La casa de Theunis Kraal estaba sobre la cima de una elevación más baja que el acantilado. Era un edificio grande de paredes encaladas, paja y aleros holandeses. En la parte delantera estaban los parques en forma de terraza rodeados de azaleas y rododendros azules y cerrados en un costado por los recintos de los caballos: dos grandes recintos para las yeguas y los potrillos. Garry se detuvo al lado de la cerca baja mirando a los pequeños levantar la cabeza para mamar.
Luego renqueó a lo largo de la cerca hacia un recinto más pequeño con su cerca de dos metros setenta de alto, de postes de madera de árbol del caucho envueltos en tela, donde se encontraba su semental.
Gypsy lo estaba esperando, moviendo de arriba abajo su cabeza serpenteante, de modo que su crin reflejaba destellos dorados de la puesta del sol, bajando las orejas, luego levantándolas, bailando con un poco de impaciencia.
—Eh, muchacho, Eh, Gypsy —Garry lo llamó, y el semental pasó la cabeza entre los postes para tocar con los suaves labios la manga de Garry—. Azúcar, eso es lo que quieres —sonrió Garry y ahuecó sus manos para darle de comer—. Azúcar, mi amor —susurró Garry con deleite sensual ante el roce del suave hocico sobre su piel, y Gypsy ahuecó las orejas para escuchar su voz—. Ya está. Ya se ha terminado. —El semental le olió el pecho y Garry se limpió las manos sobre el cuello del caballo, acariciando la pelambre cálida y sedosa—. Ya está, mi amor. Ahora corre para mí. Déjame mirarte correr. —Retrocedió e hizo bocina con las manos—. Corre, mi amor, corre.
El semental pasó otra vez la cabeza entre los postes y se puso de pie sobre las patas traseras, relinchando mientras retrocedía, cortando el aire con los cascos delanteros. Las venas le sobresalían en el vientre y sobre la hinchada doble bolsa de su escroto.
Rápido, viril y poderoso, giró sobre sus patas traseras.
—Corre para mí —gritó Garry.
El semental se lanzó a galope tendido a lo largo de la huella abierta por sus cascos, corriendo alrededor del recinto haciendo rolar la tierra suelta y danzar la luz sobre su piel con el movimiento interno de los músculos.
—Corre. —Apoyado contra los postes de la cerca, Garrick miraba el caballo con una expresión de terrible anhelo.
Cuando volvió a detenerse con los primeros parches de sudor sobre los flancos, Garrick se enderezó y gritó hacia el establo:
—Lama, tráela ahora.
Con una larga rienda los dos caballerizos condujeron a la yegua hacia el recinto. Los ollares de Gypsy se encendieron como cavernas rosadas y volvió los ojos hasta que se le vio el blanco.
—Espera, mi amor —le dijo Garry con la voz ronca con su propia excitación.
Michael Courtney desmontó entre las rocas del punto más alto del acantilado. Durante una semana se había negado al impulso de volver a ese lugar. De algún modo parecía una traición, una deslealtad hacia sus padres.
Hacia abajo y detrás de él, en la selva, estaba el puntito de Theunis Kraal. Entre ellos se encontraba el ángulo del ferrocarril que bajaba hacia el dibujo irregular de tejados que formaba Ladyburg.
Pero Michael no miró hacia ese lado. Se quedó junto a su yegua y miró hacia la línea de cerros desnudos y el enorme manto de árboles que los cubría hacia el norte.
La plantación ya estaba crecida, así que los senderos que discurrían entre las hileras no se veían. Era un verde humo oscuro que ondulaba como las olas de un mar helado.
Era lo más cerca que había estado nunca de Lion Kop. Era la tierra prohibida, como la selva encantada del cuento de hadas. Tomó los prismáticos de su alforja y lo observó todo cuidadosamente, hasta que llegó al techo de la casa. La nueva paja, dorada y flamante, resaltaba sobre la plantación.
«La abuela está allí. Podría ir a visitarla, no habría ningún mal en ello. El no está. Él está en la guerra».
Lentamente volvió a poner los prismáticos en la alforja, y se dio cuenta de que no iba a ir a Lion Kop. Lo impedía la promesa que le había hecho a su madre. Como tantas promesas que le había hecho.
Con resignación recordó la discusión mantenida durante el desayuno esa misma mañana, y supo que ellos habían vuelto a ganar. No podía dejarlos sabiendo que sin él ellos se marchitarían. No podía seguirlo a la guerra.
Sonrió irónico al recordar las fantasías que había imaginado. Entrar a batalla con él, hablar con él junto al fuego del campamento al anochecer, tumbarse frente a una bayoneta que le pertenecía.
Desde el mirador en el acantilado Michael había pasado horas todos los días de las últimas vacaciones de Navidad esperando a Sean Courtney. Ahora avergonzado recordaba el placer que había experimentado cada vez que encontraba la alta figura en el campo de sus prismáticos y la seguía mientras se movía entre las hileras recién plantadas de acacias.
«Pero ahora ya se ha ido. No habría deslealtad si yo fuera a ver a la abuela. Montó la soberbia yegua dorada y se quedó pensando profundamente. Por fin suspiró, volvió la cabeza hacia Theunis Kraal y se alejó de Lion Kop.
«Nunca debo volver aquí —pensó, inflexible—, especialmente cuando él vuelva.
«Están cansados, medio muertos de cansancio. —Jan Paulus Leroux miraba el letargo de sus hombres al desmontar y atar los caballos—. Están cansados después de tres años de correr y pelear, asqueados ante la seguridad de la derrota, exhaustos por la pena por los que han enterrado, apenados también por los niños y las mujeres de los campamentos. Están cansados de ver hogares quemados, desparramados por ahí con los huesos de sus rebaños».
«Quizá no queda nada que hacer —pensó, y levantó el destrozado sombrero Terai de su cabeza—. Quizá tendríamos que admitir que no tenemos nada que hacer y rendirnos. Se secó la cara con el pañuelo y la tela se quedó descolorida por la grasa de su sudor y el polvo de la tierra seca. Dobló el pañuelo para meterlo dentro del bolsillo de su chaqueta y miró hacia las ruinas ennegrecidas de la casa situada sobre el risco que dominaba el río. El fuego se había extendido hasta los árboles y las hojas estaban amarillentas y muertas.
—No —dijo en voz alta—. Todavía no ha terminado, hasta que intentemos esta última vez. —Y se acercó al grupo de hombres más cercano.
»Ja, Hennie. ¿Cómo estás? le preguntó.
—Tirando, Oom Paul. —El muchacho estaba muy delgado, pero todos estaban delgados. Había colocado en el suelo su manta y descansaba sobre ella.
—Bien —Jan Paulus asintió y se arrodilló a su lado.
Sacó la pipa y la chupó. Todavía quedaba algo del gusto del tabaco.
—¿Quieres un poco, Oom Paul? —Uno de los hombres se sentó y le ofreció una bolsa de piel de venado.
—Nee, dankie. —Apartó la mirada de la bolsa para resistir la tentación—. Guárdala para cuando crucemos el Vaal.
—O para cuando entremos a Ciudad del Cabo —bromeó Hennie, y Jan Paulus le sonrió. Ciudad del Cabo estaba a mil seiscientos kilómetros al sur de allí, pero era su meta.
—Ja, guárdalo para Ciudad del Cabo —asintió, y la sonrisa de su cara se volvió amarga. Los proyectiles y las enfermedades le habían dejado seiscientos hombres andrajosos montados en caballos medio muertos de cansancio para conquistar una provincia del tamaño de Francia. Pero era la última intentona. Comenzó a hablar.
»Jannie Smuts está en El Cabo con un gran comando. Pretorius también ha cruzado el Orange; De la Rey y De Wet lo seguirán, y Zietsmann está esperando que nos unamos a él en el río Vaal. Esta vez los hombres del Cabo deberán unírseles. Esta vez…
Habló lentamente, inclinándose hacia delante con los codos sobre las rodillas. Parecía un delgado gigante con su barba descuidada, color fuego, seca por el polvo y manchada alrededor de la boca de gris amarillento. Los puños de sus mangas estaban empapados del líquido que eliminaban las llagas de sus muñecas. Los hombres de los otros grupos se acercaron y se sentaron en círculo alrededor de él para escucharlo y consolarse.
—Hennie, tráeme la Biblia de la alforja. Vamos a leer un poco.
El sol estaba escondiéndose cuando cerró el libro y miró alrededor. Habían pasado una hora rezando que quizá habría sido más provechosa si hubieran dormido, pero cuando les miró las caras se dio cuenta de que el tiempo no había sido desaprovechado.
—Duerman ahora, kerels. Mañana temprano montaremos. —«Si no vienen durante la noche», se corrigió en silencio.
Pero no pudo dormir. Se quedó sentado contra su montura y por centésima vez leyó la carta de Henrietta.
Estaba fechada cuatro meses antes, había tardado seis semanas en llegar hasta él a lo largo de la línea de espías y comandos que llevaban su correo. Henrietta estaba enferma de disentería y los dos niños menores, Stephanus y el bebé Paulus, habían muerto a causa del witseerkeel. El campo de concentración había sido diezmado por esa enfermedad y temía por la seguridad de sus otros hijos.
La luz se apagó y no pudo leer más. Se quedó sentado con la carta entre las manos Con el precio que hemos pagado, podríamos haber ganado algo.
»Quizá todavía haya una oportunidad. Quizá».
—Monten, monten. Vienen los caqui. —La advertencia fue gritada desde el acantilado del otro lado del río, donde había puesto a sus vigías. Llegaba claramente en el apacible atardecer.
—Monten, vienen los caqui. —El grito era anunciado a todo el campamento. Jan Paulus se inclinó y sacudió al muchacho, que estaba demasiado exhausto para oír.
—Despiértate, Hennie. Debemos correr otra vez.
Cinco minutos más tarde condujo a su comando sobre el acantilado y se perdió hacia el sur dentro de la noche.
—Siguen enfilando hacia el sur —observó Sean—. Después de tres días de marcha no han alterado el curso.
—Parece que Leroux está en algo gordo —asintió Saul.
—Pararemos media hora para que descansen los caballos. —Sean levantó la mano y detrás la columna perdió la forma y los hombres desmontaron y dejaron a un lado los caballos. A pesar de que toda la unidad había cambiado de montura la semana anterior, los caballos ya estaban cansados por las largas horas de viaje. Sin embargo los hombres se hallaban en buenas condiciones, delgados y fuertes. Sean escuchó sus bromas y los observó moverse y reír. Los había convertido en una dura fuerza de combate que había entrado en batalla una docena de veces después del fracaso de aquella vez, un año atrás, cuando Leroux los había sorprendido en la montaña. Sean sonrió. Se habían ganado el nombre con el que los habían bautizado. Le alcanzó el caballo a Mbejane y se dirigió hacia la sombra de un árbol de mimosa.
¿Tienes alguna idea de lo que planea Leroux? le preguntó a Saul mientras le ofrecía un cigarro.
—Podía intentar atacar el ferrocarril que va al Cabo.
—Podría. —Sean se reclinó agradecido en una piedra plana y estiró las piernas hacia adelante—. Dios mío. Estoy harto de esto. ¿Por qué demonios no admiten que está todo decidido, por qué tenemos que seguir y seguir?
—El granito no se dobla. —Saul sonrió secamente—. Pero creo que ahora está muy cerca del punto de ruptura.
—Eso creíamos hace seis meses —le contestó Sean, y miró hacia atrás.
—Mbejane, ¿qué pasa?
Mbejane estaba atravesando por el ritual que precedía a la conversación seria. Se había sentado a doce pasos de donde se encontraba Sean, había colocado las lanzas cuidadosamente a su lado sobre la hierba, y ahora estaba aspirando rapé.
—Nkosi.
—¿Sí? —le respondió Sean, y esperó hasta que Mbejane pusiera un poco del polvillo negro sobre su uña.
—Nkosi, el potaje tiene un gusto distinto. —Aspiró y estornudó.
—¿Sí?
—Me parece que el rastro ha cambiado. —Mbejane se secó el rapé que había quedado en su nariz con la rosada palma de la mano.
—Estás diciendo adivinanzas.
—Estos hombres que seguimos cabalgan de manera distinta que antes.
Sean pensó unos segundos antes de entenderlo. Sí. Tenía razón. Mientras previamente el comando de Leroux se había extendido y había pisoteado el pasto en un ancho de quince metros, desde aquella mañana habían cabalgado en fila de a dos como si fueran caballería regular.
—Cabalgan como nosotros, Nkosi. Los cascos de los caballos pisan en la huella de los anteriores. Así es difícil saber cuántos hombres siguen.
—Sabemos que son seiscientos… Espera. Creo que ya sé lo que tú…
—Nkosi, me parece que ya no son seiscientos hombres.
—Dios mío, podrías tener razón. —Sean saltó y comenzó a pasearse—. Está dividiendo otra vez su comando. Hemos cruzado una docena de lugares rocosos donde podría haber separado pequeños grupos de hombres. Esta noche estaremos siguiendo menos de cincuenta hombres, cuando eso pase se separarán de uno en uno, nos despistarán en la oscuridad y se dirigirán por separado a un encuentro secreto. —Pegó con el puño en la palma de la otra mano—. Eso es, por Dios. —Se volvió de cara a Saul.
—¿Te acuerdas de aquel arroyo que hemos cruzado unos mil quinientos metros atrás? Ese hubiera sido el lugar ideal.
—Estoy seguro —le contestó Sean—. Sé que ha sido allí. Haz que monten, vamos a volver.
Sean permaneció sentado en su caballo a la orilla del arroyo y miró el agua clara que brillaba sobre grava y los pequeños guijarros redondos.
—Deben de haber ido corriente abajo, si no el barro que levantaron hubiera manchado las piedras del vado. —Se volvió a Saul—. Voy a llevarme cincuenta hombres para no levantar mucho polvo. Dame una hora de tiempo y luego sígueme con el resto de la columna.
—Mazeltov —le sonrió Saul.
Con un rastreador zulú en cada orilla, Sean, Eccles y cincuenta hombres siguieron el arroyo hacia el noroeste. Detrás de ellos las montañas del Drakensberg estaban apenas sugeridas en un tono azul contra el cielo, y alrededor de ellos la sabana cubierta de pasto de invierno se extendía en la complejidad de los riscos y los profundos valles. En la parte rocosa de los acantilados crecían las pequeñas plantas achaparradas de áloe, sosteniendo sus flores múltiples como candelabros carmesí, mientras en los valles los arbustos enanos se apretujaban a lo largo del curso del arroyo. Las nubes altas, de frío, oscurecían el cielo. Tampoco calentaba el pálido sol y el viento parecía el filo de un cuchillo.
A unos tres kilómetros del vado, Sean ya demostraba su ansiedad inclinado sobre la montura y examinando el suelo que ya había cubierto Mbejane. Una vez lo llamó.
—Mbejane, ¿estás seguro de no haberte pasado?
Mbejane se enderezó y se volvió lentamente a mirar a Sean con un aire de fría dignidad. Luego se cambió de hombro el escudo de guerra y sin dignarse contestar volvió a su búsqueda.
A cincuenta metros de allí volvió a enderezarse e informó a Sean.
—No, Nkosi, no los he pasado —indicó hacia la orilla profundamente marcada por la que habían subido los caballos y la hierba aplastada que había limpiado el barro de sus patas.
—Los tenemos. —Sean no cabía en sí de gozo; detrás de él oyó el movimiento de excitación que recorrió a sus hombres.
—Muy bien, señor. —El bigote de Eccles se retorció ferozmente al sonreír.
—¿Cuántos, Mbejane?
—No más de veinte.
—¿Cuándo?
—El barro se ha secado. —Mbejane consideró el asunto, deteniéndose a tocar la tierra para determinar su textura—. Estaban aquí con el sol en la mitad de la mañana.
A media mañana; tenían una ventaja de cinco horas.
—¿La huella es lo suficientemente buena como para correr por ella?
—Sí, Nkosi.
—Entonces corre, Mbejane.
El rastro se doblaba hacia el oeste, luego giraba y se mantenía en la misma dirección hacia el sur. La columna de Sean se cerró y siguió a Mbejane a medio galope.
Hacia el sur siempre hacia el sur. Sean consideró el problema: ¿qué podrían esperar lograr con solamente seiscientos hombres?
A menos… El cerebro de Sean comenzó a formar una idea vaga. A menos que intentaran infiltrarse entre las columnas de infantería y caballería que se encontraban delante de ellos en busca de un premio mayor.
¿El ferrocarril, tal como había sugerido? No, desechó de inmediato la idea. Jan Paulus no arriesgaría todo el comando por tan poca cosa.
¿Entonces qué? ¿El Cabo? Por Dios, eso era, El Cabo. Ese rico y hermoso lugar de trigales y viñedos. Esa tierra serena y segura, descansando en la seguridad de cien años de gobierno británico y, sin embargo, habitada por hombres de la misma sangre que Leroux, De Wet y Jan Scouts.
Smuts ya había cruzado el río Orange con su comando. Si Leroux lo seguía, De Wet también lo haría, si los hombres del Cabo rompían su intranquila neutralidad y se unían en masa a los comandos… La mente de Sean se rebelaba ante la idea. Dejó el aspecto mayor de la cuestión y volvió al momento presente.
Muy bien, entonces, ¿Jan Paulus estaba dirigiéndose al Cabo solamente con seiscientos hombres? No, necesitaba más. Debía dirigirse a un encuentro con alguno de los otros comandos. ¿Quién? ¿De la Rey? No, De la Rey estaba en Magaliesberg. ¿De Wet? No, De Wet estaba más al sur, alejándose de las columnas que lo acosaban. ¿Zietsmann? Ah, Zietsmann. Zietsmann con mil quinientos hombres. Era él.
¿Dónde podrían encontrarse? En un río, eso era obvio, ya que necesitaban agua para dos mil caballos. El Orange era demasiado peligroso, así que tenía que ser el Vaal. Pero ¿en qué lugar del Vaal? Debía ser un lugar fácil de reconocer. ¿Uno de los vados? No, la caballería usaba los vados. ¿La convergencia con un afluente? Eso debía ser.
Sean desató su alforja con ansiedad y sacó un mapa. Sosteniendo el pesado mapa de tela doblada contra su cadera se volvió de costado en la montura para estudiarlo.
—Ahora estamos aquí —musitó, y corrió el dedo hacia el sur—. El río Padda.
—¿Perdón, señor?
—El Padda, Eccles, el Padda.
—Muy bien, señor —asintió Eccles con las facciones impasibles cubriendo su asombro.
En el oscuro valle que se extendía debajo de ellos el único fuego relumbró apenas, luego bajó hasta convertirse en un resplandor.
—Todo listo, Eccles —susurró Sean.
—Señor. —Sin levantar la voz, Eccles dio énfasis afirmativo al término.
—Bajaré ahora. —Sean resistió el impulso de repetir las órdenes. Quería decir nuevamente cuán importante era que ninguno escapara, pero había aprendido que una vez era suficiente para Eccles. En lugar de eso murmuró—: Esperen mi señal.
Los bóers tenían un solo centinela. Seguros de que su estrategia había impedido toda persecución, dormían alrededor del fuego apenas disimulado. Sean y Mbejane bajaron silenciosos y se agacharon en la maleza a unos seis metros de la alta roca sobre la que estaba sentado el centinela. El hombre se destacaba oscuro contra las estrellas y Sean lo miró detenidamente durante un minuto antes de concluir.
—También duerme.
Mbejane gruñó.
—Agárralo silenciosamente —susurró Sean—. Asegúrate de que el rifle no caiga al suelo. —Mbejane se movió y Sean le puso una mano en el hombro para detenerlo—. No mates si no es necesario. —Y Mbejane se acercó silenciosamente a la roca, como un leopardo.
Sean esperó forzando los ojos por ver en la oscuridad. Los segundos no pasaban nunca, y de repente el bóer desapareció de la roca. Un sobresalto, un suave deslizarse y la quietud.
Sean siguió esperando y Mbejane volvió tan silenciosamente como había partido.
—Ya está hecho, Nkosi.
Sean dejó a un costado el rifle y se puso las manos alrededor de la boca, aspiró fuerte y soltó el largo y melodioso silbido de un pájaro nocturno. Cerca del fuego uno de los durmientes se estiró y musitó algo. Más allá un caballo golpeaba la hierba con los cascos y resoplaba suavemente. Entonces Sean oyó el ruido de un guijarro y el cuidadoso deslizar de pies sobre el suelo, pequeños sonidos que se perdieron en el viento.
—¿Eccles? —murmuró Sean.
—Señor.
Sean se puso de pie y se acercaron al campamento.
—Levántense, caballeros. El desayuno está listo —gritó Sean en el idioma de Taal y cada bóer despertó con un hombre a su lado y el caño de un Lee-Metford presionando su pecho.
»Aviven ese fuego —ordenó Sean—. Quítenles los rifles.
Había sido demasiado fácil, y Sean hablaba con la irritación del anticlímax.
—Mbejane, trae al de la roca, quiero ver con qué suavidad lo has tratado.
Mbejane lo arrastró hacia la fogata y los labios de Sean se endurecieron al ver la manera en que colgaba la cabeza del hombre y sus piernas.
—Está muerto —acusó.
—Duerme, Nkosi —negó Mbejane.
Sean se arrodilló al lado del hombre y le hizo girar la cara para verlo a la luz. No era un hombre, era un muchacho con una cara delgada y amarga y el esbozo de una barba pálida, inmadura en las mejillas. En el lagrimal le había estallado un orzuelo que le había enredado las pestañas cerradas con pus amarillo. Estaba respirando.
Sean miró a los otros prisioneros; los estaban llevando fuera del alcance del oído.
—Agua, Mbejane.
Y el zulú trajo la cantimplora desde la fogata mientras Sean revisaba la hinchazón de la sien del muchacho.
—Se pondrá bien —gruñó Sean, y frunció los labios disgustado por lo que tendría que hacer en cuanto el muchacho despertara. Tenía que hacerlo mientras estuviera aún mareado y sorprendido por el golpe. Con la mano le echó agua a la cara y el muchacho abrió la boca y movió la cabeza—. Levántate —le dijo Sean en taal—. Levántate.
—¿Oom Paul? —murmuró el bóer.
—Levántate —el muchacho luchó por sentarse.
—Dónde… usted es inglés —dijo cuando descubrió el uniforme.
—Sí —le soltó Sean—. Somos ingleses. Os hemos atrapado.
—¿Oom Paul? —el muchacho miró alrededor desesperado.
—No te preocupes por él. Estará contigo en el barco de Santa Elena. Leroux y Zietsmann fueron atrapados ayer en el Vaal. Estábamos esperándolos en el Padda y cayeron solos en la trampa.
—Oom Paul atrapado. —Los ojos del muchacho se agrandaron por el golpe, todavía mareado y sin enfocar bien—. Pero ¿cómo lo han sabido? Tiene que haber habido un traidor. Alguien tuvo que decirles. ¿Cómo se han enterado acerca del lugar de reunión? —De repente se detuvo al ponerse su cerebro a la par de su lengua—. Pero ¿cómo…? Oom Paul no podía estar todavía en el Vaal, ayer estaba con nosotros. —Luego se dio cuenta de lo que había hecho—. Me han hecho caer en una trampa —susurró—. Me han hecho caer en una trampa.
—Lo siento —dijo simplemente Sean. Se incorporó y se dirigió a donde Eccles estaba atando a sus prisioneros—. Cuando llegue el capitán Friedman dígale que lleve a la columna a la guarnición de Vereenigingy me espere allí. Voy a adelantarme con mi sirviente —luego llamó a Mbejane.
»Tráeme el caballo —no podía confiar en nadie para llevarle las noticias a Acheson.
Al día siguiente por la tarde Sean llegó a la línea del ferrocarril vigilada por las fortificaciones y le hizo señales al tren del norte. Tras pasar la noche en el tren descendió con los ojos inflamados, cansado y sucio en la estación de Johannesburgo.
Jan Paulus Leroux detuvo el caballo y detrás de él los pequeños restos de su comando se agruparon. Todos miraron ansiosamente adelante.
El Vaal es un río ancho, marrón, con bancos de arena que cortan su propio lecho. Los bancos son escarpados y a lo largo de ellos se encuentran desparramados algunos de los feos árboles espinosos propios de la región, que no son refugio para un ejército de tres mil hombres y caballos. Pero Leroux había elegido el lugar de reunión cuidadosamente. Allí el pequeño río Padda se curvaba entre un complejo de pequeños collados para unirse al Vaal, y entre esos collados un ejército podía disimularse, pero sólo si lo hacía con cuidado, que no era el modo en que lo hacía Zietsmann.
El humo de una docena de fogatas cubría la llanura como una larga niebla pálida, los caballos tomaban agua en uno de los bancos de arena del medio del río, y unos cien hombres se estaban bañando ruidosamente en la orilla. La ropa lavada moteaba los arbustos.
—El muy tonto —aulló Leroux y espoleó su caballo. Irrumpió en el campamento, se tiró del caballo y le gritó a Zietsmann—: Menheer, debo protestar.
Zietsmann tenía casi setenta años. Su barba era totalmente blanca y le colgaba hasta el quinto botón del chaleco. Era un clérigo, no un general, y su comando había sobrevivido tanto tiempo porque era ineficaz hasta el punto de no causarle serios inconvenientes a losingleses. Solamente una gran presión por parte de De la Rey y Leroux le había forzado a tomar parte de este plan descabellado. Durante los últimos tres días, mientras esperaba a Leroux, había sido acosado por dudas y presentimientos. Estas dudas las compartía con su mujer, ya que era el único general bóer que todavía tenía a su mujer con él en el campo de batalla.
Ahora se incorporó de su asiento, al lado del fuego, y miró al gigante de Leroux con su barba roja, y la cara a manchas causadas por la furia.
—Menheer —le espetó Zietsmann—, por favor, recuerde que no sólo está hablando con un hombre más viejo, sino con un clérigo de la Iglesia.
De este modo se estableció el tono de la larga discusión que duró cuatro días. Durante ese tiempo Leroux vio su único designio empantanarse con meras trivialidades. No le importó la pérdida del primer día que pasaron rezando, incluso se dio cuenta de que eso era esencial. Sin la bendición de Dios y su activa intervención la empresa fallaría, así que el sermón que les dio esa tarde duró un poco más de dos horas y el texto elegido era del libro de los Jueces:
«¿Debo subir de nuevo a la guerra con los hijos de Benjamín mi hermano, o debo cejar?» Y el Señor contestó: «Subir, porque mañana los entregaré en tus manos».
Zietsmann mejoró su tiempo en cuarenta minutos. Pero después de todo, como indicaron los hombres de Leroux, Zietsmann era un profesional, mientras que Oom Paul era un lego.
La siguiente cuestión, y la más crítica, fue la elección del comandante supremo para la empresa mixta. Zietsmann era treinta años mayor, un hecho que pesaba en su favor. También había llevado mil seiscientos hombres al Vaal contra los seiscientos de Leroux. Pero Leroux era el vencedor de Colenso y de Spion Kop, y desde entonces había luchado constantemente y con no pocas victorias, incluyendo el descarrilamiento de ocho trenes y el aniquilamiento de cuatro columnas británicas de provisiones. Zietsmann había sido el segundo al mando en Modder River pero desde entonces no había hecho nada más que mantener intacto su comando.
El debate continuó durante tres días y Zietsmann rehusaba tercamente decidir el asunto por votación hasta que pensó que la opinión se había inclinado hacia su lado. Leroux quería el mando, no sólo por satisfacción personal, sino también porque con aquel hombre cauto y obstinado necesitarían mucha suerte para llegar al río Orange, y aún más para forzar una entrada efectiva al Cabo.
La carta que ganó la mano pertenecía a Zietsmann, y fue irónico que la tuviera gracias a su inactividad de los últimos dieciocho meses.
Cuando lord Roberts entró en Pretoria dos años atrás, su entrada sólo había sido medianamente resistida, ya que el gobierno de la República Sudafricana se había retirado a lo largo del ferrocarril del este hacia Komatipoort. Con ellos fue todo el contenido del tesoro de Pretoria, que totalizaba dos millones de libras en soberanos Kruger de oro. Más tarde, cuando el anciano presidente Kruger se fue a Europa, parte de ese tesoro fue con él, pero el saldo había sido repartido entre el resto de los comandantes como botín de guerra para continuar la lucha.
Hacía ya meses que la mayoría del dinero de Leroux había sido gastado en la compra de provisiones a las tribus nativas, municiones a los traficantes portugueses y en la paga de sus hombres. Durante una desesperada acción nocturna con una de las columnas británicas, había perdido el resto junto con su cañón Hotchkiss, veinte de sus mejores hombres y cien irreemplazables preciosos caballos.
Zietsmann, en cambio, había llegado a la reunión con una mula de carga que transportaba treinta mil soberanos. La invasión del Cabo dependería en su mayor parte de ese oro. Al atardecer del cuarto día fue legalmente elegido comandante por una mayoría de doscientos, y en doce horas ya había demostrado lo bien preparado que estaba para la tarea.
—Así que salimos mañana por la mañana —gruñó uno de los hombres, al lado de Leroux.
—Ya era hora —comentó otro. Estaban desayunando cecina, pedazos de dura carne seca, ya que Leroux había podido convencer a Zietsmann de que los fuegos eran peligrosos.
—¿No hay señales de los hombres de Van der Bergh? preguntó Leroux.
—Todavía no, Oom Paul.
—Ya han acabado con ellos, si no hubieran llegado hace días.
—Sí —asintió Leroux—, los habrán eliminado. Deben de haber tropezado con una de las columnas. Veinte buenos hombres —suspiró suavemente—, y Hennie estaba con ellos. Quería mucho al muchacho, todos lo querían. Se había convertido en la mascota del comando.
—Por lo menos ya han salido de esto, los muy afortunados. —El hombre había hablado sin pensar y Leroux se volvió a él.
—Tú también puedes entregarte a los británicos, nadie te lo impide. —La suavidad de su voz no ocultaba la ferocidad de sus ojos.
—No quería decir eso, Oom Paul.
—Bueno, entonces no lo digas —gruñó éste, y hubiera continuado a no ser que un grito del centinela del promontorio situado encima de ellos los hizo ponerse a todos de pie.
—Viene uno de los exploradores.
—¿Por qué lado? —gritó hacia arriba Leroux.
—Por el río. Viene reventando el caballo.
El único signo exterior del miedo que los invadió a todos fue el repentino silencio de las voces y la disminución del movimiento. En esos días un jinete a todo galope sólo podía llevar malas nuevas.
Lo miraron pasar salpicando agua por los vados y tirarse de la montura para nadar al lado de su caballo al cruzar el hondo canal. Luego caballo y jinete chorreando agua, se abalanzaron hacia la orilla y entraron al campamento.
—Caqui —gritó el hombre—. Vienen los caquis. Leroux corrió a sostener al caballo por la cabeza y preguntó:
—¿Cuántos?
—Una columna grande.
—¿Mil?
—Más que eso. Muchos más, seis, siete mil.
—Magtig —juró Leroux—. ¿Caballería?
—Infantería y artillería.
—¿Están muy cerca?
—Estarán aquí antes del mediodía.
Leroux lo dejó y corrió ladera abajo hasta la carreta de Zietsmann.
—¿Ha oído, menheer?
—Ya, he oído —asintió lentamente Zietsmann.
—Debemos montar y escapar —lo apuró Leroux.
—Quizá no nos encuentren. Quizá pasen de largo.
—Zietsmann dudaba y Leroux lo miró.
—¿Está usted loco? —susurró y Zietsmann sacudió la cabeza. Era un pobre viejo confundido.
—Debemos montar a caballo y escapar hacia el sur. —Leroux lo tomó por las solapas de la levita y lo sacudió agitado.
—No, hacia el sur no. Todo ha terminado. Debemos volver —murmuró el viejo, luego su confusión se aclaró—. Debemos rezar. El Señor nos salvará de los filisteos.
—Menheer, le exijo… —comenzó a decir Leroux, pero otra urgente advertencia gritada desde el promontorio lo interrumpió.
—Jinetes. Hacia el sur. Es la caballería.
Corriendo hacia uno de los caballos, Leroux se montó a pelo, lo hizo subir al promontorio espoleándolo con los talones, trepando por la ladera rocosa, tropezando y deslizándose en la roca resbaladiza hasta que alcanzó la cima. Saltó al lado del centinela.
—Allí —le indicó el hombre.
Como una columna de hormigas exploradoras, pequeñas e insignificantes en la inmensidad del pasto marrón y del cielo abierto, todavía a unos siete kilómetros de distancia, los escuadrones se extendían en perfecto orden por todo lo ancho de los cerros del sur.
—Hacia ese lado no. No podemos ir hacia allí. Debemos volver —Leroux giró en redondo hacia el norte—. Debemos ir hacia allá.
Entonces vio el polvo también en el norte y sintió que el estómago se le revolvía. El polvo apenas se desplazaba, era tan fino que podía haber sido bruma levantada por el calor o el paso del demonio del polvo, pero él sabía que no lo era.
—También están allí —susurró. Acheson había hecho avanzar su columna desde los cuatro puntos cardinales. No había escape—. Van der Bergh —murmuró amargamente Leroux—. Se ha entregado a los ingleses y nos ha traicionado. —Por un momento miró el polvo y luego se dedicó al problema de la defensa. «El río es nuestra única línea —decidió—, con los flancos enclavados en este collado y en aquél».
Dejó que sus ojos vagaran por el pequeño valle del río Padda, memorizando cuidadosamente la ladera y la disposición del suelo, guardando en su mente cada característica sobresaliente, colocando ya las Maxim capturadas, eligiendo el refugio de los cerros y la orilla del río para los caballos, decidiendo dónde emplazar las reservas.
Quinientos hombres pueden defender el promontorio del norte, pero necesitaremos mil en el río. —Volvió a montar el caballo y llamó al centinela—. Quédate aquí, yo enviaré hombres. Deben construir parapetos a lo largo del acantilado, aquí y aquí.
Entonces hizo bajar al caballo por la ladera.
—¿Dónde está Zietsmann? —preguntó.
—En su carreta.
Galopó hasta la carreta y abrió la tela de la entrada.
—Menheer —comenzó a decir y luego se calló. Zietsmann se encontraba sentado en la cama de la carreta con su esposa a su lado. Tenía una Biblia abierta sobre las rodillas—. Menheer, hay muy poco tiempo. El enemigo nos tiene rodeados por todos lados. Estarán aquí dentro de dos horas.
Zietsmann lo miró, y por la vidriosa mirada que le dirigió a Leroux se dio cuenta de que no le había escuchado.
—No temerás la flecha que vuele de día ni el terror que camine de noche le contestó.
—Me haré cargo, menheer gruñó Leroux. Zietsmann volvió su atención al libro y su mujer le colocó un brazo alrededor de los hombros.
«Podemos contenerlos hoy y quizá mañana —decidió Leroux desde el promontorio más alto—. No puede cargar la caballería entre estos cerros, así que deben venir con la bayoneta calada. Primero tenemos que ocuparnos de la artillería y luego de las bayonetas».
Martinus Van der Bergh —dijo en voz alta—. Cuando volvamos a encontrarnos te mataré por esto. —Y observó las baterías prepararse fuera del alcance de los rifles, formando su preciso diagrama geométrico sobre la llanura de pasto marrón.
—Nou skiet bulle —murmuró un hombre a su lado.
Ja —asintió Leroux—. Ahora van a tirar. —Y el humo salió de la boca de uno de los cañones de la llanura. La granada estalló ruidosamente en las lomas inferiores y durante un minuto el humo de lidita danzó como un fantasma amarillo, girando y revolviéndose sobre sí mismo, antes de que el viento lo llevara hacia ellos. Los hombres tosieron por las amargas emanaciones.
La siguiente granada estalló sobre la cima, arrojando humo, tierra y rocas por el aire, e inmediatamente el resto de las baterías abrió fuego al mismo tiempo.
Los bóers se encontraban detrás de sus parapetos de tierra construidos apresuradamente mientras el cañoneo castigaba el acantilado. La metralla zumbaba y silbaba y hacía saltar chispas de las rocas, mientras la tierra temblaba y saltaba debajo de sus vientres adormeciendo los oídos de modo que casi no podían percibir los gritos de los heridos, hasta que lentamente se formó una enorme nube de polvo y emanaciones sobre ellos. Una nube tan alta que Sean Courtney la veía desde donde esperaba, a veinte kilómetros al norte de Vaal.
—Parece que Acheson los ha agarrado —murmuró Saul.
—Sí los tiene —asintió Sean, y luego añadió suavemente—: Pobres desgraciados.
—Al menos podría habernos dejado asistir a la matanza —gruñó el sargento mayor Eccles. El redoble lejano de los cañones le había despertado el anhelo de sangre, y el gran bigote se retorcía de frustración—. No me parece correcto, teniendo en cuenta que hemos estado siguiendo a los viejos bóers cerca' de un año y medio, lo menos que podían haber hecho es dejarnos estar en el foral.
—Somos los cañones de respaldo, Eccles. El general Acheson está tratando de empujarlos hacia el sur, hacia su caballería, pero si alguno de los pájaros se escapa de la línea de batidores, entonces es nuestro —le explicó Sean.
—Bueno, pero a mí no me parece correcto —repitió Eccles, y luego recordando repentinamente sus modales añadió—: Con su permiso, señor.
Triunfante, el general Acheson paseó los prismáticos por el grupo de cerros. Vagamente, entre el polvo y el humo, distinguió las cimas.
—Una buena cosecha, señor —sonrió Peterson.
—Realmente buena —asintió Acheson. Tenían que gritar por encima del ruido de los cañones, y los caballos que montaban se movían intranquilos y temblaban. Un mensajero se acercó a galope tendido, saludó y le dio un mensaje a Peterson.
—¿Qué es? preguntó Acheson bajando los prismáticos.
—Tanto Simpson como Nichols están listos para el asalto. Parecen ansiosos por empezar, señor. —Peterson miró hacia el holocausto de polvo y llamas que reinaba sobre los carros—. Tendrán suerte si encuentran a alguien contra quien pelear.
—Encontrarán a alguien —le aseguró Acheson. El no se dejaba ilusionar por la aparente furia de la artillería. Habían sobrevivido a algo peor en Spion Kop.
—¿Va a permitirles ir, señor? —Peterson insistió amablemente. Durante otro minuto Acheson observó los cerros, bajó los gemelos y sacó su reloj del bolsillo. Las cuatro, le quedaban tres horas de luz.
—Sí —dijo—. Mándelos.
Y Peterson garabateó la orden y se la alcanzó a Acheson para que la firmara.
—Hier Kom Hutle. —Leroux oyó el grito en medio del incesante rugido de las granadas, escuchó cómo lo pasaban de hombre en hombre.
—Ya vienen.
—Pasop. Ya vienen.
Se incorporó y sintió el estómago revuelto. Envenenado por los gases de lidita, luchó por evitar las náuseas y una vez controladas miró hacia el río. Durante un segundo el velo de polvo se abrió y vio las pequeñas filas de caquis moviéndose hacia el cerro. «Sí, están viniendo».
Corrió por toda su línea, hacia el río, gritando:
—Esperen a tenerlos a tiro. No disparen antes de que lleguen a las marcas.
Desde este rincón del promontorio podía observar cada pedazo del campo de batalla.
Ja, eso pensé —murmuró—. Vienen por dos lados para dividirnos.
Avanzando por el frente del río se veían las mismas pequeñas figuras. Las filas se hinchaban y se enderezaban y volvían a hincharse, pero seguían acercándose lentamente. La primera fila estaba alcanzando las marcas de mil quinientos metros, al cabo de cinco minutos estarían a tiro.
—Resisten bien —murmuró Leroux al pasar la vista por las hileras de marcas. Mientras la mayoría de sus hombres construían los parapetos sobre los collados y el río, otros habían colocado las marcas de tiro a intervalos frente a esas defensas. Cada doscientos cincuenta metros habían levantado los pequeños montículos de piedras, y sobre cada montículo habían puesto barro blancuzco del río. Era una treta que los británicos nunca terminaban de comprender. Al avanzar, los rifles bóers tenían la distancia casi exacta en que se encontraban.
«El río es seguro —decidió—. No pueden atravesar por ahí. Y se permitió una sonrisa. Nunca aprenden. Cada vez que atacan vienen por el peor lado». Luego volvió su atención al asalto de su flanco izquierdo. Era peligroso, allí debería dirigir él en persona. Corrió hacia su posición original mientras a su alrededor y sobre su cabeza la tormenta de metralla y lidita rugía sin descanso.
Se tiró boca abajo entre dos de sus hombres, se arrastró hacia adelante desprendiendo la bandolera de alrededor de su pecho y la envolvió en torno al peñasco que estaba a su lado.
—Buena suerte, Oom Paul —le dijo un hombre.
—Igualmente, Hendrik —le contestó mientras colocaba la mira posterior de su máuser en los mil metros, luego colocó el rifle sobre la piedra que tenía delante de él.
—Ahora están cerca murmuró el hombre de al lado.
—Muy cerca. Buena suerte y apunta bien. Repentinamente la tormenta cesó y se hizo el silencio, un enorme y doloroso silencio más extraño que el zumbido y el aullido de los cañones. El polvo y el humo se abrieron en las cimas y después de esa bruma el sol brilló ardiente sobre los cerros y la llanura dorada, chispeó con un brillo cegador en las aguas del Vaal, e iluminó cada pequeña figura caqui con tremenda intensidad, extendiendo sus sombras oscuras detrás de ellos.
Llegaron a la línea de marcas.
Leroux levantó el rifle. Había un hombre al que había estado observando, un hombre que caminaba un poco por delante de su fila. Dos veces Leroux le había visto detener y gritar una orden a los que le seguían.
—Tú primero, amigo. —Y colocó al oficial en su mira, manteniéndolo cuidadosamente en la muesca y con el punto oscureciendo su pecho. Suavemente quitó el seguro del gatillo y la culata le pegó en el hombro. Con el rechinante y característico crujido del máuser lastimándole los oídos, Leroux observó caer al hombre sobre la hierba.
»Ja —dijo y volvió a cargar.
Esta vez no fue una descarga simultánea, ni el continuo y feroz crujido que se había escuchado en Colenso, sino un tableteo cuidadoso y continuado que demostraba que cada tiro estaba bien dirigido, y los rifles de los bóers comenzaron la caza.
—Han aprendido —murmuró Leroux mientras la caja vacía de su cargador saltaba entre las rocas—. Aprendieron bien. —Y mató a otro hombre. Desde dos lugares, sobre el acantilado, las ametralladoras Maxim comenzaron sus explosiones y frenético martilleo.
Antes de llegar a la segunda fila de marcas, la primera línea de la infantería ya no existía, estaba desparramada sobre la hierba, completamente aniquilada por la tremenda seguridad de los rifles bóer. La segunda línea pasó sobre ellos y se acercó sin vacilar.
—Mírenlos venir —gritó un hombre un poco más abajo. Aunque lo habían visto una docena de veces antes, todos aquellos hombres harapientos estaban asombrados por el avance, pasivo, impersonal de la infantería británica.
—Estos hombres no luchan para vivir sino para morir —murmuró el hombre situado al lado de Leroux.
—Entonces ayudémosles a morir —gritó Leroux.
Y debajo de él sobre la llanura, las lentas filas inexorables avanzaban hacia la tercera hilera de marcas.
—Tiren, kerels. Tiren bien —rugió Leroux, ya que ahora alcanzaba a ver las bayonetas. Colocó una caja de proyectiles en el cargador y con la palma de la mano se secó las gotas de sudor de las cejas, adelantó el rifle y derribó a cuatro hombres con los seis tiros siguientes. Entonces notó el cambio. En un lugar la línea se hinchó al comenzar a correr los hombres hacia adelante, mientras que en los flancos vaciló y se desintegró a la vez que otros retrocedían o se agachaban detrás de unos refugios lamentablemente inadecuados.
—Están rompiendo filas —aulló excitado Leroux—. No van a alcanzar las lomas.
El avance se detuvo, incapaz de soportar más la paliza que estaban recibiendo; los hombres se volvieron atrás o se echaron a tierra mientras los oficiales se apresuraban a incitarlos a continuar. Al hacerlo descubrían su situación a los rifles bóers y a esa distancia no sobrevivieron mucho tiempo.
—Están acabados —gritó Leroux, y un débil vitoreo se escuchó por el acantilado mientras el fuego bóer aumentaba de volumen, cayendo sobre la tremenda confusión de un asalto fallido de la infantería.
»Disparen, kerels. Sigan disparándoles. —Las filas siguientes pasaron a las delanteras, luego a su vez vacilaron y abandonaron al alcanzarles el fuego de los Maxim y de los máuseres.
En la llanura una corneta comenzó a lamentarse, y mientras gemía, cesó el último avance espasmódico del asalto, y la retirada corrió saltando sobre los muertos y los heridos.
Una sola granada pasó por encima de las cabezas para estallar en el valle e, inmediatamente, como si lo hicieran con frustrada furia, los cañones volvieron a castigar el promontorio. Pero entre el estallido de las granadas quinientos bóers vitoreaban, reían y movían los rifles burlándose de la infantería en retirada.
¿Qué ha pasado en el río? preguntó Leroux en medio de el tumulto, al cabo de un rato llegó la respuesta No han llegado al río. También allí se han desbordado.
Leroux levantó el sombrero y se enjugó el sudor y el polvo de la cara. Luego miró la puesta de sol.
—Dios Todopoderoso, te damos gracias por este día. Te pedimos misericordia y que nos guíes en los días por venir.
El cañoneo barrió los cerros como la marea de un mar embravecido hasta que llegó la noche. Entonces, en medio de la oscuridad vieron los fuegos de los campamentos británicos desparramados como un jardín de flores amarillas sobre la llanura que los rodeaba.
—Debemos escapar esta noche. —Leroux miró a Zietsmann a través del fuego.
—No —el viejo habló suavemente, sin mirarlo.
—¿Por qué? —exigió Leroux.
—Podemos aguantar en estos cerros. No pueden echarnos de aquí.
Ja, podemos quedarnos aquí mañana, dos días, una semana, pero luego estaremos acabados. Hoy hemos perdido cincuenta hombres en el bombardeo.
—Ellos han perdido cientos. El Señor los castigó y perecieron. —Zietsmann lo miró y su voz cobró fuerza.
Nos quedaremos en este lugar y confiaremos en el Señor.
—Hubo un murmullo de asentimiento entre los que le escuchaban.
—Menheer —Leroux se cubrió los ojos un momento, apretándoselos con los dedos para detener el terrible dolor. Estaba descompuesto por la lidita y cansado, hasta lo más profundo de su alma. Sería más fácil quedarse. No habría deshonor porque habían luchado como ningún hombre lo había hecho. Dos días más y terminarían sin deshonrarse. Se quitó la mano de la cara—. Menheer, si no escapamos esta noche, no podremos hacerlo nunca. Para mañana no tendremos la fuerza necesaria.
Se detuvo porque le faltaban las palabras, trabadas en un cerebro adormecido por la lidita y el martilleo de los cañones. Se miró las manos y observó las llagas que supuraban en sus muñecas. No habría deshonor. Lucharían por última vez y luego todo acabaría.
—Pero no es un problema de honor —murmuró. Luego se incorporó mientras los otros lo miraban en silencio ya que iba a hablar. Abrió las manos como suplicando y la luz del fuego encendió su cara desde abajo, dejando los ojos en la sombra, como los oscuros agujeros de una calavera. Se quedó así un momento, y los harapos le colgaban sobre el delgado cuerpo gastado.
»Bóers… —comenzó a decir. Pero las palabras no salieron. No había nada más que la necesidad de continuar. Dejó caer las manos a los costados del cuerpo—. Me voy —dijo simplemente—. Cuando la luna desaparezca me iré. —Y se alejó del fuego. Uno por uno, otros hombres se levantaron y lo siguieron, y todos eran hombres de su comando.
Seis hombres se encontraban agachados en círculo y miraban la luna que se escondía tras los cerros. Detrás de ellos los caballos estaban ensillados y los rifles salían de sus fundas. Al lado de cada uno de los seiscientos caballos había un hombre acostado totalmente vestido, envuelto en sus mantas y tratando de dormir. Aunque los caballos piafaban y se movían incansablemente, no había ni relinchos ni ruidos ya que todos estaban cuidadosamente amordazados.
—Vamos a repetirlo, para que todos recuerden su parte. —Leroux miró el círculo—. Yo iré primero con cien hombres y seguiré el río hacia el este. ¿Cuál es tu ruta, Hendrik?
—Hacia el sur, por entre las caballerías hasta el alba, luego dar vuelta hacia las montañas.
Leroux asintió y le preguntó al otro hombre:
—¿Y la tuya?
—Hacia el oeste por el río.
—Ja, ¿y la tuya?
Les preguntó a todos por turno y una vez que todos le hubieron contestado añadió:
—El lugar de reunión es el viejo campamento, al lado del cerro de Inhlozana. ¿De acuerdo?
Y esperaron, mirando la luna y escuchando a los chacales disputándose los cadáveres británicos de la llanura. Cuando la luna se escondió detrás de los cerros, Leroux se incorporó inflexible.
—Totsiens, kerels. Buena suerte para todos. Tomó las riendas de su caballo y lo condujo hacia el Vaal, mientras en silencio cien hombres lo seguían con sus caballos. Al pasar la única carreta al lado del Padda, el viejo Zietsmann lo estaba esperando y se acercó llevando una mula de carga.
—¿Se van? —preguntó.
Ja, menheer. Debemos partir.
—Dios los acompañe. —Zietsmann extendió la mano y se la estrecharon rápidamente.
—La mula está cargada, llévese el dinero. Nosotros no lo necesitaremos aquí.
—Gracias, menheer. —Leroux hizo señas a uno de sus hombres para que tomara la mula—. Buena suerte.
—Buena suerte, general. —Zietsmann empleó su título por primera vez y Leroux bajó al perímetro de sus defensas y salió a la llanura donde esperaban los ingleses.
Cuando la primera pálida promesa del alba apareció en el cielo, ya habían pasado las líneas enemigas, aunque dos veces durante la noche varios fieros estallidos de fuego en la oscuridad, detrás, a lo lejos, les indicaron que no todos los grupos que escapaban habían sido tan afortunados.
Sean y Saul estaban al lado del carrito y Mbejane les llevó café.
—Dios mío, hace suficiente frío como para helar el asa de una taza de bronce. —Sean ahuecó las manos alrededor del jarro y sorbió ruidosamente.
—Por lo menos tienes un gorro para mantener la punta caliente —retrucó Saul—. Más vale que nos empecemos a mover antes de helarnos del todo.
—Amanecerá dentro de una hora —asintió Sean—. Debemos comenzar a caminar. —Y llamó a Mbejane—. Apaga el fuego y tráeme el caballo.
En fila doble, con el carrito bamboleándose en la retaguardia, comenzaron la ronda exterior de su patrulla. Los últimos cuatro días habían recorrido el mismo territorio la misma cantidad de veces, girando adelante y atrás por la zona que Acheson les había asignado. La hierba estaba quebradiza a causa de la helada y crujía debajo de los cascos de los caballos.
Mientras delante de ellos los rastreadores zulúes abrían la marcha como perros de caza, y detrás los soldados se amontonaban miserablemente, Sean y Saul volvieron a empezar la interminable discusión desde el punto donde habían abandonado la noche anterior. Ya habían llegado tan adelante en el futuro que estaban hablando de una federación con gobierno responsable que comprendería todo el territorio al sur de Zambesi.
—Eso es lo que Rhodes viene proponiendo desde hace diez años —indicó Saul.
—No quiero saber nada de ese astuto canalla —dijo enfáticamente Sean—. Nos mantendrá atados toda la vida a las tiras del delantal de Whetehall; cuanto antes nos quitemos de encima a él y a Milner, mejor.
—¿Quieres librarte del gobierno imperial? —preguntó Sean.
—Por supuesto, terminemos esta guerra y mandémolos de vuelta por mar. Podemos arreglárnoslas solos.
—Coronel, me parece que está luchando en el lado equivocado —indicó Saul, y Sean rió.
—Pero en serio, Saul… —Nunca pudo terminar, Mbejane apareció saliendo de la oscuridad con silenciosa decisión, de modo que Sean detuvo el caballo y sintió levantársele los pelos de los brazos por la excitación.
—¿Mbejane?
—Mabuna.
—¿Dónde? ¿Cuántos?
Escuchó la apurada explicación de Mbejane, luego se volvió al sargento mayor Eccles, que respiraba pesadamente sobre el cuello de Sean.
—Sus pájaros, Eccles. Alrededor de cien de ellos, a mil quinientos metros por delante y viniendo justo hacia nosotros. —La voz de Sean estaba ronca por la misma excitación que hacía retorcerse los bigotes de Eccles como un agitado molino en el óvalo de su cara—. Hay que desplegarse en una línea. En la oscuridad van a caer justo sobre nosotros.
—¿Desmontados, señor?
—No —contestó Sean—. Cargaremos sobre ellos en cuanto aparezcan. Pero por el amor de Dios, mantengan el silencio.
Mientras Sean esperaba con Saul a su lado, las dos filas de soldados se abrieron a ambos lados. No hubo charla; solamente el golpear de las herraduras sobre la roca, el roce de los hombres quitándose los abrigos y el suave golpeteo y crujido de las recámaras que se abrían y cerraban.
—Otra vez en la brecha, queridos amigos murmuró Saul, pero Sean no le contestó porque estaba luchando con su miedo. Incluso en el frío del amanecer sus manos estaban húmedas. Se las secó sobre los costados de los pantalones y sacó el rifle de la funda.
¿Y las Maxim? preguntó Saul.
—No hay tiempo de prepararlas. —Sean supo que su voz sonaba ronca y se aclaró la garganta antes de proseguir—: No las necesitaremos, somos seis contra uno.
Miró a lo largo de la silenciosa línea de sus hombres,
una raya oscura en contraste con la hierba que se aclaraba con el alba. Vio que todos sus soldados se inclinaban hacia adelante en la montura con el rifle sobre las rodillas. La tensión era tangible en la semioscuridad; incluso los caballos estaban contagiados, se movían debajo de los jinetes agitando el cuerpo, cabeceando impacientes. «Por favor, Dios, no los dejes relinchar ahora».
Y miró hacia adelante tratando de penetrar la oscuridad. Esperando con su propio miedo y el miedo de sus hombres, tan fuerte que los bóers seguramente lo podrían oler.
Un parche de mayor oscuridad, adelante y un poco a la izquierda. Sean lo miró unos segundos y lo vio moverse lentamente, como la sombra de un árbol a la luz de la luna en medio de la llanura.
—¿Estás seguro de que son bóers? —susurró Saul, y la duda, asaltó a Sean. Mientras dudaba, la sombra se extendió hacia ellos y ahora oía los cascos.
¿Eran bóers? Desesperadamente buscó algún signo que le permitiera dejar la carga. ¿Son bóers? Pero no había signo alguno, sólo la oscuridad que se adelantaba y los pequeños ruidos que la acompañaban, el crujido y el sonido en medio del alba.
Ahora estaban cerca, a menos de cien metros, aunque era imposible decirlo porque la oscura masa móvil parecía flotar hacia ellos.
—Sean… —el susurro de Saul fue cortado por el nervioso y agudo relincho de su caballo. El sonido fue tan inesperado que Sean oyó sobresaltarse al hombre situado a su lado. Casi inmediatamente llegó la señal esperada por Sean.
—Wie’s daar? —La pregunta fue formulada en el gutural idioma del Taal.
—Cargar —gritó Sean, y espoleó su caballo. Inmediatamente toda la línea saltó para arrojarse sobre los bóers.
Adelante con los cascos batiendo el pasto, adelante con los gritos, con el continuo resonar de los rifles que chispeaban a lo largo de la línea. Mientras su miedo quedaba abandonado detrás, Sean avanzaba a fuerza de espuela. Enderezando la culata de su rifle debajo de la axila, disparaba a ciegas, uniendo su voz al grito de seiscientas más; apenas un poco más adelante y en el centro de la carga, cayó sobre los bóers con su comando.
Estos rompieron filas antes de la carga. Tenían que romper filas porque no podían contenerla. Giraron y dirigieron a sus cansados caballos hacia el sur.
—Agrúpense —gritaba Sean—. Agrúpense conmigo. —Y su línea se acortó mientras cargaban rodilla contra rodilla en una sólida pared de hombres, caballos y disparos delante de la cual los bóers huían con salvaje desesperación.
Justo frente a Sean yacía un caballo malherido que luchaba por levantarse con el jinete atrapado debajo. Atascado en la línea, Sean no podía girar.
—Arriba, muchacho —gritó, y levantó con la rodilla y las manos al caballo pasando el obstáculo y dando un traspié al caer. Luego otra vez hacia adelante en el clamor urgente y competidor de la carga.
—Estamos ganando terreno —aulló Saul—. Esta vez los tenemos.
El caballo del costado de Sean metió la pata en un agujero y cayó. Se le rompió la pata con el crujido de un disparo. El soldado fue arrojado a lo alto, dando vueltas en el aire al caer. La línea se cerró para llenar el hueco y siguió galopando sobre la llanura.
—Hay un promontorio más adelante —gritó Sean al verlo asomar contra el cielo del amanecer—. No los dejen alcanzarlo. —Y le clavó a su caballo las espuelas en las costillas.
—No los alcanzaremos, se van a meter entre las piedras —le advirtió Saul.
—Maldición. Maldición —gruñó Sean. En los últimos minutos la luz se había hecho mayor. El amanecer en África llega en seguida una vez que comienza. Veía claramente a los bóers que iban delante meterse entre las rocas, tirarse de los caballos y buscar refugio.
—Más rápido —gritó angustiado Sean—. Más rápido. —Y vio la oportunidad de éxito escapársele de la mano. Ya los máuseres estaban contestando desde las laderas del promontorio, y los últimos hombres estaban abajo y se escurrían por entre las rocas. Los caballos sueltos se volvieron salvajemente corriendo hacia la carga de los hombres de Sean, con los estribos vacíos meciéndose y los ojos agrandados por el terror, forzando a sus hombres a apretarse uno contra otro, dispersando la fuerza del ataque. Una mula de carga suelta con una pequeña bolsa de cuero sobre el lomo trepó por entre las rocas hasta que una bala perdida la mató y rodó dentro de una hondonada. Pero nadie la vio caer.
Sean sintió que su caballo tropezaba y lo tiró con tal violencia que los estribos de cuero se rompieron como algodón y salió disparado hacia arriba. Quedó colgado durante un instante y luego cayó y dio en el suelo con el pecho, un hombro y un lado de la cara.
Mientras se encontraba en el suelo la carga se arrojó contra el promontorio como una ola, luego retrocedió y giró en medio de una confusión. Sean apenas notaba los cascos que pasaban al lado de su cabeza, el sonido de los máuseres y los gritos de los hombres barridos por ellos.
—Desmonten. Bajen y síganlos. —La voz y el tono de Saul lo despertaron. Con las manos debajo del pecho se incorporó hasta quedar sentado. El costado de la cara le quemaba donde la piel había sido desgarrada, le sangraba la nariz y la sangre hacía una pasta arenosa con la tierra que le había entrado a la boca. Su brazo izquierdo estaba dormido hasta el hombro y había perdido el rifle.
Estúpidamente trató de escupir la suciedad que le llenaba la boca mientras miraba el caos que lo rodeaba, tratando de entenderlo. Sacudió la cabeza para estimular la apatía de su cerebro, mientras alrededor de él los hombres eran derribados a boca de jarro por los máuseres.
—Desmonten. Desmonten. —La urgencia de la voz de Saul hizo que Sean se pusiera de pie tambaleándose.
—Desmonten, desgraciados. —Coreó el grito—. Bajen y persíganlos. —Un caballo lo rozó y dio un traspié, pero mantuvo el equilibrio. El soldado se resbaló cayendo al lado de Sean.
—¿Está bien, coronel? —se acercó a enderezar a Sean, pero un proyectil le dio en el pecho debajo del brazo y lo mató instantáneamente. Sean miró el cuerpo y sintió que el cerebro volvía a su lugar.
—Hijos de puta —gritó, y arrancó el rifle del hombre, luego rugió—: Vengan. Síganme. —Y los condujo fuera del matadero de caballos hacia las rocas.
En la siguiente media hora, inflexible e irresistiblemente, usaron su superioridad numérica para hacer subir a los bóers por el promontorio al retroceder. Cada saliente de rocas era una fortaleza que había que asaltar y pagar en sangre. En un frente de quizá doscientos metros, el ataque se convirtió en una serie de refriegas aisladas sobre las que Sean no podía mantener el mando. Reunió a los hombres que estaban cerca y pelearon abriéndose paso de peñasco en peñasco hacia la cima, mientras los hombres que se enfrentaban a ellos mantenían cada posición hasta el último momento y luego retrocedían a la más cercana.
La cima del collado estaba achatada como una fuente con quince metros de caída vertical a ambos lados, y finalmente sesenta hombres alcanzaron esa fortaleza natural y la mantuvieron con la decisión de quien sabe que lucha por última vez. Dos veces arrojaron a los británicos del borde de la fuente y los mandaron tropezando y resbalando hacia atrás, al refugio de la roca de más abajo. Después del segundo rechazo un silencio pesado y poco natural cayó sobre el collado.
Sean estaba sentado de espaldas a una roca y tomó la cantimplora que le ofreció un cabo. Se enjuagó la sangre y la saliva congeladas de la boca y lo escupió todo sobre la tierra, a su lado. Entonces inclinó la botella y tragó dos veces con los ojos bien cerrados por el intenso placer de la bebida.
—Gracias —y devolvió la botella.
—¿Más? —preguntó el cabo.
—No. —Sean sacudió la cabeza y miró hacia atrás por la ladera.
El sol estaba bien alto, arrojando largas sombras detrás de los caballos que pastaban a lo lejos sobre la sabana. Pero al pie de la ladera se encontraban los animales muertos, la mayoría de costado con las piernas estiradas y rígidas. Las mantas se habían abierto cubriendo la hierba con las patéticas posesiones de los muertos.
Los hombres vestidos de caqui y marrón eran tan poco notorios como si se tratara de pilas de hojas secas sobre la tierra; la mayor parte eran británicos, pero aquí y allá se encontraba un bóer cultivando la amistad de la muerte.
—Mbejane —Sean lo llamó suavemente—, encuentra a Nkosi Saul y tráelo a verme.
Miró cómo el zulú se levantaba y se arrastraba alejándose. Mbejane había quedado atrás al iniciar ese salvaje galope, pero antes de que Sean estuviera por la mitad de la ladera del promontorio, lo había encontrado arrodillado dos pasos más atrás, listo, con una bandolera de municiones para cuando Sean la necesitara. No habían hablado hasta ese momento. Entre ellos las palabras muy pocas veces eran necesarias.
Sean se palpó la raspadura en carne viva de la cara y escuchó la conversación apagada de los hombres que lo rodeaban. Dos veces oyó claramente las voces de los bóers de la fuente y una vez oyó reír a un hombre. Estaban muy cerca y Sean se movió incómodo bajo la roca.
En minutos Mbejane estuvo de vuelta, Saul se arrastraba detrás. Cuando vio la cara de Sean, la expresión de Saul cambió.
—¿Qué tienes en la cara? ¿Estás bien?
—Me corté al afeitarme —le sonrió Sean—. Siéntate,
ponte cómodo.
Saul se arrastró los metros que faltaban y se acomodó contra la roca de Sean.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Descansamos diez minutos y volvemos arriba —le contestó Sean—. Pero esta vez será un poco más provechoso. Quiero que te pongas en el lado opuesto del promontorio con la mitad de los hombres. Llévate a Eccles. Atacaremos todos sus frentes al mismo tiempo. Cuando estés colocado dispara tres tiros en rápida sucesión y luego cuenta lentamente hasta veinte. Yo te apoyaré desde este lado.
—Bien —asintió Saul—. Tardaré un poco en dar la vuelta; no te impacientes. —Y cuando se arrodilló y se inclinó para tocar el hombro de Sean sonreía.
Sean siempre lo recordaría así: con la gran boca doblada en las comisuras, sonriendo con blancos dientes a través de una barba de tres días, el sombrero plano tirado hacia atrás, de modo que el cabello le caía sobre la frente, y la piel tostada pelándosele en la punta de la nariz.
La roca de detrás de ellos estaba rajada. Si Saul no se hubiera inclinado para hacer el gesto de afecto, no se hubiera expuesto.
El tirador del acantilado había visto el ala de su sombrero por encima de la roca y mantuvo la mira en la rajadura. En el momento en que Saul tocó con los dedos el hombro de Sean su cabeza se vio a través del hueco y el bóer disparó.
El proyectil le dio en la sien derecha; fue en diagonal hacia atrás, atravesándole la cabeza, y salió por detrás de su oreja izquierda.
Sus caras estaban a cincuenta centímetros de distancia y Sean miraba sonriendo los ojos de Saul cuando el tiro dio en el blanco. Toda la cabeza de Saul se distorsionó por el impacto, hinchándose y estallando como un globo. Los labios se le estiraron de modo que por un momento su sonrisa fue una espantosa mueca resbaladiza, y después lo arrojó de costado ladera abajo. Se deslizó hasta detenerse con la cabeza y hombros misericordiosamente cubiertos por una mata de maleza gris, pero el tronco le temblaba y las piernas bailoteaban y pateaban convulsamente.
Durante unos lentos diez segundos Sean no se movió ni alteró su expresión. Todo ese tiempo tardó en creer lo que había visto. Entonces su cara pareció derrumbarse.
—Saul —la voz parecía un graznido—. Saul —elevó la voz, agudizada por la seguridad de su pérdida.
Lentamente se arrodilló. Ahora el cuerpo de Saul estaba quieto, muy quieto y relajado.
Otra vez abrió la boca, pero esta vez el sonido era inarticulado. Igual que un viejo búfalo brama cuando recibe un tiro en el corazón, así dio curso Sean a su pena. Un bajo grito tembloroso que llegó hasta los hombres que lo rodeaban en las rocas y hasta los bóers sitiados arriba, en la fuente.
No intentó tocar a Saul. Lo miraba fijo.
—Nkosi. —Mbejane estaba espantado por lo que veía en la cara de Sean. Tenía la chaqueta endurecida por su propia sangre seca. La raspadura de su mejilla estaba hinchada e inflamada y le caía una acuosidad pálida. Pero lo que alarmó a Mbejane fueron sus ojos.
—Nkosi. —Mbejane trató de detenerlo, pero Sean no lo escuchó. Los ojos le brillaban con la locura que había tomado el lugar de su pena. Con la cabeza metida entre los hombros gemía como un animal—. Atrápenlos, atrapen a esos canallas. —Y se levantó y pasó sobre la roca en un salto zigzagueante llevando el rifle con su bayoneta calada aferrado contra el pecho.
Vengan rugió, y subió tan rápido la ladera que solamente le dio un proyectil. Pero eso no le detuvo y pasó por el borde, gritando, acuchillando y cortando con la bayoneta. Desde las rocas, cuatrocientos hombres se apretaron detrás de él y se desparramaron sobre el borde de la fuente. Pero antes de alcanzar a Sean, éste estaba cara a cara con Jan Paulus.
Esta vez no eran contrincantes. Jan Paulus estaba gastado y enfermo. Era un delgado esqueleto del hombre que había sido. Su rifle estaba vacío, y se le atascó el cargador. Miró y reconoció a Sean. Lo vio alto y manchado de sangre. Vio la bayoneta en sus manos y la locura en sus ojos.
—Sean —exclamó, y levantó el rifle vacío para contener la bayoneta. Pero no pudo hacerlo. Con todo el peso de Sean detrás, la bayoneta desvió el rifle y entró. Jan Paulus sintió el escozor del filo del acero a través de su carne resistente y cayó de espaldas con la bayoneta clavada.
—Sean —gritó en su caída. Sean se inclinó sobre él y le quitó la bayoneta. La levantó con ambas manos,
todo el cuerpo en posición de hundirla nuevamente. Se miraron uno al otro. La carga de los británicos pasó a su lado y se quedaron solos. Había un hombre herido en el suelo y otro hombre herido sobre él con la bayoneta calada y la locura dentro.
El vencido había luchado, sufrido y sacrificado las vidas de los que amaba.
El vencedor, encima de él, había luchado, sufrido y sacrificado las vidas de los que amaba.
Era el juego de la guerra. El premio era una tierra.
La pena por ser derrotado, la muerte.
—Maak dit klaar. Termina de una vez le dijo tranquilamente Leroux. La locura desapareció como la llama de una vela dentro de Sean. Bajó la bayoneta calada y la dejó caer. La debilidad de su herida lo atacó y se tambaleó. Con sorpresa miró hacia su vientre y apretó las manos sobre la herida, y se hundió al lado de jan Paulus.
En la cima la lucha había terminado.
—Estamos listos para marchar, señor. —Eccles estaba al lado del carrito y miraba a Sean. Escondía su preocupación tras un impresionante ceño—. ¿Está usted cómodo?
—¿Quién está a cargo del entierro, Eccles? —Sean ignoró la pregunta anterior.
—Smith, señor.
¿Le ha hablado de Saul, del capitán Friedman?
—Sí, señor. Lo enterrarán separado de los demás.
Sean se incorporó sobre un hombro y durante un minuto miró los dos grupos que trabajaban desnudos hasta la cintura en las tumbas comunes. Más allá se encontraban las hileras de paquetes envueltos en mantas. «Una buena jornada», se dijo amargamente.
¿Comenzamos, señor? preguntó Eccles.
—¿Le ha comunicado a Smith mis órdenes? Los bóers deberán ser enterrados con sus camaradas, nuestros hombres con los suyos.
—Todo está arreglado, señor.
Sean se recostó sobre el acolchado que cubría el fondo del carrito.
—Por favor, dígale a mi sirviente que venga, Eccles. Mientras esperaba a Mbejane, Sean trató de evitar todo contacto con el hombre que yacía a su lado en el carrito. Sabía que Jan Paulus lo miraba.
—Sean, menheer, ¿quién dirá las oraciones por mis hombres?
—No tenemos capellán —Sean no lo miró.
Yo podría decirlas.
—General Leroux, pasarán otras dos horas antes de terminar el trabajo. Usted está herido y mi deber es llevar a esta columna con los otros heridos de vuelta a Vereeniging tan pronto como pueda. Dejamos los detalles del entierro, y cuando terminen nos alcanzarán. —Sean hablaba apoyado de espaldas, mirando al cielo.
—Menheer yo exijo… —comenzó Jan Paulus, pero Sean se volvió hacia él con enfado.
—Escúcheme, Leroux. Le he dicho lo que voy a hacer. Las tumbas serán cuidadosamente marcadas y más tarde el comisionado enviará a un capellán.
Había muy poco espacio en el carrito y los dos eran hombres corpulentos. Ahora, al mirarse, sus caras estaban a treinta centímetros de distancia. Sean hubiera continuado hablando pero, al abrirse la herida de su vientre lo hizo estremecerse. El sudor le brotó rápidamente de la frente.
—¿Estás bien? —le preguntó Jan Paulus cambiando de expresión.
—Me encontraré mejor cuando hayamos llegado a Vereeniging.
—Ja, tienes razón. Debemos partir —asintió Leroux. Eccles volvió con Mbejane.
—Nkosi, ¿me ha mandado llamar?
—Mbejane, quiero que te quedes y marques el lugar en el que está enterrado Nkosi Saul. Recuérdalo bien porque más adelante tendrás que traerme —murmuró Sean.
—Nkosi —Mbejane se alejó.
—Muy bien, Eccles. Podemos partir.
Era una columna larga. Detrás de la vanguardia iban los prisioneros, muchos montados de dos en dos. Luego seguían los heridos, cada uno en una litera arrastrada por un caballo y hecha de postes y frazadas, detrás de ellos el carrito y finalmente Eccles con doscientos soldados en la retaguardia. Su avance era lento y dificultoso.
Ninguno de los dos volvió a hablar en el carrito. Estaban doloridos, tratando de mantenerse quietos entre los bandazos y saltos, mientras el sol caía sin misericordia sobre ellos.
En ese estado de somnolencia provocado por la pérdida de sangre y el dolor, Sean pensaba en Saul. Algunas veces se convencía de que no había ocurrido nada y experimentaba un alivio como si se hubiera despertado de una pesadilla y Saul estuviera vivo después de todo. Luego su mente volvía a enfocar la realidad y Saul volvía a morir. Saul envuelto en una manta, con la tierra encima, y todo lo que habían planeado, estaba allí abajo con él. Entonces Sean volvía a luchar contra lo que no tenía respuesta.
—Ruth —gritó en voz alta, haciendo moverse incómodo a Jan Paulus a su lado.
—¿Estás bien, Sean?
Pero Sean no lo escuchaba. Ahora estaba Ruth. Ahora solamente estaba Ruth. Entonces se alegró de la pérdida, una alegría ahogada de inmediato por la culpa. Durante un instante se había alegrado de la muerte de Saul, y su traición le daba náuseas y le dolía el tiro del vientre. Pero todavía estaba Ruth, y Saul estaba muerto. No debo pensar así, no debo pensar. Y luchó por sentarse agarrado en el costado del carrito.
Acuéstate, Sean —le dijo suavemente Jan Paulus—. Vas a volver a sangrar.
—Tú —le gritó Sean. Tú lo mataste.
—Ja —asintió Leroux metiendo la roja barba en el pecho—. Yo los maté, pero tú también, todos nosotros. Ja, los hemos matado. —Y se estiró para tocar el brazo de Sean, haciéndolo recostar sobre las mantas—. Ahora estáte quieto, o te enterraremos también a ti.
—Pero ¿por qué, Paul? ¿Por qué? preguntó despacio Sean.
—Qué importa el porqué. Están muertos.
—Y ahora ¿qué pasará? —Sean se tapó los ojos para resguardarlos del sol.
—Seguimos viviendo. Eso es todo, seguimos viviendo. —Pero ¿por qué fue? ¿Por qué peleamos?
—No lo sé. Una vez lo supe muy claramente, pero ahora he olvidado la causa —comentó Leroux.
Se quedaron un buen rato en silencio y luego comenzaron a hablar nuevamente. Buscando juntos las cosas que tomarían el lugar de lo que había llenado sus últimos tres años.
Dos veces durante la tarde la columna se detuvo apenas el tiempo suficiente para enterrar hombres que habían muerto de sus heridas. Y cada una de estas muertes, una de un bóer y otra de un soldado, hicieron más conmovedor el objeto de la charla del carrito.
Al atardecer encontraron una patrulla que exploraba delante de las grandes columnas que volvían del río Padda. Un joven teniente se acercó al carrito y saludó a Sean.
—Tengo un mensaje para usted del general Acheson,
señor.
—¿Sí?
—Ese tipo Leroux escapó del Padda. Zietsmann, el otro dirigente, murió pero Leroux escapó.
—Este es el general Leroux —le dijo Sean.
—Por Dios —miró a Leroux—. Lo atrapó. Quiero decir, muy bien, señor. Lo felicito. —Durante los últimos dos años, Jan Paulus se había convertido en una leyenda para los ingleses, así que el teniente lo miraba con franca curiosidad.
—¿Y el mensaje? —le espetó Sean.
—Perdón, señor. —El joven apartó la vista de Jan Paulus—. Todos los otros dirigentes bóers se reunirán en Vereeniging. Debemos darle escolta hasta la guarnición. El general Acheson quería que usted se ocupara de la oferta, pero ahora no será difícil. Muy buen trabajo, señor.
—Gracias, teniente. Por favor, dígale al general Acheson que mañana estaremos en Vereeniging.
Observaron a la patrulla alejarse y desaparecer tras una loma.
—Así es la rendición —gruñó Leroux.
—No —lo contradijo Sean—, es la paz.
La escuela primaria de Vereeniging había sido convertida en hospital de oficiales. Sean se encontraba sobre el catre de campaña y miraba el retrato del presidente Kruger que estaba colgado en la pared frente a él. Así posponía el momento de continuar la carta que estaba escribiendo. Por el momento sólo había puesto la dirección, la fecha y el saludo: «Mi querida Ruth».
Hacía diez días que la columna había vuelto a la llanura. También hacía diez días que los cirujanos lo habían abierto y habían ligado las partes del tubo digestivo que el proyectil había interrumpido. Escribió: «En este momento estoy en camino de recuperarme de una pequeña herida recibida hace dos semanas en el río Vaal, así que por favor no se fije en mi actual dirección (comenzó un nuevo párrafo).
»Dios sabe que desearía que las circunstancias por las que escribo fueran menos penosas para los dos. Ya debe haber recibido la comunicación oficial de la muerte de Saul, así que no puedo agregar nada más que decirle que murió en un acto de gran valor. Cuando estaba a punto de dirigir una carga de bayoneta le dispararon y le mataron en el acto.
»Sé que querrá estar sola con su dolor. Pasarán algunas semanas antes que los médicos me permitan viajar. Cuando llegue a Pietermaritzburg espero que estará lo suficientemente repuesta como para permitirme visitarla, con el deseo de poder ofrecerle algo de consuelo.
»Espero que la pequeña Tormenta continúe creciendo en peso y belleza. Estoy ansioso por verla nuevamente».
Durante un buen rato pensó en la despedida, y finalmente se decidió por «su verdadero amigo». La firmó, la colocó en su sobre y la puso sobre el armario que había al lado de su cama para enviarla.
Luego se recostó sobre sus almohadas y se dejó vencer por el dolor de la pérdida y de la herida de su vientre.
Después de un rato venció su dolor y miró subrepticiamente alrededor de la sala para asegurarse de que no había enfermeras. Entonces levantó la sábana, y su camisa de noche y comenzó a mover el vendaje hasta que dejó expuesta la herida con los duros puntos de pelo de caballo sobresaliendo como los nudos de un alambre tejido. Una expresión de cómico disgusto le curvó los labios. Sean odiaba la enfermedad, pero especialmente odiaba tenerla en su propia carne. El disgusto cedió paso lentamente a una furia inconsistente y miró con reprobración la herida.
—Déjala, viejo Sean, mirarla no va a mejorarla. —Sean había estado tan ensimismado con la endiablada herida de su vientre que no había oído acercarse al que le hablaba. A pesar del bastón y de la renquera que le hacía arrastrar la pierna derecha, Leroux se movía silenciosamente para un hombre tan grande. Se quedó junto a la cama y sonrió con timidez a Sean.
—Paul. —Avergonzado Sean se cubrió.
Ja. Sean, ¿cómo estás?
Voy tirando. ¿Y tú?
Leroux se encogió de hombros.
—Dicen que necesitaré esto durante un tiempo bastante largo. —Golpeó con el regatón de hierro en el suelo—. ¿Me puedo sentar?
—Por supuesto. —Sean se corrió para dejarle el borde de la cama, y Leroux se sentó con la pierna enferma rígida delante de él. Su ropa estaba recién lavada y los puños de su chaqueta remendados; tenía parches en los codos y una larga rajadura abierta en la rodilla de los pantalones había sido unida con puntadas burdas, masculinas.
Se había recortado la barba, y llevaba vendas cubiertas de yodo sobre las llagas abiertas de las muñecas, pero una larga y roja melena le caía hasta el cuello de la chaqueta, y los huesos de su frente y mejillas formaban ángulos duros debajo de una piel seca y tostada por el sol.
—Bueno —dijo Sean.
—Bueno le contestó Leroux, y se miró las manos. Tanto uno como el otro siguieron en silencio, mudos e incómodos, ya que ninguno de los dos era hábil con las palabras.
—¿Quieres fumar, Paul? —Sean buscó los cigarros de su armario.
—Gracias. —Hicieron toda una comedia mientras seleccionaban el cigarro y lo encendían, después volvió a imponerse el silencio y Leroux miró con el ceño fruncido la punta de su cigarro—. Es buen tabaco —gruñó.
—Sí —dijo Sean mirando con igual ferocidad su propio cigarro. Leroux tosió y movió su bastón entre los dedos de la otra mano.
—Toe maar, se me ocurrió venir a verte le dijo. —Me alegro.
—Ajá, entonces estás bien, ¿eh?
—Sí, estoy bien.
—Bueno —asintió filosóficamente Leroux—. Bueno, entonces… —Se levantó lentamente—. Más vale que me vaya. Nos volveremos a reunir dentro de una hora. Jannie Smuts ha venido desde El Cabo.
—Eso he oído. —Incluso hasta el hospital habían llegado los rumores de lo que pasaba en la gran tienda levantada en la plaza de armas cercana a la estación. Bajo la dirección del presidente Steyn los generales bóers estaban resolviendo su futuro. De Wet, Nieman y Leroux, Botha, Hertzog y Strauss, y otros cuyos nombres habían recorrido el mundo durante dos años. Y ahora acababa de llegar el último, Jannie Smuts. Había dejado a su comando sitiando la pequeña ciudad de O’Kiep en el Cabo del Norte y viajado en el ferrocarril inglés. Ahora estaban todos reunidos. Si no habían ganado ninguna otra cosa en estos últimos años desesperados, al menos habían sido reconocidos como dirigentes de los bóers. Esta pequeña banda de hombres cansados y hartos de guerra estaba pactando con los representantes del mayor poder militar de la tierra.
—Ajá, eso me han dicho —repitió Sean, e impulsivamente le extendió la mano—. Buena suerte, Paul. Leroux le tomó la mano y se la estrechó fuerte. Abrió la boca por la fuerza de su emoción.
—Sean, tenemos que hablar. Debemos hablar —estalló.
—Siéntate le dijo Sean y Leroux liberó su mano y volvió a hundirse en la cama.
—¿Qué debo hacer, Sean? —le preguntó—. Tú debes aconsejarme, no esos… no esos del otro lado del mar.
—Ya has visto a Kitchener y a Milner —no era una pregunta ya que Sean conocía la reunión—. ¿Qué te ha pedido?
—Me lo ha pedido todo —dijo con amargura Leroux—. Me piden rendición incondicional.
—¿Lo aceptarás?
Durante un minuto Leroux quedó en silencio, luego levantó la cabeza y miró a Sean a la cara.
—Hasta ahora hemos luchado para vivir —le dijo, y Sean nunca olvidaría lo que vio en aquellos ojos—. Pero ahora lucharemos para morir.
—¿Y qué ganarás con eso? —le preguntó suavemente Sean.
—La muerte es el mal menor. No podemos vivir como esclavos. —La voz de Leroux se levantó—: Esta es mi tierra gritó.
—No —le dijo Sean duramente—. También es mi tierra, y la tierra de mi hijo —y luego su voz se suavizó— y la sangre de mi hijo es tu sangre.
—Pero esos otros, ese Kitchener, el maldito Milner.
—Ellos son un pueblo aparte —dijo Sean.
—Pero tú luchaste a su lado —lo acusó Leroux.
—Yo hice muchas cosas tontas —asintió Sean—. Pero he sacado lecciones de ellas.
—¿Qué estás diciendo? —le preguntó Leroux, y Sean notó el brillo de la esperanza en sus ojos.
«Debo decir esto cuidadosamente —pensó—. Debo ser muy cuidadoso. Respiró hondo antes de responder:
—Tal como están las cosas ahora, tu pueblo está disperso pero vivo. Si sigues luchando los británicos se quedarán hasta aniquilaros. Si te detienes ahora, ellos pronto partirán.
—¿Tú te irás? le preguntó ferozmente.
—No.
—Y tú eres británico. Los británicos se quedarán, tú y los que son como tú.
Entonces Sean le sonrió. Fue tan repentina, tan irresistible esa sonrisa, que tomó a Leroux desprevenido.
—¿Parezco y hablo como un rooinek, Paul? —le preguntó en taal—. ¿Qué parte de mi hijo es bóer y qué parte es británica?
Confundido por el ataque solapado, Leroux lo miró durante un buen rato antes de bajar la vista y juguetear con el bastón.
—Vamos, hombre —le dijo Sean—. Termina con esta tontería. Tú y yo tenemos mucho que hacer.
—¿Tú y yo? preguntó desconfiado Leroux.
—Sí.
Leroux se rió en un repentino y áspero acceso de risa.
—Tú eres un slim Kerel —rugió.
—Tendré que pensar en lo que me has dicho. —Se levantó de la cama y pareció haber crecido. La risa le llenaba las delgadas facciones y arrugaba la nariz—. Tendré que pensar en ello muy cuidadosamente. —Volvió a extender la mano y Sean se la tomó—. Vendré a hablar contigo otra vez. —Se volvió de repente y cojeó por la sala con el bastón golpeando ruidosamente.