Jan Paulus mantuvo su palabra. Visitaba a Sean todos los días, una hora más o menos cada vez, y hablaban. Dos días después de la rendición bóer fue a verlo acompañado de otro hombre.
Jan Paulus le llevaba unos buenos trece centímetros de altura, pero, aunque el hombre estaba delgado, daba la impresión de ser de gran tamaño.
—Sean, éste es Jan Christian Niemand.
—Quizá fue una suerte para mí que no nos conociéramos antes, coronel Courtney. —La voz de Niemand, de timbre alto, era vibrante y autoritaria. Hablaba el perfecto inglés que había aprendido en la Universidad de Oxford—. ¿Qué opinas tú, Ou bas? —se dirigió a Jan Paulus usando el título que obviamente era una broma entre los dos, y Jan Paulus rió.
—Muy afortunado. Podrías estar usando bastón.
Sean examinó interesado a Niemand. Los duros años de la guerra habían hecho salir músculos a sus hombros y caminaba como un soldado; sin embargo, sobre la rubia barba en punta estaba la cara de un estudioso. Su piel tenía una joven claridad, casi como la de una doncella, pero sus ojos eran de un azul penetrante, el azul despiadado de una espada de acero toledano.
Su mente tenía la misma elasticidad y antes de que pasaran muchos minutos Sean estaba empleando todo su ingenio para responder las preguntas que Niemand le hacía. Era evidente que le estaban haciendo un examen. Una hora después le pareció que había pasado.
—¿Y ahora qué planes tiene?
—Debo ir a casa —contestó Sean—. Tengo una granja,
y un hijo, y pronto, quizá, una mujer.
—Espero que sea feliz.
—Todavía no está decidido —admitió Sean—. Aún tengo que proponérselo. Jannie Niemand sonrió.
—Bueno, entonces le deseo suerte en su declaración.
Y fuerza para construir una nueva vida. Repentinamente se había puesto serio. También debemos reconstruir lo destruido.
Se levantó de la cama y Jan Paulus también lo hizo.
—Los años venideros necesitarán buenos hombres.
—Le extendió la mano y Sean se la estrechó. Nos volveremos a encontrar. Cuente con ello.
Mientras el tren pasaba por las grandes y blancas montañas de las minas Sean se inclinó fuera de la ventanilla del coche para mirar hacia adelante la silueta familiar de Johannesburgo, y se preguntó cómo era posible que una ciudad tan fea tuviera el poder de hacerlo volver siempre. Era como si estuviera conectado a ella por un cordón umbilical elástico que le permitiera un amplio campo de movimiento. Pero cuando llegaba al límite lo hacía volver.
«Dos días —se prometió a sí mismo—. Estaré dos días aquí. Justo el tiempo necesario para presentar mi renuncia formal al viejo Acheson y decirle adiós a Candy. Entonces me encaminaré hacia el sur, a Ladyburg, y dejaré que esta ciudad se cocine en su propio caldo maldito».
Desde una mina cercana se oyó una sirena anunciando el mediodía e inmediatamente su grito fue coreado por las otras minas. Sonaba como si una manada de lobos hambrientos estuvieran cazando por el valle, los lobos de la ambición y del oro. Las minas que habían tenido que cerrar durante las hostilidades habían vuelto a la producción y el humo negro de sus chimeneas tiznaba el cielo y se posaba en forma de sucia niebla sobre la cima del acantilado.`
El tren disminuyó la marcha y el inesperado traqueteo y el bandazo de los cambiavías rompieron el ritmo de su marcha. Cuando se deslizaba a lo largo de la plataforma de cemento de la estación de Johannesburgo, Sean levantó el equipaje de la red y se lo pasó por la ventanilla abierta a Mbejane. El ejercicio de levantar pesos ya no le producía dolor en el vientre; excepto por la cicatriz irregular que tenía cerca del ombligo, estaba totalmente curado. Cuando caminaba por la plataforma hacia la salida se mantenía firme, sin necesitar ya inclinarse.
Un coche de caballos lo dejó en la acera exterior del cuartel general de Acheson, y Sean encargó a Mbejane el cuidado del equipaje mientras él cruzaba la recepción y subía por la escalera hasta el primer piso.
—Buenas tardes, coronel. —El sargento ayudante lo reconoció inmediatamente y se puso firme con tal rapidez que tiró el taburete.
—Buenas tardes, Thompson —le contestó Sean. Los honores debidos a su rango todavía lo intimidaban. Thompson descansó y preguntó con una preocupación más que formal:
—¿Cómo está usted, señor? Lamento lo de su vientre. —Gracias, Thompson, ya estoy bien. ¿Está el mayor Peterson?
Peterson estaba encantado de verlo. Hizo solícitas preguntas acerca del movimiento del intestino de Sean, ya que la irregularidad era frecuentemente una de las incómodas consecuencias de una herida en el abdomen. Sean le aseguró que todo estaba bien y Peterson continuó:
—Tome un poco de té. El viejo está ocupado ahora pero lo recibirá dentro de diez minutos. —Y le gritó a Thompson que llevara el té antes de volver al asunto de la herida de Sean—. ¿Una cicatriz muy grande, viejo? —le preguntó.
Sean se aflojó el cinturón Sam Browne, se desabrochó la chaqueta y se sacó la camisa fuera de los pantalones. Peterson salió de detrás del escritorio e inspeccionó el peludo estómago de Sean a corta distancia.
—Hicieron un buen trabajo —fue su experta opinión—. A mi me hicieron una en Ondurman cuando uno de los negros peludos me clavó su gran lanza. —Y a su vez se desvistió parcialmente y mostró su pecho blanco y sin vello. Por cortesía Sean tuvo que sacudir la cabeza ante la pequeña cicatriz triangular de Peterson, aunque en su interior no se sentía especialmente impresionado. La atención pasó a la cabeza de Peterson.
—Tengo otra allí, y qué dolorosa fue… —Se desabrochó el cinturón y se había bajado ya los pantalones hasta la mitad de la pierna cuando la puerta de comunicación se abrió.
—¿Espero no estar interrumpiendo algo, caballeros? —preguntó cortésmente el general Acheson. Hubo algunos instantes de confusión mientras los dos trataban de vestirse y hacer los correctos saludos militares. Peterson tuvo que tomar una decisión bastante difícil, no contemplada en los Artículos de Guerra. Era una de las pocas ocasiones en la historia en la cual un comandante de división era recibido por un oficial de campo superior en posición de firmes con los pantalones alrededor de los tobillos. El mayor Peterson presentaba un aspecto bastante original con la ropa interior de franela escarlata. Una vez que Acheson comprendió la razón por la cual existía la irregularidad de vestimenta de sus oficiales estuvo muy tentado de unirse a la demostración, ya que él también tenía algunas hermosas cicatrices, pero se contuvo admirablemente. Condujo a Sean a su despacho particular y le convidó a un cigarro.
—Muy bien, Courtney. Espero que no venga a buscar trabajo.
—Al contrario, quiero irme lo más lejos posible de este asunto, señor.
—Creo que podremos arreglarlo. Le diré a Peterson que prepare los papeles.
—Quiero marcharme mañana —insistió Sean, y Acheson sonrió.
—Tiene prisa. Muy bien. Peterson puede enviárselos por correo para su firma. Su unidad ya ha sido deshecha, así que no hay necesidad de que ande por aquí en posición de firme.
—Bien. —Sean había anticipado algo de resistencia y se rió aliviado.
—Solamente tres pequeñas cosas que tratar —continuó Acheson, y Sean frunció el ceño desconfiado de inmediato.
¿Sí?
—Primero, un regalo de despedida de Su Majestad. Una Medalla al Servicio Distinguido por atrapar a Leroux, la entrega será la próxima semana y lord K. quisiera que estuviera presente.
—Diablos, no. Si tengo que quedarme en Johannesburgo, no la quiero. Y Acheson se rió.
—Una sorprendente falta de gratitud. Peterson se la puede mandar también. Segundo, he podido influir un poco a la Comisión de Reclamaciones de Guerra. Aunque todavía no ha sido aceptada la ley por el parlamento, ya han sancionado su reclamación.
—Dios mío. —Sean estaba totalmente sorprendido.
Ante la sugerencia de Acheson había presentado una reclamación por diez mil libras, o sea lo que tenía depositado en el Volkskaas Bank, que había sido incautado por el gobierno bóer al comienzo de las hostilidades.
—No había esperado obtener nada, —y en seguida había olvidado que lo había hecho—. No han concedido toda la suma, ¿no?
—No sea ingenuo, Courtney —rió Acheson—. Solamente un veinte por ciento con un posible arreglo posterior una vez que la ley haya sido aprobada. Pero dos mil es mejor que nada. Aquí está el cheque. Tendrá que firmar el recibo.
Sean observó el papel con creciente deleite. Sería un poco más para pagar su préstamo de Natal Wattle. Miró a Acheson.
—¿Y el tercer asunto?
Acheson le dio una pequeña tarjeta cuadrada por encima de la mesa.
—Mi tarjeta y una invitación permanente para visitarnos y estar en casa tanto tiempo como desee cuando vaya a Londres. —Se puso de pie y extendió la mano—. Buena suerte, Sean. Y quisiera creer que no es un adiós.
En un estado de ánimo rosado provocado por la libertad y la perspectiva de una amorosa despedida de Candy Rautenbach, Sean detuvo primero el coche ante la estación ferroviaria para reservar un asiento en el tren del sur de la mañana siguiente y para telegrafiarle a Ada su llegada a casa. Luego fue a la calle Commissioner y a la recepción del hotel de Candy para preguntar por la propietaria.
—La señora Rautenbach está descansando y no puede ser molestada —le informó el empleado.
—Buen hombre. —Sean le dio media guinea y no escuchó las protestas del pobre hombre mientras subía las escaleras de mármol.
Entró silenciosamente a las habitaciones de Candy y fue hasta su dormitorio. Quería sorprenderla; y no quedó la mínima duda de que tuvo más éxito del esperado. Candy Rautenbach no estaba descansando. En realidad estaba intensamente dedicada al entretenimiento de un caballero cuya chaqueta, colgando del respaldo de una de las sillas de terciopelo dorado y rojo, lo identificaba como oficial de uno de los regimientos de Su Majestad.
Sean defendió sus acciones posteriores sobre la hipótesis de que Candy era de su exclusiva propiedad. En medio de su justa indignación no tomó en cuenta que esta visita era un gesto de despedida, que su relación con Candy había sido como mucho vaga e intermitente y que a la mañana siguiente iba a partir a proponerle matrimonio a otra mujer. Todo lo que vio fue el pájaro en el nido ajeno.
Para que no quede desacreditado el coraje del oficial o el honor de su regimiento, debemos recordar que su información sobre las circunstancias domésticas de Candy, si bien no de los de su anatomía, era incompleta. Se la habían presentado como la señora Reutenbach y ahora, en este momento terrible en que volvía a la realidad, pensó que ese hombre enorme y enfurecido que se arrojaba sobre la cama rugiendo como un toro herido era el único señor Rautenbach, de vuelta al hogar después de la guerra. Se preparó para partir, lo cual comenzó con un rápido descenso de la alta cama por el lado contrario del que usaba Sean para entrar. En un estado de tremenda claridad mental, provocada por un exceso de adrenalina en la corriente sanguínea, el oficial se dio cuenta de su propia desnudez que impedía que escapara ante los ojos del mundo, y de que el avance del señor Rautenbach hacía imperativa esa partida y, finalmente, de que el señor Rautenbach llevaba el uniforme y la insignia de todo un coronel. Esta última consideración fue la que más le influyó, ya que a pesar de su edad venía de una familia antigua y respetada con unos antecedentes militares impresionantes, y comprendía los pudores y reglas sociales de las cuales una de las más estrictas era que uno no se le unía a la mujer de un oficial superior.
—Señor —le dijo, y se incorporó con dignidad—. Creo que puedo explicar.
—Pequeño vicioso —le contestó Sean en un tono que sugería que su explicación tendría poca importancia. Tomando la ruta más corta, que era por encima de la cama, Sean se lanzó en su persecución. Candy, quien en los primeros momentos había estado demasiado preocupada por taparse con las ropas de cama como para tomar parte activa en el proceso, ahora chilló y levantó el edredón de seda de modo que envolvió las botas de Sean mientras él pasaba sobre ella y se le enredó en las espuelas. Sean cayó con un crujido que hizo temblar todo el edificio y asustó a los clientes que estaban en esos momentos en la recepción de abajo, y durante unos momentos quedó atontado con los pies en la cama y la cabeza y los brazos en el suelo.
—Sal pronto —le gritó Candy al oficial, al notar que Sean comenzaba a revolverse. Entonces recogió un montón de sábanas y las tiró sobre Sean, envolviéndolo y ahogándolo.
—Date prisa, por el amor de Dios, date prisa —le urgió mientras su amigo saltaba sobre un pie con el otro en los pantalones—. Te cortará en pedazos. —Y se tiró sobre la montaña de sábanas y frazadas bajo la cual luchaba y juraba Sean.
—No te preocupes por las botas. —Y el oficial se las puso bajo un brazo, se colgó la chaqueta de los hombros y se puso la gorra.
—Gracias, señora —le dijo, y luego con valentía—: lamento sinceramente cualquier inconveniente que pueda haberle causado. Por favor, déle mis excusas a su esposo.
—Sal de aquí; estúpido —le suplicó ella, aferrándose desesperada a Sean mientras él se movía y juraba. Luego que el oficial hubo desaparecido Candy se puso de pie y esperó a que Sean emergiera.
—¿Dónde está? Lo voy a matar. Asesinaré al pobre desgraciado. —Sean arrojó la ropa de cama, se puso de pie y miró salvajemente a su alrededor. Pero lo primero que vio fue a Candy, y Candy estaba temblando de risa. Había mucha Candy para temblar y la mayor parte era blanca, suave y redondeada, e incluso si la risa era un poco histérica seguía siendo un espectáculo agradable.
—¿Por qué me has detenido? —exigió Sean, pero su interés se estaba desplazando rápidamente del oficial al busto de Candy.
—Ha creído que eras mi esposo —jadeó ella.
—El muy desgraciado —gruñó Sean.
—Era dulce. —Y de repente dejó de reír—. ¿Y quién demonios eres tú para entrar a armar jaleo aquí? ¿Te crees que el mundo y todo lo que tiene dentro te pertenece? Tú me perteneces.
—Demonios te pertenezco —estalló Candy—. Ahora sal de aquí, mastodonte.
—Ponte la ropa. —Las cosas estaban tomando un giro imprevisto. Sean había esperado verla avergonzada y contrita.
—Sal de aquí —gritó Candy al dejar escapar su temperamento. Sean nunca la había visto así y apenas pudo arreglárselas para esquivar el jarrón que le arrojó a la cabeza. Frustrada en su deseo de oír el ruido de porcelana rota, Candy aferró otro proyectil, un espejo ornamental, que se estrelló con violencia contra la pared de detrás de Sean. Su tocador estaba amueblado en un espléndido estilo victoriano y le proveía una cantidad casi ilimitada de municiones. A pesar de la rapidez de gambeta de Sean no podía quedar ileso mucho tiempo y finalmente le pegó con un retrato enmarcado en dorado de un oficial desconocido. El gusto de Candy se inclinaba evidentemente hacia los hombres de armas.
—Desgraciada —rugió Sean en medio del dolor, e inició el contraataque. Candy huyó desnuda y gritando, pero él la agarró en la puerta, la levantó sobre sus hombros y la llevó pateando a la cama.
—Ahora, niña —le gruñó mientras colocaba su rosado trasero para arriba, cruzada sobre las rodillas—, te voy a enseñar modales.
La primera palmada de su mano sobre sus regordetes cachetes, la aquietó. La segunda palmada venía con bastante menos fuerza y la tercera fue una palmada afectuosa, pero Candy lloraba lamentablemente.
Con la mano derecha levantada Sean se dio cuenta con horror de que por primera vez en la vida le estaba pegando a una mujer.
—Candy —dijo apesadumbrado, y se sorprendió cuando ella giró y se sentó sobre sus rodillas apoyándole una mejilla húmeda sobre el pecho.
Las palabras se le amontonaron en la garganta, palabras de disculpa, una súplica de perdón, pero su buen sentido le impidió dejarlas salir y en lugar de ello preguntó duramente:
—¿Lamentas tu comportamiento?
Candy tragó y asintió temblorosa.
—Por favor, perdóname, querido. Me lo merecía. —Y sus dedos juguetearon con la garganta y los labios de Sean—. Por favor, perdóname Sean, lo siento tanto.
Comieron en la cama esa noche. A la mañana siguiente, temprano, mientras Sean se quedaba perezosamente en el baño caliente con el agua punzante sobre los rasguños de su espalda, charlaron.
—Voy a tomar el primer tren a casa, Candy. Quiero estar de vuelta para Navidad.
—Oh, Sean. ¿No puedes quedarte unos días?
—No.
—¿Cuándo volverás?
—No lo sé.
Hubo un largo silencio antes de que ella hablara nuevamente.
—¿Debo intuir que no estoy incluida en tus planes futuros?
—Tú eres mi amiga, Candy —protestó él.
—¿No es encantador? —Y se puso de pie—. Te voy a pedir el desayuno.
En el dormitorio se detuvo y se miró largamente en el espejo de cuerpo entero. La seda azul de su bata hacía juego con el azul de sus ojos, pero a esa hora del día había pequeñas arrugas en la piel de su cuello.
«Soy rica —pensó—. No necesito estar sola. Y se alejó del espejo.
Sean anduvo lentamente por el camino de grava hacia la mansión de los Goldberg. Avanzaba entre una avenida de árboles y a su alrededor el parque verde subía en fina serie de terrazas hacia la fachada rococó de la casa. Era una mañana de soporífero calor y las palomas se arrullaban semidormidas en las ramas.
Entre los arbustos ornamentales le llegó levemente un sonido de risas. Se detuvo y escuchó. Repentinamente se sintió tímido, asustado de volver a encontrarse con ella, incapaz de saber cómo lo recibiría ya que no había contestado su carta.
Finalmente dejó el sendero y cruzó la alfombra de césped hasta llegar al borde de un anfiteatro. En el centro, debajo de él, se encontraba una réplica en miniatura del templo del Partenón. Columnas limpias, de mármol blanco al sol, con estanque de peces circular que la rodeaba como un foso. Vio la silueta de las carpas deslizándose lentamente entre las aguas verdes debajo de las lilas. Los pimpollos de lila eran blancos, dorados y púrpuras.
Ruth se encontraba sentada sobre el borde elevado de mármol del estanque. Iba totalmente vestida de negro desde la garganta hasta los pies, pero tenía los brazos desnudos y extendidos mientras gritaba:
—Camina, Tormenta. Ven conmigo.
A diez pasos de distancia, con el sólido trasero firmemente apoyado sobre el césped, Tormenta Friedman la miraba seria debajo de una mata de pelo negro.
—Ven, cariño —la instaba Ruth, y muy deliberadamente la niña se inclinó hacia adelante. Levantó con lentitud su redondo trasero hasta que apuntó al cielo, mostrando un par de calzones de encaje con lazos debajo de la corta faldita. Se quedó así unos segundos y después, con esfuerzo, se puso de pie y se balanceó precariamente sobre las gordas y rosadas piernecitas. Ruth aplaudió con espontánea alegría y Tormenta sonrió triunfante mostrando cuatro grandes dientes blancos.
»Ven con mamá —rió Ruth, y Tormenta completó una docena de inestables pasos antes de abandonar por poco práctica esta forma de locomoción. Agachándose sobre manos y rodillas terminó el paseo gateando—. Has hecho trampa —la acusó Ruth, y saltó para agarrarla por debajo de los brazos y la levantó en alto. Tormenta gritó extasiada:
—Más —pidió—. Más.
Sean quería reír con ellas. Quería correr hacia donde estaban y tomarlas a ambas en los brazos. Porque repentinamente se dio cuenta de que allí estaba el significado de su vida, su excusa para vivir. Una mujer y una niña. Su mujer y su niña.
Ruth levantó la mirada y lo vio. Se quedó helada con la niña contra su pecho. Su cara no tenía expresión mientras lo veía bajar los escalones hacia el anfiteatro.
—Hola. —Sean se detuvo frente a ella, dando vueltas torpemente al sombrero entre las manos.
—Hola, Sean —susurró ella, y levantó las comisuras de los labios en una sonrisa leve y tímida y se ruborizó—. Has tardado tanto que creí que no vendrías.
Una gran sonrisa se abrió en la cara de Sean y se adelantó, pero en ese momento Tormenta que lo había estado mirando con solemne curiosidad comenzó una serie de convulsivos saltos acompañados de gritos de:
—Hombre, hombre. —Tenía los pies apoyados sobre el estómago de Ruth, lo que le daba más energía al empujar hacia afuera. Se inclinó hacia Sean decidida a alcanzarlo y Ruth fue tomada por sorpresa. Sean tuvo que dejar caer el sombrero para sostenerla antes de que cayera.
»Más. Más —gritó Tormenta siempre saltando en los brazos de Sean. Una de las pocas cosas que él sabía sobre niños era que tienen un punto de pulsión en la coronilla muy vulnerable así que se aferró a su hija temiendo que se cayera e igualmente temiendo ahogarla Hasta que Ruth dejó de reír, tomó a la niña y le dijo:
—Ven a casa. Llegas justo para el té.
Cruzaron el jardín lentamente, cada uno sosteniendo una de las manitas de Tormenta, de modo que la niña ya no tenía que concentrarse en mantener el equilibrio y podía dedicar toda su atención a la fascinante manera que tenían sus pies de aparecer y desaparecer alternativamente debajo de ella.
—Sean, hay algo que debo saber antes que nada. —Ruth miraba a la niña, no a él—. Tú… —se detuvo—. Saul, tú podrías haber evitado lo que ocurrió. Quiero decir, tú no… su voz se apagó.
—No, no lo hice —le dijo ásperamente.
—Júramelo, Sean. Si crees en la salvación, júramelo —le suplicó.
—Lo juro. Te lo juro por… —Buscó un juramento, no su vida, ya que no era lo suficientemente fuerte—. Te lo juro por la vida de nuestra hija.
Ruth suspiró aliviada.
—Por eso no te escribí. Primero tenía que estar segura.
Entonces Sean quiso decirle que se la llevaba, quiso hablarle de Spion Kop y de la enorme casa vacía que la esperaba para que la convirtiera en un hogar. Pero supo que no era el momento, después de hablar de Saul. Esperaría.
Esperó hasta que lo presentó a los Goldberg. Quedó solo con ellos mientras Ruth llevaba a la niña al interior para dejarla con la institutriz. Volvió y hablaron de cosas triviales durante el té y trató de que no lo miraran a los ojos cuando observaba a Ruth.
Esperó hasta que estuvieron solos en el parque y entonces le dijo:
—Ruth, Tormenta y tú os venís a casa conmigo. Ella se detuvo al lado de un rosal y cortó un capullo amarillo manteca, luego con un ligero ceño rompió cada una de las pequeñas espinas rojas del tallo antes de mirarlo.
—¿Sí, Sean? —le preguntó inocentemente, pero él tendría que haber notado las chispas de diamante que había en sus ojos.
—Sí. Nos casaremos en los próximos días. Tardaré ese tiempo en conseguir una licencia especial para ti, y tú tendrás que hacer el equipaje. Luego te llevaré a Lion Kop, no te he contado…
—Maldito seas —le dijo suavemente—. Maldito sea tu orgullo. Maldita tu arrogancia.
Y Sean se quedó mirándola como un bobo.
—Entras con el látigo en la mano, lo haces sonar y esperas que yo ladre y salte por el aro —estaba poniéndose furiosa—. No sé qué tratos has tenido antes con mujeres en primer lugar, pero yo no soy una de las que van detrás del Ejército, ni quiero que me traten como a una. ¿Alguna vez se te ha ocurrido por un solo minuto que yo no esté dispuesta a aceptar este favor que intentas hacerme? ¿Cuánto tardaste en olvidar que hace sólo tres meses que he enviudado? ¿Qué suprema falta de percepción te ha hecho creer que yo correría de la tumba de un hombre para arrojarme en tus amantes brazos?
—Pero Ruth, yo te quiero. —Trató de detenerla pero ella le gritó:
—Entonces pruébamelo, maldito seas. Pruébamelo siendo amable, tratándome como a una mujer y no como a un mueble, pero comprendiendo lo que haces.
—No eras tan remilgada la noche de la tormenta, o después.
Como si le hubiera pegado, retrocedió un paso y la rosa mutilada cayó de su mano.
—Cerdo —susurró—. Sal de aquí y no vuelvas nunca.
—A sus órdenes, señora. —Se puso el sombrero, giró en redondo y se fue cruzando el césped. Cuando llegó al camino de grava los pasos se detuvieron y luchó contra su rabia y su orgullo.
Lentamente se volvió. El césped parecía una vacía alfombra de suave verde. Ruth se había ido.
Ruth subió corriendo la gran escalera de mármol, pero cuando llegó a su dormitorio él ya estaba a mitad del camino de grava. Desde la ventana del segundo piso su figura parecía más corta e imponente y su traje oscuro se destacaba claramente contra la grava clara. Llegó al portón y se detuvo. Ruth se inclinó ansiosamente sobre la ventana para que él pudiera verla mejor al dar la vuelta. Lo vio encender lentamente un largo cigarro negro, tirar la cerilla, ajustarse el sombrero, enderezar los hombros y marcharse.
Incrédula, Ruth miró las columnas gemelas del portón, y la cerca de espinillo verde oscuro tras la que había desaparecido. Lentamente se apartó de la ventana y se sentó en la cama.
—¿Por qué no lo entiende? —preguntó en voz baja. Sabía que lloraría más tarde, durante la noche, cuando la verdadera soledad comenzara.
Sean volvió a Ladyburg en un nublado día de invierno. Mientras el tren resoplaba por el borde del acantilado, se quedó en la plataforma de su vagón y miró hacia la gran mancha verde de las colinas de Lion Kop. La vista lo emocionó, pero esa emoción estaba oscurecida por lo sucedido.
«Esta es la mitad del camino. Este año cumpliré cuarenta y un años. De toda esa lucha y tontería algo tiene que haber salido. Voy a contar mis bienes.
»En efectivo tengo un poco más de dos mil libras (con los saludos de la Comisión de Reclamaciones de Guerra). En tierras tengo seiscientas hectáreas, con opción para comprar muchas más. Tengo cuatrocientas hectáreas plantadas que, dentro de un año, estarán listas para cortar. Mis hipotecas sobre estos bienes son pesadas pero no opresivas, así que soy un hombre rico.
»En cuanto a las cosas personales tengo unos cabellos grises, una buena colección de cicatrices y una nariz rota. Pero aún puedo levantar y llevar un saco de cien kilos de harina bajo cada brazo y soy capaz de comerme medio cordero de una vez; puedo contar las cabezas de una manada de venados a tres kilómetros de distancia sin gafas y Candy, que sabe de estas cosas, no se ha quejado de mi aguante. Todavía no estoy viejo.
Aparte de eso tengo un hijo que me pertenece (y un hijo y una hija que no me pertenecen). Aunque he perdido al mejor de todos, me quedan amigos, quizá más amigos que enemigos.
»Pero tan importante como cualquiera de esas cosas es el propósito y el objetivo que finalmente he alcanzado. Sé lo que quiero. Mi camino está trazado y el viento sigue" soplando en mi dirección.
»Esos son mis bienes. Son míos para usarlos y disfrutarlos.
»¿Cuáles son mis pasivos? Dinero prestado, el odio de un hijo y de un hermano y Ruth.
»Ruth se fue. Ruth se fue. —Y sonaban las vías bajo el tren—. Ruth se fue. Ruth se fue», se burlaban de él.
Sean frunció el ceño y cambió las palabras en su mente.
«El viento sopla en mi dirección. El viento sopla en mi dirección.
Durante los meses siguientes Sean usó toda su energía en Lion Kop. Planeó cortar la corteza que estaba lista y decidió podar una tercera parte un año antes de la madurez, y cada año siguiente otra tercera parte. Para reemplazarla utilizó las dos mil libras que tenía para plantar todo el resto de la tierra. Una vez hecho esto necesitaba mantenerse ocupado. Se compró un teodolito y un libro de instrucciones para medir terrenos, trazó los mapas de sus tierras y de las plantaciones y planeó los nuevos caminos de acceso a las plantaciones para cuando llegara el momento de cortarlas.
Nuevamente se encontró sin nada que hacer, así que ` se fue a ver a Dennis Petersen y pasó todo el día discutiendo la compra de Mahobo Kloof Ranch sobre el que había comprado una opción. No tenía dinero en efectivo y Jackson y Natal Wattle rechazaron su petición de más préstamos. Cuando Dennis se negó a tomar en cuenta un plazo de pago más prolongado, Sean fue a ver a Ronny Pye al Banco de Ladyburg. Era un paso desesperado y Sean se sorprendió realmente cuando Ronny le sirvió café y un cigarro y escuchó cortésmente su propuesta.
—Es apostar todo el dinero a un caballo, Sean —le advirtió.
—Solamente hay un caballo en esta carrera. No puedo perder.
Muy bien —asintió Ronny—. Te diré lo que haremos. Te adelantaré todo el precio de Mahobo Kloof más mil libras para hacerla producir. A cambio me darás una primera hipoteca sobre Mahobo Kloof y una segunda hipoteca sobre Lion Kop, detrás de la compañía de Natal Sean aceptó. Una semana más tarde Ronny Pye visitó a Jackson en Pietermaritzburg. Luego de la primera vuelta, Ronny le preguntó:
—¿Está contento con los pagarés que tiene de Courtney? La garantía es buena —dudó Jackson. Pero él parece estar confiándose demasiado.
—Yo podría estar interesado en comprárselos; —sugirió delicadamente Ronny, y Jackson se rascó la nariz pensativo para disimular su alivio.
Con alegría Sean volcó su ejército de zulúes sobre la tierra virgen de Mahobo Kloof. Se deleitaba viendo esas largas filas de hombres cantando mientras colocaban las Pequeñas rosas y frágiles plantitas en la tierra rica y roja.
Dirk era la constante compañía de Sean durante esos días. Su presencia en la escuela se volvió esporádica. Convencido de que Dirk nunca sería un estudioso, Sean tácitamente consentía los problemas estomacales que le impedían a Dirk ir a la escuela por la mañana pero que se le pasaban milagrosamente unos minutos después y le permitían seguir a Sean hasta la Plantación. Dirk imitaba el porte de Sean, su forma de montar, y su largo paso. Escuchaba cuidadosamente las palabras de Sean y luego las repetía sin omitir los juramentos. Al atardecer cazaban patos, faisanes y pintadas por las laderas del acantilado. Los domingos cuando Sean iba a casa de los vecinos a jugar al póquer, o solamente a beber aguardiente y hablar, Dirk cabalgaba a su lado.
A pesar de las protestas de Sean, Ada volvió con sus muchachas a la casa de la calle Protea, así que la casa de Lion Kop era una cáscara vacía. Sean y Dirk ocupaban tres de las quince habitaciones e incluso ésas apenas estaban amuebladas. No había alfombras en los suelos,
ni cuadros en las paredes. Algunas sillas de cuero, camas de hierro, mesas sencillas y uno o dos armarios componían el mobiliario. Apilados en los rincones estaban los libros y cañas de pescar, había un par de pistolas y un rifle sobre un estante, al lado de la chimenea, El suelo de madera amarillenta estaba sin pulir y cubierto de polvo y pelusas debajo de las sillas y camas, con oscuras manchas dejadas por la camada de cachorritos de caza. Y en la habitación de Dirk, que nunca visitaba, había un revoltijo de calcetines viejos y camisas sucias, cuadernos de escuela y trofeos de caza.
Sean no estaba interesado en la casa. Era un lugar donde comer y dormir, tenía un techo para que no entrara la lluvia, una chimenea para calentarse, y para poder saciar su nuevo apetito de libros. Con unas gafas compradas a un vendedor ambulante colocadas sobre la nariz, Sean pasaba las veladas leyendo libros de política y viajes, economía y topografía, matemáticas y medicina, mientras Dirk, aparentemente estaba haciendo los deberes, se sentaba frente a la chimenea y lo observaba ávidamente. Algunas noches, cuando Sean estaba ocupado con la correspondencia, olvidaba que Dirk estaba allí y el muchacho se quedaba despierto hasta las doce.
Ahora Sean mantenía correspondencia con Jannie Niemand y con Jan Paulus Leroux. Los dos se habían dedicado a la política en el Transvaal y ya estaban presionando gentilmente a Sean. Querían que organizara el equivalente de su partido de Sudáfrica, y que lo dirigiera en Natal. Sean esquivó la responsabilidad. «Aún no, quizá más adelante», les informó.
Una vez al mes recibía y contestaba una larga carta de John Acheson. Este había vuelto a Inglaterra y a la gratitud de su nación. Ahora era lord Caisterbrook y desde su banco de la cámara alta, mantenía a Sean informado del carácter y genio de los ingleses y de los asuntos de Estado.
A veces, y más seguido de lo que era recomendable, Sean pensaba en Ruth. Entonces se enfurecía y se sentía desesperadamente solo. Sentía crecer su desesperación con lentitud y no podía dormir, entonces iba de noche a la casa de una amistosa viuda que vivía sola en una de las casitas de los obreros cercanas al ferrocarril.
A pesar de todo se consideraba feliz, hasta aquel día de principios de setiembre de 1903 en que recibió una carta impresa que decía solamente:
La señorita Tormenta Priedman agradecería el placer de la asistencia del coronel Sean Courtney, DSO, DCM a la fiesta que se celebrará con motivo de su tercer cumpleaños.
A las 16.00 horas del 26 de setiembre. Se ruega confirmación.
Los Goldberg, Chase Valley.
Pietermaritzburg.
En la esquina inferior derecha había una impresión digital en tinta del tamaño de una moneda de tres peniques.
El 24 Sean partió en tren hacia Pietermaritzburg. Dirk volvió de la estación con Ada a su vieja habitación de la casa de la calle Protea.
Esa noche Mary se quedó despierta y oyó cómo lloraba por su padre. Sólo un débil tabique de madera los separaba. La casa de Ada no había sido construida para servir de lugar de trabajo y dormitorio a sus muchachas. Había solucionado el problema cerrando la amplia galería posterior y dividiéndola en cuartitos del tamaño suficiente para albergar una cama, un armario y un lavabo. Uno de esos cuartitos pertenecían a Mary y esa noche Dirk estaba en el de al lado.
Durante una hora lo escuchó llorar, rezando silenciosamente porque se cansara y durmiera. Dos veces creyó que lo había hecho pero después de un silencio de un minuto, volvieron a oírse los sollozos tapados por las lágrimas. Cada uno le clavaba agujas en la piel, así que se quedó rígida en la cama con los puños cerrados hasta que le dolieron.
Dirk se había convertido en el centro de su existencia. Era la única cosa brillante dentro de su desolación. Lo quería obsesivamente porque era hermoso, joven, limpio y distinguido. Amaba el contacto de su piel y la seda de sus cabellos ondeados. Cuando miraba a Dirk no le importaba su propia cara. No le importaba su propia ruina.
Los meses que había estado separada de él habían sido una angustia constante y una época de oscuridad. Pero ahora estaba de vuelta y una vez más necesitaba su ayuda. Se escurrió de la cama y permaneció atenta a su amor, toda su actitud denotaba compasión. La luz de la luna que se filtraba por la ventana con mosquitero también la trataba con la misma compasión. Aplacaba las cicatrices que endurecían los planos de su cara y los mostraba tal como deberían haber sido. Su cuerpo de veinte años debajo del camisón era delgado y bien formado, sin las marcas que deformaban su cara. Un cuerpo joven, un cuerpo suave envuelto en la luminosidad de la luna como el de un ángel.
Dirk lloró nuevamente y ella fue a su lado. Dirk murmuró al arrodillarse al lado de su cama.
—Dirk, por favor querido, no llores. Por favor. —Dirk tragó explosivamente y se alejó de ella cubriéndose la cara con los brazos.
—Shh, querido. Ya todo va bien. —Comenzó a pasarle la mano por el cabello. Su contacto provocó un nuevo estallido de pena en Dirk, pena líquida que salpicaba y vibraba en la oscuridad.
»Oh, Dirk, por favor… y se metió en su cama. Las sábanas del lugar que él había ocupado estaban calientes y húmedas. Ella lo abrazó, lo apretó contra su pecho y comenzó a acunarlo en sus brazos.
Finalmente su propia soledad la invadió. Su voz se enronqueció al susurrarle. Se abrazó a él, su propia necesidad era mucho más fuerte que la de Dirk.
Un sollozo final y Dirk se calló. Mary sintió que la tensión abandonaba la espalda y las firmes nalgas apretadas contra su estómago. Abrazándolo aún más, movió los dedos sobre sus mejillas y su garganta.
Dirk se volvió hacia ella, girando en el círculo de sus brazos. Ella sintió que su pecho subía y bajaba al suspirar Dirk y su voz sonaba ahogada por la soledad.
—No me quiere. Se ha ido y me ha dejado.
—Yo te quiero, Dirk —susurró.
Yo te quiero, todos te queremos, cariño. Y le besó los ojos, las mejillas y la boca. El gusto de sus lágrimas era salado.
Dirk suspiró nuevamente y bajó la cabeza hasta apoyarla en el pecho de Mary. Ella sintió su nariz frotándose sobre su pecho y le apoyó las manos en la nuca acercándolo más.
—Dirkie… —su voz se perdió en la extraña y nueva calidez que sentía.
A la mañana siguiente Dirk se despertó lentamente pero con una sensación maravillosa. Se quedó en cama un momento y pensó en ello, incapaz al principio de identificar el informe y trémulo sentimiento de bienestar que experimentaba.
Entonces oyó a Mary moviéndose detrás del tabique, en su cuartito. El ruido del agua salpicando desde la jarra a la bacinilla, el roce de la ropa. Finalmente el sonido de su puerta que se abría y se cerraba, y el de sus pasos alejándose hacia la cocina.
Los acontecimientos de la velada volvieron a presentársele, vibrantes y detallados. Aún sin comprenderlos totalmente, pero ya descollando sobre todo lo que había en su mente.
Apartó las sábanas y se apoyó en los dos codos, se levantó el camisón y se contempló el cuerpo como nunca lo había hecho.
Escuchó pasos rápidos y se cubrió a toda prisa, levantó las sábanas y fingió dormir.
Mary entró silenciosa y colocó una taza de café con una rosquilla sobre la mesita de noche.
Dirk abrió los ojos y la miró.
—Estás despierto.
—Sí.
—Dirk… —comenzó a decir Mary, y luego se ruborizó. El rubor cubrió la piel llena de cicatrices. Su voz se convirtió en un susurro, borrado por la vergüenza—. No debes contárselo a nadie. Debes olvidar lo que… pasó.
Dirk no contestó.
—Prométemelo, Dirk. Por favor, prométemelo.
El asintió lentamente. No quería hablar ya que sentía las palabras agolpársele en la garganta y sabía que tenía dominada a Mary.
—Estaba equivocada, Dirkie, fue una cosa horrible. Ni siquiera debemos pensar nuevamente en ello. Se alejó hacia la puerta.
—Mary.
—Sí. —Se detuvo pero no se volvió, con el cuerpo en la posición de un pájaro a punto de volar.
—No se lo diré a nadie si vienes esta noche.
—No —siseó violentamente.
—Entonces se lo diré a la abuela.
—No. Oh, Dirkie. No lo harías. —Estaba otra vez a su lado, de rodillas junto a la cama, buscando su mano—. No debes, no debes. Me lo prometiste.
—¿Vendrás? —preguntó suavemente Dirk. Ella lo miró a la cara, a la serena perfección de cálida piel marrón y ojos verdes con la negra seda de su cabello rizado sobre su frente.
—No puedo, hemos hecho una cosa terrible, terrible.
—Entonces lo diré.
Mary se puso de pie y salió lentamente del cuartito, con los hombros agobiados en actitud de derrota. Dirk se dio cuenta de que iría.
En un coche alquilado Sean llegó puntualmente a la residencia Goldberg. Llegó como la caravana de los Reyes Magos de Oriente. Los asientos del coche estaban llenos de paquetes apilados envueltos en papel de regalo. Sin embargo, la falta de conocimiento de Sean acerca de los gustos de una niña de tres años se reflejaba en su elección. Todos los paquetes contenían una muñeca. Había grandes muñecas de porcelana que cerraban los ojos al inclinarse, otras pequeñas de trapo, con trenzas rubias, una muñeca que hacía pis, una que lloraba cuando le apretaban el estómago, muñecas vestidas con los trajes nacionales de una docena de países y muñecas con pañales.
Mbejane seguía al carruaje conduciendo el regalo que Sean consideraba la obra maestra de la originalidad. Era un caballito pinto, de raza Shetland, con una montura inglesa hecha a mano y riendas.
El camino de grava estaba cubierto de carruajes. Sean tuvo que caminar los últimos cien metros, con los brazos llenos de regalos. En esas circunstancias la orientación era un poco difícil. Eligió un punto del horroroso techo ornamentado de la mansión como referencia, ya que apenas lo distinguía por encima de la pila de paquetes y comenzó a atravesar ciegamente el parque. Se dio cuenta del continuado y penetrante griterío que se acrecentaba al avanzar, y finalmente sintió un insistente tirón en la pierna derecha del pantalón.
Se detuvo.
¿Esos son mis regalos? preguntó una voz desde algún lado por encima de su rodilla. Dobló la cabeza a un lado y miró hacia la carita vuelta hacia arriba de una madonna en miniatura con enormes ojos brillantes en medio de un óvalo de inocente pureza enmarcado con brillantes rizos oscuros. El corazón de Sean dio un vuelco.
—Eso depende de tu nombre —Sean soslayó la pregunta.
—Mi nombre es señorita Tormenta Friedman de los Goldberg, Chase Valley, Pietermaritzburg. Ahora, ¿son o no mis regalos?
Sean dobló las piernas hasta que se puso a la altura de la madonna.
—Muchas felicidades en su día, señorita Friedman.
—Oh, qué bien. Y cayó sobre los paquetes, temblando de excitación mientras del grupo de cincuenta niños que los rodeaba seguía saliendo el griterío de admiración.
Tormenta destruyó los envoltorios en muy poco tiempo usando los dientes cuando los dedos no le alcanzaban. Uno de los pequeños invitados intentó ayudarla, pero se le abalanzó como una pantera al grito de: «son mis regalos». El ayudante se retiró apresuradamente.
Por fin se sentó en medio de la pila de paquetes y muñecas e indicó el único paquete que le quedaba a Sean.
—¿Y ése? le preguntó.
Sean sacudió la cabeza.
—No, éste es para tu mamita. Pero si miras detrás de ti, quizá encuentres algo más.
Mbejane, sonriendo ampliamente, estaba sosteniendo el Shetland. Durante unos segundos Tormenta estaba demasiado asombrada para hablar, y luego con un sonido como el de un silbato se puso de pie. Abandonando a los nuevos hijos adoptivos, corrió hacia el caballito. Detrás de ella una masa de niñas descendió sobre las muñecas, como buitres detrás de los despojos que deja el león.
—Súbeme, súbeme. —Tormenta saltaba con delirante impaciencia. Sean la levantó y el cálido y revoltoso cuerpecito en sus manos hizo que su corazón diera otro vuelco. Suavemente la colocó en la montura, le alcanzó las riendas y condujo al caballito hacia la casa. Como una reina cabalgando con toda pompa, seguida por un ejército de sirvientes, Tormenta llegó a la terraza superior.
Ruth estaba de pie al lado de la mesa de caballetes delicadamente dispuesta y con los padres de los invitados de Tormenta. Sean le dio la rienda a Mbejane.
—Cuídala bien —le advirtió, y cruzó la terraza, sintiéndose intimidado por los muchos ojos adultos posados sobre él, agradecido por la hora pasada esa mañana en la barbería y por el cuidado con que había elegido su atuendo: un traje nuevo de tela inglesa, botas pulidas hasta parecer un espejo, sólida cadena de oro con reloj cruzándole el estómago y un clavel blanco en el ojal.
Se detuvo delante de Ruth y se quitó el sombrero. Ella le tendió la mano, con la palma hacia abajo. Sean se dio cuenta de que no debía estrecharla.
—Sean, qué amable al haber venido.
Sean le tomó la mano, era una prueba de sus sentimientos el que se inclinara para tocarla con los labios, un gesto que consideraba francés, tonto e indigno.
—La amabilidad fue suya al invitarme, Ruth. —Sacó una caja de debajo del brazo y se la dio. Ella la abrió sin pronunciar una palabra y sus mejillas se ruborizaron de placer cuando vio las rosas de largo tallo que contenía.
—Qué encantador de su parte. —Y el corazón de Sean volvió a darle un vuelco al verla sonreír mirándolo a los ojos, luego colocó su mano en el doblez de su brazo.
—Quisiera que conociera a algunos amigos.
Esa tarde, una vez que los otros invitados se hubieron marchado y que Tormenta, postrada con una crisis nerviosa y física se había ido a la cama, Sean se quedó a cenar con los Goldberg. Entonces tanto papá como mamá Goldberg estaban totalmente al corriente de que el interés de Sean en Ruth no estaba basado en la amistad que había mantenido con Saul. Toda la tarde Sean había seguido a Ruth por el parque como un inmenso San Bernardo detrás de una delicada perra de aguas.
Durante la cena Sean, quien se sentía sumamente contento consigo mismo, con Ruth, con los Goldberg y con la vida en general, consiguió hacerse querer por mamá Goldberg y también borrar las sospechas de papá Goldberg acerca de que Sean era un aventurero arruinado. Con el aguardiente y los cigarros, Sean y Ben discutieron las inversiones de Lion Kop y Mahobo Kloof. Sean fue completamente sincero acerca de que caminaba por la cuerda floja de las finanzas y Ben se impresionó por la magnitud de la operación y la fría calma con que Sean analizaba los problemas. Había sido un golpe como aquél el que había colocado a Ben en la posición de que hoy gozaba. Lo hizo sentirse nostálgico y algo sentimental por los viejos tiempos, así que cuando entraron a reunirse con las damas, le dio una palmada en el hombro a Sean y lo llamó «hijo».
En la escalera de la entrada, mientras se preparaba para partir, Sean preguntó:
—¿Puedo visitarte de nuevo, Ruth?
—Estaré encantada —contestó ella.
Ahora comenzaba lo que para Sean era una nueva forma de cortejar. Para su sorpresa se dio cuenta de que disfrutaba haciéndolo. Todos los viernes por la noche tomaba el tren para Pietermaritzburg y se instalaba en el hotel del Caballo Blanco. Desde allí dirigía la campaña. Hubo cenas, ya fuera en casa de los Goldberg o con los amigos de Ruth o en alguna de las hosterías locales donde Sean hacía el papel de anfitrión. Hubo bailes y reuniones, días en las carreras, almuerzos al aire libre y paseos a caballo por las colinas de los alrededores con Tormenta bamboleándose entre los dos sobre su pequeño Shetland. Durante las ausencias de Sean de Ladyburg, Dirk iba a la casa de la calle Protea, y Sean se sentía aliviado al ver que lo hacía menos a disgusto.
Finalmente llegó el momento en que los primeros canteros de árboles estuvieron listos para el hacha. Sean decidió usarlo como excusa para convencer a Ruth de que lo visitara en Ladyburg. Los Goldberg se quedaron helados ante la sugerencia y sólo se ablandaron cuando Sean presentó una invitación escrita por Ada para que Ruth fuera su invitada durante una semana. Sean continuó explicando que sería una celebración de la primera Poda de sus árboles, y que después no podría dejar Ladyburg durante muchos meses.
Mamá Goldberg, quien en secreto estaba totalmente feliz de tener para ella sola a Tormenta durante toda una semana, ejerció una sutil influencia sobre Ben, y éste aprobó el plan muy a regañadientes.
Sean decidió que a Ruth se la trataría como a una reina y que crearía un gran entorno para su declaración.
Al ser el mayor propietario del distrito y por sus honores de guerra, Sean ocupaba un lugar muy elevado en la complicada estructura social de Ladyburg. Por lo tanto, los preparativos para la visita de Ruth produjeron una epidemia de excitación y curiosidad que afectó a todo el distrito. La inundación de invitaciones que envió Sean mandó de cabeza a las mujeres a sus roperos y canastos de costura, mientras que los granjeros de los alrededores pedían a parientes y amigos que los alojaran más cerca de la ciudad. Otros miembros importantes de la comunidad, celosos de su posición social, se acercaron a Lion Kop con ofertas de proporcionar diversiones para los tres días de la semana que Sean había dejado libres. Refunfuñando Sean asintió, él tenía planes propios para esos tres días.
Ada y las muchachas estaban saturadas de encargos de ropa, pero de todas maneras se las arreglaron para tener una tarde libre e ir a Lion Kop armadas de escobas y latas de cera. Sean y Dirk fueron expulsados. Pasaron esa tarde cabalgando por las posesiones de Sean, buscando el mejor lugar para hacer la cacería que terminaría la semana.
Con un grupo de sus zulúes, Mbejane limpió toda la maleza que había crecido alrededor de la casa y cavó los agujeros para la parrilla.
La Comisión de Administración de la Ciudad se reunió en sesión secreta, contagiada por la excitación general y con estrictas instrucciones de sus mujeres votó unánimemente por una recepción cívica a Ruth Friedman en la estación y una fiesta formal esa noche. Dennis Petersen, quien había conseguido el permiso de Sean' para hacer un asado la noche de la llegada de Ruth, fue aplacado por la promesa de que se le permitiría decir las palabras de bienvenida en la estación.
Sean fue a ver a Ronny Pye y se sorprendió de nuevo cuando éste accedió alegremente a un préstamo de mil libras más. Ronny firmó el cheque con el aire satisfecho de una araña poniendo el hilo final a su tela, y Sean se alejó de inmediato a Pietermaritzburg para visitar al joyero. Volvió quinientas libras más pobre con un paquete en el bolsillo izquierdo que contenía un enorme diamante cuadrado colocado en un aro de platino. Dirk lo esperaba en la estación. Sean lo miró y lo envió al barbero del pueblo.
La noche anterior a la llegada de Ruth, Mbejane y Sean cayeron por sorpresa sobre Dirk y lo arrastraron protestando al baño. Sean estaba pasmado ante la cantidad de materias extrañas que sacó de las orejas de su hijo y por la rapidez con que se disolvía el tostado de Dirk después de una jabonada.
A la mañana siguiente, cuando su vagón se detuvo con un chirrido frente al edificio de la estación, Ruth miró a una masa de desconocidos que rodeaba el área delimitada por cuerdas frente a ella. Solamente faltaba una familia en la multitud que incluía a las damas jóvenes y caballeros de la Escuela Superior de Ladyburg con sus ropas domingueras.
Se quedó insegura en el balconcillo del coche y escuchó el murmullo apreciativo. Ruth había aliviado el negro luto con una ancha cinta rosada alrededor de la coronilla del sombrero, guantes rosados y un velo de gasa del mismo color que sombreaba su cara misteriosamente. Era muy efectivo.
Convencida de que había algún malentendido, Ruth estaba a punto de volver a entrar cuando observó acercarse una delegación por la pasarela rodeada de cuerdas. Estaba encabezada por Sean y reconoció el ceño tremebundo que tenía como su expresión de timidez. Sintió la inexplicable urgencia de reír a carcajadas, pero consiguió mantener la sonrisa mientras Sean trepaba al balconcito y le tomaba la mano.
—Ruth, lo siento mucho, yo no planeé esto, las cosas Se me escaparon un poco de las manos —le murmuró apurado, luego la presentó a Dennis Petersen, quien había subido los escalones detrás de él. Ahora Dennis se volvía hacia la multitud y abrió los brazos en el mismo gesto de Moisés al volver de la montaña.
—Señoras y señores, ciudadanos de Ladyburg, amigos —comenzó a decir, y por la forma de hacerlo, Sean supo que tenían para una buena media hora más. Miró de reojo a Ruth y vio que sonreía. Lo sorprendió el darse cuenta de que ella se estaba divirtiendo. Sean se relajó un poquito.
»Me produce gran placer darle la bienvenida a nuestra hermosa ciudad a esta bella dama, amiga de uno de nuestros más importantes… —Ruth consiguió enlazar los dedos en la mano de Sean y éste se relajó un poquito más. Vio el ala del sombrero de Ada sobresaliendo de la multitud y le sonrió. Ella contestó con una seña de aprobación dirigida a Ruth.
—Por algún extraño giro de la oratoria, Dennis hablaba ahora de la nueva planta de filtración de agua y de sus beneficios para la comunidad.
—… Pero amigos, éste es solamente el primero de una serie de proyectos planeados por nuestra comisión —hizo una significativa pausa.
—Escuchen, escuchen —dijo en voz alta Sean y aplaudió. El aplauso fue seguido por la multitud y Sean se adelantó hacia la verja del balcón—. En nombre mío y de la señora Friedman, les agradezco su amistad y hospitalidad. —Luego, abandonando a Dennis sobre el balcón, haciendo inútiles movimientos con las manos y abriendo y cerrando la boca sin emitir sonidos, Sean sacó a Ruth, y pasó por una rápida serie de presentaciones y apretones de manos, se unió a Dirk y a Ada y los metió a todos en el carruaje.
Mientras Sean y Mbejane se ocupaban del equipaje, Ruth y Ada se arreglaron las faldas y se ajustaron los sombreros antes de volver a mirarse.
—Aunque Sean me había advertido, no esperaba que usted fuera tan bonita —dijo Ada. Ruborizándose de alivio y placer, Ruth se inclinó impulsivamente para tocarle el brazo.
—Yo deseaba conocerla, señora Courtney.
—Si me promete llamarme Ada, yo la llamaré Ruth. Sean trepó al carruaje, agitado y traspirando. —Salgamos de este condenado lugar.
Esa semana se recordaría durante muchos años. Las festividades de Navidad pasaron a segundo término a su lado.
Las señoras competían para proveer comida, montañas de comida, preparadas según recetas celosamente guardadas. En la cocina salían a relucir viejas enemistades, comenzaban nuevas y se preocupaban por sus hijas.
Los jóvenes competían en gimnasia y en el campo de polo, y luego en los salones de baile. Dirk Courtney ganó el concurso de armado de tiendas. Luego, contra un equipo visitante del colegio de Pietermaritzburg capitaneó el equipo de rugby del colegio con un resultado poco glorioso de 30-0 en contra.
Las jovencitas competían con igual ferocidad, aunque disimulando con rubores y sonrisas. El éxito de sus esfuerzos se medía en el aumento de compromisos y escándalos durante esa semana.
Los viejos sonreían indulgentes hasta que, fortificados por el vino, dejaban de lado su dignidad y hacían cabriolas y traspiraban en los salones de baile. Hubo tres intentos de riñas, pero eran entre enemigos de años y ninguna fue realmente interesante.
Solamente una familia se mantuvo ausente de las fiestas. Y muchas jovencitas extrañaron a Michael Courtney.
Durante uno de los pocos momentos libres de la semana, Sean se las ingenió para separar a Ruth de Ada, y llevarla a Lion Kop. Ella se paseó silenciosa por las habitaciones vacías, apreciando cada una de ellas con los ojos pensativos mientras Sean seguía como un perro detrás de ella, seguro de que su silencio era desaprobación. En realidad Ruth estaba extasiada; una magnífica casa sin rastros de otra mujer esperando que la volviera a la vida. Se imaginaba exactamente las cortinas que pondría, sus alfombras persas, enviadas por tío Isaac desde Pretoria y que ahora estaban guardadas, quedarían perfectas una vez que los suelos estuvieran pulidos hasta reflejarse en ellos. La cocina por supuesto tendría que ser totalmente construida de nuevo, con una nueva cocinilla de doble Agar. El dormitorio…
Incapaz de contenerse más, Sean le dijo:
Bueno, ¿te gusta?
Ella se volvió lentamente hacia él, saliendo de la niebla de sus pensamientos.
Oh, Sean. Es la casa más hermosa del mundo.
En ese momento emocional Sean le hizo la proposición que había planeado hacer esa noche.
—Ruth, ¿quieres casarte conmigo? Y Ruth, que había planeado pedir un poco de tiempo para pensarlo, dijo de inmediato:
—Oh, sí, por favor.
Estaba realmente impresionada por el anillo.
La semana terminaba con la cacería de Sean Courtney. Sean y Dirk llegaron al alba a casa de Ada. Iban vestidos con rudas ropas de cacería y las fundas de cuero de las armas se encontraban en el fondo de la carreta arrastrada por mulas a los pies de Sean. Este tardó cerca de quince minutos en trasladar a Ruth, Ada y las muchachas desde la casa al carruaje. Era lo mismo que tratar de hacer entrar a un montón de gallinas al gallinero. Todas iban lentamente delante de él, por el caminito hacia el coche, charlando y comentando. Cuando casi habían llegado alguna gritaba suavemente y se volvía hacia la casa en busca de una sombrilla olvidada o la canasta de costura, y el movimiento general se detenía una vez más.
La tercera vez que sucedió lo mismo Sean sintió que algo le saltaba en la cabeza. Gritó. Un silencio total cayó sobre las damas y dos se pusieron como si estuvieran a punto de llorar.
—Bueno, querido, no te pongas así —trató de calmarlo Ada.
—No me pasa nada —la voz de Sean temblaba con el esfuerzo por contenerse—, pero si no está todo el mundo en el coche cuando cuente hasta diez probablemente me pondré nervioso.
Todas estaban sentadas cuando llegó a cinco y salió como un gallo enfurecido.
Los carruajes y carretas de mulas que llevaban a toda la población del distrito de Ladyburg estaban esperando en un rebaño desordenado en el campo de al lado de los depósitos. Sean pasó en medio de un balbuceo de saludos y comentarios. Uno por uno los carruajes Se pusieron en hilera detrás de él y el largo desfile serpenteó hacia la granja de Mahobo Kloof. Había comenzado la gran cacería.
En medio de la hilera alguien tocaba el acordeón y comenzaron a cantar. Se extendió el canto a todos los carruajes y se unió al sonido de las ruedas de los cascos y de la risa.
Gradualmente la irritación de Sean se suavizó. Las chicas de Ada cantaban Boland Se Nooinentje en el asiento de atrás. Dirk había descendido del carruaje y con seis de sus amigos del pueblo corría delante de los caballos. Las manos de Ruth tocaban la pierna de Sean y al volverse y sonreírle vio el alivio en la sonrisa de ella.
—Qué día más bonito, Sean.
—Lamento casi haberlo estropeado —le respondió.
—No digas tonterías. —Se le acercó y repentinamente Sean se sintió feliz. Todos los preparativos habían valido la pena. A su lado Ruth reía con dulzura.
—¿Cuál es la broma? —Sean extendió la mano y tomó la de Ruth.
—No hay ninguna broma, simplemente tengo ganas de reír. Mira qué verde está todo —dijo para distraerlo, para hacerlo mirar a otro lado y estudiarle la cara. El subterfugio dio resultado.
—La tierra parece tan joven. —Los ojos de Sean, al mirarla, se volvieron tiernos, como ella los recordaba. Entonces ya le conocía muchos estados de ánimo y estaba aprendiendo a provocar o reeducar a cada uno. Era un hombre simple, pero en esa simplicidad estaba su fuerza.
«Es como una montaña —pensó Ruth—, se puede saber cómo aparecerá cada mañana con el sol. Se sabe que cuando el viento sopla del sur habrá niebla cubriendo la cima, y al atardecer las sombras caerán en los mismos lugares de las lomas y las hondonadas parecerán oscuras y azules. Sin embargo, se sabe que la forma de la montaña no cambia, que nunca cambiará».
—Te quiero, montaña —le dijo en voz baja, y previó la sorprendida expresión de su cara antes de verla.
—¿Eh?
—Te quiero, hombre —corrigió Ruth.
—Oh. Yo también te quiero.
«Y ahora parece un poco turbado. Oh Dios, me lo podría comer. Si me inclinara ahora y lo besara frente a todo el mundo…», en secreto le gustaba la idea.
—¿Qué diablura estás planeando? —le preguntó Sean con voz ronca. No suponía que supiera leer en ella tan acertadamente. Lo miró sorprendida. De repente la montaña había demostrado que comprendía perfectamente cómo se sentía ella al mirarla.
—Nada —negó confusa—. Yo no estaba… —Antes de darse cuenta de lo que pasaba, él se había dado media vuelta en el asiento hacia ella y la había puesto sobre sus rodillas.
—Sean, no —jadeó, y luego sus protestas fueron ahogadas. Oyó la risa de las muchachas de Ada, los gritos de aliento y los aplausos desde los otros coches, y pateó y luchó empujando con una mano contra su pecho y tratando de sostenerse el sombrero con la otra.
Cuando volvió a dejarla sobre el asiento, el cabello de Ruth se había desatado, se le había salido el sombrero y tenía las mejillas y las orejas de un rojo llameante. Había sido besada.
—Buen tiro, Sean.
—El autor, el autor.
—Arresten a ese hombre —los gritos y risas aumentaban su confusión.
—Eres terrible. —Ruth usó su sombrero como pantalla detrás de la cual trató de calmar su rubor—. Y delante de toda esa gente.
—Eso te mantendrá alejada de las diabluras un buen rato.
Y de repente Ruth no estuvo tan segura de la forma de su montaña.
El desfile dobló para alejarse de la huella del camino principal, atravesó el río, subió a la orilla opuesta y se desparramó entre los árboles. Los sirvientes que estaban allí desde la mañana anterior, corrieron hasta los caballos de los amos al detenerse éstos. Cada vehículo expulsó un buen montón de niños y perros, y luego un grupo más digno de adultos. Las mujeres se dirigieron sin dudar hacia las dos enormes tiendas que habían sido erigidas entre los árboles, mientras los hombres descargaban las armas y comenzaban a prepararse.
Todavía sentado en el banco de la parte delantera del carruaje, Sean abrió la caja de cuero que se hallaba a sus pies y, mientras las manos automáticamente colocaban las municiones dentro de la recámara de su pistola, dejó vagar satisfecho la vista sobre los preparativos.
Había elegido ese lugar no sólo por la fresca alameda que daba sombra sobre una alfombra de hojas caídas y la proximidad del arroyo tintineante donde podrían beber todos los animales, sino porque estaba situado a quince minutos de camino de la primera caza.
Días antes un grupo de zulúes que trabajaba con Mbejane había limpiado la maleza entre los árboles, había armado las tiendas y las mesas sobre caballetes, cavado los pozos para cocinar e incluso construido dos letrinas con las paredes cubiertas de hierba discretamente alejadas del campamento principal.
Enormes fuegos de troncos ardían ahora en los pozos para cocinar, pero a mediodía se habrían convertido en lechos de carbón ardiente. Las mujeres ya se afanaban alrededor de las mesas de caballetes cargadas de comida. Había una gran actividad en esa zona y la mayor parte del trabajo consistía en conversar.
Desde las otras carretas los hombres comenzaban a acercársele atándose los cinturones de cartuchos, portando armas, charlando entre ellos despreocupadamente en un intento de disimular la excitación. Bajo las órdenes de Sean, Dirk había reunido un grupo de muchachos demasiado jóvenes para llevar armas y demasiado mayores para quedarse con las mujeres. Ellos sí que no se esforzaban por esconder su excitación. Armados con sikelas (los palos de batalla zulúes) estaban muy alborotados. Ya uno de los pequeños lloraba abiertamente y se frotaba el chichón que le había propinado un alegre sikela.
—Muy bien, callaos todos —gritó Sean—, Dirk os llevará con los batidores. Pero recordad. Una vez comenzada la cacería quedaos en línea y escuchad lo que se os dice. Si pesco a alguno corriendo por allí o delante de la línea, yo personalmente le daré una buena tunda. ¿Habéis entendido? —Era un discurso muy largo para gritarlo y Sean terminó con la cara ferozmente enrojecida. Esto dio peso a sus palabras y el resultado fue un respetuoso coro:
—Sí, señor Courtney.
—Adelante entonces.
Trotando, corriendo uno junto a otro se alejaron por entre los árboles, y una paz relativa cayó sobre el campamento:
—Dios mío, ese grupo empujaría no sólo venados sino leones, elefantes y búfalos espantados por delante de ellos —observó Dennis Petersen secamente—. ¿Cómo nos colocaremos, Sean?
Consciente de que le prestaban una completa atención, Sean alargó un poco el momento.
—Vamos a empezar por Eland Kloof —anunció—. Mbejane y doscientos zulúes están esperando a la entrada del klof la señal. Las armas se colocarían al final del Kloof.
—¿Y nuestras posiciones?
—Paciencia. Paciencia —los apaciguó—. Ya sé que no debería repetir las reglas de seguridad pero… —e inmediatamente las repitió—. No usen rifles; solamente pistolas. Solamente pistolas. Solamente dispararán en un arco de cuarenta y cinco grados delante de ustedes, sin hacer disparos a los costados. Especialmente usted, reverendo. —El caballero que era notoriamente afecto al gatillo, se mostró convenientemente avergonzado—. Mi silbato significará que los batidores están demasiado cerca, todas las armas arriba y descargadas.
—Se hace tarde, Sean.
—Vamos a empezar…
—Bien. Yo estaré en el centro. —Hubo un murmullo de asentimiento. Era justo, lo mejor para el que proporcionaba la diversión, ninguno podía quejarse—. A mi izquierda, en este orden, el reverendo Smiley, ya que el Todopoderoso evidentemente enviará la caza a ese lado no veo por qué no he de aprovecharlo. —Una carcajada general mientras Smiley no decidía si horrorizarse ante la blasfemia o deleitarse por su buena suerte—. Luego Ronny Pie, Dennis Peters, Ian Vermaak, Gerald y Tony Erabus (ustedes peleen como buenos hermanos), Nick… —Sean leyó de la lista que sostenía. Este era, en estricto orden de jerarquía, el registro social de Ladyburg, un balance exacto de riqueza e influencia, de popularidad y de edad. Aparte de colocarse él mismo en el centro, Sean no se había ocupado de preparar la lista, con mucho tacto Ada había decidido tomar el asunto en sus manos.
—Esto en cuanto al flanco izquierdo. —Sean levantó la vista. Había estado tan ocupado en la lectura que no había sentido la tensión en el aire y el silencio de su audiencia. Un jinete había cruzado el arroyo y entraba montado en un purasangre.
Había desmontado silenciosamente y los sirvientes se habían llevado el caballo. Ahora, con una pistola, se acercaba a la carreta de Sean.
Sean levantó la vista y lo miró. Sorprendido, con la emoción subiéndole hasta llenarle la cara con una sonrisa.
—Garry, me alegra que pudieras venir —dijo espontáneamente, pero la cara de Garry permaneció inexpresiva. Asintió apenas. «Por fin ha venido —se regocijó Sean—, es el primer paso; ahora me toca a mí»—. Puedes ponerte en la primera posición a mi derecha, Garry. Gracias. —Ahora Garry sonrió, pero era una mueca fría y se volvió a hablar con el hombre que tenía al lado.
Un temblor de desilusión corrió por la multitud. Habían esperado ver algo espectacular. Todos conocían la enemistad entre los hermanos Courtney y el misterio que la rodeaba. Pero ahora, con un sentimiento de anticlímax se volvieron a escuchar la lectura de Sean. Este terminó y bajó de un salto de la carreta, e inmediatamente la multitud se alejó. Sean buscó a Garrick y lo encontró delante, cerca de donde empezaba la larga fila de hombres que cubría el sendero que llevaba a Eland Kloof.
La hilera se movía rápida mientras los cazadores, ansiosos, se apretaban unos junto a otros. A menos que corriera, Sean se dio cuenta de que no podía pasar a los hombres que iban delante de él y alcanzar a Garry.
«Esperaré a que lleguemos a la batida —decidió—. Dios mío, qué hermoso final para esta semana. Tengo a Ruth, ahora sólo me hace falta recuperar a mi hermano y con él a Michael».
Desde la garganta Sean miró hacia Eland Kloof. Un valle hondo de tres kilómetros de largo por quinientos metros de ancho en la parte final, pero que se elevaba lentamente hasta perderse en las tierras altas. Toda su superficie estaba cubierta por arbustos verde oscuro, una masa casi impenetrable sobre la que algunos árboles altos trataban desesperadamente de alcanzar la luz del sol. Como los tentáculos de un pulpo gigante, venas y hiedras cubrían los arbustos ahogándolos. En el lugar donde se encontraban el aire era seco y denso, allí abajo olería a tierra húmeda y a materia vegetal.
Indecisos, como si repentinamente no quisieran bajar a la húmeda incomodidad del kloof, los cazadores se reunieron en la garganta. Haciéndose sombra en los ojos contra el reflejo miraban hacia abajo, donde empezaba la garganta: los batidores eran una línea de puntos negros en la verde hierba de la primavera.
—Allá van los chicos —dijo alguien. Dirk iba dirigiendo la banda por las tierras altas hacia el kloof.
Sean se acercó a su hermano gemelo.
—Bien, Garry, cómo van las cosas en Theunis Kraal. —No van mal.
—Leí tu libro, creo que es muy bueno. Realmente se merecía el éxito que tuvo en Londres. Lord Caisterbrook me escribió para decir que tu capítulo final le está dando mucho que pensar al Ministerio de la Guerra. Bien hecho, Garry.
—Gracias —pero había una falta de cordialidad evasiva en Garry. No intentó continuar la conversación—. ¿Michael no te acompaña hoy?
—No.
—¿Por qué, Garry? —Y Garry sonrió por primera vez, una sonrisa venenosa y fría.
—No quería venir.
—¡Oh! —La herida asomó un instante a la cara de Sean, luego se volvió a los hombres que lo rodeaban—. Bien caballeros, vamos a bajar.
En sus posiciones se hallaban una línea de hombres, de pie, silenciosos, en medio de la bruma y el calor punzante. Cada hombre veía a su vecino solamente como una sombra indefinida entre las hojas, viñas y árboles caídos. Pócas cosas se delineaban: la silueta de un sombrero, el brillo de un rayo de sol sobre un arma, una mano en medio de las oscuras hojas verdes. El silencio pesaba tanto como el calor roto por el sonido de una hoja, una tos rápidamente ahogada, el «clic» de la recámara de un arma.
Sean amartilló sus armas con los dedos, levantó los caños gemelos hacia el techo de hojas que se extendía sobre su cabeza y disparó en rápida sucesión. Escuchó la nota profunda del disparo haciendo eco en los costados del valle, fragmentándose al volver sobre sí misma. En seguida volvió a cerrarse el silencio.
Se quedó quieto, afinando el oído lo más posible, pero su recompensa fue solamente el zumbido de un insecto y el grito asustado de un animal. Se encogió de hombros, tres kilómetros de distancia y una manta de vegetación taparían completamente los gritos de los batidores y el golpeteo de sus palos al pegar en los arbustos. Pero ya venían, de eso estaba seguro, ya que debían de haber oído sus disparos. Los veía moviéndose por la línea, doscientos hombres negros mezclados con los pequeños blancos, cantando la retórica canción que era tan vieja como la cacería con batidores.
—¿Eyapi? —Repetida una y otra vez, con el acento en la primera sílaba, haciéndola más aguda.
—¿Eyapi? ¿Adónde vas?
Y entre los batidores y él, en ese prisma de arbustos mezclados, se sentiría el primer movimiento de inquietud. Cuerpos elegantes, manchados de gris, levantándose de las secretas camas de hojas caídas. Cascos en punta y finos, abriéndose y hundiéndose en el suave colchón de hojas por el peso de los músculos en tensión. Las orejas hacia adelante, los ojos como satén húmedo y negro, hocicos temblorosos y lustrosos resoplando, los cuernos como tirabuzones apuntando hacia atrás. Todo en posición de huida.
Con el olor a pólvora en la nariz, Sean comenzó a accionar la pistola; los cartuchos vacíos saltaban crispados, dejando vacíos los agujeros de la recámara. Eligió dos cartuchos nuevos y los colocó en su lugar, cerró el arma y amartilló.
Pronto estarían moviéndose, las hembras primero, color canela y moteadas como renos, escurriéndose hacia el valle con sus cervatillos de largas patas al lado. Luego los gamos, los inkonka, negros, enormes y silenciosos como sombras; encogiéndose al moverse con los cuernos aplastados sobre las paletas, escapando de los gritos y la conmoción, haciendo adelantar a las hembras y a los pequeños, escapando del peligro, hacia las armas que los esperaban.
—He oído algo —el reverendo Smiley habló, y su voz parecía ahogada, probablemente por el cuello de clérigo que parecía ahora un punto pálido en medio de la bruma.
—Cállese, estúpido le gritó Sean, jugándose la oportunidad de salvar su alma con la contestación, pero no se debía preocupar ya que la reconvención fue ahogada por la doble explosión de las armas de Smiley, indecentemente altas y tan inesperadas que Sean saltó.
»¿Le ha dado? —le preguntó Sean un poco tembloroso por el susto. No hubo respuesta.
»Reverendo, ¿le ha dado? —preguntó nuevamente. No había visto nada ni oído nada que pudiera con un gran esfuerzo de la imaginación parecerse a un venado.
—Por Dios, hubiera jurado… —la respuesta de Smiley fue pronunciada con una voz que bien podría venir de la tumba—. Oh, Dios, debo de haberme equivocado.
«Ya empezamos», pensó Sean resignado.
—Si se queda sin cartuchos dígamelo —dijo suave' mente, y sonrió ante el herido silencio de Smiley. Los disparos debían de haber alejado la caza hacia los batidores, estarían comenzando a apretujarse buscando una salida. Quizá se irían por los flancos. Como confirmando los pensamientos de Sean, un disparo sonó a la izquierda, luego otro, luego dos más a la derecha.
La diversión había empezado.
En el breve silencio que siguió oyó a los batidores y sus agitados gritos todavía un poco ahogados.
Notó un movimiento delante de él a través de la pantalla de ramas, solamente un aleteo gris oscuro y Sean disparó, sintió el golpe en el hombro y el sonido de la bala al entrar en la carne, el forcejeo y rodar de un cuerpo, y luego el desesperado pataleo en la maleza.
—Le he dado —gritó jubiloso. Todavía pateando, la cabeza y el cuello de un carnero no totalmente adulto emergieron debajo de un arbusto. Estaba en el suelo con la boca abierta, sangrando y arrastrándose por la tierra, dejando una marca sangrienta entre las hojas muertas. Otro disparo, el tiro de gracia, y se quedó quieto, la cabeza manchada con pequeñas heridas, los párpados temblorosos por la muerte y el chorro de sangre del hocico.
Alrededor se escuchaba el fragor del fuego, los chillidos de los batidores y los gritos de los tiradores contestando, la corrida espantada y el crujido de los arbustos.
Un inkonka, grande, negro como un agujero del infierno, con tres vueltas en los cuernos, los ojos mirando fijo, arremetiendo dentro del claro hasta detenerse de pronto con la cabeza levantada y las patas delanteras bien separadas, perseguido, jadeante y aterrorizado.
Apoyarse en el arma, sostener el caño en el pecho jadeante y disparar. El retroceso del arma y el largo hilo de humo del arma. Derribado con la firme carga del disparo a corta distancia. Limpiamente, rápidamente y sin pataleo.
—Lo tengo.
Otro, arrojándose delante de la línea de tiro, ciego de pánico como una aparición, salió de la maleza casi sobre Sean. Una hembra con el cervatillo pegado a sus flancos. La dejó ir.
La hembra, al ver a Sean, giró hacia la izquierda para pasar por el espacio existente entre éste y Garrick. Pasó como una flecha, y Sean miró hacia ese lado y vio a su hermano. Garrick había abandonado su posición y se acercaba a Sean. Estaba algo agazapado, con el arma sostenida por ambas manos, totalmente amartillada, y los ojos fijos en Sean.
Garrick esperó silenciosamente durante las etapas iniciales de la batida. El tronco de árbol sobre el que se sentaba estaba podrido, cubierto con musgo y las lenguas naranjas y blancas de los hongos. Sacó del bolsillo interior de la chaqueta el frasco de plata incrustado de coral. El primer trago le hizo saltar las lágrimas y le adormeció la lengua, pero lo engulló penosamente y bajó el frasco.
«Me ha hecho perder todo el valor que tenía».
«Mi pierna. Garry miró cómo sobresalía rígida delante de él con el talón enterrado en el lecho de hojas húmedas. Bebió otra vez, rápidamente, cerrando los ojos ante la punzada del aguardiente.
«Mi mujer. En la roja oscuridad, detrás de sus párpados, la volvió a ver, tal como Sean la había dejado, con las ropas destrozadas y los labios hinchados y magullados.
«Mi virilidad. Por lo que le hizo a ella esa noche, Anna nunca me dejó tocarla. Hasta ese momento había esperanza. Pero ahora tengo cuarenta y dos años y todavía soy virgen. Es demasiado tarde.
»Mi posición. El cerdo de Acheson nunca me habría echado si no fuera por Sean.
»Y ahora me quiere quitar a Michael».
Volvió a recordar la premonición de desastre que había experimentado cuando Anna le informó que había encontrado a Michael y Sean en Theunis Kraal. Entonces había comenzado todo, y cada pequeño incidente ayudaba un poco más. Michael había mirado las entradas ya borradas pero firmes en el libro forrado de cuero del registro de mercancías y había preguntado: «¿Es la escritura de tío Sean? Había encontrado una silla de montar gastada en el granero de encima de los establos, la había lustrado amorosamente y había vuelto a coser las costuras, colocó nuevos estribos de cuero y la usó durante un año. Hasta que Garry notó las iniciales grabadas en el cuero del costado. «S. C.» Esa noche Garry tomó la silla y la arrojó a la caldera de agua caliente.
Ocho meses atrás, el día en que Michael cumplía veintiún años, Garry lo había llamado al estudio artesonado de Theunis Kraal y a regañadientes le informó del legado de Sean. Michael había sostenido la gastada hoja y lo leyó moviendo en silencio los labios. Luego levantó la mirada y su voz era temblorosa.
—Tío Sean me dio la mitad de Theunis Kraal antes de que yo naciera. ¿Por qué, papá? ¿Por qué hizo eso? —Y Garry no había podido contestarle.
Esta última semana habían llegado al momento límite. Habían necesitado unir toda la influencia de Garry y de Anna sobre Michael, para evitar que éste aceptara las invitaciones de Sean. Luego el pastor zulú, cuya tarea era seguir a Michael y avisar a Garrick en cuanto Michael abandonara Theunis Kraal, le había informado que todas las tardes Michael cabalgaba hasta cerca del acantilado y se sentaba allí hasta tarde mirando hacia Lion Kop.
«Voy a perderlo. Es mi hijo, incluso si Sean es el padre. Pero es mi hijo y si no lo evito, Sean me lo va a arrebatar también.
»A menos que lo evite. Levantó otra vez el frasco hasta los labios y notó sorprendido que estaba vacío.
Volvió a colocar el tapón y se lo metió en el bolsillo. A su alrededor comenzó el tiroteo. Desde el tronco levantó el arma y la cargó. Se puso de pie y amartilló.
Sean lo vio acercarse lentamente, cojeando un poco, agazapado y sin tratar de apartar las ramas que le golpeaban la cara.
No te cierres, Garry, mantén la posición. Estás dejando un hueco en la fila. Entonces notó la expresión de Garry. Parecía que la piel se le había estirado sobre las mejillas y la nariz, dejando blancos los bordes de las fosas nasales. Movía nervioso las mandíbulas y había una fina capa de sudor sobre su frente. Parecía enfermo o mortalmente asustado.
—Garry, ¿estas bien? —Alarmado Sean se dirigió hacia él. Luego se detuvo. Garry había levantado el arma. Lo siento, Sean, pero no puedo dejar que te lo lleves le dijo. Los caños dobles miraban a Sean, y eran lo único que él veía del arma, y por debajo de ella los nudillos de Garry, blancos por la tensión de aferrarlas. Un dedo rodeaba el gatillo.
Sean se asustó. Se quedó inmóvil porque las piernas le pesaban y no respondían a sus órdenes.
—Tengo que hacerlo. —La voz de Garry era un graznido—. Tengo que hacerlo o si no tú te lo llevarás. También lo destruirás a él.
Con el miedo entorpeciendo sus piernas, Sean se volvió deliberadamente hacia su posición inicial. Los músculos de su espalda estaban rígidos de aprehensión, anudados tan fuerte que le dolían.
Los batidores estaban cerca ya, los oía gritar y golpear los arbustos justo delante de él. Levantó el silbido hasta sus labios y dio tres agudos soplidos El tiroteo cesó y en el silencio relativo que siguió oyó un sonido detrás de él, un sonido a mitad de camino entre un sollozo y un grito de dolor.
Lentamente, Sean volvió la cabeza para mirar hacia atrás. Garry había desaparecido.
Las piernas de Sean comenzaron a temblar, y un músculo del muslo derecho comenzó a latir espasmódicamente. Se sentó sobre la alfombra de hojas húmedas. Cuando encendió el cigarro tuvo que usar las dos manos para afirmar la llama vacilante del fósforo.
—Papá, papá. —Dirk se le acercó corriendo—, papá, ¿cuántos has cogido.
—Dos —dijo Sean.
¿Solamente dos? —Y la voz de Dirk perdió toda la animación por la vergüenza y la desilusión—. Hasta el reverendo Smiley te dejó atrás. El tiene cuatro.
Ruth volvió a Pietermaritzburg la tarde siguiente a la cacería y Sean insistió en acompañarla a casa. Ada, Dirk y una docena de amigos que Ruth hizo durante la semana fueron a la estación a despedirlos. Sean trataba de separar a Ruth de la animada discusión que como toda mujer a punto de partir, había comenzado. Repetía: «Más vale que subas, querida» y «la señal ya está puesta, Ruth». Pero sus palabras eran cuidadosamente desatendidas por todos, hasta que consideró necesario agarrar el brazo de Ruth y subirla al vagón. Instantáneamente reapareció su cabeza en la ventanilla para retomar la discusión en el exacto lugar en que Sean la había interrumpido. Sean estaba a punto de seguirla cuando vio a Dirk. Con una punzada de culpa se dio cuenta de qué modo había olvidado a Dirk durante la semana.
—Adiós, Dirkie —le dijo, y el muchacho corrió hacia él y anudó los brazos fuertemente alrededor del cuello de Sean.
—Vamos, Dirk, estaré de vuelta mañana por la mañana.
—Quiero ir contigo.
—Mañana debes ir a la escuela. —Sean intentó soltarse de Dirk. Las mujeres miraban silenciosas y Sean se sintió ruborizar de vergüenza. «Por Dios, ya no es un recién nacido, casi tiene quince años. Trató de no demostrar su irritación al susurrar:
—Déjame ya. ¿Qué va a pensar la gente de ti?
—Llévame contigo, papá; por favor, llévame. —Y Dirk temblaba contra él. El silbato sopló y, aliviadas, las mujeres se volvieron y comenzaron a charlar todas a la vez.
—¿Crees que me enorgullezco de ti cuando te portas así? —le susurró Sean al oído—. Ahora compórtate y estréchame la mano como corresponde.
Dirk le aferró la mano, con los ojos llenos de lágrimas.
—Deja inmediatamente de comportarte así —le espetó Sean volviéndose y subiendo al coche en el momento en que el tren iniciaba la marcha y se alejaba del andén.
Dirk avanzó algunos pasos tras él y se detuvo con los hombros temblándole de modo incontrolado, con los ojos aún fijos en la cara de Sean que se veía fuera de la ventanilla.
—Tu padre volverá mañana, Dirkie. —Ada le puso la mano sobre el hombro.
—No me quiere —susurró Dirk—. Ni siquiera…
—Por supuesto que te quiere —le interrumpió Ada—. Solamente que estaba tan… —Pero Dirk no esperó a que terminara. Le apartó la mano, giró en redondo y saltó ciegamente del andén a las vías, pasó por debajo del alambre tejido del otro lado y corrió cruzando los campos para interceptar el tren cuando hiciera su primera curva en la ladera del acantilado.
Corrió con la cara contorsionada, y la dura maleza le lastimaba las piernas. Corrió con los brazos al ritmo de sus pies voladores, y delante de él el tren silbaba tristemente y aparecía por detrás de la plantación Van Essen.
Estaba cruzando frente a él, todavía a unos cincuenta metros de distancia, juntando fuerzas para su asalto al acantilado. No llegaría a tiempo, a pesar de que el coche de Sean era el último antes del vagón del guardia, no llegaría a tiempo.
Se detuvo, jadeante, tratando salvajemente de ver aunque no fuera más que un poquito a su padre, pero la ventanilla del compartimiento de Sean estaba vacía.
—Papá —chilló, y su voz se perdió en el golpeteo de los cambios y el áspero jadear de la locomotora.
Papá —agitó desesperado los brazos sobre su cabeza—. Papá. Soy yo, Dirk.
El compartimiento de Sean se deslizó lentamente por su línea de visión. Durante unos instantes pudo ver el interior.
Sean estaba de costado a la ventanilla, se inclinaba hacia adelante con los hombros encorvados y Ruth estaba en sus brazos. Con la cabeza hacia atrás, el sombrero caído y el cabello negro desordenado, Ruth reía, con los dientes blancos y los ojos brillantes. Sean se inclinó y cubrió su boca abierta con la de él. Y entonces desaparecieron de su vista.
Dirk se quedó con los brazos levantados. Luego, lentamente, los dejó caer. La tensión de los labios y de alrededor de los ojos se suavizó. Toda la expresión de sus ojos desapareció y se quedó quieto mirando al tren jadear y doblar por la ladera hasta que, con un último y triunfal resoplido, desapareció tras la línea del horizonte.
Dirk cruzó las vías y encontró el sendero que lo llevaba a los cerros. Una vez levantó las manos y con los pulgares se enjugó las lágrimas de las mejillas. Entonces se detuvo para observar un escarabajo que pasaba a su lado. Del tamaño de un pulgar, negro brillante y con los cuernos del demonio, luchaba con una pelota de estiércol de vaca tres veces más grande que él. De pie sobre sus patas traseras, empujando con las delanteras, hacía rodar su esfera perfecta. Olvidado de todo, salvo de que tenía que desovar, que enterrar la pelota en un lugar secreto y depositar los huevos encima, trabajaba con silenciosa dedicación.
Con la punta del pie Dirk empujó la bola hacia la hierba. El escarabajo se quedó inmóvil, despojado de todo su interés en la vida. Luego comenzó a buscar, hacia adelante y hacia atrás, golpeando y estropeando la brillante armadura de su cuerpo sobre la áspera y desnuda tierra del sendero.
Mirando desapasionadamente su frenética búsqueda, la cara de Dirk estaba relajada y bella. Levantó el pie y bajó el talón suavemente sobre el escarabajo.
Lo sintió estremecerse hasta que con un crujido el caparazón se rompió y saltó, marrón como jugo de tabaco. Dirk se levantó y subió el cerro.
Aquella noche Dirk se encontraba solo. Tenía los brazos alrededor de las piernas y la frente apoyada en las rodillas. Las manchas de luz de luna que se filtraban por el techo de hojas y ramas de acacia tenía una cualidad de blanca frescura, similar a la emoción que mantenía rígido el cuerpo de Dirk. Levantó la cabeza.
La luz de la luna le dio en la cara desde arriba, acentuando la perfección de sus rasgos. La suave y ancha frente, las oscuras líneas de sus cejas destacaban la forma grande pero delicada de su nariz. Pero ahora la boca estaba cerrada por el dolor, blanca y fría.
—Lo odio. —Su boca no perdió la forma dolorida al pronunciar las palabras—. Y la odio a ella. Ya no le importa nada, sólo le importa esa mujer.
El maligno sonido del aliento entre los labios era el sonido de la desesperación.
—Siempre trato de demostrarle… A nadie más que a él, pero no le importa. ¿Por qué no comprende? ¿porqué?
Y tembló enardecido.
—No me quiere. No le importo.
El temblor cesó, y la forma de su boca se transformó en odio.
—Ya le voy a enseñar. Si no me quiere, ya le enseñaré yo. —Y las próximas palabras las escupió como si fueran suciedad—. Lo odio. —A su alrededor las ramas se rozaban con el viento. Saltó sobre sus pies y corrió, siguiendo el camino iluminado por la luna hacia las plantaciones de Lion Kop.
Un meerkat cazando solo por el camino lo vio y se escondió entre los árboles como una pequeña ardilla gris. Pero Dirk siguió corriendo cada vez más rápido impulsado por el odio, y su respiración jadeaba al ritmo de sus pies. Corrió con el viento seco del oeste golpeándole la cara. Necesitaba el viento. Su venganza cabalgaría sobre el viento.
—Ahora veremos —gritó repentinamente al correr—. Tú no me quieres, entonces te daré esto a cambio. —Y el viento y la acacia le contestaron con un sonido como el de muchas voces a lo lejos.
Al llegar al segundo camino de acceso giró a la derecha y corrió hacia el centro de las plantaciones. Corrió veinte minutos seguidos, y cuando se detuvo jadeaba furiosamente.
—Malditas sean. Malditas sean todas. —Su voz salió a tropezones de la boca seca.
»Malditas. —Y dejó el camino abriéndose paso entre los árboles. Llevaban dos años plantados y aún no habían sido podados. Sus ramas entrelazadas le impedían el paso como manos tratando de detenerlo, pequeñas manos desesperadas aferrándolo, tirando de sus ropas como las manos suplicantes de un mendigo. Pero las apartó y rompió hasta que se internó entre ellas.
»Aquí —dijo con aspereza, y cayó sobre sus rodillas entre el suave crujir de las ramitas y hojas secas que alfombraban el suelo. Reunió una pequeña pila de ellas, sollozando mientras lo hacía con un balbuceo incoherente.
»Secas, están secas. Ya te enseñaré, tú no me quieres. Todo lo que yo he hecho tú… Te odio… Oh, papá. ¿Por qué? ¿Por qué no…? ¿Qué te he hecho?
Y la caja de cerillas sonó. Dos veces intentó encender y las dos veces se le rompieron los fósforos. El tercero llameó azul, salpicando pequeñas chispas de sulfuro, con olor acre, estabilizándose en una pequeña llama amarillenta que bailaba sobre sus manos ahuecadas.
—Te daré esto a cambio. —Y tiró la llama dentro de la pila de leña menuda. La llama vaciló, casi se apagó y luego volvió a crecer al prenderse una brizna de hierba.
Instantáneamente consumida la hierba se agotó y la llama volvió a reducirse, casi se apagó nuevamente, pero luego tomó una hoja y saltó brillante, punteando de naranja las ramas. Un primer crujido y se extendió a los lados, mientras una hoja quemada se levantaba girando.
Dirk retrocedió al subir la llama contenta hacia su cara. Ya no lloraba.
—Papá —murmuró, y la llama se pegó a las hojas verdes de una rama que colgaba encima. Un soplo de viento la alcanzó y desparramó chispas y fuego naranja y dorado sobre la rama vecina.
»Papá —la voz de Dirk era insegura, se puso de pie y se limpió las manos en la camisa.
»No. —La voz de Dirk se elevó—. Yo no quería… —Pero se perdió en los crujidos de las llamas y el susurro que ahora era un rugir redoblado.
»¡Basta! —gritó—. Oh Dios, no quería hacerlo. No. NO.
Y saltó hacia adelante, hacia el calor, hacia el resplandor anaranjado, pateando furioso el montoncito de hojas, desparramándolo de modo que al caer prendía nuevas fogatas en cincuenta lugares distintos.
—No. Basta. Por favor, basta. —Y se aferró al árbol que ardía hasta que el calor lo hizo retroceder. Corrió hasta otro arbolito y arrancó una rama con hojas. Le pegó al fuego, llorando nuevamente por el humo y las llamas.
Cabalgando jubilosas en el viento del oeste, rugiendo rojas, anaranjadas y negras, las llamas se extendieron entre los árboles y lo dejaron de pie, solo en el humo y la ceniza arremolinada.
—Oh, papá, lo siento, lo siento, lo he hecho sin querer.