La guerra que sabíamos que se acercaba llegó; pasé la mayor parte de ella encerrado en casas de campo, trabajando para el servicio de información y sólo después supe de los horrores que habían sucedido en Treblinka, de los perros entrenados para atacar los genitales de los hombres, de los cuchillos. Cuando acabó, la casa de Richmond, la casa en la que había crecido, había sido bombardeada y sólo quedaban escombros. Mis hermanos y yo pasamos una tarde rebuscando entre los bloques de yeso con restos de papel pintado y los cascotes de porcelana, pero al final acabamos no llevándonos nada. Nuestras ideas de lo que valía la pena conservar habían cambiado. Los de la generación que iba por delante nuestro, que habían crecido bajo el ojo vigilante de la anciana reina Victoria, resultaron ser menos resistentes. Se retiraron a las casas de campo, a las que aún quedaban en pie, calentando las habitaciones que pudieran permitirse calentar. O se refugiaron cerca de los ríos. O, como Stephen Tennant, el más brillante de los jóvenes brillantes, en el mobiliario rosa, los espejos, el maquillaje. Se volvieron anacronismos. La resistencia al cambio puede producir esa clase de locura.

Otras cosas persistieron: por ejemplo, la fanática campaña de Scotland Yard para cazar homosexuales en los urinarios públicos. Fue justo después del Armisticio cuando tuve mi desafortunado encuentro con uno de sus oficiales de civil. Durante el juicio me sentí obligado a mencionar su considerable estado tumescente en el momento de la detención; el joven bobby se levantó en medio de la sala, rojo de furia, gritando: «¡Eso es mentira!». Pero me absolvieron. Unos días más tarde dejé Inglaterra, al ser mi homosexualidad ya de conocimiento público. Que era exactamente con lo que John Northrop me había amenazado diez años antes, salvo que ahora la consecuencia no serviría para salvar la vida de nadie.

El barco que me llevó a Estados Unidos navegó, durante un tiempo, sobre las mismas aguas en las que fue lanzado el cuerpo de Edward. Me sentí mejor cuando estuvimos en el Atlántico. No es que lo hubiera olvidado, pero mi culpa se había hecho más manejable. Basta preguntar al conductor que atropella a alguien y se da a la fuga, a la enfermera que inyecta a su paciente con la aguja equivocada, a la madre que asfixia accidentalmente a su hijo: dirán que, tras los primeros años, aprendes a vivir con la culpa. Bajas tus niveles. La capacidad humana para el dolor es limitada, descubres que no puedes infligirte la misma cantidad de dolor que puedes infligir en otro (o que otro puede causarte). Así que huyes de los causantes de dolor, vas a un sitio nuevo, intentas convencerte de que el viejo sitio no existe; que la distancia borra la historia; que el chico que murió por tu culpa pertenecía sólo a tu imaginación y, por lo tanto, nunca murió y, por lo tanto, su madre, sus hermanas, sus supervivientes no sobreviven a nadie, a nada; son sólo personas que siguen sus vidas. Y si quisiste a ese chico, si eres su superviviente al mismo tiempo que su asesino, entonces tienes que sacrificar el recuerdo de tu amor. Tienes que enterrar el dolor si es que la culpa ha de soportarse. Como hice yo, en Los Angeles, durante treinta y un años.

¿Lo conseguí? Cuando miro hacia atrás, recuerdo sobre todo días pacíficos, si no alegres. Oh, cierto, hubo malos momentos, como cuando veía a un extraño en la calle y pensaba: así habría sido Edward a los treinta, a los cuarenta, a los cincuenta años. Pero pasaban deprisa y, con el transcurrir de los años, se hicieron cada vez más intermitentes.

Tampoco hay que creer que nunca volví a conocer el amor. No fue así. Sandy Fairfax y yo pasamos juntos veintidós felices años y, si bien sería incorrecto caracterizar nuestra relación como una gran pasión, hubo entre nosotros una soltura, un compañerismo, que, en mi opinión, es un producto mucho más raro. Y cuando al final se hizo necesario que Sandy se mudara, no le guardé ningún rencor. «Vete en paz», le dije. Ahora vive con Peter, un joven bailarín, y los tres somos grandes amigos. El año pasado, incluso, nos fuimos de vacaciones a Hawai.

Las cosas se acaban. Nada más cierto. Incluso la lista negra se acabó, Kirk Douglas contrató a Dalton Trumbo para escribir Espartaco, bajo su propio nombre. Unos pocos años más tarde, Espartaco estaba rodada y un grupo de amigos, todos miembros con carné de la cofradía, por no hablar del Partido Comunista, nos juntamos para ver un pase. No es difícil imaginar nuestra reacción a la famosa escena en que Tony Curtis, que hacía de joven esclavo Antonino, baña al general Craso, interpretado por Laurence Olivier.

—¿Comes ostras? —pregunta Craso a Antonino.

—Cuando hay, amo.

—¿Comes caracoles?

—No, amo.

—¿Consideras que comer ostras es moral y que comer caracoles es inmoral?

—No, amo.

—Claro que no. Todo es cuestión de gustos.

—Sí, amo.

—Y el gusto no es lo mismo que el apetito y, por lo tanto, no es una cuestión de moral.

Antonino no dice nada, hasta que Craso se da la vuelta hacia él y emite un largo y sugerente:

—¿Mmm?

—Sí, podría afirmarse eso, amo.

—Mi gusto —dice Craso— incluye tanto ostras como caracoles.

(Por supuesto, la escena fue cortada).

Los cincuenta dieron paso a los sesenta. Busqué y, al final, encontré trabajo. Por alguna razón, sin embargo, mi carrera no despegó de nuevo, al menos no en la medida en que lo había hecho antes. Habría sido agradable culpar de ello a McCarthy, pero lo cierto era que la clase de películas en las que era bueno pasaron de moda. Habría ocurrido de todas maneras. Y aunque hice un valiente esfuerzo por ponerme a la altura de los tiempos, al final no estaba en mí el poder escribir comedias psicodélicas en las que las chicas con pendiente de aro gritaban: «¡No seas anticuado, déjate el pelo largo!» e intentaban seducir a ejecutivos bobalicones. Así que me retiré a una pequeña casa en las colinas situadas detrás de Hollywood, donde entre frondas de palmeras y estatuas de ardillas de dibujos animados, cultivé un jardín, así como cierta fama de afectación y excentricidad. Era un viejo marica con dinero, una reliquia de la Inglaterra de preguerra embarrancado en las playas de Malibú. Un dinosaurio.

Y así es como estaban las cosas en otoño de 1978; la lista negra acabada, mi carrera acabada, la novela secreta escondida detrás del reloj. A pesar de todo, tenía poco de qué quejarme. Un hombre que ha conocido el placer físico y que ha viajado por el mundo y probado sus ricos y exóticos alimentos, ¿qué derecho tiene a quejarse? Aun cuando, en la diabética vejez, esos alimentos sólo pueden saborearse en el recuerdo; aun cuando el amor, gracias a la cirugía prostática y una cintura cada vez más ancha, deba también seguir siendo un recuerdo… Pero me gustó vivir mi vida. Y cuando echaba en falta la compañía física, siempre existían esos muchachos que, por cincuenta dólares, están dispuestos a acercarse y darte un delicioso masaje.

En cuanto a los Phelan, nunca volví a oír una palabra de ellos. Curioso: durante años, siempre que me acercaba a mi buzón, se apoderaba de mí una trepidación indefinida, una trepidación que más tarde me di cuenta de que tenía que ver con ellos. Temía que pudieran localizarme incluso aquí, imponerme su sufrimiento, obligarme a sufrir en especie. Sin embargo, no llegó ninguna carta y, con el paso de los años, mi trepidación cedió paso a una esperanza igualmente indefinida.

Del mismo modo que antes temí una carta que acusara, después esperé una carta que perdonara. Pero no llegó nada.

En el recuerdo, los Phelan se osificaron; envejecieron, pero no cambiaron. Sarah, fea y tímida a los diecisiete años, se convirtió en camarera del Hotel Lancaster; Lucy era una lesbiana con un corte de pelo de Eton. O Sarah era la entrometida operadora de teléfono con quien acababa de tener una desagradable conversación; Lucy la propietaria de esa extraña tienda de antigüedades de Madison Avenue. Mis fantasías sobre ellas no eran nunca promiscuas, nunca forzaban la verosimilitud. En realidad, podrían calificarse como las fantasías de un denodado realista.

Entonces, un día, llegó una carta. De Inglaterra. Una carta muy maltrecha en un sobre de correo aéreo. La habían enviado a mi nombre a un estudio cinematográfico que había cerrado hacía dos décadas, la remitieron luego a un agente que hacía veinte años que no me representaba, quien a su vez la envió a un agente que hacía quince años que no me representaba, quien la remitió al agente que aparentemente me representa ahora, quien la remitió a una casa que brevemente compartí con Sandy, la casa que Sandy ahora comparte con Peter, quien metió la carta en otro sobre (ya no había sitio para escribir más direcciones) antes de, por último, enviármela.

11 Wilcox Gardens

Londres, EN 14

Querido señor Botsford:

Me llamo George Ramsey. Tengo dieciocho años, vivo en Londres Norte y espero, el año que viene, entrar a estudiar en la Central School of Drama. La razón de mi carta es que la otra noche tuve el placer de ver una película que usted escribió, El divorcio de los Prescott, por la tele. Cuando su nombre apareció en los créditos, mi tía abuela Sarah, que vive con nosotros, armó un gran alboroto y nos explicó que lo había conocido de joven. Al parecer, fue usted amigo de su hermano y fue con él a cenar un par de veces a casa de mi bisabuela. Dice que una de las veces trajo como regalo unos quesos muy peculiares.

Como vi su película y disfruté muchísimo con ella, me venció la curiosidad, así que al día siguiente visité nuestra biblioteca local, donde con gran alegría encontré ejemplares de sus tres novelas. ¿Estoy en lo cierto al deducir que el «E. P.» a quien está dedicado El tren a Cockfosters es, en realidad, mi tío abuelo Edward Phelan?

Como ya habrá adivinado, mi ambición en la vida es ser actor. Hasta ahora mi experiencia se ha limitado a obras de teatro escolares. No obstante, creo que tengo el potencial para convertirme en una estrella cinematográfica de Hollywood, incluso algunos amigos míos me han dicho que me parezco a Roger Moore (alias James Bond). En la escuela he interpretado hasta ahora: «el mayordomo» en Don’t Dress for Breakfast, «Algernon» en La importancia de llamarse Ernesto y «un soldado» en Hamlet. No obstante, considero que apenas se ha sacado partido de ese potencial.

Lo que esperaba era que quizá pudiera tener un papel para mí en su próxima película. Sin duda, al ser un guionista de gran éxito, recibirá centenares de cartas como esta. ¿Puedo pedirle que considere la mía un poco más seriamente, dada su relación con mi familia? Le estaré agradecido por cualquier ayuda que pueda suministrarme; adjunto una fotografía mía para que la examinen usted y los agentes a quienes pueda enseñársela.

Gracias por adelantado y un saludo muy atento de

Tony Morlock

P.S.: Este es mi nombre profesional.

P.P.S.: Mi tía Sarah me ha pedido que le transmita sus saludos, así como una invitación para tomar el té, si visita Londres en un futuro próximo. Como está un tanto débil, le es difícil salir de casa.

Una foto salió del sobre: lo que en el oficio se conoce como «retrato». Un atractivo muchacho rubio, con cuello grueso y una gran dentadura me sonreía desde el interior de un marco blanco. «Tony Morlock —anunciaba el pie de foto—, 1,88 m, 83 kg, 19 años. Lee francés y ha estudiado zapateado». Sonreí. De modo, pensé, que este es el sobrino nieto de Edward.

Dejé la carta. Me arrellané. Intenté absorber el simple hecho de su llegada. Hubo un tiempo en que esa carta me habría salvado. Y luego hubo un tiempo en que esa carta me habría arruinado, un tiempo en que la habría tirado sin abrirla, antes de permitir que el pasado se inmiscuyera en mi nueva vida. Y luego hubo un tiempo incluso más largo —durante el cual la nueva vida estaba resultando ser el más débil de los espantapájaros, algo hecho con palos y cola, que sólo ofrece la ilusión de permanencia— en que de nuevo me apoyé en el pasado. Extraño: durante todos estos años he dado por supuesto que los Phelan me odiaban. Lo cierto era que me habían olvidado. Siguieron con sus vidas.

Cogí la fotografía. Miré el muchacho que era el hijo de Pearlene (a menos que Lucy hubiera tenido hijos). ¿Y se parecía George Ramsey a su tío abuelo? Ligeramente, quizá… quizá algo en la barbilla o los ojos. Probablemente me lo estaba imaginando. Al fin y al cabo, la cara es un mapa tan delicado; y, después de cuarenta y un años, ¿quién puede saber cuánto ha erosionado el recuerdo? Y sin embargo recordaba algunas cosas: estaba seguro, por ejemplo, de reconocer el nombre de la calle en la que vivía George Ramsey, Wilcox Gardens. Así que fui a mi estudio y cogí de la estantería un viejo London A to Z. De joven, me gustaba abrirlo al lado del mapa del metro para comparar su duplicación de la realidad con la inventiva, incluso la interpretación ficticia, del mapa. El A to Z mostraba cómo se curvaban las líneas, mientras que el mapa las muestra rectas; cómo las estaciones de Queensway y Bayswater, separadas aparentemente por kilómetros, estaban en realidad una al lado de otra. Indicaba incluso mediante una línea punteada cuándo las vías del tren salían a la superficie. Por desgracia, mi A to Z no había envejecido bien: la cola del lomo se había secado, las páginas amarilleaban. No obstante, lo abrí con cuidado, busqué Wilcox Gardens en el índice, fui a la página indicada, seguí las coordenadas, la encontré.

Los Phelan vivían en Cockfosters.

A unas manzanas de la estación. En Cockfosters.

Cerré el A to Z. Sentí… ¿cómo llamarlo?, una especie de placer ordenador, el placer de un novelista o de un cartógrafo. Cockfosters, el lugar en que la imaginación se detiene y retrocede, el lugar al que nunca fui por miedo a que su realidad, una vez presenciada, reemplazara a su sueño, era también, lo vi entonces, un barrio normal de Londres Norte, de clase media y muy probablemente aburrido. Allí vivía George Ramsey. Allí vivía en realidad Sarah. Y mientras estaba sentado, la culpa que durante todos esos años se había deslizado no por mi vida, sino bajo mi vida, salió también a la superficie, a la luz. Una cosa debilitada, envejecida, pálida como la leche, deslumbrada por el sol.

Entonces me vio.

—Vaya, hola. ¿Qué haces por aquí?

—Me protejo de la lluvia.

—Llueve a cántaros, ¿verdad? Qué casualidad, pensaba llamarte…

No hay más que contar. Esta noche, en cuanto acabe este pequeño epílogo, colocaré el manuscrito detrás del reloj de cuco y no volveré a leerlo nunca más. Arqueólogo del futuro, recuerda sólo que al trasladar estos acontecimientos al papel, nunca he pedido la absolución. Nunca he pedido el perdón. La relación entre Edward y yo fue una historia típica que, atrapada en la guerra, se volvió trágica… pero eso también es una historia típica. Creo que todo el valor mostrado está en contarla.

Ya no lamento no volver a respirar nunca más el húmedo aire de Londres, con su aroma de pan recién hecho. No pierdo el tiempo preguntándome cómo habrían sido nuestras vidas de haber sobrevivido Edward a la travesía. No puedo cambiar el pasado y, aunque pudiera, no estoy seguro de si querría hacerlo.

Y, sin embargo, no me deja. En realidad, a veces, cuando voy conduciendo por la autopista o por Sunset Boulevard, vuelve; aparece ahí, en el asiento delantero de mi coche. Más viejo, claro. El pelo gris. Con patas de gallo. Pero aún atractivo. Y, lo más importante, todavía Edward. Y, mientras conduzco, le voy señalando cosas: eso es el cementerio Forest Lawn, Edward. Y ese es el famoso Hollywood Bowl. Y, aquí, en esta esquina, conocí al hombre con el que viviría los siguientes veintidós años de mi vida, hasta que una noche, en este restaurante, en este restaurante de aquí, me dijo que me dejaba. Condujimos durante horas, por Brentwood y Bel Air, por Benedict Canyon, Pasadena y Beverly Hills, hasta llegar a la casa en la que viven Sandy y Peter. Como espías, aparcamos al otro lado de la calle, miramos en busca de signos de vida: una luz en una ventana, una puerta que se abre. Empieza el crepúsculo. Y cuando, por último, el coche de Sandy enfila la entrada del garaje enciendo el contacto, me alejo con rapidez (aunque sé que me ha visto), hasta que estamos lejos de ese familiar callejón sin salida, rodando por Laurel Canyon Boulevard. Y es entonces cuando Edward empieza a desaparecer. Se reduce, de algún modo. Las sombras invaden el coche. Cruzamos Sunset. Sé que cuando llegue el camino de entrada de mi casa, se habrá ido, estará muerto, como ha estado muerto cada uno de estos cuarenta y un años, de estos quince mil días, de estas trescientas cincuenta y nueve mil horas. Pero también sé que si conduzco hasta la playa ahora mismo, veré la luna tendiendo su camino sobre el agua. Que si me arrodillo y tomo en mi palma un poco de esa agua, cogeré el resplandor. Retendré el resplandor. Gotas como mercurio, cargadas de luz.