspiro de alivio.
Dirk Courtney fue designado aprendiz del primer calderero de la fábrica. Su primer acto de informar al trabajador que él dirigiría algún día esa fábrica, así que podía irlo pensando. El caballero, advertido por la fama de Dirk, lo miró funestamente, escupió un largo chorro de jugo de tabaco a tres centímetros de la lustrosa punta de la bota de Dirk, y contestó como se merecía. Luego le mostró un hornillo que había sobre la forja del taller y le dijo a Dirk que le hiciera una taza de café Y mientras estaba preparándolo se sacara el dedo del Orificio posterior. En una semana se hicieron compinches. El hombre, llamado Archibald comenzó a instruir a Dirk en otras cosas aparte de la fabricación de hojalata. Archy tenía treinta y seis años. Había llegado a África después de pasar una temporada de cinco años en la prisión de Leavenworth por el intrigante delito de «Injuria criminal», y cuando le explicó el significado a Dirk, éste le encantó.
Archy presentó a Dirk a una de sus amigas, Hazel, una muchacha regordeta y amistosa que trabajaba de camarera en el hotel Ladyburg y dispensaba sus favores de la misma alegre manera que despachaba el licor; pero Dirk en seguida se convirtió en su favorito y le enseñó al muchacho algunas triquiñuelas.
Astuto, Archibald Longworthy examinó la situación y decidió que la amistad con el heredero de Sean Courtney sólo le podía traer beneficios. Además de eso, el chico era muy divertido. Se podía tragar un pastel y consumía aguardiente como el mejor de ellos, y además tenía una provisión de soberanos casi inagotable.
A su vez Dirk había convertido a Archy en su héroe, pasando muchos de los sentimientos experimentados hacia su padre a su primer amigo real. Haciendo caso omiso de las grises muñecas y cuello que hablaban del desapego de Archy por el agua y el jabón, el poco pelo claro cepillado hacia atrás debajo del cual se veía la calva rosada, dejando de lado el diente negro situado en el centro mismo de su boca, Dirk le otorgó el encanto y excitación de un antiguo pirata.
Cuando Dirk se encontró sufriendo de una enfermedad indolora pero de mal olor, fue Archy quien le aseguró que solamente eran «blancas» y fue con él a ver a un médico de Pietermaritzburg. En el tren de vuelta a casa planearon su venganza en medio de risas, bromas amistosas y creciente expectativa.
Hazel se sorprendió al verlos en la mitad de la tarde de un domingo y se sentó inmediatamente cuando llegaron a su cuarto, que daba al patio trasero del hotel.
—Dirkie, no debes venir aquí de día, tu papá te encontrará. —Hacía calor dentro de la pobre habitación, y el olor a perfume barato y a orina de una bacinilla a medio llenar se mezclaban ásperamente con el de transpiración femenina. La delgada camisa de Hazel se le pegaba húmeda sobre el cuerpo y marcaba la posada caída de sus pechos y el profundo pliegue lateral de su cintura. Había ojeras oscuras debajo de sus ojos y tenía un rizo pegado por la transpiración a la mejilla, donde la almohada había marcado pequeñas arrugas sobre la piel. Los dos se quedaron en la puerta y le sonrieron; por muchas experiencias, Hazel reconoció la ansiedad feroz que enmascaraban sus sonrisas.
—¿Qué queréis? —De repente sintió miedo, e instintivamente cubrió con una mano la profunda hondonada de su pecho.
—Dirkie quiere tener una charlita contigo. —Con cuidado Archy cerró la puerta y echó la llave, luego avanzó hacia la cama. El trabajo manual había envuelto sus brazos con músculos duros y nudosos, y las manos que colgaban a los costados de su cuerpo eran desproporcionadamente grandes y estaban cubiertas de pelo rubio y áspero.
—Aléjate de mí, Archy Longworthy. —Hazel sacó las piernas de la cama, y la camisa se le subió mostrando los muslos blancos y gordos—. Yo no quiero problemas, déjame sola.
—Le pasaste a Dirkie la gonorrea. Dirkie es mi amigo y no le gustó lo que le pasaste.
—Yo no fui. No pude haber sido yo. Yo soy limpia, te lo juro. —Se puso de pie, todavía sujetándose la camisa y retrocediendo ante él—. Manténte alejado de mí. —Luego, cuando Archy saltó hacia adelante—: No, no. Yo voy a… —Y abrió la boca para gritar, pero la mano de Archy se cerró sobre ella como una enorme y peluda araña. Luchó desesperadamente, arañando la mano que le cubría la cara.
—Vamos, Dirk —rió Archy, sosteniéndola fácilmente con una mano alrededor de la cintura.
Inseguro, Dirk se quedó en la puerta, ya sin sonreír.
—Vamos, hombre. Yo la sujeto. —Con un movimiento repentino del brazo, Archy arrojó a la muchacha boca abajo en la cama, luego saltó al otro lado para mantenerla contra la almohada—. Vamos, Dirk, usa esto. —Con la mano libre, Archy se quitó el ancho cinturón que llevaba. El cuero estaba incrustado de clavos romos de metal—. Dóblalo.
—Demonios, Arch, ¿crees que debemos? —Dirk seguía luchando, con el cinturón colgando de la mano.
—¿Tienes miedo o qué? —Y la boca de Dirk se endureció ante la provocación. Se adelantó y descargó el cinturón con fuerza sobre el cuerpo que se retorcía. Hazel se quedó rígida ante el dolor y abrió la boca en la almohada.
—Así, espera un momento. —Archy enganchó un dedo en la delgada tela de la camisa y la rompió desde el escote hasta abajo. Las gordas nalgas de mujer salieron a la vista, blancas y con hoyuelos—. Ahora, dale con todo.
Nuevamente Dirk levantó el pesado cinturón doblado, se quedó así mientras una sensación de poder lo elevaba al nivel de los dioses, balanceó su cuerpo para golpear de nuevo.
—Nadie se le opone —murmuró Ronny Pye, y a su lado Garrick Courtney se movió incómodo—. ¿Lo has oído hablar? —insistió Ronny.
—No.
—Quiere unir Natal con ese puñado de holandeses de los Estados Libres y Transvaal.
—Ya lo sé.
¿Estás de acuerdo?
Garry permaneció en silencio, parecía estar sumido en la contemplación de las cabriolas de la pequeña manada de potrillos del potrero. Los pequeños se perseguían con aire desmañado unos a otros, luciendo el pelo abundante de los animales jóvenes sobre unas patas que parecían tener demasiadas articulaciones.
—Voy a enviar veinte potrillos de un año a la exposición de Pietermaritzburg, tendrían que sacar entre cuatrocientos y quinientos por cabeza ya que son animales de primera clase. Te podré dar un buen pago a cuenta del préstamo.
—No te preocupes por eso, Garry, no he venido a buscar dinero. —Ronny le ofreció un cigarro y cuando Garry se negó eligió uno para él y comenzó a prepararlo con cuidado—. ¿Estás de acuerdo con la idea de una unión?
—No.
—¿Por qué no? —Ronny mantuvo la vista fija en el cigarro, no quería mostrar prematuramente su ansiedad.
—Yo luché contra ellos, Leroux, Niemand, Botha, Smuts. Yo luché contra ellos, y ganamos. Ahora están sentados en Pretoria conspirando tranquilamente para absorber a todo el país. No se conforman con el Estado Libre y Transvaal, sino que quieren también Natal y El Cabo. Cualquier inglés que los ayude es un traidor ante el rey y ante su país. Debería ser puesto contra la pared y que le dispararan.
—Algunos por aquí piensan así, algunos. Y sin embargo ninguno se opone a Sean Courtney. Va a entrar caminando a la Asamblea.
Garry se volvió y comenzó a cojear lentamente a lo largo de la cerca del potrero hacia los establos, y Ronny se puso a su lado.
—Me parece, y a los otros también, que lo que hace falta es un hombre bueno para enfrentarse a él, alguien con prestigio, un buen expediente en la guerra, que haya escrito un libro y sepa qué es lo que está pasando, que sepa hablar en público. Si pudiéramos encontrar a alguien así, entonces no tendríamos problemas para pagar los gastos. —Encendió una cerilla y esperó que el sulfuro se acabara antes de acercar el cigarro, hablando a través del humo—. Solamente quedan tres meses para la elección, tenemos que organizarnos ahora mismo. La semana próxima va a haber una reunión en la escuela.
La campaña política de Sean, que había avanzado apaciblemente y sin despertar mucho interés de repente tomó un giro dramático.
Su primera reunión en Ladyburg contó con la presencia de casi toda la población local. Todos estaban tan hambrientos de diversión que no les importaba escuchar a Sean diciendo el pequeño discurso que ya todos habían leído en la mayor parte de los periódicos de Natal. Con tremendo optimismo habían esperado que el debate sería más entretenido, y algunos habían preparado preguntas sobre importantísimos asuntos, tales como el precio de las licencias de caza, el sistema de la biblioteca pública, y el control de enfermedades de los pies y bucales. Por lo menos era una oportunidad de encontrar amigos de las áreas más alejadas.
Pero aparte de los empleados, amigos y vecinos de Sean, otros llegaron a la escuela y llenaron las dos primeras hileras de pupitres. Todos eran jóvenes, y Sean nunca los había visto. Los observó reprobatoriamente mientras reían y hacían bromas en voz alta durante los preparativos.
—¿De dónde ha salido ese grupo? —le preguntó al presidente.
—Han venido en el tren de la tarde, todos juntos.
—Parece que buscan problemas. —Sean adivinaba la efervescencia de los hombres que se preparan para la violencia—. La mayor parte han estado bebiendo.
—Bueno, Sean. —Ruth se inclinó y apoyó la mano sobre su rodilla—. Me tienes que prometer que no te crearás problemas. No les busques pelea.
Sean abrió la boca para responder y la dejó así al ver pasar a Garry Courtney entre la multitud de la puerta y sentarse al lado de Ronny Pye en la última fila.
—Cierra la boca, querido —murmuró Ruth, y Sean obedeció, luego sonrió y saludó con la mano a su hermano. Garry contestó con un movimiento de cabeza e inmediatamente se sumió en honda conversación con Ronny Pye.
Entre toses y movimientos de pies el presidente se incorporó para presentar a Sean a los hombres que habían sido sus compañeros de escuela, que habían bebido su aguardiente y cazado con él. Continuó diciéndoles cómo Sean había virtualmente ganado la guerra anglo-bóer él sólo, cómo había llevado prosperidad al distrito con su fábrica y sus acacias. Luego terminó con algunas consideraciones que hicieron que Sean se moviera en el asiento y tratara de meter los dedos dentro del cuello.
—Así, señoras y señores de este hermoso distrito, les presento a un hombre de visión y perspicacia, un hombre con un corazón grande como sus puños, su candidato y el mío, el coronel Sean Courtney.
Sean se puso de pie sonriente, para ser arrullado por una explosión de silbidos y gritos procedentes de las dos primeras filas. La sonrisa desapareció y los puños se transformaron en enormes martillos de hueso apoyados sobre la mesa colocada frente a él. Los miró frunciendo el ceño y comenzando a transpirar de rabia. Un Pequeño tirón en la cola de su chaqueta lo tranquilizó y aflojó un poco la tensión. Comenzó a hablar, gritando por encima de las voces de: «Que se siente», «Que hable alto», «Denle una oportunidad», «Que lo bajen» y el redoble de los pies calzados golpeando sobre el suelo de madera.
Tres veces en medio del barullo perdió el hilo del discurso y tuvo que mirar a Ruth para que ésta le ayudara, rojo de rabia y mortificación, mientras rompían sobre él olas de desdeñosa risa. Terminó leyendo el último párrafo de su cuaderno. No importaba que se detuviera y buscara el renglón repetidamente porque nadie que estuviera a más de un metro de distancia lo oía. Se sentó y un repentino silencio inundó el salón, un aire de expectativa que hizo pensar a Sean que todo había sido cuidadosamente planeado, y que el entretenimiento principal llegaba a continuación.
—Señor Courtney —al fondo Garry Courtney se había levantado y todas las cabeza se habían vuelto a mirarlo—, ¿puedo hacerle unas preguntas?
Sean asintió lentamente. Así que eso era. Garry había preparado esa recepción.
—Entonces mi primera pregunta es: ¿Puede usted decirnos cómo se llama a un hombre que vende su país a los enemigos del rey?
—Traidor —corearon los agitadores—. Bóer. —Se pusieron de pie en masa y le gritaron en medio de un barullo que duró unos cinco minutos.
—Te voy a sacar de aquí —le susurró Sean a Ruth, y buscó su brazo para llevársela, pero ella se soltó.
—No, yo me quedo.
—Ven, haz lo que te digo. Esto se va a poner violento.
—Primero me tendrás que llevar a rastras. —Lo fulminó con la mirada, enfurecida y resplandeciente.
Sean estaba a punto de aceptar el reto, cuando de repente cesó el griterío. Nuevamente se volvieron las cabezas hacia Garry Courtney que ya tenía lista su siguiente pregunta. En medio del silencio sonrió con malicia.
—Otra cosa, ¿le importaría decirnos la nacionalidad y religión de su esposa?
La cabeza de Sean cayó hacia atrás. Sintió el nauseabundo golpe en el estómago, y comenzó a levantarse‑.
Pero Ruth ya estaba de pie y colocó una mano sobre su hombro para evitar que él lo hiciera.
—Creo que yo contestaré esa pregunta, Garry. —Habló con claridad, solamente con una nota de sequedad en la voz—: Soy judía.
El silencio persistió. Todavía con la mano sobre el hombro de Sean, de pie, derecha y orgullosa a su lado, mantuvo la mirada de Garry. El fue el primero en bajarla. Sonrojándose hasta el cuello, bajó los ojos y se balanceó torpemente sobre la pierna enferma. Entre los hombres de las primeras filas se sucedió la misma reacción de culpa. Se miraron uno a otro y luego hacia adelante, moviéndose incómodos y avergonzados. Un hombre se puso de pie y comenzó a retirarse por el pasillo. A medio camino se volvió y dijo:
—Perdón, señora. Yo no sabía que iba a pasar esto. —Y continuó hacia la puerta. Al pasar al lado de Ronny Pye le tiró un soberano. Otro hombre se levantó, le sonrió incómodo a Ruth y se apresuró a salir. En grupos de dos y tres, los otros lo siguieron. Los últimos se fueron juntos, y Sean notó con alivio que no todos le devolvían los soberanos a Ronny.
Al salir del salón Garry vaciló, sin saber si quedarse o irse y tratar de sostener una situación que tan mal había juzgado.
Sean se incorporó lentamente y rodeó la cintura de Ruth con un brazo, tosiendo, porque se sentía conmovido de orgullo por ella.
—Y no sólo eso —gritó—, sino que es una de las mejores cocineras de la región. —En medio de las risas y vítores, Garry tropezó y se abrió paso fuera del salón.
Al día siguiente Garrick Courtney anunció su intención de intervenir en las elecciones por el Partido Independiente, pero ni siquiera los diarios leales le dieron posibilidades de ganar, hasta seis semanas antes del día de la votación.
Esa tarde, mucho después del atardecer, Dirk ató a Sun Dancer a la tranquera del hotel. Después de soltarle la cincha y el freno, la dejó bebiendo y subió a la acera. Al pasar por el bar miró por la gran ventana con su lema escrito en letras doradas y rojas «Si tiene sed, tome una cerveza Goldberg».
Rápidamente observó la clientela del bar en busca de informantes. No estaba ningún capataz de su padre, ellos siempre podían ser peligrosos; tampoco los señores Petersen, Pye o Erasmus estaban presentes esa noche. Reconoció a dos de los mecánicos de la fábrica, un par de obreros del ferrocarril, un empleado del banco y un ayudante de contable de la sociedad cooperativa, entre una media docena de extraños, y decidió que era seguro. Ninguno de ellos tenía posición suficiente en la sociedad de Ladyburg como para llevarle la noticia a Sean Courtney de que su hijo bebía.
Dirk caminó hasta el final de la manzana, se detuvo unos segundos y volvió hacia atrás. Sus ojos miraban a los costados constantemente para asegurarse de que no hubiera espías en las sombras. Esa noche la calle principal estaba desierta y al llegar a la altura de las puertas de vaivén del bar entró de costado a la luz amarillenta del salón. Le encantaba esa atmósfera, el olor de aserrín, licor, humo de tabaco y hombres. Era un lugar para hombres. Un lugar de voces ásperas y risas, de humor tosco y compañerismo.
Algunos de los hombres que estaban junto a la barra lo miraron.
—Eh, Dirk.
—Te hemos echado de menos. ¿Dónde has estado toda la semana?
Dirk contestó el saludo de Archy consciente de su importancia, y cuando se dirigió a tomar asiento a su lado, al final del mostrador del bar, se mantuvo firme y derecho fanfarroneando un poco, porque ése era un lugar para hombres.
—Buenas noches, Dirk. ¿Qué tomarás? —el camarero se apresuró a servirlo.
—Hola, Henry. ¿Todo tranquilo esta noche? —Dirk bajó la voz hasta convertirla en un susurro.
—Debería estarlo, no esperamos a ningún espía —le aseguró Henry—. Pero la puerta que hay detrás de ti no está cerrada.
El asiento de Dirk había sido elegido con cuidado. Desde allí se podía vigilar a todo recién llegado a la habitación, y al mismo tiempo los bebedores acodados al mostrador le servían de pantalla. Detrás de él una puerta conducía a través del lavabo hasta el patio trasero, una necesaria precaución cuando se tienen diecisiete años y tanto la ley como el propio padre prohíben el licor.
—Muy bien, entonces… dame lo de siempre —asintió Dirk.
—Has salido tarde esta noche —exclamó Henry al verter aguardiente dentro del vaso y llenarlo con cerveza de jengibre embotellada—. ¿Otra vez de caza? —Henry era un hombre pequeño de unos cincuenta años, con la cara pálida por la falta de sol y unos pequeños ojos azules; ahora le guiñaba uno de ellos a Archy al hacer la pregunta.
—¿Esta noche te han servido? —Archy siguió con la catequesis.
Dirk se colocó un dedo a lo largo del costado de la nariz.
—¿Qué crees? —sonrió, y todos rieron encantados.
—¿Quién ha sido? ¿Madame? —Archy lo sondeó, actuando para los otros espectadores que todavía reían y se inclinaban ansiosos hacia delante.
—No. —Dirk se encogió de hombros desdeñoso. «Madame» era el nombre ficticio de la esposa de uno de los maquinistas del ferrocarril. Su esposo conducía el tren nocturno a Pietermaritzburg día sí día no. No se la consideraba una gran conquista.
—¿Entonces quién? —lo embromó suavemente Henry.
—Os lo contaré cuando termine de conquistarla —prometió Dirk.
—¿Guapa? —insistieron—. ¿Joven?
—Está bien; no está mal —Dirk saboreó su aguardiente.
—Hombre, tienes tanto que ya no lo aprecias —lo regañó Archy, sonriendo a la audiencia, y Dirk se irguió complacido—. Vamos, Dirk, cuéntanos, hombre, ¿es caliente?
Como respuesta Dirk estiró cuidadosamente un dedo y tocó el vaso, siseó como si hubiera tocado un hierro al rojo vivo y apartó la mano con una exclamación de dolor. Rugieron como señal de que les agradaba la demostración, y Dirk rió con ellos, colorado, ansioso de que lo aceptaran.
—Cuéntanos… —insistió Henry—. No tienes por qué decir el nombre, solamente los detalles. ¿De dónde la has sacado?
Y por supuesto Dirk accedió y lo contó todo detalladamente, así que la indulgencia de sus risas cambió y se inclinaron escuchando ansiosamente.
—Jesús, ¿eso dijo?
¿Entonces tú qué hiciste?
Y Dirk seguía contando. Era un cuentista por naturaleza y construyó el suspense hasta que hubo una pequeña isla de atento silencio a su alrededor. Pero el resto de la habitación estaba colmada de hombres ruidosos y las risas y las voces eran más altas que cuando él entró. Un grupo estaba sintiendo los efectos del licor de modo particular.
—… así que le tomé la mano —continuó Dirk— y le dije: «Ahora tengo una pequeña sorpresa para ti. «¿Qué es? me preguntó, como si no lo supiera. «Cierra los ojos y te la mostraré», le dije…
Y se oyó una voz que atravesó el salón:
—… por ejemplo ese gran desgraciado de Courtney. ¿Qué hace además de conducir un enorme automóvil y hacer discursos?
Dirk se detuvo en la mitad de una oración y lo miró. Repentinamente se puso pálido. El hombre que había hablado pertenecía al grupo del otro extremo del bar. Iba vestido con un raído mono de lona azul. Se trataba de un hombre no muy joven con las líneas de las penurias dibujadas profundamente alrededor de los ojos y la boca.
¿Saben quién le da el dinero? Yo os lo voy a decir, nosotros se lo damos. Sin éstas él estaría acabado, no duraría ni un mes. —El hombre sostuvo en alto las manos llenas de callosidades, y las uñas rotas y comidas, con oscuros semicírculos de suciedad incrustados—. De aquí saca su dinero, el mugriento coronel Courtney.
Dirk miraba al hombre; tenía las manos cerradas enfrente de él, sobre el mostrador. Ahora la habitación estaba muy silenciosa, así que las palabras del hombre sonaban aún más fuertes.
—Saben lo que paga, treinta y dos libras al mes de salario máximo. Treinta y dos libras al mes.
—El salario mínimo es veinticinco —observó secamente uno de sus compañeros—. Creo que eres libre para irte a otro trabajo, si lo encuentras. Yo me quedo en éste.
—Esa no es una razón. El maldito hijo de puta haragán está haciendo una fortuna con nosotros, creo que podría pagar más, creo…
—¿Crees que vales eso? Dirk saltó de su taburete y le gritó la pregunta desde el otro extremo del mostrador. Hubo un movimiento de interés y todas las cabezas se volvieron hacia él.
—Déjalo, Dirk, está borracho. No empieces ninguna pelea —le susurró Henry agitado, y luego volviéndose hacia el otro y levantando la voz—: Norman, ya has bebido bastante. Es hora de que te vayas. Tu mujer debe de estar esperándote para cenar.
Dios. —Norman miraba en dirección a Dirk, los ojos no enfocaban bien—. Dios mío, es el borrego de Courtney.
La cara de Dirk tomó una rigidez nerviosa. Comenzó a caminar lentamente hacia el hombre.
—Déjalo, Dirk. —Para detenerlo Archy le agarró del brazo al pasar, pero Dirk lo rechazó.
—Has insultado a mi padre. Lo has llamado hijo de puta.
—Sí —asintió Norman—. Tu padre es un gran hijo de puta con suerte, que no ha trabajado un solo día en su vida, un grande y «suertudo» hijo de puta «chupasangre». Y ha parido un cachorro igualmente inútil, que pasa el tiempo…
Dirk le pegó en la boca, y el hombre cayó del taburete hacia atrás, agitando los brazos al caer. Dio con los hombros en el suelo y se puso de rodillas escupiendo sangre y un diente roto de la boca.
—Pequeño hijo de puta —dijo entre la sangre. Dirk se adelantó con la bota izquierda, impulsando el golpe con todo su cuerpo. La punta de la bota se clavó en el pecho del hombre derribándolo de espaldas.
—Por Cristo, deténganlo —gritó Henry desde detrás del mostrador. Pero todos se quedaron paralizados mientras Dirk tomaba el taburete del bar, lo levantaba sobre la cabeza y lo descargaba arrastrando todo el cuerpo en el golpe, con el mismo movimiento que si estuviera cortando leña. El pesado asiento de madera le alcanzó al hombre en medio de la frente, le dio de lleno, porque el hombre tenía la cabeza contra el suelo y no pudo retroceder ante el golpe. Le partió el cráneo y dos chorros de sangre salieron de su nariz manchando el aserrín del suelo.
—Lo has matado una sola voz quebró el silencio que siguió.
—Sí —asintió Dirk—. Lo he matado. He matado a un hombre.
Las palabras resonaron salvajemente en su interior. Le llenaban el pecho casi impidiéndole respirar. Y se quedó sobre el cadáver sin querer perder un momento de placer. Sintió que sus piernas temblaban y los músculos de sus mejillas estaban tan tensos por la agitación que pensó que se iban a romper.
—Sí, lo he matado. —Su voz temblaba por la violencia del placer que lo consumía. Su mirada sólo captó la cara del hombre muerto. La frente estaba profundamente hundida y los ojos se le salían de sus órbitas.
A su alrededor hubo un movimiento de consternación.
—Más vale que vayan a buscar a su padre.
—Yo me voy de aquí.
—No, quédate donde estás. Nadie puede irse. —Por Dios, llamen al doctor Fraser.
—No hace falta el doctor, llamen a la policía.
—Fue tan rápido como un maldito leopardo.
—Por Dios, yo me voy de aquí.
Dos de los hombres se detuvieron al lado del cuerpo.
—Déjenlo —gritó Dirk—. No lo toquen —celoso de su presa como un joven león. Instintivamente le obedecieron. Se pusieron de pie y se alejaron. Con ellos retrocedió todo el mundo, dejando a Dirk solo en el centro.
—Busquen a su padre —repitió Henry, Que alguien vaya a buscar a Sean Courtney.
Una hora más tarde Sean entró a la habitación. Llevaba un sobretodo encima de su camisa de dormir y las botas calzadas en los pies desnudos. Se detuvo en el umbral y miró dentro de la habitación, con el cabello desordenado por el sueño. Pero cuando entró, la atmósfera de la habitación cambió. El tenso silencio se alivió y todas las caras se volvieron ansiosas hacia él.
—Señor Courtney, gracias a Dios que ha venido " —dijo el joven ayudante de policía que estaba al lado del doctor Fraser.
—¿Está muy mal, doctor? —preguntó Sean.
—Está muerto, Sean.
—Papá, insultó… —comenzó a decir Dirk.
—Cállate —le ordenó inflexible Sean—. ¿Quién es? —le preguntó al ayudante de policía.
—Norman Van Eek, uno de sus cortadores del molino.
—¿Cuántos testigos?
—Catorce, señor. Todos lo han visto.
—Bien —ordenó Sean, Lleven el cuerpo al cuartel de policía. Podrá tomarles declaración mañana por la mañana.
—¿Y el acusado…? Quiero decir, ¿y su hijo, señor? —el ayudante se corrigió.
—Yo me haré responsable de él.
—No estoy seguro de que no debiera… —Vio la expresión de la cara de Sean—. Bueno, supongo que estará bien —accedió a regañadientes.
—Papá… —comenzó a decir nuevamente Dirk.
—He dicho que te calles la boca, ya has hecho demasiado daño por hoy.
Sean habló sin mirarlo y luego se dirigió al camarero.
—Busque una manta. —Y al policía—: Que alguno lo ayude. —Y le indicó cuatro hombres asomados a la ventana con caras de curiosos.
—Muy bien, señor Courtney.
Después que se hubieron marchado con el cuerpo envuelto en la manta, Sean miró significativamente al doctor Fraser.
—Más vale que me vaya a completar el examen allí.
—Vaya, doctor. —Sean asintió y el doctor tomó su maletín y salió. Sean cerró la puerta detrás de él y también las persianas. Se volvió hacia los hombres que estaban de pie al lado del mostrador.
—¿Qué pasó? —Se movieron incómodos y miraron a cualquier parte menos a él—. ¿Tú, George? —Sean eligió a uno de sus mecánicos.
—Bueno, señor Courtney, su hijo Dirk fue hasta donde estaba Norman y le pegó haciéndolo caer del taburete. Luego le dio un puntapié cuando trataba de levantarse. Luego agarró el taburete y le pegó con él —el hombre tartamudeó roncamente durante la explicación.
¿Lo había provocado?
—Bueno, lo llamó a usted, con perdón, señor Courtney, lo llamó hijo de puta, haragán y «chupasangre». Sean frunció el ceño.
—Así que eso dijo. ¿Y qué más dijo?
—Dijo que era un negrero, que mataba de hambre a la gente. Dijo que algún día arreglarían cuentas con usted. —Archy Longworthy continuó la historia, con un tono interrogatorio mientras miraba a su alrededor buscando apoyo. Después de unos segundos hubo un avergonzado movimiento de cabezas y algunos murmullos de asentimiento. Archy cobró fuerzas—. Dio a entender que algún día iba a esperarlo para arreglarlo todo.
—¿Lo dijo con esas palabras? —La presencia de Sean dominaba la habitación de tal modo que cuando Archy volvió a mirar a su alrededor en busca de apoyo, lo encontró en las caras.
—Dijo: «una noche voy a esperar a ese hijo de puta, y le enseñaré algunas cosas». —Archy le detalló las palabras y nadie protestó.
—¿Entonces qué pasó?
—Bueno, entonces pareció descubrir a Dirk y dijo «aquí está el mocoso de Courtney» y continuó «creo que es tan cobarde como su padre».
—¿Y Dirk qué hizo? preguntó Sean.
—Bueno, señor Courtney —se rió—, como haría un caballero, amable y amistosamente le dijo: «Olvídalo, has bebido demasiado».
Repentinamente a Sean se le ocurrió preguntar:
—¿Y qué estaba haciendo Dirk aquí?
—Bueno, pasó esto, señor Courtney: hace unas semanas me prestó un par de libras y yo le pedí que hoy pasara por aquí para que se las pudiera devolver, eso fue todo.
—¿Entonces no estaba bebiendo? —preguntó desconfiado Sean.
—Por Dios, señor, no. —Archy pareció tan ofendido que Sean asintió.
—Bien, ¿y qué pasó luego?
—Bueno, Norman siguió molestándolo. Lo llamó cobarde y esas cosas, no recuerdo las palabras exactas. Pero al final Dirk perdió los estribos. Se le acercó y lo tiró del taburete de una trompada. Bueno, creo que Norman se lo merecía, ¿qué creéis, muchachos? —Archy volvió a mirarlos.
—Es verdad, casi me hierve la sangre al oírlo meterse así con Dirk —respaldó el mecánico, y los demás asintieron.
—Bueno, entonces —continuó Archy— Norman estaba en el suelo y sacó un cuchillo. —Hubo un murmullo de asombro. Un hombre abrió la boca y levantó la mano para protestar, pero repentinamente intimidado continuó con el gesto y se frotó el cuello.
—Un cuchillo, ¿qué cuchillo? ¿dónde está? —Sean se inclinó ansioso hacia delante. A su lado, Dirk comenzó a sonreír. Cuando sonreía su cara era hermosa.
—Aquí está el cuchillo. —Henry, el mozo, buscó debajo del mostrador y sacó una navaja con mango de hueso. Todos lo miraron estúpidamente.
—¿Cómo lo tenía usted? —preguntó Sean, y entonces por primera vez se dio cuenta de las caras con una mezcla de culpa y vergüenza que lo rodeaban. Estuvo seguro de que mentían.
—Yo se lo quité a Norman después. Pensamos que era mejor que usted supiera antes que nadie la verdad, ya que es el padre. —Archy se encogió de hombros para demostrar su buena voluntad y sonrió a los testigos.
Lentamente Sean se volvió al hombre que estaba a su lado, el empleado del banco.
—¿Es éste el cuchillo con el que Norman Van Eek amenazó a mi hijo?
—Sí, señor Courtney —la voz del hombre no sonaba natural.
Sean miró al hombre que le seguía y repitió la misma pregunta.
—Sí, ése es, señor.
—Sí.
—Ese es.
=Sin duda es ése.
Les preguntó a todos y todos respondieron lo mismo.
—Dirk —Sean se le aproximó por último. Le preguntó lentamente, mirando los claros ojos inocentes de su hijo—. Pon a Dios por testigo, ¿Norman Van Eek te amenazó con este cuchillo?
«Por favor, hijo mío, niégalo. Dilo de modo que todos te oigan. Si te importa mi cariño, dime ahora la verdad. Por favor, Dirk, por favor», todo eso le quería decir y transmitir con la fuerza de su mirada.
—Con Dios como testigo, papá —le contestó Dirk, y calló nuevamente.
—No me has contestado —insistió Sean. «Por favor, hijo mío».
—Sacó ese cuchillo del bolsillo lateral del mono, la hoja estaba cerrada. La abrió con el pulgar de la mano izquierda, papá —explicó Dirk—. Traté de quitárselo de una patada en la mano pero le pegué en el pecho. Cayó hacia atrás y lo vi levantar el cuchillo como si fuera a arrojarlo… Le di con el taburete, era el único modo de detenerlo.
La cara de Sean quedó sin expresión. Parecía de piedra.
—Muy bien —dijo—. Más vale que vayamos a casa. —Luego se dirigió al resto de los presentes—. ¿Gracias, señores. —Y se fue hacia el Rolls. Dirk lo siguió humildemente.
La tarde siguiente el magistrado local dejó libre a Dirk Courtney bajo custodia de su padre con una fianza de cincuenta libras, pendiente de la vista del tribunal del distrito que llegaría dos semanas después, y ante la cual debería responder al cargo de asesinato.
Su caso fue el primero que juzgó el tribunal. Todo el distrito asistió al juicio, llenando la pequeña sala y asomados a todas las ventanas.
Después de una espera de siete minutos, el jurado volvió con el veredicto y Dirk, al salir del estrado, fue rodeado por la multitud alborozada que lo felicitaba y arrastraba hacia fuera.
En la sala casi desierta, Sean quedó en el asiento de la primera fila. Peter Aaronson, el abogado defensor que Sean había traído desde Pietermaritzburg, metió sus papeles en el portafolios, hizo una broma al archivador, y se aproximó a Sean.
—Han entrado y salido en siete minutos, es todo un récord. —Cuando sonreía parecía un osito koala—. Tome un cigarro, señor Courtney. —Sean sacudió la cabeza y Peter se metió en la boca un desproporcionado cigarro y lo encendió—. Pero le diré la verdad, estaba preocupado por el asunto del cuchillo. Yo esperaba problemas con eso. No me gusta el cuchillo.
—A mí tampoco —dijo Sean suavemente, y Peter inclinó la cabeza hacia un costado examinando la cara de Sean con ojitos brillantes, como los de un pájaro.
—Pero esos testigos… una orquesta de focas amaestradas. «Ladra», les decía uno y «Guau, guau», parecía magia. Alguien les entrenó muy bien.
—No creo comprenderlo —dijo Sean firmemente, y Peter se encogió de hombros.
—Le enviaré la cuenta, y le advierto que será bien grande. ¿Digamos quinientas guineas?
Sean se recostó en la silla y miró al pequeño abogado.
—Digamos quinientas —accedió.
—La próxima vez que necesite un abogado, le recomiendo a un joven brillante llamado Rolfe. Humphrey Rolfe —continuó Peter.
—¿Cree que voy a necesitar otro abogado?
—Con su hijo, necesitará un abogado —le aseguró Peter.
—¿Y usted no quiere el trabajo? —Sean se inclinó interesado—. ¿Quinientas guineas cada vez?
—Puedo obtener dinero en cualquier parte. —Peter se sacó el cigarro de la boca e inspeccionó la ceniza gris de la punta—. Recuerde el nombre, señor Courtney, Humphrey Rolfe. Un muchacho brillante y no demasiado quisquilloso.
Caminó por el pasillo abrazando su pesado portafolios, y Sean se puso de pie y lo siguió lentamente. Al llegar a la entrada del tribunal, miró hacia la plaza. En el centro de un pequeño grupo de hombres Dirk estaba riendo, con el brazo de Archy Longworthy alrededor de sus hombros. La voz de Archy llegaba hasta donde se encontraba Sean.
—Que a ninguno se le ocurra meterse con Dirkie, porque terminará con los dientes saliéndole por la nuca. —Archy rió mostrando el diente ennegrecido—. Lo digo para que todos me oigan. Dirkie es mi amigo y estoy orgulloso de él.
«Solamente tú», pensó Sean. Miró a su hijo y lo vio muy alto. Formado como un hombre, ancho de espaldas y con músculos en los brazos, nada de grasa en el vientre y largas piernas.
«Pero solamente tiene dieciséis años. Es un chico, quizá todavía haya tiempo de evitar que se endurezca. Pero sabía que se estaba engañando a sí mismo, y recordó lo que un amigo le había dicho hacía tiempo: «Algunas uvas crecen en el suelo equivocado, otras enferman antes de llegar a la prensa, y otras se echan a perder por un viñador descuidado; no todas las uvas hacen un buen vino».
«Y yo soy un viñador descuidado».
Sean caminó hasta la plaza.
—Te vienes a casa —le dijo ásperamente a Dirk, sabiendo al mirarlo a la cara que ya no amaba a su hijo. El darse cuenta de eso le produjo una sensación de náusea.
—Felicidades, coronel, sabía que ganaríamos —fanfarroneó Archy Longworthy, y Sean lo miró.
—Mañana por la mañana estaré en mi oficina a partir de las diez, quiero hablar con usted.
—Sí, señor —sonrió Archy alegremente, pero no sonreía cuando dejó Ladyburg en el primer tren con un mes de sueldo en el bolsillo para compensar su despido.
Con la tormenta de editoriales adversos levantada por el juicio de Dirk, las posibilidades de Garry Courtney aumentaban bastante. La prensa jingoísta habló de «un resultado sorprendente. Los hombres de pensamiento deberán tomarlo en cuenta para medir la capacidad real y los méritos de los dos candidatos por Ladyburg». Solamente el diario liberal informó sobre la generosa pensión que le otorgó la Cooperativa a la viuda y a los huérfanos.
Pero todos sabían que Sean Courtney llevaba la delantera. Estaba seguro del voto de doscientos hombres empleados en la fábrica y en la finca, de los otros productores del valle y sus empleados, así como de una buena parte de los ciudadanos y rancheros; hasta que la revista Granjero y Comerciante de Pietermaritzburg dedicó toda una página a la historia exclusiva de un tal Archibald Frederick Longworthy.
El señor Longworthy contaba cómo, ante la amenaza de violencia física y pérdida de empleo, había sido obligado a cometer perjurio en el tribunal; cómo, después del juicio, lo habían despedido sumariamente de su trabajo. No reveló la exacta naturaleza del perjurio.
Sean telegrafió a los abogados de Pietermaritzburg para incoar de inmediato un juicio contra el diario por difamación, libelo, contumacia, traición y cualquier cosa que se les ocurriera. Luego, olvidando su propia seguridad, subió al Rolls y corrió a cincuenta kilómetros por hora tras su telegrama. Llegó a Pietermaritzburg a tiempo para descubrir que el señor Longworthy, después de firmar una declaración jurada y aceptar graciosamente un pago de cincuenta guineas, había desaparecido sin dejar dirección. El consejo de los abogados fue que no fuera a ver al editor del Granjero y Comerciante ya que se exponía a una contrademanda por asalto y agresión Pasarían dos meses antes de que se ventilara el juicio por difamación y las elecciones iban a celebrarse al cabo de diez días.
Lo único que Sean pudo hacer fue publicar una nota desmintiendo lo que se afirmaba de él en primera página de todos los periódicos liberales, y luego volver a Ladyburg a una velocidad más moderada. Allí lo esperaba un telegrama de Pretoria. Jan Paulus y Jan Niemand le sugerían que dadas las circunstancias sería mejor que se retirara de la candidatura. La respuesta de Sean quemó los hilos del telégrafo.
Como una yunta atada al mismo carro, Garry y Sean Courtney llegaron al día de la votación.
La votación tuvo lugar en las oficinas de la administración de Ladyburg en presencia de dos oficiales de registro del gobierno. Después las urnas serían enviadas a Pietermaritzburg donde al día siguiente se contarían los votos en el Ayuntamiento y se anunciaría el resultado final.
En los extremos opuestos de la plaza los candidatos de la oposición se habían situado debajo de grandes tiendas en las que se servirían refrescos gratis a los votantes. Tradicionalmente, el candidato que alimentara al mayor número sería el perdedor. Nadie quería que su elegido gastara más y por lo tanto iban a la tienda del contrario; esta vez, sin embargo, ambos candidatos sirvieron la misma cantidad de comida.
Era un día que anunciaba la cercanía de la estación húmeda, un calor pegajoso, atrapado debajo de enormes nubes e intermitentes momentos de sol, quemaba como una caldera con la puerta abierta. Sean, con traje y chaleco, transpiraba de ansiedad al saludar a cada visitante de su tienda con una camaradería falsa y repentina. A su lado Ruth parecía el pétalo de una rosa y olía igual de dulce. Tormenta, por una vez muda, estaba entre los dos. Dirk no estaba presente, ya que Sean le había encontrado trabajo en el lugar más alejado de Lion Kop. Muchos ojos astutos y bromistas maliciosos notaron su ausencia.
Ronny Pye había persuadido a Garry de que no vistiera de uniforme. Anna estaba con él, muy bonita, con un traje color malva y flores artificiales. Solamente a corta distancia se veían las feas arruguitas alrededor de los ojos y la boca, y los hilos grises que se entretejían con la oscura masa brillante de su pelo. Ni ella ni Garry miraron hacia el otro lado de la plaza.
Michael llegó y primero habló con su padre y besó a su madre, a continuación cruzó para reanudar la discusión empezada la noche anterior con Sean. Michael quería que Sean comprara cuatrocientas hectáreas de la costa baja de alrededor de Tongaast y plantara caña de azúcar. En pocos minutos se dio cuenta de que no era el mejor momento para insistir; Sean acogía cada argumento con una carcajada y le ofrecía un cigarro. Descorazonado pero no vencido, Michael fue a votar y solucionó el problema de lealtad dividida estropeando a propósito el papel. Luego volvió a la oficina de la fábrica de extracto para repasar los cálculos a la espera de una nueva oportunidad de atacar a Sean.
Ada Courtney no salió de la casa de la calle Protea en todo el día. Había resistido a pie firme toda súplica de unirse a los dos grupos y no permitió que las muchachas ayudaran en los preparativos. Había prohibido toda discusión política en su casa y había echado a Sean una vez que transgredió la regla. Solamente le permitió volver después de la intercesión de Ruth y de las correctas disculpas pedidas por Sean. Desaprobaba todo el asunto y consideraba indigno y vulgar no solamente que los miembros de su familia aparecieran en cargos públicos, sino que compitieran por ellos. Su profundo disgusto y desdén por todo lo oficial había comenzado cuando la junta del pueblo había querido colocar alumbrado a lo largo de la calle Protea. Había asistido a la siguiente reunión armada con un parasol y en vano habían tratado de convencerla de que las luces de las calles no atraían a los mosquitos.
Pero Ada fue la única persona del distrito que no asistió. Desde media mañana hasta el cierre de la votación, a las cinco de la tarde, la plaza estuvo repleta de gente, y cuando las urnas selladas fueron llevadas en andas a la estación del ferrocarril, muchos subieron al mismo tren y fueron hasta Pietermaritzburg para el cómputo oficial.
Había sido un día de constante tensión nerviosa, así que en cuanto llegaron a sus habitaciones del hotel del Caballo Blanco, Ruth y Sean cayeron en un sueño pesado uno en brazos del otro. Cuando por la mañana temprano una tremenda tormenta eléctrica se abatió sobre la ciudad, Ruth se movió intranquila en sueños, volviendo lentamente a la realidad, y se dio cuenta de que Sean y ella ya podían comenzar el negocio retrasado tanto tiempo. Sean despertó a la vez y en los pocos segundos que tardó en darse cuenta de la situación, se mostró tan sorprendido como Ruth; luego los dos se dedicaron a ello con todo empeño. Cuando amaneció Ruth sabía que tendría un hijo, aunque Sean creía que era un poco temprano para saberlo.
Después de bañarse tomaron el desayuno en la cama juntos, con una nueva sensación de intimidad. Ruth con una bata de seda blanca, el cabello suelto cayéndole en una masa brillante sobre los hombros, y la piel reluciente, resultaba sumamente provocativa para Sean, por lo tanto llegaron tarde al Ayuntamiento, para gran preocupación de los seguidores de Sean.
El cómputo ya estaba muy adelantado. En una sección del salón rodeada por cuerdas, los funcionarios estaban sentados en silencio detrás de las mesas llenas de los pequeños papelitos rosados. En un armario, colocado sobre cada mesa estaba impreso el nombre del distrito y de los candidatos, y entre las mesas paseaban vigilantes los encargados del escrutinio.
Todo el salón estaba lleno de una multitud de hombres y mujeres murmurando. Antes de ser envuelto en esa marea, Sean observó a Garry y Anna por entre la gente, luego, en los siguientes diez minutos se sometió a la angustia de los apretones de manos, ,palmaditas en la espalda y buenos deseos, interrumpidos por una campana y el completo silencio.
—El resultado para la asamblea legislativa de Newcastle… —Una voz clara anunció en medio del silencio—. El señor Sampson, novecientos ochenta y seis votos, el señor Sutton cuatrocientos veintitrés votos. Y el resto se perdió entre un alboroto de vítores y gruñidos. Sanson era el candidato del Partido Sudafricano y Sean se abrió entre la multitud que lo rodeaba.
—Felicidades, tunante —gritó Sean y le pegó en medio de los omóplatos.
—Gracias, Sean, parece que estamos ya en casa y a salvo, no esperaba una mayoría semejante. —Y se estrecharon delirantes las manos.
La mañana continuó con intervalos de tensión excitada, zumbante, que explotaba en aplausos al anunciarse cada resultado. La confianza de Sean aumentó al conseguir su partido todos los escaños previstos y uno que se habían resignado a perder, pero en ese momento sonó la campana nuevamente y, en el mismo tono impersonal, el jefe de la oficina de inscripción anunció:
—Resultado de la asamblea legislativa de Ladyburg y el bajo Tugela.
Sintió una sensación de frío vacío y aprensión en el estómago, y el aliento quemándole la garganta. A su lado sintió la rigidez del cuerpo de Ruth y buscó su mano.
Coronel Garry Courtney seiscientos treinta y ocho, y coronel Sean Courtney, seiscientos treinta y un votos.
La mano de Ruth lo apretó fuerte, pero él no contestó a la presión. Los dos se quedaron muy quietos, como una pequeña isla de quietud en medio de la agitación y los rugidos, los triunfales vítores y los desesperados gruñidos, hasta que Sean le dijo suavemente:
—Creo que más vale que volvamos al hotel, querida.
—Si —le contestó en el mismo tono, y el sonido de su voz era de total desengaño. Juntos cruzaron la sala y les abrieron paso en un corredor bordeado de caras que tenían expresiones de pena, felicidad, curiosidad, indiferencia o triunfal malicia.
Una vez fuera y al lado de la línea de coches de alquiler, caminaron juntos, mientras detrás de ellos el rugido disminuía, a esa distancia parecían gritos de animales salvajes.
Sean ayudó a Ruth a subir al coche, y estaba a punto de unirse a ella cuando recordó que debía hacer algo. Habló con el conductor y le dio el dinero antes de volver al lado de Ruth.
—Por favor, espérame en el hotel, querida.
¿Adónde vas?
Debo felicitar a Garry.
Por entre la pantalla de cuerpos que le rodeaba, Garry vio aproximarse a Sean y sintió que su cuerpo se ponía en tensión involuntariamente, azotado por el conflicto de odio y amor que sentía por ese hombre.
Sean se detuvo frente a él y sonrió.
—Muy bien, Garry —le ofreció la mano derecha—. Me has ganado en una pelea justa y me gustaría estrecharte la mano.
Garry tomó las palabras con duda y las examinó, dándose cuenta al tiempo que lo hacía de que su significado era verdad. Había luchado contra Sean y lo había vencido. Era algo que no podía destruirse, algo que Sean nunca podría arrebatarle. «Lo he vencido. Por primera vez, por primera vez en toda mi vida».
Sintió un orgasmo emocional tan intenso que por un momento no pudo moverse ni contestar.
—Sean… —la voz se ahogó. Tomó la mano tendida de Sean entre las suyas y la sostuvo con desesperada fuerza.
»Sean, quizá ahora… —susurró— quisiera… cuando estemos de vuelta en Ladyburg… —se detuvo y se ruborizó por la turbación. Rápidamente soltó la mano de Sean y retrocedió—. Algún día que no estés ocupado. Échale una mirada a la vieja casa. —Luego con mayor ansiedad—: Hace mucho tiempo. Todavía tengo el viejo…
—Nunca —Anna Courtney siseó como una víbora. Nadie la había visto cruzar el salón, pero ahora estaba repentinamente al lado de Garry. Los ojos eran brillantes gemas de odio engarzadas en las arrugas, y estaba muy pálida mientras miraba a Sean—. Nunca —volvió a decir, y tomó el brazo de Garry—. Ven conmigo —le ordenó, y Garry la siguió dócilmente. Pero miró atrás hacia donde había quedado Sean, y había una desesperada súplica en sus ojos. Una súplica de comprensión y perdón por su debilidad.
Como alguien que vive en zona de huracanes reconoce la forma de las nubes y el silencioso aliento que precede al viento fuerte, Ruth sabía que debería lidiar con la rabia que rumiaría Sean como consecuencia del fracaso de sus planes. Sus ataques llegaban con intervalos muy espaciados y no duraban mucho, pero ella les temía, y como el ama de casa prudente previene la llegada de los huracanes, ella tomó sus precauciones para minimizar su ira.
Cuando llegó al hotel envió a buscar urgentemente al gerente.
—Quiero que sirvan el almuerzo en la habitación dentro de media hora, no quiero el menú normal. Quiero algo realmente bueno.
El gerente pensó un momento.
Ostras. Tenemos un barril que acaba de llegar de Umhlanga Rocks.
—Excelente. —A Ruth le gustó la reacción inmediata ante la emergencia.
—Luego jamón ahumado, ¿venado frío, langosta fría, ensaladas?
—Otra vez excelente. ¿Y qué quesos tiene? —Gruyere. Danish blue, Camembert.
—¿Vino?
—¿Champaña?
—Sí —asintió Ruth. Explotaría desvergonzadamente la debilidad de Sean por el champaña—. Una botella de Veuve Clicquot. No, suba tres botellas.
—¿Mando primero el vino?
—Inmediatamente, con sus mejores copas y un cubo de plata —le pidió Ruth.
Luego voló a retocarse. Gracias al Señor que tenía el perfume francés y el vestido de mañana de seda gris que había guardado para la ocasión. Trabajó de prisa, pero con habilidad, en la cara y cabellos, y cuando hubo terminado se quedó tranquila delante del espejo y arregló sus facciones de modo que tuvieran expresión de paz. El efecto era muy satisfactorio, decidió después de contemplarse críticamente. Puesto que Sean la había conocido con trenzas, no podía resistirse a ellas.
—¿Abro el vino, señora?
—Sí, por favor —ordenó y luego pasó a esperar la llegada del huracán.
Diez minutos más tarde entró como un gentil céfiro, con un cigarro entre los dientes, las manos hundidas en los bolsillos y una divertida expresión en la cara.
—Eh —dijo Sean al verla, y se quitó el cigarro—. Muy guapa.
El hecho de que hubiera notado su aspecto era la prueba de que sus vaticinios sobre el tiempo eran totalmente incorrectos y Ruth se echó a reír.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —preguntó inocentemente Sean.
—Nada y todo. Tú y yo. Toma una copa de champaña.
—Estás loca —dijo Sean, y la besó—. Me gusta tu pelo así.
—¿No estás desilusionado?
—¿Quieres decir por el resultado? Sí, creo que sí. —Fue hasta la mesa y sirvió vino en las copas de cristal, le dio una a ella y tomó la otra—. Voy a hacer un brindis, por la agitada carrera política de Sean Courtney.
—Estabas tan desesperado por ganar, ¿pero ahora…?
Sean asintió.
—Sí, siempre quiero ganar, pero ahora que ya he perdido… —Se encogió de hombros—. ¿Te puedo decir algo? Ya me estaba cansando todo ese decir discursos y dar la mano. Creo que tengo la sonrisa pegada en la cara hasta en sueños. —Se acercó hasta uno de los sillones tapizados en cuero y se sentó agradecido—. Hay algo más. Ven que te lo explicaré.
Ruth se acercó a él, se sentó en sus rodillas y metió la mano dentro de la camisa hasta sentir el suave y elástico vello de su pecho y la tersura de la piel.
—Dime.
Sean le contó lo de Garry, su pierna, lo que había pasado cuando eran niños, y finalmente le habló acerca de Michael. Ella se quedó en silencio un momento, y él notó la mirada herida por la idea de que Sean había sido el amante de otra mujer. Finalmente ella le preguntó:
—¿Garry sabe que Michael es hijo tuyo?
—Sí, Anna se lo contó una noche, la noche que yo me fui de Ladyburg; él me quería matar.
—¿Por qué te fuiste?
—No podía quedarme. Garry me odiaba por ser el padre de su hijo, y Anna porque yo no quería seguir con ella.
—¿Todavía te quería entonces?
—Sí. Esa noche, la noche que partí, Anna me llamó y me pidió que… —Sean hizo una pausa—. Ya sabes lo que quiero decir.
—Sí —Ruth asintió aún herida y celosa, pero esforzándose por comprender.
—Yo no quise y fue y le contó a Garry como venganza todo lo del chico. Por Dios, qué perra venenosa es.
—Pero si te quería a ti, ¿por qué se casó con Garry?
—Estaba encinta. Pensó que me habían matado en la guerra con los zulúes, se casó para darle un padre al niño. Ya veo —murmuró Ruth—. ¿Y por qué me cuentas todo esto?
—Quería que comprendieras lo que yo siento por Garry. Después de lo que te hizo en el mitin no puedo esperar que le tengas mucha simpatía, pero no quería herirte a ti, sino a mí. Le debo tanto que nunca podré pagárselo. Por eso…
—Por eso te alegra que haya ganado hoy.
Sí —respondió ansioso—. Sabes qué importante debe de haber sido para él. Por primera vez ha podido… ha podido… —Movió desesperadamente las manos en busca de la palabra.
—Ha podido competir contigo en igualdad de condiciones —le ayudó Ruth.
—Exacto. —Sean le pegó un puñetazo al brazo del sillón—. Cuando fui a saludarlo se alegró de verme. Me invitó a Theunis Kraal, y justo entonces ese demonio, esa mujer maldita, interfirió y se lo llevó. Pero de algún modo sé que ahora todo irá mejor.
Un golpe en la puerta exterior los interrumpió, y Ruth saltó de sus rodillas.
—Debe de ser el camarero con el almuerzo. —Pero antes de que hubiera llegado al centro de la habitación, se oyó otro golpe insistente que amenazaba con romper el yeso.
—Ya voy —irritada, Ruth elevó la voz y abrió la puerta de golpe.
Dirigidos por Bob Sampson, un montón de hombres entró a la habitación; farfullando y gesticulando se abalanzaron sobre Sean.
—¿Qué demonios pasa? —preguntó él.
—Has ganado —gritó Bob—. Han vuelto a contar las papeletas y has ganado por diez votos.
—Por Dios —suspiró Sean, y luego murmuró tan bajo que solamente Ruth lo oyó—: Garry. Pobre Garry.
—Abran el champaña, vayan a buscar otra caja. Hemos ganado —dijo jubiloso Bob Sampson—, así que bebamos por la unión de Sudáfrica.
—Ni siquiera esta vez. De tantas veces, tantas cosas, ni siquiera esta vez. —Garry Courtney ya estaba borracho. Estaba hundido en su silla con un vaso entre las manos, revolviendo el líquido marrón con un movimiento circular, de modo que algunas gotas cayeron sobre el borde y mancharon la tela del pantalón.
—No —asintió Anna—. Ni siquiera esta vez. —Se quedó de espaldas a él, mirando por la ventana de sus habitaciones hacia la calle que discurría debajo de ellos, iluminada por lámparas de gas, porque no quería que le viera la cara. Pero no pudo controlar el áspero regocijo de su voz—. Ahora puedes volver a escribir tus libritos. Ya has logrado probar, a ti mismo y al resto del mundo, cuán efectivo eres.
Moviendo lentamente las manos se frotó los brazos con placer sensual. Un pequeño escalofrío la hizo temblar inquieta y mecer sus faldas como hojas al viento Dios, qué cerca había estado, y ella había tenido miedo.
—Eres un perdedor, Garry Courtney, siempre lo has sido y siempre lo serás.
Otra vez se estremeció con el recuerdo de su miedo. Garry casi había escapado. Lo había visto comenzar en el momento que se anunció el primer resultado, y cada minuto se había fortalecido más. Incluso su voz había cambiado, más profunda con el primer destello de confianza. La había mirado de un modo raro, sin sumisión, con un poco de desdén. Luego adivinó el comienzo de una rebelión cuando habló con Sean Courtney. Entonces sí que Anna había tenido miedo.
—Eres un perdedor —repitió, y escuchó el sonido que él hacía, medio de tragar, medio de suspirar. Esperó y cuando oyó el gorgoteo del aguardiente al pasar de la botella al vaso, se abrazó más fuerte, más fuerte y sonrió al recordar el anuncio del recuento. Cómo se había replegado en sí mismo, cómo se había desmoronado y vuelto a ella sin nada ni confianza, ni desdén. Perdido. Perdido para siempre. Sean Courtney nunca lo tendría. Ella había hecho un juramento y ahora lo cumpliría.
Como otras tantas veces, desfilaron por su mente los detalles de aquella noche. La noche del juramento.
Estaba lloviendo. Ella estaba de pie en la amplia galería de Theunis Kraal y Sean se acercaba a caballo por los parques de la casa. La tela mojada de su camisa se le pegaba a los hombros y al pecho, y la lluvia había despeinado su barba en pequeños rizos que lo hacían parecer un travieso pirata.
—¿Dónde está Garry? —Y su propia voz y la de él contestando.
—No te preocupes, se ha ido al pueblo a ver a Ada. Volverá a la hora de cenar.
Luego él subió los escalones hacia ella, mucho más alto, y la mano que la tomó del brazo estaba fría por la lluvia.
—Debes cuidarte más ahora. No debes enfriarte. —Y la condujo por la galería. Su cabeza le llegaba al hombro, y los ojos que la miraban eran amables, con ese temor masculino por el embarazo.
—Eres una mujer hermosa, Anna, y estoy seguro de que tendrás un hermoso hijo.
—Sean. —Anna recordó cómo su nombre le había subido a la garganta como una involuntaria exclamación de dolor. El impulso salvaje que la había hecho aplastar su cuerpo contra el de él, con la espalda arqueada para que sus caderas tocaran su virilidad. El áspero y eléctrico contacto de sus cabellos cuando ella le bajó la cara y el gusto de su boca abierta, cálida y húmeda.
—¿Estás loca? —Al tratar de separarse de ella, los brazos de Anna lo apretaron y su cara se hundió en el pecho de Sean.
—Te quiero. Por favor, Sean, por favor. Solamente tenerte así, eso es todo. Quiero tenerte.
—Suéltame. —Y se vio arrojada sobre el sofá que había al lado de la chimenea—. Eres la mujer de Garry y pronto la madre de su hijo. Guarda tu lindo cuerpecito caliente para él. —Y su cara se le acercó—. No te quiero, no podría tocarte, igual que no podría tocar a mi propia madre. Eres la mujer de Garry. Si alguna vez miras a otro hombre te mataré. Te mataré con mis manos.
El amor se congeló inmediatamente, transformado en odio por esas palabras. Sus uñas le arañaron la cara, la sangre se metió en su barba y él la tomó por las muñecas, sosteniéndola mientras ella luchaba y le gritaba.
—Cerdo, cerdo asqueroso. La mujer de Garry. El hijo de Garry. Ahora escucha la verdad. Lo que yo tengo dentro de mí lo pusiste tú. Es tuyo, no de Garry.
Él retrocedió.
—Estás mintiendo. No puede ser.
Ahora lo perseguía, hablando y diciendo esas crueles palabras.
—¿Te acuerdas cómo nos dijimos adiós cuando fuiste a la guerra? ¿Te acuerdas de la noche que pasamos en la carreta?
—Déjame. Déjame solo. Debo pensar. No lo sabía. —Y se fue. Cerró la puerta de su estudio con fuerza y ella quedó en el centro de la habitación mientras la marea de su rabia bajaba y exponía los negros riscos de su odio.
Luego se veía sola en el dormitorio, delante del espejo; y haciendo su juramento.
—Lo odio. Hay algo que puedo arrebatarle. Garry ahora me pertenece. Es mío y no de él. Eso es lo que le quitaré.
Se soltó el cabello, dejándolo caer sobre los hombros, enredándolo con los dedos. Cerró los dientes sobre sus propios labios hasta sentir el gusto de la sangre.
—Oh Dios, lo odio —susurró entre el dolor. Se destrozó la parte superior del vestido, mirando en el espejo los grandes pezones rosados que se oscurecían con la promesa del hijo—. Lo odio. —Destrozó y tiró los calzones, barrió del tocador los polvos faciales y los cosméticos para que se rompieran, llenando la habitación con el picante olor del perfume.
Luego se acostó sola en la habitación a oscuras. Esperando que llegara Garry.
Anna se alejó de la ventana y miró triunfal a Garry, sabiendo que nunca más se le escaparía.
«He cumplido mi juramento», pensó, y se acercó a él.
—Pobre Garry —intentó dar un tono amable a la voz y le apartó el cabello caído sobre la frente. El la miró, sorprendido pero hambriento de afecto—. Pobre Garry. Mañana iremos a casa, a Theunis Kraal.
Le acercó a la mano la botella que estaba sobre la mesita. Luego le besó levemente la mejilla y entró al dormitorio, volviendo a sonreír, segura en medio de su debilidad.
Los cuatro meses siguientes pasaron volando. Sean, distraído por las responsabilidades de su puesto, las montañas de correspondencia, las reuniones y sesiones, solicitudes e intrigas, solamente ofreció una resistencia pasiva a los planes de Michael. Michael se fue a la costa, compró la tierra y se enredó con la hija mayor del vendedor. Esa joven tenía la dudosa distinción de ser una de las pocas divorciadas de Natal. Cuando el escándalo le llegó a Sean, éste, para sus adentros complacido de que Michael finalmente se hubiera desprendido de su castidad, abordó el Rolls y salió en una rápida misión de rescate. Volvió a Ladyburg remolcando al penitente Michael. Dos semanas más tarde la joven se casó con un viajante y se fue de Tongaat a Durban por lo que Michael obtuvo nuevo permiso para volver a Tongaat y comenzar a trabajar en la planta de azúcar.
Ruth ya no acompañaba a Sean en sus salidas de Ladyburg, su circunferencia aumentaba rápidamente y una enfermedad ligera la aquejaba por las mañanas obligándola a quedarse en Lion Kop, donde tanto ella como Ada pasaban mucho tiempo diseñando y haciendo la ropita del bebé. Tormenta ayudaba en esa tarea. La batita que tardó tres meses en tejer le quedaría perfecta al niño, siempre que fuera jorobado y con un brazo el doble de largo que el otro.
Ocupado desde la mañana hasta la noche, supervisando Mahobo Kloof, a Dirk no le quedaba mucho tiempo para distraerse. Ladyburg ahora tenía una red de espionaje que comunicaba en detalle a Sean las pocas visitas que efectuaba Dirk al pueblo.
En el extremo de Ladyburg, abandonada y raída por falta de amor, se encontraba la enorme casa de Theunis Kraal. Por la noche una sola ventana destellaba amarillenta en el lugar donde Garry Courtney se sentaba solitario detrás de su escritorio. Frente a él había una pila de papeles patéticamente delgada. Hora tras hora la miraba, pero ya no la veía. Estaba seco por dentro, sin la savia de la vida y buscaba el sustituto en la botella, que siempre estaba a mano.
Los días se hicieron semanas, y éstas a su vez meses, y él se consumía con ellos.
Todas las tardes iba a los potreros, y allí, apoyado contra la pesada empalizada de madera, miraba a sus puras sangres. Hora tras horas se quedaba inmóvil, y parecía que, en ese momento, dejaba su cuerpo y vivía dentro de esas pieles tan brillantes, como si sus propios cascos fueran los que entraban en la hojarasca al correr, como si su propia voz gritara y sus músculos se movieran en el salvaje acoplamiento de cuerpos palpitantes.
Ronny Pye lo encontró allí una tarde; sin que Garry se diera cuenta de su presencia, se le acercó silencioso y se quedó a su lado, estudiando la cara de una extrema palidez, con las marcas del dolor, la duda, y la terrible nostalgia marcadas profundamente alrededor de la boca y debajo de los ojos celestes.
—Hola, Garry. —Habló suavemente, pero al reconocer la lástima en su propia voz la desechó de inmediato. No había lugar para suavidad ahora, y sin piedad fortaleció su decisión.
—Ronny. —Vagamente Garry se volvió a él, y cuando sonrió fue con timidez—. ¿Por negocios o visita social? —Negocios, Garry.
—¿El préstamo?
—Sí.
—¿Qué quieres que haga?
—¿Por qué no vienes a la ciudad? Podemos hablar de ello en mi oficina.
—¿Ahora?
—Sí, por favor.
—Muy bien. —Garry se enderezó—. Iré contigo. Cabalgaron juntos sobre el acantilado y bajaron por el otro lado hacia el puente de cemento que cruzaba el Baboom Stroom. Los dos iban en silencio, Garry porque no tenía nada dentro, nada que decir; Ronny Pye por su vergüenza ante lo que iba a hacer.
En el puente se detuvieron automáticamente para que descansaran los caballos, y se quedaron sentados sin hablar; formaban una pareja incongruente: un hombre sentado quieto, delgado y gastado, con la ropa un poco arrugada, la cara severa por el sufrimiento; el otro regordete, de cara roja y cabello color zanahoria, vestido con ropa clara, inquieto sobre la montura.
Había pocas señales de vida al otro lado del río. Un largo y cansado hilo de humo de la fábrica de acacias se levantaba vertical en el quieto aíre caliente, un muchacho negro llevaba ganado a beber, una locomotora traqueteaba haciendo cambios en la zona de carga, pero fuera de eso la ciudad de Ladyburg se encontraba adormecida en medio del calor de una tarde de verano.
Entonces, sobre la llanura de pastos que se extendía debajo del acantilado, un movimiento apresurado llamó la atención de Ronny y centró aliviado su interés en él.
Un jinete la atravesaba a galope tendido, e incluso a esa distancia Ronny lo reconoció.
—Dirk —gruñó, y Garry se despertó y miró al otro lado del río. Caballo y jinete en un solo bloque, parecían tocar la tierra tan levemente que sólo estaban unidos a ella por una pálida pluma de polvo que desaparecía a sus espaldas.
—Dios mío, cómo cabalga ese desgraciado —Ronny admitió con desgana su admiración, y sacudió solemnemente la cabeza, una gota de transpiración le cayó de la frente y le rodó por el cuello. El caballo llegó al camino y giró limpiamente, encogiéndose ante la creciente velocidad de su carrera. Un movimiento de gracia tan rítmica y poderosa que los espectadores se conmovieron.
—Míralo —silbó Ronny—. No creo que haya nada que pueda alcanzar a ese caballo en todo Natal.
—¿Eso crees? —la voz de Garry se reavivó repentinamente y sus labios se estiraron con furor.
—Estoy seguro.
—El mío. Mi caballo, Grey Weather. En una carrera de un punto a otro yo lo haría correr contra cualquiera de la cabaña de Sean.
Y esas palabras le dieron la idea a Ronny Pye. La dio vueltas y vueltas en la cabeza mientras que con los ojos cerrados especulativamente miraba a Dirk Courtney hacer correr a Sun Dancer hacia la fábrica. Cuando jinete y caballo desaparecieron tras los altos portones, Ronny dijo lentamente:
—¿Respaldarías a tu caballo con dinero?
—Lo respaldaría con mi vida. —La voz de Garry era salvaje.
«Sí —pensó Ronny—, así por lo menos le doy una oportunidad. Así el destino tomará la decisión. No tendré la culpa de nada».
—¿Lo respaldarías con Theunis Kraal? —preguntó, y el silencio se hizo pesado.
—¿Qué quieres decir? —susurró Garry.
—Si ganas, te devuelvo el préstamo sobre Theunis Kraal.
—¿Y si pierdo?
—Pierdes la granja.
—No —gritó Garry—. Dios mío, no. Es demasiado. Ronny se encogió de hombros.
—Era sólo una idea, probablemente haces bien. No tendrías muchas posibilidades contra Sean.
Garry abrió la boca, ese reto lo había herido como una lanza.
—Lo acepto.
¿Toda la apuesta? ¿Cubrirás mi dinero con lo que te queda de Theunis Kraal?
—Sí, maldito seas. Sí. Te voy a demostrar si tengo o no posibilidades contra él.
—Más vale que lo pongamos por escrito —sugirió suavemente Ronny—. Luego veré si lo puedo arreglar con Sean. —Tocó con las espuelas su caballo y comenzaron a avanzar por el puente—. De paso, creo que será mejor que nadie se entere de nuestra pequeña apuesta. Diremos que sólo juegas por el honor.
Garry asintió, pero esa noche cuando le escribió a Michael se lo contó todo, y luego le suplicó que montara a Grey Weather en la carrera.
Dos días antes de la carrera Michael habló con su abuela. Ada fue a Theunis Kraal a tratar de disuadir a Garry de este juego peligroso, pero Garry parecía un fanático. No le importaba lo que perdía, lo que le interesaba era la perspectiva de ganar.
Y ahora tenía a Grey Weather y a Michael, que correrían para él. Esta vez ganaría. Esta vez.