Cuatro años de viaje por las desérticas inmensidades habían destrozado las carretas. Muchos de los ejes de las ruedas y de los disselbooms habían sido reemplazados por madera cortada por el camino; los toldos habían sido remendados hasta casi no verse la tela original; se habían reducido los grupos de bueyes de dieciocho componentes a diez cada uno, ya que depredadores y enfermedades los habían diezmado. Pero esta pequeña y exhausta caravana llevaba los colmillos de quinientos elefantes, diez toneladas de marfil, la cosecha del rifle de Sean Courtney. Una vez llegados a Pretoria, él los convertiría en casi quince mil soberanos de oro.
Sean era rico otra vez. Sus ropas estaban manchadas, deformadas y burdamente remendadas; tenía las botas muy gastadas en la puntera y las suelas habían sido torpemente reemplazadas por otras de duro pellejo de búfalo; la mitad de su pecho estaba cubierto por una gran barba descuidada y una melena de cabellos negros se enrollaba alrededor de su cuello, allí donde habían sido cortados con tijeras desafiladas, rozándole la chaqueta. Sin embargo, a pesar de su apariencia, tenía una inmensa riqueza en marfil, y también en oro guardado en las cajas fuertes del Banco Volkskaas de Pretoria.
Detuvo su caballo sobre una loma al lado del camino y observó cómo sus carretas se acercaban tranquilas y bamboleantes. «Ya es hora de comprar la granja», pensó con satisfacción. Treinta y siete años, ya no era un muchacho y era hora de comprar la granja. Sabía cuál quería, y sabía exactamente dónde construiría la casa principal, cerca del borde del acantilado, de modo que en los atardeceres pudiera sentarse en el umbral y mirar a través de la llanura hacia el río Tugela perdido en la azul distancia.
—Mañana temprano llegaremos a Pretoria.
La voz que resonó a su lado interrumpió su sueño, y Sean se movió en la montura para mirar al zulú en cuclillas que estaba al lado del caballo.
—Ha sido una buena cacería, Mbejane.
—Nkosi, hemos matado muchos elefantes —asintió Mbejane, y Sean observó por primera vez los hilos de plata entre el lanudo ovillo de su pelo. Él tampoco era ya un muchacho.
—Y hemos caminado mucho —continuó Sean, y Mbejane volvió a inclinar la cabeza asintiendo gravemente.
«Un hombre se cansa de andar siempre —pensó Sean en voz alta—. Hay un momento en el que ansía dormir dos noches en el mismo lugar».
—Y escuchar el canto de sus mujeres mientras trabajan en los campos —continuó Mbejane—. Y mirar cómo su ganado entra al corral al atardecer arreado por sus hijos.
—Ya ha llegado el momento para ambos, amigo. Volvemos a casa, a Ladyburg.
Las lanzas sonaron al chocar contra el gran escudo de cuero cuando Mbejane se levantó; los músculos se extendieron bajo el negro terciopelo de su piel y levantó la cabeza sonriendo a Sean. Su radiante sonrisa mostraba los dientes blancos. Sean tuvo que devolverla y ambos se dedicaron sendos gestos de satisfacción como dos chiquillos ante una diablura que ha tenido éxito:
—Si arreamos los bueyes, podremos llegar a Pretoria esta noche, Nkosi.
—Intentémoslo. —Sean espoleó su caballo y enfiló hacia el pie de la loma, yendo al encuentro de la caravana.
Mientras ésta se deslizaba penosamente hacia ellos en medio de la densa bruma blanca de la mañana africana, una conmoción se originó en la retaguardia y corrió con rapidez a lo largo de la caravana; los perros ladraron y los sirvientes gritaron alentando al jinete, que los pasó como una exhalación hacia la vanguardia. Este estaba inclinado sobre la montura, azuzando al corcel con talones y codos, el sombrero colgando de la correa de cuero que le rodeaba el cuello y el cabello alborotado por la velocidad de la carrera.
—Ese cachorro ruge más alto que el león que lo engendró —gruñó Mbejane, aunque en tono cariñoso, mientras observaba al jinete que llegaba a la carreta conductora y frenaba al caballo hasta que quedó sentado sobre sus ancas.
—Le echa a perder la boca a todo caballo que monta. —La voz de Sean era tan áspera como la de Mbejane, pero también él tenía la misma expresión de contento en la mirada mientras observaba a su hijo descolgar el cuerpo marrón de una gacela del pomo de su montura, dejándolo caer en el camino, al costado de la carreta. Dos de los conductores se apresuraron a retirarlo y Dirk Courtney espoleó su caballo dirigiéndolo hacia donde Sean y Mbejane esperaban, a un lado del camino.
—¿Sólo uno? —preguntó Sean mientras Dirk controlaba al animal dando una vuelta para acercarse a ellos.
—Oh, no, he matado tres, tres con tres tiros. Los batidores están trayendo los otros. —Tranquilamente, dando por sentado que a los nueve años él proporcionaba el sustento de toda la compañía, Dirk se acomodó en la montura, sosteniendo las riendas en una mano y apoyando la otra con negligencia en la cadera en fiel imitación de su padre.
Frunciendo un poco el ceño para disimular todo su orgullo y su cariño, Sean lo examinó disimuladamente. La belleza de la cara de su hijo era casi indecente, y la inocencia de su mirada junto con su exquisita piel deberían pertenecer a una niña. El sol le arrancaba chispas de rubí a la melena de oscuros rizos; los ojos, bien separados, estaban enmarcados por largas pestañas negras y subrayados por la delicada línea de las cejas. Al mirarle la boca, sintió un cierto disgusto. La boca era demasiado grande, los labios demasiado gruesos y suaves. La forma era equivocada, daba la impresión de que estuviera a punto de enfurruñarse o de gemir.
—Hoy haremos una jornada completa, Dirk. No habrá descanso hasta que lleguemos a Pretoria. Vuelve y díselo a los conductores.
—Envía a Mbejane. No está haciendo nada.
—Te lo he dicho a ti.
—¡Diablos, papá! Hoy ya he hecho demasiado.
—¡Vuelve, maldito seas! —rugió Sean, con innecesaria violencia.
—Acabo de llegar, no es justo que… —comenzó a decir Dirk, pero Sean no le permitió terminar.
—Cada vez que te pido algo sólo obtengo una andanada de argumentos y protestas. Ahora ve y haz lo que te he dicho.
Ambos sostuvieron la mirada, la de Sean relampagueante y la de Dirk resentida, dolida. Sean reconoció consternado esa expresión. Esta sería otra de las pruebas de obstinación que se estaban volviendo cada vez más frecuentes entre ambos. ¿Terminaría ésta también con el sjambok? ¿Cuándo fue la última vez? Hace dos semanas, cuando Sean reprendió a Dirk acerca de alguna tontería respecto del cuidado de su caballo. Dirk había permanecido de pie, malhumorado, hasta que Sean terminó, y luego se fue entre las carretas. Sean olvidó el asunto, y estaba charlando con Mbejane cuando de repente se oyó un aullido de dolor y Sean corrió hacia el lugar de donde procedía.
En medio del círculo de carretas se encontraba Dirk, con la cara todavía roja de furia. A sus pies el cuerpecillo de uno de los cachorros sin destetar temblaba y se quejaba con las costillas rotas por la patada de Dirk.
Furioso, Sean golpeó a Dirk, pero incluso en medio de su rabia usó un trozo de cuerda y no el sjambok de cuero de hipopótamo, sádicamente afilado. Luego le ordenó a Dirk que no saliera de la carreta donde vivían.
A mediodía lo mandó buscar y le pidió que se disculpara. Pero Dirk, sin llorar, los labios y la barbilla bien firmes, se negó.
Sean volvió a golpearlo con la cuerda, pero esta vez fríamente, no para hacer justicia. Dirk se mantuvo firme.
Por último, ya desesperado, Sean usó el sjambok. Durante diez siseantes latigazos, cada uno de los cuales dejaba una cruda herida en sus nalgas, Dirk soportó en silencio el castigo. Su cuerpo se convulsionaba apenas cuando se descargaba el golpe, pero no hablaba, y Sean lo golpeó con el estómago revuelto y el sudor de la vergüenza y la culpa corriéndole por la frente, blandiendo mecánicamente el sjambok con los dedos agarrotados alrededor de su mango y la boca llena de la viscosa saliva que le producía el odio contra sí mismo.
Cuando finalmente Dirk gritó, Sean dejó caer el sjambok, se acercó vacilante al costado de la carreta y se apoyó en ella, sin aliento, tratando de calmar la náusea que invadía su garganta dejándole un gusto ácido.
Dirk gritó otra vez, y Sean lo agarró y sostuvo fuertemente contra su pecho.
—Lo siento, papá. Lo siento. Nunca volveré a hacerlo, te lo prometo. Te quiero, te quiero más que a nada, y nunca volveré a hacerlo —sollozaba Dirk, mientras ambos se fundían en un abrazo.
Después, durante varios días, ninguno de los sirvientes sonrió a Sean ni le habló más que para responder a una orden. Porque no había ninguno, Mbejane incluido, que no robara, trampeara o mintiera para asegurarse de que Dirk Courtney tenía todo lo que deseaba en el exacto momento en que lo deseaba. Podían llegar a odiar a cualquiera que le negara algo, incluyendo a Sean.
Eso había ocurrido dos semanas atrás.
«Y ahora —pensó Sean, observando la fea boca— volverá a pasar lo mismo».
Entonces Dirk sonrió. Era uno de esos cambios de actitud que sorprendían tanto a Sean, ya que cuando Dirk sonreía su boca se tornaba hermosa. Era irresistible.
—Yo voy, papá. —Alegremente, como si hubiera salido de él, espoleó al caballito y trotó hacia las carretas.
—¡Pequeño desvergonzado! —gruñó Sean para alegría de Mbejane, pero en silencio sabía que parte de la culpa era suya. Había criado al niño con una carreta como hogar y la sabana como escuela, sus compañeros habían sido hombres ya crecidos, y tenía completa autoridad sobre ellos por derecho de nacimiento.
Desde la muerte de su madre, cinco años antes, no había habido ninguna mujer que pudiera influir con dulzura en su carácter. No era de extrañar que fuera un pequeño salvaje.
Sean apartó el recuerdo de la madre de Dirk. También de eso se sentía culpable, y había tardado varios años en reconciliarse consigo mismo. Ahora estaba muerta. No tenía sentido seguir torturándose. Trató de salir de la melancolía que le estaba quitando la felicidad de hacía unos minutos, golpeó con las riendas el cuello de su caballo y lo hizo trotar hacia el camino, hacia el sur, hacia la línea baja de cerros del horizonte, hacia Pretoria.
—Es un salvaje. Pero una vez que lleguemos a Ladyburg va a estar bien. —Sean trató de tranquilizarse—. Van a quitarle las tonterías de la cabeza en la escuela y yo le inculcaré buenos modales en casa. No debo preocuparme, todo va a salir bien.
Esa tarde, el 3 de diciembre de 1899, Sean condujo sus carretas cerro abajo y las estacionó junto al río Apies. Luego de comer, Sean envió a Dirk a su catre de la carreta. Entonces trepó solo hasta la cima del cerro y miró hacia atrás, hacia la tierra que se extendía al norte. A la luz de la luna parecía de un tono plateado grisáceo, alargándose silenciosa e inconmensurable. Esa era la antigua vida. De improviso le dio la espalda y volvió a bajar hacia las luces de la ciudad que le daban la bienvenida abajo, en el valle.
Había habido algunos problemas cuando le ordenó a Dirk que se quedara con las carretas; por lo tanto, Sean estaba de un humor de todos los diablos mientras pasaba por el puente que cruzaba el Apies y cabalgaba hacia la ciudad a la mañana siguiente. A su lado Mbejane corría para mantenerse al ritmo del caballo.
Sumido en sus propios pensamientos, Sean dobló en Church Street antes de darse cuenta de la inusual actividad que le rodeaba. Una columna de hombres montados lo obligó a llevar el caballo hasta el costado de la calle. Mientras pasaban Sean los examinó con interés.
Eran civiles vestidos con una abigarrada variedad de ropas hechas en casa y compradas, cabalgando en una formación que, con un poco de imaginación, podría ser denominada columna de a cuatro. Pero lo que excitó la curiosidad de Sean fue su número. ¡Por Dios! al menos debían de ser dos mil hombres, desde muchachos hasta hombres de barba cana, y todos adornados con bandoleras de municiones y llevando al lado de la rodilla izquierda la culata de un rifle máuser sobresaliendo de la cartuchera. Pasaron con las mantas arrolladas y atadas a las monturas, las cantimploras y utensilios de cocina marcando el ritmo. No había duda alguna. Era un comando de guerra.
Desde las aceras, las mujeres y unos pocos hombres les gritaban haciendo comentarios.
—Geduk hoori ¡Apunten bien!
—Spoedige terugkoms.
Y los comandos reían y contestaban a los gritos. Sean se inclinó hacia una bonita muchacha que estaba de pie al lado de su caballo. La muchacha tejía una bufanda roja. De repente, Sean notó que aunque ella sonreía sus pestañas estaban cargadas de lágrimas, como rocío en el césped.
—¿Adónde van? —Sean trató de hacerse oír por encima de la multitud.
Ella levantó la cabeza y el movimiento soltó una lágrima; ésta rodó por su mejilla, se escurrió por su barbilla y dejó un pequeño lunar húmedo en la blusa.
—Al tren, por supuesto.
—¿El tren? ¿Qué tren?
—Mire, aquí viene la artillería.
Consternado, Sean levantó la vista al pasar la artillería; dos cañones, los artilleros uniformados de azul bordado en oro, sentados firmes en las cureñas, los caballos inclinados bajo el peso de las armas, altas ruedas chapadas en acero, bronce resplandeciente en las recámaras contrastando con el gris sombrío de los cañones.
—¡Dios mío! —suspiró Sean; luego, volviéndose hacia la muchacha, la tomó del hombro y la sacudió agitado—. ¿Adónde van? Rápido, ¿adónde?
—Menheer! —gritó ella, y se irguió al sentir su contacto, apartándose.
—Por favor, lo siento, debe decírmelo —gritó Sean saliendo tras ella mientras la muchacha desaparecía entre la multitud.
Sean se quedó allí, estupefacto un minuto, luego su cerebro comenzó a trabajar otra vez.
Entonces estaban en guerra. Pero ¿dónde y contra quién?
Con seguridad no era una insurrección tribal, ya que tanta gente y los dos cañones le parecían a Sean demasiados preparativos. No era una guerra entre blancos.
¿Contra la República de Orange? Imposible, eran hermanos.
¿Entonces contra los británicos? La idea lo espantó. Y sin embargo, cinco años antes habían corrido rumores. Ya había ocurrido antes. Se acordó de 1895 y de la invasión Jameson. Durante los años que había estado aislado de la civilización podía haber ocurrido cualquier cosa; y ahora él caía inocentemente en medio de todo.
Consideró su propia posición con rapidez. Era británico. Nacido en Natal bajo el pabellón británico. Parecía un nativo, hablaba y montaba como ellos; había nacido en África y nunca había salido de allí, pero técnicamente era tan inglés como si hubiera nacido en pleno centro de Londres.
Suponiendo que hubiera guerra entre la República y Gran Bretaña, y suponiendo que los bóers lo capturaran, ¿qué harían con él?
Seguramente confiscarían sus carretas y su marfil, quizá lo metieran en prisión, ¡hasta podrían matarlo por espía!
—Demonios, debo salir de aquí —murmuró, y luego le dijo a Mbejane—: Vamos. Volvamos rápido a las carretas. —Antes de llegar al puente cambió de opinión. Tenía que saber con seguridad qué pasaba. Sólo una persona podía decírselo y debía arriesgarse a verlo—. Mbejane, vuelve al campamento. Encuentra a Nkosizana Dirk y retenlo allí, aunque tengas que atarlo. No hables con ningún hombre y, si aprecias tu vida, no dejes que Dirk hable con nadie. ¿Comprendido?
—Comprendido, Nkosi.
Y Sean, aparentando ser otro nativo entre miles de ellos, se encaminó lentamente a través de la multitud y las carretas hacia un bazar de la parte superior de la ciudad, cerca de la estación del ferrocarril.
Desde que Sean estuvo allí por última vez, habían pintado el nombre sobre la puerta en color rojo y dorado. «I. Goldberg. Importador y exportador. Maquinarias para minas. Comerciante y mayorista. Agente: oro, piedras preciosas, cueros y pieles, marfil y productos naturales».
A pesar de la guerra, o a raíz de ella, el emporio del señor Goldberg estaba haciendo buenos negocios. Estaba lleno, y Sean se deslizó sin ser visto entre los compradores, buscando silenciosamente al propietario.
Lo encontró vendiendo una bolsa de granos de café a un caballero sumamente escéptico en cuanto a su calidad. La discusión acerca de los méritos de los granos de café del señor Goldberg en contraposición con los de su competidor de enfrente estaba volviéndose complicada y técnica.
Sean se apoyó contra un estante lleno de mercancías, llenó su pipa, la encendió, y mientras esperaba observó a Goldberg en acción. Podría haber sido abogado. Sus argumentos eran suficientemente buenos como para convencer primero a Sean y luego al cliente. Este último pagó, se puso la bolsa al hombro y emprendió el camino hacia la salida, dejando al señor Goldberg de un color rosa brillante y traspirando a causa del éxito.
—No has perdido nada de peso, Izzy —lo saludó Sean.
Goldberg lo miró por encima de sus gafas de montura de oro, primero sin reconocerlo y luego sonriendo, cuando supo quién era. Parpadeó por la sorpresa, ladeó la cabeza en un gesto de invitación de modo que su papada se agitó, y desapareció en la oficina del fondo. Sean lo siguió.
—¿Está usted loco, señor Courtney? —Goldberg lo esperaba, temblando de excitación—. Si lo pescan…
—Escuche, Izzy. Llegué anoche. No he hablado con un hombre blanco durante cuatro años. ¿Qué demonios está pasando aquí?
—¿No ha oído nada?
—No, maldición, no he oído nada.
—Estamos en guerra, señor Courtney.
—Eso se ve. ¿Pero dónde? ¿Contra quién?
—En todas las fronteras… Natal, El Cabo. —¿Contra?
—El Imperio británico. —Goldberg sacudió la cabeza, como si no creyera sus propias palabras—. Hemos declarado la guerra a todo el Imperio británico.
—¿Hemos? —preguntó agudamente Sean.
—La República del Transvaal y el Estado Libre de Orange. Ya hemos obtenido grandes victorias: Ladysmith está sitiada, Kimberley, Mafeking…
—¿Usted personalmente?
—Yo nací aquí, en Pretoria Soy un nativo.
—¿Va a delatarme?
—No, por supuesto que no. Usted ha sido un buen cliente durante años.
—Gracias, Izzy. Mire, necesito salir de aquí tan pronto como pueda.
—Sería muy inteligente de su parte.
—El dinero que tengo en el Volkskaas, ¿podré sacarlo?
Izzy sacudió tristemente la cabeza.
—Han congelado todas las cuentas del enemigo.
—Maldición. ¡Dios los maldiga! —Juró Sean amargamente, y luego—: Izzy, tengo veinte carretas y diez toneladas de marfil en las afueras de la ciudad, ¿está usted interesado?
¿Cuánto?
—Diez mil por todo: bueyes, carretas, marfil, todo.
—No sería patriótico, señor Courtney —decidió a regañadientes Goldberg—, comerciar con el enemigo; además, sólo tengo su palabra de que son diez toneladas.
—Demonios, Izzy, no soy el ejército británico, ese lote vale veinte mil netos.
¿Quiere que compre sin ver, sin preguntar? Está bien. Le doy cuatro mil, oro.
—Siete.
—Cuatro y medio —retrucó Izzy.
—Miserable.
—Cuatro y medio.
—¡No, maldito, cinco! —masculló Sean.
¿Cinco?
—¡Cinco!
—Muy bien. Cinco.
—Gracias, Izzy.
—Es un placer, señor Courtney.
Sean descubrió rápidamente la ubicación de las carretas.
—Puede enviar a alguien a buscarlas. Voy a escapar hacia la frontera de Natal en cuanto oscurezca.
—Manténgase lejos de las carretas y a buena distancia del ferrocarril. Joubert tiene treinta mil hombres en Natal del Norte, alrededor de Ladysmith y por las montañas Tugela. —Goldberg fue hacia la caja fuerte y sacó cuatro bolsitas—. ¿Quiere comprobarlo?
—Confiaré en usted, igual que usted confía en mí. Adiós, Izzy.
Sean dejó caer las pesadas bolsas sobre su pecho y las sujetó bajo el cinturón.
—Buena suerte, señor Courtney.
Aún quedaban dos horas de luz cuando Sean terminó de pagar a sus sirvientes. Empujó el montoncito de soberanos sobre la plancha trasera de la carreta hacia el último hombre e intercambió todas las complicadas frases del ritual de despedida, apretones de manos, aplausos y repetición de las frases formales; luego se incorporó y miró al círculo de hombres que lo rodeaba. Estaban en cuclillas, pacientemente, mirándolo con inexpresivas caras negras, pero sentía como un eco la pena por la separación. Hombres con los que había vivido, trabajado y compartido cien peripecias. No era fácil dejarlos ahora.
—Se acabó —dijo.
—Yebbo, se acabó. —Asintieron a coro y ninguno se movió.
—Iros, maldición.
Lentamente, uno de ellos se levantó y recogió el atado que contenía sus posesiones, el karos (o manta de cuero), dos lanzas y una camisa que ya no servía y que Sean le había regalado. Balanceó el paquete en su cabeza y miró a Sean.
—¡Nkosi! —exclamó, y levantó un puño cerrado en señal de saludo.
—Nonga —replicó Sean. El hombre se volvió y se alejó a pie del campamento.
—¡Nkosi!
—Hlubi. ¡Nkosi!
—Zaina.
Era como pasar lista de lealtad. Sean pronunció por última vez sus nombres, y uno a uno abandonaron el campamento. Sean los observó caminar alejándose en la oscuridad. Ninguno miró hacia atrás, todos iban solos. Era el fin.
Cansado, Sean volvió al campamento. Los caballos estaban listos. Tres ensillados, dos con carga.
—Primero comeremos, Mbejane.
—Ya está listo, Nkosi. Hlubi cocinó antes de partir. —Ven, Dirk, vamos a cenar.
Dirk fue el único que habló durante la comida. Charlaba alegremente, consumido por la excitación de esta nueva aventura, mientras Sean y Mbejane tragaban el guiso del gordo Hlubi casi sin notar el gusto.
Más allá, en la oscuridad, aulló un chacal, un sonido solitario en el viento del atardecer, para ponerse a tono con el humor de un hombre que había perdido amigos y fortuna.
—Ya es hora. —Sean se arrebujó en la chaqueta de piel de oveja y la abotonó mientras apagaba el fuego, pero de repente se paralizó y ladeó la cabeza para escuchar. El viento traía un nuevo sonido.
—Caballos —confirmó Mbejane.
—Rápido, Mbejane, mi rifle. —El zulú se levantó, corrió hacia los caballos y sacó el rifle de Sean de su funda—. Sal de la luz y mantén la boca cerrada —ordenó Sean mientras empujaba a Dirk entre las sombras de las carretas. Le quitó el rifle a Mbejane y colocó un proyectil dentro del tambor mientras los tres se agachaban y esperaban.
El sonido que hacían las piedrecitas rodando bajo los cascos, el suave sonido de una rama hecha a un lado.
—Sólo uno —susurró Mbejane. Un caballo de carga relinchó suavemente y desde la oscuridad le contestaron de inmediato. Luego, silencio. Un largo silencio finalmente roto por el campanilleo de una rienda al desmontar el jinete.
Entonces Sean lo vio, una figura delgada salía lentamente de la noche, y giró el rifle para cubrirlo mientras se aproximaba. Había algo raro en la manera de andar del extraño, con gracia y moviendo las caderas,
con piernas largas propias de un potrillo; y Sean notó que era joven, muy joven, si se tomaba en cuenta su altura.
Con alivio, Sean se enderezó y lo examinó cuando el joven se detuvo inseguro delante del fuego y espió dentro de la oscuridad. El muchacho vestía un gorro en punta, de tela, bien metido hasta las orejas y su chaqueta era de ante fino, color miel. Los pantalones de montar eran de corte perfecto y ceñían ajustadamente sus posaderas. Sean decidió que tenía un trasero demasiado grande y desproporcionado para aquellos piececitos calzados en botas inglesas recién lustradas. «Un petimetre», concluyó, y con desdén le gritó:
—¡Quédese donde está, amigo, y diga a qué ha venido!
El efecto del reto fue inesperado. El muchacho saltó, dejando un espacio de al menos quince centímetros entre sus pies y el suelo; cuando volvió a tierra se enfrentó con Sean.
—Hable, que no tengo toda la noche.
El muchacho abrió la boca, la volvió a cerrar, se pasó la lengua por los labios y habló.
—Me han dicho que va usted a Natal. —La voz era baja y ronca.
—¿Quién se lo ha dicho? —exigió Sean.
—Mi tío.
—¿Quién es su tío?
—Isaac Goldberg.
Sean rumió esta información y, mientras, inspeccionó la cara que tenía delante, bien afeitada, pálida, con grandes ojos oscuros y una boca hecha para sonreír que ahora estaba fruncida por el miedo.
¿Y si voy, qué pasa?
—Quiero ir con usted.
—Olvídelo. Vuelva a montar y a casa.
—Le pagaré, le pagaré bien.
Era la voz o la postura del muchacho, pensó Sean, algo raro tenía. Sostenía una bolsa chata de cuero entre ambas manos, delante de las caderas una actitud de defensa, como si estuviera protegiendo algo. Pero ¿qué? Y de repente, Sean lo supo.
—Quítese el sombrero —ordenó.
—No.
—Quíteselo.
El muchacho vaciló un minuto, luego, en un gesto que casi era un reto, se arrancó el sombrero y dos gruesas trenzas negras, brillantes a la luz del fuego, le cayeron casi hasta la cintura, transformando inmediatamente una pobre masculinidad en una asombrosa femineidad.
A pesar de haberlo adivinado, Sean no estaba preparado para esta sorpresa. No era solamente su belleza, sino su vestimenta lo que sorprendía. No había visto en la vida a una mujer que llevase pantalones, y tosió. Pantalones, Dios, lo mismo podría haber estado desnuda de la cintura para abajo, incluso eso hubiera sido menos indecente.
—Doscientas libras. Ahora se le acercaba, ofreciendo la bolsa. Con cada paso la tela de los pantalones se ceñía a sus caderas y Sean volvió culpablemente los ojos a la cara de la muchacha.
—Guarde su dinero, señora. —Sus ojos eran grises, gris humo.
—Doscientas a cuenta y la misma cantidad cuando lleguemos a Natal.
—No me interesa. —Pero sí le interesaban aquellos suaves labios que comenzaban a temblar.
—Entonces, ¿cuánto? Dígame su precio.
—Mire, señora, no estoy encabezando una procesión. Ya somos tres, y uno es un niño. Nos espera un camino pesado, mucho que cabalgar, y en medio un ejército bóer. Nuestras posibilidades ya son bastante escasas. Otro más en la partida, y para colmo una mujer, haría imposible la empresa. No quiero su dinero, sólo quiero llevar a sitio seguro a mi hijo. Vuelva a casa y espere a que acabe esta guerra, no durará mucho.
—Voy a ir a Natal.
—Bien. Entonces vaya, pero no con nosotros. —Sean ya no podía resistir más la expresión de aquellos ojos grises y se volvió a Mbejane—. Los caballos —chasqueó los dedos y se alejó.
Ella lo observó silenciosamente mientras montaba sin protestar. Parecía muy pequeña y sola cuando Sean la miró desde la montura.
—Lo siento —gruñó—. Váyase a casa como una buena niña. —E inmediatamente giró y se perdió en la noche.
Cabalgaron toda la noche, hacia el este, por la desolada tierra iluminada por la luna. Una vez pasaron por una casa a oscuras y un perro ladró, pero se apartaron y luego volvieron al camino más al este, manteniendo el gran crucifijo de la Cruz del Sur a la derecha. Cuando Dirk se durmió en la montura y se escurrió hacia el costado, Sean lo agarró antes de que cayera, se lo puso atravesado en su montura y lo sostuvo allí el resto de la noche.
Antes del amanecer encontraron un grupo de arbustos a orillas de un arroyo, ataron los caballos y acamparon. Mbejane había puesto a hervir la cena sobre un pequeño fuego bien escondido y Sean había cubierto al inconsciente Dirk en sus mantas, cuando la muchacha entró al campamento y saltó desmontando del caballo.
—Casi los pierdo dos veces. —Rió, y se quitó el sombrero—. Me di un susto tremendo. —Se sacudió las brillantes trenzas—. ¡Café! Qué bien, estoy muerta de hambre.
Amenazadoramente, Sean se puso de pie y la miró con los puños cerrados, pero sin ningún problema la muchacha ató su caballo y lo dejó pastando antes de volverse hacia él.
—No haga cumplidos, siéntese, por favor. —Y le sonrió con tal malicia en los ojos grises, imitando tan bien la postura de Sean, con las manos en las provocativas caderas, que Sean se encontró de repente sonriendo. Trató de evitarlo ya que sabía que significaba admitir su derrota, pero su esfuerzo tuvo tan poco éxito que ella estalló en una risa de satisfacción.
—¿Qué tal cocina? —preguntó Sean.
—Regular.
—Más vale que lo haga bien porque de ahora en adelante usted trabajará para pagarse el viaje.
Más tarde, cuando hubo probado la comida, admitió a regañadientes:
—No está mal, dadas las circunstancias —y limpió el plato con un poco de pan.
—Es usted muy amable, señor. —Le agradeció ella mientras estiraba su manta en la sombra, la abría, se quitaba las botas, estiraba los pies y se echaba con un suspiro.
Sean colocó su propia manta cuidadosamente de modo que, cuando abriera los ojos, sin doblar la cabeza pudiera observarla por debajo del ala del sombrero que le cubría la cara.
Despertó a mediodía y la vio dormir con una mejilla apoyada en la mano abierta, las pestañas pegadas y unas pocas hebras sueltas de cabello negro atravesando su cara húmeda y colorada en el soñoliento calor. La observó un buen rato antes de levantarse sin hacer ruido y llegar hasta sus alforjas. Cuando fue hasta el arroyo se llevó el neceser de tela, los pantalones de repuesto sin remiendos y no demasiado sucios y una camisa de seda limpia.
Sentado en una roca al lado del agua, desnudo y recién bañado, se miró la cara en el espejo de acero pulido.
—¡Menudo trabajo! —suspiró, y comenzó a recortar la mata de barba que no había conocido tijera en tres años.
Al anochecer, tímido como una muchacha vestida con su primer traje de fiesta, Sean volvió al campamento. Todos estaban despiertos, Dirk y la joven sentados juntos en su manta sumidos en una conversación tan interesante que ninguno de los dos notó su presencia. Mbejane estaba ocupado con el fuego; se columpió sobre los talones y examinó a Sean sin cambiar de expresión.
—Más vale que comamos y nos pongamos en marcha.
Dirk y la joven lo miraron. Los ojos de ella se estrecharon y luego se abrieron pensativamente. Dirk lo miraba con la boca abierta.
—Tienes la barba muy rara —anunció mientras la joven trataba desesperadamente de no reírse.
—Arréglate las mantas, hijo.
Sean trató de hacerle cambiar de tema a Dirk, pero éste no aflojaba, igual que un bulldog.
¿Y por qué te has puesto tus mejores ropas, papá?
Cabalgaron los tres juntos en la oscuridad, Dirk en el medio y Mbejane detrás con los caballos de carga. La tierra subía y bajaba detrás de ellos como las ondulaciones de un mar infinito. El pasto, moviéndose con el viento nocturno, aumentaba la ilusión de oleaje. Había islas en el mar, formadas por los oscuros bultos de los collados que pasaban, y el aullido del chacal era la voz de una gaviota.
—¿No estamos yendo demasiado hacia el este? —La joven rompió el silencio y su voz se mezcló con el suave murmullo del viento.'
—A propósito —contestó Sean—, quiero cruzar la parte final del Drakensberg bien lejos de las concentraciones de bóers que hay cerca de Ladysmith y la línea del ferrocarril —y la miró por encima de la cabeza de Dirk. Ella cabalgaba con la cara levantada hacia el cielo.
»¿Conoce las estrellas? —preguntó Sean.
—Un poco.
—Yo también. Las conozco todas.
—Nómbrame algunas más —invitó la joven.
Dirk aceptó el reto y giró su cuerpo hacia el sur.
—Esa es la Cruz con las estrellas de la Osa Mayor, y ésa es Orión con su espada al cinto, y aquélla es la Vía Láctea.
—Las otras son comunes, no son importantes. Ni siquiera tienen nombre.
—Oh, sí que tienen, e incluso la mayoría tiene una historia.
Hubo una pausa. Dirk estaba ahora en posición difícil; o admitía ignorancia, y tenía demasiado orgullo como para tragárselo fácilmente, o perdería lo que prometía ser un buen relato. Por grande que fuera su orgullo, su apetito de historias era aún mayor.
—Cuénteme alguna —concedió finalmente.
—¿Ves aquel montón debajo de la estrella grande brillante? Son las Siete Hermanas. Bien, había una vez…
A los pocos minutos, Dirk estaba completamente absorto. Estos eran todavía mejores que los cuentos de Mbejane, quizá porque eran nuevos, mientras que Dirk sabía de memoria todo el repertorio de Mbejane. Insistía sobre cada parte floja del argumento como un fiscal.
—Pero ¿por qué no mataron simplemente a la vieja bruja?
—No tenían armas de fuego en aquellos días. —Podían usar arco y flechas.
—No puedes matar a una bruja con arco y flechas. La flecha pasa “psst” a través de ella y no la hiere.
—¡Que me cuelguen! —Eso sí que era impresionante, pero antes e aceptarlo Dirk necesitó consultar con una opinión experta. Se lo preguntó al zulú, traduciéndole el problema. Cuando Mbejane corroboró la historia, Dirk se convenció, ya que Mbejane era toda una autoridad en las cosas sobrenaturales.
Esa noche Dirk no se quedó dormido en la montura, y cuando acamparon antes del amanecer, la voz de la joven estaba afónica de tanto hablar, pero había conquistado completamente a Dirk y Sean estaba en vías de sufrir el mismo proceso.
Toda la noche, mientras escuchaba su voz y los sordos estallidos de risa que la realzaban, Sean sintió que la semilla plantada en su primer encuentro echaba raíces en su vientre y subía enroscándose por su pecho. Deseaba tan violentamente a esa mujer que en su presencia perdía el sentido. Varias veces durante la noche había intentado unirse a las discusiones, pero todas las veces Dirk había desdeñado sus esfuerzos y vuelto su atención ávidamente a la joven. Aquella mañana había hecho el perturbador descubrimiento de que estaba celoso de su propio hijo, celoso de la atención que Dirk obtenía, y de la que él estaba tan hambriento.
Mientras tomaban café después de comer, descansando en las mantas bajo un bosquecillo de lilas, Sean hizo notar:
—Aún no nos ha dicho su nombre. —Y por supuesto fue Dirk quien contestó.
—A mí me lo ha dicho. Su nombre es Ruth, ¿no es así?
—Así es, Dirk.
Con esfuerzo, Sean dominó la absurda rabia que hervía dentro de él, pero cuando habló quedaban restos de ella en su voz.
—Ya es suficiente por una noche, hijo. Ahora apoya la cabeza, cierra los ojos y la boca y quédate así. —No tengo sueño, papá.
—Haz lo que te digo. —Sean se levantó de un salto y se alejó del campamento. Trepó al pequeño promontorio. Ya era pleno día y oteó en todas direcciones la sabana. No había rastros de construcciones o seres humanos. Descendió otra vez y se entretuvo con los cascos de los caballos antes de volver al bosquecillo de lilas.
A pesar de sus protestas, Dirk estaba enroscado como un cachorrito soñoliento, y de un largo atado de mantas situado cerca del fuego salía el ronquido de Mbejane. Ruth estaba un poco alejada de ellos, con una manta sobre las piernas, los ojos cerrados y la camisa subiendo y bajando de una manera que Sean tenía dos buenas razones para no dormir. Se apoyó en un codo y dejó vagar su mirada y su imaginación sobre ella.
Durante los últimos cuatro años no había visto ninguna mujer blanca, cuatro años sin el sonido de una voz de mujer o la calidez de su cuerpo. Al principio le habían preocupado la inquietud, los ataques de depresión y las repentinas explosiones debidas a los nervios. Pero gradualmente en los largos días de caza y de viajar a caballo, en la interminable lucha contra la tormenta y el sueño, contra bestias y elementos, había llegado a controlar su cuerpo. Las mujeres se habían evaporado, se habían convertido en fantasmas vagos que sólo lo molestaban de noche cuando se revolvía y traspiraba y gritaba en sueños hasta que la naturaleza le daba descanso y los fantasmas se dispersaban por un tiempo con el fin de ganar fuerzas para la próxima visita.
Pero ahora a su lado no había un fantasma. Con sólo estirar una mano podía tocar el suave vello de su mejilla y sentir la impresionante calidez de su piel de seda.
Ruth abrió los ojos, de un color gris lechoso por el sueño, enfocando lentamente hasta que encontraron los suyos y devolvieron el escrutinio.
Al leer en ellos, levantó su mano izquierda de la manta y se la tendió. No llevaba guantes. Por primera vez, Sean se percató del delgado anillo de oro que rodeaba su dedo.
—Ya veo —murmuró sordamente, y luego protestó—: Pero es demasiado joven, demasiado joven para estar casada.
—Tengo veintidós años —le contestó suavemente.
—Su marido, ¿dónde está? —Quizás el desgraciado estaba muerto, era su última esperanza.
—Ahora voy en su busca. Cuando la guerra fue inminente, él fue a Natal, a Durban, a buscar trabajo y casa para los dos allí. Yo debía ir después, pero entramos en guerra antes de lo esperado y quedé atrás.
—Ya veo. —«Te llevo con otro hombre», pensó amargamente, y lo expresó con otras palabras—. Entonces él está en Durban sentado, esperando que se escurra por entre las líneas enemigas.
—Me pidió que me quedara en Johannesburgo y esperara que los británicos conquistasen la ciudad. Dice que con una fuerza tan grande estarán en Johannesburgo en tres meses.
—Y entonces, ¿por qué no espera?
Se encogió de hombros.
—La paciencia no es una de mis virtudes. —Y otra vez la malicia brilló en sus ojos—. Además, pensé que sería divertido escapar; me aburría tanto en Johannesburgo…
—¿Lo ama? —preguntó Sean de improviso.
La pregunta la sorprendió y la sonrisa se le heló en los labios.
—Es mi esposo.
—Eso no contesta la pregunta.
—Era una pregunta que usted no tenía derecho a hacerme. —Ahora estaba molesta—. ¿Ama usted a su mujer?
—La amé. Hace cinco años que murió. —Y la rabia de Ruth se apagó tan rápido como había ardido.
—Lo siento. No lo sabía.
—Olvídelo. Olvide que se lo he preguntado.
—Sí, es mejor. Estábamos a punto de meternos en un terrible embrollo.
Todavía le tendía la mano con el anillo allí en medio, sobre la suave alfombra de hojas caídas. El la tomó. Era una mano pequeña.
—Señor Courtney, Sean, es mejor si… no debemos; creo que será mejor que nos durmamos.
Retiró la mano y se alejó de Sean.
El viento los despertó a media tarde. Soplaba del este, achatando la hierba de las colinas y golpeando las ramas sobre sus cabezas.
Sean miró hacia el cielo. El viento jugaba con su camisa y le despeinaba la barba. Se inclinó contra el viento, elevándose del suelo de modo que por primera vez Ruth notó lo alto que era. Parecía un dios de la tormenta, con las largas y poderosas piernas abiertas y los músculos de pecho y brazos sobresaliendo orgullosamente bajo la blanca seda de su camisa.
—Se están formando nubes —gritó Sean por encima del rugido del viento—. No habrá luna esta noche.
Ruth se puso de pie rápidamente y un golpe de viento le hizo perder el equilibrio. Se tambaleó apoyándose en él y los brazos de Sean la rodearon. Durante un segundo se encontró contra su pecho, sintió la fina elasticidad de su cuerpo y su olor a hombre. Este inesperado contacto íntimo fue un golpe para ambos; cuando Ruth se apartó, sus ojos estaban abiertos y oscuros de miedo, miedo por lo que había sentido dentro de ella.
—Lo siento —murmuró—. Ha sido un accidente. —Y el viento le echó el cabello sobre la cara en una danzante madeja reluciente y negra.
—Ensillaremos y cabalgaremos con la poca luz que queda —decidió Sean—. No podremos movernos esta noche.
Las nubes se arremolinaban con el viento en capas superpuestas, cambiando de forma y acercándose a la tierra. Nubes del color del humo, pesadas por la lluvia que llevaban.
La noche llegó temprano, pero el viento rugía y los golpeaba en la oscuridad.
—El viento parará dentro de una hora más o menos, luego lloverá. Trataremos de encontrar refugio mientras haya luz para ver.
En la ladera opuesta de un collado encontraron un saliente de roca y descargaron allí los paquetes. Mientras Sean sujetaba los caballos con sus riendas para evitar que escaparan antes de la tormenta, Mbejane cortó pasto y lo apiló en forma de colchón en el suelo, debajo del saliente. Envueltos en sus trajes impermeables comieron carne seca y pan seco. Luego, Mbejane se alejó discretamente hacia el extremo opuesto del refugio y desapareció bajo las mantas. Tenía un instinto animal que le permitía dormir instantánea y profundamente incluso bajo las condiciones más adversas.
—Bueno, hijo, métete en las mantas.
—No podría… —Dirk comenzó la protesta de cada noche.
—No, no puedes.
—Yo te cantaré —ofreció Ruth.
—¿Para qué? —Dirk estaba sorprendido.
—Una canción de cuna, ¿nunca te han cantado una nana?
—No. —Dirk estaba intrigado—. ¿Qué va a cantar? —Primero métete en la manta.
Sentada al lado de Sean en la oscuridad, muy consciente de su persona y del contacto de su hombro contra el de ella, con el acompañamiento del rugido ahogado del viento, Ruth cantó.
Primero las viejas canciones holandesas, Nooi, Nooi y Jannie met die Hoepel been, luego otras tradicionales como Prére Jacques. Su voz hizo que todos se emocionaran.
Mbejane se despertó con la música y ésta le hizo recordar el viento de los cerros de Zululandia y el canto de las jóvenes en la época de la cosecha. Le hizo alegrarse de la vuelta al hogar.
Para Dirk era la voz de la madre casi desconocida, un sonido seguro, y pronto estuvo dormido.
—No te detengas —susurró Sean.
Así que Ruth siguió cantando sólo para él. Una canción de amor de hacía dos mil años, con todo el sufrimiento de su pueblo, pero al mismo tiempo alegre. El viento se alejó mientras ella cantaba; y su voz se alejó con él en el vasto silencio de la noche.
La tormenta estalló. El primer trueno cayó y el relámpago hendió las nubes con su luz azulada. Dirk musitó algo, pero siguió durmiendo.
En la luz vacilante, azulada, Sean vio que las mejillas de Ruth estaban húmedas a causa de las lágrimas, y cuando la oscuridad volvió a cerrarse a su alrededor comenzó a temblar apretada contra él. Sean la atrajo hacia sí y ella se aferró, pequeña y cálida, a su pecho; él pudo gustar el amargo sabor de sus lágrimas en los labios.
—Sean, no debemos.
Pero Sean la levantó y la sostuvo contra su pecho mientras salía a la noche. El relámpago volvió a chispear e iluminó la tierra con pavorosa brillantez; distinguió entonces las cabezas bajas de los caballos sobre ellos y la ondulada línea del collado.
Las primeras gotas chocaron contra sus hombros y su cara. La lluvia era cálida. Siguió caminando con Ruth en brazos. Entonces el aire se llenó de lluvia, una llovizna perlada y acompasada a la luz del siguiente relámpago, y la noche se llenó del olor a lluvia sobre tierra seca, un olor limpio y cálido.
En la mañana apacible, tan limpia después de la lluvia que se veían las montañas azules recortadas contra el horizonte, estaban los dos juntos en la cima del collado.
—Aquél es el extremo del Drakensberg, nos hemos alejado unos tres kilómetros. No creo que haya muchas probabilidades de encontrar una patrulla bóer por aquí. Ahora podemos cabalgar de día. Pronto podremos acercarnos otra vez y llegar hasta el ferrocarril más allá del frente de batalla.
Sean se sentía feliz a causa de la belleza de la mañana, de la tierra que se escurría hacia la hoya grande y cubierta de pastos que era Natal, y de la mujer que tenía a su lado, pero también estaba contento por el próximo término del viaje y la promesa de otro con esta mujer como acompañante.
Cuando Sean habló, Ruth se volvió lentamente a mirarlo, la barbilla levantada como reconocimiento de su superior estatura. Por primera vez, Sean se dio cuenta de que su humor no se reflejaba en los ojos de ella.
—Eres muy bonita —le dijo, y aún así Ruth permaneció en silencio, pero ahora él veía en las sombras de sus ojos algo parecido a tristeza o quizá más fuerte aún—. Ruth, ¿vas a venir conmigo?
—No. —Sacudió lentamente la cabeza, con pena. La larga y gruesa serpiente de su cabello rodó por sus hombros y quedó suspendida en contraste con el color miel de su chaqueta de ante.
—Debes venir.
—No puedo.
—Pero anoche…
—Anoche fue una locura… la tormenta.
—Fue lo que debía ser. Lo sabes.
—No. Fue la tormenta. —Apartó su mirada de él, mirando al cielo—. Y ahora la tormenta ha terminado.
—Fue más que eso. Lo sabes. Fue algo que comenzó en nuestro primer encuentro.
—Fue una locura basada en el engaño. Algo que deberé tapar con mentiras, del mismo modo que lo cubrimos de oscuridad en su momento.
—Ruth, por Dios, no hables así de lo ocurrido. —Muy bien, no lo haré. Nunca más volveré a hablar de ello.
—No podemos abandonar ahora. Sabes bien que no podemos.
En respuesta ella le tendió la mano izquierda, de modo que el sol hiciera brillar el anillo de oro.
—Nos diremos adiós ahora, en una montaña al sol. Aunque cabalgaremos todavía juntos, es aquí donde nos diremos adiós.
—Ruth… —Sean trató de hablar, pero ella le puso la mano sobre la boca. El sintió el metal del anillo en los labios y le pareció que el anillo estaba tan frío como su temor por la pérdida que Ruth estaba a punto de imponerle.
—No —susurró Ruth—. Bésame una vez más y déjame ir.
Mbejane fue el primero en verlo y se lo dijo a Sean en voz baja; quizá a unos tres kilómetros a un lado, parecía una columna de humo marrón levantándose de la loma más cercana, tan débil que Sean tuvo que buscarla con la mirada antes de encontrarla.
Inmediatamente miró hacia los otros puntos del horizonte buscando con desesperación un refugio. El lugar más cercano era un saliente de piedra roja a unos ochocientos metros, demasiado lejos.
—¿Qué sucede, Sean? —preguntó Ruth al notar su agitación.
—Polvo —contestó éste—. Caballería. Vienen hacia aquí.
—¿Serán bóers?
—Probablemente.
—¿Qué vamos a hacer?
—Nada.
—¿Cómo nada?
—Cuando aparezcan sobre la loma iré a su encuentro. Tratad de escapar. —Se volvió hacia Mbejane y le habló en zulú—: Yo iré hacia ellos. Obsérvame con cuidado, pero seguid alejándoos. Si levanto el brazo dejad los caballos de carga y escapad. Yo los detendré todo el tiempo que pueda, pero levantar el brazo significará que todo ha terminado. Con rapidez desató las alforjas del oro y se las alcanzó al zulú. Con una buena ventaja podrás mantenerte lejos hasta la caída de la noche. Entonces lleva a la Nkosikazi adonde ella quiera y luego ve con Dirk a casa de mi madre en Ladyburg.
Volvió a mirar hacia la loma justo a tiempo para ver aparecer a dos hombres a caballo. Sean levantó los prismáticos; veía de costado a los dos jinetes, con las caras vueltas hacia él de modo que podía adivinar la forma de sus cascos. Sean vio el brillo pulido de sus equipos, el tamaño de sus cabalgaduras y su montura característica, y dio un grito de alegría.
—¡Soldados!
Como si quisieran confirmarlo, un escuadrón de caballería formado en dos hileras parejas apareció sobre la línea del horizonte con los pendones danzando alegremente sobre el bosque de sus lanzas.
Dirk gritando de alegría, Ruth riendo a su lado y Mbejane con los caballos de carga seguían a Sean que galopaba de pie sobre los estribos haciendo señas con el sombrero por encima de su cabeza.
Sin conmoverse por el recibimiento, los lanceros se mantenían estólidamente sentados y los miraban acercarse mientras el oficial que estaba a su mando saludó con reserva a Sean cuando éste los alcanzó.
—¿Quién es usted, señor? —preguntó, pero parecía menos interesado en la respuesta de Sean que en los pantalones de Ruth y en su contenido. Durante el tiempo que duraron las explicaciones, Sean le tomó un odio creciente. A pesar de que la piel suave y quemada por el sol y el bigote amarillo y esponjoso agravaban la sensación, la verdadera causa era el par de ojos azules. Quizá siempre resaltaban de la misma manera, pero Sean lo dudaba. Sólo se mantuvieron sobre Sean durante el lapso que le costó a éste informar que no había encontrado a ningún bóer, luego volvieron a posarse en Ruth.
—No lo detendremos más, teniente —gruñó Sean, e hizo ademán de dar la vuelta.
—Todavía están a unos quince kilómetros del río Tugela, señor Courtney. En teoría esta zona está en poder de los bóers y, si bien estamos algo alejados del grueso del ejército, sería mucho más seguro si entraran en territorio británico bajo nuestra protección.
—Gracias, pero no. Quiero evitar a ambos ejércitos y llegar a Pietermaritzburg lo más rápido posible. —El oficial se encogió de hombros.
—Usted es quien elige. Pero si fueran mi mujer y mi hijo…
No terminó la frase, sino que se volvió para hacer marchar a la columna.
—Vamos, Ruth. —Sean la miró, pero ella no se movió.
—Yo no voy con usted. —Su voz tenía una expresión de dureza y no lo miraba directamente.
—No sea tonta. —Le chocó lo dicho y respondió con una aspereza que hizo brillar chispas de rabia en los ojos de Ruth.
—¿Puedo viajar con usted? —le preguntó al oficial.
—Bueno, señora —este último dudó, mirando rápidamente a Sean antes de seguir—, si su esposo…
—No es mi esposo. Casi ni le conozco —intervino Ruth, ahogando la exclamación de protesta de Sean—. Mi esposo está en el Ejército. Quisiera que me llevara con usted, por favor.
—Bueno, bueno. En ese caso… —El oficial arrastraba las palabras, pero la perezosa arrogancia de su tono apenas lograba disimular su placer ante la perspectiva de la compañía de Ruth—. Estaré encantado de escoltarla, señora.
Con las rodillas, Ruth empujó la montura y se puso al lado del oficial. Esta maniobra la colocó directamente frente a Sean, como si estuviera al otro lado de una barrera.
—Ruth, por favor, déjeme hablar con usted sobre esto. Sólo un minuto.
—No. —Hablaba sin expresión en la voz ni en la cara.
—Para decir adiós —suplicó Sean.
—Ya hemos dicho adiós. —Miró a Dirk y luego hacia adelante.
El oficial levantó el puño y alzó la voz:
—¡Columna! ¡Columna! ¡Adelante! —y cuando su enorme y lustroso caballo comenzó a andar, le sonrió maliciosamente a Sean tocando el ala de su sombrero en un irónico saludo.
—¡Ruth!
Pero ella ya no lo miraba. Tenía la mirada fija al frente y en tanto se alejaba delante de la columna llevaba la barbilla en alto, y su boca sonriente estaba cerrada en una apretada línea mientras la gruesa trenza le golpeaba la espalda a cada movimiento del caballo.
—¡Mala suerte, compañero! —le gritó un soldado de la última fila, y un poco después ya se habían alejado.
Inclinado en la montura, Sean los miró irse.
—¿Va a volver, papá? —preguntó Dirk.
—No. No va a volver.
—¿Por qué?
Sean no oyó la pregunta. Estaba observando, esperando que Ruth se volviera a mirarlo. Pero esperó en vano, porque de repente ella desapareció detrás de la siguiente loma y unos pocos minutos más tarde también la columna había desaparecido. Después sólo quedó la extensa soledad de la tierra y del cielo, tan grandes como el vacío que se extendía dentro de Sean.
Sean cabalgaba; a unos diez metros le seguían Mbejane y Dirk, el primero tratando de evitar que el niño se acercara demasiado, ya que comprendía que Sean necesitaba estar solo. Muchas veces, durante los años que habían pasado juntos, habían viajado en esta formación: Sean cabalgando delante con su pena o su vergüenza a cuestas, y Mbejane siguiéndolo pacientemente, esperando que los hombros de Sean se enderezasen y se alzara su barbilla del pecho.
No había coherencia en los pensamientos de Sean, sólo seguían el vaivén del aumento o disminución alternos de rabia y desesperación.
Rabia contra la mujer, que casi se convertía en odio antes de caer en la desesperación al recordar que se había ido. Luego la rabia se transformaba en locura, esta vez contra sí mismo por haberla dejado ir. Luego otra vez la caída dolorosa al darse cuenta de que no tenía modo de impedirle partir. ¿Qué podía ofrecerle? ¿A sí mismo? ¿Cien kilos de músculo, hueso y cicatrices sosteniendo una cara de granito? ¡Poca cosa! ¿Sus bienes materiales? Un pequeño saco de soberanos y el hijo de otra mujer… Por Dios, eso era lo único que tenía. ¡Después de treinta y siete años eso era lo único que podía mostrar! Una vez más se encendió de rabia. Una semana atrás era rico… y su rabia encontró un nuevo blanco. Allí por fin había algo por lo que podía vengarse, había un enemigo tangible que golpear, que matar. Los bóers. Los bóers le habían robado sus carretas y su oro, y le habían hecho huir; por su culpa había entrado la mujer en su vida, y a causa de ellos se había ido.
«Así sea —pensó furioso—; ésta es la promesa del mañana. ¡Guerra!»
Se enderezó en la montura; sus hombros parecieron extenderse anchos y cuadrados. Levantó la cabeza y vio la víbora brillante del río en el valle, más adelante. Habían llegado al Tugela. Sin detenerse, Sean hizo pasar a su caballo por el borde del acantilado. Las piedras sueltas rodaban y resbalaban bajo los cascos cuando comenzaron el descenso.
Impaciente, Sean siguió río abajo buscando un vado. Pero el río corría suave, rápido y profundo entre las dos altas orillas, tenía unos quince metros de ancho y todavía estaba descolorido por el barro de la tormenta.
En el primer lugar donde la orilla opuesta bajaba lo suficiente como para prometer una salida fácil del agua, Sean detuvo el caballo y dijo bruscamente:
—Cruzaremos a nado.
Como toda respuesta, Mbejane miró significativamente a Dirk.
—Ya lo ha hecho antes —le contestó Sean mientras desmontaba y comenzaba a quitarse la ropa diciendo al niño—: Vamos, Dirk, desvístete.
Primero empujaron a los caballos de carga, obligándolos a saltar desde la orilla escarpada y mirando ansiosamente hasta que reaparecieron sus cabezas en la superficie y comenzaron a luchar para llegar a la otra orilla. Entonces ellos tres, desnudos, con la ropa envuelta en tela impermeable y atada a las monturas, volvieron a montar.
—Tú primero, Mbejane.
Una zambullida que levantó agua hasta más arriba de la orilla.
—Ahora tú, Dirk. Recuerda que debes aferrarte a la montura.
Otra zambullida, y Sean castigó su montura cuando ésta se movió hacia los costados. Un salto hacia el vacío y la larga caída antes de que el agua se cerrara sobre ellos.
Expulsando agua, salieron a la superficie, y con alivio Sean vio la cabeza de Dirk balanceándose al lado de la de su caballo y lo oyó gritar excitado. Unos segundos más tarde estaban los tres en la orilla opuesta, con el agua corriéndoles por el cuerpo desnudo, y riendo juntos ante la diversión de la aventura.
De repente, la risa se le heló a Sean en la garganta. A lo largo de la orilla, algo más arriba, sonriendo contagiados de la alegría, pero con los rifles máuser listos, había una docena de hombres. Hombres fornidos, con barba, portando bandoleras de municiones, vestidos con ropas burdas y una selección de sombreros que incluían un sombrero hongo y una chistera.
Al observar a Sean, Mbejane y Dirk también dejaron de reír y miraban el arco de hombres armados que se extendía por la orilla. Un completo silencio invadió el lugar.
Finalmente el hombre del sombrero hongo marrón rompió el silencio al apuntar a Sean con la culata de su máuser.
—Magtig. Se necesita una buena hacha para cortar ese tronco.
—No lo fastidies —le advirtió el caballero de la chistera—. Si te pega en la cabeza, te romperá el cráneo y todos rieron fuertemente.
Para Sean era difícil decidir qué era lo más incómodo: si la íntima discusión acerca de su desnudez o el hecho de que la conversación fuera en taal (u holandés del Cabo). En medio de su impaciencia había corrido, o mejor dicho nadado, a los brazos de una patrulla bóer. Sólo tenía una ligera esperanza de poder disimular su origen, y abrió la boca para intentarlo. Pero Dirk se le adelantó.
—¿Quiénes son, papá, y por qué se ríen? —preguntó en un claro y resonante inglés, y la esperanza de Sean murió tan rápido como la risa bóer al escuchar el odiado idioma.
—¡Ajá! —gruñó el hombre de la chistera, y movió elocuentemente el máuser—. Arriba las manos, amigo.
—¿Me permitiría primero ponerme los pantalones? —preguntó Sean con educación.
—¿Adónde nos llevan? —Por una vez, Dirk parecía sumiso, y había un temblor en su voz que conmovió al señor Chistera, que cabalgaba a su lado. Este respondió en lugar de Sean.
—No te preocupes. Vas a ir a ver a un general. Un general de verdad. —El inglés del hombre era comprensible y Dirk lo estudió interesado.
—¿Llevará puestas medallas y cosas?
—Nee, hombre. No usamos esas tonterías. —E inmediatamente Dirk perdió interés. Se volvió a Sean.
—Papá, tengo hambre.
Nuevamente intervino el señor Chistera. Sacó un buen trozo de carne seca del bolsillo y se la ofreció a Dirk.
—Afílate los dientes con esto, kerel.
Una vez tuvo la boca llena, Dirk no fue molestia y Sean pudo concentrarse en los otros bóers. Estaban convencidos de haber capturado a un espía, y estaban discutiendo su inminente ejecución. Con amabilidad, permitieron que Sean interviniera en la conversación y escucharon con respetuosa atención su propia defensa. Esta se interrumpió mientras vadeaban el Tugela y volvían a trepar por el acantilado, pero Sean siguió mientras cabalgaban agrupados a lo largo de la cima. Finalmente logró convencerlos de su inocencia, cosa que aceptaron con alivio, ya que ninguno deseaba especialmente tener que fusilarlo.
A partir de allí la charla versó sobre tópicos más placenteros. Era un día glorioso, la luz del sol teñía de verde y oro el valle. Debajo de ellos, el río se curvaba y lanzaba destellos, siguiendo su tortuosa bajada desde la brumosa pared azul del Drakensberg, que ocupaba el horizonte lejano. Unas pocas nubes panzonas vagaban por el cielo, y una brisa ligera calmaba el calor.
Los más jóvenes de la partida escuchaban con avidez lo que Sean contaba acerca de los elefantes que vivían más allá del Limpopo y sobre toda la extensión de tierra que esperaba a los hombres que fueran a reclamarla.
—Después de la guerra —contestaban ellos, y se reían al sol. Entonces, un cambio de viento y una falla en el terreno trajeron un sonido débil pero feroz, y la risa se les heló.
—La artillería —dijo uno.
—Ladysmith.
Ahora había llegado la hora de que Sean preguntara. Le contaron cómo los comandos habían descendido a la ciudad de Ladysmith y arrollado la fuerza que había quedado para oponérseles. Con amargura recordaron que el viejo Joubert había retenido a la caballería y observado mientras los ingleses rompían filas y volvían a la ciudad.
—¡Dios todopoderoso! ¡Si nos hubiera dejado ir tras ellos! Los hubiéramos barrido hasta el mar.
—Si Oom Paul hubiera estado al mando en vez de Joubert, la guerra ya estaría terminada, pero en cambio, aquí estamos esperando sentados.
Poco a poco, Sean pudo completar el cuadro de la situación de la guerra en Natal: Ladysmith estaba sitiada; el ejército del general George White encerrado allí dentro; la mitad del ejército bóer había avanzado a lo largo de la línea ferroviaria y esperaban en actitud defensiva sobre el acantilado, dominando la pequeña ciudad de Colenso y el río.
Debajo, en la gran llanura del Tugela, el general Buller estaba reuniendo su ejército para la arremetida que liberaría Ladysmith.
—Déjenlo intentarlo, Oom Paul lo está esperando.
—¿Quién es Oom Paul, no será Kruger? —Sean estaba asombrado. Oom Paul era el sobrenombre afectuoso del presidente de la República Sudafricana.
—¡Ne, hombre! Este es otro Oom Paul. Este es el general Jan Paulus Leroux del comando de Wynberg. —Y Sean contuvo el aliento.
—¿Acaso es un hombre alto de barba roja y un temperamento igual?
Risas, y luego:
—Ja! Es él. ¿Lo conoce?
—Sí, lo conozco.
«Así que mi cuñado ahora es general. Sean se sonrió y luego preguntó:
—¿El es el general que vamos a visitar?
—Si lo encontramos.
Por fin, Dirk conocería a su tío, y Sean se encontró anticipando la reunión con cierto placer.
La tela de la carpa era poco para moderar el volumen de la voz de dentro. Esta llegaba claramente adonde esperaban Sean y su escolta.
—¿Debo beber café y estrechar la mano a cada rooinek que capturamos? ¿No tengo acaso suficiente trabajo para diez hombres, que ustedes tienen que traerme más? Si es un espía, hagan lo que quieran con él, pero en nombre de la divina providencia, no me lo traigan a mí.
Sean sonrió contento. Jan Paulus evidentemente no había perdido la voz. Hubo un intervalo de relativo silencio mientras la voz del señor Chistera murmuraba en la carpa. Luego se escuchó nuevamente el rugido ahogado.
—¡No; no lo haré! ¡Llévenselo!
Sean se llenó los pulmones de aire, colocó las manos alrededor de la boca y gritó hacia la carpa.
—¡Eh, tú, maldito holandés! ¿Tienes miedo de volver a verme? ¿Piensas que voy a romperte los dientes como la última vez?
Unos segundos de aterrador silencio, y luego se oyó el ruido de un banco que caía y alguien abrió de un manotazo el faldón de la carpa. Jan Paulus salió a la luz, parpadeando por la claridad pero con el ceño fruncido; el cabello rojo que orlaba su coronilla ardía como un seto en llamas y sus hombros se encorvaban con agresividad. Volvió la cabeza hacia todos los lados buscando el origen del insulto.
—Aquí —lo llamó Sean, y Jan Paulus se quedó seco. Sin estar totalmente seguro, observó a Sean.
—¡Tú! —Se adelantó un paso y luego preguntó—: ¿Eres tú, no es así? ¡Sean! —y comenzó a reír.
Abrió la mano derecha, que tenía cerrada y con el puño listo para golpear y se la extendió a Sean.
—¡Sean! ¡Diablos, eres Sean!
Se estrecharon las manos sonriendo.
—Entra a la carpa; entra, hombre.
Una vez dentro, la primera pregunta de Jan Paulus fue:
—¿Dónde está Katrina? ¿Dónde está mi hermanita? —Y de inmediato Sean dejó de sonreír. Se sentó pesadamente sobre el banco y se quitó el sombrero antes de responder.
—Está muerta, Paulus. Hace cuatro años que murió. Lentamente, la expresión de la cara de Jan Paulus cambió hasta convertirse en una máscara sin expresión. —¿Cómo?
«¿Y qué puedo contestarle? —pensó Sean—. ¿Puedo decirle que se mató por alguna razón que nunca sabrá nadie?»
—La fiebre —contestó—. La fiebre amarilla.
—No nos avisaste.
—No sabía dónde encontrarte. Tus padres…
—Ellos también están muertos —le interrumpió Jan Paulus bruscamente, y se volvió para mirar el blanco cielo raso de la carpa. Los dos quedaron en silencio mientras recordaban a la muerta con un dolor más punzante aún, dada su inutilidad. Finalmente, Sean se puso de pie y fue hasta la entrada de la carpa.
—Dirk, ven aquí.
Mbejane lo hizo avanzar, y al llegar al lado de Sean le tomó la mano. Sean lo introdujo en la carpa.
—El hijo de Katrina —exclamó, y Jan Paulus lo miró—. Ven aquí, hijo.
Dudando, Dirk se aproximó. De pronto, Jan Paulus se puso en cuclillas de modo que quedaba al mismo nivel que el niño. Tomó la cara de Dirk entre las palmas de sus manos y la estudió con cuidado.
—Sí —dijo—. Esta es la clase de hijo que ella hubiera tenido. Los ojos… —Su voz vaciló y se detuvo. Miró los ojos de Dirk unos momentos más y luego volvió a hablar—: Debes estar orgulloso. —Y se puso de pie. Sean le indicó a Dirk la entrada de la carpa y éste, agradecido, escapó afuera, donde Mbejane lo esperaba.
—¿Y ahora qué quieres? —preguntó Jan Paulus.
Quiero vía libre a través de las líneas.
—¿Vas con los ingleses?
—Yo soy inglés —dijo Sean.
Frunciendo el ceño, Jan Paulus pensó antes de preguntar:
—¿Me darás tu palabra de no unirte a ellos?
—No —contestó Sean, y Jan Paulus asintió. Era la respuesta que esperaba.
—Estoy en deuda contigo —decidió—. No he olvidado lo del elefante. Esto salda por completo aquella deuda.
Se dirigió hacia el escritorio portátil y mojó la pluma. Escribió de pie y rápidamente secó el papel y se lo entregó a Sean.
—Vete. Y espero que no volvamos a encontrarnos porque la próxima vez te mataré.
—O yo a ti —le contestó Sean.