Una persiana golpeaba insistente con el viento, pero ésa no era la única razón por la que Michael Courtney no podía dormir. Se sentía atrapado, encadenado por lealtades que no podía romper. Se sentía consciente de la masa opresiva de la casa de Theunis Kraal a su alrededor. Una prisión, un lugar de amargura y odio.

Se movió inquieto en la cama y la persiana siguió golpeando. Corrió la sábana y las maderas del suelo crujieron al levantarse.

—Michael —la voz de la otra habitación era aguda, desconfiada.

—Sí, mamá.

—¿Adónde vas, querido?

—Hay una persiana suelta. Voy a cerrarla. —Ponte algo, querido, no te enfríes.

Enfurecido, transpirando ahora por incomodidad física, Michael supo que tenía que salir de la casa hacia la fresca libertad del viento y de la noche. Se vistió rápida y silenciosamente, luego con las botas en la mano se arrastró por el corredor fuera de la casa.

Encontró la persiana y la sujetó, luego se sentó en los escalones de la entrada y se colocó las botas antes de ponerse de pie nuevamente y cruzar el parque. Se quedó en la terraza inferior de los jardines de Theunis Kraal; a su alrededor el viento del oeste suspiraba y sacudía los árboles.

La inquietud del viento aumentó la suya propia y decidió salir del valle, subir al acantilado. Comenzó a correr, apresurándose al pasar por los establos. En el patio del establo se detuvo repentinamente, con el cuerpo delgado a mitad de camino. Había un resplandor, un suave resplandor naranja en las lejanas colinas de Lion Kop.

Entonces Michael corrió, gritando al pasar por las habitaciones de los caballerizos. Abrió de un golpe la puerta de uno de los pesebres y arrancó una brida de su clavo al correr hacia su caballo. Con las manos torpes por la prisa, forzó el bocado entre los dientes del animal y enganchó la tira. Luego lo condujo al patio donde ya dos de los hombres se encontraban asombrados por el grito y adormilados.

—Fuego. —Michael apuntó hacia las colinas—. Llamen a todo el mundo y vayan a ayudar. —Subió a pelo al caballo y los miró—. Busquen a todos los hombres de la región y lleven la carreta de mulas. Vayan tan pronto como puedan. —Pegó los talones contra los flancos de la yegua y la sacó del patio, inclinándose sobre el cuello del animal.

Veinte minutos después Michael la detuvo sobre la cima del acantilado. Soplaba cansada entre las rodillas de Michael. Todavía faltaban ocho kilómetros, y ya parecía más brillante que la luna, un círculo de fuego sobre las oscuras plantaciones de Lion Kop. Sobre él una negra nube, una nube que trepaba y trepaba y se extendía con el viento tapando las estrellas.

—Oh Dios, tío Sean. —La exclamación de Michael era como un grito de dolor, arreó a la yegua. La hizo cruzar a toda velocidad el vado de Baboom Stroom y el agua pareció explotar bajo los cascos del animal. Subió a la orilla opuesta metiéndose entre los cerros.

La yegua dio un traspié cuando Michael la dirigió por el portón de la casa de Lion Kop. Allí había carretas y muchos hombres negros portando hachas. Michael detuvo tan violentamente la yegua que casi la hizo caer.

—¿Dónde está el Nkosi? le preguntó a un enorme zulú al que reconoció como su sirviente.

—En Pietermaritzburg.

Michael bajó del caballo y lo soltó.

—Envíe a un hombre al pueblo a pedir ayuda.

—Ya está hecho —replicó el zulú.

—Debemos sacar el ganado de los prados altos y los caballos de los establos, puede venir hacia este lado —continuó Michael.

—Ya envié a las mujeres a hacerlo.

—Entonces muy bien y nosotros partamos.

Los zulúes estaban amontonándose sobre las carretas, aferrando las hachas de mango largo. Michael y Mbejane se dirigieron a la primera carreta. Michael tomó las riendas. En ese momento dos hombres entraron al patio al galope. No pudo ver sus caras en medio de la noche.

—¿Quién es? —gritó Michael.

—Broster y Van Wyck —eran los vecinos más cercanos.

—Gracias a Dios. Irán en las otras carretas. Desmontaron y corrieron hacia ellas.

Michael se quedó con las piernas abiertas, enderezó los hombros e hizo serpentear el látigo sobre la cabeza de la mula que dirigía. Avanzaron arrastrando y bamboleando la carreta fuera del patio.

Mientras galopaban en un frenético desfile por el camino de acceso a la plantación encontraron a las mujeres zulúes con los niños dirigiéndose hacia la casa y apresurando a los hombres con sus voces suaves al pasar.

Pero Michael casi no las oyó, tenía los ojos fijos en la columna de fuego naranja y humo que se elevaba del medio de las plantaciones de Sean.

—El fuego está en los árboles plantados hace dos años —dijo Mbejane a su lado—. Pero ya se está acercando a los árboles más viejos. No podemos pararlo allí.

—Y entonces, ¿dónde?

—En este lado hay árboles más jóvenes y un camino ancho. Podemos tratar allí.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Michael.

—Mbejane.

—Yo soy Michael, el sobrino del Nkosi.

—Ya lo sé —asintió Mbejane y continuó—, salga del camino en el próximo cruce.

Llegaron al cruce de caminos. Delante de ellos estaban los árboles nuevos, de tres metros de alto, gruesos como el brazo de un hombre, con las ramas entrelazadas y con masas de hojas oscuras. Detrás de ellos, en las acacias maduras y altas, estaba el fuego. Sobre él una pared de chispas y humo negro, se acercaba rápidamente con el viento. Estaría allí en menos de una hora, al ritmo que llevaba.

Un fuego como ése saltaría sobre un camino de nueve metros de ancho sin problemas, debía cortar los árboles nuevos y abrir por lo menos el doble de anchura. Michael sacó la carreta del camino y detuvo las mulas. Saltó al encuentro de las otras carretas que iban llegando.

—Continúen doscientos metros, luego hagan que los muchachos corten los árboles. Tenemos que ampliar el camino. Yo voy a empezar aquí —le gritó a Van Wyk.

—Correcto.

—Señor Broster, usted vaya al fin de la plantación y comience a venir hacia aquí, corte la madera otros nueve metros.

Sin esperar más Broster se marchó. Aquellos dos hombres, que le doblaban la edad a Michael, le otorgaron el derecho al mando sin discutir.

Quitándole un hacha al zulú más próximo, Michael dio las órdenes mientras iba hacia los árboles. Los hombres se apretujaron tras él. Michael eligió un árbol, se colocó y balanceó de costado el hacha en un arco bajo. El árbol tembló y dejó caer hojas sueltas sobre él. Suavemente cambió el hacha y repitió el golpe en el otro lado. La hoja se deslizó por la madera blanda, el árbol se sacudió y gimió al caer atrás. Michael pasó al próximo. A su lado los zulúes se extendieron a lo largo del camino y la noche comenzó a poblarse con el sonido de las hachas.

Cuatro veces, durante la siguiente media hora, llegaron carretas con más gente, cargadas de hombres y conducidas por los vecinos de Sean, hasta que finalmente cerca de trescientos hombres hachaban los árboles amorosamente plantados y tiernamente cuidados.

Hombro con hombro, cortando en mudo frenesí, pisoteando los árboles caídos, seguían avanzando.

En un momento dado un hombre gritó dolorido y Michael vio a un zulú asistiendo a otro con la pierna medio seccionada por un hacha desudada. Sangre oscura a la luz de la luna.

Uno de los vecinos se apresuró a atender al hombre herido y Michael volvió a dedicarse a destruir los árboles.

Un golpe, cambio de mano y otro golpe, el firme estampido y árbol vacilando. Pasar por encima y abrirse paso entre el nudo de ramas caídas hacia el próximo Volver a golpear y oler la savia dulce que se derrama, sentir el dolor de los hombros y el dolor del sudor sobre las ampollas de la palma de las manos.

Luego repentinamente el otro olor, ácido y traído por el viento. Humo. Michael se detuvo y miró. Los hombres que había a su lado se detuvieron también y la luz del fuego danzó sobre sus cuerpos sudorosos y desnudos al apoyarse sobre las hachas mientras lo miraban acercarse.

En un frente de cuatrocientos metros de ancho, rodaba hacia ellos poderosamente, no con el calor explosivo de un bosque de pinos ardiente sino con el tremendo poder naranja y rojo oscuro, humo y torrentes de chispas.

Gradualmente el sonido de las hachas cesó a lo largo de la línea al detenerse los hombres y observar esa cosa espantosa que se les acercaba. El fuego iluminaba las caras y revelaba el temor que todos sentían. Notaban el calor, grandes ráfagas de calor que chamuscaba la tierna vegetación antes de llegar las llamas, y repentinamente un cambio de viento envió hacia ellos un banco de humo negro que cayó sobre la línea de hombres inmóviles y los separó unos de otros. Se retiró tan rápido como llegó, y los dejó jadeando y tosiendo.

—Atrás, vuelvan al camino —gritó Michael, y el grito fue coreado por toda la línea. Retrocedieron entre la ciénaga de vegetación que les llegaba a la cintura y se reunieron en pequeños grupos a lo largo del camino, quedándose allí de pie sin poder hacer nada, las hachas inmóviles en las manos, y el miedo reflejado en la cara ante la línea de llamas y de humo.

—Corten ramas para golpear. —Michael los hizo moverse nuevamente—. Hagan una fila a lo largo del borde. —Se apresuró a ponerlos nuevamente en línea, empujándolos, azuzándolos, insultando en medio de su propio miedo—. Vamos, las llamas van a bajar cuando lleguen a los árboles caídos. Cúbranse las caras, usen las camisas. Eh, no se quede ahí.

Con nueva determinación, cada hombre se armó con una rama verde, y volvieron a formar a lo largo del camino.

Silenciosamente se quedaron bajo el resplandor casi diurno de las llamas, con las negras caras impasibles, y las blancas coloradas por el calor y el trabajo.

¿Creen que podremos…? —comenzó a decir Michael al llegar a Ken Broster, luego se detuvo. La pregunta que había estado a punto de hacer no tenía respuesta. En cambio dijo—: Ya hemos perdido mil doscientas hectáreas, pero si se nos escapa aquí…

—Lo mantendremos aquí —dijo Broster con una seguridad que no sentía.

—Espero que tenga razón —susurró Michael, luego Broster gritó:

—¡Dios santo, miren!

Por un momento Michael quedó cegado por el rojo resplandor y el humo. El fuego quemaba en forma dispar. En algunos lugares se había adelantado en grandes salientes de llamas en forma de onda y dejaba detrás bahías de árboles en pie que emblanquecían por el calor.

En una de esas bahías, dentro del colchón de vegetación caída y ramas enredadas, se tambaleó un hombre.

—¿Quién diablos…? —comenzó a decir Michael. El hombre estaba irreconocible. Tenía la camisa destrozada por las ramas que también habían convertido su cara en una máscara sangrienta. Se tambaleó avanzando hacia el camino; dio dos pasos exhaustos antes de caer y desaparecer bajo las hojas.

—El Nkosana —la voz de Mbejane tronó por encima del ruido de las llamas.

—Dirk. Es Dirk Courtney —gritó Michael avanzando.

El calor era doloroso y Michael lo sentía en su cara. ¡Cuánto más intenso debía ser donde estaba Dirk? Como si supieran que su presa estaba indefensa, las llamas avanzaban ansiosas, triunfantes, para consumirlo. Quien quiera que quisiera robársela debería toparse con la furia de su avance.

Michael se metió en el matorral y se abrió camino hacia donde Dirk se agitaba débilmente, casi encerrado por el mortal abrazo de las llamas, y el calor se adelantó para darle la bienvenida. Mbejane corría a su lado.

—Vuelva —gritó Mbejane—. Uno solo basta. —Pero Michael no le contestó y lucharon por avanzar por el matorral antes que el fuego; el premio era Dirk.

Mbejane llegó primero y lo levantó, volviendo hacia el camino. Dio un paso antes de caer y volver a levantarse inestable en la masa de ramas. Incluso su enorme fuerza era insuficiente en aquel vacío de calor. Tenía la boca abierta; constituía una caverna rosada en el brillante óvalo negro de su cara, muy abierta y el pecho le subía y bajaba extenuado al buscar aire, pero en lugar de aire chupaba el calor ardiente que le bajaba por la garganta.

Michael se abalanzó contra el calor para llegar hasta él. Era como pasar una cosa sólida, una barrera de brillante resplandor rojo. Michael lo notaba hinchándole y estirándole la piel de la cara y secándole las órbitas de los ojos.

—Yo lo agarraré de las piernas —gruñó, y trató de agarrar a Dirk. Un parche marrón apareció milagrosamente sobre la manga de su camisa rodeado de llamas como si hubiera sido planchado sin cuidado. Debajo el calor hundió un clavo angustioso en su piel.

Dieron unos doce pasos llevando a Dirk entre los dos antes de que Michael tropezara y cayera, arrastrando a Mbejane con él. Tardaron largo tiempo en levantarse. Todos los movimientos parecían lentos, y cuando lo hicieron estaban rodeados.

Dos lenguas de llamas habían alcanzado el área de arbolitos caídos a los costados. Esto las había detenido y disminuido su furia, pero una oportuna ráfaga de viento las había hecho curvarse hasta encontrarse, extendiendo cuernos de fuego delante de Michael y de Mbejane,

y dejándolos rodeados por una empalizada de llamas danzantes.

—Pasemos —gritó Michael con la garganta quemada e hinchada—. Debemos atravesarlas.

Y se lanzaron hacia la pared que los rodeaba. A través de ella, vagos e irreales se distinguían varios hombres pegando a las llamas, tratando de abrir un camino para ellos, como distorsionados fantasmas" Mbejane solamente llevaba puesto el taparrabos, no llevaba pantalones, ni chaqueta, ni botas para protegerlo, como Michael. Estaba muy cerca del límite de sus fuerzas.

Ahora mirando a Michael a través del cuerpo del muchacho que arrastraban, Mbejane vio algo muy curioso.

El cabello de Michael se rizó lentamente y comenzó a salirle humo, llameando como una vieja bolsa.

Michael aulló por el dolor que le producía, un horroroso sonido que se escuchó por encima del rugido y crujido de las llamas. Pero el dolor fue la llave que abrió el lugar donde guardaba sus últimas fuerzas. Como si fuera un muñeco de trapo arrancó a Dirk de los brazos de Mbejane y levantándolo con ambas manos hacia sus hombros cargó contra el fuego.

Las llamas le llegaron a la cintura, aferrándose ansiosas a él al pasar corriendo, y el humo hacía remolinos a su alrededor, pero había pasado.

—Ayuden a Mbejane les gritó a los batidores zulúes,

y luego ya estaba en el camino. Dejó caer a Dirk y se palmeó la ropa con las dos manos. Las botas estaban chamuscadas y la ropa encendida en una docena de lugares. Se tiró al suelo y rodó ferozmente por el polvo para apagarlas.

Dos zulúes entraron para ayudar a Mbejane. Dos hombres desconocidos, dos trabajadores, hombres ignotos. Ninguno llevaba botas. Los dos alcanzaron a Mbejane mientras éste trotaba débilmente hacia ellos. Uno a cada lado lo hicieron apresurarse hacia el camino. En ese momento Michael se puso de rodillas y a pesar de su propia angustia los observó con una enferma fascinación.

Llevando a Mbejane entre los dos como si fuera un ciego, se dirigían tambaleándose y descalzos sobre las llamas y levantaban a su alrededor una gran nube de chispas. Luego el humo los cubrió y desaparecieron.

—Mbejane —graznó Michael y trató de incorporarse para ir a buscarlo—. Oh Dios, oh, gracias a Dios. —Mbejane y uno de los zulúes salieron trastabillando del humo hacia los brazos de los que les esperaban. Nadie volvió por el otro zulú. Nadie volvió hasta dos horas después cuando había amanecido y el fuego se había detenido en el camino y la acacia madura se había salvado. Entonces Ken Broster condujo a un pequeño grupo por entre la inmensa soledad de cenizas ardientes, hacia el desierto encendido. Lo encontraron cara abajo. Las partes que habían permanecido contra la tierra todavía se reconocían como pertenecientes a un ser humano.

—Llegaremos a Ladyburg en veinte minutos, señor Courtney —el revisor asomó la cabeza por la puerta del compartimiento.

—Gracias, Jack —dijo Sean levantando la vista de su libro.

—He visto en el diario de la mañana que se ha comprometido para casarse.

—Así es.

—Muy bien, suéltense, no peguen golpes bajos, tengamos una buena y limpia pelea y buena suerte para los dos. —Sean sonrió y el hombre siguió por el corredor. Sean colocó el libro en la maleta, se puso de pie y lo siguió.

En el balconcito del vagón se detuvo y encendió un cigarro, luego se apoyó sobre la pequeña verja y miró hacia la sabana para poder tener la primera vista de Lion Kop. Se había convertido en un ritual cada vez que volvía a Ladyburg.

Esa mañana estaba más contento de lo que había estado en su vida. La noche anterior, después de conferenciar con mamá y papá Goldberg, Ruth había fijado la fecha de la boda para marzo del año siguiente. Para entonces Sean ya habría terminado de cortar las primeras cortezas y podrían tomarse un mes de luna de miel en El Cabo.

«Ahora finalmente tenía todo lo que un hombre Podía pedir», pensó y sonrió, y en ese momento vio el humo. Se enderezó y tiró el cigarro.

El tren serpenteaba por el borde de la colina, disminuyendo la velocidad al cambiar el terreno. Llegó a la cresta y toda la vista del valle de Ladyburg se abrió ante él. Sean vio el gran hueco irregular en medio de sus árboles, con los delgados hilos de humo gris desapareciendo lentamente entre los cerros.

Abrió el portón del balcón y bajó del tren. Cayó, resbaló y rodó por el terraplén de grava. La piel se le levantó en las rodillas y en las palmas de las manos. Luego comenzó a correr.

En el camino donde había sido detenido el fuego, los hombres esperaban. Sentados silenciosos o desparramados en un suelo exhausto, todos cubiertos de ceniza y tizne. Los ojos inflamados de fatiga y los cuerpos doloridos. Pero esperaban mientras las negras hectáreas ardían y humeaban, porque si el viento volvía a levantarse transformaría las cenizas en llamas.

Ken Broster levantó la cabeza del brazo y se sentó rápidamente.

—Sean está aquí —gritó. Los hombres que lo rodeaban se movieron y se pusieron de pie lentamente. Miraron a Sean acercarse, con las piernas cansadas, flojas, de un hombre que ha corrido ocho kilómetros.

Sean se detuvo un poco alejado, y su aliento le silbaba y rugía en la garganta.

—¿Cómo? ¿Cómo pasó?

—No lo sabemos, Sean —conmovido, Ken Broster bajó la mirada de la cara de Sean. No se mira a un hombre angustiado. Sean se apoyó en una de las carretas. No se podía decidir a mirar nuevamente la extensión de desierto ardiente con los esqueletos de los troncos resaltando como los dedos torcidos y ennegrecidos de una mano con artritis.

—Uno de tus hombres murió —le dijo Ken suavemente—. Uno de los zulúes. —Dudó y luego siguió con firmeza—: Otros fueron heridos, mal heridos.

Sean no contestó, parecía no comprender las palabras.

—Tu sobrino, tu hijo, Dirkie.

Sean seguía mirándolo atontado.

—Mbejane también. —Esta vez Sean pareció encogerse ante las palabras—. Los mandé a casa, el doctor está allí.

Siguió sin respuesta de Sean, pero ahora pasóse la mano delante de los ojos y de la boca.

—Mike y Dirk no están tan mal, tienen quemaduras superficiales, pero los pies de Mbejane son un horror. —Ken Broster hablaba despacio—. Dirk quedó atrapado frente a las llamas. Mike y Mbejane entraron a buscarlo… rodeados… caídos, lo levantaron… trataron de ayudar… inútil… malheridos… se le salió la carne de los pies.

Para Sean las palabras estaban desunidas, sin sentido. Se apoyó nuevamente en la carreta. Se sentía muy flojo, sin voluntad. «Es demasiado. Abandónalo. Abandónalo todo».

—Sean, ¿estás bien? —con las manos de Broster en los hombros se enderezó y miró a su alrededor.

—Debo ir a donde están. Préstenme un caballo.

—Ve tú delante, Sean. Nosotros nos quedaremos y vigilaremos. No te preocupes por esto, nos aseguraremos bien de que no comience otra vez.

—Gracias, Ken. —Miró alrededor suyo al círculo de ansiosos y compasivas caras—. Gracias —repitió.

Sean entró lentamente al establo de Lion Kop. Había muchos carruajes y sirvientas, mujeres y niños negros, pero todos quedaron en silencio cuando lo reconocieron. Rodeada por mujeres, una burda litera estaba apoyada contra la pared posterior del patio y Sean se aproximó.

—Te veo, Mbejane.

—Nkosi. —Las pestañas de Mbejane estaban quemadas y le daban a la cara una expresión blanda y algo sorprendida. Tenía las manos y los pies flojamente vendados con montones de gasas blancas; a través de ellos el ungüento había empapado parches amarillos. Sean se agachó al lado de Mbejane. No podía hablar. Casi dudando estiró el brazo y le tocó el hombro.

—¿Muy malo? —le preguntó.

—No, Nkosi. No es demasiado malo. Mis mujeres vinieron a buscarme. Volveré cuando esté listo.

Hablaron un poco más, y Mbejane le habló de Dirk y de cómo Michael había aparecido. Luego murmuró:

—Esta mujer es la esposa del que murió.

Sean la vio por primera vez. Estaba sentada sola en el patio lleno de gente, sobre una manta, contra la pared. Había un niño de pie a su lado; inclinado hacia delante, desnudo, sosteniendo los gordos y negros pechos de la mujer con ambas manos mientras se alimentaba. Ella estaba impasible con las piernas dobladas, con una capa de cuero teñido de ocre doblada sobre los hombros pero abierta delante para el niño. Sean se le acercó. El niño lo observó con enormes ojos oscuros pero sin mover el pezón de sus labios y con las comisuras de la boca húmedas de leche derramada.

—Era un hombre —saludó Sean a la mujer.

Ella inclinó gravemente la cabeza:

—Era un hombre —asintió.

—¿Adónde irás? —le preguntó Sean.

—Al kraal de mi padre. —El alto adorno de cabeza de arcilla roja aumentó la apacible dignidad de su respuesta.

—Elige veinte cabezas de ganado de mis rebaños y llévatelos.

—Ngi yabonga. Lo aprecio, Nkosi.

—Ve en paz.

—Quedad en paz. —Se levantó, se puso al niño en la cadera y se fue lentamente del patio sin mirar hacia atrás.

—Me iré ahora, Nkosi —dijo Mbejane desde la litera. El color de su cara era gris por el dolor que sentía—. Y cuando vuelva plantaremos de nuevo. Solamente fue un pequeño incendio.

—Solamente fue un pequeño incendio —asintió Sean—. Ve en paz, amigo. Toma mucha cerveza y engorda.

—Te iré a ver.

Mbejane rió suavemente y les hizo señas a sus mujeres. Ellas lo levantaron; eran mujeres jóvenes y fuertes por el trabajo en los campos.

—Queda en paz, Nkosi. —Mbejane se acostó dolorido sobre la suave piel del colchón y se lo llevaron del patio. Las mujeres comenzaron a cantar al pasar los portones, moviéndose en doble fila a ambos lados de la litera, regias y altas, con las espaldas desnudas brillantes y aceitosas, con los traseros moviéndose al compás bajo los pequeños taparrabos, y sus voces se unieron altas y orgullosas en la antigua canción de bienvenida al guerrero que ha vuelto de la batalla.

Reunidos en el patio delantero de Lion Kop estaban muchos de sus vecinos y sus esposas para ofrecerle su ayuda y su simpatía.

Ada lo esperaba también y Sean subió los escalones.

—¿Y Dirk? —le preguntó.

—Está bien. Duerme. Le hemos dado láudano.

—¿Michael?

—Te está esperando. No ha querido tomar la droga. Lo he puesto en tu cuarto.

Camino de su cuarto Sean se detuvo en el corredor ante la puerta de Dirk y miró adentro. Dirk estaba de espaldas y con las manos vendadas cruzadas sobre el pecho. Tenía la cara hinchada y marcada con feas líneas rojas donde se le habían clavado las ramas. En la silla que había al lado de la cama estaba Mary sentada en paciente vigilia. Miró a Sean e hizo ademán de levantarse. Sean sacudió la cabeza.

—No, volveré cuando se despierte. —Fue hasta su propio cuarto.

Tres de las muchachas de Ada revoloteaban y trinaban alrededor de la cama de Michael como si estuvieran sus nidos en peligro. Lo vieron y se callaron. Todas las muchachas de Ada le tenían un temor inexplicable a Sean.

—Oh, señor Courtney, sus pobres manos… —comenzó a decir una jovencita, luego se puso color carmesí, hizo una inclinación apresurada y escapó de la habitación. Las otras la siguieron en seguida.

Sean se acercó a la cama.

—Hola, Mike. —Su voz se puso áspera al ver la ampolla que colgaba como una uva pálida en la mejilla de Michael.

—Hola, tío Sean. —Los lugares que tenía en carne viva en la cara y labios estaban untados de amarillo. Sean se sentó turbado en el borde de la cama.

—Gracias, Michael.

Ronny Pye lo fue a ver a la mañana siguiente. Con él iba Dennis Petersen y los dos vestían trajes.

—Qué extraña aparición —los saludó Sean—. ¿Negocios o social?

—Bueno, podrías decir que un poco de cada cosa. —Ronny se detuvo en la parte superior de la escalera de la galería—. ¿Podemos entrar?

Sean los condujo al extremo de la galería y se sentaron antes de que ninguno hablara.

—Me he enterado de lo del incendio, Sean. Terrible.

—Y he oído que hubo un nativo muerto y que tanto Dirk como Michael están heridos. Una cosa terrible. —Ronny sacudió la cabeza comprensivo.

—¿También has oído que perdí mil seiscientas hectáreas de madera? —le preguntó Sean cortésmente.

—También lo he oído —asintió Ronny solemne—. Una cosa terrible.

Ronny y Dennis se miraron furtivamente uno a otro y luego a sus respectivas manos.

—Muy feo —repitió Ronny, y el silencio se posó sobre todos.

—¿Te preocupa algo más? —preguntó nuevamente Sean.

—Bueno, ahora que lo dices —Ronny buscó en su chaqueta y sacó un gran documento doblado y atado con una cinta roja—. Si no te importa… no hay que discutirlo hoy. Podemos dejarlo hasta que estés mejor.

—Habla —gruñó Sean.

—La cláusula ocho —Ronny extendió el documento sobre las tazas de café—. En el caso de que dicho valor,

o sea cierto bloque de acacias número dos de la finca Lion Kop de una extensión aproximada… —Ronny dudó—. Creo que no tengo necesidad de leerlo todo.

Sabes de qué se trata. Esa acacia era parte del colateral del préstamo.

—¿Cuánto tiempo me darás para reunir el dinero? preguntó Sean.

—Bueno, comprende que no se otorga período de gracia en el contrato. Me parece que tendrás que entregarlo en seguida.

—Quiero un mes —dijo Sean.

—Un mes —Ronny estaba azorado y herido por la respuesta—. Escucha, Sean, yo honestamente, bueno, lo que quiero decir es que seguro que tienes el dinero.

Digo que no necesitas un mes. Danos solamente el cheque.

—Sabes perfectamente que no lo tengo.

—Me parece —Ronny sonrió con delicadeza— que si no lo tienes ahora no hay muchas posibilidades de que lo tengas dentro de un mes. No quiero negocios. Si me comprendes…

—Te comprendo —asintió Sean—, y quiero un mes.

—Dáselo —estalló Dennis Petersen; era su primera contribución, y Ronny se volvió de inmediato con la cara contorsionada en una mueca. La lucha interna para suavizar sus facciones y retornar la voz a su nivel y tono razonablemente normales duró cinco segundos.

—Bueno, Dennis —le dijo—. Es una forma extraña de verlo. Me parece…

—He hablado con Audrey antes de venir aquí. Le prometí… bueno, lo hemos decidido. —Dennis miraba hacia el valle sin poder mirar a los ojos a su socio.

Repentinamente Ronny Pye sonrió. Sí, por Dios. Sería mejor así, mirar al arrogante hijo de puta arrastrarse pidiendo, con el sombrero entre las manos. Sean iría primero a ver a Jackson, y Ronny le había telegrafiado a Jackson la tarde anterior. También le había telegrafiado a Nichols del Standard Bank. En este momento el mensaje estaría extendiéndose por la red de canales bancarios de Sudáfrica. Sean Courtney no podría siquiera pedir prestado para una comida.

—Bien, Sean. Como concesión especial puedes tomarte un mes. —Luego desapareció su sonrisa y se inclinó en la silla—. Tienes exactamente treinta días. Luego, ¡por Cristo que voy a rematarlo delante de tus ojos!

Cuando se hubieron marchado, Sean se sentó solo en la ancha galería. El sol brillaba cálido en las colinas, pero en la sombra hacía frío. Oyó la charla de las muchachas de Ada en algún lugar de la casa, luego una de ellas chilló riendo. El sonido irritó a Sean, frunció el ceño, sacó un sobre arrugado de su chaqueta y lo estiró sobre el brazo del sillón. Mientras tanto se sentó sumido en sus pensamientos mordiendo la punta del lápiz.

Entonces escribió: «Jackson, Natal Wattle», luego «Standard Bank», luego «Ben Goldberg». Se detuvo y consideró ese nombre de su lista. Luego gruñó fuerte y lo tachó con dos fuertes trazos de lápiz. No les pediría a los Goldberg. Quería dejarlos fuera de ese asunto.

Volvió a escribir rápidamente, garabateando una sola palabra: «Candy» y debajo «Tim Curtis».

Eso era todo. John Acheson estaba en Inglaterra. Tardaría dos meses en recibir respuesta de él.

Eso era todo. Suspiró suavemente y metió el sobre doblado en el bolsillo. Luego encendió un cigarro, se hundió en la silla y colocó los pies sobre la pared de la galería frente a él. «Saldré en el tren de mañana por la mañana», pensó.

La ventana que había detrás de él estaba abierta. Descansando en el dormitorio, Michael Courtney había oído cada palabra de la conversación. Ahora se había puesto de pie sumamente dolorido y había comenzado a vestirse. Salió por la parte de atrás y nadie lo vio alejarse. Su yegua estaba en el establo y con una montura prestada volvió a Theunis Kraal.

Anna lo vio llegar y corrió al patio a buscarlo.

—Michael, Michael. Gracias a Dios que estás bien. Nos han dicho…

Entonces le vio la cara y las heridas en carne viva y se quedó helada. Michael desmontó lentamente y uno de los caballerizos se llevó el caballo.

—Michael, querido. Tu pobre cara —y lo abrazó en seguida.

—No es nada, mamá.

—Nada —se separó de él, con los labios en una línea apretada—. Te vas en la mitad de la noche con… con… Luego vuelves a casa días después con la cara y las manos hechas una piltrafa, eso es nada.

—Lo siento, mamá. La abuela me cuidó.

—Sabías que estaría medio loca de preocupación, aquí sentada e imaginando todo tipo de cosas. No me has mandado decir ni una palabra, solamente me… has dejado…

—Podías haber ido a Lion Kop —dijo Michael suavemente.

—¿A la casa de ese monstruo? Nunca. —Y Michael apartó la mirada de ella.

—¿Dónde está papá?

—En el estudio, como siempre. Oh, querido, no sabes cuánto me has hecho sufrir. Dime que me quieres, Michael.

—Te quiero —repitió automáticamente, y la sensación de ahogo volvió a cernirse sobre él—. Debo ver a papá, es urgente.

—Acabas de llegar. Déjame hacerte algo de comer, déjame verte la cara.

—Tengo que ver a papá ahora, lo siento. —Y entró a la casa.

Garry estaba sentado ante el escritorio cuando Michael entró al estudio. Michael odiaba la habitación. Odiaba el cielo raso manchado de humo, la oscuridad opresiva de las paredes artesonadas, los enormes trofeos de caza, incluso odiaba las alfombras y el olor a papel viejo y polvo. De esa habitación habían salido los decretos y leyes que habían restringido y predeterminado su vida. Esta habitación era el símbolo de todo aquello de lo que deseaba escapar. Ahora miraba a su alrededor desafiante, como si fuera una cosa viva. =He venido a quitarte lo que me debes —pensó—. Has ganado dinero con lo mío, ahora devuélvemelo».

—Michael. —La bota de Garry raspó el suelo de madera al incorporarse para saludarlo y Michael vaciló ante el sonido.

—Hola, papá.

—Tu madre y yo hemos estado muy preocupados. ¿Por qué no nos avisaste? —El tono de la voz de Garry hizo que Michael abriera la boca para disculparse automáticamente, pero las palabras salieron con un matiz diferente de como había intentado decirlas.

—Estaba ocupado. No he tenido tiempo.

—Siéntate, hijo mío. —Garry señaló uno de los sillones de cuero. Se quitó las gafas de montura metálica de la nariz y no volvió a mirar la cara lastimada de Michael. No quería pensar en Michael y Sean juntos—. Me alegro de que hayas vuelto. Estoy trabajando en los primeros capítulos de un nuevo libro. Es la historia de la familia desde la época del tatarabuelo, cuando llegó al Cabo. Me gustaría saber tu opinión. Me serviría de mucho. La importante opinión de un licenciado por la Universidad de Sudáfrica.

La trampa se estaba cerrando. Era tan obvia que Michael se retorció para escapar. Casi podía ver las paredes artesonadas acercándosele. Comenzó a protestar:

—Papá, tengo que hablarte. —Pero Garry ya estaba colocándose las gafas y hojeando los papeles de encima de su escritorio, hablando en tono ligero.

—Creo que te gustará. Tendría que interesarte. —Garry levantó la mirada y le sonrió con la ansiedad de un niño que trae un regalo—. Aquí está. Comenzaré por el principio. No olvides que es el primer borrador. No está pulido. —Y comenzó a leer. Al finalizar cada párrafo buscaba la aprobación de Michael, sonriendo anticipadamente, hasta que Michael no pudo soportarlo más, hasta que gritó repentinamente en medio de una oración:

—Quiero que me des mi parte de Theunis Kraal.

Hubo un silencio en la lectura de Garry, sólo un cambio en la voz para acusar recibo de la petición de Michael, y luego continuó sin detenerse, pero su voz había perdido el timbre y era ahora incolora y monótona. Terminó el párrafo, dejó la hoja a un lado, se quitó las gafas y las colocó en su estuche. La tapa del estuche sonó al cerrarse el resorte y Garry levantó lentamente la cabeza.

—¿Por qué?

—Necesito el dinero.

—¿Para qué?

—Lo necesito.

Garry se puso de pie y se corrió hacia la ventana. Se quedó delante de ella con las manos cruzadas a la espalda. El verde parque bajaba hasta la cerca que lo rodeaba, y sobre él los arbustos de flores eran vívidas manchas escarlata. Más allá, la tierra se elevaba en la primera gran onda cubierta de pasto dorado y allí el ganado se alimentaba debajo de los árboles diseminados sobre ella, y las imponentes nubes, en blanco y azul, se apilaban encima.

—Lloverá esta noche —murmuró Garry, pero Michael no contestó—. Hace falta. Llevamos tres semanas sin lluvia y el pasto se está secando. —Siguió sin tener respuesta, y Garry volvió a su escritorio—. He oído que hubo un gran incendio anoche en Lion Kop.

—Sí.

—Dicen que tu tío está arruinado, que el incendio acabó con él.

—No —negó rápidamente Michael—. No es verdad. —¿Para eso quieres el dinero?

—Sí.

¿Se lo quieres dar a Sean?

—Quiero comprar una parte de Lion Kop Wattle. No quiero dar nada, será una oferta de negocios.

—Y no has pensado en Theunis Kraal. Es tu casa. Naciste aquí.

—Por favor, papá, ya lo he decidido.

—¿Sean te lo ha sugerido?

—No. Ni siquiera lo sabe.

—Entonces es idea tuya. Tú solito lo has pensado. Vas a vender a tus padres por él. Por Dios, ¿qué clase de presión ejerce sobre ti que vas a hacer eso por él?

Ruborizándose de un color ladrillo oscuro, Michael golpeó la silla y se puso de pie.

—Hablas como si fuera traición.

—Eso es lo que es —gritó Garry—. Es la obra de Judas. Tu madre y yo te criamos. Hemos ahorrado el dinero para enviarte a la universidad, hemos construido nuestras vidas a tu alrededor. Hemos trabajado para cuando volvieras a Theunis Kraal y… —se detuvo jadeando, y se secó la burbuja de saliva que se le había deslizado hasta la barbilla—. Y ahora te escapas para unirte con… ese cerdo. ¿Cómo crees que lo tomaremos? ¿No te das cuenta de que nos romperás el corazón? De toda la gente tenías que elegirlo a él. Y ahora, ahora quieres la mitad de Theunis Kraal para hacerle un regalo, para comprarle su…

Basta ya —le previno Michael—. Y antes de que continúes, recuerda de dónde saqué yo mi parte de Theunis Kraal. Quién hizo el primer regalo. —Tomó el sombrero y el látigo y se dirigió a la puerta.

—Michael —la terrible súplica de la voz de Garry lo detuvo.

—¿Qué quieres?

—Tu parte no es mucho dinero. Ya no te lo había dicho, pero una vez, cuando eras muy pequeño. La peste, yo… no pudo continuar.

—¿Qué tratas de decirme?

—Siéntate, Michael. Siéntate y te lo enseñaré. Sin querer hacerlo, asustado de lo que iba a oír, Michael volvió y se quedó de pie al lado de la silla de Garry.

Garry eligió una llave del manojo de su cadena y abrió el primer cajón del escritorio. Sacó un documento enrollado, le quitó la cinta y se lo dio sin hablar a su hijo.

Michael lo abrió y leyó las palabras de la primera página.

«Escritura de hipoteca».

Con una sensación de náusea dobló la página. No lo leyó todo. Las palabras y los grupos de palabras resaltaban impresas y eran suficientes.

«El Ladyburg Trust & Banking Co… una propiedad de una extensión aproximada de… situada en el distrito de Ladyburg, División de Pietermaritzburg, conocida como la granja Theunis Kraal… todas las construcciones y mejoras en la misma… más un interés del ocho y medio por ciento».

—Ya veo. —Michael le devolvió el documento a su padre y se puso de pie.

—¿Adónde vas?

—A Lion Kop.

—¡No!, —gritó Garry—. No, Michael. Por favor, hijo. No. ¡Oh, Dios, no! —Michael dejó la habitación y cerró la puerta suavemente detrás de él.

Cuando Anna entró, Garry estaba sentado detrás de su escritorio, en silencio y con los hombros encorvados.

—Lo has dejado marchar —susurró Anna. Garry no se movió ni pareció escucharla—. Se ha ido con tu hermano y lo has dejado marchar. —Su voz era muy baja, Pero ahora subía ásperamente y chilló—: Tú eres un animal inútil y borracho. Allí sentado jugando con tus libritos. No fuiste hombre para engendrarlo, tu hermano tuvo que hacerlo por ti. Y no eres hombre para conservarlo. Otra vez tu hermano. Tú lo has dejado marchar. Tú me has quitado a mi hijo.

Garry seguía sin moverse. No veía nada. No oía nada. En su cabeza había una suave neblina gris que tapaba toda visión y sonido. Estaba protegido dentro de la neblina, protegido y seguro. Nadie podía alcanzarlo allí porque lo envolvía y protegía. Estaba seguro.

—Esto es lo único para lo que sirves. —Anna agarró un montón de hojas del manuscrito del escritorio—. Tus pedacitos de papel. Tus sueños e historias de otros hombres. Hombres reales.

Rompió una y otra vez las páginas, luego se las tiró. Los pedacitos volaron y se arremolinaron, luego se posaron como hojas muertas sobre sus hombros y cabello. No se movió. Jadeante en su dolor y pena, Anna levantó lo que quedaba del manuscrito y también lo rompió furiosa, desparramando los pequeños papeles blancos alrededor de la habitación.

Los dos estaban de pie juntos en el andén de la estación. No hablaban. La mayor parte del día y la noche anteriores la habían pasado hablando, y ahora no había nada más que decir. Estaban juntos en callada compañía, y un extraño que los mirara diría inmediatamente que eran padre e hijo. Aunque Michael no era tan alto, Y era más delgado que Sean, el tono de la piel y el color del cabello eran iguales. Los dos tenían la gran nariz de los Courtney y sus bocas eran anchas y de labios gruesos.

—Te enviaré un telegrama tan pronto como encuentre oro. —Sean le había explicado a Michael toda la estructura financiera de Lion Kop. Le había contado cómo pensaba encontrar el dinero para evitar la ruina.

—Yo mantendré esto marchando. —Michael debía comenzar a cortar las acacias que habían sobrevivido al fuego. La tarde anterior habían cabalgado por las plantaciones y marcado los bloques que debían ser hachados—. Buena suerte, tío Sean.

—Ya que ahora estamos trabajando juntos, Mike, sugiero que dejes el «tío». Suena demasiado pesado para todos los días.

Michael sonrió.

—Buena suerte, Sean.

—Gracias, Mike. —Se estrecharon las manos, apretando fuerte, luego Sean subió al tren.

Jackson se mostró amistoso, pero firme, y Nichols, del Standard Bank, muy cortés y amable. Sean tomó el tren del norte para Johannesburgo con el fin de disparar sus últimos dos tiros.

—Coronel Courtney, qué alegría verlo. —El empleado de la recepción del hotel de Candy se adelantó a saludar a Sean—. La semana pasada estábamos hablando de usted. Bien venido a Johannesburgo.

—Hola, Frank. Engordando un poco por aquí, ¿no? —Sean apretó el chaleco y el hombre sonrió—. Dime, Frank, ¿está Candy…, la señora Rautenbach en el hotel?

—Ah, señor. Ha habido algunos cambios desde que se marchó. —El empleado sonrió con un poquito de malicia—. Ya no es la señora Rautenbach, no señor, es la señora Heyns, la señora de Jock Heyns.

—Dios mío. Se casó con Jock.

—Eso hizo. Hace dos semanas, la boda más grande de Johannesburgo después de la guerra. Dos mil invitados.

—¿Y dónde está ahora?

—En el agua. Se han ido al continente y a Inglaterra en viaje de novios, estarán fuera seis meses.

—Espero que sea feliz —murmuró suavemente Sean recordando la soledad de la mirada de Candy cuando él se marchó.

—¿Con todo el dinero del señor Heyns? ¿Cómo podría ser de otro modo? —preguntó el empleado realmente sorprendido—. ¿Se queda, coronel?

—Si tienen habitación.

—Siempre tenemos habitaciones para los amigos. ¿Cuánto tiempo, señor?

—Dos días, Frank.

Tim Curtis era ingeniero jefe del Departamento de Minas de la ciudad. Cuando Sean le habló del préstamo se rió.

—Dios mío, Sean; yo sólo trabajo aquí, la maldita mina no es mía.

Sean se quedó a cenar con él y su esposa. Tim se había casado hacía dos años. Sean examinó al recién nacido y decidió para sus adentros que parecía un bulldog sin destetar.

Extendiendo su visita a Johannesburgo, Sean recorrió los bancos. Había tratado con la mayoría de ellos tiempo atrás, pero el personal había cambiado, así que se sorprendió cuando los gerentes de todas las instituciones parecían haber oído hablar de él.

—Coronel Courtney. ¿Será usted el coronel Sean Courtney de Lion Kok Wattle Estates de Natal? —y cuando él asentía veía las persianas bajar delante de su vista, como las ventanas con barras que coloca el prudente dueño de una casa contra los ladrones.

La octava noche ordenó que llevaran a sus habitaciones dos botellas de aguardiente. Bebió firme y desesperadamente. El aguardiente no aquietó las violentas luchas de su cerebro, sino que parecía acuciarlas, distorsionando los problemas y profundizando su melancolía.

Se quedó allí solo hasta que el alba comenzó a hacer palidecer la luz de gas amarillenta de las lámparas. El aguardiente le zumbaba en la cabeza y Sean ansió paz, la paz que solamente había encontrado en el inmenso silencio y espacio de la sabana. Repentinamente en su mente se formó una imagen, la de una tumba solitaria debajo de una colina. Oyó el viento gemir sobre ella y aplastar la hierba marrón. Eso era paz.

Se sentó inseguro.

—Saul —dijo, y la tristeza lo invadió pensando en el peregrinaje que se había prometido hacer y no había cumplido.

»Aquí ya he terminado. Iré ahora mismo. —Y se incorporó. La sensación de mareo lo hizo tener que aferrarse a la cabecera de la cama para no caer.

Reconoció el collado a seis kilómetros de distancia. Tenía la forma dibujada indeleblemente en la memoria; Las simétricas laderas llenas de guijarros que brillaban apagados a la luz del sol como las escamas de los reptíles, la cima aplastada rodeada de un estrato de roca, el elevado altar sobre el cual se había hecho el sacrificio a la ambición y a la estupidez.

Más cerca distinguió las plantas de áloes sobre las laderas, hojas nuevas y carnosas llenas de espinas como si fueran coronas, y enjoyadas con pimpollos escarlata. En la llanura que se extendía debajo del collado, sobre el césped corto, se veía una larga línea de puntos blancos. Sean se dirigió a ellos, y al acercarse cada punto se convirtió en un montículo de piedras blanqueadas, y sobre cada montículo había una cruz de metal.

Sintiéndose endurecido por el largo viaje a caballo Sean desmontó lentamente. Maneó a los caballos, dejó caer la montura y la carga de sus lomos y los soltó a pastar. Se quedó solo y encendió un cigarro, repentinamente temeroso de acercarse a la línea de tumbas.

El silencio de la tierra vacía se posó gentilmente sobre él, un silencio no roto sino de alguna manera enaltecido por el sonido del viento en la llanura. El áspero sonido de su caballo arrancando el pasto seco parecía un sacrilegio en el lugar, pero despertó a Sean que estaba sumido en sus pensamientos. Caminó hacia la doble hilera de tumbas y se detuvo delante de una.

Grabadas burdamente en el metal de la cruz se leían palabras: «Aquí yace un valiente bóer.

Se desplazó por la línea de cruces y en cada una leyó las mismas palabras. En algunas la escritura era irregular; en una las letras estaban cambiadas. Sean se detuvo y la miró, odiando al hombre que en su apuro y negligencia había convertido en insulto el epitafio.

—Lo siento dijo en voz alta, disculpándose ante el hombre que yacía debajo. Inmediatamente se sintió turbado, enojado consigo mismo por su debilidad. Solamente un loco habla con los muertos en voz alta. Siguió hasta la segunda hilera de cruces.

«Primer marinero W. Carter, RN, el gordo.

«Cabo Henderson CFS, dos veces en el pecho y una en el vientre.

Caminó a lo largo de la hilera y leyó los nombres. Algunos eran solamente eso, nombres, a otros los recordó instantánea y vívidamente. Los vio reír o asustados, recordó cómo cabalgaban, el sonido de sus voces. Este todavía le debía una guinea, y recordó la apuesta.

—Guárdatela —dijo, y de inmediato se controló.

Lentamente fue hacia el final de la hilera, su impulso disminuía a medida que se aproximaba a la tumba que estaba separada de las demás, tal como él lo había ordenado.

Leyó la inscripción. Luego se puso en cuclillas y se quedó allí hasta que el sol bajó y el viento se volvió frío y quejoso. Solamente en ese momento fue hacia su montura y extendió la manta. No había fuego y durmió a intervalos en el frío de la noche y el frío más intenso de sus pensamientos.

A la mañana siguiente volvió a la tumba de Saul. Por primera vez notó que la hierba estaba creciendo entre las piedras del montículo y que la cruz se inclinaba un poco hacia un costado. Se quitó la chaqueta y se arrodilló, trabajando como un jardinero sobre la tumba, arrancando de raíz la maleza con su cuchillo de caza, asegurándose de que no quedaba nada. Entonces fue hacia la cabecera y levantó las rocas que rodeaban la cruz. La arrancó y rehízo el agujero, colocándola en su lugar cuidadosamente, sujetando la base con guijarros y tierra y volviendo a colocar las rocas blanqueadas firmemente a su alrededor.

Retrocedió, se sacudió tierra y pedacitos de roca de las manos y miró su obra. Todavía no estaba bien, faltaba algo. Pensó qué podía ser, frunciendo el ceño hasta que encontró la respuesta.

—Flores —gruñó, y levantó la cabeza hacia los áloes que crecían en el promontorio. Comenzó a subir la ladera por entre los guijarros que la cubrían, hacia la cima. El cuchillo cortaba sin problemas los suaves y` gruesos tallos y el jugo manaba de las heridas. Con una brazada comenzó a descender la loma. En un costado su vista notó una mancha de color, un chisporroteo de rosa y blanco entre los guijarros. Se volvió hacia ese; lugar. Eran margaritas hotentotes, cada una de ellas una trompeta perfecta con una garganta amarilla y una frágil lengüita amarilla. Deleitado con el descubrimiento, Sean dejó a un costado su carga de flores de áloe y se metió entre las margaritas. Deteniéndose como un cosechador, se abrió camino entre ellas hasta la boca de una profunda hondonada, reuniendo las flores en ramos y atando los tallos con hierba. Finalmente llegó a la hondonada y se enderezó para aliviar su espalda dolorida.

La hondonada era angosta, podría haber saltado por encima sin problemas, pero era profunda. Miró adentro sin mucho interés. El fondo estaba cubierto con arena lavada por la lluvia, y su interés creció al distinguir los huesos medio enterrados de un animal grande. Pero lo que le hizo descender a la hondonada no fueron los huesos, sino el objeto de cuero que estaba enredado en ellos. Deslizándose sobre el trasero los últimos dos metros llegó al fondo y examinó su tesoro. Una alforja de cuero con dos bolsas y las correas del arnés casi totalmente oxidadas. Lo arrancó todo de la arena y se sorprendió ante el peso.

El cuero estaba quebradizo y seco, casi blanco por la exposición al sol, y las hebillas de las bolsas estaban atascadas por el óxido. Con el cuchillo soltó la tapa de una de las bolsas y de ella brotó una cascada de soberanos. Cayeron en la arena sonando al chocar uno sobre el otro en un montón que brillaba con muchas sonrisas alegres y doradas.

Sean las miró incrédulo. Dejó caer la alforja y se puso en cuclillas al lado de la pila. Tímidamente tomó uno de los discos y examinó el retrato del antiguo presidente, antes de llevarse una moneda a la boca y morderla. Los dientes se le hundieron en el metal blando y se la sacó de la boca.

—Bueno, que me maldigan al revés —dijo, y se rio en voz alta. Balanceándose en la misma posición y levantando la cara al cielo, rugió su júbilo y su alivio, y continuó así hasta que su risa se cortó súbitamente y se serenó.

Agarrando un puñado con cada mano le preguntó al oro:

—Bueno, ¿de dónde diablos vienes? —Y la respuesta estaba en la cara sonriente impresa en ambas caras. Oro bóer—. ¿Y a quién le perteneces?

La respuesta fue la misma, y dejó caer las monedas entre los dedos. Oro bóer.

—Al diablo —gruñó enfurruñado—. A partir de este minuto es oro Courtney. —Y comenzó a contarlo.

Mientras los dedos trabajaban también lo hacía el cerebro. Preparó el caso contra su propia conciencia. Le debían el saldo de un tren de carretas llenas de marfil, le debían su depósito en el Volkskaas Bank, le debían una herida de metralla en la pierna y un proyectil en el vientre, le debían tres años de penurias y peligros, y le debían un amigo. Al apilar los soberanos de a veinte consideró el caso, lo encontró probado, lo justificó y emitió juicio en su propio favor.

—Me pronuncio por el demandante —anunció, y concentró toda su atención en contar las monedas. Una hora y media después llegó al total.

Había una enorme pila de monedas sobre la roca chata que había usado como escritorio. Encendió el cigarro y dejó que el humo entrara en sus pulmones aturdiéndose. Su conciencia se había rendido incondicionalmente y en su lugar había una sensación de bienestar, intensificada después del período de depresión del que había surgido.

—Sean Courtney acepta del gobierno de la ex República de Transvaal la suma de veintinueve mil doscientas libras, en pago total de deudas y reclamaciones. —Volvió a reír y comenzó a poner el oro dentro de las bolsas de cuero.

Con el pesado paquete sobre los hombros, y con los brazos llenos de flores salvajes, Sean bajó del collado. Ensilló el caballo y cargó el oro en la mula antes de ir a apilar las flores sobre la tumba de Saul. Constituían una gallarda nota de color contra la hierba marrón.

Se quedó otra hora terminando su arreglo floral y resistiendo la tentación de agradecérselo a Saul. Porque ya había decidido que el oro no era un regalo del gobierno republicano, sino de Saul Friedman. Y eso le permitía aceptarlo sin remordimientos.

Finalmente montó y se alejó. Cuando el hombre y sus cabalgaduras se perdieron insignificantes en la inmensa llanura marrón, un demonio del polvo llegó bailando desde el sur. Una columna elevada y giratoria de aire caliente, polvo y fragmentos de hierba seca, vagaba y se desplazaba hacia la tumba por debajo del collado. Durante un tiempo pareció que iba a pasar lejos de ella, pero repentinamente cambió de dirección y se abalanzó sobre la doble fila de cruces. Arrancó las flores de la tumba de Saul, las levantó, deshojó y lanzó los pétalos bien dispersos por la llanura.

Con Michael a su lado llevando el saco de lona que pesaba más que el resto del equipaje, Sean dejó el carrito y cruzó la acera para entrar a la oficina del Ladyburg Banking & Trust Co.

—Oh, coronel Courtney —la joven del mostrador de recepción lo recibió entusiasmada—. Le diré al señor Pye que usted está aquí.

—Por favor, no se moleste, yo mismo le llevaré las gratas nuevas.

Ronny Pye miró alarmado la puerta de la oficina que se abrió violentamente dejando pasar a Sean y Michael.

—Buenos días, Ronny —lo saludó Sean muy contento—. ¿Has desangrado a muchos hoy, o es demasiado temprano?

Previsor, Ronny murmuró una respuesta y se puso de pie.

Sean eligió un cigarro de la caja de cuero que había sobre el escritorio, y lo olió.

—No es una mala marca de estiércol ésta, —hizo notar, y mordió el extremo—. Por favor, fuego, Ronny. Soy un cliente, ¿dónde están tus modales?

A regañadientes y desconfiando, Ronny le encendió el cigarro. Sean se sentó y colocó los pies sobre el escritorio cruzando las piernas.

—¿Cuánto te debo? —le preguntó. La pregunta aumentó la desconfianza de Ronny y fijó los ojos en la bolsa que llevaba Michael.

—¿Quieres decir todo junto, capital e interés?

—Capital e interés —afirmó Sean.

—Bueno, tendría que calcularlo.

—Dame una cifra redonda.

—Bueno, muy a ojo, comprende sería alrededor de oh, no sé, digamos… —se detuvo. Esa bolsa parecía ser muy pesada. Estaba muy llena y podía ver los músculos del brazo de Michael en tensión por el esfuerzo de sostenerla—. Digamos, veintidós mil ochocientas dieciséis libras con quince chelines. —Al nombrar la cifra exacta Ronny bajó la voz con la veneración con que un hombre primitivo invocaría el nombre de su dios.

Sean bajó los pies. Se inclinó y barrió hacia un costado los papeles que cubrían el escritorio.

—Muy bien. Págale al señor, Michael.

Solemnemente Michael colocó la bolsa en el espacio libre. Pero cuando Sean le guiñó un ojo su solemnidad se quebró y sonrió.

Sin intentar esconder su agitación, Ronny metió ambas manos en la boca de la bolsa y sacó dos saquitos de lona rústica. Soltó la cuerda que sujetaba uno y derramó otro en el escritorio.

—¿De dónde lo has sacado? preguntó enojado.

—Al final del arco iris.

—Hay una fortuna aquí —protestó Ronny volviendo a meter las manos en la bolsa de lona.

—Admito que es una buena cantidad.

—Pero, pero… —Ronny metía las manos en el montón de monedas, buscando desesperadamente el secreto de su origen como una gallina busca un gusano. Pero Sean había pasado una semana en Johannesburgo y otros dos días en Pietermaritzburg recorriendo todos los bancos y cambiando pequeñas cantidades de monedas de Kruger por otras victorianas y portuguesas, y las monedas de media docena de países más. Durante un minuto Sean contempló sus esfuerzos con una sonrisa feliz. Luego se excusó.

—Nos vamos a casa. —Sean colocó un brazo alrededor del hombro de Michael y lo condujo hasta la puerta—. Deposita el saldo en mí cuenta, amigo.

Ronny Pye, aún protestando y en un estado de desesperación mezclado con frustración observó por la ventana cómo Lion Kop Wattle Estates subía al carrito, se colocaba el sombrero, hacía un cortés saludo de despedida con el látigo y escapaba lentamente de sus garras.

Todo el verano los cerros de Lion Kop hicieron eco al golpe ahogado de las hachas y al canto de cientos de zulúes. Cada árbol que caía en un remolino de ramas y hojas era rodeado por hombres con machetes que lo despojaban de la rica corteza y la ataban en paquetes. Los trenes que salían para Pietermaritzburg iban cargados hasta el techo con la corteza para la planta de extracción.

Cada día que pasaban juntos fortalecía los lazos entre Sean y Michael. Crearon un lenguaje propio cuyo único mérito era la economía de palabras. Sin largas discusiones, cada uno se hacía cargo de una esfera distinta de las actividades de Lion Kop. Michael era responsable del mantenimiento del equipo, carga y envío, todo el papeleo y los pedidos de material. Primero Sean, desconfiando, controlaba el trabajo pero al no encontrar errores dejó de preocuparse. Se separaban solamente los fines de semana; sean iba a Pietermaritzburg por razones obvias y Michael a Theunis Kraal por obligación. Michael odiaba volver a casa, odiaba las interminables acusaciones de Anna y sus frecuentes ataques de llanto. Pero aún peor era el silencioso reproche de la cara de Garry. El lunes por la mañana temprano, con la alegría del convicto liberado, partía para Lion Kop y recibía la bienvenida de Sean:

—¿Y esos malditos mangos para hachas, Michael?

Durante la tarde hablaban libremente sentados en la galería de la casa. Hablaban de dinero, de guerra y política, de mujeres y de la plantación, y hablaban como iguales, sin reserva, como hombres que trabajan juntos para un fin común.

Dirk se sentaba silencioso en la sombra y los escuchaba. Tenía quince años y una capacidad de odio fuera de toda proporción, y la usaba toda contra Michael. El modo en que Sean trataba a Dirk no era distinto; aún asistía a regañadientes a la escuela, seguía a Sean por toda la plantación y recibía toda la cuota de rudo afecto Y aún más ruda disciplina, pero sentía que la relación entre Sean y Michael era una terrible amenaza para su seguridad. Estaba excluido de las discusiones por una simple razón de edad y experiencia. Sus pequeñas contribuciones eran recibidas con indulgencia, y luego la conversación se reanudaba como si él no hubiera hablado. Dirk se sentaba silenciosamente, planeando hasta el último detalle el asesinato de Michael. En Lion Kop ese verano hubo pequeños robos y actos de vandalismo inexplicables, los cuales solamente afectaban a Michael. Desaparecieron sus mejores botas de montar; cuando se fue a poner su única camisa de vestir para el baile mensual de la escuela la encontró rajada en la espalda; su perra de caza tuvo cuatro cachorritos que sobrevivieron una semana hasta que Michael los encontró muertos en la paja del granero.

Ada y sus muchachas comenzaron a prepararse para la Navidad de 1904 a mediados de diciembre. Como invitadas, Ruth y Tormenta llegaron de Pietermaritzburg el veinte, y las frecuentes ausencias de Sean de Lion Kop cargaron de trabajo a Michael. Había un aire de misterio en la casa de la calle Protea. Sean estaba estrictamente excluido de las largas sesiones que tenían lugar en las habitaciones privadas de Ada, adonde ésta y Ruth se retiraban a diseñar el vestido de bodas, pero ése no era el único secreto. Había algo más que mantenía a todas las jovencitas en un estado de risas contenidas y excitación. Por algunas indirectas Sean pudo saber que se trataba del regalo de Navidad de Ruth. Pero Sean tenía otras preocupaciones, la principal era mantener su posición de preferido en la salvaje competencia por los favores de la señorita Tormenta Friedman. Esto incluía un buen gasto en dulces que se le entregaban a Tormenta sin saberlo Ruth. El caballito Shetland había quedado en Pietermaritzburg y Sean tuvo que sustituirlo a costa de su dignidad y de manchas de hierba en las rodillas de sus pantalones. Como recompensa Tormenta y sus muñecas lo invitaban todas las tardes a tomar el té.

La favorita entre las muñecas de Tormenta era una pepona con cabello natural y una insípida expresión en la gran cara de porcelana. Tormenta lloró desconsoladamente cuando encontró la cara de porcelana rota en muchos pedazos. Con la ayuda de Sean la enterró en el jardín del fondo de la casa de Ada y desmantelaron el jardín buscando flores para la tumba. Hoscamente Dirk observaba el funeral. Tormenta se había acostumbrado a la pérdida y disfrutaba de tal modo con la ceremonia que insistió en que Sean exhumara el cuerpo y comenzara todo de nuevo. En total enterró cuatro veces a la muñeca y el jardín de Ada parecía haber sido ocupado por una plaga de langostas.

El día de Navidad comenzó temprano para Sean. Él y Michael hicieron que diez enormes bueyes fueran sacrificados para los trabajadores zulúes, luego distribuyó la paga y los regalos. Para cada hombre una camisa y unos pantalones cortos caqui, y para cada mujer un puñado doble de cuentas de colores. Hubo mucho canto y mucha risa. Mbejane, que se había levantado del lecho de enfermo para la ocasión, hizo un discurso de gran dramatismo. Incapaz de mantenerse sobre sus piernas recién curadas, sacudió las lanzas, gesticuló y rugió las preguntas.

—¿Te ha pegado?

—Aj-bho —le gritaron la negativa.

—¿Te ha alimentado?

—Yhebho —fue la explosiva respuesta afirmativa.

—¿Hay oro en tus bolsillos?

—Yhebho.

—¿Es tu padre?

—Es nuestro padre.

Sean sonrió. No todo debía interpretarse literalmente. Luego se adelantó para aceptar el gran jarro de tierra lleno de cerveza que la primera esposa de Mbejane le ofreció. Era una cuestión de honor beber todo el contenido sin despegar los labios, lo que tanto Sean como Michael pudieron hacer. Luego se subieron al carrito que los esperaba, Mbejane tomó las riendas y, con Dirk sentado a su lado, los llevó a Ladyburg.

Luego de las primeras efusiones, saludos y buenos deseos, Ruth lo condujo hasta el patio del fondo y fueron seguidos por todos los demás. Allí había un enorme objeto cubierto por una lona que fue ceremoniosamente quitada dejando a Sean boquiabierto por el regalo de Ruth.

Con su pintura pulida hasta reflejar lo que le rodeaba, las partes metálicas y tapizados de cuero lustrado brillando al sol, había un automóvil.

Grabado en los enormes cubos de las ruedas y debajo de la mascota del radiador se leía: «Rolls-Royce.

Sean había visto esas endemoniadas y bellas máquinas en Johannesburgo, y ahora estaba totalmente invadido por esa sensación de incomodidad que siempre le habían producido.

—Mi querida Ruth, no tengo palabras para agradecerte. —La besó retrasando el momento de aproximarse al monstruo.

¿En serio te gusta?

—¿Si me gusta? Es la cosa más magnífica que haya visto nunca. —Por encima del hombro de Ruth, Sean vio aliviado que Michael se había sentado al volante. Como el único ingeniero presente, hablaba con autoridad a la gente que lo rodeaba.

—Sube —le ordenó Ruth.

—Déjame mirarlo primero. —Con Ruth colgada de su brazo, Sean rodeó el Rolls, nunca a menos de doce pasos. Los grandes focos lo miraban con malicia y Sean desvió los ojos. Su incomodidad lentamente se estaba convirtiendo en miedo cuando se dio cuenta de que se esperaba no sólo que subiera al artefacto sino que dirigiera su rumbo y velocidad.

Incapaz de retrasar más su próximo paso, se acercó Y dio una palmada en el capó.

—Hola —le dijo firmemente. Con un animal sin domar hay que demostrar quién es el amo de entrada.

—Sube. —Michael seguía detrás del volante y Sean le obedeció, colocando a Ruth en medio de los dos Y manteniéndose cerca de la puerta. Sobre la falda de Ruth, Tormenta saltaba y gritaba agitada. El tiempo que Michael pasó consultando las instrucciones con cuidado no ayudó a dar confianza a Sean.

—Ruth, ¿no crees que sería mejor dejar a Tormenta esta vez?

—Oh, no molesta. —Ruth lo miró atentamente, luego„ sonrió—. Es muy seguro, querido. —A pesar de su seguridad, Sean se puso rígido de temor cuando el motor arrancó finalmente, y se mantuvo en esa posición, mirando fijo hacia delante, durante todo el viaje triunfal por las calles de Ladyburg. Los ciudadanos y sirvientes salían como hormigas de las casas que pasaba en su ruta, y se alineaban a lo largo del camino maravillados y deleitados.

Finalmente estuvieron de vuelta en la calle Protea y, cuando Michael se detuvo frente a la casa, Sean escapó del vehículo como un hombre que sale de una pesadilla. Con firmeza vetó la sugerencia de que la familia lo usara para ir a la iglesia, anunciando que era irreverente y de mal gusto. Al reverendo Smiley lo halagó mucho que Sean estuviera despierto todo el sermón, y juzgó por la expresión preocupada de su cara que finalmente empezaba a temer por la salvación de su alma.

Después de la iglesia Michael fue a Theunis Kraal a comer con sus padres, pero volvió en seguida a comenzar la instrucción de Sean. Toda la población de Ladyburg salió a mirar a Sean y a Michael dar vueltas a la manzana a poca velocidad. Al atardecer Michael decidió que Sean estaba listo para dar una vuelta solo y por lo tanto descendió.

Solo ante el volante, transpirando nervioso, Sean miró al mar de caras expectantes y vio a Mbejane sonriendo ampliamente en la última fila.

—Mbejane —gritó.

—Nkosi.

—Líen con ugo. —Y la sonrisa de Mbejane se disolvió. Retrocedió un poco. Era antinatural que un vehículo se moviera solo, y Mbejane no quería tener nada que ver.

—Nkosi, todavía me duelen mucho las piernas.

Entre la multitud se encontraban muchos de los trabajadores zulúes de Lion Kop que habían bajado de las colinas cuando les llegaron las noticias de la maravilla. Ahora uno se rió de tal manera que demostraba poner en tela de juicio la valentía de Mbejane. Este se puso de pie, fulminó al hombre con la mirada y se dirigió majestuosamente hacia el Rolls, se sentó al lado de Sean y cruzó los brazos sobre el pecho.

Sean suspiró hondo y aferró con ambas manos la rueda del volante, miró firmemente adelante y frunció el ceño avanzando por el camino.

—Embrague —murmuraba para sí—. Cambio. Frena.

Acelera. Suelta el embrague.

El Rolls avanzó tan bruscamente que casi despide a Sean y a Mbejane hacia el asiento de atrás. Cincuenta metros más adelante el vehículo dejó de andar por falta de combustible; un golpe de suerte porque era imposible que Sean recordara el procedimiento a seguir para detenerlo.

Con la cara gris y las piernas temblorosas, Mbejane descendió del Rolls, por última vez. Nunca volvió a subir, y secretamente Sean le envidiaba su libertad. Se sintió muy aliviado al escuchar que pasarían semanas antes de poder traer combustible desde Ciudad del Cabo.

Tres semanas antes del casamiento de Sean, Ada Courtney fue a su huerto una mañana temprano a buscar fruta para el desayuno. Encontró a Mary allí, vestida con su camisón blanco, y colgando por el cuello de un gran árbol de palta. Ada cortó la soga y envió a uno de los sirvientes en busca del médico.

Entre los dos llevaron a la muchacha muerta hasta su alcoba y la colocaron sobre la cama. Mientras el doctor Fraser hacía un rápido examen, Ada se quedó mirando la cara que la muerte había hecho aún más miserable.

—¡Qué profunda soledad la habrá llevado a esto! —susurró, y el doctor Fraser tapó el cadáver con una sábana y miró a Ada.

—Esa no fue la razón, en realidad hubiera sido mejor que hubiera estado menos acompañada. —Sacó la bolsa de tabaco y comenzó a cargar la pipa—. ¿Quién era su novio, tía Ada?

—No tenía.

—Debe de haber tenido.

—¿Por qué dice eso?

—Tía Ada, esta muchacha estaba embarazada de cuatro meses.

Fue un pequeño funeral, solamente la familia Courtney y las muchachas de Ada. Mary era huérfana y no tenía amigos.

Dos semanas antes de la boda, Sean y Michael terminaron la temporada de extracción de la corteza y dispusieron que los zulúes replantaran lo que el incendio había destruido. Juntos hicieron un estado de ganancias y pérdidas aproximado. Combinando sus rudimentarios conocimientos de contabilidad y discutiendo hasta bien tarde, finalmente se pusieron de acuerdo en que de seiscientas hectáreas de acacia habían cortado mil cuatrocientas veinte toneladas de corteza, un poco más de veintiocho mil libras esterlinas.

Pero aquí terminó todo acuerdo, Michael insistía en que la mercancía en depósito y los gastos de plantar nuevos árboles se arrastraran a años posteriores, de modo que quedara una ganancia neta para ese año de nueve mil libras. Sean quería poner todo el gasto contra la ganancia de modo que arrojara un saldo acreedor de mil libras, así que decidieron desempatar, enviando finalmente los libros a un contador público de Pietermaritzburg. Este caballero se puso de parte de Michael.

Entonces consideraron las perspectivas para la próxima temporada y se sintieron un poco atemorizados cuando se dieron cuenta de que tendrían mil seiscientas hectáreas de acacia para descortezar y una ganancia bruta de ochenta mil libras esterlinas siempre que no hubiera más incendios. Esa tarde, sin que Sean lo supiera, Michael escribió dos cartas. Una a un fabricante de maquinaria pesada de Birmingham, cuyo nombre y dirección Michael había copiado furtivamente de una de las enormes calderas de la planta de Natal Wattle Estate Co. y la otra a la librería Foyle de Charing Cross Road, Londres, pidiendo el despacho inmediato de toda la literatura existente sobre el procesamiento de la corteza de la acacia. Michael Courtney había sacado de Sean la costumbre de soñar en demasía. También había adquirido la capacidad de trabajar para convertir esos sueños en realidad.

Tres días antes de la boda, Ada y sus muchachas salieron para Pietermaritzburg en tren, y Sean, Michael Y Dirk las siguieron en el Rolls.

Los tres llegaron polvorientos y malhumorados al hotel del Caballo Blanco. Había sido un viaje como para destrozar los nervios. Sean lo había animado gritando constantes advertencias, instrucciones e insultos a Michael, el conductor.

«Reduce, por el amor de Dios, reduce. Quieres matarnos a todos. «Cuidado. Mira esa vaca». «No conduzcas tan cerca del borde».

Dirk había contribuido pidiendo paradas para orinar, colgándose de los costados, pasando incansablemente del asiento trasero al delantero y viceversa y pidiendo a Michael que rebasara el límite de velocidad impuesto por Sean. Finalmente, furioso, Sean había hecho detener el coche y le había administrado un castigo corporal con una vara de abedul cortada del camino.

Al llegar, Dirk fue al encuentro de Ada lloriqueando. Michael se llevó el Rolls y desapareció en dirección de la Natal Wattel Company en cuya fábrica pasaría la mayor parte de los tres días siguientes curioseando y haciendo preguntas, y Sean fue a buscar a Jan Paulus Leroux, que había hecho el viaje desde Pretoria respondiendo a la invitación de Sean. Para el día de la boda, Michael había compilado un pequeño volumen de notas sobre el procesamiento de la corteza, y Jan Paulus le había dado a Sean un informe detallado de los objetivos y fines del Partido Sudafricano. Pero en respuesta a sus solicitudes Sean sólo había respondido que «iba a pensarlo».

La ceremonia de la boda había dado a todos bastantes dolores de cabeza. Aunque Sean no tenía remilgos para casarse en una sinagoga, inmediatamente se negó a soportar la dolorosa operación que le permitiría hacerlo. Su semisugerencia de que Ruth se convirtiera al cristianismo fue cortésmente rechazada. Finalmente llegaron a un acuerdo y Ben Goldberg persuadió al magistrado local de que efectuara la ceremonia civil en el salón comedor de The Golds.

Ben Goldberg entregó a la novia y mamá Goldberg lloró un poquito. Ruth estaba magnífica con la creación de Ada de satén verde y mostacillas. Tormenta llevaba una réplica exacta del vestido de Ruth y protagonizó una pelea con las otras niñas del cortejo durante la ceremonia. Michael era el padrino y se condujo con aplomo. Apaciguó la pelea entre las niñas del cortejo, hizo aparecer el anillo de bodas a tiempo y le sopló al novio cuando éste olvidaba las frases.

Todos los amigos y asociados de los Goldberg y la mitad de la población de Ladyburg, incluyendo a Ronny Pye, Dennis Petersen y sus respectivas familias. Garry y Anna Courtney no estaban presentes ni acusaron recibo de la invitación.

Un sol brillante bendijo el día y el parque estaba suave y verde como cubierto de alfombras de lujo. Había largas mesas dispuestas sobre caballetes con la comida preparada por mamá Goldberg y los productos de la cervecería de Ben.

Tormenta Friedman iba de grupo en grupo de invitados levantándose las faldas para mostrar las cintas rosadas de sus calzones, hasta que Ruth la encontró haciéndolo.

Como Dirk encontró su primer sorbo de champagne tan de su agrado, siguió bebiendo seis copas detrás de los rosales. En seguida empezó a marearse. Por suerte Michael lo encontró antes que Sean y lo mandó a uno de los dormitorios de huéspedes a languidecer allí.

Con Ruth cogida de su brazo, Sean inspeccionó el muestrario de regalos y realmente se impresionó. Luego circuló entre los grupos hasta que llegó adonde estaba Jan Paulus, entablando una animada conversación política. Ruth los dejó y fue a cambiarse de ropa.

La más bonita y rubia de las muchachas de Ada atrapó el ramo. Inmediatamente después atrapó la mirada de Michael y se ruborizó hasta igualar los claveles rojos que llevaba en la mano.

Entre un zumbido de comentarios apreciativos y una granizada de confites, Ruth volvió y, como una reina ascendiendo al trono, ocupó su asiento en el Rolls-Royce.

A su lado Sean, con sombrero y gafas, se sentó, murmuró los usuales encantamientos y lo puso en marcha. Como un caballo salvaje, la máquina pareció retroceder sobre sus ruedas traseras y luego cortar el camino, desparramando piedras e invitados. Ruth aferraba desesperada un enorme sombrero de plumas de avestruz Y Sean le gritaba al Rolls. «Ua. Así, muchacha. De esta guisa se dirigieron por el camino que conduce al Valle de los Mil Cerros hacia Durban y el mar, y desaparecieron tras una columna de polvo.

Tres meses después, habiendo recogido al pasar a Tormenta de la casa de los Goldberg, reaparecieron en la casa de Lion Kop. Sean había engordado y los dos tenían ese afectado aire de complacencia que solamente tienen las parejas que vuelven de una luna de miel feliz.

En el porche de la entrada y en los edificios que rodeaban la casa de Lion Kop estaban los cajones y cajas que contenían los regalos de boda, los muebles de Ruth y sus alfombras, y los muebles y cortinas adicionales que habían comprado en Durban. Ruth, bien asistida por Ada, se dedicó jubilosa a la tarea de deshacer paquetes e instalarse. Mientras tanto Sean comenzó una gira de inspección del campo para ver si había sufrido en su ausencia, y se sintió un poco decepcionado cuando notó que Michael se las había arreglado muy bien sin él. Las plantaciones estaban bien cuidadas y sin maleza, la gran cicatriz negra del centro estaba casi cubierta con nuevas hileras de arbolitos, los trabajadores eran el doble de productivos bajo el nuevo régimen de pagos con incentivos que Michael, consultando con el administrador, había introducido. Sean le dio una conferencia acerca de «no volverse condenadamente inteligente» y «aprender a caminar antes de correr», que finalizó con unas pocas palabras de elogio.

Envalentonado por ellas, una noche Michael se le acercó a Sean cuando éste se encontraba solo en el estudio. Sean estaba en un momento de honda satisfacción provocada por haber comido un enorme lomo asado que estaba digiriendo, por el hecho de que Ruth finalmente había aceptado su propuesta de adoptar a Tormenta y cambiarle el apellido de Friedman a Courtney, y por la perspectiva de unirse a Ruth en su acogedora cama doble en cuanto terminara el aguardiente y el cigarro liado a mano.

—Entra, Michael, siéntate. Toma un aguardiente. —Sean lo saludó con el mejor ánimo, y casi desafiante Michael atravesó la alfombra persa y dejó una gruesa pila de hojas sobre el escritorio frente a él.

—¿De qué se trata? —le sonrió Sean.

—Léelo y verás. —Michael se retiró a una silla del otro lado de la habitación. Todavía sonriendo, Sean miró el encabezamiento de la primera hoja.

«Estudio preliminar y proyecto para la planta de extracción de tanino, finca Lion Kop».

La sonrisa se apagó. Sean volvió la hoja y al leer comenzó a fruncir el ceño y luego a enojarse. Cuando finalmente terminó, volvió a encender el cigarro apagado y se sentó en silencio durante cinco minutos mientras se recuperaba del golpe.

—¿Quién te lo sugirió?

—Nadie.

—¿Dónde venderás tu extracto?

—Página cinco. El rendimiento está detallado allí y los precios de los últimos diez años.

—Esta planta necesita veinte mil toneladas de corteza por año, incluso si plantamos cada centímetro de Lion Kop y Mahobo Kloof no podremos proveer más que la mitad.

—Compraríamos el resto a las nuevas fincas en el valle, podremos ofrecer mejor precio que Jackson porque evitaremos el transporte por ferrocarril hasta Pietermaritzburg.

—¿Quién dirigirá la planta?

—Soy ingeniero.

—En teoría sí —gruñó Sean—. ¿Y el agua? —Haríamos un dique en el Baboom Stroom antes de la catarata.

Durante una hora Sean hurgó y revolvió el proyecto, buscando el punto débil. La agitación aumentó al contestar Michael con calma cada una de sus preguntas.

—Muy bien. Has hecho los deberes. Ahora contéstame esto: ¿Cómo demonios te propones encontrar setenta mil libras para financiar esta pequeñez?

Michael cerró los ojos como si estuviera rezando, la mandíbula proyectada como una línea dura. Y repentinamente Sean se preguntó si alguna vez había notado la fuerza de esa cara, la determinación obstinada y casi fanática. Michael volvió a abrir los ojos y habló suavemente.

—Un préstamo sobre Lion Kop y Mahobo Kloof por veinticinco mil, una fianza notarial sobre la planta por el mismo monto, y una venta pública de acciones por el saldo.

Sean saltó del escritorio y rugió.

—No.

—¿Por qué no? —todavía con calma y razonablemente.

—Porque me he pasado la mitad de la vida metido en deudas hasta aquí. —Sean se agarró la garganta—. Porque finalmente estoy libre de ellas y quiero quedarme así. Porque yo sé lo que siente uno cuanto tiene más dinero del que necesita y no me gusta. Porque estoy contento tal como están las cosas ahora, y no quiero atrapar a otro león por la cola y que se vuelva y me clave los dientes hasta el infierno. —Dejó de jadear y gritó—: Porque el dinero te pertenece, pero más le perteneces tú a él. Porque no quiero volver a ser tan rico.

Ágil y rápido como un leopardo enojado, Michael saltó de su silla y descargó el puño sobre el escritorio. Miró a Sean, se puso colorado, furioso, bajo su tostada piel, temblando como una flecha.

—Bien, yo sí quiero. Tu única objeción a mi plan es que es seguro —dijo ardientemente. Sean parpadeó sorprendido y luego se reanimó.

—Si lo consigues no te gustará —aulló, y Michael igualó el tono de voz.

—Déjamelo juzgar a mí.

En ese momento la puerta del estudio se abrió y Ruth se quedó en el umbral mirándolos. Parecían un par de gallos de pelea con las plumas erizadas.

—¿Qué demonios pasa? —preguntó. Tanto Michael como Sean miraron avergonzados, luego lentamente se relajaron. Michael se sentó y Sean tosió incómodo.

—Estábamos discutiendo, querida.

—Bueno, pues habéis despertado a Tormenta y casi rompéis el techo. —Luego sonrió y se acercó a Sean tomándolo del brazo—. ¿Por qué? ¿Por qué no lo dejáis hasta mañana? Entonces podréis continuar la discusión a veinte pasos y con pistolas.

Los pigmeos de la selva de ituri cazan elefantes con pequeñas flechas. Una vez que la púa está bajo la piel los siguen silenciosos como un perro, acampando noche tras noche en el rastro del animal hasta que finalmente el veneno se abre paso hasta el corazón del elefante y lo abate. Michael había colocado su púa bien profunda en la carne de Sean.

En Lion Kop, Ruth encontró una felicidad que nunca había esperado ni creído que existiera.

Hasta ese momento su existencia había sido ordenada y decidida por un padre amante pero estricto y luego por Ben Goldberg. Los pocos años pasados con Saul Friedman habían sido felices, pero ahora parecían tan irreales como los recuerdos de la infancia. Siempre había estado envuelta entre algodones de riqueza, rodeada de tabúes sociales y de la dignidad de la familia. Incluso Saul la había tratado como a un niño delicado al que no se le puede dejar tomar ninguna decisión. La vida había sido plácida y ordenada, pero tremendamente aburrida. Sólo dos veces se había rebelado, una para escaparse de Pretoria, y otra cuando había ido a buscar a Sean al hospital. El aburrimiento había sido su constante compañía.

Pero ahora repentinamente era el ama de una compleja comunidad. La sensación había sido un poco abrumadora, al principio y por hábito había esperado que Sean tomara las cincuenta decisiones que traía cada día.

—Haremos un trato —le contestó él—. Tú no me dices cómo cultivar árboles y yo no te digo cómo dirigir la casa, pon el maldito armario donde te parezca.

Dudando primero, luego con creciente confianza, Y finalmente segura y orgullosa, convirtió Lion Kop en una casa de gran belleza y comodidad. La áspera maleza y la basura de alrededor de la casa desaparecieron para hacer lugar a parques y macizos de flores, las paredes exteriores de Lion Kop brillaron bajo una nueva capa de pintura. Por dentro, los suelos de madera amarilla parecían ámbar lustrado que destacaba las vibrantes alfombras de Bukhara y las cortinas de terciopelo.

Después de algunos desastrosos experimentos las cocinas comenzaron a producir una serie de comidas que Michael juzgaba paradisíacas y que Sean consideraba comestibles.

Pero con doce sirvientes tenía tiempo para otras cosas. Para leer, para jugar con Tormenta y para cabalgar. El regalo de bodas de Sean habían sido cuatro alazanes. También había tiempo para visitarse mutuamente con Ada Courtney. Las dos establecieron lazos tan fuertes como los de madre e hija.

Había tiempo para bailes y barbacoas, para la risa y para largas veladas silenciosas cuando ella y Sean se sentaban solos en el porche o en su estudio y hablaban de muchas cosas.

Había tiempo para el amor.

Su cuerpo, firme por los paseos a caballo y por las caminatas, también era saludable y cálido. Era una escultura envuelta en terciopelo y hecha para el amor.

Había un solo punto oscuro en su felicidad, Dirk Courtney.

Cuando sus intentos de amistad encontraron indiferencia y sus pequeñas delicias de pastelería fueron rechazadas, se dio cuenta de la causa de este antagonismo. Sintió los amargos celos que lo carcomían detrás de los hermosos ojos y la apasionada y bella cara. Durante días preparó lo que iba a decirle. Encontró la oportunidad cuando él entró a la cocina un día que ella estaba sola. La vio y trató de irse, pero ella lo detuvo.

—Dirk, por favor, no te vayas. Quiero hablar contigo.

Él se volvió lentamente y se apoyó en la mesa. Ruth vio cuánto había crecido durante el último año, los hombros se le habían afirmado masculinamente y las piernas eran fuertes y se abrían desde las angostas caderas echadas hacia adelante con calculada insolencia.

—Dirk… —comenzó, y se detuvo. De repente no se sentía segura de sí misma. Este no era el niño que ella había creído; había una sensualidad perturbadora en esa hermosa cara, movía el cuerpo con sensualidad, como un gato. Repentinamente tuvo miedo y tragó con fuerza` antes de continuar—: Sé lo difícil que ha sido para ti, desde que Tormenta y yo hemos venido a vivir aquí. Sé cuánto amas a tu padre, cuánto significa para ti, pero… —hablaba despacio, olvidado ya su discursito cuidadosamente preparado, de modo que tenía que buscar las palabras explicativas. Trató de mostrarle que no estaban compitiendo por el amor de Sean; que todos ellos, Ruth, Michael, Tormenta y Dirk eran un todo; que sus intereses no se sobreponían, sino que cada uno le daba a Sean y recibía de él una distinta clase de amor. Cuando finalmente se calló supo que Dirk no había escuchado ni tratado de comprender—. Dirk, yo te quiero y quiero que me aprecies.

Golpeando el trasero contra la mesa Dirk se enderezó. Sonrió y dejó que sus ojos se pasearan lentamente sobre su cuerpo.

—¿Me puedo ir ahora? —preguntó, y Ruth se quedó rígida. Entonces supo que no habría acuerdo, que tendría que luchar contra él.

—Sí, Dirk, puedes irte —contestó. Supo con repentina claridad que era malvado, y que si ella perdía aquella competición las destruiría a ella y a su hija. Dejó de tener miedo.

Como los gatos, Dirk pareció oler el cambio producido. Por un momento pareció dudar; cierta inseguridad se leyó en sus ojos. Luego se volvió y salió de la cocina.

Ruth pensó que pronto pasaría algo, pero no creyó que sería tan pronto.