La oscuridad retrocedió. Cada minuto ampliaba el alcance de su vista. Ahora se notaba el armazón superior del puente, un gran diseño geométrico contra la oscura masa de las colinas. Luego pudieron distinguir los dibujos de los arbustos contra el césped claro y la roca. La nueva luz distorsionaba las distancias hacía que los montes parecieran más lejanos y los despojaba de su hostilidad. Una bandada de airones voló en formación sobre el río, lo suficientemente alto como para que les diera el sol; parecían pájaros de oro brillante, resplandecientes en un mundo de sombras. Y la aurora trajo un frío viento cuyo sonido al rozar el pasto se unía al murmullo del río.

Luego el sol alumbró las alturas como si quisiera bendecir al ejército de la República. La niebla de las hondonadas se deshizo en agonía ante su calor, se levantó con el viento y desapareció.

El borde del sol empujó sobre el borde de la tierra, y el día llegó brillante y limpio por la acción del rocío.

Con los prismáticos, Sean estudió la cima de los montes. A unos trescientos metros había trazas de humo, señal de que el ejército bóer desayunaba café.

—¿Crees que nos descubrirán? —preguntó Saul.

Sean sacudió la cabeza sin soltar los gemelos. Dos Pequeños arbustos y la fina cortina de hierbas que habían hecho durante la noche los ocultaban perfectamente.

—¿Estás seguro de que te encuentras bien? —preguntó nuevamente Saul. Por su expresión, Sean pareció sufrir algún dolor.

—Dolores de estómago —gruñó Sean. «Que empiece pronto, oh, por favor, que empiece. La espera es lo peor».

Entonces la tierra tembló bajo su pecho, una débil vibración y Sean sintió que el alivio lo invadía.

—Aquí vienen los cañones —dijo, y ocultándose tras uno de los arbustos se puso de pie y miró.

Los cañones estaban entrando en acción en una columna de a uno en fondo, separados a intervalos regulares. Se acercaban rápido, todavía pequeños por la distancia, pero crecían a medida que los artilleros, que iban montados a horcajadas en los caballos de arrastre los azuzaban. Cada vez estaban más cerca, y Sean alcanzaba a ver ya los brazos subiendo y bajando el látigo, oyó el estruendo y el retumbar de los carros y el eco de los gritos de los artilleros.

Dieciséis cañones, ciento cincuenta caballos para arrastrarlos y cien hombres para atenderlos. Pero en la inmensidad de la gran llanura que se extendía frente a Colenso, la columna parecía pequeña e insignificante. Sean miró más atrás y vio a la infantería que los seguía. Línea tras línea, como los postes de una cerca, miles de soldados cubrían la llanura. Sean sintió que la vieja y conocida sensación de lucha iba a comenzar. Sabía que el ejército estaba centrado en la línea de marcas puestas por Saul y él la noche anterior, y que ellos serían los primeros en cruzar el puente, los primeros de esos miles.

Pero era una exaltación diferente de la que había experimentado hasta entonces. Era más aguda, condimentada con la pimienta del miedo. Así que por primera vez en su vida, Sean se dio cuenta de que el miedo podía ser una sensación placentera.

Miró a hombres y armas evolucionar sobre la mesa de juego marrón, las fichas tiradas al azar, para ganarlas o perderlas irremediablemente según los dados de la guerra. También sabía que él era una de esas fichas, y ese descubrimiento lo hacía temer y sentir extrañamente alegre.

La artillería estaba cerca. Percibía claramente el griterío, distinguía las facciones de los hombres e incluso reconocía sus propios sentimientos en sus caras. Estaban cerca, quizá demasiado. Inseguro, Sean miró nuevamente las colinas prohibidas situadas más allá del río y calculó la distancia. Quizá estaban a unos doscientos metros, a tiro de rifle largo. Y seguían avanzando.

—Jesús, ¿es que están locos?

—Deben de estar a punto de detenerse ya. —Saul también había notado el peligro—. No pueden acercarse más.

Pero seguían acercándose. El sonido de su avance era como un trueno lejano; el polvo se levantaba a regañadientes de la tierra mojada por el rocío; los caballos echaban espuma por la boca mientras se esforzaban por avanzar sobre las huellas.

—Ahora están a tiro. ¡Tienen que detenerse! —gritó Sean.

Finalmente la columna se abrió en abanico, los cañones alternadamente iban hacia la izquierda o hacia la derecha, aún a pleno galope, poniéndose frente a los rifles bóers que los aguardaban.

—¡Dios mío, Dios mío! —Sean musitó con voz torturada la blasfemia mientras observaba—. Va a haber una matanza.

Los artilleros se ponían de pie en los estribos, inclinados hacia atrás para inspeccionar los cerros. Los capitanes de artilleros saltaban de las monturas, dejándolas en libertad mientras ellos corrían con el fin de empezar a despejar y a apuntar.

En ese momento en que los hombres indefensos se amontonaban sobre los cañones, levantando la mira para apuntar a la cima de las colinas, mientras los caballos aún retrocedían y relinchaban excitados, antes de poder descargar y apilar las municiones al lado de las piezas, en ese momento abrieron fuego los rifles bóers, todos a la vez. Fue un sonido carente de violencia, extrañamente ajeno a la guerra, apagado por la distancia hasta parecer fuegos artificiales. Al principio no se vio el efecto. La vegetación era demasiado espesa como para mostrar dónde habían caído los proyectiles, y el polvo demasiado perezoso, a causa del rocío, como para saltar marcando los tiros.

Entonces un caballo fue alcanzado y cayó pateando,

arrastrando consigo a su compañero. Dos hombres corrieron a desensillarlo, pero uno nunca llegó a destino De improviso se sentó en el césped con la cabeza inclinada. Cayeron dos caballos más, otro retrocedió y se encabritó piafando enloquecido en el aire, con una pata colgando de donde un proyectil había roto el hueso encima de la rodilla.

—¡Váyanse! —aullaba Sean—. Retrocedan mientras haya tiempo. —Pero su voz no llegaba hasta los artilleros, no podía llegar por encima del griterío y los relinchos de terror de los caballos heridos.

Ahora había un nuevo sonido que Sean no pudo identificar, un sonido como el producido por el granizo al caer sobre un techo de lata, primero aislado pero luego más frecuente, hasta dar la impresión de que cien" martillos golpeaban juntos con ritmo extraño, y se dio cuenta de que era el ruido de los proyectiles sobre el metal de los cañones.

Vio caer a un artillero hacia delante y atascar la recámara del cañón hasta que lo arrastraron; un cargador que dejaba caer la bala que llevaba, tropezaba con ella, se le doblaban las piernas hasta desplomarse y quedar quieto; un caballo que se había soltado y galopaba por la llanura arrastrando una maraña de arneses tras él; una bandada de gansos salvajes que levantó el vuelo del césped cerca de las baterías y dio una vuelta sobre el río antes de volver a cobijarse; y detrás de la artillería, la infantería en extensas líneas avanzaba plácidamente hacia el montón de casas vacías que constituían el pueblo de Colenso.

Entonces, con un golpe que hizo temblar la tierra, y con dieciséis largos penachos de humo azul, los cañones entraron en acción.

Sean enfocó los prismáticos hacia el borde, a tiempo para ver estallar las primeras cargas de la cima. Los horrendos pimpollos de emanaciones de lidita, de color verde amarillento, se abrieron rápidamente al sol, luego se elevaron, espesos como aceite, hacia el cielo.

Volvieron a tirar los cañones repetidamente, cada tiro más cercano al anterior hasta producirse un tableteo continuo, hasta que el rígido borde del risco estuvo borroso e indefinible en medio del polvo y las emanaciones de lidita. También había humo, una fina niebla gris que se alojaba compacta, sobre las cimas, el humo de miles de rifles.

Rápidamente, Sean colocó la mira posterior de su rifle Lee-Metford a unos novecientos metros, se apoyó en los codos, encogiéndose sobre el rifle, y comenzó a tirar a ciegas al humo que veía en lo alto. A su lado, Saul también tiraba.

Sean vació dos veces el cargador. Antes de volver a mirar los cañones se había calmado el ritmo del fuego. La mayoría de los caballos yacía en el suelo. Había hombres muertos colgados de los cañones, otros malheridos, se ocultaban detrás de las cabalgaduras. Donde antes hacían falta seis hombres para cada cañón, ahora bastaban cuatro, y a veces tres, para llevar la munición, cargar y disparar.

—Los tontos, los muy tontos —dijo Sean en voz baja, y volvió a disparar, concentrando toda su atención en la rutina de llevar atrás el proyectil, deslizarlo hacia delante, apuntar dentro de la niebla de humo y disparar. No contó los tiros, y cada vez que se vaciaba el arma buscaba otro cargador en la bandolera. Ahora había comenzado a transpirar, notaba cómo le goteaban las axilas, le zumbaban los oídos a causa del golpeteo del rifle y le palpitaba el hombro.

Gradualmente lo fue invadiendo una sensación de irrealidad producida por el clamor de las armas y el olor a pólvora quemada. Parecía que iba a pasar toda la vida allí tirado disparándole al aire, disparándole al humo. Luego la realidad se escapó aún más de modo que toda la existencia se resumía en el punto de mira del rifle, lo único sólido en medio de la niebla. Y la niebla no tenía forma. En los oídos le pesaba el vasto silencio zumbante que ahogaba todos los demás sonidos de la batalla. Estaba solo y tranquilo, pesado y atontado por el hipnótico movimiento del humo y el acto repetido de cargar y disparar.

De repente, todo cambió. Por encima de ellos pasó algo parecido al agitar de inmensas alas, luego un Crujido como si Satanás hubiera cerrado la puerta del infierno. Sobresaltado miró hacia arriba y vio una bola de un blanco resplandeciente en el aire, sobre los cañones, girando y extendiéndose, creciendo en el cielo como una flor.

—Qué…

—Metralla —gruñó Saul—. Ahora ya están listos. Entonces se oyó otro crujido, y otro más, mientras los Nordenfeldts de los bóers plantaban sus flores de algodón de humo sobre la llanura, destrozando los cañones y a los hombres que aún los disparaban, con una zumbante y siseante tormenta de acero.

Luego se oyeron voces. Ininteligibles y confusas por la metralla. Sean tardó en reconocerlas. Se había olvidado de la infantería.

—Ciérrense allí.

—A la derecha. Mantengan las filas.

—No corran. Firmes. No corran.

Las largas filas de hombres avanzaban mientras se hinchaban y se atrasaban y volvían a enderezarse según ordenaban los oficiales, a espacios regulares, con dificultad y silenciosos, con los rifles cruzados en el pecho; pasaron también los cañones. Detrás dejaron bultos caquis yaciendo sobre la llanura, algunos de los bultos estaban quietos y otros se retorcían y gemían. Cuando se producían claros en las líneas, éstos eran rápidamente llenados al son de: Ciérrense. Ciérrense en el flanco.

—Se dirigen al puente del ferrocarril. —Sean sintió la primera advertencia de desastre—. ¿No saben acaso que lo han destruido?

—Tenemos que detenerlos, —Saul se puso de pie al lado de Sean.

—¿Porqué esos tontos no siguieron nuestras marcas? —Sean gritó enfurecido una pregunta que no podía tener respuesta. Lo hizo para ganar tiempo, para posponer el momento en que debería dejar el débil refugio del césped y salir a campo abierto donde los máuseres barrían el suelo. El miedo volvió a invadir a Sean. No quería ir.

—Vamos, Sean, debemos detenerlos. —Y Saul comenzó a correr. Parecía un delgado monito, avanzando en zigzag hacia las filas de infantería. Sean contuvo el aliento y luego lo siguió…

Unos veinte metros por delante de la primera fila de infantería, con una espada en la mano y pisando fuerte con sus largas piernas, venía un oficial.

—¡Eh, usted! —le gritó Sean, agitando el sombrero para llamarle la atención. Tuvo éxito. El oficial lo miró con brillantes ojos azules como un par de bayonetas y retorció las puntas engominadas de sus bigotes. Se adelantó hacia Saul y Sean.

—¡Van hacia el puente equivocado! —le gritó Sean, con la voz en un tono muy agudo debido a la excitación—. Han volado el puente del ferrocarril, nunca podrán cruzar por allí.

El oficial los alcanzó y controló sus zancadas.

—¿Y quién demonios son ustedes, si no es mucho preguntar?

—Somos los guías… —comenzó a decir Sean, luego saltó en el aire al incrustarse un proyectil en la tierra al lado de su pie—. Y tire esa maldita espada, tendrá a todos los bóers del Tugela compitiendo por cazarlo.

El oficial, un coronel a juzgar por sus insignias,

frunció el ceño.

—Sargento, la correcta forma de dirigirse…

—¡Al diablo! —rugió Sean—. Haga girar su vanguardia hacia el puente del camino. —Mostró agitado la superestructura de metal del puente que se veía a la izquierda a través de los árboles desgajados—. Si sigue por este lado van a cortarlo en pedacitos.

El coronel traspasó a Sean un minuto más con sus ojos de bayoneta, luego se llevó un silbato de plata a los labios y emitió un penetrante toque.

—¡Cúbranse! —gritó—. ¡Cúbranse!

E inmediatamente la primera fila se echó al suelo.

Detrás las otras filas perdieron su rigidez al dudar los hombres.

—Vayan a la ciudad —gritó una voz—. Cúbranse en los edificios. —Y rompieron filas y corrieron. Eran mil hombres, empujándose unos a otros, corriendo hacia la seguridad de las casas de Colenso, desbordándose en la única calle, zambulléndose en puertas y ventanas.

En treinta segundos todos se habían cubierto.

—Y ahora, de qué se trata todo esto —exigió el coronel, volviéndose hacia Sean. Impaciente, Sean volvió a contar su historia, allí de pie en campo abierto y totalmente consciente de que por ausencia de otros blancos los bóers estaban tomando un interés muy activo en ellos.

—¿Está usted seguro?

—¡Maldición! Por supuesto que estoy seguro. El puente está destrozado y han roto todas las cercas de alambre tejido y las han echado al río. Nunca cruzará por allí.

—Sígame. —El coronel se dirigió al edificio más cercano y Sean caminó a su lado. Más tarde nunca logró averiguar cómo se las había arreglado para no correr esos cien metros.

—Por el amor de Dios, esconda esa espada —le rogó al coronel mientras caminaban acompañados del aleteo y golpeteo de los proyectiles a su alrededor.

—¿Nervioso, sargento? —Y por primera vez el coronel sonrió.

—Ya lo creo que lo estoy.

—Yo también. Pero no serviría de nada que los hombres se dieran cuenta, ¿no es así? —Enderezó la vaina sobre las caderas y volvió a colocar la espada en ella—. ¿Cómo se llama, sargento?

—Sean Courtney, Cuerpo de Guías de Natal. ¿Y usted? —Sean se agachó instintivamente cuando silbó un proyectil cerca de su cabeza. Y el coronel volvió a sonreír ante el trato familiar.

—Acheson. John Acheson. Segundo batallón. Fusileros escoceses.

Y llegaron al edificio. No pudiéndose dominarse más, Sean se zambulló agradecido a través de la puerta de la cocina y encontró a Saul dentro. Este le alcanzó a Sean un cigarro y se lo encendió.

—Estos escoceses chiflados —observó—. Y tú estás tan loco como él, paseándote en medio de una batalla.

—Bien, Courtney. —Acheson entró tras él en la cocina—, revisemos la situación.

Escuchó atentamente mientras Sean se explicaba con todo detalle. Tenía que gritar para levantar la voz sobre el silbido y crujido de la artillería bóer y el rugido de mil rifles Lee-Metford que contestaban desde las ventanas y puertas del pueblo. Alrededor de ellos la cocina estaba siendo convertida en un dispensario y los gemidos y quejidos de los heridos se agregaban al alboroto de la batalla.

Una vez que Sean hubo terminado, Acheson se volvió y se dirigió a la ventana. Miró hacia las vías del ferrocarril, donde se hallaban los cañones. Estaban dispuestos en perfecta formación de plaza de armas. Pero ahora guardaban silencio. Escurriéndose hacia el refugio de una profunda hondonada de la retaguardia, los artilleros supervivientes arrastraban con ellos a sus heridos.

—Pobres desgraciados musitó Sean al ver morir a uno de los artilleros que se retiraba; había recibido un tiro en la cabeza y su casco fue despedido dando vueltas hacia arriba en una pequeña nube de sangre.

La visión pareció despertar a Acheson también.

—Muy bien —dijo Avanzaremos hacia el puente del camino. Vamos, Courtney.

Detrás de ellos alguien gritó y Sean lo oyó caer, pero no se volvió. Miraba fijamente el puente situado delante de él. Aunque sus piernas se movían mecánicamente, le parecía que no se acercaba. Los árboles espinosos que había junto al río eran más tupidos y proporcionaban cierta protección contra los despiadados tiradores de la otra orilla.

Sin embargo, los hombres caían continuamente y la metralla crujía por encima de ellos.

—Crucemos. A ver quién tiene los mejores asientos al otro lado —gritó Saul junto a él.

—Vamos entonces —dijo Sean, y corrieron juntos. Llegaron al puente los primeros, con Acheson justo detrás. Los proyectiles dejaban brillantes marcas sobre el metal pintado de gris y luego, de pronto, milagrosamente, estaban al otro lado. Habían cruzado el Tugela.

Vieron una zanja de desagüe junto al camino y se zambulleron en ella, los dos tragando aire. Sean miró hacia atrás. Sobre el puente se volcaba una masa caqui que había perdido ya todo parecido con el orden al meterse en el cuello de botella, y el fuego de los bóers se volvía sobre ellos.

Una vez que cruzaron, los primeros se desparramaron a lo largo del río, agachados debajo del saliente de la orilla, mientras detrás seguía la matanza del puente. Hombres que maldecían y corrían enfurecidos, asustados, luchando entre ellos y muriendo.

—Es un sangriento matadero. —Sean observaba espantado. Los muertos y los heridos caían por encima de la baranda de protección haciendo saltar las marrones aguas del Tugela para hundirse o tratar de salir torpemente hacia las orillas. Pero una continua oleada de hombres llegaba a cruzar y se metía en los dos canales de desagüe y debajo del ángulo de la orilla.

Claramente veía Sean que el ataque perdía ímpetu. Al saltar los hombres dentro de los desagües les veía en las caras y en la manera en que se aplastaban contra el suelo que habían perdido todo el gusto del ataque. La odisea del puente había acabado con la disciplina que los había mantenido unidos hasta ese momento en ordenadas filas; los oficiales y los soldados estaban totalmente mezclados en una masa cansada y muy asustada. No había contacto entre los distintos grupos de los desagües y los que se encontraban a la vera del río, e incluso ya casi no había lugar para proteger a los hombres que estaban cruzando. El fuego de las posiciones bóers no decaía, y ahora el puente estaba bloqueado con los cuerpos de los caídos, así que cada nueva oleada de hombres se veía obligada a trepar sobre ellos, pisando a muertos y a heridos por igual, mientras la andanada de disparos de los bóers los azotaba como lluvia furiosa.

La sangre brillante y fresca se escurría por los puntales del puente en espantoso contraste con la pintura gris, y la superficie del río estaba manchada con una nube marrón chocolate que se extendía lentamente río abajo. Aquí y allí una voz desesperada se elevaba para incitar a los hombres por encima del griterío incoherente y los quejidos.

—Aquí el 21f. Junto a mí el 21.

—Fuego libre. A los montes. Diez andanadas. —¡Camillero!

—Bill. ¿Dónde estás, Bill?

—¡Dios mío! ¡Cristo!

—Arriba, hombres. ¡Arriba!

—Aquí el 21.1. Calen las bayonetas.

Algunos estaban con los hombres y la cabeza fuera de los desagües devolviendo el fuego bóer, otros ya estaban bebiendo de sus cantimploras. Un sargento luchaba con el rifle trabado y juraba suavemente sin levantar la vista, mientras que a su lado había un hombre sentado con la espalda apoyada contra la pared del terraplén, con las piernas abiertas, mirando salir la sangre de la herida de su vientre.

Sean se puso de pie y sintió el viento de un proyectil contra su mejilla, mientras que en el estómago el delgado reptil del miedo se enroscaba aún más. Entonces trepó la pared del desagüe.

—¡Vamos! —gritó, y comenzó a correr hacia los cerros. Allí era campo abierto, como un prado, y delante de él había una vieja cerca de alambre tejido curvada sobre postes podridos. Llegó hasta allí, levantó un pie y golpeó con el tacón. El poste se aplastó contra el suelo y cayó el alambre. Saltó.

—No nos siguen —gritó Saul a su lado, y Sean se paró. Los dos estaban solos en medio del campo y los rifles bóers los buscaban ansiosamente.

—¡Corre, Saul! —gritó Sean, y se quitó el sombrero—. Vengan, desgraciados. —Hizo señas a los hombres, situados detrás de él.

Un proyectil erró por tan poco que se tambaleó a causa del viento que produjo al pasar.

—¡Por aquí! ¡Sígannos! ¡Vamos! —Saul no lo abandonaba. Estaba bailando de excitación y agitaba los brazos.

—Vuelvan. —La voz de Acheson les llegó como flotando. Estaba desprotegido de la cintura para arriba, de pie en la zanja—. ¡Vuelva, Courtney!

El ataque había terminado. Sean lo supo en ese momento y también comprendió la inteligente decisión de Acheson. Avanzar más en campo abierto era un suicidio. La resolución que lo había llevado hasta allí se derrumbó y el terror se desató. Corrió ciegamente, sollozando, inclinándose hacia adelante, con los brazos acompañando el ritmo de sus pies que volaban de miedo.

Repentinamente, Saul fue alcanzado detrás de Sean.

El tiro le dio en la cabeza, lo tiró hacia delante. El rifle se le escapó de las manos; él gritó roncamente de sorpresa y dolor mientras caía resbalando sobre su vientre. Y Sean siguió corriendo.

—¡Sean! —la voz de Saul abandonado detrás.

—¡Sean! —un grito de espantosa necesidad y Sean cerró su mente a la súplica y siguió corriendo hacia la protección de la zanja.

—¡Sean, por favor! —y éste se detuvo, y quedó indeciso con los máuseres ladrando encima y los proyectiles arañando el césped a su alrededor.

«Déjalo —chirriaba el terror de Sean—. Déjalo. ¡Corre! ¡Corre!»

Saul se arrastró hacia él, con sangre en la cara y los ojos pegados a la cara de Sean.

—¡Sean!

«Déjalo. Déjalo».

Pero en esa lastimosa cara manchada de sangre había esperanza, y los dedos de las manos de Saul se enredaban en las raíces del césped al arrastrarse hacia adelante.

No tenía ningún fundamento. Pero Sean volvió a buscarlo.

Debajo del aguijón del miedo, Sean encontró fuerzas para levantarlo y correr con él.

Odiándolo como nunca había odiado antes, Sean se abalanzó hacia la zanja llevando a Saul. La aceleración de su cerebro detenía el paso del tiempo de manera que le parecía que corría desde hacía horas.

—¡Maldito seas! —le dijo a Saul, odiándolo, las palabras le salían de la boca con facilidad, en una inarticulada expresión de terror.

De repente la tierra cedió bajo sus pies y cayó. Juntos se desplomaron dentro de la zanja y Sean se separó de Saul. Se quedó boca abajo apretando la cara contra la tierra y temblando como un hombre con mucha fiebre.

Lentamente volvió del lejano lugar adonde el miedo lo había llevado y levantó la cabeza.

Saul estaba sentado contra la orilla del desagüe. La cara con manchurrones, mezcla de tierra y sangre.

—¿Cómo estamos? —graznó Sean y Saul lo miró aturdido. Había mucha luz y hacía calor en el sol. Sean destapó su cantimplora y la llevó a los labios de Saul. Saul tragó penosamente y se derramó agua por el costado de la boca, por la' barbilla y sobre la chaqueta.

Entonces bebió Sean y terminó jadeando con placer.

Veamos tu cabeza.

Le quitó el sombrero y la sangre que se había acumulado alrededor del tafilete se derramó fresca por el cuello. Separando el negro cabello empapado, Sean encontró la herida en el cuero cabelludo.

—Te rozó —dijo y buscó el vendaje de urgencia en el bolsillo de la chaqueta de Saul. Mientras ataba un peculiar turbante alrededor de la cabeza de Saul notó la extraña quietud que había caído sobre el campo, una quietud acentuada, más que rota, por el murmullo de las voces de los hombres que lo rodeaban y de vez en cuando por el sonido de un rifle en lo alto.

La batalla había terminado. «Al fin cruzamos el río —pensó amargamente—. El único problema que nos queda es volver».

¿Cómo estás? Había empapado su pañuelo y limpiado algo de la suciedad y la sangre del rostro de Saul.

—Gracias, Sean. —De repente, Sean notó que los ojos de Saul estaban llenos de lágrimas y se sintió incómodo. Desvió la mirada.

—Gracias… por volver a buscarme.

—Olvídate de eso.

—Nunca lo olvidaré. Nunca mientras viva.

—Tú hubieras hecho lo mismo.

—No. No lo creo. No hubiera podido. Estaba tan asustado, tenía tanto miedo… Nunca lo sabrás, Sean. Nunca sabrás lo que es tener miedo.

—Olvídalo, Saul. Déjalo ya.

—Tengo que decírtelo. Te lo debo, de ahora en adelante, te lo debo… Si no hubieras vuelto por mí yo estaría… todavía estaría allí. Te lo debo.

—Cállate, ¡maldito seas! —Vio que los ojos de Saul habían cambiado, las pupilas se habían reducido a pequeños puntitos negros y estaba sacudiendo la cabeza sin sentido y maquinalmente. El proyectil había producido una conmoción. Pero esto no calmó la rabia de Sean—. Cállate —gritó—. ¿Crees que no sé lo que es el miedo? Estaba tan asustado allí afuera que te odié. ¿Me oyes? ¡Te odié!

Luego la voz de Sean se suavizó. Tenía que contarlo para justificarse y ubicarlo firmemente dentro del esquema de las cosas.

De repente se sintió muy viejo y muy sabio. En las manos tenía la llave de todo el misterio de la vida. Todo estaba tan claro… por primera vez lo comprendía y podía explicarlo.

Estaban sentados juntos al sol, lejos de los hombres que los rodeaban, y la voz de Sean bajó hasta convertirse en un urgente murmullo mientras trataba de pasarle esa sabiduría que comprendía toda la verdad.

Cerca de ellos yacía un cabo de fusileros. Estaba boca arriba, muerto, y las moscas se posaban sobre sus ojos dejando huevos. Parecían pequeños granos de arroz incrustados en las pestañas alrededor de sus abiertos ojos muertos.

Saul se apoyaba pesadamente sobre el hombro de Sean, de vez en cuando movía confuso la cabeza mientras lo escuchaba. Escuchaba la voz de Sean tropezando y tambaleándose; y luego apresurándose según sus ideas se formaban o perdía el hilo, percibió la desesperación encerrada en la voz de Sean mientras éste trataba de retener sólo unas migajas de la sabiduría que había sido suya unos momentos antes. La oyó decaer hasta callar dolorido al darse cuenta de que la había perdido.

—No sé —admitió finalmente Sean.

Entonces habló Saul, con voz torpe, y sus ojos no podían enfocar correctamente mientras trataba de mirar a Sean por debajo del turbante manchado de sangre.

—Ruth —dijo—. Tú hablas como Ruth. A veces, las noches que no puede dormir trata de explicarme cosas. Cuando estoy a punto de comprender lo que me quiere decir, se detiene. «No sé», me dice finalmente. «En realidad, no lo sé».

Sean se apartó de él y lo miró a la cara.

—¿Ruth? —le preguntó lentamente.

—Ruth, mi mujer. Te gustará, Sean, a ella también le gustarás. Es muy valiente, vino a través de las líneas bóers para estar junto a mí. Todo el viaje, desde Pretoria, cabalgando sola. Vino para estar junto a mí. No me lo creía. Todo ese viaje. De repente un día entró. Cuando la conozcas, Sean… Es tan bonita, tan serena…

En octubre, cuando llegan los fuertes vientos, llegan un día de calma. Hace un tiempo caluroso y seco durante un mes quizá, y luego se los oye llegar desde lejos, rugiendo suavemente. El rugido aumenta con rapidez, el polvo corre rápido en el viento y los árboles se apartan de él, doblando y haciendo crujir las ramas. Lo ves venir, pero tus preparativos no sirven para nada cuando llega. El gran rugido y el polvo te envuelven y quedas paralizado y ciego a causa de su violencia.

Igualmente Sean la veía venir, la reconocía como la rabia asesina que días antes casi había matado a un hombre, pero aun así le resultó imposible prepararse. Y entonces ya se le había abalanzado, y el rugido le llenaba la cabeza y le estrechaba la visión dejándole ver solamente la cara de Saul Friedman. La cara estaba de perfil porque Saul estaba mirando a las líneas inglesas del otro lado de la llanura de Colenso.

Sean levantó el rifle del cabo muerto y lo puso sobre su regazo. Con el pulgar corrió el seguro, pero Saul no se dio cuenta.

—Está en Pietermaritzburg. Recibí carta suya la semana pasada —murmuró, y Sean movió el rifle de modo que el cañón apuntara al costado de Saul, debajo de la axila—. Yo le dije que fuera a Pietermaritzburg. Está con un tío. —Saul levantó la mano y se tocó la cabeza. Sean envolvió el gatillo con el dedo—. Quisiera que la conocieras, Sean. Le gustarás. —Ahora miraba a Sean a la cara, y había una confianza patética en su mirada—. Cuando le escriba voy a contarle lo que ha pasado hoy, lo que hiciste.

Sean corrió el gatillo hasta que llegó al resorte final.

—Los dos te debemos… —Saul se detuvo y sonrió tímidamente—. Sólo quiero que sepas que nunca lo olvidaré.

«Mátalo —rugía el cerebro de Sean—. Mátalo ya, rápido, no lo dejes hablar».

Era la primera orden consciente que había dado su instinto.

«¡Ahora! ¡Hazlo ahora! Pero el dedo que empujaba el gatillo se aflojó.

«Es lo único que te separa de Ruth. Hazlo. Hazlo ahora. El rugido de su cerebro se debilitó. El gran viento había pasado y lo oía alejarse. Levantó el rifle y lentamente le puso el seguro.

En la quietud que siguió al viento supo repentinamente que a partir de entonces Saul Friedman estaba bajo su especial cuidado. Al haber estado tan cerca de quitarle la vida, su seguridad se había convertido en una deuda de honor.

Dejó a un lado el rifle y cerró los ojos cansado.

—Más vale que pensemos en cómo salir de aquí —dijo en voz baja—. Si no nunca podré llegar a conocer a esa belleza tuya.

—Hart se ha metido en un buen lío. —La voz del general Redvers Buller igualaba la pomposa majestad de su estómago al inclinarse hacia atrás sosteniendo el peso del catalejo que se llevaba a los ojos—. ¿Qué cree usted, Courtney?

—Bueno, evidentemente no ha alcanzado su objetivo, señor. Parece que lo tienen rodeado en la curva del río —asintió Garry.

—¡Maldito sea! Mis órdenes fueron bien claras —gruñó Buller—. ¿Qué cree usted que ha pasado con los cañones? ¿Ve algo allí?

Todos los catalejos del grupo de oficiales giraron hacia el centro, hacia los techos de hierro acanalado de Colenso que se entreveían a través de los árboles rotos, semiocultos por el polvo y el humo.

—No puedo… —comenzó a decir Garry, luego saltó sin poderse controlar cuando el cañón de la Marina 47 rugió con estruendo desde su sitio a un lado del estado mayor. Cada vez que lo habían disparado, y durante toda la mañana, Garry había saltado. «Si por lo menos pudiera saber cuándo iban a disparar», pensó al saltar nuevamente por otro tiro.

—No los están usando —intervino uno de los oficiales del estado mayor, y Garry le envidió la compostura y la calma en la voz. Sus propias manos temblaban de tal modo que debía agarrar con toda su fuerza los prismáticos para mantenerlos enfocando al pueblo. Cada vez que el cañón de la Marina disparaba el polvo del retroceso se depositaba sobre ellos; también el sol quemaba y tenía sed. Pensó en el frasco que guardaba en su montura y el siguiente estruendo lo tomó completamente desprevenido. Esta vez los dos pies dejaron el suelo.

—¿Está de acuerdo, Courtney? —Era la voz de Buller, pero él no había oído la pregunta.

—Ciertamente, señor.

—Bien. —El general se volvió hacia su asistente—. Envíe un jinete hasta donde está Hart. Dígale que salga de allí antes de que destrocen su fuerza. Lo más rápido posible, Clery.

En ese momento, Garry realizó un descubrimiento extraordinario. Detrás de la máscara inescrutable de la cara, con su magnífico bigote plateado, detrás de los saltones ojos inexpresivos, el general Redvers Buller estaba tan agitado e inseguro como él, como Garry Courtney. Sus continuas solicitudes de apoyo a Garry se lo confirmaron. Por supuesto, Garry no tomó en cuenta la otra razón por la que Buller se dirigía a él y no a sus oficiales auxiliares, o sea que él era el único en quien Buller podía confiar para que no preguntara nada.

—Esto en cuanto al flanco izquierdo. —Buller estaba claramente aliviado por su decisión mientras buscaba por la derecha, fijando en su catalejo la redonda cima del promontorio de Hlangwane—. Dundonald parece sostener su flanco. —Un poco antes había habido tiros aislados de rifle y de cañón por el lado derecho. Ahora todo estaba en silencio.

—Pero en el centro… —Como si hubiera estado retrasando el momento, Buller finalmente volvió su atención hacia el holocausto de polvo, llamas y metralla que envolvía Colenso.

—Venga. —Cerró de un golpe su catalejo—. Más vale que nos acerquemos a echar un vistazo a lo ocurrido allí. —Y condujo al estado mayor hacia los caballos. Cuidando de que nadie usurpara su lugar a la derecha del general, Garry cojeó a su lado.

En el cuartel general de la brigada de Littelton, ubicado en una honda falla del terreno, a unos ochocientos metros de los primeros edificios de la ciudad, Buller tardó medio minuto en descubrir qué había ocurrido. Se espantó.

—Conservamos la ciudad, señor. Y tres compañías avanzaron sobre el puente del camino y lo tomaron Pero no esperamos poder mantener la posición. He enviado a un mensajero ordenándoles retirarse al pueblo.

—¿Y por qué no disparan los cañones? ¿Qué le ha ocurrido al coronel Long?

—Han silenciado los cañones. Long está malherido.

Mientras Buller permanecía sobre su caballo, digiriendo las noticias lentamente, un sargento de la artillería de Transvaal Staats accionó el mecanismo de su cañón Nordenfeldt y disparó el tiro que convirtió un revés británico en una resonante derrota que daría la vuelta al mundo.

De la rocosa agrupación de cerros del flanco norte partió el tiro en un arco hacia arriba; pasó por encima del río teñido de marrón por la metralla, municiones de corto alcance y sangre; muy por encima de la artillería abandonada atendida solamente por cadáveres, crujiendo sobre las cabezas de los artilleros supervivientes obligándolos a agacharse junto con sus heridos, haciéndolos hundirse en la tierra como las mil veces anteriores, precipitándose al descender sobre la ciudad de Colenso, donde hombres cansados esperaban; bajando sobre los árboles rotos, las flores y la hierba marrón, sobre la pradera sembrada de hombres muertos; cayendo finalmente en medio de un inmenso surtidor de humo y polvo en el centro del estado mayor del general Buller.

El caballo se derrumbó bajo Garry, muerto instantáneamente, apresándole la pierna de tal modo que si hubiera sido de carne y hueso en lugar de madera se la hubiera hecho papilla. Sintió la sangre que le empapaba la chaqueta y le salpicaba la cara y la boca.

—Me han herido. Ayúdenme. Ayúdame, Dios, estoy herido. —Y se revolvía y luchaba sobre el césped, limpiándose la sangre de la cara.

Unas manos bruscas liberaron su pierna y lo sacaron de debajo del caballo.

—No es su sangre. Usted está bien. No es su sangre, es la de él.

A cuatro patas, Garry miró horrorizado al cirujano mayor que estaba a su lado y que había recibido todo el impacto. La metralla lo había decapitado y la sangre todavía brotaba de su cuello como si fuera un caballo herido.

Alrededor de él, los hombres luchaban con los caballos espantados que retrocedían y relinchaban. Buller se encontraba doblado sobre la montura apretándose el costado del pecho.

—Señor, señor, ¿está usted bien? —El asistente sostenía las riendas y apaciguaba al caballo de Buller. Dos oficiales lo ayudaron a descender. De pie entre los dos, con la cara contraída por el dolor, su voz temblaba ronca al hablar.

—¡Retirada, Littelton! Retirada en todo el frente.

—Señor —protestó el brigadier—. Tenemos la ciudad. Déjeme cubrir la artillería hasta el anochecer y entonces los recuperaremos…

—Maldición, Littelton. Ya me ha oído. Haga retroceder inmediatamente a su brigada. El ataque ha fracasado. —El aliento de Buller silbó en la garganta y siguió sosteniéndose el costado con ambas manos.

—Retirarse ahora producirá pérdidas aún mayores que las que tenemos. La artillería enemiga está a tiro…

—Retírelos, ¡me oye! —La voz de Buller se convirtió en un grito.

—Los cañones… —intentó nuevamente decir Littelton, pero ya Buller se había vuelto hacia su asistente.

—Envíen recado a lord Dundonald. Debe retroceder de inmediato. No tiene alternativa, debe retirar de inmediato sus fuerzas y retroceder. Díganle… díganle que el ataque ha fallado en el flanco izquierdo y en el centro, díganle que hemos perdido los cañones y que corre peligro de ser rodeado. Vaya. Y dése prisa.

Hubo un murmullo horrorizado entre los presentes al escuchar las órdenes. Implorantes, todos los ojos se volvieron a Littelton suplicándole en silencio su intervención, ya que era el oficial de más alto grado entre los presentes.

—General Buller —comenzó éste a decir suavemente, pero con tal urgencia en la voz que llamó incluso la atención embotada de Buller—. Por lo menos déjeme tratar de recuperar los cañones. No podemos abandonarlos. Déjeme buscar voluntarios…

—Yo iré, señor. Por favor, déjeme ir. —Un joven subalterno golpeó a Garry en el codo al avanzar ansiosamente. Garry sabía cómo se llamaba. Todos lo conocían, ya que, además de ser uno de los jóvenes más populares y prometedores a las órdenes de Buller, era también el único hijo del legendario lord Roberts.

Asistido por el ayudante, Buller se situó bajo la sombra de una mimosa y se apoyó pesadamente contra el tronco rugoso. Miró al joven Roberts, aturdido, sin interés aparente.

—Muy bien, Bobbie. Littelton le dará hombres. Vaya usted. —Pronunció su sentencia de muerte. Roberts rió excitado y alegre y corrió hacia su caballo.

—Creo que todos necesitamos un refrigerio. ¿Me acompañarán con un emparedado y un vaso de champaña, señores? —Buller hizo una seña a su ayudante, quien se apresuró a servir la comida y la bebida que llevaba en las alforjas. Un proyectil perdido estalló a veinte metros de ellos. Estoicamente Buller se sacudió una brizna de hierba seca del bigote y eligió un emparedado de salmón ahumado.

Sean se arrastró por la zanja hasta la orilla del río. Una granada estalló en el borde de la zanja y desparramó varios terrones de tierra sobre su espalda. Se detuvo para sacudirse un poco de hierba de los bigotes y siguió arrastrándose hacia donde se encontraba el coronel Acheson en cuclillas en animada conversación con un capitán de fusileros.

—Hola, coronel Acheson. No creo que vuelva a necesitarme, ¿verdad? —El capitán miró espantado ante la irrespetuosa manera de dirigirse al coronel, pero Acheson sonrió.

—Acaba de pasar un mensajero. Nos ordenan retirada.

—¡Qué lástima! —se lamentó sarcástico Sean—. Justo cuando estábamos a punto de acabar con los viejos bóers… —Los tres se agacharon mientras una ametralladora levantaba gruesos terrones de la orilla, encima de sus cabezas. Luego, Sean continuó donde lo habían interrumpido—. Bueno, en ese caso… lo dejaré.

—¿Adónde va? —preguntó sospechando el capitán.

—No voy a cruzar ese puente. —Sean se sacó la colilla del cigarro de la boca y señaló la gris estructura con sus horribles marcas de pintura fresca—. Llevo un herido. Nunca podrá pasar. ¿Tiene usted una cerilla?

Automáticamente el capitán sacó una caja de cerillas de cera del bolsillo.

—Gracias. Voy a nadar con él río abajo y a buscar un lugar mejor para cruzar. —Sean volvió a encender el cigarro, sopló el humo y devolvió las cerillas al capitán—. Encantado de haberlo conocido, coronel Acheson.

—Tiene usted permiso para abandonar las filas, Courtney. —Se miraron un minuto a los ojos y Sean sintió un poderoso deseo de estrecharle la mano, pero comenzó a arrastrarse nuevamente por la zanja.

—¡Courtney! —Sean se detuvo y miró por encima del hombro—. ¿Cómo se llama el otro guía?

—Friedman. Saul Friedman.

Acheson garabateó en su libreta y luego la volvió a colocar en el bolsillo.

—Va a tener noticias del día de hoy, buena suerte. —Igualmente, señor.

Sean cortó con la bayoneta una rama llena de hojas del árbol que colgaba sobre el río Tugela.

—Ven. —Y Saul se deslizó por la grasienta arcilla de la orilla hundiéndose hasta la cintura al lado de Sean—. Deja el rifle.

Obediente, Saul lo tiró al río.

—¿Para qué es el arbusto?

—Para taparnos las cabezas.

—¿Qué estamos esperando?

—Que Acheson cree un foco de atención cuando intente volver por el puente.

En ese momento se oyó un silbato en la orilla. Inmediatamente se escuchó el fragor de una estampida de rifles que cubría la retirada de un grupo de uniformes caqui que cruzaban el puente.

—Ahora —dijo Sean. Se hundieron juntos en el agua sangrienta, dejando sólo las cabezas camufladas con la rama sobre la superficie. Sean empujó despacio y la corriente los capturó. Al alejarse ninguno de los dos miró hacia atrás a la espantosa matanza del puente.

Veinte minutos después y cincuenta metros río abajo, Sean se dirigió a un costado cruzando hacia los restos del puente ferroviario que colgaba como un puente levadizo roto dentro del río. Ofrecía un acceso perfecto hacia el sur, y el terraplén del ferrocarril cubriría perfectamente su retirada a través de la llanura.

Los pies de Sean tocaron el barro del fondo, en seguida estarían bajo el puente hundido como un par de polluelos bajo el ala de la gallina. Entonces dejó que la rama flotara alejándose y arrastró a Saul entre las vías de metal hasta la orilla.

—Cinco minutos de descanso —le dijo, y se arrodilló a su lado para volver a vendarle la cabeza. De los empapados uniformes se escurría un agua fangosa y Sean lamentó la pérdida de los cigarros que tenía en el bolsillo de la chaqueta.

Había otra zanja que corría paralela al alto terraplén del ferrocarril. Sean empujó por ella a Saul, caminando encorvados y gritándole cada vez que quería enderezarse para aliviar su espalda dolorida. Una vez, alguno de los que estaban sobre los promontorios disparó un proyectil que fue a parar sobre la grava, cerca de la cabeza de Sean, y éste maldijo cansado, casi tocándose las rodillas con la nariz. Pero Saul no lo notó. Con las piernas flojas, se tambaleaba delante de Sean, hasta que finalmente cayó y quedó allí, con los brazos abiertos, como un montón de harapos en el fondo de la zanja.

Sean le dio un puntapié.

—Arriba, maldito seas.

—No, Ruth. Todavía no me despiertes. Hoy es domingo. No tengo que ir a trabajar. —Hablaba claramente y con una voz muy persuasiva. Saul miró a Sean, pero los ojos miraban sin ver y las pupilas se habían reducido a dos puntitos.

—Levántate, levántate. —El nombre de Ruth enardeció a Sean. Tomó a Saul por el hombro y lo sacudió. La cabeza de Saul se bamboleó sin sentido y comenzó a escurrirse sangre fresca por debajo del vendaje. Contrito, Sean volvió a acostarlo suavemente.

»Saul, por favor. Debes intentarlo. Sólo un poco más.

—No tiene brillo —suspiró Saul—. No tiene brillo. No lo quiero. —Y cerró los ojos, se le abrieron los labios y el aliento pasó roncamente entre ellos sacando burbujas de saliva.

Una desesperación sofocante invadió a Sean al estudiar la cara de Saul. Los ojos se habían reducido a cavidades inyectadas en sangre, dejando la piel estirada sobre sus mejillas y nariz.

«No porque casi lo maté, no porque se lo deba, sino porque… ¿Por qué? ¿Cómo definir los sentimientos que se experimentan por otro hombre? Sólo se puede decir porque es mi amigo. Entonces, porque es mi amigo no puedo dejarlo aquí».

Bajando hasta el fondo, Sean levantó el cuerpo exánime y lo sentó, colocó uno de los brazos de Saul alrededor de su cuello y se puso de pie. Saul colgaba a su lado, con la cabeza apoyada en el pecho, y Sean miró hacia delante. Veía a los supervivientes del puente apresurándose hacia el pueblo, arrastrando a sus heridos.

De uno en uno, en parejas o en grupos de tres, diezmados por la metralla, golpeados, quebrantados, los hombres del poderoso ejército de Buller se retiraban cruzando toda la anchura del llano. Y allí, a menos de cien metros de donde estaba Sean agachado en el terraplén del ferrocarril, desplegados en el césped, desiertos, olvidados, se encontraban los cañones.

Rápidamente, Sean apartó los ojos de ellos y comenzó a alejarse del río con un brazo levantado aferrando la mano de Saul y el otro rodeándole la cintura.

Lentamente se fue dando cuenta de que el fuego bóer estaba aumentando una vez más. La metralla que caía al azar entre los hombres que se retiraban comenzó a concentrarse en un área situada directamente delante de Sean. Detrás de él, los rifles que habían disparado espaciadamente en las alturas, intensificaban ahora su actividad convirtiéndose en un golpeteo feroz y sostenido, como un fuego en un bosque seco.

Apoyándose en el costado del terraplén, Sean miró por entre las mimosas y la tormenta de polvo y granadas que estallaban. Vio caballos, dos yuntas con arneses, hombres que corrían con ellos entre los árboles rotos, levantando una nube de polvo pálido que se mezclaba con el polvo de las granadas. Muy por delante de ellos, blandiendo el bastón, dirigiéndose hacia los cañones abandonados, galopaba una figura sobre un enorme bayo reluciente.

—Está riéndose. —Maravillado, Sean observaba al jinete desaparecer tras una columna de polvo y explosivo para emerger en seguida desviando su corcel como un jugador de polo. Tenía la boca abierta y Sean vio el brillo de los dientes blancos—. El muy tonto se está riendo a carcajadas.

Y de improviso, Sean estaba gritando como un salvaje.

—Cabalga, hombre, cabalga —gritó, y su voz se perdió entre los chirridos y crujidos del bombardeo.

—Han venido a buscar los cañones —aulló Sean—. Saul, han venido a por los cañones. —Sin saber cómo pudo hacerlo, loco de excitación, Sean se vio fuera del terraplén, corriendo con nueva fuerza, corriendo con el peso muerto de Saul colgado de su hombro, corriendo por el prado hacia los cañones.

Cuando llegó a las baterías, el primer grupo ya estaba allí. Los hombres trataban de poner los arneses del primer cañón a los caballos. Sean dejó caer el cuerpo inerte en el césped. Dos hombres intentaban levantar la vara de remolque del cañón. Era una tarea para cuatro hombres.

—Salgan del camino —les gritó Sean, y se puso a horcajadas sobre el remolque en forma de cuña de acero. Enganchó las manos en las manijas y tiró hacia arriba, levantándolo bien alto.

—Busquen el carro. —Rápidamente hicieron rodar el eje y las ruedas debajo del remolque y lo aseguraron en su lugar. Sean retrocedió jadeante.

—Muy bien. —El joven oficial se inclinó sobre la silla y le gritó a Sean—: Súbase al carro.

Pero Sean se volvió a buscar a Saul, lo levantó y se tambaleó mientras lo llevaba hasta el carro.

—Agárrenlo —les gritó a los dos soldados que ya estaban subidos. Entre los dos levantaron a Saul hasta el asiento.

—No hay lugar para ti, muchacho. ¿Por qué no tomas el lugar de Taffy en el caballo de varas de la derecha? —le gritó uno, y Sean vio que tenía razón. Los conductores estaban montando, pero había una montura vacía.

—Cuídenlo —le gritó al hombre que sostenía a Saul.

—No te preocupes que ya lo tengo —le aseguró el artillero y luego añadió apurado—: Más vale que te aferres a ese asiento, ya estamos saliendo.

—Cuídenlo —repitió Sean y avanzó.

En ese momento le faltó la suerte que lo había acompañado toda la mañana. A su lado estalló una granada. No sintió dolor, pero su pierna derecha cedió y cayó de rodillas.

Trató de ponerse de pie, pero el cuerpo no le obedeció.

—Adelante —gritó el oficial, y el carro rodó hacia delante tomando velocidad, traqueteando y bamboleándose cada vez que los conductores castigaban a los caballos. Sean vio que el artillero que sostenía a Saul lo miraba desde el carro, con la cara desfigurada por la pena.

—Cuídalo —gritó Sean—. Prométeme que lo cuidarás.

El artillero abrió la boca para responder, pero otra granada estalló entre los dos, levantando una cortina de polvo que ocultó el carro. Esta vez Sean sintió que la metralla le rompía la carne. Ardía como el corte de una navaja, y se desplomó de costado. Al caer vio que el oficial también había sido alcanzado. Lo vio levantar los brazos y resbalarse hacia atrás sobre la grupa del caballo, escurrirse de la montura y golpear el suelo con el hombro, mientras un pie seguía enganchado en el estribo. El caballo lo arrastró hasta que el estribo se soltó y lo dejó caer, entonces se fue galopando tras el carro del cañón.

Sean se arrastró tras él.

Cuídenlo —gritó—. Por el amor de Dios, cuiden a Saul. —Pero nadie oyó el grito porque ya habían desaparecido entre los árboles, en el polvo, con una escolta de granadas que parecían demonios marrones.

Sean se arrastró detrás, usando una mano para apoyarse delante, clavando las uñas en la tierra e impulsando el cuerpo panza abajo sobre la hierba. Su otro brazo colgaba a un lado y sentía la pierna derecha resbalando tras él, hasta que se enganchó y le impidió seguir. Luchó para liberarla, pero el dedo se le había enganchado en una mata y no podía soltarlo. Se dobló a un lado, con el brazo roto colgando debajo para mirar hacia la pierna.

Había mucha sangre, quedaba una marca roja, resbaladiza sobre la hierba chafada, y todavía seguía saliendo. Pero no sentía dolor, sólo una sensación de mareo y cansancio en la cabeza.

La pierna se dobló en un ángulo ridículo con el cuerpo y la espuela de la bota quedó en una posición extraña. Quiso reírse de la pierna, pero el esfuerzo fue demasiado grande y cerró los ojos ante la claridad del sol.

Cerca de él oyó a alguien quejándose, y por un momento le pareció que debía de ser Saul. Entonces recordó que Saul estaba a salvo y que el otro era el joven oficial. Con los ojos cerrados, Sean se quedó quieto escuchándolo morir. Era un sonido espantoso.

El general de batalla Jan Paulus Leroux estaba de pie en los cerros, cerca del Tugela, y se quitó el sombrero Terai. Era calvo, con una orla de cabello de color rojo sobre las orejas y bien espeso en la nuca. La piel de su calva era suave y de un tono blanco lechoso allí donde el sombrero la había protegido del sol, pero su cara había sido curtida y esculpida por los elementos hasta que tomó el aspecto de un acantilado de piedra colorada.

—Tráeme el caballo, Hennie —le dijo al muchacho que se hallaba a su lado.

—Ahora mismo, Oom Paul. —Y se fue corriendo hasta el campamento de los caballos en la loma opuesta del promontorio.

Desde la trinchera de fuego, a los pies de Jan Paulus, uno de los hombres lo miró.

—Dios ha escuchado nuestras plegarias, Oom Paul, y nos ha dado una gran victoria.

Jan Paulus asintió pesadamente, y su voz al responder era baja y humilde, sin ningún vestigio de alegría.

—Ja, Frederick. En el nombre de Dios, una gran victoria.

«Pero no tanto como yo había planeado», pensó.

Fuera del alcance de los cañones, casi fuera de la vista, los últimos soldados heridos del ejército británico se desvanecían en la parduzca distancia.

«Si hubieran esperado», pensó con amargura. Se lo había explicado tan claramente, y no le escucharon.

Toda su estrategia se había basado en el puente. Si sus hombres del promontorio de debajo de la cima hubieran esperado a que hubieran cruzado el puente antes de tirar, Dios les hubiera entregado miles de enemigos y no cientos. Encerrados en el anfiteatro de los cerros y con el río a sus espaldas, ninguno hubiera escapado cuando la artillería destrozara el puente detrás de ellos. Tristemente miró hacia abajo, hacia la trampa que había tendido con tanto cuidado. Desde arriba veía las trincheras, cada una de ellas escondidas y superpuestas astutamente, de modo que un fuego insoportable habría barrido la olla de hierba dentro de la que había pensado encerrar todo el centro británico. La trampa que nunca podría utilizar, ya que él sabía que no iban a volver.

Hennie volvió a subir hasta donde se encontraba llevando su caballo, y Jan Paulus montó ligero.

—Ven, vamos a bajar.

A los cuarenta y dos años, Jan Paulus Leroux era demasiado joven para ser comandante. Había habido oposiciones en Pretoria cuando fue elegido al retirarse el viejo Joubert, pero el presidente Kruger no las tuvo en cuenta y forzó al Volkraad a que lo aceptara. Diez minutos antes, Jan Paulus le había enviado un telegrama justificando su confianza.

Con largos cubreestribos de cuero, el cuerpo inmenso, flojo y relajado sobre la montura, su sjambok arrastrando, sujeto a su muñeca, y el sombrero de ala ancha resguardándole la cara, Jan Paulus bajó para recoger la cosecha de la guerra.

Al llegar a los promontorios y cabalgar entre sus hombres, éstos se levantaron de las trincheras de la falda de las colinas y lo vitorearon. Sus voces se unían en un rugido salvaje que hacía eco en las alturas, como los festejos de los leones ante una nueva muerte. Impasible, Jan Paulus les miraba las caras al pasar. Estaban cubiertas con polvo rojo y pólvora quemada, y el sudor había corrido en líneas oscuras entre la suciedad. Un hombre usaba su rifle como muleta para mantener el equilibrio, y había líneas de dolor alrededor de su boca al vitorear. Jan Paulus detuvo su caballo.

—Descansa, hombre, no seas tonto. —El hombre sonrió dolorosamente y sacudió la cabeza.

—Nee, Oom Paul, voy contigo a buscar los cañones. —Con brusquedad, Jan Paulus habló a los hombres que estaban junto al campesino herido:

—Llévenselo. Llévenlo al médico. Y trotó hacia donde el comandante Van Wyk lo esperaba.

—Le dije que contuviera a sus hombres hasta que cruzaran —fue su saludo, y la sonrisa de Van Wyk se le heló en los labios.

—Ja, Oom Paul, ya lo sé. Pero no pude detenerlos. Los jóvenes comenzaron. Cuando vieron los cañones justo debajo de sus narices, no pude contenerlos. —Van Wyk se volvió y señaló la otra orilla del río—: Mire qué cerca estaban.

Jan Paulus miró al otro lado. Las armas estaban al descubierto tan cerca y tan poco tapadas por los arbustos que podía contar los radios de las ruedas y ver el brillo de los arreos de bronce.

—Era demasiada tentación —finalizó Van Wyk débilmente.

—Así es. Bueno, ya está hecho, y no podemos arreglarlo con palabras. —Inflexiblemente, Jan Paulus decidió que ese hombre no volvería a mandar—. Venga, vamos a buscarlos.

En el puente del camino, Jan Paulus detuvo la larga columna de hombres a caballo que lo seguía. Aunque no se le notaba en la cara, sentía espasmos en el estómago ante el horror de lo que veía.

—Apártenlos —ordenó, y cuando los treinta hombres desmontaron para limpiar el puente, les gritó nuevamente—: Trátenlos con cuidado, levántenlos, no los arrastren como sacos. Estos eran hombres. Hombres valientes. —A su lado el muchacho, Hennie, lloraba abiertamente. Las lágrimas le caían sobre su remendada chaqueta de cuero.

—Tranquilo, Jong —murmuró afectuosamente Jan Paulus—. Los hombres no lloran. Y enfiló el caballo hacia el estrecho pasaje entre los muertos. Era el polvo y el sol y las emanaciones de lidita lo que había irritado sus propios ojos, se repetía enojado.

Silenciosamente, sin el porte triunfante de los vencedores, llegaron hasta los cañones y se dispersaron entre las armas. Entonces se oyó un solo tiro de rifle y un hombre dio un traspié y se agarró a la rueda del carro para sostenerse.

Haciendo girar al caballo, y cubriéndose en el cuerpo del animal, Jan Paulus cargó hacia la hondonada situada detrás de los cañones, de donde provenía el tiro. Otro tiro silbó junto a su cabeza, pero entonces Jan Paulus ya había llegado a la hondonada. Frenando la cabalgadura hasta que ésta se sentó sobre las ancas, saltó del caballo y le dio un puntapié al rifle que sostenía un soldado británico antes de alzarlo del cuello.

—Ya hemos matado demasiado, tonto. —Tartamudeando con las palabras inglesas, la lengua torpe de rabia, rugió en la cara del soldado—: Ya ha terminado. Ríndete. —Y luego dijo volviéndose hacia los artilleros supervivientes—: Ríndanse, ríndanse todos. —Ninguno se movió durante un largo minuto, luego lentamente y de uno en uno se pusieron de pie y emergieron de la hondonada. Mientras una partida se llevaba a los prisioneros, y los otros se ocupaban de enganchar los cañones y el carro de municiones, los camilleros británicos comenzaron a filtrarse por entre los árboles de mimosa. Pronto se vieron uniformes caqui mezclados por todas partes con los bóers, buscando como perros de caza a los heridos.

Dos de ellos, indios de piel oscura del cuerpo médico, habían encontrado a un hombre en el flanco izquierdo. Tenían problemas con él y Jan Paulus le dio las riendas del caballo a Hennie y fue hacia ellos.

En medio del delirio, el herido juraba horrorosamente y resistía todo intento de los dos auxiliares de entablillarle la pierna.

—Déjenme solo, desgraciados —y un puño volador mandó a uno de ellos hacia atrás. Jan Paulus, reconociendo la voz y el puñetazo, comenzó a correr.

—Tú compórtate o te daré una buena —gruñó cuando llegó hasta ellos. Medio inconsciente Sean volvió la cabeza y trató de verlo bien.

—¿Quién es ése? ¿Quién es usted? ¡Váyase al diablo y déjeme!

Jan Paulus no respondió. Miraba las heridas y quería vomitar.

—Dénmelas. —Tomó las tablillas de manos de los temblorosos camilleros y se arrodilló al lado de Sean.

—¡Vete! —le gritó Sean—. Ya sé lo que vas a hacer. ¡Vas a cortarla!

—Sean. —Jan Paulus le agarró la muñeca y se la sostuvo mientras Sean se retorcía y blasfemaba.

—Te mataré, sucio desgraciado. Te mataré si me tocas.

—¡Sean! Soy yo. ¡Mírame!

Lentamente, Sean se relajó. Sus ojos se tranquilizaron.

—¿Eres tú? ¿Realmente eres tú? —susurró—. No los dejes… no los dejes cortarme la pierna. No dejes que hagan lo que a Garry.

—Estáte quieto o te romperé esa estúpida cabeza —gruñó Jan Paulus. Tenía las manos carnosas y coloradas como la cara, manos grandes con dedos como salchichas encallecidas, pero que ahora trabajaban tan suavemente como los de una madre curando a su hijo. Finalmente, sosteniendo el tobillo, miró a Sean.

—Tente firme ahora, debo enderezarlo.

Sean trató de sonreír, pero su cara estaba gris debajo de la capa de suciedad de la batalla, y el sudor le formaba sobre la piel como una multitud de pequeñas ampollas.

—No hables tanto, maldito holandés. ¡Hazlo!

El hueso raspó fuertemente en la carne herida y Sean tragó saliva. Todos los músculos de su cuerpo se pusieron en tensión y luego se relajaron nuevamente cuando se desmayó.

—Ja —gruñó Jan Paulus—, así es mejor. —Y por primera vez sus facciones mostraron compasión. Terminó de vendarlo, y durante unos segundos siguió agachado al lado de Sean. Luego murmuró tan bajo que los dos camilleros no pudieron escuchar sus palabras.

—Duerme, hermano. Que Dios te conserve la pierna.

Y se puso de pie, todo vestigio de piedad y dolor encerrado tras la piedra roja de su cara.

—Llévenselo —ordenó, y esperó hasta que levantaron la camilla y se fueron bamboleándola.

Volvió a su caballo, arrastrando un poco los pies sobre la hierba. Desde la montura miró una vez más hacia el sur, pero los dos camilleros habían desaparecido con su bulto entre los árboles. Espoleó su caballo y siguió la larga procesión de carretas, prisioneros y cañones, de vuelta hacia el Tugela, El único sonido que se oía era el campanilleo de los arneses y el melancólico ronroneo de las ruedas.

Garry Courtney miraba el champaña burbujeando dentro de la copa de cristal. Las burbujas giraban formando diseños dorados, capturando la luz de la lámpara. El cabo de rancho levantó la botella diestramente, atrapó una gota en la servilleta y se movió detrás de Garry para llenar el vaso del brigadier Littelton, sentado a su lado.

—No. —Littelton colocó una mano sobre la copa para impedirle hacerlo.

—Vamos, vamos, Littelton. —Sir Redvers Buller se inclinó hacia adelante y miró la mesa—. Es un vino excelente.

—Gracias, señor, pero el champaña es para la victoria, quizá debiéramos enviar un cajón al otro lado del río.

Buller se sonrojó lentamente y miró su propio vaso. Una vez más, descendió un feo silencio sobre la mesa. En un esfuerzo para quebrarlo, Garry habló:

—Creo que la retirada se realizó en un orden completo.

—Oh, estoy totalmente de acuerdo. —Al otro lado de la mesa, el helado sarcasmo de lord Dundonald fue un motivo más de alegría—. Pero para serle sincero, coronel, nuestro equipaje era muy liviano al volver.

Esta referencia indirecta a los cañones hizo que todo el mundo mirara a Buller. Dundonald estaba demostrando una temeraria falta de respeto con su notorio mal humor. Pero como par del reino podía arriesgarse. Con cortés insolencia miró a Buller a los ojos y le sostuvo la mirada hasta que los pálidos ojos saltones se apagaron y aquél bajó la vista.

—Caballeros —dijo pesadamente Buller—, hemos tenido un día muy fatigoso y todavía tenemos trabajo que hacer. —Miró a su asistente—. Clery, ¿sería tan amable de brindar por la reina?

Solo, Garry se fue cojeando de la gran tienda del rancho. Las tiendas más pequeñas, con las luces encendidas dentro, eran un inmenso campo de conos luminosos y sobre ellas la noche era seda negra bordada de estrellas de plata. El vino que Garry había bebido durante la cena zumbaba en su cabeza, de modo que no notó el silencio acongojado que rodeaba el campamento cuando lo atravesó para dirigirse a sus habitaciones.

Al entrar Garry a su tienda un hombre se puso de pie de un salto. A la luz de la lámpara sus facciones parecían desvaídas y el cansancio se le notaba en cada línea del cuerpo.

—Ah, Curtis.

—Buenas noches, señor.

—¿Ha venido a darme su informe?

—En efecto, señor; para lo que vale…

—Dígame, Curtis. ¿Cuántos muertos? —Había cierta ansiedad tras la pregunta que Curtis juzgó asquerosa. Especulativamente examinó la cara de Garry antes de responder.

—Hemos tenido bajas, de una fuerza de veinte han muerto cuatro, hay dos desaparecidos y cinco heridos, tres de ellos graves.

—¿Ha hecho una lista?

—Aún no.

—Bien. Dígame. ¿Quiénes eran?

—Muertos: Booth, Amery…

Garry no pudo contener más su impaciencia, imprevistamente soltó:

—¿Y ese sargento?

—¿Se refiere usted a Courtney?

—Sí, sí. —Y ahora a su impaciencia se había unido un miedo que le hacía sentir el estómago vacío.

—Herido, señor.

Y Garry sintió que el alivio lo invadía tan intensamente que tuvo que cerrar los ojos y contener el aliento para poderlo dominar.

«Sean todavía vive. Gracias a Dios. Gracias a Dios».

—¿Y adónde lo han llevado?

—Al hospital de la terminal ferroviaria. Lo mandarán fuera del frente con el primer envío de heridos graves.

—¿Grave? —El alivio de Garry se transformó en preocupación, y preguntó bruscamente—: ¿Cómo de grave? ¿Cómo de grave?

—No me han dicho más. He ido al hospital, pero no me han permitido verlo.

Garry se hundió en la silla e instintivamente estiró la mano hacia el cajón antes de controlarse.

—Muy bien, Curtis. Puede retirarse.

—¿El resto del informe, señor?

—Mañana. Déjelo hasta mañana.'

Cuando Garry salió rumbo al hospital, el licor le calentaba lentamente el estómago. No le importaba entonces que hubiera planeado y esperado la muerte de Sean. Ya no razonaba sino que se apresuró a cruzar el campamento llevado por su desesperada necesidad de saber. Irreconocible, pero fuerte dentro de él, tenía la esperanza de que todavía podría obtener consuelo' y fuerza de esa fuente, tal como había hecho tiempo atrás. Comenzó a correr, con la pierna endurecida, de manera que la punta de la bota rozaba el polvo a cada paso.

Desesperado buscó en todo el hospital. Corrió entre las filas de camillas mirando las caras de los heridos;„ vio dolor y mutilación, y a la muerte avanzando lentamente, empapando los vendajes como si fuera tinta roja derramada. Oyó el gemido y el murmullo y la risa delirante, olió el vaho del sudor de agonía unido al pesado dulzor de la corrupción y del desinfectante, y casi ni los percibió. Sólo buscaba una cara, solamente una. Y no la encontró.

—Courtney. —El ayudante médico consultó su lista, doblándola para iluminarla mejor—. Ah, sí. Aquí está, veamos. Sí. Ya ha salido en el primer tren hace una hora… No sabría decirle señor, probablemente a Pietermaritzburg. Han abierto un hospital nuevo allí, señor… Lamentablemente temo no poder decirle tampoco eso, pero aquí está anotado como caso grave… De todos modos, eso es mejor que crítico.

Vistiendo su soledad como si fuera un traje, Garry se arrastró de vuelta a su tienda.

—Buenas noches, señor.

Su sirviente lo esperaba. Garry siempre hacía que lo esperaran levantados. Un hombre distinto éste, cambiaban muy a menudo. Nunca podía conservarlos más de un mes.

Garry pasó a su lado y medio cayó sobre la cama de campaña.

—Manténgase firme, señor. Vamos a meterlo en la cama, señor.

La voz del hombre era insidiosamente servil, la voz que se usa para tratar a los borrachos. El contacto de su mano enfureció a Garry.

—Déjeme. —Con el puño cerrado castigó la cara del hombre, arrojándolo hacia atrás—. Déjeme. Salga y déjeme.

El sirviente se pasó la mano sobre la mejilla lastimada, dudando y retrocediendo.

—Fuera —siseó Garry.

—Pero, señor…

—Fuera, maldito, fuera.

El hombre salió y cerró suavemente la puerta de lona tras de sí. Garry se tambaleó hasta ella y la cerró por dentro. Entonces retrocedió.

«Solo. Ahora no pueden verme. Ahora no pueden reírse. No pueden. Oh, Dios. Sean».

Se volvió. La pierna de madera se le enganchó en el suelo y cayó. Una de las tiras se rompió y la pierna se dobló debajo de su cuerpo. Apoyándose en manos y rodillas gateó hacia la cómoda, mientras la pierna saltaba y se retorcía grotescamente detrás.

Arrodillado al lado de la cómoda levantó la bacinilla de porcelana de su soporte y buscando en el espacio que quedaba debajo de ella encontró la botella. Tenía los dedos demasiado torpes para quitar el corcho y lo arrancó con los dientes escupiéndolo al suelo. Entonces se llevó la botella a los labios y tragó moviendo rítmicamente la garganta. Un poco de aguardiente se derramó sobre su chaqueta y manchó la cinta de la Cruz de la Victoria.

Bajó la botella y descansó, jadeando por el licor.

Luego volvió a beber más lentamente. Las manos se le calmaron. Se tranquilizó su respiración. Estiró el brazo y tomó la petaca de encima de la cómoda, la llenó, luego colocó la botella a su lado, en el suelo y se colocó en una posición más cómoda contra el mueble.

Frente a él la pierna desencajada estaba doblada por las cintas rotas formando un ángulo natural debajo de la rodilla. La contempló, sorbiendo el aguardiente lentamente y sintiendo adormecerse las papilas del gusto en su lengua.

La pierna era el centro de su existencia. Insensata, inconmovible, inmóvil como el ojo de una tremenda tormenta alrededor de la cual giraba todo el torbellino de su vida. La pierna, siempre la pierna. Siempre y solamente la pierna.

Ahora, bajo el encanto adormecedor del licor que había bebido, desde la quietud del centro donde yacía su pierna, miró hacia afuera, hacia las gigantescas sombras del pasado, y las encontró perfectamente preservadas, no distorsionadas ni borradas por el tiempo, enteras y completas en cada detalle.

Mientras desfilaban por su mente, la noche se volvió dentro de sí misma, de modo que el tiempo no tenía ya sentido. Las horas duraban unos minutos y se iban mientras bajaba el nivel de la botella y Garry permanecía sentado contra la cómoda sorbiendo de la petaca y mirando pasar la noche. Al amanecer el último acto se desplegó delante de su vista.

Él mismo cabalgando en las tinieblas bajo una suave lluvia fría yendo hacia Theunis Kraal. Una ventana mostraba un cuadrado de luz amarilla, el resto estaba a oscuras resaltando sobre la enorme masa más oscura de la chacra.

La extraña premonición de horror cerrándose fría y suave como la lluvia que lo rodeaba, el silencio turbado solamente por el crujido de los cascos de su caballo sobre la grava del camino. El golpeteo de su pierna de madera al subir los escalones del frente y el frío del picaporte de bronce al hacerlo girar en la mano y al empujar la puerta dentro del silencio.

Su propia voz borrada por el licor y el miedo. «Hola. ¿Dónde están todos? Anna. Anna. Estoy de vuelta».

El resplandor azul de su cerilla y el olor de sulfuro y parafina quemados al encender la lámpara, luego el urgente eco de su pierna a lo largo del corredor. «Anna, Anna, ¿dónde estás?».

Anna, su mujer, yacía sobre la cama de la habitación a oscuras, semidesnuda, tratando de ocultarse de la luz, pero él ya había visto la cara pálida como la muerte y los labios hinchados y lastimados.

La lámpara de la mesa arrojaba sombras agrandadas sobre la pared al agacharse Garry y suavemente bajar las enaguas para cubrir la blancura de la parte inferior de su cuerpo, y darle la vuelta. «Mi amor, oh, Anna, mi amor. ¿Qué ha pasado? A través de la blusa rota sus pechos estaban lastimados y los pezones oscurecidos por la preñez. «¿Te han hecho daño? ¿Quién? Dime, ¿quién ha sido? Pero ella se cubrió los labios enrojecidos y la cara con las manos. «Querida, pobre querida mía. ¿Quién ha sido, uno de los sirvientes?»

«No».

«Por favor, dime, Anna. ¿Qué ha pasado? Repentinamente sus brazos rodearon su cuello y sus labios se acercaron a su oído.

«Ya lo sabes, Garry. Ya sabes quién ha sido. «No. Te juro que no. Por favor, dímelo».

Su voz estaba tensa y ronca por el odio, pronunciando esa palabra, esa única palabra horrible e increíble. «Sean».

—Sean —dijo en voz alta en medio de su desolación—. Sean. ¡Oh, Dios! —Y luego, con ferocidad—: Lo odio. ¡Lo odio! Que se muera, por favor, Dios, que se muera.

Cerró los ojos, perdiendo todo contacto con la realidad, y sintió la primera oleada de vértigo, mientras el alcohol se adueñaba de él.

Demasiado tarde ya para abrir los ojos y buscar la cama al otro lado de la carpa. El vértigo había comenzado, ahora ya no podía evitarlo. El cálido y agridulce gusto del aguardiente le inundó la garganta, la boca y la nariz.

Su sirviente lo encontró a media mañana. Garry estaba dormido, completamente vestido, sobre la cama, con el escaso cabello alborotado, el uniforme manchado y arrugado, y la pierna negligentemente tirada en medio de la habitación.

El sirviente cerró suavemente la puerta y estudió a su patrón, envuelto por el olor ácido a aguardiente y vómito.

—Parece que te ha caído una buena, ¿eh, Cojo Saltarín? —murmuró sin ninguna conmiseración. Luego levantó la botella y examinó los dos dedos de licor que quedaban—. A tu maldita salud, cojo —brindó por Garry y vació la botella, limpió delicadamente los labios y habló de nuevo—: Listo. Vamos a limpiar esta pocilga.

—Déjeme solo —gruñó Garry.

—Son las once de la mañana, señor.

—Déjeme. Váyase y déjeme.

—Beba este café, señor.

—No lo quiero. Déjeme.

Tengo su baño listo, señor, y un uniforme limpio preparado para usted.

—¿Qué hora es? —preguntó Garry, esforzándose por sentarse.

—Las once —repitió pacientemente el hombre.

—¿Mi pierna? —Garry se sentía desnudo sin ella.

—Uno de los herreros está arreglando las tiras, señor. Estará lista cuando termine de bañarse.

Incluso en posición de descanso las manos de Garry, apoyadas sobre el escritorio que tenía frente a él, temblaban ligeramente, y le ardían los bordes de los párpados. Sentía la piel de la cara estirada como la de un tambor sobre el ahogado dolor de su cráneo.

Finalmente suspiró y levantó el informe del teniente Curtis de la delgada pila de papeles que esperaban ser revisados. Garry lo leyó por encima ya que pocos de los nombres significaban algo para él. Vio el nombre de Sean encabezando la lista de heridos y debajo el del pequeño judío. Satisfecho finalmente de que el informe no contuviera nada que pudiera perjudicar al coronel Garry Courtney, estampó su visto bueno y lo dejó a un lado.

Levantó el siguiente documento. Una carta dirigida a él como oficial al mando del Cuerpo de Guías de Natal de parte de un tal coronel John Acheson de los Fusileros Escoceses. Dos páginas de una escritura cuidadosa, alargada. Estaba a punto de dejarla para que su ayudante se ocupara de ella cuando un nombre llamó su atención. Se inclinó hacia delante y la leyó rápidamente desde el principio.

«… El placer de llamar su atención… conducta que sobrepasó… bajo intenso fuego enemigo… una vez más inició un avance… aunque herido… olvidando el peligro personal… dos miembros de sus guías.

»El sargento Sean Courtney.

»El soldado Saul Friedman.

»…Recomiendo insistentemente… Medalla a la Conducta Distinguida… gran valor y capacidad de decisión».

Garry dejó caer la carta y se desplomó sobre la silla, mirándola como si fuera su propia sentencia de muerte. Durante un buen rato ni se movió, mientras el dolor seguía latiéndole en la parte de atrás de la cabeza. Luego volvió a levantarla. Le temblaban las manos tan violentamente que el papel se agitaba como el ala de un pájaro herido.

—Todo lo que es mío, todo lo que siempre me perteneció, me lo quitó. —Y se miró las cintas que le colgaban sobre el pecho—. Nunca tuve… Y ahora esto, lo único.

Una gota de humedad cayó sobre la carta emborronando la tinta.

—Lo odio —murmuró, y rompió la carta—. Espero que se muera. —Y la siguió rompiendo en pedazos cada vez más pequeños. Finalmente hizo una bola de ella con el puño cerrado.

»No. No vas a arrebatármelo. ¡Es mío, es lo único que no tendrás jamás! —Arrojó la bola de papel contra la tela de la carpa, y bajó la cabeza apoyándola sobre los brazos cruzados. Los hombros le temblaban mientras sollozaba:

»No te mueras, Sean. Por favor, no te mueras.

Dirk Courtney apartó del camino a una niñita simplemente empujándola con el hombro y fue el primero en pasar por la puerta y bajar los escalones hacia el sol. Sin volverse a mirar a la escuela se dirigió al agujero de la cerca posterior, los otros lo seguirían.

—Daos prisa —ordenó Dirk—. Debemos llegar los primeros al río o si no ellos conseguirán el mejor lugar.

Los niños se desparramaron a lo largo de la cerca charlando como una bandada de monitos excitados.

—Préstame tu cuchillo, Dirkie.

—Eh, mirad mi vara. —Nick Peterson blandía la rama de sauce Port Jackson que había cortado y deshojado. Silbaba en el aire cortándolo satisfactoriamente.

—No es una vara —le informó Dirk—. Es un Lee-Metford. —Se volvió a mirar al resto del grupo—. Recordad, soy lord Kitchener y vosotros tenéis que llamarme «Su Señoría».

—Y yo soy el general French —anunció Nick. Después de todo, era justo, ya que él era el segundo de Dirk. Sólo le había llevado a Dirk dos semanas y cinco sangrientas peleas alcanzar esta posición de líder indiscutible.

—Y yo soy el general Methuen —gritó uno de los menos importantes.

—Y yo el general Buller.

—Y yo el general Gatacre.

—Todos no podéis ser generales. —Dirk los miró—. Sólo Nick y yo somos generales. Vosotros sois solamente soldados y esas cosas.

—Eh, Dirkie, hombre. ¿Por qué tienes siempre que estropearlo todo?

—Tú cállate, Brian. —Dirk olía a motín y rápidamente desvió la atención—. Vamos a buscar municiones.

Dirk siguió el largo camino que llevaba a la zona sanitaria. Por allí era difícil encontrar adultos que pudieran diezmar su fuerza enviándolos a cortar leña o a arreglar el jardín bajo paternal control.

—Los melocotones están casi maduros —comentó Nick cuando pasaban por el huerto de Pye.

—Otra semana —dijo Dirk, y se arrastró por debajo de la cerca al interior de la plantación Van Essen que se extendía a lo largo del Baboom Stroom.

—Allí están —gritó alguien al verlos emerger de entre los árboles.

—Bóers, general.

Hacia la derecha, a lo largo del río, había otro grupo de chiquillos, hijos de las familias holandesas del distrito.

—Yo iré a hablarles —dijo Dirk—. Vosotros buscad municiones. —Se alejaron corriendo hacia el río y Dirk les gritó—: Eh, Nick, búscame un buen trozo de arcilla.

—Muy bien, Su Señoría.

Con toda la dignidad de un general, oficial y par del reino, Dirk se acercó al enemigo y se detuvo a poca distancia de él.

—Eh, Piet, ¿ya estáis listos? —le preguntó altivamente. Piet Van Essen era su primo segundo. Era un muchacho grandote, pero no tan alto como Dirk.

—Ja.

—¿El mismo reglamento? —preguntó Dirk.

—Ja, las mismas reglas.

—Sin ropa —le advirtió Dirk.

—Y no tirar piedras —advirtió a su vez Piet.

—¿Cuántos tienes? —preguntó Dirk, comenzando a contar al enemigo, desconfiado.

—Quince, como tú.

—Muy bien, entonces asintió Dirk.

—Muy bien.

Nick lo esperaba en la orilla. Dirk saltó a su lado y aceptó la gran pelota de arcilla azul que Nick le alcanzaba.

—Está muy bien, Dirkie, no demasiado húmeda. —Bueno, preparémonos.

Rápidamente, Dirkie se desvistió, sacó el cinturón de las trabillas del pantalón y se lo puso para sostener las varas de repuesto.

—Esconde las ropas, Brian —ordenó Dirk, y pasó revista a sus guerreros desnudos. Casi todos tenían todavía la forma casi femenina de la juventud: tórax sin desarrollar, prominente estómago y miembros gordos y blancos.

—Vendrán por el río como hacen siempre —dijo Dirk—. Esta vez vamos a sorprenderlos. —Mientras hablaba hizo una bola de arcilla y la clavó en la punta de la vara—. Nick y yo esperamos aquí, el resto subid a la orilla y escondeos en esos arbustos.

Buscó un blanco donde practicar y lo encontró en una tortuga de agua que trepaba trabajosamente por la orilla opuesta.

—Mirad a ese campeón. —Se interrumpió; luego se adelantó con la mano derecha sosteniendo la vara hacia atrás, entonces la lanzó hacia delante por encima de la cabeza. La bola de arcilla salió despedida del extremo de la varilla produciendo un zumbido maligno y estalló sobre el negro caparazón brillante con una fuerza que dejó una marca en forma de estrella sobre la concha. La tortuga estiró la cabeza y las patas y se vino abajo dentro del arroyo.

—Buen tiro.

—Allí está, dejadme tirarle.

—Ya basta. Ahora vais a tener que tirar mucho —los detuvo Dirk—. Ahora escuchadme. Cuando vengan, Nick y yo los contendremos aquí unos minutos, luego correremos por la orilla, ellos nos perseguirán. Esperad a que estén justo debajo de vosotros y dádles fuerte.

Dirk y Nick se agacharon uno al lado del otro, bien cerca de la orilla, con el agua hasta las narices. Una mata de cañas escondía sus cabezas y mantenían a su alcance, sobre tierra seca, las varillas cargadas con bolas de arcilla.

Debajo del agua, Dirk sintió el codo de Nick golpearle las costillas y asintió con cuidado. También él había oído el murmullo de voces por el recodo del río, y el rodar de la tierra suelta que un pie descuidado dejaba caer. Volvió la cabeza y respondió a la sonrisa de Nick con otra tan sedienta de sangre como la de él, y volvió a espiar por entre los juncos.

A unos sesenta metros frente a él apareció cautelosamente una cabeza en el recodo del río; la expresión de la cara era nerviosa. Dirk movió su propia cabeza hacia atrás dentro del grupo de juncos.

Repentinamente se rompió el largo silencio. «No están aquí. La voz chirriaba por la edad y los nervios.

Otro largo silencio y después el sonido de un avance completo pero cauteloso. Dirk estiró el brazo y agarró el de Nick; el enemigo estaba en el claro, confiado. Levantó la boca por encima de la superficie.

—Ahora —murmuró, y tomaron sus varas. La sorpresa fue total y devastadora. Mientras Dirk y Nick se levantaban chorreando y enarbolando los brazos derechos, los atacantes fueron sorprendidos de tal modo que no pudieron ni correr ni devolver el fuego libremente.

Los proyectiles de arcilla cayeron sobre ellos, golpeando sonoramente la piel desnuda, produciendo aullidos de dolor y una confusión que les hizo arremolinarse.

—Dadles fuerte —gritaba Dirk, volviendo a tirar sin elegir blanco, ciegamente, a la masa de piernas, brazos y miembros rosados. A su lado, Nick trabajaba frenéticamente cargando y arrojando.

La confusión duró quizá unos quince segundos, antes de que los aullidos de dolor se transformaran en aullidos de rabia.

—Son solamente Dirk y Nick.

—Agarradlos, son solamente dos.

El primer proyectil le pasó a Dirk junto a la oreja y el segundo le dio en pleno pecho.

—Corramos —tosió entre el dolor, y volaron hacia la orilla. Inclinados para trepar, eran tremendamente vulnerables y un proyectil tirado a bocajarro le dio en la parte de su anatomía que le ofrecía al enemigo. El dolor punzante le impulsó para salir del agua nublándole la visión con lágrimas.

—Perseguidlos.

—Pegadles.

El grupo los acorraló. Los proyectiles silbaban a su alrededor y los alcanzaban mientras ellos se retiraban por el arroyo. Antes de que llegaran a la curva siguiente tenían las espaldas y posaderas cubiertas con las tremendas manchas rojas que al día siguiente serían moretones.

Despreocupados, frenéticos por la persecución, gritando y riendo, los atacantes se abalanzaban hacia la trampa que se cerró al doblar la curva.

Dirk y Nik se colocaron en posición de ataque y de repente la orilla, por encima de los perseguidores, se llenó de salvajes danzando desnudos, gritando y lanzándoles una continua lluvia de proyectiles.

Durante un minuto lo soportaron, luego rompieron líneas completamente y se desparramaron saliendo del lecho del río; los proyectiles los castigaban mientras corrían espantados buscando la protección de la plantación.

Uno de ellos permaneció junto a la orilla, arrodillado en el barro, llorando suavemente. Pero según las reglas tácitas que los gobernaban, éste estaba libre de castigo.

—No es más que Boetie —gritó Nickie—. Dejadlo. Vamos. Persigamos a los demás. —Y se puso a trepar por el terraplén dirigiéndolos en la persecución. Chillando y aullando de excitación, cruzaron el césped hacia donde Piet Van Essen trataba desesperadamente de contener la huida y de reunir a sus hombres en el límite de la plantación para enfrentarse a los perseguidores.

Pero otro se quedó bajo el terraplén, Dirk Courtney.

Sólo estaban ellos dos. Disimulados por la pendiente, completamente solos. Boetie miró a Dirk entre lágrimas y lo vio aproximarse lentamente. Vio la vara en la mano de Dirk y la expresión de su cara. Supo que se encontraban a solas.

—Por favor, Dirk —susurró—. Abandono. Por favor. Abandono.

Dirk sonrió. Deliberadamente moldeó el proyectil colocándolo en la vara.

—Te daré todo mi almuerzo mañana —suplicaba Boetie—. No solamente el postre sino todo el almuerzo.

Dirk tiró la arcilla. El chillido de Boetie le estremecía el cuerpo. Comenzó a temblar de placer.

—Te daré mi cortaplumas nuevo. —La voz de Boetie estaba desfigurada por los sollozos y por los brazos que mantenía cruzados sobre la cara.

Dirk cargó la varilla, lentamente, de manera que le fuera posible saborear su sentimiento de poder.

—Por favor, Dirkie, por favor, amigo, te daré todo lo que… —Y Boetie chilló nuevamente.

—Quítate las manos de la cara, Boetie. —La voz de Dirk sonaba ahogada y más gruesa por el placer que le invadía.

—No, Dirkie, por favor, no.

—Quítate las manos y pararé.

—¿Me lo prometes, Dirkie, prometes que pararás?

—Lo prometo —murmuró Dirk.

Lentamente, Boetie bajó los brazos; eran muy delgados y muy blancos, ya que siempre llevaba manga larga para protegerse del sol.

—Tú prometiste, ¿no? Yo hago lo que tú… —Y la arcilla le dio en el puente de la nariz, desparramándose al golpearlo, empujándole hacia atrás la cabeza. Inmediatamente comenzó a sangrar por la nariz.

Boetie se agarró la cara, manchándose de sangre las mejillas.

—Lo habías prometido —protestó—. Lo habías prometido. —Pero Dirk ya estaba moldeando la próxima bola.

Dirkie caminaba solo hacia su casa. Caminaba lentamente, sonriendo apenas, con el suave cabello cayéndole sobre la frente y un poco de arcilla azul pegado a la mejilla.

Mary lo estaba esperando en la cocina de la casa de la calle Protea. Lo miraba acercarse por la ventana mientras Dirk se escurría por la cerca y cruzaba el patio. Al verlo aproximarse a la puerta, Mary notó que venía sonriendo. Casi no le cabía en el pecho la sensación que la invadió cuando vio la inocente belleza de su cara. Le abrió la puerta.

—Hola, cariño.

—Hola, Mary —la saludó Dirk, y su pequeña sonrisa se convirtió en algo tan radiante que Mary tuvo que tocarlo.

—Dios mío, estás cubierto de barro. Más vale que te bañes antes de que tu abuela vuelva a casa.

Dirk se evadió de su abrazo y se acercó a la lata de galletitas.

—Tengo hambre.

—Solamente una —asintió Mary, y Dirk tomó un puñado—. Luego te daré una sorpresa.

—¿Qué es? —Dirk estaba más interesado en las galletitas. Mary le tenía una sorpresa todas las tardes y generalmente era algo tonto como un nuevo par de medias que le había tejido.

—Te lo diré cuando estés bañándote.

—Oh, está bien. —Todavía masticando, Dirk se dirigió al baño. Comenzó a desvestirse por el corredor dejando caer primero la camisa y luego los pantalones para que Mary los recogiera cuando lo siguiera.

—¿Cuál es la sorpresa?

—Oh, Dirk, otra vez has estado jugando a ese horrible juego. —Mary se arrodilló al lado de la bañera y suavemente le pasó la esponja enjabonada por la espalda y nalgas magulladas—. Por favor, prométeme que nunca más vas a jugar.

—Está bien. —Era muy simple sacarle a Dirk una promesa, y ésta ya la había hecho antes—. Bueno ¿cuál es esa sorpresa?

—Adivina. —Mary sonreía ahora, con una secreta sonrisa que inmediatamente llamó la atención de Dirk. Estudió la cara llena de cicatrices, su fea y amante cara.

—¿Caramelos? —intentó adivinar y ella sacudió la cabeza y le acarició el cuerpo desnudo con la toalla.

—No serán calcetines.

—No. —Mary dejó caer la toalla dentro del agua jabonosa y lo apretó contra su pecho—. No, calcetines no murmuró.

Entonces Dirk lo supo.

—Es… ¿es…?

—Sí, Dirkie, es tu padre.

Inmediatamente, Dirk trató de librarse del abrazo. ¿Dónde está, Mary? ¿Dónde está?

—Primero ponte la camisa de dormir. —¿Está aquí? ¿Ha vuelto a casa?

—No, Dirk. Todavía no ha venido. Está en Pietermaritzburg. Pero vas a verlo pronto. Muy pronto. La abuela ha ido ahora a sacar los billetes de tren. Vas a verlo mañana.

Su cuerpo tibio y mojado comenzó a temblar en los brazos de Mary, tiritando por la excitación.

—En cierto modo, señora Courtney, es posible que haya sido mejor que no nos hayamos podido comunicar antes con usted. —El cirujano mayor cargó de tabaco la pipa y comenzó a buscar metódicamente en sus bolsillos.

—Las cerillas están sobre el escritorio —lo auxilió Ada.

—Oh, gracias. —Encendió la pipa y continuó—. Verá usted, su hijo estaba en una unidad irregular, no había datos sobre parientes, y cuando nos lo trajeron hace seis semanas de Colenso no estaba, eeh, digamos en condiciones de informarnos de su dirección.

—¿Podemos ver a papá ahora? —Dirk ya no podía contenerse, y durante los últimos cinco minutos había jugueteado y se había movido inquieto sobre el asiento contiguo a Ada.

—Verás a tu padre dentro de unos minutos, jovencito. —Y el cirujano volvió a dirigirse a Ada—. De este modo, señora Courtney, se ha evitado usted una buena dosis de ansiedad. Al principio tuvimos dudas de poder salvar la vida de su hijo, y más aún la pierna derecha. Durante cuatro semanas la tuvo colgada con pesas. Pero ahora —y dirigió a Ada una radiante sonrisa de justificado orgullo— bueno, más vale que lo vea por usted misma.

—¿Está bien? —preguntó ansiosamente Ada.

—¡Qué constitución física más formidable que tiene su hijo, todo músculo y determinación! —asintió, aún sonriendo—. Sí, está bien encaminado hacia la total recuperación. Quizá le quedará una ligera cojera en la pierna derecha, pero cuando se piensa en lo que pudo haber pasado… —Abrió elocuentemente las manos—. Ahora la hermana los acompañará a verlo.

—¿Cuándo podrá volver a casa? —preguntó Ada desde la puerta.

—Pronto, quizá dentro de un mes.