Los médicos del hospital Greys le habían hecho la última revisión a Sean una semana antes de Navidad. Habían considerado su incapacidad del uno por ciento, apenas un poco de cojera cuando estaba muy cansado. Esto lo descalificaba para recibir una pensión de guerra y le permitía volver inmediatamente al frente.
Una semana después del Año Nuevo de 1901, llegó la primera carta del Ejército. Debía presentarse de inmediato al centro de oficiales de los Fusileros Montados de Natal, el regimiento en que se había convertido el antiguo Cuerpo de Guías de Natal.
La guerra sudafricana había entrado en una nueva etapa. Por todo el Transvaal y los Estados Libres de Orange los bóers habían comenzado una campaña de guerrillas alarmante por su intensidad. La guerra estaba lejos de haber terminado y la presencia de Sean era necesaria urgentemente para aumentar el ejército de un cuarto de millón de tropas británicas que ya estaba luchando.
Había escrito pidiendo una prórroga de su permiso, y había recibido como respuesta una amenaza de tratarlo como desertor si no estaba en Johannesburgo el primero de febrero.
Las últimas dos semanas había llevado a cabo una actividad frenética. Se las había arreglado para terminar de plantar las cuatrocientas hectáreas de acacias comenzadas el mayo anterior. Había obtenido un préstamo aún mayor de la Compañía de Acacias de Natal para pagar la atención de los árboles. Las reparaciones y renovaciones de la casa de Lion Kop estaban listas y Ada había dejado la casa de la calle Protea para actuar de casera y administradora durante su ausencia.
Ahora, al cabalgar solitario por su tierra en un gesto de adiós, tuvo la oportunidad de pensar en otras cosas. La principal era su hija. Su primera y única hija. Tenía dos meses. Se llamaba Tormenta y nunca la había visto. Saul Friedman le había escrito una carta larga y feliz desde el frente, donde pronto se le uniría Sean. Este había enviado calurosas felicitaciones y tratado de comunicarse con Ruth. Le había escrito sin obtener respuesta, y finalmente había abandonado su trabajo en Lion Kop para ir a Pietermaritzburg. Esperó cuatro días, presentándose por la mañana y por la tarde en la mansión Goldberg, y todas las veces Ruth estaba indispuesta o había salido. Finalmente dejó una amarga nota para ella y volvió a casa.
Sumido en la melancolía, cabalgó entre sus plantaciones. Grandes bloques de arbolitos, hilera tras hilera, cubrían las lomas de Lion Kop. Los árboles plantados diez meses atrás habían comenzado a salir. Ya le llegaban a la cintura y tenían la parte superior verde y espumosa. Era una obra casi sobrehumana, diez meses en los que dos mil trabajadores nativos habían trabajado incansable y agotadoramente. Ahora estaba listo. Conservaba un grupo de cincuenta zulúes que trabajarían bajo la supervisión de Ada, limpiando la tierra entre los árboles y evitando un posible incendio. Era lo único que se podía hacer; cuatro años de espera hasta que los árboles fueran lo suficientemente grandes como para descortezarlos.
Ahora estaba tan absorto en sus pensamientos que pasó los límites de Lion Kop sin darse cuenta y siguió cabalgando a lo largo del pie del acantilado. Cruzó el camino y la línea férrea. Desde arriba el murmullo de la catarata Blanca se unía al susurro del viento al rozar las hojas, y contempló el brillo del agua cayendo al sol desde las altas rocas. Las acacias estaban en flor, cubiertas por la bruma dorada de sus flores por encima y sombreadas por debajo.
Cruzó el río debajo de la laguna de la catarata. El acantilado subía abruptamente por encima de él, cruzando por los oscuros arbustos de las zanjas, hasta unos trescientos metros de altura, tapando toda la luz del sol. La laguna era un lugar cubierto de helechos y verde musgo y las rocas eran negras y resbaladizas a causa del rocío. Un lugar fresco, lejos del sol, y el agua rugía al caer en un velo blanco y móvil como el humo:
Sean se estremeció y siguió cabalgando, trepando por la loma del acantilado. Entonces supo que el instinto lo guiaba. En medio de su desolación había llegado hasta su primer hogar. Debajo de sus pies se extendía la tierra de los Courtney hasta el río Tugela. La nostalgia lo invadió con mayor intensidad cuanto más trepaba, hasta que finalmente llegó hasta el borde y se detuvo a mirar hacia abajo; se divisaba todo Theunis Kraal.
Distinguió los mojones; la casa con los establos y las habitaciones de los sirvientes detrás; los corrales y los caballos pastando con las cabezas gachas y balanceando las colas; las balsas entre los árboles; y cada cosa tenía un recuerdo especial que le evocaba la niñez.
Sean desmontó y se sentó en la hierba. Encendió un cigarro mientras su mente retrocedía, elegía y descartaba entre los desechos del pasado. Una hora y luego otra pasaron hasta que volvió al presente, sacó el reloj del chaleco y miró la hora.
—Más de la una —exclamó, y se puso de pie para limpiarse los pantalones y colocarse el sombrero en la cabeza antes de comenzar el descenso. En lugar de cruzar el río en la laguna, siguió por Theunis Kraal en tierras más altas hasta poder tomar el camino que cruzaba el puente. De vez en cuando encontró ganado pastando en rebaños de menos de una docena de animales; todos estaban en buenas condiciones, y gordos, ya que la tierra no estaba alimentando todo el ganado que podía. A su paso levantaban las cabezas y lo miraban con expresiones ausentes, bovinas, sin ninguna sorpresa. El bosque se espesó, luego abruptamente terminó y ante él se desplegó una de las depresiones cenagosas formadas por curvas del río. Desde donde él venía no podía ver esa zona, ya que estaba oculta por árboles así que por primera vez Sean notó el caballo ensillado que estaba atado en la parte más lejana del pantano. Rápidamente Sean buscó a su jinete y lo encontró en el pantano, sólo visible la cabeza sobre el campo de verde y ponzoñoso papiro. La cabeza del hombre volvió a desaparecer y se produjo una conmoción en la hierba; un salvaje castigo y el repentino aullido espantado de una bestia.
Sean se acercó rápidamente por el borde hasta que estuvo cerca del caballo. La cabeza y los hombros del hombre reaparecieron y Sean vio que estaba todo salpicado de barro.
—¿Qué problema tiene? —gritó Sean y la cabeza se volvió hacia él.
—Hay una bestia atascada aquí abajo.
—Espere, le voy a echar una mano. —Sean se quitó la chaqueta, el chaleco y la camisa y los colgó junto con el sombrero de una rama antes de entrar. Metiéndose hasta las rodillas entre el fango burbujeante que despedía gas al removerlo y usando los dos brazos para cortar la espesa jungla de cañas y vegetación pantanosa, Sean finalmente llegó hasta el hombre.
La bestia era una vieja vaca negra; tenía los cuartos traseros completamente sumergidos en el barro y las patas delanteras dobladas inútilmente debajo del pecho.
—Está agonizando —dijo el hombre. Sean lo miró y vio a un muchacho, alto para su edad, pero delgado, cabello oscuro, corto, y la nariz grande de los Courtney.
Conteniendo el aliento y con una extraña sensación en las entrañas, se dio cuenta de que estaba mirando a su hijo.
—No se quede ahí sin hacer nada —dijo el muchacho. Estaba cubierto, del pecho para abajo, de una capa brillante y nauseabunda de barro, y el sudor le corría por la cara disolviendo los lunares de barro que le cubrían la frente y las mejillas; respiraba pesadamente con la boca entreabierta, agachado sobre el animal para sostenerle la cabeza por encima de la superficie.
—Tenemos que hacerla rodar —dijo Sean—. Mantén su cabeza alta. Vadeó hasta los cuartos traseros del animal y el barro burbujeó grasiento alrededor de su cintura. Metió los brazos bien adentro, tratando de alcanzar las patas atrapadas.
Las manos de Sean sólo pudieron agarrar el tendón Y el hueso del jarrete. Apretó las manos y se echó para atrás tirando hacia arriba, llevando gradualmente toda la fuerza de su cuerpo hacia los brazos hasta que sintió que algo iba a rompérsele en el vientre. Se mantuvo así, con toda la cara contorsionada, la boca bien abierta, con la respiración pasando roncamente por su garganta, los enormes músculos de su pecho y brazos en un apretado nudo de hierro.
Un minuto, dos, sostuvo la posición mientras el muchacho lo miraba con una expresión mitad alarma mitad maravillado. Repentinamente se produjo un chapoteo con burbujeante escape de gas alrededor del pecho de Sean y el animal comenzó a moverse. Lentamente al principio, con desgana, a través del barro se vio la curva de su trasero, luego más rápido, al perder el barro su presa, hasta que con un chapoteo final Sean se encontró de pie sosteniendo las piernas sobre la superficie, con la vaca exhausta a su lado.
—Cuernos del demonio —suspiró el muchacho con abierta admiración. Durante un momento, el animal se quedó quieto, hasta que se dio cuenta de que sus patas estaban libres y comenzó a patear salvajemente hasta recuperarlas.
—Aguanta la cabeza —gritó Sean, y metió la mano en el barro de costado hasta que aferró la cola para evitar que quisiera ponerse de pie. Cuando el animal se calmó nuevamente, comenzó a arrastrarlo, retrocediendo hacia la tierra firme. Como si fuera un trineo, el cuerpo se deslizaba fácilmente sobre la alfombra de barro y juncos aplastados hasta que llegó a tierra. Entonces Sean saltó hacia atrás mientras la vaca luchaba por levantarse, se quedó de pie un momento y luego se dirigió inestable hacia los árboles y desapareció.
Sean y su hijo se quedaron juntos, jadeando, cubiertos de suciedad, todavía metidos en el barro hasta el tobillo, mirando cómo la vaca desaparecía.
—Gracias. Nunca podría haberlo hecho solo, señor. —La formalidad de la manera en que se dirigió a él y el tono del muchacho tocaron una fibra íntima en Sean.
—Los dos éramos necesarios, muchacho —asintió Sean—. ¿Cómo te llamas?
—Courtney, señor, Michael Courtney —y le extendió la mano.
—Me alegro de conocerte, Mike. —Sean la estrechó.
—Yo lo conozco, ¿verdad, señor? Estoy seguro de que lo he visto antes, es algo que me preocupaba.
—No lo creo. —Con un esfuerzo, Sean se guardó sus sentimientos tratando de que su voz y rostro no lo delataran.
—Señor, yo… yo consideraría un honor saber su nombre. —Y mientras Michael hablaba lo invadió una cierta timidez.
«¿Qué puedo decirle? —se preguntó Sean—. Ya que no debo mentirle y tampoco puedo decirle la verdad».
—Dios mío, qué apestoso lío —fue su respuesta—. Apestamos como si hubiéramos estado muertos diez días.
Michael pareció darse cuenta entonces de su estado.
—A mamá le dará un ataque cuando me vea. —Y también se rió—. Venga a casa. No está lejos. Almuerce con nosotros y podrá limpiarse. Los sirvientes lavarán sus ropas.
—No. —Sean sacudió su cabeza—. Debo volver a Ladyburg.
—Por favor, quisiera que conociera a mi madre. Mi padre no está, está en la guerra. Pero, por favor, venga con nosotros.
«Realmente quiere que vaya. Al mirar Sean los ojos de su hijo, el sentimiento de ternura que había estado luchando por suprimir le invadió el pecho y sintió que su cara se ruborizaba con el placer.
—Mike —habló lentamente, buscando la palabra adecuada—. En este momento las cosas están algo difíciles. No puedo aceptar tu invitación. Pero me gustaría verte nuevamente y vendré algún día por aquí. ¿Lo dejamos hasta entonces?
—Oh. —Michael no intentó disfrazar su desilusión—. De cualquier modo, iré con usted hasta el puente.
—Bien. —Sean tomó su camisa y se quitó el exceso de barro mientras Michael desataba los caballos.
Cabalgaron lentamente, en silencio al principio por la timidez que los invadía. Luego comenzaron a hablar, y rápidamente cayeron las barreras. Con un sentimiento de orgullo que era ridículo en aquellas circunstancias, Sean se dio cuenta de la rapidez del cerebro de Michael, la facilidad de palabra inusual en un muchacho tan joven, y la madurez de sus opiniones.
Hablaron de Theunis Kraal.
—Es una buena granja. —Había orgullo en la voz de Michael—. Mi familia la tiene desde 1867.
—No tienen mucho ganado —gruñó Sean.
—Papá ha tenido una racha de mala suerte. La peste nos castigó, pero lo volveremos a tener como antes, espere y ya verá. —Se calló un momento—. En realidad, papá no es ganadero, en lugar de poner el dinero en ganado lo pone en caballos, como en Beauty. —Dio unas palmadas en el cuello de su magnífica yegua dorada—. He tratado de discutir con él, pero… —Entonces se dio cuenta de que estaba acercándose a la resbaladiza orilla de la deslealtad, y se controló para seguir apresuradamente—. No me interprete mal, mi padre es un hombre singular. Ahora está en el estado mayor del ejército, es coronel y la mano derecha del general Buller. Tiene la Cruz Victoria al valor y también le otorgaron la Orden de Servicio Distinguido por el trabajo que realiza en estos momentos.
«Sí —pensó Sean—, yo también defendí a Garry; muchas veces, tantas como tú cuando tengas mi edad. Comprensivamente cambió de tema.
Hablaron del futuro:
¿Entonces tú quieres ser granjero?
—Amo este lugar. Nací aquí. Para mí no es solamente un pedazo de tierra y una casa. Es parte de la tradición a la que pertenezco, ha sido construido por hombres de los que me siento orgulloso. Después de mi padre, seré el único que pueda continuarla. Yo no voy a fallar. Pero…
Habían alcanzado la elevación sobre el camino y Michael se detuvo mirando a Sean como tratando de decidirse sobre cuánto podía decirle a un extraño.
—Pero… —le urgió suavemente Sean. Por un momento, Michael lo miró, tratando de juzgar su confianza en ese hombre, la convicción de que podía fiarse de él más que de todos los hombres del mundo. Sintió que lo había conocido toda su vida, y entre los dos había algo tan bueno y fuerte que casi parecía tangible.
—Pero —se obligó a continuar la conversación— eso no es todo. Quiero algo más que tierra y ganado. Es tan difícil de explicar… Mi abuelo era un gran hombre; trabajó con la gente igual que con los animales. Tenía… ya me entiende, ¿no?
—Creo que sí —asintió Sean—. Sientes que quisieras hacerte un lugar para ti en el esquema de las cosas. —Eso es. Quisiera tomar otras decisiones, además de cuándo entresacar y cuándo marcar o dónde construir un pozo nuevo.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
—Bueno, voy a la Universidad de Ciudad de El Cabo. Estoy en el tercer año, para Navidad tendré el título. ¿Y entonces?
—No sé, pero encontraré algo. —Entonces Michael sonrió—. Primero tengo mucho que aprender. A veces cuando me doy cuenta de cuánto, me asusto un poco.
Marchaban junto a los caballos hacia el camino, tan absortos que ninguno notó la calesa que se aproximaba desde Ladyburg hasta que estuvo casi sobre ellos.
Entonces Michael levantó la vista.
—¡Eh! Aquí viene mi madre. Ahora podrá conocerla.
Con un sentimiento de temor, Sean se dio cuenta de que estaba atrapado. No había escapatoria, la calesa estaba a menos de cincuenta metros de distancia y distinguía a Anna mirándolos sentada detrás del conductor de color.
Michael gritó:
—Hola, mamá.
—Michael. ¿Qué has estado haciendo? Mírate. —Tenía cierta fiereza en la voz. Los años habían tratado a Anna como ella se merecía, habían aguzado sus facciones y exagerado la disposición gatuna de sus ojos. Posó la vista sobre Sean y frunció el ceño. El ceño le cortó profundas rayas en la frente y resaltó las pesadas líneas de carne debajo de su barbilla.
—¿Quién es ése? —le preguntó a Michael.
—Un amigo. Me ha ayudado a liberar a un animal atrapado en el pantano. Tendrías que haberlo visto, mamá. Lo levantó limpio del barro.
Sean vio que Anna estaba vestida con ropas caras y ostentosas para la mujer de un granjero en un día de trabajo. Terciopelo y plumas de avestruz, y esas perlas debían de haberle costado a Garry una fortuna. El carruaje era nuevo, de laca negra pulida punteada de escarlata y arneses de bronce, que valían por lo menos otros cientos de libras. Sean miró los caballos, una yunta de bayos, de pura sangre. «Jesús», pensó.
Anna todavía lo miraba con el ceño fruncido, con una expresión mixta de reconocimiento y duda. Comenzó a ruborizarse, con los labios temblorosos.
—Hola, Anna.
—Sean —escupió la palabra.
—Ha pasado mucho tiempo, ¿cómo estás?
Sus ojos lo miraron venenosamente. Apenas movió los labios al decirle bruscamente a Michael:
—¡Aléjate de ese hombre!
—Pero… —La asombrada mirada en la cara de Michael lastimó a Sean como una cuchillada.
—Haz lo que te dice tu madre, Michael —le dijo Sean.
—Usted es… ¿usted es mi tío Sean?
—Si.
Aléjate de él —chilló Anna—. Nunca vuelvas a hablarle. ¿Me escuchaste, Michael? ¡Es el demonio, el demonio! Nunca le dejes acercarse a ti. ¡Te destruirá! —Anna jadeaba, temblando de rabia y odio, balbuceando como una loca—. Sal de nuestra tierra, Sean Courtney. Sal de Theunis Kraal y no vuelvas nunca.
—Muy bien, Anna, me voy.
—Michael, monta tu caballo —le gritó Anna—. ¡Apúrate, sal de su lado!
Michael subió al caballo.
—¡Vamos, vamos rápido! —ordenó al cochero. Al tocarlos con el látigo los enormes bayos saltaron y Anna fue arrojada contra el asiento acolchado—. Michael, ven a casa inmediatamente.
Michael miró a Sean. Estaba asombrado, dudando.
—No creo… no creo que usted…
—Otro día hablaremos, Michael.
Y de repente, la expresión de Michael cambió, los costados de su boca cayeron y sus ojos se oscurecieron ante la pena de haber encontrado y perdido algo en tan poco tiempo.
—No —dijo, y levantó la mano en un gesto de adiós, haciendo partir a su caballo. Agachado sobre el cuello del animal emprendió la marcha en un salvaje galope tras la calesa.
—Michael —le llamó Sean, pero pareció no escucharle.
Y así, Sean volvió a la guerra. La despedida fue una odisea. Ada la soportó tan valientemente que Sean quería sacudirla y gritarle:
—Llora, maldita seas. Termina de una vez.
Dirk tuvo uno de sus ataques más espectaculares. Se colgó de Sean y gritó hasta que casi se ahogó. Cuando el tren arrancó, Sean tenía una rabia impresionante que le duró hasta que llegó a Pietermaritzburg cuatro horas después.
Se llevó su rabia hasta el bar de la estación y la tranquilizó allí con media docena de aguardientes. Entonces, mientras Mbejane lo seguía llevándole el equipaje, se abrió paso entre la multitud de la estación, buscando un compartimiento vacío en el expreso del norte. Como todo el pasaje tenía que tener permiso militar, sus compañeros de viaje estaban vestidos exclusivamente de color caqui. Un tropel monótono manchado con alegres puntos de color, mujeres que enviaban hombres a la guerra y que no se sentían muy contentas de hacerlo. El sonido del llanto se unía al de voces altas, risas de hombres y el chillido de algún niño. Repentinamente, por encima de todo ese ruido, Sean oyó su nombre. Miró alrededor y vio un brazo moviéndose frenético sobre las cabezas de la multitud.
—Sean, eh, Sean. La cabeza de Saul aparecía y desaparecía de la vista al saltar su dueño. Sean se abrió paso hasta él y se estrecharon las manos muy contentos.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —preguntó Saul.
—Vuelvo al frente, ¿y tú?
—Se acaba de terminar mi semana de permiso. Vine a ver al bebé. Por Dios, qué suerte que te he visto.
—¿Está Ruth contigo? —Sean no pudo contener la pregunta.
—Está esperando fuera, en el coche.
—Quisiera ver a esa niña.‑
—Por supuesto. Vamos primero a buscar un par de asientos y a dejar nuestro equipaje, luego tendremos aún veinte minutos hasta que salga el tren.
Sean la vio cuando salieron a los escalones de la fachada de la estación. Estaba sentada en el carruaje abierto mientras un niño de color sostenía un parasol sobre su cabeza; iba vestida de color gris claro con enormes mangas de pernil con rayas rosas y un enorme sombrero con flores rosas también. Se encontraba de perfil, inclinada sobre el bulto de encaje blanco que sostenía en la falda. Sean sintió que el corazón le daba un vuelco al mirar las líneas serenas de su cara. Se detuvo y susurró:
—Dios mío, qué bonita es. —Y a su lado Saul se rió con placer.
—Espera a ver a mi hija.
Ruth no los vio acercarse al carruaje, estaba pendiente de su hija.
—Ruth, te tengo una sorpresa —dijo Saul de sopetón. Ella levantó la mirada y Sean la estaba observando. Se puso rígida por el golpe, mirándolo y perdiendo todo el color.
—Hola, Ruth.
Ella no le contestó de inmediato. Sean la vio colocarse una máscara impasible.
—Hola, Sean, qué sorpresa.
Saul había interpretado mal la reciprocidad de sus emociones. Estaba subiendo al carruaje al lado de Ruth.
—Ven, ven a mirar. Ahora abría la mantilla de encaje, inclinándose sobre la niña con la cara iluminada de orgullo.
En silencio, Sean trepó al coche y se sentó frente a ellos.
—Déjalo sostenerla, Ruth —rió Saul—. Déjalo mirar a la niña más bonita del mundo. —Y no notó la manera en que Ruth volvió a ponerse rígida abrazando protectora al bebé—. Tómala, Sean. Te prometo que no te mojará demasiado, aunque pueda vomitar un poquito —continuó alegremente Saul.
Sean estiró los brazos, observando la cara de Ruth. Parecía desafiante pero temerosa.
—Por favor —dijo Sean. El color de los ojos de Ruth pareció volverse de un gris más azulado. Las líneas de tensión a los costados de su boca se disolvieron y los labios le temblaron rosados y húmedos. Se inclinó y colocó a la niña en los brazos de Sean.
Fue un viaje largo y lento hasta Johannesburgo, un viaje interrumpido por interminables paradas. En cada desvío hacían una parada, a veces de media hora, pero generalmente de tres veces ese tiempo. De vez en cuando, sin razón aparente, se detenían con un chirrido en medio de la sabana. ¿Qué demonios pasa ahora?
Alguien le ha disparado al conductor.
—Otra vez.
Protestas y comentarios salían de cada cabeza furiosa que se asomaba a las ventanas de todos los coches. Y cuando el guarda trotaba a lo largo del terraplén de grava hacia el frente del tren era seguido por un coro de silbidos y gritos.
—Por favor, caballeros, sean pacientes. Tenemos que revisar las alcantarillas y los puentes.
—La guerra ha terminado.
—¿De qué tienen miedo?
—Los viejos bóers corren tanto que no tienen tiempo de preocuparse de nuestros puentes.
Los hombres bajaban del tren y se quedaban al lado de las vías en pequeños grupos impacientes hasta que el silbato soplaba y se apresuraban a subir mientras el tren arrancaba y comenzaba a arrastrarse otra vez.
Sean y Saul se sentaban juntos en un rincón de un compartimiento lleno y jugaban al Kiabrías. Dado que la mayoría sentía hacia el fresco y claro aire de la montaña el mismo horror que si fuera un gas venenoso, las ventanillas estaban bien cerradas. El compartimiento estaba azul de humo y fétido por el olor de una docena de cuerpos sucios. La conversación era inevitable. Reúnan a un grupo de hombres en un pequeño lugar y en diez minutos estarán conversando sobre un solo tema.
Este grupo tenía una vasta experiencia en pornografía.
Un sargento había estado tres años en Bangkok y le costó dos horas convencer a sus compañeros de que lo que los rumores colocaban horizontalmente, la naturaleza, en realidad, lo tenía verticalmente. Consiguió su objetivo solamente después de una expedición por el corredor de la cual volvió con otro compañero veterano de China. Este experto aportó pruebas fotográficas que fueron detalladamente estudiadas y consideradas definitivas.
También sirvieron para recordarle a un cabo, que había hecho una gira con el ejército de la India, su visita al templo de Konarak. Un tema que sirvió durante otra hora y suavizó el camino para entrar en la discusión de la famosa Casa del Elefante de Shangai.
Siguieron con el tema desde mediodía hasta el anochecer.
Mientras tanto, Saul había perdido interés en las cartas y después de sacar un libro de su maleta comenzó a leer. Sean estaba aburrido. Limpió el rifle. Luego se limpió los dientes con una cerilla y miró por la ventana a un rebaño de antílopes que pastaban cerca de las vías. Escuchó la detallada lista de los placeres que proporcionaba la propietaria de la Casa del Elefante y decidió apartarse de ella si alguna vez visitaba Shangai.
—¿Qué estás leyendo? —le preguntó a Saul.
—¿Mmm? —Saul levantó la mirada distraído y Sean repitió la pregunta—. El sistema de gobierno de Westminster. —Saul sostuvo el libro para que Sean pudiera leer el título.
—¡Jesús! —gruñó Sean—. ¿Para qué lees esa porquería?
—Me interesa la política —se defendió Saul, y volvió a leer.
Sean lo miró un ratito y le dijo:
—¿Tienes algún otro libro?
Saul abrió su maleta.
—Prueba con éste.
—La riqueza de las naciones. —Sean tomó el libro inseguro—. ¿De qué trata? —pero Saul leía nuevamente.
Sean abrió el pesado volumen y miró indolente la primera página. Suspiró resignado, ya que hacía mucho tiempo que no leía más que cartas o estados de cuentas, luego sus ojos comenzaron a moverse de aquí para allá en la página como la lanzadera de un telar. Sin saberlo, estaba tejiendo los primeros hilos de una tela que cubriría parte de su alma que hasta el momento permanecía desnuda.
Al cabo de una hora, Saul lo miró.
—¿Qué te parece? —le preguntó.
Sean gruñó sin mirarlo. Estaba completamente absorto. Aquello era importante. El lenguaje de Adam Smith tenía cierta claridad majestuosa. Con algunas de sus conclusiones no estaba de acuerdo, pero el razonamiento evocaba una línea de pensamiento dentro del propio cerebro de Sean, estimulándolo a adelantarse y anticipar, a veces correctamente, pero a veces llegando a un destino totalmente ajeno al que había pensado el autor.
Leyó rápidamente, sabiendo que volvería a leerlo, ya que éste era sólo un reconocimiento del territorio desconocido de la economía. Con los ojos aún fijos en las páginas, buscó en los bolsillos de la chaqueta, encontró un trocito de lápiz y subrayó un pasaje que quería releer. Luego continuó. Ahora usaba frecuentemente el lápiz.
«No» escribió en el margen, cerca de una línea. «Bien», en otro lugar.
Saul miró y frunció el ceño al ver que Sean estaba desfigurando el libro. Luego notó la expresión de Sean, vio su total concentración y su cara se relajó. Observó a Sean con los ojos bajos. Sus sentimientos por aquel hombre todo músculo, genio e inesperada ternura, habían rebasado el afecto y ahora llegaba a la adoración. No sabía por qué Sean había colocado su ala protectora sobre él ni le importaba. Pero era una sensación buena el sentarse tranquilamente, sin leer, y observar la cara de aquel hombre enorme que era más que un amigo.
Permanecieron sentados juntos, solos en medio de una multitud. El tren se deslizaba hacia el norte atravesando la zona de pastos y desparramando una larga cinta de humo color plata tras de sí. El sol se hundía exhausto en la tierra ensangrentando las nubes. Después que hubo desaparecido, la noche llegó de inmediato.
Comieron carne enlatada untada sobre el pan con la hoja de la bayoneta. No había luz en el compartimiento, así que una vez que hubieron comido se sentaron juntos, envueltos en sus mantas, y charlaron en la oscuridad. A su alrededor toda conversación había decaído, y la reemplazaban los ruidos del sueño. Sean abrió una ventana y el fresco y dulce aire les aclaró las mentes. Charlaron con tranquila excitación.
Hablaron sobre los hombres y la tierra, y la unión de ambos formando una nación; y cómo habría que gobernar esa nación. Hablaron un poco de la guerra y mucho de la paz que la seguiría; de la reconstrucción de lo destruido, pero esta vez con más fuerza.
Vieron la amargura que florecería como una semilla alimentada con la sangre y los cadáveres de los muertos, y discutieron los medios para destruirla antes de que estrangulara las tiernas raíces de una tierra que podía llegar a ser grande.
Nunca habían hablado así. Saul, envuelto en sus mantas, escuchaba la voz de Sean en la oscuridad. Como muchos de los de su raza su percepción se había sensibilizado y agudizado de modo que percibía una nueva calidad, un nuevo sentido de orientación en aquel hombre.
«Yo he contribuido a esto —pensó con una sensación de orgullo—. Es un toro, un toro salvaje, cargando contra todo lo que se mueve; cargando sin propósito, luego cambiando el rumbo y volviendo a cargar contra algo nuevo; usando su fuerza para destruir, porque nunca aprendió a usarla de otro modo; confundido y enfurecido, persiguiéndolo todo, y como consecuencia no atrapando nada. Quizá pueda ayudarlo, mostrarle una meta y una salida del conflicto».
Y así siguieron charlando en la noche. La oscuridad añadía otra dimensión a su existencia. Sin verse, la forma física ya no los limitaba y parecía que sus mentes se liberaban para moverse y encontrarse en la oscuridad, para combinarse en un almohadón de palabras que transportaba cada idea. Hasta que de repente todo el delicado conjunto se tambaleó y perdió en la conmoción de la dinamita y el chirrido de vapor escapándose y el rugido de madera y vidrio que se rompen, y la confusión de equipos y cuerpos dormidos tirados violentamente unos contra otros al retroceder y torcerse y saltar el tren de las vías. Casi inmediatamente se le unió otro sonido, el tableteo de la fusilería a corta distancia y el continuo martilleo de una ametralladora Maxim.
Sean fue sorprendido en la completa oscuridad, imposibilitado para respirar bajo un inmenso peso. Luchó ferozmente, tratando de desembarazarse de los hombres y el equipaje que tenía encima, con las piernas enrolladas en las mantas sueltas. Liberó el peso lo suficiente para poder respirar, pero una rodilla lo golpeó con tanta fuerza en la cara que le rompió un labio y la sangre le manó salada dentro de la boca. Pegó hacia afuera con el brazo y sintió la punzante rasgadura del vidrio roto a lo largo del mismo.
En la oscuridad los hombres gritaban de terror y de dolor, en un odioso coro de gemidos, juramentos y fuego.
Sean se arrastró fuera de la maraña, y sintió a los hombres agitarse debajo cuando se ponía de pie.
Ahora oía el repetido golpeteo de los proyectiles, que entraban a través de las maderas, con mucha más fuerza que el de las armas que los disparaban.
Alguien se apoyó en él y Sean lo agarró:
—¿Saul?
—Déjeme, suélteme. —Era un extraño, y Sean lo soltó.
—Saul. Saul. ¿Dónde estás?
—Sean.
¿Estás herido?
—No.
—Salgamos de aquí.
—Mi rifle.
—Al diablo tu rifle.
—¿Cómo está la ventana?
—Bloqueada.
Finalmente, Sean pudo hacerse una idea de la situación. El coche estaba volcado de lado, con las ventanillas contra el suelo y todos los muertos y heridos apilados encima. La puerta estaba muy arriba, probablemente trabada.
—Tendremos que romper el techo. —Tanteó a ciegas y de repente juró y apartó la mano cuando una astilla de madera le cortó debajo de la uña, pero sintió una corriente de aire fresco en la cara—. Hay un agujero. —Ansiosamente volvió a estirar el brazo, y sintió la madera rota—. Ha saltado una de las planchas.
Inmediatamente hubo un movimiento de cuerpos en la oscuridad y las manos de una docena de hombres lo agarraron mientras sus dueños luchaban por encontrar la abertura.
—Atrás, desgraciados. —Sean dio un golpe con ambos puños y sintió que habían llegado a su objetivo. Jadeaba y notó el sudor que le corría por la espalda. El aire era pesado a causa del calor de los cuerpos y la respiración de los hombres aterrorizados.
—Atrás, que yo lo agrandaré. —Forzó el agujero con sus manos y arrancó la plancha suelta. Por un momento luchó con la tentación de apretar la cara al angosto agujero y chupar el aire fresco. Entonces concentró la fuerza de sus manos en la plancha siguiente. Aplastó las piernas contra el techo y empujó hacia atrás con toda su fuerza. No se movió. Sintió que el pánico lo invadía una vez más.
—Que alguien me dé un rifle —aulló por encima del griterío.
—Aquí tienes. —Era la voz de Saul, y el rifle apareció en sus manos. Colocó el cañón en la abertura, y usándolo como palanca se colgó de él. Sintió que la madera se rompía, movió el cañón y volvió a empujar. Cedió, y una vez sacada la plancha comenzó con la siguiente.
—Muy bien. Pasen de uno en uno. Tú, Saul, primero. —El pánico estaba justo por debajo de la superficie, así que Sean empujó sin ceremonia alguna a los hombres a través de la abertura. Uno gordo se trabó y Sean le puso una bota en el trasero y empujó. El hombre gritó y salió como un corcho de champaña.
—¿Queda alguien más? —le preguntó a la oscuridad.
—Sean. —Era la voz de Saul desde afuera—, sal de ahí.
—Tú ponte a cubierto —rugió Sean.
El fuego bóer todavía castigaba al tren accidentado. Entonces volvió a preguntar:
—¿Hay alguien más? —y un hombre gimió a los pies de Sean.
Rápidamente, Sean lo encontró. Malherido, con la cabeza doblada, Sean apartó el montón de equipaje que lo cubría y lo sacó. «No puedo moverlo —decidió—. Estará más seguro aquí hasta que lleguen los médicos. Lo dejó y tropezó con otro.
—Malditos —sollozó en medio de su espantosa ansiedad por salir. Aquél estaba muerto. Notaba la resbaladiza rigidez de la muerte sobre la piel, y entonces lo dejó para tratar de abrirse paso hacia el aire libre.
Después de la total negrura del compartimiento, las estrellas iluminaban la tierra con una luz perlada, y vio la niebla de vapor que colgaba sobre la locomotora como un banco siseante, y los primeros coches, unos metidos dentro de los otros, y los restantes, retorcidos o salidos de la vía formando una extraña escultura de destrucción. A intervalos a lo largo del tren algunos rifles daban una débil respuesta al fuego bóer que se derramaba sobre ellos.
—Sean. —Saul lo llamó desde donde estaba agazapado a un costado del coche volcado. Sean corrió hasta él y levantó la voz por encima del clamor.
—Quédate aquí. Yo voy a buscar a Mbejane.
—Nunca lo encontrarás en este lío. Estaba con los caballos. Escúchalos.
Desde los coches para ganado situados al final del tren venía un sonido que Sean nunca había oído y que esperaba no tener que volver a oír. El ruido de doscientos animales frenéticos y encerrados, era peor que el que causaban los hombres todavía atrapados en el descarrilamiento.
—Dios mío —suspiró Sean. Entonces su rabia fue más que su miedo—. Los muy desgraciados —graznó y miró hacia el terraplén por encima de ellos.
Los bóers habían elegido un lugar donde la línea se curvaba a lo largo del banco del río. El agua impedía escapar por ese lado y por el otro lado la tierra subía empinada en un pliegue doble que corría a lo largo de la línea férrea.
Diseminados por el primer pliegue estaban colocados sus tiradores, por lo menos doscientos hombres, a juzgar por la intensidad del fuego, mientras que por encima de ellos, en el borde superior, el hocico de la ametralladora Maxim aparecía y desaparecía al viajar incansablemente de una punta a otra del tren. Sean la miró un momento hambriento, luego levantó el rifle que todavía llevaba y lo descargó contra la Maxim. Inmediatamente las llamaradas se hicieron más brillantes al responder su fuego, y alrededor de la cabeza de Sean el aire se llenó con el crujido de cien látigos.
Sean bajó la cabeza mientras cargaba y volvió a ponerse de pie para disparar.
—Desgraciados —les gritó, y su voz debió de llegarles porque ahora los tiradores estaban ayudando a la Maxim a encontrarlo. Estaban acercándose demasiado.
Sean se agazapó una vez más, y a su lado Saul también disparaba.
—¿De dónde has sacado el rifle?
—Lo he buscado. —Saul remató su respuesta con un tiro; Sean sonrió y sus dedos tantearon el cargador.
—Algún día vas a hacerte daño le dijo.
—Tú me enseñaste a hacerlo —le respondió Saul.
Una vez más, Sean vació el cargador sin resultado, pero el retroceso del rifle invocó la vieja locura. Solamente necesitaba la voz de Mbejane a su lado para ponerla totalmente en movimiento.
—Nkosi.
—¿Dónde diablos estabas? —le preguntó Sean.
—Había perdido las lanzas. He pasado mucho tiempo buscándolas en la oscuridad.
Sean quedó en silencio un minuto mientras miraba hacia el borde. A la izquierda había una brecha en la línea de tiradores por donde corría una pequeña hondonada hacia la línea férrea. Una partida reducida podría subir por esa zanja y pasar a la retaguardia de la línea de tiro bóer. Desde allí la solitaria Maxim sería muy vulnerable.
—Trae tus lanzas, Mbejane.
—¿Adónde vas? —le preguntó Saul.
—Voy a intentar silenciar esa ametralladora. Quédate aquí y mantén las mentes de esos caballeros ocupadas en otras cosas.
Sean se adelantó bordeando el tren hacia la salida de la zanja. Cubrió cincuenta metros antes de darse cuenta de que no sólo Mbejane lo acompañaba. Saul estaba con él.
—¿Adónde crees que vas?
—Contigo.
—Eso crees tú.
—Mírame. —Había una nota singular de obstinación en la voz de Saul que Sean había aprendido a reconocer. No tenía tiempo para discutir. Corrió hasta que se encontró frente a la zanja y allí buscó refugio nuevamente bajo un coche volcado hasta que hiciera la evaluación final de la posición.
La zanja era angosta pero honda, y los arbustos que la llenaban los protegerían hasta la parte superior, donde definitivamente había una brecha en la línea bóer.
—Será suficiente —dijo en voz alta, y luego se dirigió a los otros dos—. Yo iré primero, luego me sigues tú, Saul, y fíjate bien dónde pones tus enormes pies.
Vagamente se dio cuenta de que entre los supervivientes estaban organizando algún tipo de resistencia. Oía a los oficiales arengándolos y alrededor de cien rifles contestaban el fuego bóer.
—Muy bien. Ya me voy. —Sean se puso de pie—. Sígueme en cuanto cruce.
En ese momento una nueva voz lo detuvo.
¿Qué es lo que están tramando?
—¿Y a usted qué le importa? —contestó Sean, impaciente.
—Soy un oficial. —Y Sean reconoció la voz y la seca figura que llevaba un sable en una mano—. Acheson.
Pasó un segundo de duda hasta que Acheson lo reconoció:
—Courtney, ¿qué está haciendo?
—Voy a subir por la hondonada a atacar la Maxim. ¿Cree que podrá alcanzarla?
—Voy a intentarlo.
—Bien, muchacho, vaya entonces. Estaremos listos para apoyarle si puede lograrlo.
—Lo veré arriba dijo Sean, y corrió hacia la boca de la zanja.
Se movieron silenciosamente en fila india hacia arriba. Las armas y el griterío cubrían los pequeños ruidos de su avance. Sean oyó las voces de los bóers acercarse y aumentar al aproximarse ellos, primero muy cerca, luego justo encima de sus cabezas junto a la zanja, luego detrás de ellos, y ya habían pasado.
La hondonada era allí más profunda y comenzaba a achatarse al acercarse a la cima. Sean levantó la cabeza por el costado y miró alrededor. Debajo de él distinguió los informes bultos de los bóers sobre el paso, y las largas llamaradas anaranjadas de sus rifles vistos desde arriba, mientras que la respuesta británica la constituían unos apenas visibles destellos de luz alrededor de la confusión de los vagones.
Entonces su atención se enfocó sobre la Maxim y vio por qué el fuego de los rifles desde abajo no había producido ningún efecto sobre ella. Colocada justo debajo de la cima del acantilado en un saliente de la ladera, estaba protegida por una cantidad de roca y tierra acumulada delante de ella. El grueso cañón sobresalía por una angosta abertura y los tres hombres que la disparaban se agazapaban detrás de la pared.
—Vamos —musitó Sean, y serpenteó arrastrándose sobre el vientre fuera de la hondonada, para comenzar el ataque. Uno de los artilleros lo vio cuando estaba a pocos metros del arma.
—Megtig. Pasop, daars’n… —Y Sean atacó con el rifle sujeto por las dos manos y el hombre nunca terminó su advertencia. Mbejane y Saul lo siguieron, y durante unos minutos el lugar se llenó de una masa de cuerpos en lucha. Luego terminó y los tres jadeaban intensamente en la quietud.
—¿Sabes manejar esto, Saul?
—No.
—Yo tampoco. —Sean se puso en cuclillas al lado del arma y colocó las manos en las agarraderas, con los pulgares descansando automáticamente sobre el botón disparador.
—Wat makeer julledaar bo? Skiet, man, skiet —gritó un bóer desde abajo.
Y Sean le gritó a su vez:
—Wag maar’n oomb’ik, dant skiet ek bedonderd.
—Wie’sdaar? ¿quién es? —preguntó el bóer, y Sean bajó el arma.
Estaba demasiado oscuro para usar las miras, así que tomó una distancia aproximada por encima del cañón y apretó los pulgares en el botón. Inmediatamente los hombros le temblaron como los de un hombre que usa un martillo neumático, y el fuerte golpeteo del arma lo ensordeció, pero hizo girar el cañón en arco, barriendo el acantilado que se extendía debajo de él.
Una tormenta de gritos y protestas se levantó de entre los bóers, y Sean se rió con salvaje alegría. El fuego bóer sobre el tren disminuyó milagrosamente mientras los hombres saltaban y se protegían bajo la lluvia de proyectiles. Muchos se volcaron hacia donde los esperaban sus caballos, manteniéndose bien alejados de los costados de la Maxim, mientras que una línea de delirante infantería inglesa los perseguía desde el tren, apoyándolos tal como Acheson había prometido.
Sólo un pequeño pero decidido grupo de bóers subió la ladera hacia Sean, gritando furiosos y disparando mientras se acercaban. La zona situada justo debajo del emplazamiento de la ametralladora era zona muerta y Sean no podía alcanzarlos con la Maxim.
—Salid de aquí, corred hacia los lados —gritó a Saul y Mbejane mientras levantaba la pesada arma sobre la pared de piedra para mejorar el campo de tiro. Pero el movimiento torció la correa de municiones y después del primer tiro la ametralladora se trabó sin remedio. Sean la levantó sobre su cabeza, se quedó así un instante y luego la arrojó entre los hombres que había debajo de él. Derribó a dos. Arrancó una piedra del tamaño de una calabaza de la parte superior de la pared y la arrojó tras el arma, y luego otra, y otra. Aullando con la risa del miedo y la excitación hizo llover rocas sobre sus cabezas. Y se desmoralizaron. La mayoría desapareció por los costados y se unió a la desbandada general en pos de los caballos.
Solamente un hombre siguió acercándose, un hombre enorme que trepaba rápida y silenciosamente. Sean erró tres piedras, y repentinamente estaba demasiado cerca, a menos de tres metros. Allí se detuvo y levantó el rifle. Incluso en medio de la oscuridad, a esa distancia, el bóer no podía fallar y Sean saltó de la pared. Por un instante cayó libremente y luego con un golpe que dejó a ambos sin aliento, se arrojó sobre el pecho del bóer. Rodaron por la ladera, pateando y aferrándose, balanceándose sobre el suelo rocoso hasta que un arbusto detuvo su caída.
—Ahora, maldito holandés —gritó Sean. Sabía que no había más que una salida posible en aquel encuentro Con suprema confianza en su propia fuerza, Sean buscó la garganta del hombre, y con incredulidad sintió que sujetaban su muñeca tan fuerte que su hueso crujió.
—Kom, oms slaat aam. —La boca del bóer estaba a centímetros de su oído y la voz era inconfundible.
—Jan Paulus.
—Sean. —El golpe de reconocerlo hizo que Jan Paulus aflojara un poco la presión y Sean liberó su mano.
Solamente una vez en la vida había encontrado Sean a un hombre cuya fuerza igualara la suya, y ahora estaban nuevamente uno frente a otro. Empujó con la palma de la mano derecha por debajo de la barbilla de jan Paulus forzándole la cabeza hacia atrás contra el brazo izquierdo que la rodeaba. Tendría que haberle roto el cuello. En cambio, éste aferró con ambos brazos el pecho de Sean por debajo de sus axilas y apretó. En segundos, Sean sintió que se le hinchaba y congestionaba la cara con sangre, abrió la boca y la lengua apareció entre los dientes.
Sin aliento, mantuvo la presión sobre el cuello de Jan Paulus sintiéndolo ceder una fracción, y supo que si lo movía otro centímetro le rompería la vértebra.
La tierra pareció inclinarse y darse vueltas debajo de él, supo que estaba moviéndose porque su visión se deslizó por parches móviles más oscuros, y el saberlo le dio un poco más de fuerza. La volcó toda sobre el cuello de Jan Paulus. Cedió. Jan Paulus dio un ahogado grito y aflojó algo la presión sobre el pecho de Sean.
«Otra vez —se dijo Sean—, otra vez. E hizo acopio de todo lo que le quedaba para el esfuerzo final.
Antes de poder hacerlo, Jan Paulus se movió rápido debajo de Sean y cambió su posición, levantando a Sean sobre su pecho. Entonces puso sus rodillas bajo la pelvis y con un impulso convulsivo llevó la parte inferior del cuerpo de Sean hacia adelante y atrás, forzándolo a soltarle el cuello y a usar las manos para evitar la propia caída.
Una roca le pegó en la espalda y el dolor lo alcanzó como un disparo en el cielo de verano. Ahogados a través de la angustia oyó los gritos de la infantería inglesa muy cerca. Jan Paulus se levantó y miró la ladera; a la luz de las estrellas que brillaban en las bayonetas, Sean lo vio subir la cuesta.
Sean se arrastró hasta ponerse de pie y trató de seguirlo, pero el dolor de la espalda no lo dejaba moverse, y Jan Paulus llegó a la cima, treinta pasos más adelante. Pero mientras corría, otra sombra oscura se le acercó por un lado, igual que un buen perro acorralaría a un animal corriendo. Era Mbejane. Sean vio el largo acero en su mano al levantarlo sobre la espalda de Jan Paulus.
—No —gritó Sean—. No, Mbejane, déjalo, déjalo.
Sean se quedó a su lado, con las manos aferradas la espalda y el aliento silbándole en la garganta. Debajo de ellos, desde la oscura ladera opuesta del acantilado les llegó el galope de un solo caballo.
Los sonidos de la huida de Jan Paulus se desvanecieron, y fueron tragados por el avance de las líneas de bayonetas desde el tren. Sean se volvió y se acercó cojeando a ellos.
Dos días más tarde, en el tren de relevo, llegaron a Johannesburgo.
—Supongo que tendríamos que presentarnos ante alguien —sugirió Saul mientras los tres esperaban juntos en el andén de la estación, al lado de la pila de equipaje que habían podido salvar del descarrilamiento.
—Tú preséntate, si quieres —le dijo Sean—. Yo voy a dar una vuelta.
—No tenemos alojamiento —protestó Saul.
—Sigue a tu tío Sean.
Johannesburgo es una ciudad demoníaca, que tiene por padre al oro y por madre a la codicia. Pero tenía un aire de alegría, de frágil excitación y bullicio. Cuando te alejas de ella puedes odiarla, pero cuando vuelves, inmediatamente caes otra vez en sus redes. Tal como le sucedió a Sean.
Los condujo por los soportales de la estación hacia la calle Eloff y sonrió al observar la tan recordada calle. Estaba repleta de gente. Los carruajes luchaban por tener espacio con los tranvías tirados por caballos. En las aceras, debajo de los altos edificios de tres y cuatro pisos, los uniformes de doce regimientos diferentes hacían resaltar el color de los vestidos de las mujeres que semejaban mariposas.
Sean se detuvo en los escalones de la estación y encendió un cigarro. En ese momento los sonidos de los carruajes y de las voces fueron tragados por el quejoso gemido de una sirena de mina e inmediatamente otras se le unieron para indicar el mediodía. Automáticamente, Sean buscó su reloj de bolsillo para controlar la hora y notó el mismo movimiento en los que le rodeaban. Volvió a sonreír.
La ciudad no había cambiado mucho, todavía seguía los viejos hábitos, el mismo sentimiento se mantenía a su alrededor. Las montañas de tierra de las minas, más altas de lo que las recordaba, y algunos edificios nuevos, un poco más vieja y un poco más elegante, pero todavía seguía siendo la misma perra sin corazón.
Y allí en la esquina de la calle Commissioner, adornado como una torta de bodas con su hierro forjado y su techo con cornisa, se encontraba el hotel de Candy.
Con el rifle y el equipaje colgados de los hombros, Sean se abrió camino por la acera seguido por Saul y Mbejane. Llegó al hotel y entró por las puertas giratorias de cristal.
—Muy imponente. —Miró a su alrededor en la recepción mientras dejaba caer su equipaje sobre la espesa alfombra. Candelabros de cristal, cortinas de terciopelo con barras de plata, urnas de bronce con palmas, mesas de mármol, enormes sillones mullidos.
—¿Qué te parece, Saul? Intentaremos ver qué tal se está en esta posada. —Su voz inundó todo el salón silenciando el murmullo de educada conversación.
—No hables tan alto —le pidió Saul.
Un oficial general sentado en uno de los sillones mullidos se incorporó, y lentamente volvió la cabeza para enfocar su mirada a través de un monóculo, mientras su ayudante de campo se inclinaba murmurando «coloniales».
Sean le guiñó el ojo y se adelantó hasta el mostrador de recepción.
—Buenas tardes, señor. —El empleado lo miró fríamente.
—Tiene reservas para mi estado mayor y yo. ¿A qué nombre, señor?
—Lo siento, pero no puedo contestar a su pregunta, estamos viajando de incógnito —le dijo seriamente Sean, y una expresión de impotencia apareció en la cara del hombre. Sean bajó la voz hasta un nivel de conspiración—. ¿Ha visto usted entrar a un hombre con una bomba?
—No. —Los ojos del hombre se pusieron vidriosos—. No, señor, no lo he visto.
Muy bien. —Sean pareció sentirse aliviado—. En ese caso, tomaremos la suite Victoria. Haga subir el equipaje.
—El general Caithness se aloja allí, señor. —El empleado se estaba desesperando.
—¿Qué? —rugió Sean—. ¿Cómo se atreven?
—Yo no… nosotros no teníamos… —tartamudeando el empleado retrocedió.
—Llame al dueño —ordenó Sean.
—Sí, señor. —Y el empleado desapareció por una puerta marcada «Privado».
Saul estaba inquieto.
—¿Te has vuelto loco? No podemos pagar nuestra estancia en este lugar. Salgamos de aquí. —Bajo el escrutinio minucioso de todos los clientes del hotel que se encontraban en la recepción, se sentía muy incómodo con su uniforme manchado por el viaje.
Antes de que Sean pudiera contestar, una mujer entró por la puerta que decía «Privado», una mujer muy bonita, pero muy enfadada, con unos ojos que chispeaban como los azules zafiros de su garganta.
—Soy la señora Rautenbach, la propietaria. Usted quería verme.
Sean sólo le sonrió y el enfado se disolvió lentamente mientras lo reconocía debajo de la chaqueta arrugada y mal cortada y sin la barba.
—¿Todavía me amas, Candy?
—¿Sean? —todavía no estaba segura.
—¿Quién si no?
—Sean. —Y se le acercó corriendo.
Media hora más tarde, el general Caithness había sido desalojado y Sean y Saul estaban acomodándose en la suite Victoria.
Recién bañado, con una toalla alrededor de su cintura, Sean se reclinaba en la silla mientras el barbero le afeitaba la barba de tres días.
—¿Un poco más de champaña? —Candy no le había quitado los ojos de encima durante los últimos diez minutos.
—Gracias.
Ella llenó el vaso, lo volvió a colocar en su mano derecha y le tocó los fuertes músculos del brazo.
—Todavía duros, —dijo— te mantienes joven. —Sus dedos se movieron lentamente por el pecho de Sean—. Apenas un poquito de gris aquí y aquí, pero te sienta bien. —Y luego dirigiéndose al barbero—: ¿Todavía no ha terminado?
—Un minuto más, señora. Volvió a pasar la tijera por las sienes de Sean, retrocedió y estudió su obra maestra, entonces con modesto orgullo sostuvo el espejo esperando la aprobación de Sean.
—Excelente. Gracias.
—Puede retirarse ahora. Atienda al caballero de la habitación de al lado. —Candy ya había esperado suficiente. Al cerrar la puerta tras el barbero, corrió el pasador. Sean se incorporó de la silla y se miraron a través de la habitación.
—Dios mío, qué alto eres. —La voz de Candy era ronca, desvergonzadamente hambrienta.
—Dios mío, qué bonita eres —le contestó Sean, y se movieron lentamente hasta encontrarse en el centro de la habitación.
Más tarde, descansando silenciosos mientras la oscuridad se adueñaba de la habitación al caer la tarde, Candy le pasó la boca por el hombro, y de la misma manera que una gata limpia a sus gatitos, comenzó a pasarle suavemente la lengua por los largos rasguños del cuello.
Cuando el cuarto estuvo realmente a oscuras, Candy encendió una de las lámparas de gas con pantalla y mandó buscar galletas y una botella de champaña. Se sentaron juntos sobre la cama deshecha y charlaron.
Al principio existía una cierta timidez entre ellos por lo que había sucedido, pero pronto pasó, y se quedaron así hasta la noche.
Es raro que un hombre pueda tener un amigo y un amante en la misma mujer, pero con Candy era posible. Y a ella le pudo contar todas las cosas que habían estado encerradas dentro de él fermentando.
Le habló de Michael y el extraño lazo que los unía. Le contó cosas de Dirk y sus presentimientos. Le habló de la guerra y de lo que haría cuando terminara.
Le contó la historia de Lion Kop y su plantación.
Pero hubo algo de lo que no pudo hablar. No pudo contarle lo de Ruth y el hombre que estaba casado con ella.
Durante los días que siguieron, Sean y Saul se presentaron al cuartel general del Comando Regional y no les asignaron ni alojamiento ni trabajo. Ahora que habían llegado, nadie parecía interesarse mucho en ellos. Volvieron al hotel de Candy y pasaron la mayor parte del tiempo jugando al billar y por la noche comiendo, bebiendo y charlando.
Una semana después, Sean ya se estaba aburriendo. Comenzó a sentirse como un semental de carrera. Incluso una dieta continua de maná del cielo comienza a cansar después de un tiempo, así que cuando Candy le pidió que la acompañara a la recepción y cena con la que lord Kitchener celebraba su ascenso a comandante supremo del Ejército en Sudáfrica, Sean aceptó aliviado.
—Pareces un dios —le dijo Candy al entrar Sean a sus habitaciones a través de la puerta secreta que las conectaba con su propia habitación. Cuando ella le hubo mostrado el discreto panel y explicado cómo correrlo silenciosamente con un leve toque, Sean resistió la tentación de preguntarle cuántos lo habían usado antes. Era una tontería enfadarse con el desconocido que había pasado por el panel para enseñarle a Candy todas las pequeñas tretas con las que ahora lo deleitaba.
—Tú no estás mal tampoco. —Iba vestida de seda azul, el color de sus ojos, y llevaba diamantes alrededor del cuello.
—Qué galante. —Se le acercó y le acarició las solapas de seda de su nuevo traje de etiqueta—. Me gustaría que lucieras tus medallas.
—No tengo medallas.
—Oh, Sean. Debes tenerlas. Con todos los agujeros de bala que te han hecho, cómo no vas a tener medallas.
—Lo siento, Candy —sonrió Sean. Había veces que estaba muy lejos de ser la resplandeciente y sofisticada dama de mundo. Aunque tenía un año más que él, el tiempo no había destruido esa frágil cualidad de sus cabellos y piel como en tantas mujeres. No se le habían vuelto toscas las facciones ni había engordado.
—No importa, aun sin medallas serás el hombre más apuesto de la velada.
—Y tú la mujer más bonita.
Mientras el carruaje se dirigía por la calle Commissioner hacia el Gran Hotel Nacional, Sean se recostó contra el acogedor respaldo de suave cuero lustrado. El cigarro se consumía parejo, con un centímetro de fina ceniza gris, el único vaso de aguardiente que había bebido antes de salir lo calentaba por debajo de la pechera almidonada de su camisa, y un aura muy leve de ron de laurel lo rodeaba, y la mano de Candy se apoyaba levemente sobre su pierna.
Todas esas cosas lo hicieron sentirse profundamente contento. Se rió con facilidad ante la charla de Candy y dejó que el humo del cigarro se le escurriera entre los labios, saboreándolo casi con placer infantil. Cuando el carruaje se detuvo frente a la puerta del hotel meciéndose suavemente sobre los soberbios resortes, bajó y se quedó al lado de la gran rueda trasera para sostener el vuelo del vestido de Candy mientras ella bajaba.
Luego, con los dedos de la mano de Candy sobre su brazo, la condujo por los escalones de la entrada y atravesaron las puertas de cristal del hall del hotel. El esplendor del lugar no igualaba el del establecimiento de Candy, pero era lo suficientemente imponente, así como la línea de recepción que los esperaba. Mientras se colocaban tras los que aguardaban ser presentados al comandante en jefe, Sean habló en voz baja a un asistente.
—Milord, permítame presentarle al señor Courtney y a la señora Rautenbach.
La presencia de lord Kitchener era formidable. Su mano era fría y firme y era tan alto como Sean. Los ojos que encontraron la mirada de Sean durante un instante tenían una inquietante y rígida determinación. Luego se volvió a Candy y su expresión se suavizó momentáneamente cuando se inclinó sobre su mano.
—Le agradezco que haya venido, señora.
Después pasaron y se encontraron entre la monotonía de los uniformes, el terciopelo y la seda. Predominaba el color escarlata de los guardias y los fusileros, pero también estaba el azul galonado de oro de los húsares, el verde de los guardias forestales y las faldas escocesas de media docena de regimientos, así que el traje negro de Sean era sumamente discreto. Entre el brillo de las insignias y medallas resplandecían las joyas y la piel blanca de las mujeres.
Allí reunidos se encontraban los mejores pimpollos del enorme árbol del Imperio británico. Un árbol que crecía fuerte en medio del resto del bosque. Doscientos años de victorias en la guerra lo habían nutrido, doscientos millones de personas eran sus raíces que devoraban los tesoros de medio mundo y los enviaban por las líneas de los vapores hacia esa gris ciudad a orillas del Támesis que era su corazón. Y allí esa rica savia era transformada en hombres. Estos eran los hombres cuya facilidad de palabra y cuidadosa indiferencia reflejaba la complacencia y arrogancia que los había hecho ser temidos y odiados incluso por el tronco del gran árbol que los había hecho florecer. Mientras los árboles inferiores se les acercaban y trataban de que sus propias raíces distrajeran un poco de su sustancia para ellos mismos, la primera enfermedad había ya comido la madera debajo de la corteza del gigante. América, India, Afganistán y Sudáfrica habían comenzado la putrefacción, algún día lo derribarían con una fuerza que destrozaría su enorme masa en pedacitos, probando que no era dura teca sino suave pino.
Mirándolos, en ese momento, Sean se sintió lejos de ellos, más cercano en espíritu y deseos a esos andrajosos hombres cuyos máuseres todavía gritaban desafiándolos desesperadamente desde la inmensa sabana marrón.
Estos pensamientos amenazaban con echar a perder su buen humor y los desechó cambiando su vaso vacío por otro lleno de chispeante vino amarillo, y trató de unirse a los zumbones oficiales que rodeaban a Candy. Lo único que consiguió fue un deseo ardiente de golpear a uno de ellos entre sus blandos bigotes. Estaba saboreando la idea con creciente deleite cuando alguien le tocó el brazo.
—Hola, Courtney. Parece que lo encuentro en todas partes donde haya pelea o bebida gratis. —Sorprendido, Sean se volvió para encontrarse con la austera cara e incongruentes ojos chispeantes del general de división John Acheson.
—Hola, general, noto que usted frecuenta los mismos lugares —le sonrió Sean.
—Un champaña bastante malo. El viejo K. debe de estar economizando. —Luego paseó la mirada sobre el inmaculado traje de Sean—. Resulta algo difícil decir si ha recibido o no la mención para la cual lo recomendé. Sean sacudió la cabeza.
—Todavía soy sargento. No quise incomodar al estado mayor apareciendo con mis sardinetas.
—Ah. —Acheson frunció un poco el ceño—. Alguien debe de haberla retenido. Ya me ocuparé de ello.
—Le aseguro que estoy muy contento así. Acheson asintió y cambió de tema.
—¿Le he presentado a mi esposa? —Aquello era patronazgo en gran escala. Sean no sabía que Acheson lo consideraba su propia mascota de la suerte. Su propio ascenso había resultado del primer encuentro con Sean. Sean parpadeó sorprendido antes de responder:
—Todavía no he tenido el honor.
—Venga entonces.
Sean se excusó ante Candy, quien lo despidió con un golpecito del abanico, y Acheson lo condujo entre la gente hasta llegar al fondo del salón. A doce pasos del grupo, Sean se detuvo repentinamente.
—¿Pasa algo malo? preguntó Acheson.
—No, nada. —Sean se adelantó nuevamente, pero ahora sus ojos miraban fijos y fascinados a uno de los hombres que componían el grupo hacia el cual se dirigían.
Se trataba de una figura delgada que vestía el uniforme de los fusileros montados de Natal: cabello castaño arena cepillado hacia atrás, la frente alta, la nariz demasiado grande para la boca y la barbilla, algo redondo de hombros, pero con la más alta recompensa al valor, púrpura y bronce, al lado de la cinta rayada de la Orden al Servicio Distinguido que lucía sobre el pecho, mientras que en los hombros, las coronas plateadas y galones anunciaban que era coronel.
Lentamente, despertando otra vez su culpa, Sean dejó que los ojos bajaran hasta las piernas del hombre. Incomprensiblemente las vio iguales, con botas de cuero negro lustrado. Sólo cuando el hombre se movió cambiando el peso de la pierna, Sean advirtió la pesadez de una de ellas y comprendió.
Querida, quisiera presentarte al señor Courtney. Creo que me has oído hablar de él. Estuvo conmigo en Colenso, y hace unas semanas en el tren.
—Señor Courtney, es un placer. —Era regordeta y amistosa, pero Sean apenas pudo murmurar la respuesta correcta, ya que sentía otros ojos sobre su cara.
—Y éste es el mayor Peterson, de mi estado mayor.
Sean asintió.
—Al coronel Courtney probablemente lo conoce, en vista de que tienen el mismo apellido, sin mencionar el hecho de que es su superior directo.
Por primera vez en diecinueve años, Sean miró la cara del hombre que había dejado inválido.
—Hola, Garry —le dijo, y le tendió la mano. Con ella tendida, esperó.
Los labios de Garry Courtney se movieron. Inclinó los hombros y su cabeza apenas se volvió.
«Tómala, Garry, por favor, toma mi mano. Sean trató de convencerlo silenciosamente. Dándose cuenta de que su propio rostro no era amistoso, se esforzó por esbozar una sonrisa. Era algo insegura aquella sonrisa, y le temblaba un poco en la comisura de la boca.
En respuesta, los labios de Garry se relajaron y por un momento Sean notó la terrible nostalgia de los ojos de su hermano.
—Ha pasado mucho tiempo, Garry. Demasiado. —Sean se inclinó hacia delante con la mano extendida. «Tómala. Oh, Dios, haz que la tome».
Entonces Garry se enderezó. Al hacerlo el pie de su bota derecha raspó suave y torpemente sobre el suelo de mármol. La mirada nostálgica se le heló en los ojos, las comisuras de los labios se elevaron en algo parecido al desprecio.
—Sargento —su voz era demasiado alta, muy fuerte—. Sargento, no va correctamente vestido. —Entonces se volvió, girando sobre la pierna muerta y cojeó alejándose del grupo.
Sean se quedó con la mano extendida y la sonrisa helada en la cara.
«No tendrías que habernos hecho eso a los dos. Ambos queríamos. Yo sé que tú lo querías tanto como yo».
Sean dejó caer su mano al costado y la cerró en un puño.
—¿Lo conoce? —preguntó suavemente Acheson.
—Es mi hermano.
—Ya veo —murmuró Acheson. Ahora entendía muchas cosas, y una de ellas era por qué Sean Courtney seguía siendo sargento.
El mayor Peterson tosió y encendió un cigarro. La señora Acheson tocó el brazo del general.
—Querido, Daphne Langford llegó ayer. Está allí con John, debemos invitarlos a cenar.
—Por supuesto, querida, se lo diré esta noche.
Concentraron su atención el uno en el otro, dándole a Sean el respiro que necesitaba para recuperarse del desaire.
—Su vaso está vacío y el mío también, Courtney. Sugiero continuar con algo más sustancioso que el champaña de la cocina de K.
Aguardiente, feroz aguardiente de El Cabo, muy diferente del licor tipo sopa que hacen en Francia. Un licor peligroso para tomar en su estado actual. Y sólo podía estar de una manera después de lo que Garry le había hecho, con una rabia fría, asesina.
Su cara estaba impasible, cortésmente respondió a las encantadoras frases de la señora Acheson, una vez le sonrió a Candy por encima de las cabezas de los presentes, pero siguió tomando aguardiente tras aguardiente para aplacar la rabia que bullía en su estómago; sus ojos siguieron a la figura vestida de azul oscuro mientras cojeaba de un grupo a otro.
El ayudante que había preparado los asientos para la cena nunca se hubiera imaginado que Sean era un simple sargento. Como invitado de la señora Rautenbach lo imaginaba un influyente civil y lo colocó bien cerca de la cabecera, entre Candy y la señora Acheson; el mayor Peterson quedaba un poco más alejado y frente a él tenía a dos coroneles y a un brigadier. Uno de los coroneles era Garry Courtney.
Bajo la casi continua mirada de Sean, Garry se puso muy nervioso. Sin encontrar una sola vez los ojos de Sean, dirigió sus comentarios hacia la cabecera de la mesa, y la cruz de bronce suspendida de la cinta de seda púrpura que golpeaba contra su pecho cada vez que se inclinaba daba peso a sus opiniones, lo que era evidente por la atención que recibía de los oficiales con grado de general.
La comida era excelente. Langosta que había logrado evadir el bloqueo de los bóers desde El Cabo, faisán joven y gordo, venado, cuatro salsas distintas, incluso había mejorado la calidad del champaña. Pero Sean comió poco, dando continuo empleo, sin embargo, al mozo encargado de servir vino que revoloteaba tras su silla.
—Así —continuó Garry mientras elegía un cigarro de la caja de cedro que le ofrecieron—, no creo que las hostilidades continúen más de tres meses, como mucho.
—Estoy de acuerdo con usted —asintió el mayor Peterson—. Estaremos de vuelta en Londres para la temporada.
—Eso es música celestial —fue la primera contribución de Sean a la discusión. Era una palabra que acababa de aprender y le gustaba. Además, había damas presentes.
La cara de Peterson se confundió casi exactamente con el color escarlata de su chaqueta. Acheson comenzó a sonreír y luego cambió de idea. Candy se revolvió anticipando lo que venía, ya que había llegado a un estado de total aburrimiento, y una quietud helada cayó sobre esa parte de la mesa.
—¿Perdón? —Garry lo miró por primera vez.
—Eso es música celestial —repitió Sean, y el mozo se precipitó a servir champaña en la copa de cristal, una operación que había repetido al menos doce veces durante el curso de la velada, pero esta vez llamó la atención de toda la compañía.
—¿No está de acuerdo conmigo? —lo desafió Garry.
—No.
—¿Por qué?
—Porque todavía hay dieciocho mil bóers en el campo, porque todavía son un ejército organizado, porque todavía no se les ha infligido una derrota aplastante, pero esencialmente por el carácter de los dieciocho mil hombres que quedan.
—Usted no… —La voz de Garry era petulante, pero Acheson lo interrumpió suavemente.
—Excúseme, coronel Courtney. —Luego se volvió hacia Sean—. Creo que usted conoce a esa gente… —Dudó y luego continuó—: Está incluso relacionado con ellos por matrimonio.
—Mi cuñado dirige al comando de Wynberg —afirmó Sean. El viejo sabía más de su pasado de lo que él suponía, debía de haber hecho algunas preguntas. Sean se sentía halagado y se le fue la dureza de la voz.
—En su opinión, ¿cuál será el curso de acción que tomarán de ahora en adelante? —Acheson apuró el tema y Sean tomó champaña mientras consideraba la respuesta.
—Se dispersarán, volverán a su tradicional forma de lucha, los comandos. —Acheson asintió, pues por su posición en el estado mayor sabía que eso ya había sucedido.
—Haciéndolo evitarán la necesidad de llevar una columna de abastecimiento. Una vez que la estación de las lluvias comience estas pequeñas unidades encontrarán pastos adecuados para sus caballos.
—Sí. —Sean vio que todos le escuchaban. Pensó rápidamente, maldiciendo al vino que le nublaba el cerebro—. Evitarán entrar en batalla, huirán de ella y acosarán los flancos, luego volverán a huir.
—¿Provisiones? —preguntó el brigadier.
—La sabana es su almacén, cada granja un asilo.
—¿Municiones, armas, ropas? persistió el brigadier.
—Cada soldado británico que capturen o maten proveerá un rifle Lee-Metford nuevo y cien cartuchos de municiones.
—Pero ¿durante cuánto tiempo pueden aguantar así? —Garry le hablaba indulgentemente, como a un niño—. ¿Hasta dónde pueden huir?
Miró a su alrededor en busca de apoyo, pero todos miraban a Sean.
—Todo el ancho de la sabana, eso es todo lo que pueden correr. —Sean se volvió hacia él, picado por el tono de su voz—. Por Dios, usted los conoce. Las penurias son su vida. El orgullo, la contraseña que los hará continuar.
—Pinta un hermoso cuadro. —Garry sonrió tranquilo—. No es usual encontrar tal apreciación de gran estrategia entre los soldados rasos. —Luego miró hacia la cabecera una vez más con un énfasis que excluía a Sean de la conversación—. Como iba diciendo, general Acheson, creo que…
—Un momento, por favor, coronel. —Acheson, a su vez, lo excluyó y preguntó a Sean—: Si usted pudiera mandar, ¿qué plan de acción adoptaría?
Garrick Courtney tosió indicando a toda la compañía que su hermano estaba a punto de convertirse en el hazmerreír de todos.
Sean no dejó de notarlo.
—El problema gira alrededor de un solo hecho. La movilidad del enemigo —añadió inflexible.
—Su percepción es realmente increíble —acotó Garry.
—El primer paso será contenerlo y cansarlo —continuó Sean, tratando de ignorar las pullas de su hermano.
—¿Contenerlo? —fue el brigadier quien preguntó.
—Mantenerlo en un área limitada —explicó Sean.
—¿Cómo?
—Digamos por una serie de fortificaciones —sugirió Sean.
—Corríjame si me equivoco. ¿Usted propone dividir toda la sabana en campos de pastoreo y encerrar al enemigo como se haría con ganado vacuno? —Garry aún sonreía.
—Las nuevas líneas de fortificaciones a lo largo de la vía férrea demuestran ser efectivas. Habría que extenderlas a través del campo abierto; cada vez que el enemigo tuviera que pasar por ellas sería sometido a un ataque por parte de la guarnición y su posición se descubriría.
—El costo sería enorme —indicó Acheson.
—No tanto como mantener a un ejército de doscientos cincuenta mil hombres durante otros cinco años. —Sean no prestó más atención a la objeción, sabía bien adónde se dirigía—. Luego, dentro de las áreas definidas, pequeños cuerpos de hombres bien montados, sin trabas de carretas de provisiones y artillería, serían usados para acosar a los comandos, castigándolos con series ininterrumpidas de asaltos y emboscadas, empujándolos hacia las fortificaciones, cansando sus caballos, no dándoles oportunidad de descansar, empleando sus mismas tácticas de guerrilla. Contra los comandos hay que usar contracomandos.
Acheson asintió pensativo.
—Continúe —le pidió.
—Luego, es preciso despejar las granjas —siguió incansable—. Traer a los viejos y a las mujeres cuyas cosechas mantienen alimentados a los comandos. Obligarlos a operar en el vacío.
En los años sucesivos, Sean se arrepentiría del impulso que lo había hecho decir eso. Quizá Kitchener hubiera arrasado la tierra sin la sugerencia de Sean, quizá no tuvo nada que ver en la formación de los campos de concentración que crearon la amargura que Sean trataría de suavizar todo el resto de su vida. Pero nunca estaría seguro. Estaba borracho y enfadado, pero más tarde eso no le serviría de consuelo.
Repentinamente se sintió vacío como en una premonición de la monstruosa semilla que había plantado, y se hundió en un silencio pensativo mientras los otros comentaban sus ideas, construyendo a partir de ellas, comenzando a planear.
Cuando la cena se terminó y se dirigieron al salón a tomar café, Sean hizo otro intento para romper la barrera entre su hermano y él. Se le acercó con el orgullo entre las manos y se lo ofreció.
—Estuve en Ladyburg el mes pasado. Todo va bien allí. Ada escribe diciendo…
—Recibo una carta semanal no sólo de mi mujer, sino de mi madrastra y de mi hijo. Estoy totalmente al corriente de las últimas novedades de casa. Gracias. —Garry miraba por encima del hombro de Sean al responder.
—Garry…
—Perdóname. —Garry hizo un breve saludo y se alejó cojeando para hablar con otro oficial. A partir de entonces se mantuvo de espaldas a Sean.
—Vamos a casa, Candy.
—Pero Sean…
—Vamos.
Sean durmió muy poco esa noche.