18

Soy incapaz de explicar cómo llegué de Bristol a Londres. Sin embargo, de algún modo debí hacerlo, porque lo siguiente que recuerdo es Richmond: el olor de hierba y petróleo; barcas en el río. De España, George Orwell escribió: «No creo haber visto nunca un país con tan pocos pájaros». Inglaterra estaba llena de pájaros: estorninos, alondras, palomas, gaviotas, petirrojos, golondrinas. El cielo resonaba con sus cantos rivales, tantos cantos, tras el silencio de España, que resultaba ensordecedor.

Fui a Asuntos Exteriores para notificar la muerte de Edward. Un joven con gafas típicas de Oxbridge anotó la información. ¿Nombre del fallecido? Edward Phelan. ¿Edad? Veinte años. ¿Lugar de la muerte? Valencia, España. ¿Fecha de la muerte? 13 de abril de 1937. ¿Causa de la muerte? Fiebre tifoidea.

—¿Y había efectos?

Pensé que utilizaba «efectos» en el sentido de consecuencias, y no estuve seguro de qué responder; enseguida me di cuenta de mi error.

—No, no hay efectos.

—¿Quién es su familiar más próximo?

—Su madre, Lil… Sparks. Sí, Sparks.

—¿Tiene una dirección donde encontrarla?

—Creo que sí. —Rebusqué en mi cartera—. 17, Newbury Crescent, Upney.

—¿Tiene teléfono?

—No creo, no.

—¿Quiere darle usted la noticia o le enviamos un telegrama nosotros?

—Creo que es preferible que le envíen un telegrama.

Tras lo cual, quemé sin ceremonia las ropas de Edward; quemé su bolsa de lona y sus libros. Me guardé el cuaderno. También guardé los restos de uñas, pensando conservarlas como reliquias, como hacen los católicos con los restos físicos de los santos. Pero al final también los quemé.

Durante semanas me encerré en Richmond; sólo vi a Nanny y mis hermanos. Me trataron atentamente, con preocupación.

Mi diario menciona una celebración al aprobar Channing sus exámenes médicos. No la recuerdo. Lo que recuerdo son interminables horas en la cocina, jugando a cartas con Caroline y Nanny. El silbido de la tetera. La frondosa luz del atardecer.

—¿No te has preguntado nunca —quiso saber una vez Caroline—, si las personas que padecen dolor físico todos los momentos de sus vidas, desde que nacen… llegan a saber qué es el dolor?

En mayo, empecé a salir otra vez: sólo unos pocos minutos al principio, para contemplar las barcas en el río; luego, unos breves paseos por Richmond. Parecía un lugar demasiado dulce y cándido, con los jardines de las villas, las tiendas de té y los junquillos. En el periódico, leí que la señorita Flora Avery de Abinger Hammer, Dorking, había cultivado un calabacín de treinta y cuatro kilos en su jardín, que la señora Mabel Allen de Basingstoke afirmaba haber visto la cara de Jesús en la corteza de un viejo olmo. Nadie hablaba de la guerra.

Caroline se fue a casa de unos primos en Bath, dejándonos a Channing y a mí solos en la casa. Mi hermano había salido de años de ascetismo autoimpuesto para convertirse, por primera y única vez en su vida, en una criatura social. Siempre estaba intentando convencerme para que lo acompañara a bailes y fines de semana fuera. No fui, como no fui a Upney, ni me senté con Lil para contarle lo que realmente había pasado. Y de haberlo hecho, ¿habría encontrado consuelo en la verdad? ¿O me habría echado a la calle, maldecido mientras me apresuraba a alejarme de ella, corriendo por las calles de Upney?

La tía Constance me llevó a comer al Lancaster. Estaba muy deprimido. Para mi sorpresa, no me sondeó, sino que me entretuvo con anécdotas del viaje a Estados Unidos que había hecho en marzo. Después, me envió un cheque bastante cuantioso y una nota cuya amable naturaleza me sorprendió: «Redime lo que has pasado —escribió— a través de la nobleza del arte».

Le cogí la palabra. Me senté y escribí lo que había sucedido, llegué a describir mi encuentro con Edward y nuestros primeros días felices juntos, luego me paré. Porque la historia que tenía que contar no era noble. Por el contrario, describía el supremo fracaso moral. No su trascendencia, no su derrota: el fracaso mismo. ¿Y qué posible provecho resultaría de contar una historia como esa?

En vez de eso, volví a mi vieja novela. La terminé con bastante rapidez y unas pocas semanas más tarde Alderman la compró por la principesca suma de cuarenta y cinco libras. La titulé El tren a Cockfosters. Estaba dedicada (oh, cobarde). «A E. P.».

«Imagina Cockfosters —pide Avery a Nicholas avanzada la novela, como ha hecho ya repetidas veces—. ¿Qué ves?». En esa ocasión, Nicholas mira «la elemental línea azul que serpenteaba hacia arriba, hacia el misterioso norte azul. Lo que vio fueron casas azul hielo con céspedes azul hielo colgadas en el borde de nada, el propio aire se concentraba hasta convertirse en un resplandor demasiado puro para la inhalación humana».

El infierno, dicho en otras palabras, conduce hacia el cielo, que es entumecimiento; el dolor de la existencia amortiguado. Que hubiera deseado tanto ese estado dice mucho sobre cómo me sentía en aquellos oscuros días de verano de 1937.

En junio, Channing consiguió por fin que fuera a una de sus fiestas. Era de una vieja amiga suya, una chica llamada Polly Granger. Todo el mundo estaba enormemente jovial, y se lo pasaba bomba, como yo. Sin embargo, cuando tenía oportunidad me escurría hasta las esquinas y bebía.

En el bar una voz familiar me abordó.

—Brian, ¿eres tú?

Me di la vuelta y vi detrás de mí a Philippa Archibald o, más bien, una nueva encarnación de Philippa Archibald: se había cortado el pelo muy corto, de forma muy parecida a Louise, y llevaba un vestido tubo sin mangas.

—¡Philippa, qué sorpresa!

Nos besamos.

—¿Cómo estás? —preguntó enfáticamente.

—Estoy bien. ¿Y tú?

—No podría estar mejor. Tengo entendido que has estado en España.

—Sí.

—¿Y ha ido todo como esperabas?

Consideré su pregunta.

—No —dije finalmente—. No, no puedo decir que todo fuera como esperaba.

—Bueno, siento oír eso, Brian.

—Gracias.

Pasaron unos nerviosos segundos.

—Yo acabo de volver de Estados Unidos —añadió Philippa con alegría.

—¿En serio?

—¡Sí! Nueva York, Chicago, Los Angeles. Es extraordinario; tienes que ir. Y cuando lo hagas, asegúrate de visitar el Gran Cañón. Es lo más sorprendente…

—Philippa, ¿tienes noticias de tu tío Teddy?

—¿Teddy? No, no últimamente. ¿Por qué lo preguntas?

—Bueno, he sabido algo de él en España. Se ha hecho comunista.

Philippa se echó a reír.

—Sí, sí. Por el momento. Teddy es, digamos, ideológicamente promiscuo…

—Ha matado a un muchacho…

—¿Qué?

—No, tengo que rectificar. Él no lo mató. Lo maté yo. Él sólo… facilitó su muerte.

Philippa se puso los largos dedos sobre el corazón.

—Brian, a lo mejor has bebido demasiado… ¿quieres sentarte un rato?

—Pregúntale —dije— por Edward Phelan. Era un desertor de la brigada. Él lo acogió, prometió sacarle un pasaje para volver a Inglaterra. Luego lo traicionó. Lo metieron en la cárcel y murió.

La boca de Philippa permaneció abierta, no tanto en una sonrisa, como en un rictus.

—No estoy segura de qué debo decir —contestó al final—, salvo que puedo imaginar que la intención de Teddy no fue nunca causar a nadie…

Apareció Channing.

—Brian, ¿estás bien? Te oía desde el otro lado de la habitación.

—Channing, soy Philippa Archibald. Nos conocimos hace décadas.

—Sí, claro. ¿Cómo estás?

—Tu hermano me estaba contando la más extraordinaria de las historias.

—Me lo imagino. Brian, ¿de verdad estás bien?

—Sí —dije—. Estupendamente.

El tiempo mejoró. Durante la noche, las arañas tejían sus telas en lo alto del seto de boj que, al alba, quedaba bellamente cubierto de humedad. La mayoría de las mañanas me despertaba sin memoria, como si en el curso de la noche mi propio yo hubiera sido borrado y sólo fuera ya una página en blanco, una vasija vacía. Por desgracia, esta sensación duraba sólo unos pocos segundos, antes de que la memoria fluyera de nuevo, emborronando la página, haciendo rebosar la vasija.

Era agosto. Caroline todavía no había vuelto de Bath. Channing estaba pasando fuera uno de sus fines de semana. No quedaba nadie en casa, salvo yo y Nanny, que se movía de un lado a otro en el piso de abajo sin gran cosa que hacer. Tampoco yo tenía gran cosa que hacer: ni nadie con quien cenar o almorzar, ni libros que leer, ni nada que escribir. Así que me levanté; fui al cuarto de baño; saqué espuma al jabón de afeitar y me la extendí por la cara. Miré en el espejo el lento progreso de la navaja a medida que descendía por las mejillas. Sabía que, si aplicaba, una ligerísima presión adicional, podía herirme… y entonces, antes de tener la oportunidad de pensar más en ello, me estaba floreciendo en la mejilla una flor rosa-roja. Apreté de nuevo: otra flor. Tres más. Aparté la navaja. La sangre se deslizaba por mis mejillas como arroyos de lluvia por una ventana, los restos de agua del lavabo se volvían rosados.

Oí un golpe en la puerta.

—¿Sí? —dije.

—Hay alguien que quiere verte —anunció Nanny.

—¿Quién?

—No ha querido decirlo.

—Oh, por Dios. De acuerdo, dile que ahora bajo.

Me limpié la sangre de la cara —casi en el acto empezó otra vez a fluir—, me puse algo de ropa y me dirigí escaleras abajo.

—Sí, ¿quién es? —dije cuando llegué.

En el vestíbulo estaba Nigel.

—Dios santo, Brian, ¿siempre te cortas a rodajas cuando te afeitas?

—No sé… bueno, supongo que la navaja está mellada.

—Es evidente. —Me echó una ojeada—. Has adelgazado desde la última vez que te vi.

—Tú también.

Nos miramos los dos, con incomodidad.

—¿Y bien? —dijo Nigel—. ¿No me vas a dar la bienvenida?

—¿Qué? ¡Oh, Nigel!

Y caí literalmente en sus brazos.

Pareció asombrado, incluso consternado, y no supo qué hacer con sus brazos.

—Bienvenido —murmuré en su cuello almidonado—. Oh, Nigel, bienvenido, bienvenido.

Nos retiramos a mi habitación, donde acabé de limpiarme.

—¿Te puedes quedar mucho tiempo? —grité desde el baño—. ¿Te puedes quedar a almorzar? ¿Al té? ¿A la cena?

—No tengo planes para el resto de mi vida —dijo Nigel.

—Bien. Yo tampoco. —Volví a entrar en el dormitorio—. ¿Cuándo has llegado?

—Ayer.

—¿De dónde?

—Estocolmo.

—¿Y Fritz? ¿Dónde está?

—Fritz está… Fritz se ha… bueno, ya no está conmigo, eso es todo.

Cerró los ojos.

—¿Nigel? —dije—. Nigel, ¿qué ocurre?

Y me senté en la cama junto a él.

—No te preocupes —dijo Nigel—. No está muerto. Bueno, todavía no. Pero han sido unos meses de locura. Llegábamos a un país, pasábamos unas cuantas semanas, intentábamos iniciar una rutina normal y al final recibíamos una llamada o una visita de Inmigración. Holanda, Suecia, Noruega, Bélgica. Una vez tras otra, el nombre de Fritz aparecía en una de esas malditas listas de indeseables, nos encontraban y nos expulsaban. Sentí como si me echaran de Europa. Y mientras tanto ese abogado, Greene, dándonos largas, prometiéndonos que era sólo cuestión de días que Fritz tuviera sus papeles nuevos. Pero los papeles no llegaron nunca. Sólo facturas. Facturas y más facturas. Toda clase de gastos imprevistos.

»Al final, acabamos en Bruselas. Una noche estábamos durmiendo en el hotel, cuando oímos unos fuertes golpes en la puerta. Había llegado un telegrama de Stuttgart diciendo que la abuela de Fritz, que vivía en Mainz, estaba muy enferma, probablemente moribunda. Fritz empezó a hacer las maletas en el acto. Por supuesto, intenté hablar con él del tema (volver en ese momento a Berlín era una completa locura), pero él insistió. Dijo que si no iba y se despedía de su abuela, nunca se lo perdonaría. Visto retrospectivamente, creo que él sabía lo que estaba ocurriendo. Creo que, sencillamente, estaba cansado. Estaba harto de huir. Oh, dijo que no le pasaría nada; dijo que, si había llegado tan lejos, debía de haber un ángel de la guarda que lo protegía, y que, en cualquier caso el mundo no podía haberse convertido en un lugar tan poco civilizado como para que un joven no pudiera volver a casa para ver a su abuela que se moría. Además, era la madre de su madre y no se hablaba con su padre. Ella lo escondería dijo. Resultó que se había conseguido un pasaporte falso hecho en París; un documento de aspecto bastante deteriorado, a decir verdad, pero funcional, en caso de necesidad. Era la primera vez que lo mencionaba.

»Lo acompañé por la mañana hasta el tren. Puedes imaginarte la tensión de nuestra separación, sabiendo que había grandes posibilidades de que nunca volviéramos a vernos. Por supuesto, en una estación como esa no podíamos besarnos; así que nos abrazamos y luego él se marchó. Prometió telegrafiarme al día siguiente para decirme que había llegado bien. Pero no recibí ningún telegrama, ni al día siguiente ni al otro. Al final, Horst hizo algunas llamadas. Resultó que la Gestapo lo había detenido nada más cruzar la frontera. El telegrama fue seguramente un engaño, un montaje urdido por su padre o por algún asqueroso amigo nazi en el que hubiera confiado por el camino. Tenía, tiene, la costumbre de hablar demasiado.

»¿Y sabes qué sentí cuando recibí esa llamada? Algo raro. No fue dolor. No, fue alivio. Un alivio loco y peculiar. Porque, por fin, después de tantos meses, todo aquello había acabado. Ya no estaba en mis manos. Hice las maletas; planeé volver a casa. Mientras tanto, me enteré de que lo habían acusado de todo, desde intentar cambiar de ciudadanía hasta eludir el reclutamiento, pasando por participar en “actos antinaturales”. Fui a Estocolmo y esperé con Horst el resultado. Curioso: me había acostumbrado tanto cada vez que subía a un tren a preocuparme por el control de pasaportes y demás que casi había olvidado que viajando solo, como inglés, no tenía problemas. Además, para variar, disponía de mucho dinero, al no tener que pagar la parte de Fritz.

»Unas semanas más tarde, llegaron noticias. Al parecer, su padre había logrado utilizar su influencia para que lo soltaran, tras lo cual fue inmediatamente reclutado, que era lo que Herr …… había querido desde el principio, como si el ejército fuera a hacerlo menos homosexual. Lo más probable es que se lo acaben tirando sus oficiales. Pero podría haber sido peor. Habrían podido mandarlo a un campo de concentración. Últimamente, han metido a muchos homosexuales en campos de concentración.

Encendió un cigarrillo. Miré hacia otro lado, a través de la ventana.

—Después de eso cogí un barco para Londres. Llegué ayer. Mi madre está muy conciliadora, pero por alguna razón nada parece real. Lo único que me consuela es que si Fritz muere, al menos para él habrá acabado pronto. Se perderá lo peor, que es lo que nos espera.

—Lo siento, Nigel —dije al cabo de un intervalo decente.

—Y ahora, de vuelta a Inglaterra, me siento tan fuera de lugar. Es como si, mientras intentaba salvar a Fritz, todas las personas que conozco me hubieran adelantado kilómetros, y ahora estoy encallado muy lejos de ellos.

—Sé exactamente lo que quieres decir —admití.

—Imaginaba que lo entenderías. He oído que has estado en España.

—Sí.

—¿Y qué te ha pasado en España?

—Algo muy parecido a lo que te ha pasado a ti en Bruselas.

—Ah, sí. Tengo entendido que había un muchacho. Se escapó y se alistó en la brigada, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y luego?

—Murió.

—Lo siento, Brian.

—Bueno, eso pasó hace meses. Desde entonces, he acabado mi novela. La han publicado. Seguro que la aborrecerás.

—Seguro.

—Mientras tanto, me quedo aquí sentado todo el día. A veces salgo de ligue. Tu desgraciado maricón de siempre. ¿Sabes qué estaba pensando hacer cuando has llegado?

—¿Qué?

—Cortarme las venas.

—Salvado por la campana —dijo Nigel.

Se levantó; estiró las piernas. Me levanté también. Nos miramos, afectuosamente, y entonces ocurrió algo extraño. Nigel me tocó, en el hombro. Abrí la boca de sorpresa.

—Chist —susurró.

Muy despacio su mano se acercó a mi mejilla, acarició las heridas. Cerré los ojos. Me besó.

Hicimos el amor. No fue la última vez; hemos hecho el amor esporádica, ocasionalmente, en otros momentos extraños a lo largo de los años. No, lo diferente de aquella tarde fue que una rara nota de ternura entró en nuestro malhumorado diálogo. Fue como si, desnudos, pudiéramos recordar que éramos jóvenes, niños. De los labios de Nigel no salieron hirientes comentarios, sino suaves murmullos de placer. Su cabeza dejó brevemente de ser el receptáculo de ese monstruoso y desmedido cerebro; se convirtió en un globo con desigualdades, en un balón medicinal forrado de piel, algo que sostener y besar. Sabiendo qué era lo que le gustaba —lo sabíamos todo el uno del otro—, me unté aceite mineral en la polla, los huevos y la barriga y dejé que se retorciera y deslizara encima de mí. Se corrió en cuestión de segundos, como era su costumbre. (Eso se convirtió luego en un terrible problema para él). Y yo sostuve su cabeza mientras gritaba, mientras me mordía el hombro, las manos cogidas con fuerza en mi culo.

—Los dos tenemos el culo gordo —dijo después—. El sino de los pianistas y de los escritores, es tener el culo gordo.

—¿Ah, sí?

—Me temo que sí.

Era mediodía. Nos tumbamos juntos en la cama de mi infancia y no hablamos. Y en un rincón, no muy lejos pero sí lo bastante de donde estábamos, el dolor estaba agazapado, repelido, acorralado. Sabía que esperaría a que nos durmiéramos para saltar de nuevo; esa vez, sin embargo, cuando nos despertáramos asustados, al menos no nos despertaríamos solos.