Esa tarde Sean condujo a la pequeña partida por el puente de acero del ferrocarril que cruzaba el río Tugela, atravesó la desierta ciudad de Colenso y continuó otra vez por la llanura. Delante, sembradas sobre la llanura de pasto como un campo de margaritas blancas, estaban las carpas del gran campamento británico de Chievely Siding. Pero bastante antes de llegar allí, Sean encontró un puesto de guardia dirigido por un sargento y cuatro hombres de un ilustre regimiento de Yorkshire.
—Hola. ¿Adónde diablos crees que vas?
—Soy un súbdito británico —les informó Sean. El sargento miró la barba de Sean y el paquete remendado. Observó el cansado caballo que montaba y luego tomó en cuenta de qué dirección venía Sean.
—Dígalo otra vez —invitó.
—Soy un súbdito británico —repitió Sean cortésmente con un acento que fue demasiado para el oído del hombre de Yorkshire.
—Y yo soy un rubicundo japonés —concedió el sargento alegremente—. Dame tu rifle, amigo.
Durante dos días, Sean languideció en la prisión rodeada de alambre tejido mientras el Servicio de Inteligencia telegrafiaba al Registro de Nacimientos de Ladyburg y esperaba respuesta. Dos largos días en el transcurso de los cuales Sean caviló todo el tiempo, no sobre el ultraje que se le había hecho sino sobre la mujer que había encontrado, amado y perdido tan rápidamente. Esos dos días de forzada inactividad llegaron en el peor momento. Al repetirse una y otra vez cada palabra intercambiada, al sentir nuevamente cada contacto de manos y cuerpos, al representarse mentalmente su cara gozando con cada detalle, Sean hundió a tal profundidad su recuerdo que a partir de entonces permanecería allí para siempre. A pesar de que ni siquiera conocía su apellido, nunca la olvidaría.
Cuando lo liberaron, presentándole las disculpas del caso y devolviéndole sus caballos, dinero, rifle y paquetes, Sean se había sumido en tan terrible depresión que sólo podría aliviarla el alcohol o la violencia física.
La ciudad de Frere, primera parada hacia el sur en la costa, prometía ambas cosas.
—Llévate a Dirk —ordenó a Mbejane—, acampa más allá de la ciudad, al lado del camino, y haz un fuego bien grande para que pueda encontrarte en la oscuridad.
—¿Qué hará usted, Nkosi?
—Voy a ir allí —informó.
—Venga, Nkosizana —llamó Mbejane, y mientras seguía con Dirk por la calle, trataba de decidir cuánto tiempo le daría a Sean antes de volver en su busca. Hacía muchos años de la última vez que el Nkosi se había dirigido tan decidido a un bar, pero había tenido muchas desilusiones en los últimos días.
«Necesitará hasta la medianoche —pensó Mbejane—, después estará en condiciones de dormir».
Sean se dirigió hacia la deslucida cantina que surtía de alcohol a los sedientos de Frere.
Desde la puerta, Sean observó el interior de la cantina. Una sola habitación amplia con un armazón que hacía las veces de mostrador a lo largo de la pared del fondo, y que se encontraba llena de calor y hombres, y de olor a licor y cigarros. Todavía de pie en la puerta, Sean metió la mano en el bolsillo del pantalón y contó subrepticiamente su dinero; se había permitido llevar diez soberanos, más que suficiente para comprar lo que pensaba consumir.
Mientras se abría paso entre la concurrencia hacia el mostrador, miró a los hombres que le rodeaban. La mayoría eran soldados de una docena de regimientos diferentes. Tropas coloniales e imperiales, con predominio de subalternos, aunque un grupo de jóvenes oficiales se encontraba sentado a una mesa alejada. También había algunos civiles que Sean supuso debían ser conductores de carretas, contratistas y hombres de negocios, dos mujeres de una profesión que no dejaba duda alguna, con los oficiales, y una docena de mozos negros.
—¿Qué quieres tomar? —le preguntó la mujerona de detrás del mostrador cuando llegó hasta ella.
Sean miró con cara de pocos amigos su bigote y su manera de hablarle.
—Aguardiente. —No estaba de humor para tonterías.
—¿Quieres la botella? —La mujer se había dado cuenta de su necesidad.
—Eso será suficiente para comenzar —asintió Sean.
Se tomó tres medidas generosas de aguardiente, y con un poco de temor notó que no le hacían efecto, aparte de despejarle la mente de tal modo que veía claramente la cara de Ruth ante sí, completa y con todo detalle, hasta el pequeño lunar negro de su mejilla y la manera en que se le levantaban los extremos de los ojos al sonreír. Tendría que activar su olvido.
Apoyándose con los codos en el mostrador y agarrando la copa en la mano derecha, estudió una vez más a los hombres que lo rodeaban. Pasó revista a cada uno de ellos como distracción, desechándolos uno por uno; finalmente quedó el pequeño grupo que rodeaba la mesa de juego.
Siete jugadores, jugando al póquer con descarte; con apuestas modestas, por lo que él veía. Agarró su botella, cruzó la habitación para unirse a los espectadores y se colocó detrás de un sargento de los guardias reales que estaba perdiendo desastrosamente. Unas manos más tarde, el sargento descartó una en su color, pasó y siguió el lance, levantando la apuesta dos veces hasta que dos pares le hicieron mostrar el juego. Lo hizo soplando con disgusto.
—Esto me ha vaciado los bolsillos. —Recogió las pocas monedas que le quedaban y se puso de pie.
—Mala suerte, Jack. ¿Alguien quiere ocupar su lugar? —El ganador miró el círculo de espectadores—. Un jueguecito amistoso. Apuestas sobre la mesa.
—Cuente conmigo. —Sean se sentó, puso el vaso y la botella estratégicamente cerca de su mano derecha y apiló cinco soberanos de oro frente a él.
—¡El señor tiene oro! Bien venido.
Sean no tuvo buen juego en la primera mano, perdió dos libras contra tres reinas en la segunda, y ganó cinco libras en la tercera. Ya estaba establecida su suerte, y jugó con mente fría y un solo propósito. Cuando le hacían falta cartas parecía que sólo necesitaba desearlas.
¿Cuál era el viejo dicho? «Afortunado en el juego, desgraciado en el amor. Sean sonrió por compromiso y completó un pequeño color con el cinco de corazones, venciendo a los tres sietes que se le oponían y llevándose el pozo para sumarlo a sus ganancias. Casi treinta o cuarenta libras. Ahora se estaba divirtiendo.
—Una pequeña lección, caballeros. —Tres jugadores habían abandonado en la última hora y sólo quedaban cuatro—. ¿Qué tal si les damos una oportunidad de ganar a los perdedores?
—¿Quiere aumentar las apuestas? —Sean preguntó al que había hablado. Era el único ganador, aparte de él un hombre alto, con la cara colorada y olor a caballo probablemente conductor de carretas.
—Sí, si todos están de acuerdo. Que el mínimo sean cinco libras.
—De acuerdo —gruñó Sean, y hubo un murmullo de asentimiento alrededor de la mesa. Al principio prevaleció la cautela, en vista de la cantidad de dinero, pero lentamente abrieron el juego. La suerte de Sean se enfrió un poco, pero una hora más tarde había aumentado sus fondos con una serie de pequeños triunfos hasta un total de setenta y cinco libras. Luego, Sean dio una mano rara.
El primer jugador a la izquierda de Sean subió la apuesta antes del descarte y a su vez el caballero con olor a equino aumentó nuevamente, el número tres pidió ver cartas y Sean las desplegó.
Con júbilo cortés sacó el siete, ocho, nueve y diez de trébol con un seis de diamantes. Le había venido al dedillo.
—Acepto sus veinte y lo subo veinte más —ofreció, y entre los curiosos hubo un movimiento de excitación.
—Acepto —el número uno necesitaba dinero.
—Acepto —repitió Olor a Caballo, e hizo sonar su dinero.
—Abandono —el número tres dejó sus cartas y las empujó lejos. Sean se volvió hacia el número uno.
—¿Cuántas cartas?
—Me quedo con éstas. —Sean sintió la primera premonición de desastre.
—¿Y usted?
—También me gusta lo que tengo.
Dos jugadores servidos contra su pequeña escalera y si tomaba en cuenta la primera distribución de cartas, sus cuatro tréboles, uno de esos jugadores tendría seguramente un color. Con una sensación extraña en el estómago, Sean supo que estaba en apuros y que perdería.
—Descarto una. —Tiró el seis de diamantes sobre las cartas desechadas y se dio una carta de encima del montón.
—Mi apuesta. —La cara del número uno brillaba de confianza—. Subo al máximo, otros cuarenta. Les costará ochenta libras saber lo que tengo. A ver su dinero.
—Me gustaría presionarlo, pero éste es el límite.
—Quiero. —Olor a Caballo tenía una expresión neutral, pero sobre la frente mostraba una suave línea de traspiración.
—Vayamos a los hechos. —Sean tomó sus cartas y,
de detrás de las otras cuatro, levantó la esquina de la nueva que se había dado. Era negra, abrió un poquito más, un seis negro. Lentamente sintió subirle la presión como si fuera una olla recién encendida. Aspiró y desplegó todas las cartas.
—Yo también quiero —exclamó exhalando el aire.
—Full —gritó el número uno—, de reinas, a ver si tienen algo mejor, desgraciados.
—Maldito sea, esta suerte cochina. Yo tenía un trío de ases. —El número uno reía de excitación e hizo ademán de tomar el dinero.
—Un momento, amigo —le dijo Sean, extendiendo sus cartas cara arriba sobre la mesa.
—Tengo color. Mi color gana —protestó el número uno.
—Cuente los puntos… —Sean tocó cada carta mientras las nombraba—: Seis, siete, ocho, nueve y diez, todos tréboles. ¡Color! Le he ganado por un cuerpo entero. —Levantó las manos que el número uno tenía puestas sobre el dinero, lo atrajo hacia sí y comenzó a apilarlo en montones de veinte.
—Vaya racha de suerte que tiene. —Olor a Caballo emitió su opinión, todavía con la cara contraída por la desilusión.
—Sí —asintió Sean—. Muy buena, doscientas sesenta y ocho libras.
—Resulta extraño que le vengan siempre buenas cartas —siguió Olor a Caballo—. Especialmente cuando el que da es usted. ¿Qué profesión ha dicho que tenía?
Sin levantar la mirada, Sean comenzó a trasladar las pilas de soberanos a sus bolsillos. Sonreía un poco. El final de una velada perfecta, decidió.
Una vez satisfecho de haber guardado todo el dinero, Sean miró a Olor a Caballo y le dirigió una amplia sonrisa.
—Vamos, muchachito —dijo.
—Será un placer. —Olor a Caballo arrastró hacia atrás la silla y se puso de pie.
—En efecto, lo será —asintió Sean.
Olor a Caballo se encaminó por la escalera trasera hacia el patio, seguido de Sean y de toda la clientela. Al pie de las escaleras se detuvo, analizando las pisadas de Sean sobre los escalones de madera que resonaban detrás de él. Entonces se volvió y le propinó un golpe impulsado con todo su cuerpo.
Sean lo esquivó con la cabeza, pero lo recibió en la sien y cayó hacia atrás, sobre los espectadores. Al caer vio a Olor a Caballo levantarse la chaqueta y sacar un cuchillo. Este brilló como la plata a la luz de las ventanas del bar. Era un cuchillo de desollar, curvo, con una hoja de veinte centímetros.
La multitud se abrió dejando a Sean caído sobre las escaleras y Olor a Caballo se acercó a matar, haciendo un sonido horrible, bajando el cuchillo en un arco desde encima de la cabeza, un golpe torpe, nada profesional.
Sólo ligeramente aturdido, Sean siguió la plateada curva del cuchillo y la muñeca del hombre golpeó pesadamente en la mano izquierda abierta de Sean.
Durante un buen rato el hombre se mantuvo sobre él, con el brazo armado inútil en el puño de Sean, mientras éste calculaba su fuerza, y se daba cuenta de que lamentablemente no tenía rival. Olor a Caballo era suficientemente corpulento, pero tenía una panza grande y fofa, y la muñeca que sostenía Sean era huesuda,
sin la dura elasticidad que confieren músculos y tendones.
Olor a Caballo comenzó a luchar tratando de liberar su brazo armado, el sudor le inundó el rostro y luego empezó a gotear, tenía un olor aceitoso, nauseabundo, a manteca rancia, que se mezclaba con el olor a caballo.
Sean apretó la mano izquierda sobre la muñeca del hombre, usando primero sólo la fuerza del antebrazo.
—¡Ah! —Olor a Caballo dejó de luchar. Sean usó la energía de todo el brazo, y sintió los músculos del hombro agruparse y retorcerse.
—¡Dios! —Con un crujido, el hueso de la muñeca roto, la mano de Olor a Caballo se abrió completamente y el cuchillo cayó sobre las escaleras de madera.
Aún sosteniéndolo, Sean se sentó, luego se incorporó lentamente.
—Déjanos, amigo. —Sean le empujó hacia atrás, haciéndolo morder el polvo del patio. Respiraba sin dificultad, sintiéndose totalmente frío e indiferente al mirar hacia abajo a Olor a Caballo que se ponía de rodillas, sujetándose la muñeca rota.
Quizás el primer movimiento del hombre hacia afuera fue el que activó a Sean, o quizá fuera el alcohol que había bebido el que descontroló sus emociones y agravó su sentimiento de pérdida y frustración canalizándolo hacia este irracional estallido de odio.
Repentinamente a Sean le pareció que allí delante de él, en el suelo, estaba el origen de todos sus problemas, aquél era el hombre que le había quitado a Ruth.
—¡Hijo de puta! —gruñó. El hombre sintió el cambio de Sean y se tambaleó enderezándose, miró hacia los lados buscando desesperadamente un escape—. ¡Cerdo hijo de puta! —La voz de Sean se elevó, agudizada por el poder de esta nueva emoción. Por primera vez en la vida, Sean anhelaba matar. Se adelantó hacia el hombre, abriendo y cerrando los puños, la cara distorsionada y diciendo frases sin sentido.
El patio estaba totalmente silencioso. Los curiosos permanecían en la sombra, helados por la tremenda fascinación del momento. El hombre también estaba paralizado, solamente movía la cabeza, pero no salía ningún sonido de los labios entreabiertos, y Sean se aproximaba con la ondulante movilidad de una cobra en ataque.
A último momento, el hombre intentó huir, pero tenía las piernas duras y pesadas a causa del miedo, y Sean lo golpeó en el pecho produciendo el ruido de un hacha al dar contra un tronco de árbol.
Cuando el hombre cayó, Sean se tiró sobre él poniéndose a horcajadas sobre su pecho, gritando incoherentemente frases de las que sólo se distinguía el nombre de Ruth. En su locura sintió que rompía la cara del hombre con sus puños, sintió que la sangre cálida le salpicaba su propia cara y sus brazos y oyó los gritos de la multitud.
—¡Lo va a matar!
—¡Sepárenlos!
—Por Dios, échenme una mano, es fuerte como un buey.
Varias manos lo sujetaron, le pasaron un brazo alrededor del cuello desde atrás, sintió el golpe de alguien que rompía una botella sobre su cabeza, y la presión de varios cuerpos amontonándose encima de él.
Sean se incorporó, a pesar de los que lo sostenían, dos de ellos montados sobre su espalda y otros agarrados a sus brazos y piernas.
—Haced que saque las piernas de debajo de él. —Bajadlo, muchachos, bajadlo.
Con un movimiento convulsivo, Sean hizo chocar uno contra otro a los hombres que le sujetaban los brazos. Lo soltaron.
Pateó para liberar la pierna derecha, y los que le sostenían la otra pierna se la soltaron y se apartaron. Levantando los brazos, se arrancó a los hombres de la espalda y se quedó solo, el pecho le subía y bajaba al respirar; la sangre del tajo abierto por la botella en su cráneo le goteaba por la cara y le empapaba la barba.
—¡Busquen un arma! —gritó alguien.
—Hay un arma de fuego debajo del bar —pero nadie dejó el círculo que lo rodeaba, y Sean los envolvió en una mirada, los ojos brillando salvajemente debajo de la masa de sangre reluciente que era su cara.
—¡Lo ha matado! —acusó una voz. Y las palabras le llegaron a Sean a través de la locura. Su cuerpo se relajó algo y trató de enjugarse la sangre con la mano abierta. Los espectadores notaron el cambio.
—Cálmate, muchacho. Una cosa es divertirse, pero el asesinato es muy diferente.
—Tranquilo ahora, vamos a ver qué le has hecho.
Sean miró el cuerpo, y primero se sintió confundido, hasta que súbitamente tuvo miedo. El hombre estaba muerto, estaba seguro.
—¡Oh, Dios mío! —suspiró, retrocediendo, limpiándose infructuosamente los ojos y logrando sólo extender más la sangre.
—Él sacó un cuchillo. No te preocupes, amigo, tienes testigos. —El humor de la multitud había cambiado.
—No —murmuró Sean. No lo comprendieron. Por primera vez en la vida había abusado de su fuerza, la había usado para matar sin razón. Para matar por placer, para matar igual que mata un leopardo.
Entonces el hombre se movió apenas, giró la cabeza y estiró y flexionó una pierna. Sean sintió que la esperanza lo invadía.
—¡Está vivo!
—Traigan a un médico.
Con miedo, Sean se aproximó y se arrodilló al lado del hombre, se quitó el pañuelo y limpió de sangre la boca y nariz del herido.
—Se recuperará, déjeselo al médico.
Llegó el médico, un hombre lacónico y delgado mascando tabaco. A la luz amarillenta de una lámpara tocó y examinó mientras todos se amontonaban alrededor tratando de ver por encima de sus hombros. Finalmente se puso de pie.
—Muy bien. Pueden moverlo. Llévenlo a mi consultorio. —Luego se dirigió a Sean—. ¿Ha sido usted? Sean asintió.
—Recuérdeme no molestarlo.
—Yo no quería, pasó de repente.
—¿Es así? —El doctor escupió un jugo amarillo de tabaco al polvo del patio—. Vamos a mirarle la cabeza. —Bajó la cabeza de Sean hasta su altura y separó el negro cabello empapado.
—Se cortó una vena. No necesito coserlo. Lávese la herida y póngase un poco de yodo.
—¿Cuánto es, doctor, por lo del otro tipo? —preguntó Sean.
—¿Usted va a pagar? —el doctor lo miró burlonamente.
—Sí.
—Mandíbula rota, clavícula también, cerca de veinticuatro puntos y unos días en cama con contusiones —murmuró, sumando—. Digamos dos guineas. —Sean le dio cinco.
—Cuídelo bien, doctor.
—Es mi trabajo. —Y siguió a los hombres que se llevaban a Olor a Caballo fuera del patio.
—Yo diría que necesita un trago, señor. Yo le pago uno —ofreció alguien. Todo el mundo está de parte del ganador.
—Sí —accedió Sean—. Necesito un trago.
Se bebió más de uno. Cuando Mbejane fue a buscarlo a medianoche tuvo gran dificultad en subirlo a la grupa del caballo. A mitad de camino al campamento, Sean se resbaló y cayó a la calle, así que Mbejane lo colocó al través, cabeza y brazos colgando a babor y las piernas danzando a estribor.
—Posiblemente mañana se arrepentirá —le dijo Mbejane, algo severamente mientras lo descargaba al lado del fuego y lo envolvía, todavía con las botas puestas y ensangrentado, en sus mantas. Estaba en lo cierto.
Al amanecer, Sean se limpió la cara con un trapo empapado en agua caliente procedente de un jarro, observando su imagen en el pequeño espejo de metal; la única satisfacción que experimentaba eran los doscientos soberanos que había rescatado de la juerga.
—¿Te encuentras mal, papá? —El horrible interés de Dirk por el estado de Sean fue un motivo más de mal humor.
—Tómate el desayuno. —El seco tono de Sean estaba calculado para terminar con ulteriores preguntas.
—No hay comida. —Mbejane nuevamente asumió el familiar papel de protector.
—¿Por qué no hay? —Sean enfocó sus ojos enrojecidos sobre él.
—Uno de nosotros considera que la compra de bebidas alcohólicas y otras cosas son más importantes que la comida de su hijo.
Del bolsillo de su chaqueta, Sean sacó un puñado de soberanos.
—¡Vete! —ordenó—. Compra caballos frescos y comida. Ve rápido para que mi grave enfermedad no se vea empeorada con la sabiduría de tu consejo. Llévate a Dirk.
Mbejane examinó el dinero y sonrió.
—La noche no ha sido desaprovechada.
Se fueron a Frere, Dirk trotaba al lado del inmenso zulú semidesnudo y su voz se perdió al cabo de cien metros. Sean se sirvió otra taza de café y, rodeándola con las manos, se sentó mirando fijo la ceniza y los rosados carbones del fuego. Estaba seguro de que Mbejane usaría con cuidado el dinero, tenía la paciencia del regateo característica de su raza y si fuera necesario regatearía durante dos días para comprar un solo buey. Ahora Sean no estaba preocupado por esas cosas. En lugar de ello repasó los sucesos de la noche anterior. Aún sentía náuseas por su demostración de rabia asesina y trató de justificarla: había perdido casi todo lo que poseía, le habían quitado en un solo día la suma de años de trabajo duro, y las penurias y la incertidumbre se habían adueñado de él. Por último, el licor y los nervios tensos por el póquer habían colmado el vaso, quitándole el poco sentido que le quedaba y traduciéndolo todo en el estallido violento de la noche pasada.
Pero eso no era todo, sabía que había evitado la causa principal, Ruth. Al recordarla, se sintió agobiado por una ola de imposible nostalgia, una tierna desesperación como nunca había experimentado hasta entonces. Gimió en voz alta y elevó la vista hacia el lucero del alba que se estaba perdiendo en el horizonte rosado mientras el sol se elevaba por detrás.
Se sumergió un rato más en la suavidad de su amor, recordando su forma de caminar, la oscura serenidad de sus ojos, y su voz al sonreír y su boca al cantar, hasta que pareció ahogarse en esa suavidad.
Entonces se puso de pie de un salto y se paseó inquieto al lado del fuego.
«Debemos dejar este lugar, irnos de aquí, irnos rápido. Debo encontrar algo que hacer, algún modo de evitar pensar en ello, algo que llene mis manos que me duelen por la necesidad de abrazarla.
A lo largo de la carretera, yendo hacia el norte, hacia Colenso, una larga columna de infantería pasó a su lado. Dejó de pasear y los miró. Los hombres se inclinaban hacia delante bajo el peso de su carga, y los rifles destacaban derechos detrás de los hombros.
«Sí —pensó—, iré con ellos. Quizá en el lugar al que van pueda encontrar lo que no hallé anoche. Iremos a casa, a Ladyburg, aprisa en los caballos frescos, y dejaré a Dirk con Ada y Volvió a pasear impaciente. ¿Dónde diablos estaba Mbejane?
Desde lo alto, Sean miró hacia Ladyburg. La ciudad se desplegaba en un círculo alrededor de la torre de la iglesia. Recordó la aguja brillante como un faro recién chapada en cobre. Pero seguramente diecinueve años de inclemencias habían apagado su color hasta convertirlo en un marrón claro.
Diecinueve años. No parecía tanto tiempo. Ahora había almacenes de mercancías alrededor de la estación, un nuevo puente de cemento cruzaba el Baboom Stroom, los árboles azules de la plantación estaban más altos y la vegetación ondulante que adornaba la calle principal había desaparecido.
Con una extraña aprensión, Sean volvió la cabeza y miró hacia la derecha, cruzando el Baboom Stroom, cerca del precipicio, hacia donde había dejado la casa holandesa de Theunis Kraal con sus techos de arqueada paja amarilla y sus celosías de madera amarilla en las ventanas.
Allí estaba, pero no como él la recordaba. Incluso a aquella distancia notó que las paredes estaban desconchadas y con manchas de humedad; y la paja, rala como el pelo de un foxterrier; una de las celosías caía algo, ya que tenía un gozne roto; el césped estaba descuidado y había manchas marrones donde se veía la tierra desnuda. La lechería de detrás de la casa se había derrumbado y no tenía techo; lo que quedaba de las paredes llegaba hasta la altura del hombro de una persona.
—¡Maldito sea! —Sean sintió nacer de repente su rabia al ver con qué negligencia había tratado su hermano gemelo la hermosa y antigua casa—. Es tan haragán que no saldría de una cama en la que se hubiera orinado.
Para Sean no era sólo una casa. Era el lugar que su padre había construido, el que había cobijado a Sean el día de su nacimiento y durante toda su niñez. Cuando su padre murió bajo las lanzas zulúes en Isandlawana, la mitad de la granja y de las tierras pasaron a manos de Sean, que solía sentarse en el estudio durante la noche mientras los troncos se consumían en el hogar de piedra y la cabeza de búfalo disecada arrojaba sombras distorsionadas que se movían sobre el cielo raso de yeso. A pesar de que había devuelto su parte, todavía era su casa. Garry, su hermano, no tenía derecho a tenerla abandonada y cayéndose a pedazos.
—¡Maldito sea! —Sean pensó en voz alta, pero inmediatamente su conciencia lo hizo callar. Garry era un inválido, con la parte inferior de una pierna destrozada por un tirador descuidado. Y ese tirador había sido Sean. «¿Es que nunca me sentiré libre de esa culpa, cuánto más deberé sufrir? Protestó ante la presión de su conciencia.
Su conciencia siguió recordándole que no era ése el único reproche que tenía que hacerse en relación con su hermano. «¿De quién es el hijo que él llama suyo? ¿De quién fue la semilla que se transformó en un niño en el vientre de Anna, la esposa de tu hermano?»
—Ha pasado mucho tiempo, Nkosi. —Mbejane había notado la expresión de su cara al mirar hacia Theunis Kraal y recordar un pasado que mejor era olvidar.
—Sí. —Sean se enderezó en la montura—. Un largo camino y muchos años. Pero ahora estamos de vuelta en el hogar.
Miró hacia atrás, hacia el pueblo, buscando el barrio situado más allá de la calle principal y el hotel para encontrar el techo de la casita de la calle Protea. Cuando lo encontró, por entre los altos y azules árboles del caucho, le cambió el humor, se sintió renovar. ¿Viviría ella todavía allí? ¿Cómo estaría? Seguramente tendría el cabello algo gris; los cincuenta años la habrían marcado profundamente, ¿o quizá la habrían tratado con la misma consideración que ella demostraba hacia aquellos con quienes trataba? ¿Lo habría perdonado por partir sin un adiós? ¿Perdonaría los largos años de silencio que siguieron? ¿Comprendía las razones por las cuales nunca había escrito, ni una palabra, ni un mensaje, salvo el regalo anónimo de diez mil libras que había transferido a su cuenta bancaria? Diez mil miserables libras, que casi ni había notado entre todos los millones que había ganado y perdido en aquellos días, hace mucho tiempo, cuando Sean era uno de los dueños de las minas de oro de Witwatersrand.
Otra vez sintió que el sentimiento de culpa lo ahogaba, ya que sabía con total certidumbre que ella había entendido, había perdonado. Porque así era Ada, la mujer que era su madrastra, y a quien él amaba más allá del amor natural que uno debe a su propia madre verdadera.
—Bajemos —dijo y espoleó su caballo hasta el medio galope.
—¿Esta es nuestra casa, papá? —gritó Dirk mientras cabalgaba a su lado—. ¿La abuela estará allí?
—Eso espero —contestó Sean, y luego agregó—: Espero con toda mi alma que esté.
Pasaron el puente del Baboom Stroom, los corrales a lo largo del ferrocarril, los viejos almacenes de madera y hierro con el cartel blanco y negro, ahora convertido en gris, que decía «Ladyburg. Altitud 678 metros sobre el nivel del mar». Doblaron a la izquierda por la polvorienta calle principal que era lo suficientemente ancha como para que pasara una yunta de bueyes, y por la calle Protea. Dirk y Sean juntos, con Mbejane y los caballos de carga siguiéndolos bien lejos.
En la esquina, Sean hizo andar al paso a su caballo, gozando de los minutos de espera hasta que pararon frente a la cerca de madera blanca que rodeaba la casa. El jardín estaba cuidado y verde, alegre con sus planteros de margaritas Barberton y azules rododendros. La casa había sido ampliada, con una nueva habitación en el extremo, y parecía flamante con su capa de pintura nueva. El cartel de la puerta decía en letras doradas sobre verde: «Maison Ada, Modista de Categoría».
Sean sonrió.
—Mamá se ha vuelto francesa, Dios mío. —Luego le pidió a Dirk que lo esperara.
Se bajó del caballo, le dio las riendas a Dirk y atravesó el portón. En la puerta se detuvo, preocupado por su apariencia, y se ajustó la corbata. Se miró el severo traje oscuro y las botas nuevas que había comprado en Pietermaritzburg, se sacudió el polvo de los pantalones, se arregló la barba recién cortada, le dio una vuelta al bigote y llamó a la puerta.
Finalmente una joven abrió. Sean no la reconoció, pero ella reaccionó de inmediato ruborizándose ligeramente, tratando de arreglarse el cabello sin llamar la atención sobre su descuido, tratando de esconder el trabajo de costura que llevaba en la mano, y mostrando todos los signos de confusión característicos de las mujeres solteras en presencia de un hombre atractivo, alto y bien vestido. Pero Sean sintió una oleada de pena al mirarle la cara cubierta de feas marcas de acné.
Sean se quitó el sombrero.
—¿Está la señora Courtney?
—Está en el taller, señor. ¿A quién debo anunciar?
—No le diga nada, es una sorpresa. —Sean le sonrió y ella levantó tímidamente las manos como tratando de esconder la ruina que era su cara.
—¿No quiere pasar, señor? —Volvió la cabeza, avergonzada, como si quisiera esconderla.
—¿Quién es, Mary? —Sean se sobresaltó al escuchar la voz que llegaba desde la parte de atrás de la casa; no había cambiado nada, y los años desaparecieron.
—Es un caballero, tía Ada. Quiere verla.
—Ya voy. Invítalo a sentarse y sírvenos café, por favor, Mary.
Mary escapó agradecida y dejó a Sean de pie solo en la salita, mientras torturaba el sombrero entre sus manazas oscuras y miraba el daguerrotipo de Waite Courtney que había sobre el hogar. Aunque no lo notó, la cara de su padre en el retrato era casi idéntica a la suya, los mismos ojos bajo espesas cejas negras, la misma arrogante boca, incluso la misma obstinación marcaba la barbilla debajo de la espesa barba negra, y la gran nariz ganchuda de los Courtney.
La puerta del taller se abrió y Sean se volvió rápidamente para ponerse frente a ella. Ada Courtney apareció sonriendo, hasta que lo vio, entonces se detuvo y se le heló la sonrisa y palideció. Su mano se elevó como dudando hasta la garganta y pareció ahogarse.
—Dios bendito —suspiró.
—Mamá. —Sean jugueteaba incómodo con sus pies—. Hola, mamá. Me alegro de verte.
—Sean. —El color volvió a sus mejillas—. Por un momento creí… Al crecer te pareces tanto a tu padre… ¡Oh, Sean! —y corrió hacia él. Sean tiró su sombrero en el sofá y la tomó por la cintura.
—Te esperaba. Sabía que volverías.
Sean la levantó en el aire y la besó en una mezcla de confusión y alegría, meciéndola mientras la besaba y riéndose.
—Bájame —tosió finalmente Ada, y cuando Sean lo izo, se colgó de él—. Sabía que ibas a volver. Al principio hubo pequeñas noticias sobre ti en los periódicos, y la gente me contaba cosas, pero estos últimos años no he sabido nada, nada.
—Lo siento. —Sean se serenó.
—Eres un niño malo. —Ada brillaba a causa de la excitación, y su cabello se había escapado del rodete, y un mechón colgaba sobre la mejilla—. Pero me alegro tanto de tenerte de vuelta… —E imprevistamente se puso a llorar.
—No, mamá, por favor, no. —Nunca la había visto llorar.
—Es que… es la sorpresa. —Se secó impaciente las lágrimas—. No es nada.
Desesperadamente, Sean buscó algo para distraerla.
—¡Eh! —exclamó aliviado—. Te tengo otra sorpresa.
—Más tarde —protestó Ada—. De una en una.
—Esta no va a esperar. —La condujo a la puerta y a la escalera de la entrada, rodeándole los hombros con el brazo.
—Dirk —gritó—. Ven aquí.
Permaneció de pie, muy quieta mientras veían a Dirk acercarse al camino del jardín.
—Esta es tu abuelita. —Los presentó.
—¿Por qué llora? —Dirk la miró con franca curiosidad.
Más tarde se encontraron sentados a la mesa en la cocina, mientras Ada y Mary los llenaban de comida. Ada Courtney creía que lo primero que había que hacer con un hombre era darle de comer.
Mary estaba casi tan excitada como Ada, y había aprovechado los pocos minutos en que quedó sola para peinarse y ponerse un delantal nuevo; pero el polvo con el que había tratado de cubrir las cicatrices de su piel sólo llamaba más la atención. Compasivo, Sean evitaba mirarla y Mary lo notó. Tímidamente se dedicó a llamar la atención de Dirk. Se preocupó en silencio de que no le faltara nada, y Dirk lo aceptó como algo natural.
Mientras comían, Sean llenó el hueco de años contando sucintamente sus actividades, casi sin mencionar la muerte de la madre de Dirk, y otras cosas de las que no se sentía orgulloso. Por fin llegó al presente.
—Y aquí estamos. «De vuelta está el marinero, de vuelta del mar. Y el cazador vuelve de la montaña». Dirk, no te pongas tanto en la boca y manténla cerrada al masticar.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte? Mary, por favor, mira si hay algún bollo de crema en el frasco. Dirk todavía tiene hambre.
—Se va a poner malo. No sé, no mucho porque… estamos en guerra —le contestó Sean.
—¿Vas a alistarte?
—Sí.
—Oh, Sean, ¿no puedes evitarlo? —dijo Ada,, sabiendo que él debía ir.
Mientras elegía un cigarro de la caja, Sean la estudió de cerca por primera vez. Había cabellos blancos tal como él había previsto, casi tantos como negros; largos mechones en las sienes y la textura de la piel había cambiado, perdiendo la frescura de la juventud, secándose y arrugándose alrededor de los ojos y estirándose en el dorso de las manos, mostrando más prominentes los nudillos y más azules las venas. También estaba algo más gorda, con el busto lleno y redondo.
Pero también persistían las otras cualidades que él había recordado tanto tiempo, incluso parecían haberse fortalecido; la compostura que evidenciaba la quietud de manos y cuerpo, aunque desmentida por el humor que revoloteaba por sus labios; los ojos cuya profundidad indicaba compasión y una segura comprensión de todo sobre lo que se posaban. Pero especialmente era esa aura indefinible de bondad que la rodeaba; mirándola,
volvió a sentir que en esa mirada no podía vivir mucho tiempo ningún pensamiento destructivo.
Sean encendió el cigarro y habló mientras el humo lo enmascaraba.
—Sí, mamá, debo ir.
Y Ada, cuyo esposo también había cabalgado hacia la muerte en la guerra, no pudo evitar que la tristeza se asomara un instante a sus ojos.
—Sí, supongo que debes hacerlo. Garry ya partió, y Michael ha estado haciendo lo posible por seguirlo. —¿Michael?
Sean disparó la pregunta.
—El hijo de Garry nació poco después de que tú dejaras Ladyburg. Este invierno cumplirá dieciocho años.
—¿Cómo es? —La voz de Sean era demasiado ansiosa. «Michael, así que ése es el nombre de mi hijo, de mi primer hijo. Por Dios, mi primer hijo y yo ni siquiera conozco su nombre hasta que es un hombre hecho y derecho. Ada lo miraba con su propia pregunta no formulada en los ojos.
—Mary, por favor, lleva a Dirk hasta el baño. Trata de limpiarle un poco de la comida que tiene alrededor de la boca. —Una vez que salieron, respondió a la pregunta de Sean.
—Es un muchacho alto, alto y delgado. Moreno como su madre, pero muy serio. No se ríe mucho. Siempre el mejor de la clase. Yo lo quiero mucho. Viene a menudo. —Se mantuvo en silencio unos momentos y luego—: Sean…
Rápidamente Sean la interrumpió.
—¿Y Garry cómo está? —Presentía lo que ella iba a preguntarle.
—Garry no ha cambiado mucho. Ha tenido una racha de mala suerte… Pobre Garry, las cosas han ido mal en la granja. La peste exterminó su ganado, tuvo que pedir un préstamo al Banco. —Dudó un instante—. Y está bebiendo demasiado. No estoy segura de ello, ya que nunca va al hotel y nunca lo he visto con un vaso en la mano, pero tiene que ser eso.
Voy a averiguar su paradero cuando vaya a Colenso.
—No tendrás problemas en encontrarlo. Garry es teniente coronel del estado mayor. Fue ascendido la semana pasada y se le otorgó la Orden de Servicio Distinguido junto con la Cruz de la Victoria. Está encargado de la comunicación entre las tropas imperiales y coloniales.
—¡Dios mío! —Sean estaba asombrado—. ¡Garry coronel!
—El general Buller lo tiene en gran estima. El general también posee la Cruz de la Victoria.
—Pero —protestó Sean— tú sabes cómo la obtuvo Garry. Fue un error. Si Garry está en el estado mayor, ¡entonces Dios tenga piedad del ejército inglés!
—Sean, no debes hablar así de tu hermano.
—El coronel Garry Courtney —rió Sean.
—Yo no sé qué es lo que hay entre tu y Garry, pero es algo muy feo, y yo no quiero nada de eso en esta casa. —El tono de Ada era terminante y Sean dejó de reír.
—Lo siento.
Antes de terminar con el asunto, quiero prevenirte. Por favor, ten mucho cuidado al tratar a Garry. Sea lo que sea lo que pasó entre vosotros, y yo no quiero saberlo, Garry aún te odia. Una o dos veces comenzamos a hablar de ti y yo lo hice callar. Sin embargo, Michael me lo ha contado, y él se lo escuchó a su padre. Es casi su obsesión. Ten cuidado con Garry.
Ada se puso de pie.
—Y ahora respecto a Dirk. ¡Qué niño más encantador, Sean! Pero me temo que lo hayas malcriado un poco.
—Es una fiera —admitió Sean.
—¿Qué estudios ha tenido?
—Bueno, sabe leer un poco.
—Vas a dejármelo a mi. Yo lo matricularé en la escuela cuando comience el año.
—Te lo iba a pedir. Te dejaré dinero.
—Hace diez años hubo un misterioso y cuantioso depósito en mi cuenta corriente. No era mío, así que lo coloqué a interés. —Le sonrió a Sean y éste bajó los ojos—. Usaremos ese dinero.
—No —contestó él.
—Sí —retrucó Ada—. Y ahora dime cuándo te vas. —Pronto.
¿Cuándo es pronto?
Mañana.
Una vez que subieron al camino llamado Panorama del Mundo, en las afueras de Pietermaritzburg, Sean y Mbejane viajaron con sol y en cordial camaradería. Los sentimientos que los unían eran sólidos; las presiones, los problemas y la risa compartida habían sido convertidos por el tiempo en un escudo de afecto, así que ahora eran tan felices como sólo pueden serlo los hombres cuando están juntos. Las bromas que hacían eran viejas bromas, y las respuestas casi automáticas, pero la excitación era nueva, igual que el sol es nuevo todos los días. Puesto que se encaminaban a la guerra, a otro encuentro con la muerte, todo lo demás perdía significado. Sean se sentía libre, los pensamientos y lazos con otra gente que lo habían atormentado los meses anteriores desaparecían. Como un barco listo para entrar en acción, Sean se aprestaba a encontrar su destino despreocupadamente.
Al mismo tiempo pudo desdoblarse y mirar con indulgencia su propia inmadurez. Por Dios, parecemos un par de chiquillos haciendo novillos. Después, al profundizar en la idea, se sintió agradecido. Agradecido de que las cosas fueran así; agradecido porque todavía tenía esa capacidad de olvidarse de todo lo demás y acercarse al instante con ansiedad de niño. Durante un rato, el nuevo hábito de la propia estima se mantuvo firme; «ya no soy joven y he aprendido mucho, reuniendo ladrillo a ladrillo a lo largo del camino, ajustando cada ladrillo y uniéndolo con argamasa a la pared. Todavía no he terminado la fortaleza de mi masculinidad, pero lo que he construido hasta el momento es resistente. Sin embargo, el propósito de una fortaleza es proteger y amparar las cosas preciosas; si durante la construcción el hombre pierde y derrocha las cosas que quiere proteger, entonces la fortaleza terminada es una triste burla. Yo no lo he perdido todo, usé un poco como permuta. Comercié un poco de fe por conocer la maldad; vendí algo de risa a cambio de la comprensión de la muerte; una medida de libertad por dos hijos (éste había sido un buen cambio), pero sé que aún me queda algo».
Cabalgando a su lado, Mbejane notó el cambio en el humor de Sean, y se le adelantó para hacerlo volver al camino.
—Nkosi, debemos apresurarnos si quiere llegar a su cantina de Frere.
Con un esfuerzo, Sean hizo a un lado sus pensamientos, y rio. Siguieron hacia el norte y al tercer día llegaron a Chievely.
Sean recordó su inocente asombro cuando, siendo joven, se había unido a lord Chelmsford en Rorke’s Drift al comenzar la guerra contra los zulúes. Entonces había estado convencido de que no se podían agrupar más hombres. Ahora miró hacia el campamento británico de Colenso y sonrió; la pequeña columna de Chelmsford se habría perdido en la zona reservada a artillería y pertrechos, aunque más allá las tiendas se extendían a lo largo de cerca de tres kilómetros. Fila tras fila de pequeños conos de tela separados por hileras de caballos, y al fondo los vehículos de transporte que se contaban por miles, con los animales de tiro dispersos pastando en la sabana casi hasta donde alcanzaba la vista.
Era un panorama impresionante, no sólo por su inmensidad sino por su esmerada disposición; igualmente lo era la precisión militar de los grupos de hombres que se estaban entrenando y el brillo del conjunto de sus bayonetas al girar, marchar y dar contramarcha.
Cuando Sean se internó en el campamento y leyó los nombres de los regimientos delante de cada hilera de carpas, reconoció nombres gloriosos. Pero los nuevos uniformes caqui y los fuertes cascos los habían reducido a una masa homogénea. Solamente la caballería conservaba algo de la magia de los penachos que ondeaban alegremente en las puntas de las lanzas. Un escuadrón pasó al trote y Sean les envidió las cabalgaduras, grandes bestias lustrosas, tan arrogantes como los hombres que transportaban; caballo y jinete dando un aire de crueldad inhumana en las lanzas de punta brillante que llevaban.
Sean formuló una docena de veces su pregunta «¿dónde puedo encontrar a los guías? y si bien las respuestas se las daban en los dialectos de Manchester y de Lancashire, en los ininteligibles acentos escoceses e irlandeses, todas tenían un factor común: eran igualmente inútiles.
Una vez se detuvo a observar a un grupo que se entrenaba con las nuevas ametralladoras Maxim. «Torpes —fue su conclusión—, no sirven de nada contra un rifle. Más tarde recordaría ese juicio sintiéndose algo avergonzado.
Toda la mañana vagó por el campamento, con Mbejane detrás, y a mediodía estaba cansado, polvoriento y de mal humor. El Cuerpo de Guías de Natal parecía ser una unidad mítica. Se quedó en el límite del campamento y miró hacia la sabana, calculando cuál sería su próximo movimiento.
A unos setecientos metros, en la verde llanura, observó un delgado hilo de humo azul. Salía de unos arbustos que obviamente seguían el curso de un arroyo. Quienquiera que hubiera elegido ese lugar del campamento sin duda sabía acomodarse en la sabana. Comparado con el entorno hostil del campamento, eso debía parecer el paraíso; protegido del viento, cerca de la leña y del agua, bien separado de la vista de los oficiales superiores. Allí estaba su respuesta, Sean sonrió y se dirigió hacia el humo.
Su suposición demostró ser correcta al encontrar un hormiguero de sirvientes negros entre los árboles. Sólo podían ser tropas coloniales, cada uno con un criado personal. También habían colocado las carretas en formación circular. Con la sensación de volver a casa, Sean se aproximó al primer hombre blanco que vio.
Este caballero estaba sentado en un baño de asiento esmaltado, bajo la sombra de una mimosa, hundido hasta la cintura, mientras un sirviente agregaba agua caliente con una gran pava negra.
—Hola —saludó Sean. El hombre levantó la vista del libro que leía, se sacó el cigarro de la boca y devolvió el saludo.
—Estoy buscando a los guías.
—Entonces, amigo, su búsqueda ha terminado. Siéntese. —Luego al sirviente—: Tráele una taza de café al Nkosi.
Agradecido, Sean se hundió en la silla que se hallaba cerca de la bañera y estiró las piernas. Su huésped dejó el libro y comenzó a enjabonarse el velludo pecho y las axilas mientras estudiaba abiertamente a Sean.
—¿Quién está al mando? —preguntó Sean.
—¿Quiere verlo?
—Sí.
El bañista abrió la boca y gritó:
—Eh, ¡Tim!
—¿Qué quieres? —la respuesta llegó de la carreta más cercana.
—Aquí hay un amigo que quiere verte.
—¿Y qué quiere?
—Dice que quiere hablarte de su hija.
Hubo una larga pausa mientras el hombre de la carreta digería la observación.
—¿Cómo es?
—Grandote, lleva un arma.
—Te estás burlando.
—¡Naturalmente que no! Dice que si no sales va a entrar a buscarte.
La tela de la cubierta de la carreta fue levantada con precaución y por una rendija se vio un ojo. El feroz bramido que siguió hizo sobresaltar a Sean. La tela fue abierta de un manotazo y el oficial a cargo de los guías salió. Se acercó a Sean con los brazos levantados como un luchador. Durante un instante, Sean lo observó y luego devolvió el aullido y se puso en posición de defensa.
—¡Yaah! —cargó el oficial, y Sean se pegó a él cuerpo a cuerpo, apretando los brazos alrededor del hombre cuando se encontraron.
—Tim Curtis, miserable. —Sean rugía de risa y de dolor mientras Tim trataba de arrancarle la barba de raíz.
—Sean Courtney, maldito hijo de puta. —A Tim no le quedaba aire en los pulmones por el abrazo de Sean.
—Vamos a tomar una copa. —Sean lo golpeó.
—Vamos a tomar una botella —contestó Tim, agarrándole las orejas y retorciéndoselas.
Finalmente se separaron y quedaron frente a frente riendo incoherentemente ante el placer de volver a verse.
El sirviente volvió con el café de Sean, y Tim lo despidió con fastidio.
—¡Nada de esa agua sucia! Trae una botella de aguardiente de mi caja.
—Ustedes dos se conocen, me imagino —los interrumpió el hombre del baño.
—¡Conocernos! ¡Jesús, he trabajado cinco años para él! —ladró Tim—. Sacando su sucio oro de la tierra.
El peor patrón que he tenido.
—Bueno, he aquí tu oportunidad —se sonrió Sean—, ya que he venido a trabajar para ti.
—¿Has oído, Saul? El idiota quiere alistarse.
—Mazeltov. —El bañista hundió la punta de su cigarro en el agua, lo tiró y se puso de pie ofreciéndole a Sean una mano enjabonada.
—Bien venido a la legión extranjera. Me llamo Saul Friedman y supongo que usted es Sean Courtney. Bueno, ¿dónde está esa botella para celebrar su llegada?
La conmoción había reunido a los otros hombres y todos le fueron presentados a Sean. Parecía que el uniforme de los guías era una chaqueta caqui sin insignia, enseña ni rango, sombrero de ala flexible y pantalones de montar. Eran diez. Un grupo de aspecto fuerte que Sean encontró de su agrado.
Desnudo, excepto por una toalla sujeta alrededor de la cintura, Saul cumplió su tarea de servir las copas y todos se acomodaron a la sombra para beber un rato. Tim Curtis los entretuvo los primeros veinte minutos con un relato biográfico y biológico de la carrera de Sean, a lo que contribuyó Saul con comentarios que encontraron eco favorable. Era evidente que Saul era el genio del grupo, una función que cumplía con distinción; era el más joven, quizá tendría veinticinco años y era el menos corpulento. Tenía un cuerpo delgado y peludo, y era encantadoramente feo. A Sean le gustó.
Una hora más tarde, cuando el aguardiente los había hecho llegar al estado de seriedad que precede a la hilaridad total y a la incoherencia, Sean preguntó:
—Capitán Curtis…
—Teniente, y no lo olvide —le corrigió Tim.
—Entonces teniente. ¿Cuál es nuestro trabajo y cuándo lo haremos?
Tim miró ceñudo el vaso vacío y luego miró a Saul.
—Díselo —ordenó.
—Tal como mencionamos anteriormente, somos de la legión extranjera. La gente nos mira con lástima y algo de compromiso. Se cruzan a la acera opuesta cuando nos encuentran por la calle y se persignan contra el mal de ojo. Vivimos aquí en nuestra pequeña colonia de leprosos.
—¿Por qué?
—Bueno, primero pertenecemos al regimiento del enano más miserable de todo el ejército de Natal. Un oficial que, a pesar de todo el despliegue de medallas, no inspiraría confianza en un coro de niñas. Es el jefe principal de comunicaciones de las tropas coloniales en el estado mayor. Teniente coronel Garrick Courtney, VDDSO —Saul se detuvo y cambió de expresión—. No será pariente suyo, ¿no?
—No —mintió Sean sin dudar.
—Gracias a Dios —siguió Saul—. De cualquier manera, él es la causa por la que la gente nos tiene lástima. El problema es que nadie ha reconocido oficialmente nuestra existencia. Incluso el reparto de raciones debe ser precedido por un diálogo de opereta entre Tim y el comisario. Pero como nos llamamos guías todos esperan que salgamos a hacer alguna ronda así, que de alguna manera misteriosa el fracaso del general Buller al no avanzar ni siquiera cien metros en tres meses nos lo achacan a nosotros. —Saul se llenó el vaso—. De todos modos aún no hemos terminado el aguardiente.
—¿Quieres decir que no hacéis nada?
—Comemos, dormimos y bebemos.
—De vez en cuando vamos de visita —agregó Tim—. Este es un momento tan oportuno como cualquier otro.
—¿A quién visitamos?
—Hay una mujer muy emprendedora en la zona, a menos de nueve kilómetros de distancia. Tiene un circo ambulante, cuarenta carretas y cuarenta chicas. Sigue al grueso del ejército para confortar y dar coraje a los hombres. Vayamos en busca de un poco de comodidad y coraje. Si salimos ahora, llegaremos los primeros, y no olvidéis que el primero en llegar es el primero en ser servido.
—Yo me quedo. —Saul se separó de ellos.
—Es un buen chico —observó Tim, mirándolo desaparecer.
—¿Va contra su religión?
—No. Pero está casado y lo toma en serio. ¿Y tú?
—Yo no estoy casado.
—Entonces vamos.
Mucho después volvieron juntos a la luz de la luna, ambos alegremente melancólicos por el alcohol y el amor. La muchacha que había atendido a Sean era una chica simpática con un par de maternales pechos.
—Me gusta usted, señor —le había dicho después.
—Tú también me gustas —le contestó Sean, sinceramente.
Aunque Sean no experimentaba más culpa o vergüenza que cuando satisfacía sus otras necesidades naturales, sabía que media hora pasada en una carreta con una extraña era un pobre sustituto.
Comenzó a tararear la canción que Ruth había tarareado la noche de la tormenta.
El teniente coronel Garrick Courtney se quitó la chaqueta del uniforme y la colgó cuidadosamente del perchero que había al lado del escritorio. Del mismo modo que una mujer orgullosa de su hogar arregla un cuadro en la pared, él tomó el muaré púrpura del cual pendía la cruz de pesado bronce, hasta que colgó satisfactoriamente. Moviendo los labios volvió a leer la inscripción: «Al valor», y sonrió.
El champaña que había bebido durante el almuerzo hacía que su cerebro pareciera un brillante engarzado en su cráneo, agudo, duro y despejado.
Se sentó, giró la silla apartándola del escritorio y estiró las piernas delante de él.
—¡Hágalo pasar, asistente) —gritó, y dejó caer los ojos sobre sus botas.
«No se nota la diferencia», pensó. Nadie podría saber mirándolas cuál era de carne y hueso debajo del brillante cuero o cuál era de madera tallada con un tobillo inteligentemente articulado.
—Señor. —La voz lo sobresaltó y recogió las piernas con una sensación de culpa, escondiéndolas debajo de la silla.
—¡Curtis! Miró al hombre que se encontraba frente a su escritorio. Tim estaba rígido, en posición de firmes, mirando fijamente por encima de la cabeza de Garry, y Garry lo dejó así. Sentía satisfacción de que aquel tipo enorme tuviera que usar aquellas dos poderosas piernas para saludar a Garrick Courtney. «Que Se quede así. Esperó, mirándolo, hasta que al fin Tim se movió ligeramente y carraspeó.
—¡Descanse!
Ya no había dudas sobre quién mandaba. Garry levantó el cortapapel del escritorio y lo hizo girar entre las manos al hablar.
—Se preguntará para qué lo he hecho venir. —Sonrió ampliamente—. Bueno, la razón es que por fin tengo un trabajo para ustedes. Hoy he almorzado con el general Buller. —Hizo una pausa para que el otro asimilara sus palabras—. Discutimos la ofensiva. Quería saber mi opinión sobre ciertos planes que tiene en mente. —Garry se pisó—. Bueno, de todos modos eso es aparte. Yo quiero que usted y sus hombres reconozcan ambos lados del río en Colenso. Mire aquí. —Garry extendió un mapa sobre el escritorio—. Aquí y aquí hay vados marcados. —Pinchó el mapa con el cortapapel—. Encuéntrenlos y márquenlos correctamente. Controle los puentes, tanto el del ferrocarril como el del camino, y asegúrese de que estén en buenas condiciones. Hágalo esta noche. Quiero su informe completo mañana por la mañana. Puede retirarse.
—Sí, señor.
—Oh, Curtis… —Garry lo paró al salir de la carpa—. No falle. Encuentre los vados. —La puerta de la carpa se cerró tras el norteamericano y Garry abrió el cajón del escritorio y sacó un frasco de plata incrustado de cornalina. Lo destapó y olió el contenido antes de beber.
Al alba, sucios y por parejas, los guías se escurrieron dentro del campamento. Sean y Saul fueron los últimos en llegar. Desmontaron, les dieron los caballos a los sirvientes y se unieron al grupo apiñado alrededor del fuego.
—¿Sí? —Tim levantó la mirada de donde se encontraba en cuclillas con una taza de café entre las manos. Su ropa estaba empapada y despedía vapor al secarse a la lumbre—. Han volado el puente del ferrocarril, pero el del camino está aún intacto.
—¿Estás seguro?
—Lo hemos cruzado.
—Bueno, ya es algo —gruñó Tim, y Sean levantó escépticamente una ceja.
—Eso crees tú. ¿No se te ha ocurrido que han dejado el puente porque quieren que crucemos por allí?
Nadie respondió y Sean continuó fatigosamente.
—Cuando revisamos los puentes, Saul y yo exploramos un poco al otro lado. Justo detrás del puente del ferrocarril hay una serie de pequeños promontorios. Nos arrastramos rodeando su base.
¿Y…?
—Hay más bóers sentados allí que pinchos en la espalda del puerco espín. Cualquiera que trate de cruzar esos puentes a la luz del día, va a ser recibido a tiros.
—¡Qué ilusión! —gimió Tim.
—Encantador, ¿no es cierto? Si sigo pensando en lo mismo voy a vomitar. ¿Vosotros qué habéis encontrado?
—Mucha agua. —Tim se miró las ropas empapadas—. Agua profunda.
—No hay vados —se adelantó melancólico Sean.
—Ninguno. Pero hemos encontrado una balsa sin fondo en la orilla; tal vez ésa fue la causa de que señalaran el vado en el mapa.
—Ahora puedes ir a contarle a nuestro amado coronel las gratas nuevas —se burló Saul—. Pero te apuesto cinco a uno a que no le hará ningún efecto. Creo que Buller va a atacar Colenso en los próximos dos días. Quizá logre pasar dos mil hombres por ese puente. Entonces tendremos una oportunidad.
Tim lo miró funestamente.
—Y los guías serán los primeros en cruzar. El rabino te ha reducido considerablemente el área sobre la cual hacer blanco. Pero ¿y nosotros?
—Pero están marcados en el mapa —protestó el teniente coronel Garrick Courtney. Tenía la cabeza inclinada de modo que Tim le veía el cuero cabelludo rosado a través de los surcos dejados por el peine en el cabello rubio ceniza.
—Yo he visto dragones y monstruos marinos en los mapas, señor —le contestó Tim, y Garry lo miró fríamente con sus ojos celeste pálido.
—No se le paga para hacerse el gracioso, Curtis.
—Lo siento, señor. —Y Garry frunció el ceño. Curtis podía hacer sonar el «señor» como si fuera un insulto.
—¿A quién envió? —preguntó.
—Fui yo mismo, señor.
—Quizá se le pasó por alto en la oscuridad.
—Si hubiera un vado allí, tendría que haber también un camino o al menos un sendero que conduzca a él.
—No lo hubiéramos pasado por alto, señor.
—Pero se podían equivocar en la oscuridad —insistió Garry—. Pueden haber pasado por alto algo obvio a la luz del día.
—Bueno, señor…
—Bien —Garry continuó enérgicamente—. Ahora los puentes. Dice que están intactos.
—Sólo el puente del camino, señor, pero…
—¿Pero qué?
—Los hombres que envié informaron que más allá del puente sobre los cerros del otro lado del río hay muchos bóers. Casi como si lo hubieran dejado para hacernos caer en una trampa.
—Curtis —deliberadamente Garry dejó el cortapapeles sobre el mapa. Tenía la nariz demasiado ancha para el espacio que había entre sus ojos y cuando fruncía los labios, parecía, o al menos eso pensaba Tim, un Pájaro un gorrión, un gorrioncito marrón.
—Curtis —repitió suavemente—, me parece que siente muy poco entusiasmo por la tarea. Yo lo envié a hacer un trabajo y vuelve con una larga lista de excusas. No creo que se dé cuenta de la importancia que tiene.
«Chirp, chirp, pequeño gorrión». Tim sonrió para sus adentros y Garry se ruborizó.
—Por ejemplo. ¿A quién envió para hacer el reconocimiento de los puentes? A hombres de confianza, supongo.
—Lo son, señor.
—¿Quiénes?
—Friedman.
—¡Oh! el pequeño abogado judío. Una inteligente elección, Curtis, una elección realmente inteligente. —Garry estornudó y levantó el cortapapel.
«¡Dios mío —se asombró Curtis—. También odia a los judíos. Este gorrioncito tiene todas las virtudes —¿A quién más envió?
—A un nuevo recluta.
—¿Un nuevo recluta? ¿Un nuevo recluta? —Garry dejó caer el cortapapel y levantó suplicante las manos.
—Yo trabajé para él antes de la guerra señor. Lo conozco muy bien. Es un hombre de primera. Confiaría en él antes que en ningún otro. En realidad iba a solicitar su aprobación para ascenderlo a sargento.
—¿Cómo se llama ese ejemplar?
—Es raro, pero tiene su mismo apellido, señor. Aunque me dijo que no son parientes. Su nombre es Courtney. Sean Courtney.
Lenta, muy lentamente, la expresión de Garry cambió. Se volvió inexpresiva, neutra y pálida, con la palidez sin vida y traslúcida de un cadáver. También se quedaron sin vida sus ojos, retrotrayéndose, volviendo atrás hacia los secretos lugares de la infancia. Los oscuros lugares, Veían a un niño subiendo una loma.
Estaba subiendo por entre arbustos espesos, con las piernecitas firmemente apoyadas. Trepaba en la profunda sombra, con el olor a hojas húmedas del suelo y el suave murmullo de los insectos; transpiraba al calor de una mañana de verano en Natal; los ojos se esforzaban por mirar adelante, a través del denso follaje verde, en busca del antílope que estaban cazando; el perro ansioso tiraba del collar y la misma ansiedad golpeaba su propio pecho.
El perro ladró una vez e inmediatamente el roce y la agitación de un bulto corpulento que se movía delante, el sonido de un casco contra la roca y luego el murmullo de la huida.
El tiro, una inesperada explosión, y el antílope herido se arrastraba entre el pasto, y la voz de Sean alta y sonora: «¡Lo tengo! ¡Lo tengo con el primer tiro! ¡Garry, Garry! ¡Lo tengo! ¡Lo tengo!»
Salió a la luz del sol, con el perro que lo llevaba. Sean, loco de alegría, bajaba corriendo la loma hacia él, con el rifle. Sean caía, el rifle por el aire, el rugido del segundo tiro y el impacto que le arrancó a Garry la parte inferior de la pierna.
Ahora está sentado en el pasto mirándose la pierna. Las pequeñas astillas de hueso blanco en la carne destrozada, y la sangre que sale oscura, a borbotones y espesa como crema.
—Ha sido sin querer… Oh, Dios. Garry, Garry, ha sido sin querer. Me he resbalado, en serio, me he resbalado.
Garry sintió un escalofrío, un violento espasmo casi sensual de todo el cuerpo, y la pierna, debajo del escritorio, se crispó compasiva.
—¿Está bien, señor? había un tono de preocupación en la voz de Tim.
—Perfectamente, gracias, Curtis. —Garry se pasó la mano por las sienes. Tenía amplias entradas y la línea del cabello era irregular—. Continúe, por favor.
—Bueno, yo estaba diciendo que parecía una trampa. Dejaron esos puentes porque…
—Su deber es buscar información, Curtis. Es el deber del estado mayor hacer su evaluación. Creo que con eso termina su informe. Bien, entonces puede retirarse.
Tenía que beber inmediatamente, su mano estaba apoyada sobre el tirador del cajón.
—Ah, Curtis. —La voz salió cascada por la tremenda sequedad de su garganta, pero siguió hablando—. Acerca de ese ascenso del que me ha hablado, ascienda al hombre ese a sargento.
—Muy bien, señor.
—Por supuesto, en caso de ataque frontal a los puentes, él será el guía en el primer ataque.
—¿Cómo, señor?
—Comprende la necesidad, ¿no es así? —Tim nunca le había oído emplear aquel tono obsequioso. Era como si le pidiera su aprobación, como si estuviera tratando de justificar su decisión—. Quiero decir que él conoce los puentes. Ha estado en ellos. El es quien los conoce, ¿no?
—Sí, señor.
—Y después de todo, es un sargento. Quiero decir que hay que mandar a alguien con rango, no podemos mandar a un cualquiera.
—Yo podría ir, señor.
—No, no. Lo necesitaremos en el vado.
—Como usted quiera, señor.
—No se olvidará, ¿verdad? Lo enviará a él, ¿no? —ahora estaba casi rogándole.
—Lo enviaré a él —asintió Tim, y salió de la carpa. Garry abrió de un tirón el cajón y raspó con las uñas la madera en su prisa por encontrar el frasco.
Al general sir Redvers Buller, VC.
Oficial al mando de la Fuerza británica expedicionaria de Natal Chievely
19 de diciembre de 1899
Señor,
Tengo el honor de informarle que de acuerdo con las órdenes recibidas se llevó a cabo un reconocimiento la noche del 18 de diciembre, con oficiales y hombres del Cuerpo de Guías de Natal. Los resultados se detallan a continuación:
Vado marcado «A» en el plano adjunto: Aunque el vado permitiría el paso de un buen número de hombres, es difícil de localizar en la oscuridad por lo que no se recomienda pasar de noche.
Puente marcado «B» en el plano adjunto: Es un viaducto de metal. Por el momento está intacto, quizá debido a su construcción sólida que impidió que el enemigo lo demoliera.
Puente marcado «C» en el plano adjunto: Es un puente de ferrocarril, también de metal pero demolido por el enemigo.
General: Penetración limitada del área situada al otro lado del río Tugela efectuada por fuerzas del NCG, reveló la presencia del enemigo en los cerros marcados «D» y «E». Sin embargo, no hay evidencia de artillería o de concentración de fuerzas.
Courtney, G.
Oficial al mando, NCG Campo de batalla.
RESUMEN DE LAS ÓRDENES DE BATALLA DEL GENERAL SIR REDVERS BULLER, VC, DADAS Y FIRMADAS LA NOCHE DEL 19 DE DICIEMBRE DE 1899.
… La fuerza al mando del brigadier Lyttelton avanzará y capturará la ciudad de Colenso. Después tomará y cruzará el puente de metal, y echará al enemigo apostado en los promontorios de la orilla opuesta. (Ver mapa adjunto.)
Yacían en la hierba, uno al lado del otro, y el rocío había empapado la espalda de las casacas. La noche era silenciosa y apacible. No había nubes y las grandes estrellas brillaban intensamente. Delante de ellos, la mancha plateada de la Vía Láctea hacía resaltar las siluetas de los montes de Tugela, dándoles el aspecto de una amenaza acechante.
Saul bostezó ruidosamente y de inmediato Sean debió hacer lo mismo. Aunque no habían dormido la noche anterior, no era el sueño la causa sino que se trataba del síntoma de los nervios en tensión ante la perspectiva de atacar a la artillería bóer.
—Falta otra hora y media para que amanezca —susurró Saul, y Sean asintió. No tenía objeto contar las horas. A las seis y cuarenta y siete saldría el sol, y detrás de ellos el ejército inglés avanzaría cruzando la parda llanura.
Una vez más, Sean se arrodilló y barrió con la mirada el campo que se extendía delante de ellos, haciéndola vagar lentamente por la orilla del Tugela, pasando por la estructura de acero del puente, a unos trescientos metros, tomando en cuenta cada arbusto de esta orilla,
fijándose en que no se hubieran multiplicado ni movido. Luego, satisfecho, volvió a acostarse.
—Dios mío, ¡qué frío hace! —sentía a Saul temblando a su lado.
—Pronto calentará el sol. —Sean sonrió en la oscuridad al contestar. El calor del día anterior había desaparecido en la fresca y clara noche, la hierba y sus ropas estaban mojadas, e incluso el acero del rifle parecía helado, pero Sean había aprendido hacía mucho a ignorar la incomodidad física. Si era necesario, podía permanecer completamente quieto mientras las moscas tse-tsé se posaban en su cuello y le clavaban las ardientes agujas en la piel sensible de detrás de las orejas. Sin embargo, sintió alivio cuando el falso amanecer empezó a teñir el cielo y llegó la hora de moverse.
—Ya me voy —susurró.
—Buena suerte, te tendré el desayuno listo a la vuelta.
Aquél era un trabajo para un solo hombre. Un trabajo que a Sean no le gustaba. Se habían asegurado de que no había enemigos en esa orilla del río, y ahora, a último momento, cuando ya los bóers no podrían alterar su ubicación, alguien tenía que cruzar y averiguar cuántos hombres defendían el puente. Un par de ametralladoras Maxim colocadas donde pudieran dominar el puente a corta distancia, o incluso cargas de dinamita listas para estallar, significarían que la oportunidad de éxito en lugar de ser escasa, dejaría de existir.
Sean se colgó el rifle del hombro y comenzó a arrastrarse entre la hierba. Dos veces se detuvo a escuchar, pero tenía muy poco tiempo, la verdadera aurora aparecería al cabo de una hora. Llegó hasta el puente y se echó a su sombra, la vista fija en la otra orilla. No se movía nada. A la luz de las estrellas los promontorios resaltaban como lomos de oscuras ballenas en el mar de hierba. Esperó cinco minutos, suficientes para que un centinela inquieto se moviera, pero todo siguió en calma.
—Allá vamos —susurró, y de repente sintió miedo.
Durante un momento no supo reconocer la sensación porque solamente la había experimentado tres o cuatro veces en toda su vida, pero nunca por tan poca cosa. Se agachó al lado de los cables de acero del puente, con las piernas sin fuerza y el estómago revuelto. Solamente cuando sintió el gusto en la garganta, un gusto parecido al aceite de pescado mezclado con las emanaciones de un cuerpo en descomposición, supo de qué se trataba.
«Tengo miedo». Su primera reacción fue de sorpresa, que pronto se convirtió en alarma.
Así era cómo sucedía. Así les sucedía a otros hombres. Los había oído hablar de esa sensación reunidos alrededor de los fuegos del campamento, recordaba las palabras y la pena con la que se pronunciaban.
«Ja». Su asistente lo llevó de vuelta al campamento.
—Temblaba como si tuviera fiebre y lloraba. Pensé que estaba herido. Daniel —lo llamé—. Daniel, ¿qué pasa?
—Se rompió —dijo con las lágrimas mojándole la barba—. Se rompió dentro de mi cabeza. Lo oí romperse. Tiré el arma y corrí.
—¿Y él cargó, Daniel?
—No, hombre. Ni siquiera lo vi, sólo lo oí comer allí cerca, en los arbustos. Entonces eso se rompió dentro de mi cabeza y me encontré corriendo.
—No era un cobarde. Yo había cazado varias veces con él, lo había visto matar un elefante en ataque que cayó lo suficientemente cerca como para tocarlo con el cañón del rifle. Era bueno, pero había vivido demasiado cerca del peligro. De repente algo se rompió dentro de su cabeza. Nunca volvió a cazar.
—He acumulado miedo; igual que un viejo barco colecciona lapas y algas bajo la línea de flotación, y ahora está listo para romper dentro de mí. Sean lo sabía. Sabía que si corría, como había hecho el viejo cazador, nunca volvería a cazar.
Agachado en la oscuridad, transpirando en el frío del alba, con el frío de su miedo, Sean quería vomitar. Estaba físicamente descompuesto, respiraba de modo pesado por la boca abierta, tenía náuseas, se sintió tan débil que le empezaron a temblar las piernas y se aferró a uno de los cables de acero para sujetarse.
Estuvo así durante un minuto que le pareció una eternidad. Luego comenzó a luchar, apoyándose en el cable, estirando las piernas y obligándolas a avanzar. Fue consciente de que los esfínteres se relajaban. Había estado muy cerca de la degradación total.
Supo entonces que esa vieja broma acerca de los cobardes era verdad, y que también se aplicaba a él.
Subió al puente; levantaba cuidadosamente cada pie, impulsándolo hacia delante, apoyándolo y dejando caer sobre él el peso del cuerpo. También era consciente de su respiración, inspiraba y espiraba a cada precisa orden de su cerebro. No podía confiar en su cuerpo ni siquiera para que cumpliera esa simple función, después de haberlo traicionado tan monstruosamente.
Si hubieran estado esperando en el puente, los bóers lo hubieran matado esa mañana. Sin ninguna precaución se paseó por el centro, se movía inmenso a la luz de las estrellas y los pasos resonaban en el metal. Bajo sus pies el metal dio paso al prado. Había cruzado. Siguió caminando hasta mitad del camino, siguiendo la suave curva hacia las oscuras colinas.
Continuó avanzando con su terror, y el sonido del mismo rugía en su cabeza como el estruendo del mar. Se le resbaló el rifle del hombro y el arma golpeó en el camino. Se quedó inmóvil un minuto antes de poder inclinarse a recogerlo. Entonces se volvió e inició el regreso. Despacio, contando sus pasos, midiéndolos, ajustando el ritmo con cuidado para no echar a correr. Porque si corría sabía que estaba terminado. Él tampoco volvería a cazar.
—¿Estás bien? —Saul lo esperaba.
—Sí. —Sean se echó a su lado.
—¿Has visto algo?
—No.
Saul lo observaba.
—¿Estás seguro de que te encuentras bien?
Sean suspiró. Sólo había tenido miedo una vez. Lo había sentido en el pozo de una mina; más tarde había vuelto y dejado su miedo en el mismo pozo, y se había alejado por sus propios medios. Del mismo modo había esperado dejarlo hoy al lado del río, pero esta vez lo había seguido. Con total seguridad supo que a partir de entonces nunca lo abandonaría. Siempre estaría cerca.
«Tendré que domarlo —pensó—. Tendré que domarlo con cabestro y látigo».
—Sí, estoy bien —le respondió a Saul—. ¿Qué hora es?
—Las cinco y media.
—Ahora voy a enviar a Mbejane.
Se puso de pie y fue hacia donde Mbejane esperaba con los caballos. Le alcanzó el pequeño trozo de tela verde que era la señal preestablecida de que ni el puente ni la ciudad estaban defendidos por una fuerza regular. Volvió a colocarse en el bolsillo el trozo colorado.
—Volveré —dijo Mbejane.
—No. —Sean sacudió la cabeza—. No tienes nada que hacer aquí. Mbejane desató los caballos.
—Quede usted en paz.
—Vete en paz. —Sean no quería que Mbejane fuera testigo si volvía a sufrir nuevamente su acceso de miedo.
«Pero no voy a sucumbir —decidió inflexiblemente—. Hoy será la prueba de fuego. Si soporto el día de hoy, entonces quizá pueda domarlo».
Volvió hasta donde Saul lo esperaba en la oscuridad, y los dos juntos observaron el amanecer.