El cuartel general del oficial al mando del sector este estaba inteligentemente situado en una cervecería de la calle Plein. El mayor Peterson estaba esperando a Garry cuando éste llegó.
—Hace dos horas que le he avisado, señor.
—Estaba indispuesto —le dijo Garry.
—El viejo Ach no está de muy buen humor hoy, más vale que no lo hagamos esperar más. Vamos.
Peterson lo condujo a lo largo del corredor por donde circulaban los ayudantes y hacia una puerta situada en el extremo opuesto. Golpeó una vez y la abrió. Acheson levantó la mirada de sus papeles de trabajo.
—El coronel Courtney está aquí, señor.
—Gracias, Peterson. Courtney, entre. —De pie, solo, Peterson cerró la puerta y dejó a Garry sobre la gruesa alfombra persa que había frente al escritorio de Acheson.
—Lo he mandado a buscar hace dos horas, Courtney. —Acheson usó la misma reprimenda y Garry movió incómodo la pierna.
—No me encontraba bien esta mañana, señor. He tenido que llamar al médico.
Acheson jugueteó con su bigote blanco mientras examinaba los círculos oscuros aparecidos debajo de los ojos de Garry y el color tiza de su semblante.
—Siéntese —ordenó.
Acheson estaba en silencio, mirándolo. Pero Garry evitó su mirada. Sentía el hormigueo de la bebida de la noche anterior, la piel seca y sensible y se movió en la silla cerrando y abriendo la mano que tenía sobre la pierna.
—Quiero uno de sus hombres —dijo por último Acheson.
—Por supuesto, señor.
—El sargento Courtney. Quiero darle un comando independiente.
Garry se quedó muy quieto.
—¿Sabe a quién me refiero? —insistió Acheson.
—Sí, señor.
—Debería —murmuró secamente Acheson—. Yo personalmente lo recomendé en dos oportunidades para que se le reconocieran méritos. —Jugueteó con la pila de papeles que tenía ante sí.
—Sí, señor. —La mano derecha de Garry se volvió a abrir y cerrar.
—Noté que no reaccionó ante ninguna de mis recomendaciones.
—No, señor.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—No tuve… No creí que la ocasión mereciera más.
—¿Usted pensó que yo no había juzgado bien? —preguntó educadamente Acheson.
—No, señor, por supuesto que no, señor —contestó de inmediato Garry.
—¿Entonces? —Los ojos de Acheson mantenían el color celeste claro, pero parecían muy fríos.
—Hablé con él, lo felicité. Después de Colenso le di permiso.
—Muy decente de su parte, sobre todo teniendo en cuenta las heridas que recibió allí.
—No quise… Verá usted… Es mi hermano. Era difícil, favoritismo… Realmente no podía hacer mucho. —Garry se retorció en la silla, sus manos se levantaron manoteando al aire, como si quisiera buscar palabras allí.
—¿Su hermano? —inquirió Acheson.
—Sí, mi hermano. Yo lo conozco, yo lo conozco y usted no. Usted no tiene ni idea. —Garry sentía el hilo de sus pensamientos desintegrándose, su voz le pareció estridente a él mismo. Tenía que explicar. Tenía que decírselo a Acheson—. Mi pierna —gritó—. Mi pierna.
Mírela. Mírela. El se llevó mi pierna. Usted no lo conoce, es el demonio. El demonio, el demonio. Le digo que es el demonio.
La expresión de Acheson no había cambiado, pero sus ojos eran más fríos, más observadores. Garry tenía que llegar a él y hacerle comprender.
—Anna —los labios de Garry estaban húmedos y con pequeñas burbujas—. Mi mujer, Anna. El le hizo… Todo lo que toca… Usted no puede saber lo que es. Yo lo sé. Es el demonio. Yo traté… yo esperé en Colenso, pero no es posible destruirlo. El es el destructor.
—Coronel Courtney. —La voz de Acheson cortó su monólogo y Garry dio un salto a causa del tono empleado. Se cubrió la boca con los dedos y lentamente volvió a sentarse.
—Sólo quería explicarle… Usted no entiende.
—Eso creo. —Acheson hizo que las palabras sonaran cortas y secas—. Le concedo un permiso indefinido por enfermedad.
—No puede hacer eso. No renunciaré a mi misión.
—No se lo he preguntado —cortó Acheson—. Esta tarde le enviaré los papeles a su hotel. Puede tomar el tren que sale mañana por la mañana hacia el sur. —Pero… Pero, señor…
—Eso es todo, Courtney. Gracias.
Acheson volvió una vez más su atención a los papeles.
Esa noche, Sean pasó dos horas con Acheson, luego volvió al hotel de Candy y encontró a Saul en la sala de billar. Sean eligió un taco. Saul colocó ambas bolas contra el almohadón del extremo y se enderezó.
—¿Bien? —preguntó, mientras Sean ponía tiza al taco.
—Nunca lo creerás.
—Dímelo y déjame juzgarlo.
Sonriendo secretamente, Sean hizo dos carambolas y metió la roja.
—De sargento a mayor, y un comando independiente —anunció.
¿Tú?
—Yo. —Sean dejó escapar una risita y perdió una carambola.
—Deben de estar locos.
—Locos, o no, desde hoy te pondrás de pie en mi presencia, adoptarás un tono respetuoso al hablarme, y perderás ese tiro.
Saul perdió.
—Si eres un oficial y un caballero, ¿por qué no te comportas como tal y mantienes la boca cerrada cuando estoy jugando?
—Tú también has cambiado de categoría. —¿Cómo?
—Ahora eres teniente le informó Sean. —No.
—Con un «gong…
—¿Un «gong»?
—Una medalla, tonto.
—Estoy emocionado. No tengo palabras. —Finalmente, Saul rompió a reír. Era un sonido que alegraba a Sean—. ¿Qué clase de medalla? ¿Y por qué?
—Medalla a la Conducta Distinguida, por la noche del tren.
—Pero, Sean, tú…
Sean lo interrumpió.
—Sí, también me han dado una. El viejo Acheson se ha dejado llevar por la emoción. Ha empezado a colgar medallas y ascensos a todo lo que se movía, con el mismo fervor delicado con que un colocador de carteles pondría avisos de Bovril. Casi le pone una medalla en el pecho al ayudante que entraba con el café.
—¿Te ha invitado a café?
—Y un cigarro —contestó Sean—. Sin reparar en gastos. Eramos como dos amantes en una cita. Constantemente me llamaba «mi querido muchacho».
¿Y qué es ese comando que te ha dado?
Sean colgó el taco y dejó de reír.
—Tú y yo dirigiremos uno de los primeros contracomandos. Unidades pequeñas, con poco equipo para correr y azuzar a los bóers. Acosarlos, cansarlos, perseguirlos hasta que revienten sus caballos y hacerlos moverse hasta que topen con una columna fuerte.
A la mañana siguiente salieron a caballo con el mayor Peterson para inspeccionar la banda de voluntarios que habían reunido para él.
—Gente algo mezclada, me temo, Courtney. Hemos conseguido en total trescientos quince. —Peterson se alegraba un poco tras la disculpa. No había olvidado lo de «música celestial».
—Debe de haber sido difícil —asintió Sean—. Después de todo, sólo tenían doscientos cincuenta mil hombres para elegir. ¿Y los oficiales?
—Lo siento, sólo Friedman. Pero le tengo una absoluta joya. Sargento mayor. Se lo soplamos a los de Dorset. Un tipo de nombre Eccles. De primera, absolutamente de primera.
—¿Y Tim Curtis, el que yo pedí?
—Lo siento otra vez. Han abierto las minas de oro.
Todos los ingenieros han sido retirados del ejército y mandados de vuelta al trabajo.
—Maldición, yo quería que estuviera conmigo. ¿Y las ametralladoras?
—Cuatro Maxim. Hemos tenido una gran suerte al poder conseguirlas.
—¿Caballos?
—Hubo algunos problemas, pero puede ir a remonta, y elegir los que quiera.
Sean continuó incansablemente con sus peticiones y preguntas durante el trayecto hacia Randfontein. Su excitación por el desafío de esa aventura subía constantemente al charlar y discutir. Finalmente lo estaba tomando en serio. Hizo la última pregunta crucial al trotar al lado de los centinelas del gran campamento que el ejército tenía en las afueras de Johannesburgo.
¿Ha decidido Acheson en qué área operaré?
—Sí —Peterson bajó la voz—. Sudeste de Transvaal.
—Allí está Leroux.
—Correcto. El caballero que se encontró con nuestro tren el otro día.
Otra vez Jan Paulus.
Aquí estamos, Courtney.
Un poco separadas del campamento principal había tres hileras de tiendas de lona blanca. Una cocina de rancho humeaba en el extremo, y a su alrededor se encontraban apiñados los guerreros de Sean.
—Por Dios, Peterson. Me dijo algo mezclados. Le ha robado al ejército todos los cocineros y ayudantes. Y ésos, qué son… marineros. Por Dios.
Peterson sonrió ligeramente y se movió en la montura.
—Los reclutamos —admitió—; artillería destacada de rechazo. Ah, aquí viene nuestro sargento mayor.
Eccles se aproximó en columna de a cuatro, fuerte como un toro; bigotes negros, algunos centímetros por encima de uno ochenta y toda su persona en posición de firmes. Peterson los presentó y se midieron uno al otro.
—Buena limpieza tendremos que hacer aquí, señor.
—Tenemos un poco de trabajo que hacer, Eccles.
—Eso es, señor.
—Vamos a comenzar, entonces —y se sonrieron con mutuo respeto y aceptación.
Una semana más tarde estaban listos para partir.
Saul los había bautizado los «Exploradores de Combate de Courtney». Todos estaban bien montados, aunque había algunos estilos interesantes de observar, especialmente entre los delegados de la Marina Real. Comentando al intendente había conseguido un uniforme stándard parecido al de la Brigada Ligera Imperial; sombreros bajos, túnicas caqui y pantalones de montar, bandoleras, polainas y botas. Tenían cuarenta mulas gordas y saludables para carga, cuatro ametralladoras Maxim, y Eccles había entrenado a varios grupos para manejarlas.
Acheson había aprobado la solicitud de Sean de usar como base Charlestown. Consiguió transporte por ferrocarril hasta ese pequeño pueblo cerca de la frontera con Natal, prometió apoyo de las grandes columnas volantes que operaban en el área y le informó a Sean que esperaba grandes cosas de él. Lo hizo sonar a amenaza.
—Pero, querido, ni siquiera te han dado un buen uniforme, pareces un pordiosero. —Candy, que lo miraba vestirse desde la cama doble, tenía opiniones muy definidas acerca de lo que constituía un uniforme verdadero. Debía tener galones de oro y estar condecorado.
Con, digamos, una Estrella de la Charretera sobre rico campo escarlata.
»Mira esos botones, ni siquiera son brillantes.
—A los bóers les gustan las cosas brillantes, son un buen blanco al sol. —La miró por encima del hombro. Su cabello dorado estaba alborotado y la bata azul estaba encima destinada a provocar más que a cubrir.
Rápidamente, Sean volvió los ojos a su propia imagen en el espejo de cuerpo entero y se cepilló el cabello hacia atrás en las sienes. Ahora había allí un poco de gris. «Muy digno, decidió. Lástima la nariz. La tomó entre los dedos y la enderezó, una hermosa nariz, pero cuando la soltó volvió inmediatamente a su posición medio encorvada.
—Bueno, ya me voy —le dijo, y ella se puso de pie rápidamente ya sin reírse y con los labios temblándole un poco.
—Bajaré contigo volvió a arreglarse rápidamente la bata.
—No.
—Sí, tengo un regalo de despedida para ti.
En el patio del hotel, atado detrás de cuatro gordas mulas, había un carrito. Candy lo condujo hasta él y levantó la cubierta de la lona.
—Algunas cosas que he pensado podrías necesitar.
Para el frío le había puesto un abrigo de piel de cordero, seis finas mantas de lana y un edredón de seda, dos almohadas de plumas y un colchón; una caja de coñac Courvoisier y una de champaña Veuve Clicquot. Para el hambre había salmón en lata, jalea de frutas, caviar en pequeños frascos de vidrio, fiambres empaquetados en cajitas de madera. Para su salud un botiquín completo con equipo de cirugía. Contra los bóers un sable de acero toledano en funda de cuero trabajada en plata y un par de revólveres Colt en una caja con presentación de caoba.
—Candy… —tartamudeó Sean—. No sé qué decir. Ella sonrió un poco y lo tomó del brazo, apretándoselo.
—Todavía hay algo más. —E hizo una seña a uno de los caballerizos, quien desapareció dentro del establo y sacó un semental de pura sangre árabe con una montura inglesa de caza.
—Dios mío —exclamó Sean, y el semental se puso de costado de modo que el sol brilló sobre el lustre de su pelo. Encendió los grandes ollares rosados e hizo rodar los ojos antes de retroceder encabritado levantando al caballerizo del suelo.
—Candy, mi amor —repitió Sean.
—Adiós, Sean. —Levantó la cara para que se la besara y luego se alejó corriendo hacia el hotel.
Mientras Saul le daba coraje con expresiones obscenas, Mbejane y el caballerizo le sostenían la cabeza al animal. Sean lo montó. Luego lo soltaron y Sean trató de aquietarlo. Finalmente lo pudo controlar aparentemente y, malhumorado y corcoveando con el cuello arqueado y melindroso porte, lo convenció para que se encaminara hacia la estación ferroviaria de Johannesburgo.
Eccles lo miraba aproximarse impasible.
—¿De qué demonios se ríe, sargento mayor? —No me reía, señor.
Sean desmontó y, aliviado, le dio el semental a uno de los soldados.
—Hermoso pedazo de carne, señor.
—¿Cuánto cree que podré sacar por él?
—¿Va a venderlo, señor? —Eccles no podía ocultar su alivio.
—Eso es. Voy a hacerlo. Pero es un regalo, así que no se vende en Johannesburgo.
—Bueno, el coronel Jordan de Charlestown generalmente está ansioso por ver un buen jamelgo. Tendría que fijarle un precio, señor. Ya veremos lo que podemos hacer.
El coronel Jordan compró no sólo el semental sino también las pistolas y el sable. Al secretario de la guarnición de Charlestown se le hizo la boca agua cuando Eccles retiró la cubierta de lona del carrito.
Cuando la columna de Sean se alejó por los pastizales de invierno hacia la línea recortada del Drakensberg, el carrito trotaba detrás de las Maxim y una docena de cajas de municiones.
Hacía frío esa primera noche, y las estrellas brillaban, claras y lejanas. A la mañana siguiente la tierra apareció blanca y crujiente bajo la helada; cada hoja de pasto, cada ramita y hoja caída se transformaban en una maravilla enjoyada de blanco. Una fina capa de hielo cubría la laguna al lado de la cual acampó la columna.
Mbejane y Sean estaban juntos en cuclillas. Mbejane con su karoos de piel de mono envolviéndole los hombros y Sean con su abrigo de piel de oveja abrochado hasta el cuello.
—Esta noche acamparemos debajo de la montaña. —Sean le indicó hacia el oeste, hacia el cono azul que resaltaba contra el celeste del cielo matinal—. Nos encontrarás allí.
—Nkosi. —Mbejane asintió por encima de su caja de rapé.
—Esos otros —Sean indicó con su barbilla hacia el grupo de cuatro nativos que esperaban silenciosos con sus lanzas al lado de la laguna—, ¿son hombres?
Mbejane se encogió de hombros.
—Los conozco poco. He hablado con el mejor de ellos, quizás. Pero trabajan para otro, y no sé nada sobre sus corazones. —Antes de continuar, observó sus vestimentas, andrajosos restos de ropa europea que reemplazaba a la vestimenta tradicional—. Se visten sin dignidad, pero debajo de los andrajos puede ser que sean hombres.
—No tenemos otros, así que debemos usarlos. Sin embargo, me gustaría tener a aquellos que ahora engordan en compañía de sus mujeres.
Mbejane sonrió. La semana anterior había hecho circular la noticia y sabía que tanto Hlubi como Nonga estaban en ese momento perdiendo su acumulación de grasa mientras trotaban hacia el norte desde sus kraal de cerca del río Umfolozi. Estarían pronto con ellos.
—Cazaremos así —le dijo Sean—. Tus hombres se abrirán bien por delante de nosotros y buscarán señales. Los cascos de los caballos que buscamos no tienen acero. Si encuentras huellas frescas síguelas hasta que sea clara la dirección y ritmo de marcha. Luego vuelve a decírmelo aprisa.
Mbejane asintió y aspiró un poco de rapé.
—Mientras buscas, deténte en los kraal que encuentres a lo largo del camino. Habla con la gente de allí, claramente, si los mabunu están aquí esa gente lo sabrá.
—Se hará como tú dices, Nkosi.
—Está a punto de salir el sol. —Sean miró el resplandor del sol en las cimas mientras que los valles permanecían azules en la sombra—. Ve en paz, Mbejane.
Mbejane dobló su karoos y lo ató con una tira de cuero. Levantó su lanza y colgó el gran escudo oval del hombro.
—Ve en paz, Nkosi.
Sean lo observó hablar con los otros rastreadores, y oyó la sonora voz subiendo y bajando. Luego se dispersaron, alejándose al trote hacia la sabana y desapareciendo en seguida.
—Eccles.
—Señor.
¿Han terminado de desayunar?
—Sí, señor.
Los hombres estaban al lado de los caballos, las mantas enrolladas y las carabinas en las monturas, los sombreros bien calados y los cuellos de sus chaquetones levantados contra el frío. Algunos todavía comían con las bayonetas de las latas de comida envasada.
—Partamos entonces.
La columna se cerró, cabalgando de cuatro en fondo, con las mulas de carga y el carrito en el medio, los batidores bien adelante para ocultar la avanzada. Era un comando pequeño, ni siquiera alcanzaba cuarenta y cinco metros de largo incluidos los animales de carga, y Saul sonrió al recordar la impresionante columna de veintidós kilómetros que marchó de Colenso a Spion Kop.
Pero era suficiente para sentirse orgulloso. Los Exploradores de Combate de Courtney. La tarea iba a justificar la segunda palabra del nombre.
Saul enganchó una pierna sobre la montura, balanceó su libreta de apuntes sobre la misma y mientras cabalgaban él y Sean planearon una completa reorganización de la columna.
Cuando se detuvieron a mediodía pusieron en marcha el plan. Una patrulla de diez hombres estaría a cargo de las mulas. Para este trabajo Sean eligió a los gordos, viejos o desganados. Estos hombres también serían los que se quedaran con los caballos en caso de un ataque a pie.
Entre los marineros Sean eligió los artilleros para capitanear las Maxim. Los rifles fueron divididos en grupos de diez y ascendieron a sargentos a cargo de las patrullas a los hombres más representativos. Sus autorizaciones fueron anotadas en el libro de Saul.
Ya había caído la noche cuando desmontaron debajo de la oscura masa de montañas. Mbejane esperaba con sus hombres al lado de un pequeño fuego bien disimulado.
—Lo veo, Nkosi.
—Te veo, Mbejane.
A la luz del fuego las piernas de Mbejane estaban cubiertas de polvo hasta las rodillas y su cara gris de fatiga.
—¿Qué novedades hay?
—Señales viejas. Quizás de hace una semana, muchos hombres acamparon a la orilla del río. Hicieron veinte fuegos, pero no en línea como los de los soldados. No dejaron las latas, como hacen los soldados, cuando las vaciaron de carne. No había carpas sino camas de hierba, muchas camas.
—¿Cuántas? —Era una pregunta tonta, ya que Mbejane no sabía contar como el hombre blanco. Se encogió de hombros—. ¿Tantas camas como hombres somos nosotros? —Buscó una forma de comparación.
—Más. —Mbejane pensó cuidadosamente antes de responder.
—¿Dos veces esa cantidad? —preguntó Sean.
—Quizá dos veces; pero no más.
«Unos quinientos hombres», pensó Sean.
—¿En qué dirección iban?
Mbejane indicó hacia el sudoeste.
De vuelta hacia Vryheid y la protección de las montañas Drakensberg. Sí, sin duda era parte del comando Wynberg.
—¿Qué noticias hay de los kraal?
—Tienen miedo. Dicen poco, y lo que dicen no tiene importancia. —Mbejane no intentó esconder su desprecio, el desprecio que sienten los zulúes por cualquier otra tribu de África.
—Muy bien, Mbejane. Ahora descansa porque vamos a salir antes del alba.
Durante cuatro días más se movieron hacia el sudoeste. Los rastreadores barrían la tierra a quince kilómetros a cada lado del centro, y lo encontraron todo vacío.
Los Drakensberg retrocedían como la aleta aserrada de un animal prehistórico por todo lo largo del horizonte sur. Había nieve en las cimas.
Sean ejercitó a sus hombres para contestar a un ataque sorpresa. Los rifles debían alejarse y había que desmontar en línea para cubrir las Maxim mientras éstas escapaban a todo galope hacia tierra más alta. Los cuidadores de caballos debían tratar de rescatar a los caballos sueltos y llevarlos al refugio de la loma o zanja más próxima. Una y otra vez repitieron la maniobra.
Sean trabajó con ellos hasta que los hombres se inclinaban hacia adelante para aliviar las espaldas doloridas y lo maldecían al cabalgar. Los hizo trabajar hasta el borde del cansancio y luego continuó con la apariencia física. Se recortaron las barbas, las caras se pusieron más coloradas, se pelaron y luego se oscurecieron con el sol. Los uniformes también se oscurecieron pero de suciedad. Ahora ya no lo maldecían. Ahora había un sentimiento nuevo entre ellos, se reían más y se sentaban firmes en la montura, dormían bien de noche, a pesar del frío y se levantaban ansiosos por comenzar el día.
Sean estaba moderadamente satisfecho.
En la mañana del décimo día, Sean estaba rastreando por delante de la columna con dos de sus hombres. Acababan de desmontar para descansar entre un saliente de piedras cuando Sean descubrió movimiento en la llanura por delante de ellos. Con un salvaje deseo corrió hacia su caballo buscando los prismáticos.
—Maldición —dijo desilusionado al ver las hojas de las lanzas brillando al sol en el campo redondo de sus gemelos—. Caballería.
Media hora más tarde encontraron a la pequeña columna de lanceros pertenecientes a una de las columnas grandes que se dirigían al sur desde la línea de fortificaciones. El joven oficial que los mandaba le dio un cigarro a Sean y le transmitió las últimas novedades de la guerra.
De la Rey y Smuts actuaban al norte de Johannesburgo en el Magaliesberg, con cuarenta mil hombres, persiguiendo a tres mil soldados británicos. Hacia el sur en el Estado Libre estaban en plena caza de De Wet, pero esta vez iban a atraparlo, le aseguró el oficial a Sean. Cincuenta mil hombres de a pie y a caballo lo habían acorralado en el ángulo que quedaba entre la fortificación y el río Riet que estaba crecido. En el este todo estaba tranquilo. Los comandos no tenían buena dirección allí y se encontraban en las montañas cercanas a Komatipoort.
—Por el momento aquí también está todo tranquilo, señor. Pero no me fío nada. Este Leroux es una buena pieza, señor, y muy inteligente. Por el momento ha limitado sus actividades a algunas correrías. Hace diez días unos quinientos hombres se lanzaron contra nuestra columna de provisiones cerca de Charlestown. Liquidaron a los guardias y recogieron suficientes municiones como para una batalla de considerables proporciones, luego se escaparon hacia las montañas.
—Sí —asintió Sean, serio—. Encontramos uno de sus campamentos.
—Desde entonces no ha habido señal de ellos, señor. Hemos batido la tierra buscándolos, pero hasta ahora sin suerte.
—¿Qué fuerzas tiene?
—Dicen que puede tener tres mil. Mi impresión es que se está preparando para algo grande.
Aquella noche, Mbejane llegó al campamento bien pasada la medianoche. Se acercó adonde dormía Sean de bajo del carrito. Con él iban otros dos hombres.
—Nkosi.
Sean rodó hacia un costado despertándose inmediatamente ante el roce.
—¿Mbejane? —preguntó, y se arrastró fuera del carro hacia donde estaba el zulú.
La luna estaba alta, plateada, redonda y brillante. Bajo su luz reconoció a los hombres que acompañaban a Mbejane y exclamó con placer:
—Por Dios, Hlubi, Nonga. —Luego se acordó de sus modales—. Los veo.
Se adelantó sonriendo para darles unas palmadas en los hombros. Y cada uno respondió gravemente al contestar su abrazo.
—Lo veo, Nkosi.
—¿Están bien?
—Yo estoy bien. ¿Está usted bien?
El catecismo de los saludos zulúes puede alargarse mientras haya tiempo disponible. Hacía más de un año que Sean los había despedido de su servicio en las afueras de Pretoria, y por lo tanto, Sean tenía que preguntarle a cada uno por su padre, sus hermanos, su ganado, cómo había ido el viaje, antes de poder hacer alguna pregunta que le interesara realmente.
—¿Han venido por Ladyburg?
—Hemos venido por allí —asintió Hlubi.
—¿Han visto al Nkosizana Dirk?
Por primera vez los dos sonrieron ampliamente, con blancos dientes a la luz de la luna.
—Estuvimos sentados en reunión con el Nkosizana —se rió Hlubi—. Crece como un ternero. Ya lleva cicatrices de batalla, el honorable ojo negro.
—También crece en sabiduría —fanfarroneó Nonga—. Diciéndonos en voz alta cosas escritas en un libro.
Hlubi continuó:
—Manda saludos al Nkosi su padre, y pide que le dejen abandonar la escuela para unirse una vez más a él. Ya que ahora está entrenado en el asunto de libros y números.
—¿Y cómo está mi madre, la Nkosikazi? —preguntó Sean riendo.
—Está bien. Le envía este libro. —Hlubi sacó un sobre manchado de su taparrabos. Sean se lo guardó en el bolsillo para leerlo cuando tuviera tiempo.
Una vez completado el saludo de fórmula podían hablar del presente.
—Bien, ¿qué noticias hay de Mabunu? ¿Han encontrado alguna señal?
Mbejane se puso en cuclillas y dejó la lanza y el escudo a su lado. Los otros siguieron su ejemplo. La reunión se estaba ordenando.
—Habla le ordenó Mbejane a Hlubi.
—Hemos venido por las montañas, ya que es el camino más corto —explicó Hlubi—. En los cerros de debajo de las montañas encontramos un camino abierto por muchos caballos, y siguiéndolo llegamos a un lugar rodeado de rocas. Los mabunu están allí con carretas y arados.
¿Está muy lejos ese lugar? preguntó ansiosamente Sean.
—Un viaje de un día.
—Unos cincuenta kilómetros.
—¿Cuántos mabunu? preguntó Sean, y Mbejane explicó:
—Tantos como había acampados en el lugar del que le hablé.
«Tenía sentido —pensó Sean—. Jan Paulus debía de haber dividido su fuerza en pequeñas unidades, por razones de abastecimiento y de seguridad, hasta que las necesitara a todas juntas.
—Entonces iremos. —Y se puso de pie.
Eccles se despertó inmediatamente.
—Sargento mayor, los guías han encontrado un pequeño comando bóer en un campamento, al pie de las montañas. Haga que los hombres monten.
—Señor. —Los bigotes de Eccles, alborotados por el sueño, temblaron como los de un perro de caza. Mientras comenzaba la conmoción a su alrededor.
Sean avivó el fuego, y a su luz amarillenta arrancó una página del cuaderno y mojó la punta del lápiz.
A todas las tropas británicas en combate.
Estoy en contacto con un comando bóer de quinientos hombres. Trataremos de contenerlos hasta su llegada. El portador será el guía.
S. Courtney (mayor).
5 de agosto de 1900. Hora 00.46.
—Hlubi —llamó.
—Nkosi.
—Lleva esto —le alcanzó la nota—. Hay soldados por allí —señaló con el brazo hacia el norte—. Dásela a ellos.
Formados en una columna compacta con el elegante carrito saltando y bamboleándose en la retaguardia, los Exploradores de Combate de Courtney se dirigieron hacia el sur con el pasto alto de invierno rozando sus estribos.
Llevando a Saul a su lado y a los dos zulúes corriendo delante como perros de caza, Sean cabalgaba a la vanguardia. Se mantenía relajado en la montura tratando de enderezar la carta de Ada que revoloteaba por el viento de la marcha. Era extraño leer las amables palabras tranquilizadoras mientras se dirigía a una batalla.
Todo iba bien en Lion Kop. Los árboles crecían rápido, sin incendios, sequía ni pestes. Había contratado a un administrador que solamente trabajaba por la tarde, ya que las mañanas tenía que pasarlas en la escuela de Ladyburg. Dirk estaba ganándose un salario principesco de dos chelines y seis peniques por semana y parecía que el trabajo le gustaba. La llegada de sus calificaciones del periodo que se extendía hasta Pascua había sido ocasión de preocupaciones. Sus notas relativamente altas estaban invariablemente seguidas por el comentario «podría ser mejor» o «le falta concentración». Todo lo resumía el director: «Dirk es un muchacho popular y alegre, pero debe aprender a controlar su temperamento y a dedicarse con mayor ahínco a las materias que le disgustan».
Dirk había peleado recientemente a puñetazos con el chico de los Petersen, que era dos años mayor que él, y había salido ensangrentado y lleno de moretones pero victorioso. Aquí Sean notó un poco de orgullo en el severo reto de Ada. Luego seguía media página de mensajes dictados por Dirk, en la cual las expresiones de amor filial y las promesas de trabajar duro estaban mezcladas con peticiones de un caballo, un rifle, y permiso para abandonar su carrera escolar.
Ada continuó informando que Garry acababa de volver a Ladyburg, pero que aún no la había ido a visitar.
Finalmente le había indicado que se cuidara, pedía para él la protección del Todopoderoso, esperaba su pronto regreso a Lion Kop y se despedía cariñosamente.
Sean dobló con cuidado la carta y la guardó. Entonces dejó vagar su mente, balanceándose en la montura mientras los kilómetros quedaban continuamente detrás. Tenía tantos cabos sueltos que seguir, Dirk y Ada, Ruth y Saul, Garrick y Michael, y todos lo entristecían.
Repentinamente miró de lado hacia Saul y se enderezó en la montura. Ese no era el momento de rumiar sus problemas. Habían entrado a uno de los valles que seguían la ladera monte arriba hacia las impresionantes cimas cubiertas de nieve de los Drakensberg, y seguían un arroyo cuyas orillas se elevaban tres metros por encima de las aguas que borboteaban y cantaban sobre los guijarros redondeados de su lecho.
—Falta mucho, Mbejane? preguntó.
—Ya estamos cerca, Nkosi.
En otro valle paralelo al que seguía Sean, y separado del anterior por dos cerros escarpados, un joven bóer preguntaba lo mismo.
¿Falta mucho, Oom Paul?
Antes de responder, el general Jan Paulus Leroux giró sobre la montura y miró hacia atrás al comando de mil campesinos que conducía a un encuentro en el campamento de la montaña. Cabalgaban en una compacta masa que tapaba el suelo del valle, hombres barbudos con una variedad de ropas hechas en casa, montados en caballos andrajosos con sus pelajes de invierno. Pero Jan Paulus se sintió orgulloso al mirarlos. Estos eran los rudos veteranos de cincuenta batallas, hombres forjados y templados en el horno de la batalla, cortantes como navajas y elásticos como el acero más fino. Entonces miró al muchacho que iba a su lado, muchacho por su edad, ya que sus ojos eran viejos y sabios.
—Ya estamos cerca, Hennie.
—Eccles, pararemos aquí, denles agua a los caballos. Aflojen las cinchas, pero no desensillen. No enciendan fuego, pero los hombres pueden comer y descansar.
—Muy bien, señor.
—Yo voy a adelantarme para echarle una mirada al campamento. Mientras yo estoy fuera reparta cien municiones extra a cada hombre. Controlen las Maxim. Yo volveré dentro de dos horas.
¿Cuándo atacaremos, señor?
—Avanzaremos al caer el sol. Quiero estar listo para atacar en cuanto salga la luna. Puede decírselo ahora a los hombres.
Mientras Sean y Nonga abandonaban la columna y avanzaban a pie por el valle, dos hombres vigilaban desde el acantilado. Estaban boca abajo entre las rocas. Ambos llevaban barba. Uno usaba un cinturón Sam Browne de oficial británico sobre su chaqueta de cuero remendado, pero el rifle que tenía al alcance de la mano sobre una roca era un máuser.
—Envían espías al campamento —susurró, y su compañero le contestó en el idioma del Taal.
—Ja, lo han encontrado.
—Ve. Ve rápido hasta donde está Oom Paul y dile que tenemos a trescientos caquis maduros y listos para la cosecha.
El otro bóer sonrió y se escurrió hacia atrás, alejándose de la línea del horizonte. Una vez fuera de él corrió a su caballo y lo condujo hacia abajo, hacia la hierba que escondería su galope, antes de montarlo.
Una hora más tarde, Sean volvía de su reconocimiento.
—Los tenemos, Eccles —le sonrió ferozmente a Eccles y a Saul—. Están a unos tres kilómetros más adelante en un valle rodeado de montañas. —Se agachó y aplanó con la palma de la mano un pedazo de tierra—. Ahora bien, lo vamos a hacer de esta manera. —Con una ramita dibujó rápidamente en el suelo—. Este es nuestro valle.
Estamos aquí. Este es el campamento, con cerros aquí, aquí y aquí. Esta es la entrada al valle. Ahora, colocamos dos Maxim aquí, con cien hombres debajo y frente a ellas, así. Yo quiero que usted…
De repente, su mapa de tierra estalló, arrojando polvo a su boca abierta y a sus ojos.
—¡Qué demonios…! —dijo mientras se limpiaba la cara, pero el resto de la frase desapareció en medio del fragor de los máuseres.
Sean miró el acantilado con los ojos llenos de lágrimas.
—Oh, Dios. —Un velo de humo se deslizaba por él como espuma de mar en un día de viento. Sean se puso de pie de un salto—. Al río. Tiren los caballos al río —gritó por encima del ruido asesino, el agudo silbido de los proyectiles y el continuo chocar de los tiros contra la tierra y la carne.
»Al río, al río. —Corrió por la columna gritándoles a los hombres que luchaban por sacar los rifles de las fundas de las monturas de los caballos que caían o retrocedían. El fuego de los bóers los castigaba, haciendo caer hombres y caballos entre gritos y relinchos. Los caballos sueltos se dispersaban por el valle, con las riendas colgando y los estribos vacíos bamboleándose contra sus flancos.
»Déjenlos ir. Tírense al río. —Dos de las mulas estaban caídas, pateando, heridas entre las huellas del carrito. Sean levantó la lona y sacó una Maxim. Un proyectil levantó la madera bajo sus manos.
»Usted —le gritó a uno de los marineros—. Tome esto. —Le pasó el arma y el hombre corrió con ella en los brazos y saltó por encima de la orilla del río. Con una caja de municiones debajo de cada brazo, Sean lo siguió. Parecía como si corriera metido en agua hasta la cintura, cada paso siguiendo al anterior con penosa lentitud, y el miedo volvió a cogerlo desprevenido. Un proyectil le hizo volar el sombrero de la cabeza, las cajas de municiones le pesaban, y se tambaleó espantado hacia el río. De repente, la tierra le faltó bajo los pies y cayó hasta que, con un golpe que le hizo crujir la columna, se sumergió boca abajo en el agua helada.
Inmediatamente se puso de pie y, todavía aferrando las municiones de la Maxim, se dirigió dando traspiés hacia el acantilado. Sobre su cabeza el fuego bóer azotaba el aire y silbaba, pero el lecho del río estaba lleno cayendo y saltando desde el margen para sumarse a la conmoción.
Jadeando y chorreando agua, Sean se apoyó contra la orilla mientras se recuperaba. La corriente de supervivientes que caía al lecho del río se espació y luego paró. El fuego bóer también tartamudeó y un silencio relativo se extendió por el campo, solamente perturbado por el gemir y jurar de los heridos.
El primer pensamiento coherente de Sean fue para Saul. Lo encontró sosteniendo a dos mulas de carga junto a la orilla. Nonga y Mbejane sostenían otro par a su lado. Envió a Saul a dirigir el extremo opuesto de la línea.
—Sargento mayor —gritó Sean, y aliviado escuchó la respuesta de Eccles cerca suyo.
—Aquí, señor.
—Hágalos situarse a lo largo de la orilla. Que construyan plataformas de tiro.
—Muy bien, señor. —E inmediatamente comenzó a gritar—. Eh, ustedes, ya han oído al mayor, levanten sus posaderas.
En diez minutos había doscientos rifles a lo largo de la orilla y la Maxim estaba colocada y atada detrás de un terraplén de tierra y piedras. Los hombres que habían perdido sus armas estaban atendiendo a los heridos. Este pequeño y lastimoso grupo se hallaba en medio de la fila de tiradores, apoyados contra la margen del río, sentados en barro hasta la cintura y con su sangre manchando el agua de un color marrón rosado.
Sean subió a una de las plataformas de tiro al lado de Eccles y levantó la cabeza para mirar con precaución hacia arriba. El área que quedaba frente a él era una vista nauseabunda. Mulas muertas y caballos con sus paquetes rotos cubriendo el campo con ropas y provisiones. Animales heridos moviéndose sin poderse incorporar o quietos con las cabezas colgando.
—¿Hay alguien vivo allí? —gritó Sean, pero los muertos no le respondieron. Un tirador apostado en el acantilado disparó un tiro que dio justo frente a Sean, y éste volvió a bajar la cabeza rápidamente.
—La mayoría se las arregló para arrastrarse hasta aquí, señor. Los que no lo hicieron están mejor allí afuera que aquí en el barro.
—¿Cuántos hombres hemos perdido, Eccles?
—Cerca de doce muertos, señor, y el doble de heridos. Hemos salido bastante bien parados.
—Sí —asintió Sean—. La mayor parte del tiroteo inicial iba muy alto. Es un error que cometen incluso los mejores tiradores cuando disparan hacia abajo.
—Nos pescaron desprevenidos, señor —musitó Eccles,
y a Sean no se le escapó la censura que había en el tono.
—Ya sé, tendría que haber puesto vigías en los acantilados.
«No eres Napoleón —se dijo a sí mismo—, y tienes heridos para probarlo».
—¿Cuántos han perdido las armas? —preguntó.
—Tenemos doscientos diez rifles y una Maxim, señor, y yo repartí cien proyectiles extra a cada hombre justo antes del ataque.
—Debería bastar —dijo Sean—. Ahora sólo queda aguantar lo mejor posible hasta que venga el guía nativo con los refuerzos.
Durante media hora no pasó nada más que algún tiro aislado desde el acantilado. Sean se movió por la línea hablando con los hombres.
—¿Cómo va todo, marinero?
—Mi madre tendría un ataque, señor. «George —me diría—, sentarte en el barro no le va a hacer ningún bien a tus hemorroides. Eso diría, señor. —El hombre estaba herido en el vientre y Sean tuvo que esforzarse para sonreír—. Eso sí, podría fumarme un cigarro.
Sean encontró un cigarro húmedo en su bolsillo, se ` lo dio y continuó su camino.
Un muchacho, uno de los coloniales, lloraba silenciosamente mientras sostenía contra su pecho el montón de vendajes empapados en sangre que envolvían su mano.
—¿Te duele? —le preguntó Sean amablemente. El muchacho lo miró y las lágrimas le corrían por las mejillas.
—Váyase —susurró—. Por favor, váyase.
Sean se alejó. Tendría que haber puesto vigías en el acantilado. Tendría…
—Bandera de tregua en el acantilado, señor —le gritó excitado un hombre, y Sean trepó con él.
Inmediatamente un zumbido de comentarios corrió por la línea.
—Están tendiendo la ropa lavada.
—Los desgraciados quieren rendirse. Saben que los tenemos acorralados.
Sean trepó a la orilla y quitándose el sombrero hizo señas con él hacia el punto blanco que ondeaba en el acantilado. Entonces un hombre bajó a caballo.
—Middag, menheer —lo saludó Sean. Sólo recibió un breve movimiento de cabeza en respuesta. Sean tomó el papel que le tendían.
Menheer.
Espero la llegada de mi cañón Hotchkiss en cualquier momento. Su posición es peligrosa. Sugiero que bajen las armas para evitar más matanzas.
J. P. Leroux, general.
Comando Wynberg.
Estaba escrito en un papel de envolver marrón, en holandés.
—Mis saludos al general, menheer, pero nos quedaremos aquí un poco más.
—Como deseen —asintió el bóer—, pero primero miren si alguno de ésos —indicó las figuras de color caqui desparramadas entre las mulas y caballos muertos— todavía vive. Y pueden también terminar con los animales heridos.
—Se lo agradecemos, menheer.
—Por supuesto no intentarán levantar armas ni municiones.
—Por supuesto.
El bóer se quedó con ellos mientras Eccles y una docena de hombres buscaban por el campo, mataban a los animales heridos y examinaban a los caídos. Encontraron un hombre vivo. El aire le silbaba suavemente por la tráquea herida y una espuma de burbujas sangrientas salía del agujero. En una manta lo llevaron al lecho del río.
—Once muertos, señor le informó Eccles a Sean.
—Eccles, en cuanto termine la tregua vamos a recuperar la otra Maxim y las dos cajas de municiones.
Estaban al lado del carrito y Sean inclinó la cabeza para indicar la forma metalizada del arma que se veía por debajo de la lona.
—Muy bien, señor.
—Quiero cuatro hombres listos justo al borde del río. Asegúrese de que cada hombre tenga un cuchillo para romper las cuerdas.
—Sí, señor. —Eccles sonreía como una morsa juguetona y se alejó hacia el río. Sean se acercó al bóer que iba a caballo.
—Hemos terminado, menheer.
Muy bien. En cuanto yo cruce la línea del horizonte por allí, comenzaremos de nuevo.
—De acuerdo. —Sean se encaminó al río, pasando entre los muertos. Ya estaban allí las moscas, verdes y metálicas, levantándose como un enjambre de abejas migratorias al pasar él, y luego volviéndose a posar.
Sean llegó hasta el río, y encontró a Saul agazapado al frente de un grupo de hombres desarmados. Detrás estaba un malhumorado Eccles, con el bigote colgando desilusionado. Inmediatamente Sean supo lo que había pasado, Saul había usado su rango superior para tomar el mando de los voluntarios.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —preguntó Sean, y Saul le contestó con una mirada obstinada.
—Te quedas donde estás, es una orden. —Se volvió a Eccles—. Tome el mando, sargento mayor. —Y Eccles sonrió.
No había tiempo para discutir. El bóer ya estaba en la mitad del acantilado. Sean levantó la voz y gritó a la larga línea de hombres apostados en la orilla:
—Escuchen todos. Ninguno debe disparar antes de que el enemigo lo haga. De ese modo puede ser que lo alarguemos un poco. —Luego, con tono más bajo al hablarle a Eccles—: No corran, caminen despreocupadamente. —Sean saltó hacia abajo y se quedó entre Eccles y Saul. Los tres miraron por el borde hacia el acantilado y vieron al bóer llegar a la cima, mover el sombrero y desaparecer.
—Adelante —gritó Sean, y salieron todos. Eccles, los cuatro voluntarios y Saul. Pasmado, Sean los observó a los seis acercarse al carrito. Luego su rabia estalló. «El pequeño estúpido bastardo», pensó, y él también fue.
Los alcanzó al llegar al carrito, y en el tenso silencio de la tormenta que se preparaba le gritó a Saul:
—Ya te arreglaré las cuentas por esto. —Y Saul le sonrió triunfante.
Todavía duraba el sorprendente silencio, pero no podía durar mucho más.
Juntos, Saul y Eccles cortaron las cuerdas que sostenían la lona y Sean la corrió y tomó el arma.
—Tómela —se la pasó al hombre que había detrás de él. En ese momento, un tiro de advertencia silbó sobre sus cabezas.
—Que cada uno coja una y corra.
Desde el acantilado y desde el río, los disparos sonaban como redobles de tambor, y corrieron agachados debajo de sus cargas, escabulléndose hacia el río.
El hombre que llevaba la Maxim cayó cuan largo era. Sean arrojó hacia adelante las municiones, que aterrizaron antes del borde, pero resbalaron sobre éste cayendo hacia la orilla. Casi sin parar de correr, tomó la Maxim caída y siguió. Delante de él iban primero Eccles, luego Saul, que saltó hacia el río. Sean lo siguió con los tres supervivientes.
Ya había terminado. Sean estaba metido hasta la cintura en el agua helada con la ametralladora aferrada al pecho, y sólo podía pensar en su rabia contra Saul. Le mandó una mirada furibunda, pero Eccles y Saul estaban de rodillas uno frente a otro haciendo muecas y sonriendo.
Sean le alcanzó el arma al soldado más cercano y se acercó a Saul. Le puso la mano pesadamente sobre el hombro y lo levantó.
—Tú… —No podía encontrar palabras lo suficientemente cortantes. Si Saul hubiera muerto allí afuera, Ruth nunca hubiera creído que Sean no lo había ordenado—. Tú… tonto le dijo, y le podría haber pegado, pero lo distrajeron los gritos de la plataforma de tiro.
—El pobre desgraciado.
Se levantó.
—Agáchate, por Dios, agáchate.
Sean soltó a Saul, se subió a la plataforma y miró por el mirador del terraplén.
En el campo, el soldado que llevaba la ametralladora estaba de pie. Se movía paralelamente a la orilla, agitándose con un curioso paso de idiota, con las manos colgándole a los costados del cuerpo. Le estaban disparando desde el acantilado.
Paralizados por el horror, nadie lo auxilió. Le alcanzaron y se sacudió, pero siguió dando traspiés con los rifles bóers persiguiéndolo, moviéndose en un círculo que se alejaba del río. De improviso lo mataron, y cayó de cara al suelo.
El fuego se detuvo y en el silencio los hombres que estaban en el lecho del río comenzaron a moverse y a hablar de cosas triviales evitando mirarse a los ojos, avergonzados de haber mirado una cosa tan íntima como la muerte de ese hombre.
La rabia de Sean había pasado, reemplazada por un avergonzado agradecimiento porque Saul no había sido aquel hombre.
En el largo lapso de espera que siguió, Sean y Saul se sentaron juntos contra la orilla. Si bien hablaban poco, habían recuperado la antigua camaradería.
Con un sonido como de hojas movidas por el viento y el golpeteo de una matraca, la primera granada abrió el aire sobre sus cabezas, y como todo el mundo, Sean se agachó instintivamente. La granada estalló con un alto remolino de tierra amarillenta en la ladera opuesta. La consternación se extendió por toda la línea.
—Madre, tienen un cañón.
—Sácame billete en el próximo tren, amigo.
—No hay que preocuparse, muchachos —les gritó confiado Sean—. No pueden alcanzarnos con esa arma.
Y la siguiente granada cayó en el borde de la orilla, haciendo caer una lluvia de piedrecitas y tierra sobre ellos. Durante un segundo se quedaron sorprendidos y tosiendo en medio de las emanaciones y al siguiente minuto estaban cavando en la orilla como una banda de sepultureros compitiendo entre sí. El polvo que levantaban con sus ejercicios se transformó en una niebla color marrón pálido que avanzaba sobre el río haciendo que los bóers de encima del acantilado se preguntaran a qué se debía. Casi antes de la llegada de la siguiente granada, cada hombre había cavado un pequeño nicho en la tierra dentro del cual podía acurrucarse.
Los artilleros bóers eran alarmantemente inconstantes. Dos o tres veces las granadas pasaban sobre sus cabezas para caer en campo abierto. La siguiente caía justo en el río levantando barro y agua. Cuando eso sucedía se oía un ruido de vítores desde el acantilado, seguidos por una larga pausa, presumiblemente mientras los artilleros recibían las felicitaciones de sus compañeros. Luego volvía a comenzar el bombardeo con todo entusiasmo hasta que se iba deteniendo paulatinamente y hacían otra larga pausa mientras todo el mundo descansaba.
Durante uno de los intervalos, Sean miró por su tronera. De una docena de lugares a lo largo del acantilado se elevaban pálidas columnas de humo.
—Pausa para el café allí arriba, Eccles.
—Por el modo en que hacen las cosas se podría esperar otra bandera de tregua y a un par de sus muchachos viniendo a servirnos café, señor.
—Lo dudo —sonrió Sean—. Pero creo que de todos modos van a bajar. —Sean sacó el reloj—. Son las cuatro y media. Faltan dos horas para el atardecer. Leroux debe decidirse por algo antes de que oscurezca.
—Si vienen será por atrás —anunció Saul alegremente mientras señalaba la ladera de tierra que amenazaba su retaguardia—. Para hacer frente a una carga desde allí, tendremos que alinearnos en la orilla opuesta y expondremos nuestras espaldas al fuego del acantilado.
Sean consideró un minuto el problema.
—Fuego. Eso es.
—¿Con su permiso, señor?
—Eccles, haga que los hombres construyan parrillas de piedra a lo largo de la orilla y coloquen hierba y ramas listas para encender —ordenó Sean—. Si vienen desde atrás nos taparemos con humo.
Quince minutos de furiosa actividad bastaron para el trabajo. A intervalos de tres metros a lo largo del lecho del río construyeron montones chatos de piedra que se levantaban por encima del nivel del agua. Sobre cada uno apilaron hierbas y ramas de abeto silvestre cortadas de las que colgaban cerca de ellos.
Un poco antes de la puesta del sol, en esa hora de sombra y luz engañosa, con una niebla que se levantaba en el aire quieto y frío y los enmascaraba, Leroux hizo cargar a sus hombres sobre el río.
Sean oyó un bajo redoble de cascos como si un tren pasara, a lo lejos y se puso de pie.
Ya vienen —gritó alguien—, los desgraciados vienen por atrás.
Con el sol bajando a sus espaldas, arrojando sombras enormes y distorsionadas por delante de ellos, los bóers bajaron en una larga línea desde el oeste.
—Enciendan los fuegos —gritó Sean. Los bóers venían escondidos tras sus monturas, quinientos hombres a todo galope y disparando al acercarse.
—Maxim —gritó Sean—. Crucen las Maxim. —Los equipos arrastraron las pesadas máquinas de sus emplazamientos y cruzaron con ellas el río. De cada una de las fogatas el humo se desparramaba y elevaba. Los hombres tosían y juraban y salpicaban tomando nuevas posiciones. Desde el acantilado un fuego furioso cubría el río y luego el cañón comenzó a tirar granada tras granada entre los británicos.
—Fuego a discreción —fue la orden de Sean—. Denles a esos desgraciados. Tiren. Tiren fuerte.
El ruido era ensordecedor, producido por los rifles y las granadas que estallaban, el tableteo de las ametralladoras, los gritos de desafío y de dolor, el trueno de los cascos al galope, el crujido de las llamas. Y sobre todo se cernía una densa niebla de humo y polvo.
Con los codos apoyados en la rugosa superficie de la orilla, Sean apuntaba y tiraba y un caballo caía, tirando al jinete y al rifle limpiamente por encima de la cabeza. Sin apartar la culata del hombro, puso el cartucho y disparó nuevamente. «Lo tengo. Inclinado y retorciéndose en la montura. Cae, bastardo. Así, deslízate hacia adelante y cae. Vuelve a tirar, y otra vez. «Vacía el cargador. Que cada tiro dé en el blanco».
A su lado el marinero cruzaba la Maxim en un arco deliberado recargando al tacto. Sean observó a la ametralladora recoger su cosecha de destrucción, dejando una mezcla de caballos tirados y hombres desesperados, hasta que se detuvo y un marinero se inclinó para cambiarle la cinta de la caja de madera. Un proyectil del acantilado, disparado a ciegas en el humo, lo alcanzó en la nuca y cayó hacia adelante, trabando el arma, la sangre le manaba de la boca abierta sobre el cañón. Los miembros se le retorcían y saltaban en la epilepsia de la muerte.
Sean dejó caer el rifle y arrastró al marinero muerto fuera del arma, colocó la primera carga de la cinta en la recámara y apretó los botones con los pulgares.
Ahora estaban cerca. Sean se apoyó en las manijas para elevar la puntería, apuntando al pecho de los caballos. La sangre del marinero se freía y siseaba sobre el cañón ardiente y la hierba que crecía frente a la boca del arma se achataba y temblaba con el continuo disparar.
Por encima de Sean un sólido friso de caballos se delineaba contra el cielo oscuro, y los hombres que los montaban arrojaban sus proyectiles sobre la multitud de la orilla. Los caballos heridos caían por el borde, rodando y pateando en el barro.
—Desmonten, desmonten. A la carga —gritó un viejo bóer con una prolija barba amarilla que los arengaba.
Sean hizo girar el arma para alcanzarlo. El hombre lo vio en medio del humo, pero ya tenía la pierna derecha fuera del estribo y el rifle en la mano izquierda; de modo que quedaba indefenso en el momento de desmontar. Sean vio que sus ojos eran grises y que no tenían miedo al enfrentarse a la boca de la Maxim. El tiro le dio en pleno pecho, su brazo giró como un molino y el pie izquierdo se le enredó en el estribo al caer hacia atrás. El caballo se alejó arrastrándolo.
El ataque se desintegró. El fuego bóer disminuyó, los caballos giraron buscando la protección de los cerros. El viejo bóer que Sean había matado iba con ellos, arrastrado cara arriba, con la cabeza floja saltando sobre la tierra despareja, dejando una larga marca de hierba aplastada.
A su alrededor, los hombres de Sean daban vítores, reían y charlaban alegres. Pero en medio del barro muchos no vitoreaban, y con vergüenza Sean se dio cuenta de que había estado de pie sobre el cuerpo del marinero muerto encima la ametralladora.
—Esta mano ha sido nuestra —fanfarroneó Eccles. Encallecido ante la muerte como sólo puede estarlo un veterano soldado.
—Sí —asintió Sean.
En el campo de batalla un caballo se levantó y se quedó temblando, con una pierna colgándole rota. Un bóer herido comenzó a toser, atragantándose y jadeando al ahogarse en su propia sangre.
—Sí, Eccles, es nuestra. Levante la bandera. Deben venir a recoger a sus heridos.
En la oscuridad usaron lámparas para encontrar a los heridos y matar a los caballos.
—Nkosi, han puesto hombres en un lugar donde el río se curva y las orillas son bajas —informó Mbejane, cuando regresó del reconocimiento al que lo había enviado Sean—. No podemos escapar por ese lado.
—Eso pensaba —asintió Sean, y le alcanzó la lata abierta de carne a Mbejane—. Come —le dijo—. ¿Qué dice, señor? preguntó Eccles.
—Río abajo han apostado fuerzas. —Sean encendió uno de los cigarros que había recuperado en la oscuridad de la alforja de su caballo muerto.
—Hace bastante frío para estar sentado aquí en el barro —insinuó Eccles.
—Paciencia, sargento mayor —sonrió Sean—. Les daremos hasta medianoche. Entonces la mayoría estará al otro lado del acantilado tomando café alrededor del fuego.
—¿Va a intentar tomar el acantilado, señor? —obviamente Eccles aprobó el plan.
—Sí. Dígaselo a los hombres. Tienen tres horas para descansar y luego tomaremos el acantilado.
—Muy bien, señor.
Sean se acostó y cerró los ojos. Estaba muy cansado, con los ojos arenosos por el polvo y el humo, la parte inferior de su cuerpo fría y húmeda, las botas pesadas por el barro. Las emanaciones de lidita le habían producido un agudo dolor de cabeza.
«Tendría que haber puesto vigías —pensó nuevamente—. Por Dios. Qué lío he hecho. Mi primer comando y ya he perdido todos los caballos y casi la mitad de mis hombres. Tendría que haber puesto un vigía en el acantilado».
Tomaron el acantilado unos minutos después de medianoche y casi sin resistencia. Los pocos centinelas se apresuraron a bajar por la ladera opuesta y Sean miró hacia los campamentos bóers. Los fuegos brillaban en el valle en línea irregular. Los hombres que quedaban de pie a su alrededor miraban hacia el acantilado. Sean los dispersó con una docena de descargas cerradas y luego le gritó a Eccles que ordenara el alto el fuego y acomodara a los hombres.
—Pronto tendremos visita —concluyó.
Los bóers habían construido terraplenes a lo largo de la cima, lo cual ahorró muchos problemas a los hombres de Sean, y en diez minutos estaban emplazadas las Maxim y los doscientos hombres sanos de Sean esperaban detrás de las paredes de roca y tierra el contraataque de los bóers. Esto costó algún tiempo porque la situación requería que se convocara un apresurado consejo de guerra en el valle, pero finalmente escucharon el primer avance cauteloso de los atacantes.
—Aquí vienen, sargento mayor. No disparen, por favor.
Los bóers se abrieron paso cuidadosamente y cuando Sean alcanzó a oír sus voces murmurando tras las rocas decidió que estaban lo suficientemente cerca y desalentó cualquier intento de mayor acercamiento con descargas cerradas y el uso de todas sus Maxim. Los bóers contestaron acaloradamente, y en el momento de mayor ardor se les unieron los Hotchkiss desde el valle.
Su primera granada pasó a menos de un metro de la cabeza de Sean y estalló en el valle, detrás de ellos. El segundo y tercer disparo cayeron prolijamente entre las filas de los bóers y levantaron tal coro de protestas que los artilleros, al no ser apreciados sus esfuerzos, mantuvieron un lejano y ofendido silencio durante el resto de la noche.
Sean había esperado un ataque nocturno definitivo, pero pronto fue evidente que Leroux estaba muy al tanto del peligro de enfrentarse de cerca a una fuerza inferior en la oscuridad. Se contentó con mantener despierto a Sean toda la noche, turnándose sus hombres para subir y mantener el duelo de rifles, y Sean comenzó a temblar por la inteligencia de esa ofensiva. El amanecer lo encontraría en un cerro rocoso, haciendo frente a una fuerza numéricamente superior en una línea lo suficientemente pequeña como para ser atacada por ambos flancos.
Recordaba Spion Kop y no encontraba mucho consuelo en este recuerdo. Pero la alternativa era retroceder hacia el río, y se le erizaba la piel sólo de pensarlo. Si los refuerzos no llegaban pronto, la derrota era segura. Estaban mejor aquí, en lo alto, que en el barro. «Nos quedaremos, decidió.
Al amanecer hubo un momento de calma pero, aunque el fuego de artillería disminuyó a alguno que otro estallido y fogonazo en la parte baja de la ladera Sean intuía una creciente actividad entre los bóers. Los siniestros murmullos y silenciosos movimientos en sus flancos confirmaban sus presentimientos. Pero ya era demasiado tarde para retroceder hacia el río, pues las montañas mostraban oscuras siluetas contra el cielo del amanecer. Parecían estar muy cerca, tan cerca y hostiles como la invisible multitud enemiga que esperaba allí a que se hiciera de día.
Sean se levantó.
—Toma el rifle le susurró al hombre que tenía a su lado mientras dejaba la Maxim. Toda la noche había peleado con la malvada y torpe arma, y ahora sus manos eran como garras sosteniendo la ametralladora, y los hombros le dolían intolerablemente. Los flexionaba mientras bajaba por la línea, deteniéndose a charlar con los hombres que estaban acostados boca abajo, tratando de que sus palabras de aliento fueran convincentes.
En sus respuestas presentía el creciente respeto que le tenían como hombre de lucha. Era más que respeto, como un tolerante afecto. El mismo sentimiento que el viejo general Buller había despertado entre sus hombres. Había cometido errores, muchos hombres murieron cuando él los dirigió, pero lo querían y lo siguieron alegremente. Sean llegó al final de la línea.
—¿Cómo va? —le preguntó despacio a Saul.
—Bastante bien.
—¿Alguna señal del viejo bóer?
—Están bastante cerca, los hemos oído hablar hace unos minutos. Supongo que están tan listos como nosotros.
—¿Cómo están las municiones?
—Tenemos lo suficiente para terminar este trabajo —contestó Saul.
¡Terminar este trabajo! Esa sería su decisión. Cuando comenzara la matanza, ¿cuánto les haría soportar antes de pedir cuartel, con las manos levantadas en actitud vergonzosa?
—Más vale que te pongas a salvo, Sean. Se hace de día muy rápido.
—Quién está cuidando a quién. —Sean le sonrió—. No quiero más actos heroicos —dijo, y se dirigió con presteza a su puesto en el otro flanco.
La noche se levantó rápidamente y la mañana llegó de golpe como sólo lo hace en África. Los campamentos bóers habían desaparecido. El cañón Hotchkiss también. Sean sabía que la ladera rocosa que se extendía por debajo de él hervía de enemigos apostados en sus flancos y probablemente también en la retaguardia.
Lentamente, del modo en que un hombre a punto de iniciar un largo viaje observa un lugar, Sean miró a su alrededor, las montañas, el cielo y el valle. Era muy hermoso bajo la suave luz.
Miró por la entrada del valle hacia las tierras altas. Tuvo un sobresalto. Sintió que la excitación le ponía los pelos de punta. La boca del valle estaba bloqueada por una oscura masa. A la luz incierta de la mañana podría haber sido una plantación de árboles, oblonga, regular y oscura contra el pasto claro. Pero esta plantación se movía, cambiaba de forma, se alargaba.
Los primeros rayos del sol cayeron oblicuos atravesando la cima del cerro y encendieron las lanzas con miles de chispas.
—Caballería —rugió Sean—. Por Dios, mírenlos.
El grito fue repetido y lanzado a lo largo de la línea; con vivas y disparos los soldados de Sean saludaron a las pequeñas figuras marrones que se escurrían para encontrar a los piquetes de bóers que galopaban cruzando el valle, cada uno arrastrando doce caballos por las riendas.
Entonces, por encima del griterío y los disparos, elevándose más que los gritos de pánico y los cascos de los caballos, una corneta comenzó a tocar Bonnie Dundee con sones agudos y claros, ordenando la carga.
Los rifles de Sean se callaron. Los vivas disminuyeron y luego cesaron. Uno por uno los hombres se incorporaron para observar el avance de los lanceros. Paso. Trote. Medio galope. Galope. Las lanzas apuntaron hacia adelante. Aletearon a la altura del vientre como luciérnagas delante de la oscura masa de las filas, y aquella masa terrible barrió la confusión de hombres y caballos que luchaban por desasirse desesperados.
Ahora algunos bóers estaban de pie, retrocediendo, rompiendo filas como la caza ante los batidores.
—Por Dios —dijo Sean, suspirando, tenso ante la esperada explosión de sonido al dar la carga en el blanco. Pero sólo siguió el ruido de los cascos, no hubo detención, ni distorsión al abalanzarse los oscuros escuadrones sobre los bóers. Giraron con precisión y volvieron a la carga. Arrojaron a un lado las lanzas rotas y desenvainaron los sables, largos y brillantes.
Sean observó a un bóer esquivando desesperado a un lancero que lo seguía. Lo vio volverse en el último momento y arrodillarse con las manos cubriéndole la cabeza. El lancero se puso de pie sobre los estribos y levantó el sable de revés. El bóer cayó. Como un jugador de polo, el jinete giró sobre el caballo y pasó sobre el bóer inclinándose bien en la montura para volver a ensartarlo cuando se arrodillaba.
—Cuartel —gritó Sean, y su voz siguió elevándose aguda por el horror y la náusea—. Denles cuartel. Por el amor de Dios, denles cuartel.
Pero la caballería no da cuartel. Siguieron desapasionadamente con la carnicería con la misma precisión que si estuviera en el campo de pruebas. Aserrar y cortar, girar y pisotear hasta que las espadas chorreaban sangre, hasta que el valle estuvo cubierto por los cuerpos de hombres heridos una docena de veces.
Sean apartó la mirada y vio lo que quedaba del comando de Leroux desparramado en la tierra escarpada donde los grandes caballos de la caballería no podían seguirlos.
Sean se sentó en una roca y cortó la punta de un cigarro. El espeso humo le ayudó a limpiarse la boca del gusto de la victoria.
Dos días después Sean condujo a su columna a Charlestown. La guarnición los vitoreó, y Sean sonrió ante la reacción de sus hombres. Media hora antes habían andado torpemente, encorvados y desgraciados montando caballos prestados. Ahora se mostraban firmes y garbosos, bebiendo el aplauso y saboreándolo.
Luego la sonrisa se le borró a Sean al ver lo diezmado que estaba su grupo, y volvió el cuerpo para mirar a las quince carretas llenas de heridos.
Si por lo menos hubiera puesto vigías en el acantilado.
Había una orden urgente de Acheson de que se presentara ante él. Tomó el expreso del norte veinte minutos después de llegar a Charlestown, odiando a Saul por el baño caliente en el cual le había dejado, y porque Mbejane había persuadido a una gorda mucama zulú para plancharle y lavarle el uniforme, y aún más por ser el invitado de honor en la mesa de oficiales esa noche, sabiendo que Saul tomaría sus buenas cantidades del Veuve Clicquot y Courvoisier que alguna vez habían pertenecido a Sean.
Cuando Sean llegó a Johannesburgo a la mañana siguiente, con el humo de la locomotora añadiendo un toque sutil a la fragancia que había recogido después de las dos semanas pasadas en la llanura sin bañarse, encontró a un ayudante que lo condujo a las habitaciones de Acheson en el Gran Hotel Nacional.
El mayor Peterson evidentemente fue sorprendido por la aparición de Sean, observó con horror las manchas, roturas y barro seco, y el contraste que ofrecían con la blanca mantelería y espléndida plata de la mesa del desayuno. La sazón del olor de Sean le quitó el apetito y se tapó la nariz con un pañuelo de seda. Pero a Acheson no pareció importarle, estaba de buen humor.
—Condenadamente bueno el espectáculo, Courtney. Oh, muy bueno. Probó por completo su opinión. No creo que Leroux nos dé trabajo mucho tiempo, ¿eh? ¿Quiere otro huevo? Peterson, pásele la panceta.
Sean terminó de comer y llenó su taza de café antes de hacer su solicitud.
—Quiero que me quite ese comando, he hecho un desastre con él.
Tanto Acheson como Peterson lo miraron horrorizados.
—Por Dios, Courtney. Ha alcanzado un notable éxito, el más espectacular en meses.
—Suerte —interrumpió Sean—. En otras dos horas nos hubieran barrido.
—Los oficiales con suerte son más valiosos que los inteligentes. Petición denegada, coronel Courtney.
«Así que ahora soy coronel, un soborno para sentarme en la silla del dentista. Sean estaba divertido.
Un golpe en la puerta le impidió a Sean continuar su protesta, y un ayudante entró a la habitación y le alcanzó un mensaje a Acheson.
—Despacho urgente de Charlestown —murmuró. Acheson le quitó el papel y lo usó como una batuta mientras continuaba hablando.
—Tengo tres oficiales para usted, hombres para cubrir sus bajas. Usted los contiene y espera a que llegue mi caballería. Es todo lo que le pido. Mientras hace su parte, las columnas van a empezar una serie de ataques. Esta vez vamos a barrer cada centímetro del terreno existente entre las fortificaciones. Vamos a destruir las cosechas y el ganado; a quemar las granjas; a llevarnos cada mujer, hombre o niño y ponerlos en campos de detención. Cuando terminemos no habrá nada más que campo allí. Los forzaremos a operar en vacío, mientras los cansamos con constantes series de ataques y correrías. —Acheson golpeó la mesa de modo que la porcelana tintineó—. Desgaste, Courtney. Desde hoy será una guerra de desgaste.
Esas palabras tenían una incómoda familiaridad para Sean. Y de repente se imaginó el cuadro de la desolación. Vio la tierra, su tierra, ennegrecida por el fuego, y los hogares sin techo en la vastedad. El sonido de los vientos sobre la tierra era el llanto de los huérfanos y la protesta de un pueblo condenado.
—General Acheson —comenzó a decir, pero Acheson leía el despacho.
—Maldición —dijo—. Mil veces maldición. Otra vez Leroux. Volvió atrás y atrapó a la columna de transporte de los mismos lanceros que lo habían cortado en dos. La destruyó y desapareció en las montañas. —Acheson dejó el mensaje sobre la mesa frente a él y lo miró—. Courtney, vuelva y esta vez atrápelo.
—El desayuno está listo, Nkosi —Michael Courtney levantó la vista del libro—. Gracias, Joseph, ya voy.
Las dos horas de estudio de cada mañana pasaban tan rápido… Miró el reloj que estaba en el estante colocado sobre la cama; ya eran las seis y media, cerró el libro y se puso de pie.
Mientras se cepillaba el cabello se observó en el espejo sin prestarse atención. Tenía la mente totalmente ocupada con los acontecimientos del día. Había trabajo que hacer.
Su imagen lo miró con ojos grises desde una cara donde las facciones delgadas eran estropeadas por la gran nariz de los Courtney. Tenía el cabello negro y ondulado.
Dejó el cepillo, y mientras se ponía la chaqueta de cuero, hojeó el libro para repasar un pasaje. Lo leyó cuidadosamente y luego se volvió y salió al corredor.
Anna y Garrick Courtney estaban sentados en los extremos de la larga mesa del comedor de Theunis Kraal, y los dos miraron expectantes al verlo entrar.
—Buenos días, madre. —Anna levantó la cara para que se la besara.
—Buenos días, papá.
—Hola, hijo. —Garry llevaba su uniforme completo, con galones y condecoraciones, y Michael sintió que se irritaba. Era tan condenadamente ostentoso. También le recordaba que ya tenía diecinueve años y que estaban en guerra mientras él permanecía en la granja.
—¿Hoy vas a la ciudad, papá?
—No, voy a trabajar en mis memorias.
—Oh —Michael miró con atención el uniforme y su padre se ruborizó levemente y se dedicó a la comida.
—¿Cómo van tus estudios, querido? —Anna rompió el silencio.
—Bastante bien, mamá, gracias.
—Estoy segura de que te será tan fácil el examen final como los otros. —Anna le sonrió posesivamente y se estiró para tomarle la mano. Michael la retiró en un gesto rápido y dejó el tenedor.
—Mamá, quiero alistarme. —La sonrisa de Anna se heló. En el extremo de la mesa Garry se enderezó en la silla.
—No —le dijo con inusual violencia—. Ya hemos hablado sobre esto antes. Todavía eres menor y harás lo que yo te diga.
—La guerra está casi terminada, querido, por favor, piensa en tu padre y en mí.
Entonces comenzó otra de esas discusiones largas y suplicantes que fatigaban y frustraban a Michael hasta que se levantó abruptamente y dejó la habitación. El caballo lo esperaba ya ensillado en el patio. Saltó sobre el caballo y lo dirigió hacia el portón, pasándolo por encima y desparramando gallinas al aterrizar. Galopó furioso hacia el tanque principal.
Desde el comedor oyeron los cascos alejarse hasta que se disolvieron en el silencio. Garry se puso de pie.
—¿Adónde vas? —preguntó Anna.
—A mi estudio.
—A la botella de aguardiente que está en tu estudio —lo corrigió desdeñosa.
—No, Anna.
—No, Anna —lo ridiculizó—. Por favor, Anna, no. ¿Es lo único que sabes decir? —Su voz había perdido la amable inflexión que había cultivado tan cuidadosamente. Ahora contenía toda la amargura acumulada en veinte años.
—Por favor, Anna. No dejaré que vaya, te lo prometí.
—No lo dejarás —se rió Anna—. ¿Cómo lo evitarás? ¿Le harás sonar tus medallas en la cara? ¿Cómo lo detendrás, tú que nunca has hecho nada útil en tu vida? —Volvió a reír, con sonido agudo—. ¿Por qué no le muestras tu pierna y le dices «Por favor, no dejes a tu pobre papito inválido?
Garry se incorporó. Su cara había palidecido mucho.
—Me escuchará. Es mi hijo.
—Tu hijo.
—Anna, por favor…
—Tu hijo. Oh, eso es encantador. No es tu hijo. Es de Sean.
—Anna. —Garry trató de detenerla.
—¿Cómo ibas a tener un hijo? —Ella reía otra vez, y Garry no podía soportarlo. Se dirigió a la puerta, pero su voz lo siguió, atacándolo en las dos partes más sensitivas de su alma: su deformidad y su impotencia.
Se tambaleó hasta el estudio, cerró la puerta de un golpe y echó la llave. Entonces atravesó apresuradamente la habitación hacia el sólido armario que se encontraba al lado de su escritorio.
Llenó el vaso hasta la mitad y bebió. Luego se hundió en la silla y cerró los ojos estirando el brazo para tomar la botella. Volvió a servirse con cuidado y volvió a poner el corcho en la botella. Este lo bebería lentamente, haciéndolo durar quizá una hora. Había aprendido a mantener el calor.
Se desabrochó y se quitó la chaqueta, se puso de pie y la colgó en el respaldo de una silla, se volvió a sentar, bebió del vaso, luego acercó la pila de hojas escritas a mano y leyó la primera.
Colenso: Un relato de la campaña de Natal dirigida por el general Buller, por el coronel Garrick Courtney, VC, DSO.
La levantó y la dejó a un lado, y comenzó a leer lo que seguía. Lo había leído ya tantas veces que había llegado a creerlo. Era bueno. Él sabía que era bueno. Lo mismo pensaban los señores de la firma William Heinemann de Londres, a quienes había enviado un borrador de los primeros dos capítulos. Estaban ansiosos por publicarlo lo antes posible.
Trabajó toda la mañana tranquilo y contento. Al mediodía el viejo Joseph le llevó la comida al estudio. Pollo frío y ensalada en porcelana de Delft, con una botella de vino blanco del Cabo envuelta en una servilleta blanca. Trabajó mientras comía.
Por la noche, cuando hubo alterado el último párrafo de la última página dejó la pluma en el tintero; estaba sonriendo.
—Ahora iré a ver a mi querida —dijo en voz alta y se colocó la chaqueta.