La galería era ancha y fresca por la sombra y la brisa que venía del parque del hospital. Había cien camas altas de metal a lo largo de la pared y cien hombres con camisas de noche de franela gris apoyados sobre almohadas blancas. Algunos dormían, otros leían, otros hablaban tranquilamente o jugaban al ajedrez o a las cartas sobre tableros colocados entre las camas. Pero uno estaba apartado, mirando fijo pero sin ver al par de aves que perseguían ferozmente a una rana sobre el césped.

Estaba sin barba, se la habían quitado mientras se sentía aún demasiado débil para protestar contra las órdenes de la enfermera, que la consideraba antihigiénica, y el resultado era que tenía un aspecto mucho mejor, cosa que hasta él mismo admitía en secreto. Oculta durante tanto tiempo, la piel de la parte inferior de su rostro era suave y blanca como la de un niño; hacía quince años que la tapaba la mata negra y tupida. Ahora el énfasis recaía sobre las espesas cejas que, a su vez, dirigían la atención hacia los ojos azul oscuro, como la sombra de las nubes sobre los lagos de la montaña. En ese momento eran de un azul más oscuro, mientras pensaba en el contenido de la carta que sostenía en la mano derecha.

La carta tenía tres semanas y ya el papel barato se estaba rompiendo a lo largo de las arrugas producidas por estar constantemente doblada. Era una carta larga, en gran parte dedicada a una descripción detallada de la torpe lucha a lo largo del río Tugela que ocupaba ahora el ejército de Buller. Había una referencia a los dolores de cabeza que le producía al suscrito su herida que ahora estaba curada externamente, y expresaba la profunda gratitud que Saul experimentaba. Estas últimas palabras ponían tan nervioso a Sean que cuando releía la carta las pasaba por alto.

Pero había un párrafo sobre el que volvía de modo constante, y lo leía lentamente murmurándolo para si de modo que pudiera saborear cada palabra:

Recuerdo haberte hablado acerca de Ruth, mi esposa. Como te conté, se escapó de Pretoria y está en Pietermaritzburg con sus parientes. Ayer recibí una carta de ella que contiene las mejores noticias. En junio próximo hará cuatro años que nos casamos y ahora finalmente y como resultado de nuestro breve encuentro cuando estuvo en Natal, voy a ser padre. Ruth me dice que está decidido que será niña (aunque yo estoy seguro de que será varón) y ya ha elegido el nombre. Siendo caritativo puedo decirte que es inusual, y veo que tendré que emplear toda mi diplomacia para hacérselo cambiar. (Entre sus muchas virtudes está una obstinación que recuerda la edad de piedra.) Quiere llamar a la pobre criatura “Tormenta”. Tormenta Friedman, y sólo imaginarlo me espanta.

Aunque nuestras religiones son diferentes, le he escrito a Ruth pidiéndole que consienta en tu elección como “Sandez”, que es el equivalente del padrino. No creo que haya ninguna objeción de parte de Ruth (especialmente en vista de la deuda que tenemos los dos contigo) y ahora sólo falta tu consentimiento. ¿Lo darás?

Al mismo tiempo le he explicado a Ruth tu presente situación y le di tu dirección (en el Greys Hospital) y le pedí que te visitara para agradecerte personalmente. Desde ahora te advierto que sabe tanto sobre ti como yo, ya que no soy una persona que pueda esconder su entusiasmo por alguien.

Acostado, con la carta en el puño cerrado, Sean miraba hacia el parque iluminado por el sol. Debajo de la ropa de cama, hinchándola como si fuera un embarazo, estaba la canasta de paja donde descansaba su pierna.

«Tormenta», murmuró, recordando los zigzagueantes relámpagos azules y cegadores sobre su cuerpo.

«¿Por qué no viene? —Hacía tres semanas que la esperaba. Sabe que estoy aquí, ¿por qué no viene a verme?»

—Visita para usted. —La hermana se detuvo al lado de Sean y le arregló las sábanas.

—¿Quién? —Luchó para apoyarse sobre el codo sano, con el otro brazo todavía en cabestrillo.

—Una señora. —Y Sean sintió una súbita emoción—. Y un niño. —La fría oleada de la desilusión al darse cuenta de que no era ella. Luego la inmediata culpa, Ada y Dirk, ¿cómo podía esperar que fuera otra persona?

Sin la barba, Dirk no lo reconoció hasta que estuvo a treinta metros. Entonces se abalanzó sobre Sean, se le voló el sombrero, y el pelo negro, a pesar de las capas de brillantina, se separó en rizos mientras corría. Al llegar al lado de la cama temblaba incoherentemente, y se subía al pecho de Sean apretando ambos brazos alrededor del cuerpo de su padre.

Pasó algún tiempo antes de que Sean pudiera soltarlo y mirarlo.

—Bueno, hijo —le dijo y luego repitió—: Bueno, hijo —incapaz de evitar demostrar todo su amor por el niño. Había más de cien hombres mirando y sonriendo. Sean trató de desviar la atención volviéndose hacia Ada.

Ella esperaba quieta, tal como había pasado la mitad de la vida, esperando, pero cuando Sean la miró vio ternura en su sonrisa.

—Sean —se acercó a besarlo—, ¿qué le ha sucedido a tu barba? Pareces tan joven…

Se quedaron una hora, la mayoría de la cual fue ocupada por un monólogo de Dirk. En los intervalos en que recuperaba el aliento, Ada y Sean podían intercambiar todas las noticias acumuladas. Finalmente, Ada se levantó de la silla de al lado de la cama del enfermo.

—El tren sale dentro de media hora y Dirk tiene colegio mañana. Vendremos todas las semanas hasta que puedas volver a casa.

Sacar a Dirk del hospital fue como tratar de sacar a un borracho empedernido del bar. Ada sola no pudo arreglárselas y le tuvo que pedir ayuda a un asistente. Pateando y luchando en medio de un berrinche, Dirk fue llevado por la galería, y sus gritos seguían oyéndose después de que hubo desaparecido de la vista.

—Quiero a mi papá. Quiero quedarme con mi papá.

Benjamín Goldberg era el albacea de la herencia de su hermano. Esta herencia consistía en un cuarenta por ciento de las acciones de Goldberg Hnos. Ltd. una compañía que tenía en su activo una cervecería, cuatro pequeños hoteles y uno muy grande situado en la avenida Marine, en Durban, dieciséis carnicerías, y una fábrica de salchichas de cerdo, panceta y jamón ahumado. Los últimos productos causaban cierta incomodidad a Benjamín, pero su fabricación era demasiado rentable como para dejarla de lado. Benjamín también era presidente del Consejo de Dirección de Goldberg Hermanos y poseía el sesenta por ciento de las acciones. La presencia de un ejército de veinticinco mil hombres hambrientos y sedientos en Natal había acrecentado el consumo de cerveza y panceta de tal modo que Benjamín se sentía todavía más incómodo, ya que era un hombre de paz. Las inmensas ganancias que le proporcionaban las hostilidades le preocupaban tanto como lo deleitaban.

Estas mismas emociones le provocaba la presencia en su casa de su sobrina, Benjamín tenía cuatro hijos y ninguna hija; su hermano Aarón había dejado una hija por la cual Benjamín hubiera cambiado sus cuatro hijos. No porque los muchachos se portaran mal, todos estaban muy bien situados en el negocio. Uno de ellos administraba el hotel de Port Natal, el mayor dirigía la cervecería y los otros dos la sección de carnes. Pero, y aquí Benjamín suspiraba, ¡pero Ruth! Esa era una muchacha para la vejez de un hombre. La miró desde el otro extremo de la pulida mesa de desayuno cubierta de plata y exquisita porcelana, y volvió a suspirar.

—Bueno, tío Ben, no empieces de nuevo, por favor. Ruth puso manteca a la tostada con firmeza.

—Lo único que digo es que lo necesitamos aquí. ¿Es eso malo?

—Saul es abogado.

—¿? ¿Eso qué tiene que ver? Es abogado y nosotros necesitamos un abogado. ¡Los honorarios que yo les pago a los otros schmoks!

—El no quiere entrar a la compañía.

—Muy bien. Sabemos que no quiere caridad. Sabemos que no quiere que tu dinero trabaje para él. Estamos al corriente de su orgullo, pero ahora tiene responsabilidades. Tendría que pensar en ti, y en el bebé, y no tanto en lo que él quiere.

Ante la mención del bebé, Ruth frunció el ceño. Benjamín lo notó, había pocas cosas que él no viera. Los jóvenes. Si uno pudiera contarles… Suspiró nuevamente.

Ruth, quien nunca le había mencionado a Saul las ofertas de empleo de su tío, tuvo una momentánea visión de su vida en Pietermaritzburg, lo suficientemente cerca como para ahogarse en las olas de afecto que emanaban de su tío Benjamín, capturada como un pequeño insecto en la sofocante red de lazos familiares y obligaciones. Lo miró horrorizada.

—Si te atreves a mencionárselo a Saul nunca volveré a hablarte.

Las mejillas se le encendieron maravillosamente y el fuego de sus ojos quemaba. Incluso la pesada trenza de pelo negro pareció tener vida, como la cola de una leona furiosa, a medida que movía la cabeza.

Oh. ¡Yo! ¡Yo! Benjamín escondió su alegría tras sus párpados. «Qué temperamento. Qué mujer. Podría mantener a un hombre joven para siempre».

Ruth saltó de la mesa. Por primera vez, Ben notó que llevaba ropas de montar.

—¿Adónde vas? Ruth, no vas a cabalgar hoy otra vez. —Sí.

—El bebé.

—Tío Ben, ¿por qué no has aprendido a meterte en tus cosas?

Y se fue de la habitación. La cintura todavía no se le había ensanchado por la maternidad y se movía con una gracia que tocaba una nota discordante en las cuerdas del corazón del viejo.

—No deberías dejar que te trate así, Benjamín. —Su esposa le habló mansamente, como siempre lo hacía todo.

—Algo preocupa a esa chica. —Con cuidado, Benjamín se limpió un resto de huevo del bigote, colocó la servilleta en la mesa, consultó el reloj de oro que pendía del chaleco y se puso de pie—. Algo grande. Recuerda mis palabras.

Era viernes. Resultaba extraño cómo el viernes se había vuelto el eje alrededor del cual giraba la semana. Ruth arreó el caballo color castaño y éste apretó el paso, adelantándose con tal energía que Ruth tuvo que controlarlo un poco y hacerlo andar al galope.

Llegó temprano y esperó diez impacientes minutos en el parque rodeado de robles del hospital Grey antes de que, como un conspirador, la pequeña enfermera se escapara por la cerca.

—¿Lo tiene? —pidió Ruth. La muchacha asintió, miró alrededor y sacó un sobre de su capa gris de enfermera. Ruth se lo cambió por un soberano de oro. Agarrando la moneda, la enfermera retrocedió hasta la valla.

—Espere —la detuvo Ruth—. ¿Cómo está? —Era el único contacto físico que tenía y no quería romperlo tan pronto.

—Allí está todo detallado, señora.

—Ya sé, pero dígame qué aspecto tiene. Qué hace y qué dice —insistió Ruth.

—Oh, ahora tiene buen aspecto. Se ha levantado y camina por todos lados con su bastón, y con ese enorme salvaje negro ayudándolo. El primer día se cayó y usted debería haberlo oído jurar. ¡Por Dios! —Las dos rieron juntas—. Menudo tipo ese… El y la hermana tuvieron ayer otra gresca cuando ella quería lavarlo. La llamó ramera desvergonzada. Ella le dijo lo que se merecía. Pero se veía que estaba encantada y fue contándolo por todos lados.

Siguió charlando y Ruth escuchaba con gusto, hasta que dijo:

—Pero ayer, ¿sabe lo que hizo cuando le estaba cambiando el vendaje? —se ruborizó—. Me pellizcó el trasero.

Ruth sintió que la invadía una oleada de rabia. Repentinamente se dio cuenta de que la muchacha era linda, aunque de una manera insípida.

—Y él dijo…

—Gracias. —Ruth tuvo que sujetarse la mano que sostenía el látigo—. Debo irme. —Normalmente las largas faldas de su traje le molestaban para montar, pero esta vez se encontró sobre la montura sin ningún esfuerzo.

¿Hasta la próxima semana, señora?

—Sí. —Y le pegó al caballo en el anca. Saltó tan violentamente que se tuvo que agarrar al pomo de la silla. Cabalgó como nunca había cabalgado, arreándolo con látigo y espuela hasta que sus flancos se cubrieron de oscuros parches de sudor y la espuma de la boca se le pegó a los flancos. Así que cuando llegó a un lugar solitario en la orilla del río Ungen¡, bien lejos de la ciudad, sus celos se habían calmado y se sintió avergonzada de sí misma. Le aflojó la cincha al caballo, le dio unas palmadas antes de dejarlo atado a uno de los sauces llorones, y bajó hacia la orilla.

Allí se acomodó y abrió el sobre. Si Sean hubiera podido saber que su gráfica de temperatura, informe de su estado, recomendaciones del médico de cabecera y el contenido de azúcar en la orina eran estudiados tan ávidamente, probablemente hubiera añadido un ataque del mal humor a sus otras enfermedades.

Finalmente, Ruth volvió a colocar las páginas dentro del sobre y lo metió dentro de la chaqueta de su traje. «Debe de parecer tan distinto sin barba. Miró hacia el agua que corría debajo de ella y le pareció que su cara se formaba en la superficie verdosa y la miraba. La tocó con la bota de manera que las ondas se alejaron rompiendo la imagen.

Sólo le quedó la sensación de soledad.

—No debo verlo —susurró, afirmando la resolución que la había alejado de él estas últimas semanas desde que se enteró de que estaba allí. Tan cerca, tan terriblemente cerca.

Con decisión, volvió a mirar el agua y trató de conjurar la cara de su esposo. Sólo vio un pez deslizándose tranquilamente por el fondo arenoso, y el dibujo de sus aletas, parecido a los dientes de una lima. Dejó caer una piedrecita en el agua y el pez se alejó.

Saul. El alegre Saul con su cara de monito, que la hacía reír igual que una madre ríe con su hijo. «Lo quiero», pensó. Y era verdad, lo quería. Pero el amor tiene varias formas, y algunas son formas de montaña, altas, escarpadas y enormes. Mientras que otras son formas de nube, no delineadas nítidamente, que pegan suavemente contra las montañas y cambian y se alejan, pero la montaña queda incólume. La montaña es eterna.

—Mi montaña —murmuró, y lo volvió a ver tan nítidamente, de pie ante ella en medio de la tormenta.

«Tormenta», suspiró y unió sus manos sobre su vientre, aún chato y firme.

«Tormenta», volvió a susurrar y sintió la calidez que la invadía. Se extendía hacia afuera desde su vientre, el calor aumentaba hasta convertirse en una locura que la quemaba y ya no podía controlar. Con la falda volando alrededor de sus piernas corrió hacia el caballo, las manos le temblaban sobre las correas de la cincha.

«Sólo una vez —se prometió a sí misma—. Sólo esta vez. Desesperadamente, se clavó en la montura.

«Sólo esta vez, lo juro. —Y luego, entre sollozos—: No puedo evitarlo. He tratado. ¡Oh, Dios, cómo he tratado!»

Hubo un apreciativo movimiento y comentarios en las camas situadas a lo largo de la pared, que la siguieron mientras caminaba por la galería del hospital. Había una urgente gracia en la manera en que se sostenía las faldas con una mano, en el fuerte repiqueteo de sus afiladas botas sobre el piso de cemento y en el velado agitarse de sus caderas. Había una irresistible ansiedad en el brillo de sus ojos y en el empuje de su pecho debajo de la chaqueta color borra de vino. El salvaje recorrido a caballo había coloreado sus mejillas y hecho caer hebras de su cabello negro sobre la frente y las sienes.

Esos hombres enfermos y solitarios reaccionaron como si una diosa hubiera pasado a su lado, encantados por su belleza, aunque entristecidos porque era inalcanzable. Ella no los vio, no sintió sus hambrientos ojos sobre su cuerpo ni oyó el doloroso murmullo de sus voces, porque ya había visto a Sean.

Avanzaba despacio por el parque hacia la galería, usando con torpeza el bastón para equilibrar la pierna que arrastraba. Tenía los ojos bajos y pensaba con el ceño fruncido. Ruth contuvo el aliento al ver lo delgado que estaba su cuerpo. No lo recordaba tan alto y con los hombros anchos y desvaídos como los palos cruzados de una horca. Nunca había visto el hueso saliente de su mandíbula, ni la pálida suavidad de su piel levemente azul con la barba recién afeitada. Pero sí recordaba los ojos sobre los que resaltaban las negras cejas, y su gran nariz ganchuda sobre la ancha sensualidad de su boca.

En el borde del parque, Sean se detuvo con las piernas abiertas, colocó la punta del bastón en el medio con las dos manos aferradas al mango y levantó los ojos hasta ella.

Durante unos segundos ninguno de los dos se movió. Él se quedó mirándola mientras se balanceaba sobre el bastón con los hombros inclinados y la barbilla levantada. Ella, a la sombra de la galería, tenía la falda aún recogida en una mano, pero con la otra en la garganta, trataba de calmar las emociones que vibraban allí.

Gradualmente, Sean enderezó los hombros hasta que se estiró cuan largo era. Echó a un lado el bastón y le alcanzó las dos manos a Ruth.

De repente, ella estaba corriendo sobre el césped suave y verde. Se arrojó en sus brazos con silenciosa intensidad mientras él la sostenía.

Con los dos brazos alrededor de la cintura y la cara contra su pecho, Ruth percibió su perfume masculino, sintió los músculos de sus brazos al envolverla, y supo que estaba' segura, que mientras estuviera así, nada ni nadie podría tocarla.

Sobre la ladera de la meseta que se agazapa sobre la ciudad de Pietermaritzburg hay un claro entre los zarzales. Es un lugar secreto a donde incluso el tímido y pequeño ciervo azul se acerca a pastar a la luz del día. En un día tranquilo se oye levemente el ruido de los látigos de los conductores de carretas que pasan por el camino de abajo, o más lejos aún el silbido de un tren. Pero es lo único que molesta en el salvaje lugar.

Una mariposa cruzó el claro volando inestable, salió de la luz y entró a la zóna de sombra móvil que rodeaba el borde. Allí se posó.

—Eso trae buena suerte —murmuró Sean, y Ruth levantó la cabeza de la manta escocesa sobre la que estaban acostados. Al mover la mariposa las alas, abanicándolos gentilmente, las manchas iridiscentes verdes y amarillas brillaban bajo el rayo de sol que atravesaba el techo de hojas que se extendía sobre sus cabezas y caía sobre ella como un foco.

—Hace cosquillas —comentó Ruth, y el insecto se movía como una joya viviente sobre el suave campo blanco de su vientre. Llegó a su ombligo y se detuvo. Entonces la pequeña lengua se desenrolló y sorbió la fina capa de humedad que el amor había dejado sobre su piel.

—Ha venido a bendecir al bebé.

La mariposa rodeó el hondo agujero, delicadamente cincelado y siguió hacia abajo.

—¿No crees que se está tomando libertades? No me digas que también tiene que bendecir eso —preguntó Ruth.

—Evidentemente conoce el camino —admitió dudando Sean.

La mariposa encontró el camino hacia el sur bloqueado por un bosque de rizos oscuros, así que trabajosamente dio media vuelta y se dirigió nuevamente hacia el norte. Una vez más se desvió alrededor del ombligo y luego se dirigió directamente hacia el paso entre los pechos.

—Sigue derecho, amigo —le advirtió Sean, pero repentinamente giró y subió la empinada cuesta hasta que finalmente se quedó triunfante sobre la cima.

Sean la observó mientras abría las alas, ardiendo con oriental esplendor sobre su pezón, y se sintió nuevamente excitado.

—Ruth —su voz era otra vez ronca. Ruth giró la cabeza y lo miró a los ojos.

—Vete, mariposita. —Y la hizo volar de su pecho.

Más tarde, después de dormir un poco, Ruth lo despertó y se sentaron, mirándose sobre la manta, con la canasta abierta en el medio.

Mientras Sean descorchaba la botella, ella trabajaba con la canasta como una sacerdotisa preparando un sacrificio. El la miraba partir los panecillos y rellenarlos con manteca salada, luego abrir los frascos a rosca y sacar judías en escabeche, cebollas en vinagre y remolacha. El cogollo de una lechuga crujió al echar Ruth las hojas dentro de una fuente de madera y aderezarlas.

Su cabello, liberado de la trenza, caía como una ola negra sobre el mármol de sus hombros, luego se abría y ondeaba con los pequeños movimientos del cuerpo. Con el dorso de la mano se lo apartó de la frente, luego miró a Sean y sonrió.

—No me mires fijo que es de mala educación. —Tomó el vaso que él le ofrecía y bebió el fresco vino amarillo, lo dejó a un lado y siguió troceando la pechuga de pollo. Tratando de no ver sus ojos, Ruth comenzó a cantar suavemente, la canción de amor que había cantado la noche de la tormenta; sus pechos aparecían tímidamente a través de la negra cortina de su pelo.

Se limpió con cuidado los dedos en una servilleta de lino, volvió a tomar el vaso de vino y con los codos en las rodillas se inclinó hacia delante devolviendo el escrutinio con total franqueza.

—Come —le dijo.

¿Y tú?

—En seguida. Quiero mirarte.

Sean estaba hambriento.

—Comes igual que haces el amor: como si te fueras a morir mañana.

—No quiero correr riesgos.

—Estás cubierto de cicatrices, como un viejo gato que pelea demasiado. —Y se inclinó sobre él tocando su pecho con un dedo—. ¿Qué te pasó aquí?

—Un leopardo.

—¿Y allí? —le tocó el brazo.

—Un cuchillo.

—¿Y allá? —la muñeca.

—Un arma que estalló.

Ruth dejó caer su mano y acarició la cicatriz nueva, color púrpura que se enroscaba alrededor de la pierna como una viña grotesca y parasitaria.

—Esta la conozco —suspiró, y sus ojos se entristecieron al tocarla.

Rápidamente, para devolverle el buen humor, Sean habló:

—Ahora me toca a mí preguntar. —Estiró el brazo y le colocó la mano abierta sobre el estómago, donde apenas se podía distinguir un pequeño bulto presionándole cálidamente la palma.

»¿Qué pasó aquí? —preguntó, y ella se rió antes de responder.

—Estalló un arma, quizá fue un cañón.

Una vez que hubo vuelto a empaquetar todo dentro de la canasta, se arrodilló a su lado. Sean estaba recostado sobre la espalda con un largo cigarro negro entre los dientes.

—¿Fue suficiente? —le preguntó Ruth.

—Dios mío, ya lo creo —suspiró contento.

—Bueno, para mí no. —Se inclinó sobre él, le quitó el cigarro de los labios y lo tiró entre los arbustos.

Al notarse el primer color rosado del atardecer sobre el cielo, bajó una suave brisa de la montaña y agitó las ramas que pendían sobre sus cabezas. El fino vello de los brazos de Ruth se erizó, se le puso la piel de gallina, y sus pezones se endurecieron.

—No debes volver tarde al hospital el primer día que te dejan salir —dijo Ruth mientras se separaba de él y buscaba su ropa.

—La jefa me colgará y descuartizará —asintió Sean. Se vistieron rápido, y la notó como remota. Toda la risa se había evaporado de su voz y tenía la cara fría y sin expresión.

Sean se puso detrás de ella para atarle el corsé. Odiaba tener que enjaular el bello cuerpo y estaba a punto de decirlo.

—Saul llega mañana. Tiene un mes de permiso. —Su voz sonaba sombría. Las manos de Sean se paralizaron. Era la primera vez que se habían referido a Saul desde aquella mañana, hacía un mes, en que ella lo había ido a buscar al hospital.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? —su voz también estaba sombría.

—No quería estropearte el día. —Ruth no se volvió hacia él sino que se quedó mirando el paisaje que se extendía desde donde se encontraban hasta los cerros lejanos del otro lado de la ciudad.

—Deberemos ponernos de acuerdo sobre lo que le vamos a decir.

—No hay nada que decirle —contestó Ruth, sin entonación.

—Pero ¿qué vamos a hacer? —Ahora su voz era una mezcla de miedo y culpa.

—¿Hacer, Sean? —Se volvió lentamente y su cara todavía estaba fría y sin expresión—. No vamos a hacer nada, nada de nada.

—Pero tú me perteneces —le gritó.

—No —contestó ella.

—El niño es mío.

Ante estas palabras, sus ojos se achicaron y la dulce línea de su boca se endureció de rabia.

—No, maldito seas, no lo es. No es tuyo, aunque seas su padre. —Lo miró furiosa. Era la primera vez que desataba su temperamento con él. Sean se sorprendió—. El niño es de Saul, y yo también le pertenezco. No te debemos nada.

Sean la miró.

—No es verdad. —Y las llamas de los ojos de Ruth se apagaron. Sean trató de sacar ventaja—. Nos iremos juntos.

—Escaparemos, quieres decir. Huiremos como un par de ladrones. ¿Qué nos llevaremos, Sean? La felicidad de un hombre que nos quiere y confía en ambos, eso y nuestra propia culpa. Tú nunca me lo perdonarías, ni yo a ti. Incluso ahora que estamos solamente hablando no me puedes mirar a los ojos. Ya estás odiándome un poco.

—No. No.

—Y yo te odiaría —susurró—. Búscame el caballo, por favor.

—Tú no lo amas. —La dolorosa acusación había sido formulada, pero pareció que no hubiera hablado. Ruth siguió vistiéndose.

—Querrá verte. La mitad de cada carta que recibo trata sobre ti. Le dije que fui a visitarte al hospital.

—Yo voy a decírselo —gritó Sean—. Se lo diré todo.

—No —contestó Ruth, con calma—. No le salvaste en Colenso para destruirlo ahora. Y lo destruirás a él y a nosotros. Por favor, pide mi caballo.

Sean silbó y se quedaron juntos, sin tocarse, sin hablar, casi sin mirarse, hasta que Mbejane salió del arbusto de debajo del claro conduciendo los caballos.

Sean la ayudó a montar.

—¿Cuándo? —le preguntó tranquilamente.

—Quizá nunca —le contestó Ruth, y espoleó el caballo. No se volvió a mirar a Sean, así que él nunca supo que las lágrimas le corrían por el rostro. El sonido de los cascos del caballo ahogaba sus sollozos, y Ruth mantuvo la espalda y los hombros rectos para que él no lo adivinara.

El consejo de guerra terminó bien entrada la noche y cuando los comandantes volvieron a montar y se alejaron a sus campamentos de entre los cerros, Jan Paulus se quedó solo sentado junto al fuego.

Estaba cansado, como si su cerebro fuera el frío y pegajoso cuerpo de un pulpo, y sus tentáculos se desparramaran hasta cada extremidad de su cuerpo. Estaba solo. Ahora estaba al mando de cinco mil hombres y se encontraba más solo de lo que nunca se había encontrado en el amplio silencio de la sabana.

A causa de la soledad y a causa del compañerismo que ella le había brindado estos últimos veinte años, sus pensamientos se volvieron hacia Henrietta, y le sonrió en la oscuridad y sintió que la nostalgia roía el borde de su determinación.

«Quisiera volver a la granja, aunque fuera una semana. Sólo para ver que están todos bien. Quisiera leerles algunas páginas de la Biblia y observar las caras de los niños a la luz de la lámpara. Quisiera sentarme con mis hijos en el umbral y escuchar las voces de Henrietta y de las niñas cocinando. Quisiera…»

Abruptamente, se levantó. «Ja, tú quisieras esto y lo otro. Ve, entonces. Tómate un permiso después que se lo has negado a tantos otros. Cerró las mandíbulas mordiendo la pipa. «O si no, quédate aquí y sueña como una vieja mientras veinticinco mil ingleses cruzan el río.

Salió a pie del campamento, y la tierra ascendía debajo de sus pies a medida que se acercaba al borde. «Mañana —pensó—. Mañana».

«Dios ha sido misericordioso al hacer que no hayan atacado el acantilado dos días antes, cuando yo tenía trescientos hombres para rechazarlos. Pero ahora tengo cien mil contra sus veinticinco mil, así que ¡que vengan!»

De modo imprevisto, al llegar a la cima, el valle del Tugela se desplegó ante sus ojos, suavizado por la luz de la luna, de modo que el río era un tajo negro en la tierra. Retrocedió al ver la extensión de los fuegos de los vivaques que rodeaban el foso que había cerca de la granja Trichardts.

«Han cruzado. Dios me perdone por haberlos dejado cruzar, pero no podía contenerlos allí con trescientos hombres. He esperado dos angustiosos días hasta que mis columnas han cubierto los treinta kilómetros desde Colenso. Dos días en los que los cañones se atascaron en el barro. Dos días en los que observé su caballería y la infantería y las carretas cruzando y sin poder detenerlos.

»Ahora están listos. Mañana vendrán por nosotros. Vendrán por aquí, ya que intentar hacerlo por otro lugar es una locura, una estupidez mayor que las cometidas hasta ahora.

»No pueden intentar pasar por la derecha, ya que deberían atravesar nuestras líneas. Con poca protección y el río acorralándolos tendrían que exponer su flanco a nuestro fuego a menos de doscientos metros. No, no pueden intentar la derecha, ni siquiera Buller intentaría ese lado».

Lentamente se volvió y miró hacia la izquierda, donde las elevadas cimas se destacaban nítidamente. La forma de la tierra recordaba la de un gigantesco pez. Jan Paulus estaba sobre la cabeza, sobre la loma relativamente fácil de Tabanyama, pero a su izquierda se encontraba la aleta dorsal del pez, constituida por una serie de picos, Vaalkrans, Brakfontein, Twin Peaks, Conical Hill, y el más alto y más imponente, Spion Kop.

Una vez más, sintió la molesta duda que lo asaltaba. Seguramente ningún hombre, ni siquiera Buller, arrojaría un ejército contra esa línea de fortalezas naturales. Sería de una gran insensatez, como si el mar arrojara la marea contra una hilera de acantilados de granito. Sin embargo, la duda persistía.

Quizá Buller, ese hombre vulgar y cuyos actos se podían predecir fácilmente; Buller, quien parecía eternamente comprometido con la teoría del ataque frontal, quizá esta vez sabría que las lomas de Tabanyama eran demasiado lógicamente el único lugar por el que podría penetrar; quizá sabría que todo el ejército bóer lo esperaría allí con sus cañones, quizá podría adivinar que solamente veinte hombres guardaban cada uno de los picos del lado izquierdo, que Jan Paulus no se había animado a mermar sus probabilidades y se lo había jugado todo a Tabanyama.

Jan Paulus suspiró. Ahora ya no era tiempo de dudar. Había elegido y mañana lo sabría. Mañana, van more.

Pesadamente se volvió y comenzó a bajar hacia el campamento. La luna se estaba poniendo detrás de la negra masa de Spion Kop y su sombra ocultaba el sendero. Unas piedrecillas sueltas rodaron bajo sus pies. Jan Paulus dio un traspié y casi se cayó.

—Wies daar? —la pregunta surgió de un saliente de piedra situado a un lado del sendero.

—Un amigo. —Jan Paulus distinguió ahora al hombre, se apoyaba contra la roca con un máuser sobre las caderas.

—Dígame, ¿en qué comando está usted?

—Los Wynbergers bajo Leroux.

—Ajá. ¿Y conoce a Leroux? —preguntó el centinela.

—Sí.

—¿De qué color es su barba?

—Roja, como las llamas del infierno.

El centinela rió.

—Dile a Oom Paul de parte mía que la próxima vez que lo vea le ataré un nudo en ella.

—Mejor te afeitas antes de intentarlo, porque podría hacerte lo mismo —le previno Jan Paulus.

—¿Eres su amigo?

—Y pariente también.

—Vete tú también al diablo entonces. —Volvió a reír el centinela—. ¿Quieres tomar café con nosotros?

Era una oportunidad ideal para que Jan Paulus se mezclara con sus hombres y midiera su estado de ánimo para el día siguiente.

—Dankie —aceptó la invitación.

—Bien. —El centinela se enderezó y Jan Paulus vio que era un hombre alto, más alto aún por el sombrero hongo que llevaba—. Karl, ¿queda algo de café? —gritó a la oscuridad detrás de las rocas, y en seguida le contestaron.

—En nombre del cielo, ¿es necesario rugir? Esto es un campo de batalla, y no un mitin político.

—Los ingleses también hablan alto. Los he oído toda la noche.

—Los ingleses son tontos. ¿Quieres imitarlos?

—Lo hago por ti, sólo por ti —el centinela bajó la voz hasta que fue un murmullo sepulcral, y luego volvió a gritar—: Pero ¿y ese maldito café?

«A éste no le falta estómago», pensó Jan Paulus, sonriendo para sus adentros mientras el hombre, todavía riéndose alegremente, le colocaba un brazo sobre el hombro y lo conducía hacia el fuego disimulado entre las rocas. Tres bóers se encontraban allí, enrollados en sus mantas. Estaban hablando entre ellos cuando el centinela y Jan Paulus se aproximaron.

—La luna desaparecerá dentro de media hora —dijo uno de ellos—. Ja, no me hará ninguna gracia que se oculte. Si los ingleses planean un ataque nocturno, vendrán cuando la luna esté baja.

—¿Quién es ése? —preguntó Karl cuando se acercaron al fuego.

—Un amigo —contestó el centinela.

—¿De qué comando?

—Los Wynbergers —contestó por su cuenta Jan Paulus, y Karl asintió y levantó la golpeada cafetera de loza del fuego.

—Así que estás con Oom Paul. ¿Y qué piensa él de nuestras posibilidades para mañana?

—Cree que son las de un hombre con un solo cartucho escondido en un arbusto espeso contra un búfalo herido en el pulmón cargando con toda su fuerza.

—¿Y eso le preocupa?

—Sólo un loco desconoce el miedo. Oom Paul tiene miedo. Pero trata de ocultarlo, ya que el miedo se extiende entre los hombres como la difteria —contestó Jan Paulus, al aceptar la taza de café, y se recostó contra una roca fuera del círculo iluminado por el fuego, de modo que ellos no reconocieran ni su rostro ni el color de la barba.

—Lo demuestre o no —gruñó el centinela mientras llenaba su jarro—, juraría que él daría uno de sus ojos por estar de vuelta en su granja de Wvnberg con su mujer al lado en la cama doble.

Jan Paulus sintió que la rabia le subía desde el vientre, y su voz al responder era sombría.

—¿Crees que es un cobarde?

—Yo sé que preferiría estar a ochocientos metros detrás de la línea de fuego y enviar a otros hombres a morir. —Volvió a reír el centinela, pero con una nota sardónica en la risa.

—Le he oído jurar que mañana estaría delante, donde la lucha fuera más terrible —gruñó Jan Paulus.

—Oh, ¿ha dicho eso? ¿Así luchamos más contentos? Pero cuando los Lee-Metford te abran el vientre, ¿cómo sabrás dónde está Jan Paulus?

—Te he dicho que es mi pariente. Cuando lo insultas a él me insultas a mí. —La rabia ahogaba a Jan Paulus, enronqueciéndole la voz.

—Muy bien —dijo el centinela, levantándose—. Arreglémoslo ahora.

—Quedaos quietos, tontos —dijo Karl, irritado—. Guardad vuestra rabia para los ingleses. —Y luego añadió con mayor suavidad—: Todos estamos intranquilos, sabiendo lo que traerá el mañana. Dejad de pelear.

—Tiene razón —asintió Jan Paulus—, pero cuando vuelva a encontrarte…

—¿Cómo me reconocerás? —preguntó el centinela.

—Toma. —Jan Paulus se arrancó el Terai de ala ancha de la cabeza y lo tiró a los pies del hombre—. Usa éste y dame el tuyo a cambio.

—¿Por qué? —el centinela lo miraba asombrado.

—Porque entonces si un hombre se me acerca y me dice: «Estás usando mi sombrero», me estará diciendo: «Jan Paulus Leroux es un cobarde».

El hombre sonrió haciendo resplandecer los dientes a la luz del fuego, entonces tiró su propio sombrero hongo negro al regazo de Jan Paulus y se agachó a recoger el Terai. En ese momento, se oyó apenas en el viento, suave como el crujir de alguna ramita seca, el ruido de rifles disparando.

—Máuseres —gritó Karl, y se puso de pie haciendo volar la cafetera.

—A la izquierda —gimió Jan Paulus—. Oh, Dios nos asista, han intentado la izquierda.

El coro de disparos se elevó, aumentando de prisa; y a continuación se unía al traqueteo de los máuseres el profundo campanilleo de los Lee-Metford.

—Spion Kop. Están en Spion Kop. —Jan Paulus corrió arrojándose sendero abajo hacia el campamento con el sombrero hongo calado hasta las orejas.

La niebla se espesaba sobre Spion Kop esa mañana, de modo que la aurora era una especie de luz perlada, líquida. Algo incierto y suave que giraba sobre ellos y se condensaba en pequeñas gotas sobre el metal de sus rifles.

El coronel John Acheson estaba desayunando bocadillos de jamón muy condimentados. Estaba sentado sobre una piedra con la capa del uniforme envolviéndole los hombros; masticaba lentamente.

—Todavía no hay señales de los viejos bóers —anunció alegremente el capitán que estaba a su lado.

—Esa trinchera no es suficientemente profunda. —Acheson miró a la pequeña trinchera que había cavado en el suelo rocoso y que ahora estaba totalmente llena de hombres en las distintas actitudes de descanso.

—Ya lo sé, señor. Pero no se puede evitar. Llegamos a la roca y necesitaríamos una carreta de dinamita para cavar otros treinta centímetros. —El capitán eligió un sandwich y le colocó condimento por encima—. De todos modos, todo el fuego enemigo vendrá de abajo y los parapetos lo cubrirán. —A lo largo del borde frontal de la trinchera habían apilado tierra y piedras sueltas hasta una altura de sesenta centímetros. Patético refugio para dos mil hombres.

—¿Había estado alguna vez en esta montaña? preguntó educadamente Acheson.

—No, señor, por supuesto que no.

—Entonces, ¿qué le permite estar tan seguro de la disposición del terreno? No se ve absolutamente nada con esta niebla.

—Bueno, señor, estamos en la cima, y es la más alta… Pero Acheson lo interrumpió irritado.

—¿Dónde están esos malditos guías? ¿Todavía no han venido? —Se levantó de un salto y mientras se envolvía en su camino a lo largo de la trinchera, gritó—: Ustedes, ¿no pueden levantar ese parapeto?

A sus pies unos pocos se movieron y comenzaron con pocas ganas de apilar piedras. Estaban exhaustos por la larga subida nocturna y la refriega que había arrojado a la guarnición bóer de la montaña. Acheson los oía murmurar enfadados a su espalda.

—Acheson. —De la niebla delante de él surgió la figura del general Woodgate, seguido de cerca por su estado mayor.

—Señor. Acheson se apresuró a salir a su encuentro.

—¿Sus hombres están atrincherados?

—Lo mejor posible.

—Bien. ¿Y el enemigo? ¿Todavía no han vuelto los guías?

—No, todavía están allí en medio de la niebla. —Y Acheson señaló hacia el humo ondulante que limitaba su visión a unos ciento cincuenta metros.

—Bueno, tendremos que contenerlos hasta que nos refuercen. Hágame saber al instante… —Se oyó una pequeña conmoción en la niebla detrás de ellos, y Woodgate se detuvo—. ¿Qué pasa?

—Los exploradores, señor.

Saul Friedman comenzó a dar su informe a unos sesenta metros de distancia. Su rostro estaba excitado al escurrirse por entre la niebla.

—Es la falsa cima. Estamos sobre la cima falsa. La verdadera cima está doscientos metros más adelante y hay una elevación del terreno a nuestra derecha, como un pequeño peñasco cubierto de áloes que perfila nuestra posición. Hay bóers por todos lados. Toda la maldita montaña está atestada.

—Por Dios, hombre. ¿Está seguro?

—Coronel Acheson —intervino Woodgate—, gire su flanco derecho para que quede de cara al peñón. —Y mientras Acheson se alejaba, añadió por lo bajo—: Si tiene tiempo… —Y sintió el agitado remolino de la niebla que era barrida por el viento.

Jan Paulus se encontraba al lado de su caballo. La niebla se había depositado en su barba encendiéndola como oro rojo. Ambos hombros sostenían bandoleras de municiones y el rifle máuser parecía un juguete en sus enormes manos peludas. Tenía la barbilla lanzada hacia delante, pensativa, mientras revisaba las posiciones. Toda la noche había azotado a su caballo de campamento en campamento, había gritado, empujado y enviado hombres arriba por las laderas de Spion Kop, toda la noche. Y ahora a su alrededor la montaña crepitaba y murmuraba con cinco mil bóers a la espera. Y en un arco de ciento veinte grados detrás de ellos se hallaban los cañones. Desde Green Hill al noroeste, hasta las laderas opuestas de Twin Peaks en el este, sus artilleros se agachaban al lado de sus Nordenfeldts, listos para apuntarlos hacia Spion Kop.

«Todo está listo y ahora debo ganarme el derecho a usar este sombrero. Sonrió y se caló más aún el sombrero hongo sobre las orejas.

—Hennie, lleva mi caballo al campamento.

El niño lo condujo, y él se dirigió hacia la cima subiendo la última loma. La luz se hizo más potente al trepar y los hombres ocultos por las rocas reconocieron el faro rojo de su barba.

«Goeie Jaq, Oom Paul» y «Kom seam om die Rooi Nekke te skiet», le gritaban. En ese momento, dos hombres se dirigieron a él corriendo.

—Oom Paul. Acabamos de volver de Aloe Knoll. No hay ingleses allí arriba.

—¿Estás seguro? —le parecía un regalo del destino demasiado bueno.

—Ja, hombre. Están todos en la parte de atrás de la montaña. Los hemos oído allí cavando y hablando.

—¿De qué comando son? —les preguntó a los hombres que lo rodeaban en medio de la niebla.

—Del comando de Carolina —le respondieron.

—Vengan —ordenó Jan Paulus—. Vengan todos. Vamos a Aloe Knoll.

Lo siguieron, rodeando la cima, con el sonido apagado de cientos de pies arrastrados por el césped, apresurados; su aliento arrojaba humo al aire húmedo. Con sorpresa descubrieron delante de ellos la masa oscura de Aloe Knoll, el imponente peñón, y los hombres lo rodearon y desaparecieron entre las rocas y las hendiduras como una columna de hormigas volviendo a su hormiguero.

Apoyado sobre el vientre, Jan Paulus encendió la pipa y aplastó el tabaco ardiente con el pulgar encallecido, aspiró el humo y miró a través de la sólida cortina de niebla. En el silencio fantasmal que había caído sobre la montaña se oía el ruido de su estómago, y recordó que no había comido nada desde el mediodía anterior. Tenía un poco de carne seca en el bolsillo de la chaqueta.

«Un león caza mejor con el estómago vacío», pensó, y volvió a chupar la pipa.

—Ya llega el viento —susurró una voz cerca de él, y oyó el silbido creciente entre los áloes que había detrás de él. Los áloes tenían la altura de un hombre, candelabros verdes de muchas cabezas, manchados de carmín y oro, asintiendo silenciosamente con el viento del alba.

—Ja. —Jan Paulus sintió que esa mezcla de miedo y excitación que ahogaba su cansancio ya comenzaba a moverse en su interior—. Ya viene. —Descargó la pipa, la colocó aún caliente dentro del bolsillo y levantó el rifle que tenía apoyado en la roca frente a él.

Con dramatismo, como si descubriera un monumento, el viento desgarró la niebla. Debajo de un cielo de color azul cobalto, de un tono marrón dorado bajo el sol, se encontraba la cima redondeada de Spion Kop.

Una cicatriz irregular de tierra roja de quinientos metros de largo había sido cortada en el medio.

—Almagtig —jadeó Jan Paulus—. Ahora los tenemos.

Por encima del rudo parapeto de la trinchera, como pájaros en una cerca, tan cerca que distinguía las tiras con que se sujetaban la barbilla y el botón de cada coronilla, los cascos caqui claro contrastaban claramente con la oscuridad del césped y la tierra. Y más allá de la trinchera, completamente expuestos desde las botas a los cascos, de pie en campo abierto o caminando lentamente cargado con municiones o cantimploras, había cientos de soldados ingleses.

Durante segundos interminables perduró el silencio como si los hombres que miraban por encima de los rifles este blanco increíble no pudieran apretar los gatillos sobre los cuales apoyaban los dedos. Los ingleses estaban demasiado cerca, eran demasiado vulnerables. Una negativa general mantenía silenciosos los máuseres.

—Tiren —gritó Jan Paulus—. Skiet, kerels, skiet. —Y su voz llegó hasta los ingleses de detrás de las trincheras. Vio que repentinamente se paralizaban, con las blancas caras vueltas en dirección al peñón, y apuntó cuidadosamente al pecho de uno de ellos. El rifle saltó contra su hombro, y el hombre cayó al suelo.

Ese tiro rompió la magia. Al unísono ladraron los rifles, y el friso de uniformes caquis, paralelo a la trinchera, estalló al llover los proyectiles entre ellos. A esa distancia casi todos los hombres de Jan Paulus podían derribar con cinco tiros cuatro antílopes corriendo. En los pocos segundos que tardaron los ingleses en zambullirse en las trincheras, al menos cincuenta cayeron muertos o heridos, quedando tirados sobre la tierra roja.

Ahora sólo mostraban los cascos y las cabezas por encima del parapeto, y éstas nunca se quedaban quietas para apuntar. Se hundían y cambiaban de lugar y volvían a salir mientras los hombres de Woodgate cargaban y tiraban. Y mil setecientos rifles Lee-Metford añadieron sus voces al pandemonio.

Entonces la primera granada, disparada desde un cañón del campamento ubicado en la ladera opuesta de Conical Hill, chirrió sobre las cabezas de los bóers y estalló en un remolino de humo y polvo rojo a unos ciento cincuenta metros frente a la trinchera inglesa. Hubo un respiro mientras el equipo de señales heliográficas de Jan Paulus indicaba a la batería cuánto debía corregir la mira y luego estalló la siguiente granada, esta vez más allá de la trinchera; otro silencio y la tercera cayó de pleno sobre la trinchera. Un cuerpo humano fue arrojado a lo alto, con las piernas y los brazos girando como los radios de una rueda. Cuando el polvo se disolvió, se notó un claro en el parapeto, y media docena de hombres trataban frenéticamente de taponarlo con rocas sueltas.

Todos los rifles bóers abrieron fuego al unísono. El chirrido constante de las granadas era acompañado por el maligno silbido de los morteros; una vez más, la niebla se cernió sobre la cima, esta vez era una pesada niebla de polvo y emanaciones de lidita que diluían los rayos de sol y obstruían la nariz, ojos y garganta de hombres para quienes había comenzado un largo, larguísimo día.

El teniente coronel Garrick Courtney estaba tremendamente incómodo. Hacía calor al sol y el sudor le goteaba bajo la chaqueta mojándole el muñón que ya estaba llagado. Sus prismáticos aumentaban la claridad al mirar hacia el río Tugela, hacia la gran masa de la montaña a seis kilómetros de distancia. La claridad intensificaba el dolor de detrás de sus ojos, un recuerdo de la borrachera de la noche anterior.

«Woodgate parece estar resistiendo bien. Los refuerzos llegarán a tiempo».

Sir Redvers Buller parecía satisfecho, y ninguno de los que le rodeaban hizo comentarios. Firmes, miraban a través de sus prismáticos hacia el peñón que ahora estaba levemente desdibujado por el polvo y el humo de la batalla.

Garry estaba descubriendo una vez más las torcidas líneas establecidas por Buller para el ataque a Spion Kop. Al frente del ataque estaba el general Woodgate, quien ahora «resistía bien» sobre el peñón; sin embargo, Woodgate no era responsable ante Buller sino ante el general Warren, quien tenía el cuartel general más allá de la granja Trichardts, por donde había cruzado la columna. Warren, a su vez, era responsable ante Buller, quien se encontraba al otro lado del río, sobre una agradable colina llamada Monte Alicia.

Todo el estado mayor se daba cuenta de que Buller odiaba a Warren. Garrick estaba seguro de que Warren había sido puesto al frente de una operación considerada muy arriesgada por Buller, de modo que si fallaba, Warren se desacreditaría y estaría obligado a renunciar. Por supuesto, si tenía éxito, sir Redvers Buller, como jefe máximo, acapararía todos los honores.

Era un razonamiento que Garrick seguía sin problemas. En realidad, si él hubiera estado en lugar de Buller, hubiera hecho exactamente lo mismo. Este conocimiento secreto le producía una gran satisfacción y, al lado de Buller en la ladera de Monte Alicia, se sentía identificado con él. Se sorprendió deseando que pronto Spion Kop fuera una sangrienta carnicería y que Warren se retirara en desgracia. Recordó aquella ocasión sentados a la mesa, en que sir Charles se había referido a él como un «irregular, mejor dicho un maldito irregular del ejército colonial». Garry apretó los dedos alrededor de los prismáticos y miró hacia la montaña. Su resentimiento era tan profundo, que casi ni notó al mensajero que llegaba corriendo desde la carreta donde se encontraba el telégrafo que comunicaba al cuartel general de Buller con el de Warren, al otro lado del río.

—Señor, señor, un mensaje del general Warren. —La urgencia del tono del hombre llamó la atención de todos. Como un solo hombre, todo el estado mayor bajó los gemelos y se volvió hacia él.

—Démelo, hombre. —Buller le arrancó la hoja de papel y la leyó lentamente. Luego miró a Garry. Había algo en esos pálidos ojos azules, un placer, un brillo conspiratorio, que hizo casi sonreír a Garry.

—¿Qué le parece, Courtney? —le alcanzó la hoja y esperó que Garry la leyera.

—Mensaje del coronel Crofton sobre Spion Kop: «Refuerzos de inmediato o todo está perdido. El general Woodgate está muerto. ¿Qué sugiere? Warren».

—Me parece, señor, que sir Charles Warren está siendo presa del pánico. —Garrick habló lentamente, tratando de disimular la feroz alegría que experimentaba.

—Sí, así parece. —Buller estaba abiertamente radiante.

—Sugeriría enviarle un mensaje que lo ponga a tono, señor.

—Estoy de acuerdo. —Buller se volvió hacia el mensajero y comenzó a dictar: «La montaña debe ser sostenida a toda costa. No se retiren. Repito, no se retiren.

Reforzar con los regimientos de Middlesex y Dorset. —Luego dudó y se volvió hacia su estado mayor—. ¿Qué saben de este tipo Crofton? ¿Es el hombre indicado para estar al mando?

Hubo un sonido no comprometido de negativas hasta que Acourt, el ayudante de Buller, habló:

—Señor, hay un hombre excelente allí arriba, Acheson, el coronel John Acheson. ¿Se acuerda de su actuación en Colenso?

Buller asintió pensativamente y siguió dictándole al mensajero.

—«Debe poner a un hombre realmente duro al mando del pico. Sugiero ascender a Acheson a general de división.

Delante de la trinchera la hierba estaba aplastada por los repetidos contraataques que la habían barrido, manchada por la sangre de los que se habían arrastrado volviendo de las posiciones bóers que bordeaban la cima, y salpicada por los cuerpos de los que no habían podido hacerlo. Cada segundo estallaba una granada en la línea británica, de modo que había una continua y móvil selva de explosiones, y la metralla siseaba como si se tratara de látigos gigantes.

John Acheson se obligó a incorporarse y trepó al parapeto gritando:

—Vamos, muchachos, esta vez no nos detendrán. —En la trinchera, a sus pies, los muertos y los heridos yacían uno encima de otro, hasta formar capas de tres, todos cubiertos por el polvo rojo. El mismo polvo rojo que cubría las caras que lo miraban al volver a gritar—: Corneta, toque ataque. Vamos, muchachos, adelante. Bayoneta calada.

La corneta comenzó a tocar, con apresurado sonido a bronce. Acheson saltó como una delgada y vieja cigüeña por encima del parapeto y levantó la espada. Detrás oyó una docena de risas, no las risas de hombres comunes sino el chillido discordante de la locura.

—Síganme, lanceros, síganme. —Su voz se convirtió en un chirrido y los hombres salieron tras él de la trinchera. Espectros polvorientos con los ojos inyectados en sangre, manchados de polvo y sudor. Su risa y sus maldiciones se unían al gemido de los heridos, los superaron y se alzaron en un coro de salvajes vítores. Informe, extendiéndose como aceite derramado, la carga se lanzó sobre la cima. Cuatrocientos hombres tambaleándose entre el polvo y la tormenta de metralla y de máuseres.

Acheson tropezó con un cadáver y cayó. El tobillo se le torció dolorosamente sacudiendo sus sentidos adormecidos. Recuperó la espada, se levantó como pudo y cojeó inflexible hacia las paredes de canto rodado que marcaban la cima. Pero esta vez no fueron rechazados como antes, al alcanzar la cima. Esta vez la carga decayó cuando había cubierto apenas la mitad de la distancia. En vano los impulsaba Acheson hacia adelante, gritando hasta que su voz se convirtió en un graznido ronco. Se detuvieron y dudaron, y finalmente rompieron filas y se arrojaron cuesta abajo por la ladera barrida por los proyectiles hacia la trinchera. Con lágrimas de frustración y de rabia corriéndole por las mejillas, Acheson cojeó tras ellos. Cayó por encima del parapeto y quedó boca abajo sobre los cadáveres que cubrían la trinchera.

Una mano que lo sacudía por el hombro lo despertó y se sentó rápido tratando de controlar la respiración que le temblaba en la garganta. Apenas reconoció al hombre que se agachaba a su lado.

—¿Qué pasa, Friedman? —preguntó con dificultad. Pero la respuesta fue ahogada por la llegada de otra granada, y el delirante aullido de un hombre herido en el vientre al lado de ellos.

—Hable, hombre.

—Un mensaje heliográfico de sir Charles Warren —gritó Saul—. Ha sido ascendido a general. Está a cargo del peñón. —Y luego añadió con una sonrisa polvorienta y sudorosa—: Lo felicito, señor.

Acheson lo miró asombrado.

—¿Y el general Woodgate?

—Lo alcanzaron en la cabeza hace dos horas.

—No lo sabía. —Desde aquella mañana, Acheson no sabía nada de lo que sucedía fuera de su pequeña sección del frente. Toda su existencia se había reducido a unos doscientos metros de tierra barrida por la metralla y los proyectiles. Ahora miró hacia el holocausto que lo rodeaba y murmuró—: A cargo. Ningún hombre manda aquí. El diablo está a cargo de esta batalla.

—Sir Charles nos envía tres batallones para reforzar —le gritó al oído Saul.

—Buena falta nos hacen —gruñó Acheson, y luego añadió—: Friedman, me he torcido el tobillo. Quiero que me ate las botas lo más fuerte que pueda. Voy a necesitar otra vez este pie antes de que termine el día.

Saul se arrodilló sin discutir y comenzó a trabajar en el pie. Uno de los tiradores que estaban a su lado fue derribado de costado. Cayó sobre las piernas de Acheson, y de la herida en la sien se desparramaron los contenidos de su cráneo sobre los dos. Con una exclamación de disgusto y sorpresa, Saul retrocedió y se limpió la cara. Luego trató de quitar el cuerpo de encima de Acheson.

—Déjelo —ordenó éste—. Atienda a la bota. —Mientras Saul obedecía, Acheson se desató el pañuelo de seda del cuello y cubrió la cabeza mutilada. Era una herida que se había repetido cien veces ese día, todos alcanzados en la sien derecha.

—Aloe Knoll —murmuró salvajemente—. Si tan sólo hubiéramos tomado Aloe Knoll. —Su tono se dulcificó—. Mis pobres muchachos. —Y gentilmente se quitó la cabeza destrozada de encima.

—Ya están maduros, vayamos a recogerlos. —Con quinientos hombres, Jan Paulus había dejado el refugio de Aloe Knoll y avanzó, arrastrándose sobre el vientre, por la jungla de rocas hasta agazaparse en línea paralela a una faja de tierra, por debajo de la falsa cima. A veinte metros de ellos estaba el flanco derecho de la trinchera inglesa. No la veían, pero oían claramente los gritos incoherentes de los heridos; las llamadas de «camillero, camillero» y amuniciones, aquí» y por encima de todo el estallido de los fusiles, el continuo ruido metálico de los cargadores.

—Debes hacerle señas a la artillería, Oom Paul —le recordó el hombre que estaba a su lado.

—Ja. —Jan Paulus se quitó el sombrero hongo y lo agitó para que lo vieran desde Aloe Knoll. Notó que habían recibido su señal y supo que la orden de alto el fuego estaba siendo heliografiada a las baterías.

Esperaron, en tensión, listos para la carga, una larga línea de hombres. Jan Paulus los observó y notó que todos los hombres miraban fijo hacia delante. La mayoría de las caras estaban escondidas tras barbas de cincuenta tonalidades diferentes, pero aquí y allá se encontraba un muchacho demasiado joven para este trabajo, demasiado joven para esconder el miedo. «Gracias a Dios que mi hijo mayor no tiene todavía doce años, o estaría aquí. Detuvo el hilo de sus pensamientos, sintiéndose culpable, y concentró toda su atención en el ruido de metralla que pasaba justo encima de ellos. Abruptamente cesó, y en el relativo silencio los disparos de rifle parecían apagados. Jan Paulus dejó que pasaran los lentos segundos, contando despacio hasta diez, antes de llenarse los pulmones y gritar:

—Vrystaat. Adelante los estados libres.

Haciendo eco de su grito, aullando salvajemente, los bóers se abalanzaron por el borde y cayeron sobre el flanco inglés. Venían de tan cerca, y parecían tantos desde el parapeto inglés, que inmediatamente su carga los llevó hacia las diezmadas líneas de lanceros aturdidos por las granadas y atormentados por la sed. Casi no dispararon un tiro, y, a pesar de que algunas refriegas individuales alteraron la suave carga, la mayoría de los ingleses respondió inmediatamente a los gritos de «manos arriba, manos arriba», tirando sus rifles y poniéndose cansadamente de pie con las manos en alto Estaban rodeados por alegres bóers, y fueron llevados a empellones por encima del parapeto hacia Aloe Knoll, formando un gran remolino de bóers y soldados desparramados en cincuenta metros de trinchera.

—Rápido —gritó Jan Paulus por encima del griterío—. Agárrenlos y llévenselos. —Se daba cuenta de que ésta solamente era una victoria localizada, quizá el diez por ciento del enemigo. Ya se oían gritos de «los “lancs” están rindiéndose», «¿dónde están los oficiales?» «vuelvan, hombres» entre las líneas inglesas. El había plantado la semilla de la derrota entre ellos, y ahora debía propagarla para conseguir tomar toda la posición. Frenéticamente hizo señas pidiendo refuerzos y cientos de sus hombres bajaron de Aloe Knoll para ayudarle. Al cabo de otros cinco minutos, una victoria total para Jan Paulus sería el resultado de la confusión.

—Maldición, señor, ¿qué cree que está haciendo? —La voz que había detrás de él estaba impregnada de autoridad, sin duda alguna era la de un oficial de alto rango. Jan Paulus giró para enfrentarse a un alto y enfurecido anciano, cuyos bigotes rizados hacia arriba temblaban de furia. El carmín apopléjico de su rostro quedaba espantosamente mal con el color rojo del polvo que lo cubría.

—Estoy haciendo prisioneros a sus hombres. —Jan Paulus luchó guturalmente con las palabras extrañas.

—Primero tendrá que vérselas conmigo, señor. —Apoyándose pesadamente sobre el hombro de un hombre delgado de cabello oscuro que lo sostenía, el oficial estiró el brazo agitando un dedo delante de la cara de Jan Paulus—. En este cerro no se rinde nadie. Por favor, retire su chusma de mi trinchera.

—Chusma —rugió Jan Paulus. Alrededor de ellos, tanto los bóers como los ingleses, habían cesado toda actividad y estaban mirando con interés. Jan Paulus se volvió al bóer más cercano—: Vat holle weg. Llévenselos. —El gesto que acompañó la orden era inconfundible.

—Nada de eso, señor. —Acheson lo fulminó con la mirada antes de dar una nueva orden—. Ustedes, vuelvan a formar con los «devonshires». Rápido. Vengan. Vengan.

—Eh. —Jan Paulus levantó una mano—. Estos son mis… —luchó buscando la palabra— mis prisioneros.

—Señor —Acheson soltó el hombro de Saul, se levantó en toda su estatura y volvió a mirar a los ojos a Jan Paulus—, le doy cinco minutos para dejar esta trinchera, o lo tomaré prisionero. Buenos días. Y se alejó cojeando por el campo. Jan Paulus miró incrédulo cuando a quince metros Acheson se volvió, cruzó los brazos sobre el pecho y esperó inflexible el vencimiento del plazo. Alrededor de él se había reunido un grupo de soldados, todos sucios, y era evidente su intención de hacer efectiva su decisión con aquella lamentable banda. Jan Paulus quiso reír de frustración. Pero se dio cuenta desesperado de que la mayoría de los prisioneros se estaban escurriendo a toda prisa para unirse a Acheson. Debía hacer algo, pero ¿qué? Todo se estaba convirtiendo en una farsa.

—Deténganlos —les gritó a sus bóers—. Deténganlos, se han rendido y ahora no pueden cambiar de idea.

Repentinamente todo se alteró. En el horizonte, detrás de Acheson y su pequeño grupo apareció una falange de frescas figuras vestidas de caqui. Los tres batallones de refuerzo enviados desde el pie del monte por sir Charles Warren habían llegado finalmente. Acheson miró por encima de su hombro y los vio adelantarse. El parche marrón de su cara se abrió lateralmente en una enorme y maldita sonrisa.

—Calen las bayonetas —chilló, y desenfundó la espada—. Corneta, toque carga. ¡Carguen!

Los condujo cojeando y tropezando como una cigüeña con la pata rota. Detrás de él, como la resplandeciente cresta de una ola, una línea de bayonetas se abalanzó hacia la trinchera. Los hombres de Jan Paulus odiaban el acero. Eran quinientos contra dos mil. Rompieron filas y desaparecieron como el humo con viento fuerte. Sus prisioneros corrieron con ellos.

Jan Paulus llegó a la cumbre y se arrojó tras un peñasco que ya cobijaba a tres hombres.

—Deténgalos. Allí vienen. —Jadeó.

Mientras la ola de ingleses disminuía y se gastaba contra la barrera de los máuseres escondidos, mientras retrocedían ante la metralla que los hacía caer otra vez, Jan Paulus supo que no volvería a poner los pies sobre la trinchera inglesa.

Percibió el abatimiento de sus hombres. Sabía que ya los menos valientes estaban escurriéndose hacia donde los esperaban los caballos. Supo con una sensación de náusea que había perdido Spion Kop. Los ingleses habían pagado un alto precio. Al menos debía de haber mil quinientos muertos y heridos desparramados por la cima, pero habían abierto un hueco en su línea. Había perdido Spion Kop y por esa brecha entrarían veinticinco mil hombres para liberar Ladysmith y para arrojar a sus hombres de Natal. Habían perdido. Todo había terminado.

John Acheson trataba desesperadamente de ignorar la angustia que le producía el pie hinchado. Trató de acallar el coro de los heridos que pedían agua. No había agua en la cima. Trató de apartar la mirada de la trinchera donde los hombres, drogados por el cansancio, ajenos al trueno del bombardeo que todavía los acosaba, dormían sobre los cuerpos de sus compañeros muertos y agonizantes.

En lugar de eso miró al sol, el inmenso y sangriento círculo levemente tapado por las nubes. Al cabo de una hora oscurecería, y supo que había perdido. El mensaje que tenía en las manos lo admitía, la grotesca pila de muertos que llenaba la trinchera lo probaba. Volvió a leer el mensaje con dificultad, ya que su vista saltaba y se desviaba.

«Si no puede aguantar hasta mañana retírese a su discreción. Buller».

Mañana. ¿Qué traería mañana, que no fuera la repetición del horror de hoy? Habían perdido. Bajarían de la montaña. Habían perdido.

Cerró los ojos y se apoyó contra la áspera piedra del parapeto. Un nervio comenzó a crispársele en el párpado, no podía pararlo.

«¿Cuántos quedaban? Quizá la mitad. No lo sé. La mitad de mis hombres se ha ido. Toda la noche he estado oyendo sus caballos, y el crujido y rodar de sus carretas y no podía impedirlo».

Jan Paulus miró hacia la montaña al alba.

—Spion Kop —musitó el nombre con odio, pero sus ojos eran incapaces de enfocarla. Los tenía rodeados de círculos rojos y en cada lagrimal tenía una gota de pus. El cuerpo parecía habérsele encogido, secado como el de una antigua momia. Montó cansadamente; cada músculo y cada nervio del cuerpo le pedían descanso. Dormir un momento. Oh, Dios, poder dormir.

Con una docena de sus leales camaradas había tratado toda la noche de detener el escape de los desertores que estaba desangrando su ejército hasta morir. Había cabalgado de campamento en campamento, fanfarrón, suplicante, tratando de avergonzarlos. Con muchos había tenido éxito, pero con muchos otros no, e incluso una vez fue él el avergonzado. Recordaba al anciano, con la larga barba blanca cayéndole de la amarilla cara marchita y los ojos brillantes de lágrimas a la luz del fuego.

—Tres hijos te he dado hoy, Jan Paulus Leroux. Mis hermanos han subido a tu maldita montaña para pedirles los cuerpos a los malditos ingleses. Tres hijos. Tres hermosos hijos. ¿Qué más quieres de mí? —Desde el lugar en que se sentaba sobre la rueda de su carreta, el anciano luchó para ponerse de pie, arrebujándose en la manta—. Me llamas cobarde, Leroux. Dices que tengo miedo. —Se detuvo y luchó con la respiración, y cuando siguió hablando su voz era un graznido—. Tengo setenta y ocho años y tú eres el primer hombre que me ha llamado así, si Dios es misericordioso, serás el último. —Volvió a detenerse—. Setenta y ocho años. Setenta y ocho. Y me llamas así. Mira, Leroux, mira bien. —Dejó caer la manta y Jan Paulus se quedó inmóvil en la silla al ver el sangriento lío de vendajes que rodeaba el pecho del anciano—. Mañana por la mañana estaré con mis hijos. Ahora estoy esperándolos. Escribe sobre nuestra tumba, Leroux. Escribe «cobardes» sobre nuestra tumba. —Y de sus labios brotó una espuma formada de burbujas rosadas.

Ahora Jan Paulus miraba con los ojos rojos hacia la montaña. Las líneas de la fatiga, la vergüenza y la derrota se dibujaban profundamente a los lados de su nariz y alrededor de la boca. Cuando la niebla aclarase verían a los ingleses sobre la cima y él volvería con la mitad de los hombres. Tocó al caballo con las espuelas y lo hizo avanzar hacia la cumbre.

El sol iluminaba la bruma de la montaña que se arremolinaba dorada, comenzando a disiparse.

Débilmente escuchó dar vivas y frunció el ceño. «Los ingleses vitorean demasiado pronto. ¿Creen que no iremos por ellos? Apresuró su caballo, pero al trepar sobre rocas sueltas éste retrocedió y Jan Paulus tuvo que agarrarse del pomo de la silla, mareado.

El volumen de los vítores aumentó y él miró sin comprender hacia la cresta que lo dominaba todo. El horizonte estaba salpicado de figuras bailando y saludando con las manos y de repente oyó voces a su lado.

—Se han ido.

—La montaña es nuestra.

—Hemos ganado. Gracias a Dios, hemos ganado. Los ingleses se han ido.

Los hombres se arremolinaban alrededor de su caballo y lo arrancaron de la montura. Sintió que sus piernas se doblaban, pero unas manos rudas lo sostuvieron y, medio a rastras, medio llevándolo, lo subieron hasta la cima.

Jan Paulus se sentó sobre un peñasco y miró cómo cosechaban los frutos de la guerra. Todavía no podía dormir, hasta que no hubieran terminado. Había dejado a los camilleros ingleses subir a la montaña y estaban trabajando a lo largo de la trinchera mientras sus propios hombres recogían los muertos de la cima.

Cuatro de ellos se aproximaron a Jan Paulus, cada uno sosteniendo el ángulo de una manta de lana gris como si fuera una hamaca. Daban traspiés bajo el peso, hasta que llegaron a la ordenada línea de cadáveres ya colocados en el suelo.

—¿Quién conoce a este hombre? —preguntó uno, pero no hubo respuesta del grupo de hombres silenciosos que esperaba con Jan Paulus.

Sacaron el cuerpo de la manta y lo colocaron con los otros. Uno de los que lo habían llevado le sacó de entre los dedos muertos, agarrotados, un gran sombrero Terai y lo colocó sobre la cara del hombre. Entonces se enderezó y preguntó:

—¿Alguien lo reclama? —A menos que un amigo o pariente lo reclamara, sería enterrado en la fosa común.

Jan Paulus se enderezó y caminó hasta donde estaba el cadáver. Levantó el sombrero y lo reemplazó con el sombrero hongo que él llevaba puesto.

—Ja. Yo lo reclamo —dijo cansadamente.

—¿Es pariente o amigo, Oom Pául?

—Es un amigo.

—¿Cómo se llama?

—No sé cómo se llama. Es sólo un amigo.

Saul Friedman esperaba impaciente. En su ansiedad había llegado media hora antes de la indicada en el horario de visitas y estaba en penitencia en el pequeño salón de espera totalmente desierto del hospital Greys. Se sentó en la silla de respaldo derecho, dando vueltas al sombrero entre los dedos y mirando el enorme cartel de la pared opuesta.

«Se ruega a los caballeros no fumar».

Le Había pedido a Ruth que fuera con él, pero ella había pretextado un dolor de cabeza. En cierto sentido Saul estaba contento. Sabía que su presencia inhibiría su reunión con Sean Courtney. No quería conversar educadamente acerca del tiempo y de cómo se encontraba, y pedirle que fuera a cenar una de esas noches. Hubiera resultado muy difícil no jurar si querían hacerlo, mucho más difícil en vista de la actitud de Ruth.

Ayer, el primer día de permiso, Saul le había hablado de Sean con entusiasmo. ¿Cuántas veces lo había visitado? ¿Cómo se encontraba? ¿Cojeaba mucho? ¿No pensaba Ruth que era una persona maravillosa? Dos veces le contestó «bien», «no, no mucho», «sí, era muy agradable». Entonces Saul se dio cuenta de la verdad. A Ruth no le gustaba Sean. Al principio no se lo creía. Trató de continuar la conversación. Pero cada una de sus respuestas monosilábicas le confirmaba la primera opinión. Por supuesto, no lo había dicho claramente, pero era obvio. Por alguna razón le había tomado antipatía a Sean, antipatía que parecía cercana al odio.

Ahora Saul trataba de buscar la razón. Descartó la posibilidad de que Sean la hubiera ofendido. Si ése hubiera sido el caso, Sean habría recibido lo que se merecía y después Ruth habría contado la historia con júbilo y alivio.

No, decidió Saul, era otra cosa. Como un nadador a punto de sumergirse en agua helada, Saul aspiró metafóricamente y se zambulló en el desconocido mar de los procesos mentales femeninos. ¿Era la masculinidad de Sean tan predominante como para ser ofensiva? ¿Acaso había prestado poca atención a su esposa? (Ruth estaba acostumbrada a las reacciones más extravagantes ante su belleza.) ¿Podría ser que…? ¿O quizá, al contrario, Sean…? Saul no podía imaginarse la razón cuando, como una víctima de naufragio que sale por última vez a la superficie y se encuentra con un enorme barco anclado al lado y botes salvavidas bajando por todos los costados, encontró la solución.

Ruth estaba celosa.

Saul se apoyó en el respaldo, asombrado ante la profundidad de su propia percepción.

Su hermosa y temperamental mujer estaba celosa de su amistad con Sean.

Riéndose tiernamente, Saul preparó planes para tranquilizar a Ruth. Tendría que alabar menos efusivamente a Sean. Tendría que reunirlos y en presencia de Sean ser muy cariñoso con Ruth. Debía…

Luego sus pensamientos tomaron otro rumbo y comenzó a pensar en Ruth. Como siempre que pensaba en ella muy intensamente, experimentaba una confusión parecida a la del hombre pobre que gana la lotería.

La había conocido en el Turf Club de Johannesburgo durante la gran temporada de verano, y se había enamorado a quince metros de distancia, de modo que cuando se la presentaron, su lengua generalmente tan suelta le pesaba como metal en la boca, y permanecía inquieto y silencioso. La amistosa sonrisa que ella le había ofrecido le encendió la cara como una antorcha, calentándosela hasta que pensó que su piel iba a ampollarse.

Aquella noche, solo en su habitación, planeó su campaña. Para ello destinó la suma de quinientas guineas, o sea, la mitad de sus ahorros. A la mañana siguiente comenzó su trabajo de espionaje, y en una semana tenía una impresionante colección de informes.

Tenía dieciocho años y estaba de visita en casa de unos parientes en Johannesburgo, una visita que debía durar seis semanas. Venía de una rica familia de Natal que tenía hoteles y cervecerías, pero era huérfana y pupila de su tío. Durante su estancia en Johannesburgo cabalgaba todos los días, iba al teatro o a bailar todas las noches con un surtido de escoltas, salvo los viernes que iba a la vieja sinagoga de la calle Jeppe.

Su maniobra inicial fue el alquiler de un caballo y la acechó cuando cabalgaba con su prima. Ella no lo recordaba y hubiera pasado de largo si no fuera porque la lengua de Saul, que se había agudizado tras tres años de práctica en los tribunales de Johannesburgo, volvió a la vida. En dos minutos Ruth estaba riendo, y una hora después lo invitaba a tomar el té con los parientes.

La noche siguiente la fue a buscar en un espléndido carruaje, cenaron en el hotel Candy y fueron a ver ballet en compañía de unos amigos de Saul.

Dos noches después lo acompañó al baile de la Asociación de Abogados y descubrió que Saul bailaba estupendamente. Resplandeciente con un flamante traje de etiqueta, una cara fea aunque expresiva, unos tres centímetros más alto que Ruth, ingenioso e inteligente, habiéndose sabido ganar un amplio círculo de amigos, era el perfecto marco para su belleza. Cuando la llevó de vuelta a casa, Ruth tenía un aire pensativo y soñador en su mirada.

Al día siguiente asistió a los tribunales y lo escuchó defender con éxito a un caballero acusado de asalto con intento de daño corporal. Ella se impresionó por su despliegue y decidió que a su debido tiempo Saul alcanzaría los más altos laureles de su profesión.

Una semana después, Saul demostró una vez más su dominio del idioma en una apasionada declaración de amor. Su petición fue juzgada y aceptada, y después fue solamente necesario informar a las familias y enviar las participaciones.

Ahora, por fin, después de cuatro años, iban a tener su primer hijo. Saul sonrió alegre al pensar en él. Mañana comenzaría su intento de desalentar la adopción del nombre «Tormenta». Sería un caso difícil, justo para su talento. Los cuatro años anteriores le habían enseñado a Saul que una vez que Ruth apresaba algo con sus dientecitos, lo aferraba como si fuera un bulldog. Se necesitaba una gran sutileza para hacerle soltar la presa sin atraerse su cólera. Saul tenía un tremendo respeto por la cólera de su mujer.

—Son las cuatro. —La pequeña enfermera rubia asomó la cabeza por la puerta de la sala de espera y sonrió—. Puede entrar. Lo encontrará en la galería.

La ansiedad de Saul volvió en su totalidad y tuvo que refrenarse para no saltar demasiado fuerte sobre los escalones.

Reconoció a Sean vestido de uniforme caqui, reclinado elegantemente en una tumbona de caña y charlando con los hombres de la hilera de camas que se extendía frente a él. Lo sorprendió por detrás.

—No se levante, sargento. Salúdeme desde ahí.

—¡Saul! —Levantándose de la silla y girando con facilidad sobre la pierna sana, Sean apretó los hombros de Saul con todo el antiguo afecto. El placer que demostraban las facciones de Sean era genuino y eso era suficiente para Saul.

—¡Cuánto me alegro de verte, desgraciado! —dijo Saul, devolviendo el abrazo de Sean, sonriendo feliz. No se dio cuenta de que, de pronto, la alegría de Sean fue reemplazada por una sonrisa nerviosa, cambiante.

—Tómate una copa. —Fueron las primeras palabras que encontró Sean. Debía hacer tiempo para tantear el camino. ¿Ruth le habría dicho algo a Saul, o quizá éste habría adivinado?

—¿Agua? —Saul hizo una mueca.

—Ginebra —murmuró Sean. La culpa lo hacía ser locuaz y continuó en una torpe imitación de humor—. La garrafa de agua está llena de ginebra. Por favor, no se lo digas a la jefa. La conseguí de contrabando. Me peleo con la enfermera cada vez que quiere cambiarla. Ella dice: «El agua está vieja, hay que cambiarla», y yo contesto: «Me gusta el agua vieja, me crié con agua vieja, el agua vieja es muy indicada para los casos de herida en la pierna».

—Dame agua vieja, entonces —se rió Saul.

Mientras servía, Sean lo presentó al caballero de la cama de al lado, un escocés que estuvo de acuerdo con ellos en que el agua vieja era un extraordinario remedio para las heridas de metralla en el pecho, una dolencia de la que sufría en esos momentos. Los tres se dedicaron a un intenso tratamiento.

Sean aguijoneó a Saul para que contara toda la batalla de Spion Kop. La hizo parecer muy divertida. Luego continuó con la descripción de la ruptura final en Hlangwane de las filas bóers, la posterior liberación por parte de Buller de Ladysmith y su cuidadosa persecución del ejército de Leroux, que ahora estaba en plena retirada hacia Transvaal.

Discutieron la ofensiva de lord Itobert que había comenzado en El Cabo, liberado Kimberley, continuado hasta tomar Bloemfontein y estaba listo para el ataque final atravesando el vientre de Transvaal hasta Pretoria, que era su corazón.

—Todo habrá terminado dentro de tres meses —fue la opinión del escocés.

—¿Usted cree? —le dijo Sean con un poco de sorna, y consiguió provocar una discusión cuyas llamas estaban inflamadas de ginebra. Al bajar el nivel de la garrafa pasó el momento de la discusión sobria y seria y llegó el sentimentalismo. Cariñosamente, Saul le preguntó a Sean por sus heridas.

El escocés sería enviado a su tierra en barco y ante el pensamiento de la separación se pusieron muy tristes.

Sean volvía a Ladyburg al día siguiente con permiso por convalecencia. Al final del mismo, y si los médicos se ponían de acuerdo en que los trozos de metralla de su pierna estaban satisfactoriamente enquistados (dos palabras que Sean pronunciaba con torpeza), podría volver a cumplir con su deber.

La palabra «deber» levantó su sentido patriótico y Sean y Saul, con los brazos apoyados en los hombros del otro, juraron solemnemente que juntos, camaradas de armas, hermanos de sangre, verían el final de aquella guerra. Sin reparar en el costo de penurias y peligros, juntos cabalgarían contra el destino.

Como hacía falta una música acorde con el estado de ánimo, el escocés cantó El salvaje muchacho colono. Tenía los ojos húmedos y la voz le temblaba de emoción.

Sumamente conmovedor, aunque no tan apropiado para la ocasión. Sean y Saul cantaron a dúo Corazones de roble y luego los tres se embarcaron en una vívida interpretación de ¿Estás despierto, Johnny Cope?

La jefa llegó en la mitad del tercer coro, momento en el cual ya ni Johnny Cope ni nadie a cien metros a la redonda podría haber estado durmiendo.

—Caballeros, la hora de visita terminó a las cinco.

Era una mujer temible, con una voz que parecía una carga de caballería, pero Saul, que había apelado antes ante jueces inconmovibles, se levantó impertérrito para efectuar la defensa.

—Señora… —Comenzó la alocución con una reverencia—. Estos hombres; no, déjeme decir la verdad, estos héroes han hecho un gran sacrificio en nombre de la libertad. Su sangre se ha vertido como ginebra en defensa de tan glorioso ideal: la libertad. Lo único que pido es que se les otorgue un poco de tan precioso material. Señora, en nombre del honor, de la verdad y de la gratitud, yo le suplico. —Terminó con un puño cerrado apoyado sobre el corazón y la cabeza trágicamente inclinada.

—Bravo.

—Muy bien, pero que muy bien.

Los dos héroes rompieron en un aplauso espontáneo y halagador, pero sobre las facciones de la enfermera descendió un helado velo de sospecha. Levantó un poco la nariz y olió.

—Usted está borracho —acusó inflexible.

—Oh, sucia difamación. Oh, monstruosa mentira. —Saul retrocedió apresuradamente fuera del alcance de la mujer.

—Muy bien, sargento —se volvió inflexible hacia Sean—. ¿Dónde está?

—¿El qué? —Sean era todo inocencia.

—La botella. —Levantó las ropas de cama y comenzó la búsqueda. Saul levantó su sombrero, los saludó por detrás de la espalda de la enfermera y se escapó de puntillas.

El permiso de Sean en Ladyburg pasó muy rápido, demasiado rápido. Mbejane había desaparecido en un viaje misterioso a Zululandia. Sean creía que tenía algo que ver con las dos mujeres y sus hijos que Mbejane había enviado alegremente a los campos de sus padres cuando él y Sean habían dejado Ladyburg tantos años atrás.

Dirk era encerrado todas las mañanas en la escuela, y así Sean estaba en libertad para vagar solo por los cerros y la sabana que rodeaba la ciudad. La mayor parte del tiempo la pasaba observando el enorme rancho abandonado llamado Lion Kop que se extendía sobre los riscos. Al cabo de un mes conocía el curso de cada arroyo y de cada pliegue y loma de la tierra. La pierna se le fortaleció con el ejercicio. Ya no le dolía y la cicatriz perdió su brillo púrpura apagándose hasta tomar un color más parecido al de la piel.

Pero junto con la fuerza y la carne que llenó nuevamente sus hombros y acolchó los flacos huesos de sus mejillas, también volvió la inquietud. El peregrinaje diario a Lion Kop se volvió una obsesión. Vagaba por las habitaciones vacías de la vieja casa y la veía como si ya tuviera el techo de paja para evitar que entrara la lluvia y las paredes estuvieran reparadas y recién pintadas. Se paraba delante del hogar ennegrecido y vacío e imaginaba el calor y la luz que podía dar. Golpeando con los pies en los pavimentos de las habitaciones consideró que el entarimado de madera amarilla era tan macizo como las vigas que soportaban el techo. Luego vagó por las tierras, deteniéndose aquí y allá para agarrar un puñado de tierra y sentir su rica textura.

En el mes de mayo de 1900 fue al Registro de Escrituras de la Magistratura y examinó el documento. Averiguó que las seiscientas hectáreas del rancho Lion Kop habían sido compradas de la herencia del finado Stephanus Johannes Erasmus por el Ladyburg Banking & Trust Co. Ud. La transferencia había sido firmada por Ronald Pye, en calidad de presidente del Banco. Sean sonrió. Ronny Pye era su más querido enemigo de la infancia. Sería muy divertido.

Sean se acomodó en el profundo y suave nido de cuero lustrado que formaba el sillón y miró a su alrededor con curiosidad.

—Algunos cambios desde la última vez que estuviste aquí, ¿eh, Sean? —Ronny Pye interpretó correctamente sus pensamientos.

—Algunos. —Al Ladyburg Banking & Trust Co. Ltd. le iba muy bien, a juzgar por los muebles. Algo de su prosperidad se veía también en la figura de su presidente. Mucha carne debajo de la cadena de oro del reloj, una chaqueta oscura pero cara para paliar el chaleco extravagante, botas de quince guineas hechas a mano. Todo muy bonito hasta que le miraba la cara; tan pálida que las pecas aparecían como monedas de oro irregulares, ojos ambiciosos, orejas como las asas de una jarra de afeitar, eso no había cambiado. Pero aunque Ronny solamente tenía dos años más que Sean, había mucho gris en sus sienes rojas y pequeñas arrugas de preocupación alrededor de los ojos.

—¿Y has estado en Theunis Kraal visitando a tu cuñada? —La expresión de Ronny al preguntar era maliciosa.

—No.

—Por supuesto que no irías —asintió comprensivo Ronny, y se las arregló para indicarle que el escándalo, si bien viejo, no estaba olvidado. Sean sintió una repugnancia que lo hizo moverse incómodo en la silla. El pequeño bigote rojo asemejaba aún más a Ronny a un ratón de campo. Ahora Sean quería terminar el negocio y volver a salir al aire fresco.

—Escucha, Ronny, he buscado la escritura de propiedad de Lion Kop. Está a tu nombre —comenzó abruptamente.

¿Lion Kop? —La mañana anterior el empleado del Registro se había apresurado a decirle al señor Pye las novedades que le habían reportado un soberano. También otros le habían llevado noticias de que Sean visitaba el rancho todos los días. Pero ahora Ronny tenía que buscar el nombre en su memoria—. ¿Lion Kop? Ah, sí. La finca del viejo Erasmus. Sí, creo que se la compré al heredero. Pagué demasiado, me temo. —Suspiró resignado—. Pero podemos conservarla otros diez años y recuperar el dinero. No hay prisa por vender.

—Yo la quiero. —Sean cortó los preliminares y Ronny rió alegre.

—Tienes mucha compañía, la mitad de los granjeros de Natal la quieren, pero no lo suficiente como para pagar nuestro precio.

—¿Cuánto cuesta?

El precio establecido para tierras de pastoreo en el área de Ladyburg era un chelín y seis peniques los cuatro metros cuadrados. Diez minutos antes, Ronny se había propuesto pedir dos chelines. Pero ahora al mirar la cara de Sean y recordar su puño contra su nariz y el gusto de su propia sangre, le pareció escuchar nuevamente la orgullosa risa de Sean rechazando sus súplicas de amistad. «No —pensó con odio—. No, gran desgraciado. Ahora me las pagarás todas».

—Tres chelines —dijo.

Sean asintió pensativo. Comprendía. Entonces sonrió.

—Por Dios, Ronny, me habían dicho que eras un gran hombre de negocios. Pero debo de haber oído mal. Si pagaste tres chelines por Lion Kop te sorprendieron con las faldas levantadas. —Y Ronny se ruborizó. Sean lo había herido hondo en su amor propio.

—Yo pagué nueve peniques. Vendo por tres chelines. —Haz la escritura por dos mil doscientas cincuenta libras. Lo compro.

«¡Maldición! ¡Maldición! —juraba en silencio Ronny—. Lo hubiera comprado a cinco».

—Eso es la tierra sola. Tienes mil libras aparte por las mejoras.

—¿Algo más? preguntó Sean.

—No.

Sean calculó rápidamente, con el impuesto a la transferencia podrían sobrarle aún unos cientos.

—Lo compro.

Ronny lo miró con el cerebro enroscado como una víbora.

«No me había dado cuenta de que estaba tan encaprichado, podría haberle sacado el alma».

—Por supuesto el consejo de administración tendrá que aprobar la venta. En realidad depende de ellos. —El consejo de administración de Ronny estaba formado por él mismo, su hermana Audrey y su esposo Dennis Petersen. Ronny tenía el ochenta por ciento de las acciones y Sean lo sabía. Había examinado los estatutos que estaban archivados en el registro.

—Escúchame, querido amigo de la infancia. —Sean se inclinó sobre el escritorio pulido y tomó una pesada cigarrera de plata—. Hiciste una oferta y la acepté. Estaré aquí a las cuatro de la tarde con el dinero. Por favor, ten listos los documentos. —Sean apretó con una mano la cigarrera. Los músculos de su antebrazo se enroscaron como dos pitones en celo, la caja se arrugó y le saltaron los goznes. Colocó la masa informe de metal sobre el secante frente a Ronny.

—No me interpretes mal, Sean. —Ronny sonrió nervioso y apartó la vista de la caja—. Estoy seguro de que podré convencer al consejo.

Al día siguiente era sábado. No había escuela y Sean llevó a Dirk consigo en el paseo diario hasta el rancho. Casi fuera de sí de alegría al estar solo con su dios, Dirkie hizo adelantarse al caballo y luego dio la vuelta a pleno galope para volver a quedar al lado de Sean. Riendo por la excitación, charlando extasiado durante un momento y luego no pudiendo refrenarse más, volviendo a galopar hacia delante. Antes de alcanzar el cruce de caminos situado debajo de los riscos, Sean encontró una pequeña caravana de viajeros que venía de la dirección opuesta.

Sean saludó solemnemente al hombre que estaba al mando.

—Te veo, Mbejane. —Mbejane tenía el aspecto cansado de un gato que hubiera pasado una noche accidentada.

—Lo veo, Nkosi.

Después hubo un silencio embarazoso durante el cual Mbejane aspiró un poco de rapé y miró fijamente al cielo por encima de la cabeza de Sean, mientras éste estudiaba a los compañeros de viaje del zulú. Dos eran de mediana edad, o sea, alrededor de los treinta y cinco años para una mujer zulú. Ambas llevaban en el peinado los altos ornamentos de arcilla que denotaban maternidad. Aunque mantenían el porte alto y derecho, los pechos les colgaban vacíos y la piel de sus vientres, por encima de los pequeños delantales, estaba arrugada por la maternidad. También había dos muchachas recién salidas de la pubertad, de caras redondas, pieles brillantes de juventud, derechas y bien proporcionadas, nalgas como melones maduros y pechos firmes y redondos. Bajaron la cabeza y sonrieron tímidamente.

—Quizá llueva esta noche —comentó Mbejane.

—Quizá.

—Será bueno para el pasto —siguió tenazmente Mbejane.

—¿Quién diablos son estas mujeres? —Sean no pudo contener más su curiosidad y Mbejane frunció el ceño ante su falta de urbanidad. Las observaciones acerca del tiempo y del pastoreo debían haber continuado otros cinco minutos.

—Nkosi, estas dos son mis mujeres —indicó a las dos matronas.

—¿Las otras son tus hijas?

—No. —Mbejane hizo una pausa, luego continuó gravemente—: No es conveniente que un hombre de mi edad tenga solamente dos mujeres ya viejas para el trabajo y tener hijos. He comprado dos esposas más jóvenes.

—Ya veo —dijo Sean, y conservó la sonrisa en la cara. Mbejane había invertido una buena suma de su capital—. ¿Y qué es lo que te propones hacer con todas tus mujeres, ya que sabes que pronto volveremos a la lucha?

—Cuando llegue el momento irán al campo de sus padres y me esperarán allí. —Mbejane dudó un momento, con delicadeza—. Estarán conmigo hasta asegurarme de haber hollado la luna de cada una.

Hollar la luna de una mujer era la expresión zulú equivalente a interrumpir su ciclo menstrual. Mbejane se estaba asegurando de que su inversión produjera interés.

—Hay una granja allá arriba sobre los cerros. —Sean pareció cambiar de tema.

—Hemos hablado de ello muchas veces, Nkosi. —Mbejane había entendido y había un brillo de anticipación en su mirada.

—¿Es una buena granja? —Sean lo mantuvo un poco más en suspenso.

—Es realmente una excelente y hermosa granja. El agua es más dulce que el jugo de la caña de azúcar, la tierra es más rica que la carne de un buey joven, el pasto es espeso y lleno de promesas.

Ahora los ojos de Mbejane brillaban de alegría. Para él una granja era un lugar donde un hombre se sentaba al sol con un vaso de cerveza de mijo a su lado y escuchaba cantar a sus mujeres en el campo. Significaba ganado, la única riqueza verdadera y muchos hijos para cuidarlo. Significaba el fin de un largo y penoso camino.

—Lleva contigo a tus mujeres y elige el lugar donde quieres construir tu kraal.

—Nkosi. —No hay equivalente a «gracias» en idioma zulú. Podía decir «lo aprecio», pero no era lo que Mbejane sentía. Finalmente encontró la palabra—. Bayete, Nkosi: Bayete. —El saludo a un rey.

El pony de Dirk estaba atado a la tranquera, frente a la casa. Con un tizón estaba escribiendo su nombre en grandes mayúsculas sobre la pared de la galería de la fachada.

Si bien toda la casa sería vuelta a encalar y a pintar, Sean se encontró temblando de furia. Saltó gritando de su caballo y blandiendo el sjambok. Dirk desapareció en la esquina de la casa. Cuando Sean recuperó el control sobre sí mismo y se sentó sobre la pared de la galería reventando de orgullo por su posesión, llegó Mbejane. Charlaron un rato y entonces el zulú se fue seguido de sus mujeres. Sean podía estar seguro de que construiría las casas en forma de panal de su kraal en la tierra más fértil de Lion Kop.

La última de la hilera de mujeres era la más joven y bonita. Balanceando el gran paquete que llevaba sobre la cabeza, con la espalda derecha y las nalgas desnudas, salvo por una tira de tela, se alejaba con una gracia real tan inconsciente que Sean inmediatamente se acordó de Ruth.

Su alegría se apagó. Se puso de pie y se alejó del viejo edificio. Sin Ruth dentro, esa casa no sería un hogar.

Se sentó solo sobre la loma del cerro. Volvió a acordarse de Ruth. Aquel lugar era tan parecido a su claro secreto. Excepto, por supuesto, que allí no había acacias.

Acacias —exclamó Ronny Pye, y miró a su hermana y cuñado—. Está plantando acacias.

—¿Para qué? —preguntó Dennis Petersen.

—Por la corteza, hombre, por la corteza. Hay una fortuna en eso. Veinte libras la tonelada.

—¿Y para qué la usan?

—El extracto lo usan para teñir cuero.

—Si es tan rentable, ¿por qué otros no han…? —comenzó Dennis.

Pero Ronny lo hizo callar impaciente.

—Yo lo he estudiado todo muy concienzudamente Lion Kop es el lugar ideal, alto y brumoso. El único lugar realmente bueno de la región, aparte de ése, es Mahobo Kloof Ranch y Theunis Kraal. Gracias a Dios que Mahobo Ranch te pertenece. Porque allí vamos a plantar nuestras acacias. —Miró a Dennis sin verlo y prosiguió—: He hablado con Jackson de la compañía de Natal. Nos venderá los vástagos en las mismas condiciones que le ha dado al desgraciado de Courtney, y nos comprará nuestra corteza, cada pedacito de ella a veinte libras la tonelada. He contratado a dos hombres para supervisar la plantación. El problema mayor serán los trabajadores. Sean ha contratado a todos los nativos de treinta kilómetros a la redonda. Tiene un ejército allí arriba. —Repentinamente se detuvo. Había visto la expresión de la cara de Dennis—. ¿Qué te pasa?

—Mahobo Kloof —gimió Dennis—. Oh, Dios. Oh, Dios mío.

—¿Qué quieres decir?

—Vino a verme la semana pasada. Sean… quería una opción de compra. Una opción por cinco años.

—No se la habrás dado —aulló Ronny.

—Me ofreció tres chelines por cada cuatro metros, o sea, seis veces lo que yo pagué. ¿Cómo podía negarme?

—Tonto. Maldito idiota. Dentro de cinco años esa tierra valdrá… —Ronny tragó saliva—. Por lo menos valdrá diez libras.

—Pero nadie me dijo nada. —Dennis emitió un grito de dolor viejo como el mundo por lo que podía haber sido, el lamento de los que nunca pudieron tener éxito.

—Nadie se lo dijo a Sean. —Audrey habló suavemente por primera vez y algo había en su voz que hizo que Ronny se volviera furioso hacia su hermosa hermana.

—Muy bien, todos sabemos lo que hubo entre tú y Sean. Pero no se quedó el tiempo suficiente como para que lo agarraras, ¿eh? —Ronny se detuvo y miró apenado a Dennis. Durante años, Audrey se había negado a perder toda esperanza acerca del regreso de Sean a Ladyburg, y finalmente había aceptado la persistente proposición de Dennis. Ahora Dennis tosía incómodo y se miraba las manos.

—Bueno, de todos modos —musitó—, Sean lo tiene y no hay nada que hacer ahora.

—No hay… demonios. —Ronny acercó una libreta y la abrió—. Así están las cosas. Ha pedido prestados los diez mil a su madre, ya sabes, el dinero que queríamos que invirtiera en el contrato con Burley. —Todos recordaban algo avergonzados el contrato Burley. Ronny se apresuró—. Ya ha pedido otras cinco mil a la Compañía de Acacias de Natal. Se le escapó a Jackson. —Ronny siguió con sus cálculos—. El señor Sean Courtney ha estirado la soga todo lo que podía sin romperla. Un solo resbalón, sólo uno y «crac». —Con la mano hizo un gesto como de cortar algo—. Podemos esperar.

Eligió un cigarro de la caja de cuero que había reemplazado a la de plata y lo encendió antes de volver a hablar.

—De paso, ¿sabíais que aún no le han dado de baja en el Ejército? Por los resultados obtenidos, esta guerra va a necesitar buenos soldados. Su pierna parece estar perfectamente bien. Quizá una sugerencia en el oído correcto, alguna pequeña presión en otro… —Ronny sonreía abiertamente ahora. El cigarro tenía un gusto delicioso.