El tren a Cockfosters se publicó aquel invierno. A pesar de las predecibles condenas de Nigel, tuvo buenas críticas e incluso se vendieron algunos ejemplares. Además, Channing al final cedió y dejó que Caroline y yo alquiláramos la casa de nuestros padres, lo cual nos reportó algunos ingresos. Por primera vez en mi vida, tuve dinero propio y no tuve que depender de los caprichos de la tía Constance para conseguirlo.
Alquilé un pequeño piso junto a Edgware Road. Empecé a trabajar en mi segunda novela. Luego Channing y Caroline se casaron, contradiciendo las predicciones de la tía Constance. Sólo yo estaba solo —ni Edwards ni Philippas— aunque a menudo salía por la noche a ligar o saltaba la valla y entraba en Darmoor Park. Tuve líos ese año con muchos hombres, entre ellos un estibador etíope, un contable de Stanmore y un jardinero de Leamington Spa, y, aunque la mayoría de esos líos fueron sólo una cuestión de minutos, significaron algo. Quien toca el cuerpo, por fugazmente que lo haga, también toca el alma.
Mientras tanto, en España, los republicanos estaban siendo derrotados; en Alemania, los hijos de Hitler atacaban a los judíos. De modo curioso, esa inminencia del desastre no provocó en mí pánico, sino una tranquilidad peculiar. Así que Europa se va a destruir a sí misma, recuerdo haber pensado. ¿Y qué? Merecíamos lo que teníamos. Tampoco veía razones para que se le ahorrara al resto de la humanidad. Los jóvenes, en tiempos de crisis, se resienten de la felicidad de los extraños, del mismo modo que los viejos se consuelan en ella.
Una vez, en Charing Cross Road, creí ver a Lil mirando el escaparate de una librería. Me di la vuelta y corrí en dirección contraria. Unos días más tarde, estuve tan seguro de que Lucy Phelan estaba sentada en el otro extremo del vagón del tren que me bajé tres paradas antes de la mía. Pronto estuve evitando las apariciones de los Phelan con tanta asiduidad como en Barcelona había perseguido las apariciones de Edward. Llegué incluso a dejar de subir a la línea District, sólo porque sus trenes llevaban a Upney.
Luego, una fría tarde, en los lavabos de la estación de Green Park, me hice una paja con un chico bastante parlanchín que después me siguió, me dijo cuánto le había gustado yo y me preguntó si quería tomar una taza de té. Fuimos a un lugar sombríamente decorado cerca de Piccadilly, donde me informó de que se llamaba Albert y que trabajaba en una empresa de seguros en la City, en el departamento de pólizas. Aunque su familia procedía de Yorkshire, sus padres se habían instalado en Londres en los años veinte.
—¿En qué parte? —pregunté en tono casual.
—En Upney —dijo.
Casi derramé el té.
—O en Downey, como prefiero llamarlo, porque está en el culo del mundo.
—Sí, sí, lo conozco.
—¿Conoces Upney?
—Conocí una vez a una familia de allí. Los Phelan.
—¡Vaya, los Phelan vivían a tres puertas de mis padres!
—¿Vivían?
—Sí. Se fueron hace unos meses. Después de que al hijo, Edward, lo mataran en España.
Miré mi taza. No quieres saber nada más, me dije. No necesitas saber nada más.
—¿Adónde se fueron? —pregunté.
—Por lo que sé, la hermana mayor, Lucy, está en París. Y la pequeña, Sarah, se ha comprometido con un ayudante de fontanero de Barking. En cuanto a la señora Sparks, Lil, bueno, es una historia triste, tal como la cuenta mi madre. Tenía otro hijo, que murió en un accidente laboral hace unos años. Y perder el segundo fue la gota que colmó el vaso, por lo que dice mi madre. Y como su marido la dejó y sólo ganaba dinero cosiendo, al cabo de un tiempo ya no pudo seguir pagando la casa. Así que se mudó a Tunbridge Wells. Tiene un cuñado que lleva una panadería.
—Una panadería.
—Sí.
Miré mi té. ¡No escuches!, me dije. Lo que has oído hasta ahora son sólo rumores, cotilleos, corrosivos chismes de barrio. Sí, probablemente Lil se había mudado a Tunbridge Wells. Pero ¿quién podía decir que no lo había hecho contenta? ¿Quién podía decir que no apreciaba el cambio de lugar, que no era feliz o, cuando menos, que no estaba cómoda, en aquella alegre panadería, aquel agradable y reciente pueblo?
Tras despedirme de Albert, volví a mi piso. No pude escribir, no pude leer. Caminé por la habitación, intentando convencerme, como había hecho un millar de veces, de que no era mi culpa, de que Edward había ido a España porque había querido y de que se enfermó por casualidad. Por desgracia, ese esfuerzo sólo exacerbó la ansiedad que intentaba calmar. Pronto alcancé un punto en que pensé que iba a enloquecer de pánico. Así que me puse el abrigo y fui a Dartmoor Park. Como de costumbre, las puertas estaban cerradas. Era una noche cálida, el cielo azul grisáceo y aterciopelado.
Esperé hasta asegurarme de que nadie miraba, escalé la valla y aterricé como un gato entre las hierbas. Inmediatamente los sonidos de la calle disminuyeron, el hedor de humos de petróleo dio paso al olor de lavanda. Me arrastré hasta el sendero de grava. A mi alrededor, se movían sombras, sombras de hombres buscando y haciendo el amor. Uno de ellos me hizo una seña; lo seguí por un sendero estrecho, hasta una parte de maleza. Era joven, por lo que podía ver. Tenía un aliento caliente y una piel fría. Su abrigo despedía un olor mohoso, como si se hubiera mojado y no se hubiera secado bien. No pude distinguir su cara en la oscuridad, sólo los contornos: piernas delgadas, hombros estrechos.
No hablamos. Luchamos con el cinturón del otro. De pronto, un rayo de luz pasó por su cara, fugaz como un rayo de luna por un claro de las nubes. Durante una décima de segundo, los ojos de Edward miraron los míos.
La luz pasó.
—¿Edward? —me oí susurrar.
Se escapó, corriendo, en la noche.
—¡Edward!
Y entonces, un ruido de pisadas llenó el aire, el sonido de pantalones que se suben, de monedas sonando en los bolsillos y de cinturones que se abrochan. Los arbustos se habían vuelto vivos; por todas partes, los hombres abandonaban a sus amantes de unos pocos instantes, corriendo hacia la verja, huyendo de las linternas que danzaban como luciérnagas y se acercaban cada vez más. Me agazapé. Oí botas sobre la grava, cada vez más fuerte; llegó la linterna, agitándose, cegándome… y de pronto todo estuvo oscuro de nuevo. Abrí los ojos. A través de una abertura en las ramas vi las espaldas de dos policías, alejándose.
Salí de la maleza, al camino. Al cabo de un rato, el parque adquirió una calma misteriosa, el único sonido era el canto de los grillos. Era una noche clara, una noche encantadora. En el cielo colgaba una luna llena, con su cremosa opalescencia lanzada a través de nubosidades de azul.
Pero Edward —en el caso de que hubiera estado allí— había desaparecido. Y los hombres que sólo unos instantes antes se tocaban en la oscuridad también habían desaparecido; dispersados por el barrio, confundiéndose entre el gentío que salía de la estación de metro, dejando de correr, con el sudor chorreando por sus frentes, los aterrorizados corazones empezando a calmarse aunque sus pollas estaban todavía medio duras, cogidas en las cremalleras de los pantalones subidas a toda prisa. ¿Y en qué estaban pensando? Nada noble. Sólo: eso ha sido un aviso. ¿Me habrá visto alguien? Y por supuesto la eterna mentira del cobarde: nunca más. Cuántos miles de veces habían dicho esas palabras, nunca más, y seguían volviendo: no al día siguiente, es posible que tampoco al otro; pero al cabo de poco.
Estaba solo. Solo, caminé hasta llegar a un pequeño lago en el que durante el día se podía alquilar una barca o alimentar a las carpas. Una vez más, la luna arrojaba su tembloroso camino de luz sobre el agua, ese camino que quizá utilizan los fantasmas en sus visitas terrenales. Y por ahí, hacía sólo unos momentos, el fantasma de Edward había pasado —o quizá me lo había inventado todo.
Mientras tanto, al otro lado de las puertas del parque, los inocentes dormían. Dormían aun cuando el cuerpo de un muchacho muerto no podía conocer un lugar de reposo, aun cuando fuera a la deriva, entre los arrecifes y algas, los peces ciegos y los grandes movimientos oscuros de las mareas.
Esa noche no fui a casa. En vez de eso, paseé por el parque, paseé por las silenciosas calles de Notting Hill. El amanecer me encontró en la estación Victoria, donde tomé el primer tren para Tunbridge Wells. Recuerdo haber contemplado, a través de la ventanilla, las casas empequeñeciendo, los campos de lúpulo, los jardines con setos de boj desde los cuales viejos olmos estiraban sus escarpadas ramas. ¡Dulce Kent! No hay paisaje más amable. Cuadrados alternos de amarillo y verde se extendían a partir de las vías, cosidos por vallas, ondulantes con las colinas: un edredón tirado de forma descuidada sobre una cama deshecha. Y sin embargo, en la temprana luz, las mujeres recogían las sábanas. Un grupo de trabajadores cargaba balas de heno en una carreta tirada por un caballo.
El aburrido día de siempre.
Llegamos a Tunbridge Wells. Bajé. La suerte quiso que un tal George Phelan tuviera una panadería no lejos de la estación, especializada, según decía su letrero, en PASTELES DE NATA, BIZCOCHOS, TARTAS Y PANES PARA CADA DÍA Y OCASIONES ESPECIALES. Había una carnicería a un lado y un colmado al otro, ninguno con cortinas de cuentas.
Y a través del cristal vi a Lil, con delantal, empaquetando algo en una caja rosa y luego atándola con un lazo. Llevaba el pelo recogido por una red; por lo demás, tenía el mismo aspecto que antes; el mismo color rosa en sus mejillas mientras charlaba con su cliente, una vieja jorobada. Sobre su pecho, que sobresalía llamativamente, descansaban unas perlas. ¿Y qué estaba diciendo? Algo sobre los nietos, sin duda. Cuando acabó de envolver la caja, la vieja pagó, se dio la vuelta, respirando con dificultad. Desde detrás del mostrador Lil le sonrió, hasta que me vio; entonces su sonrisa desapareció.
—Lil —dije—. Hola, Lil.
Y me acerqué, pero ella corrió hasta la puerta e intentó cerrármela en la cara.
—¡Hemos cerrado! —gritó—. ¡Vete!
—¡Espera! —grité, empujando también.
—¡Vete! —volvió a gritar.
Cedí. La puerta se cerró con un portazo, se corrió el pestillo, la persiana bajó sobre el cristal de la puerta, el letrero de ABIERTO se cambió por el de CERRADO. Cuando me acerqué al escaparate, apagó las luces, se retiró a las sombras.
—¡Lil! —la llamé—. ¡Hice todo lo que pude! ¡Intenté salvarlo! ¡Oh, Lil, por favor, por favor, ven a hablar conmigo!
Pero ella se tapaba las orejas con las manos.
Yme di la vuelta. Me alejé de ella. Y entonces me volví de nuevo y di un puñetazo al cristal, de tal modo que ella gritó, y todo el escaparate tembló, pero no se rompió. Y luego me fui corriendo hasta la estación, con la mano hinchada, con un dolor que parecía frío pero que también quemaba, como si la hubiera hundido en un agua inimaginablemente helada, el agua, quizá, del mar iluminado por la luna al que fue lanzado el cadáver de Edward.
Era abril de 1938 y yo tenía veinticuatro años.