Al principio, el capitán López no quiso aceptarnos a bordo.
—Está demasiado enfermo —dijo, mirando a Edward, que estaba sentado y temblaba dentro del abrigo, a pesar de que empezaba a hacer más calor.
—Pero ya le hemos pagado —protesté—. El trato ya está hecho.
—El trato era aceptar a dos hombres sanos como tripulación. Nadie dijo nada de que uno estaba enfermo.
—Pero tampoco está tan enfermo.
—¿Y si se muere en el mar? La policía descubrirá que el capitán del Pingüino transporta prisioneros. —Sacudió la cabeza—. No puedo arriesgarme a eso, amigo. No vale la pena el dinero.
Lo miré, para ver si había captado correctamente su sentido.
—¿Y cuánto valdría la pena? —pregunté.
Se acarició la barba.
—Bueno…
Dijo una cifra.
Era todo lo que me quedaba y se lo di.
El Pingüino resultó ser un desvencijado carguero con una tripulación de quince hombres. Al parecer había estado alguna vez bajo registro japonés, porque todas las instrucciones del barco estaban escritas en esa lengua.
Nos dieron un pequeño camarote: sólo dos literas, una portilla y un minúsculo lavabo plegable. El retrete más cercano estaba en otra cubierta. Tenía un par de desportillados urinarios de esmalte y un wáter que apestaba no sólo a mierda y orina sino también a la lejía en la que se suponía que la mierda y la orina tenían que descomponerse. No era un lugar muy agradable para estar enfermo, y era todavía más desagradable considerando que para llevarlo hasta allí tuve que arrastrar a Edward por medio barco. La noche era fría y las olas bravas.
Recuerdo haberme arrodillado en el suelo de ese retrete mientras Edward se sentaba en el wáter, las instrucciones en japonés parecían bailar frente a mis ojos mientras intentaba averiguar cómo se tiraba de la cadena.
Lo metí en la cama poco después. Se quedó en ella enfebrecido, dormido y moviéndose bajo las sábanas alternativamente.
Al otro lado de la portilla, España se alejó, hasta ser una fina línea marrón en el borde del horizonte. Pequeñas olas golpeaban la proa.
—¡Headley, deja de llorar! —gritó Edward.
—¿Qué? ¿Qué has dicho?
—¡Deja de llorar ahora mismo!
Toqué su caliente frente.
—Headley no está aquí —dije—. Estás soñando.
—¿Dónde estamos? ¿Estamos en el camión?
—No, estamos en el barco. Hemos salido de España.
—Creo que tengo fiebre.
—Sí, pero te pondrás bien. Ahora intenta comer algo… ¿un poco de naranja?
—¡No!
—¿Y un poco de sopa?
—No podría. No podría comer.
—Bueno, no te preocupes. No estás obligado. Échate y descansa.
—¿Y si tengo que ir al wáter?
—Te llevaré.
—¡Pero está lejos!
—No está tan lejos; sólo al fondo del pasillo y en la cubierta de arriba.
—Tengo miedo de no poder hacer todo el camino, como la última vez.
—No te preocupes por eso. Los marineros lo entienden; todos se han mareado.
—¿Es eso lo que me pasa, que estoy mareado?
—Probablemente en parte.
—Espero que sea todo. Estaba soñando. Con aquella noche que pasamos con los niños, Headley y Pearlene. ¿Te acuerdas?
—Claro.
—Me sentí tan feliz aquella noche.
—Yo también.
—¿De verdad? Nunca estuve seguro.
—Sí, de verdad. Ahora intenta descansar, Edward. Tienes que descansar.
Se quedó otra vez dormido, roncando suavemente, las manchadas sábanas a sus pies.
Salí a cubierta a fumar un cigarrillo. El viento soplaba con más fuerza. No se veía tierra, lo cual era un alivio.
—¿Tienes otro? —preguntó un marinero.
Le di un cigarrillo. Se quedó a mi lado, fumando, el agua agitándose bajo nosotros.
—¿Cómo está tu amigo? —preguntó el marinero al cabo de un momento.
—Más o menos bien, gracias.
—La mayoría de la tripulación no quiere acercarse a él. Creen que es tifoidea.
—¿Qué? ¿Eso es ridículo?
—Tiene todos los síntomas.
—Tiene todos los síntomas de una gripe intestinal.
—A lo mejor. De todos modos, están nerviosos. No quieren tocarlo.
—¿Y tú? —le pregunté al marinero—. ¿Tú no estás nervioso? ¿No crees que te equivocas al aceptar un cigarrillo mío?
—Yo no. Nunca me enfermo. Tengo suerte. Mi primo tuvo la polio de pequeño. Mi hermana murió de cólera. Yo, ni siquiera un resfriado, ni una vez.
—Tienes suerte.
—Mi abuela dice que no es natural. Piensa que debo de ser un demonio. —Me sonrió—. ¿Tú qué crees, muchacho? ¿Parezco un demonio?
—Pareces más bien un ángel.
Se echó a reír, echó el humo y lanzó al mar la colilla.
—Buenas noches —dijo y se alejó por el puente.
Una luz llena arrojaba una senda de luz sobre el océano.
—Mira, Edward —dije—. Mira la luna.
Alzó la cabeza. La fiebre había bajado; parecía sentirse mejor.
—De pequeño fui a Margate una vez —dijo—. Nunca había visto el mar. Lucy y yo íbamos cada noche a ver aquella luz. La llamaba el camino de la luna. Decía que si andabas por él sobre el agua podías llegar hasta la luna, donde había una gran señora gorda que te daba caramelos. «Venga», me dijo, «anda por el camino de la luna». Y lo hice. ¡Ya te puedes imaginar lo que pasó luego! Lloré toda la noche y no quise volver al mar durante años.
—Qué historia más terrible —dije.
—Curioso. Supongo que sí. No se me había ocurrido.
El mar se embraveció.
—Brian —dijo Edward—, cuando volvamos a Inglaterra, ¿qué pasará?
—Viviremos juntos.
—Pero ¿dónde? ¿En el mismo apartamento?
—No, allí no.
—Me gustaría que pudiéramos encontrar una casa con jardín. Me gusta trabajar en el jardín. Plantaría guisantes, coles, tomates, patatas, cebollas, zanahorias. Aunque, ahora que me acuerdo, no te gustan mucho las zanahorias.
—No, las encuentro muy dulces.
—Pues entonces nada de zanahorias. Pero flores sí. Narcisos, tulipanes, rosas…
—Sería muy bonito.
—… espuelas de caballero, petunias a lo mejor. Sí, muchas flores, para que vengan las mariposas, como el par que somos.
Me eché a reír. Nos cruzamos con otro barco, su chimenea dejó un rastro alto y delgado.
—¿Qué pasó en tu juicio? —pregunté.
—En realidad, de juicio tuvo poco. Fue más bien una conversación. Con un francés.
—¿Quieres decir que Northrop no estuvo presente? ¿Ni Rupert tampoco?
—¿Quién, el tipo que me sacó? No. De hecho, no lo conocí hasta que vino a sacarme la noche siguiente. ¿Cuánto tiempo hace ya?
—Dos días.
—Parece una eternidad.
—Lo sé.
Me tumbé.
—Brian.
—¿Qué?
—Si Rupert no me llega a sacar, ¿qué habrías hecho?
—Habría… habría telegrafiado a los periódicos. Habrían provocado un incidente por tu encarcelamiento y molestado a la brigada hasta que te soltaran.
—¿Sabes una cosa? Al final, cuando todo acabó, ya casi me había rendido completamente. Estaba cansado de discutir. Pensé: Bueno, si van a fusilarme, van a fusilarme. No puedo hacer nada, por qué no ir a reunirme con Dios.
—Yo no habría permitido que eso sucediera, Edward —dije—. Te habría sacado.
—¿De verdad? Me alegra saberlo. —Bostezó—. Me encuentro un poco mejor.
—Se nota.
—Oye, me dio muchísima rabia cuando leí tu diario aquel día. De verdad. Si hubieras estado allí te habría pegado.
Miré hacia otro lado, hacia el mar.
—Tenías todo el derecho a estar furioso.
—Lo estaba. Te habías burlado de mí.
—Y te había mentido.
—Y me trataste mal.
—Y te había engañado.
—Sí, todo eso.
—No tienes motivo para perdonarme.
—Sí lo tengo. Este barco. Este océano. Probablemente te debo la vida.
Cerró los ojos.
—Edward —dije al cabo de un rato.
Roncaba. Se había dormido.
El mal olor me despertó en medio de la noche. Bajé de mi litera y encontré a Edward temblando entre sábanas empapadas. Se había cagado y vomitado encima.
Lo saqué de la cama y gritó.
—Vamos a limpiarte —dije abriendo la puerta del camarote.
—¡Me duele!
—Venga, siéntate aquí.
Saqué las malolientes sábanas del colchón, saqué el colchón a la cubierta.
—¡Brian, me duele! —gritó Edward.
—¡Lo sé, Edward! Mira, estoy aquí —dije, sosteniéndolo, acariciándole el pelo, mientras el cuerpo le temblaba.
Al otro lado de nuestro camarote, el capitán se paseaba, maldiciendo, rezando para que Edward durara hasta alcanzar Inglaterra.
No le importaba Edward. Sólo le importaba su pellejo.
Mientras tanto, dentro, yo separaba los labios de Edward, vertía agua en su boca, cucharada a cucharada, para evitar que se deshidratara.
—¡Edward!
—¿Qué?
—Edward, escucha. Hay algo que quiero decirte. Te mentí cuando te dije que habría telegrafiado a los periódicos. Lo cierto es que nunca envié el telegrama. Tenía demasiado miedo.
—Sí.
—Y luego compré un billete para Valencia. Me volvía a Londres.
—Sí.
—¿Quieres decir que lo sabías?
—¡Headley, deja de gritar!
—¿Comprendes lo que te estoy diciendo? Es Rupert, no yo, el héroe de esta historia.
—Lo comprendo.
—¡Edward, por favor, escúchame! ¡Tienes que escucharme! ¡Iba a abandonarte! ¡Te iba a dejar allí!
—¡Deja de llorar! ¡Por Dios! ¿Por qué no dejas de llorar?
Abrí la puerta del camarote, salí al torrente de luz.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el capitán.
—Ha muerto —dije—. Acaba de morir.
—Madre de Dios.
—Fiebre tifoidea, creo.
—Lo tiraremos al mar.
—¿Qué?
—Un entierro en el mar. Y cuando llegue a Inglaterra, les dirá a todos que murió en España, antes de subir al barco. ¿Entiende? Eso es lo que les dirá a todos.
—No me importa —dije—. Les diré lo que quiera.
Abrí su bolsa, derramé su escaso contenido en el suelo. Había conseguido conservar algunos calzoncillos, con su nombre bordado. Había un maltratado ejemplar de Viaje al centro de la Tierra, así como El manifiesto comunista que Northrop le había dado, un poco de té en un sobre, algo de azúcar en un cartucho y su cuaderno.
Lo abrí.
6 de marzo [leí]. Desayuno: pan y café. Almuerzo: judías. Cena: carne correosa y sopa. Dos evacuaciones. Ninguna paja. Leo MC págs. 81-93.
7 de marzo. Desayuno: sólo café. Almuerzo: pescado seco y arroz. Cena: judías. Ninguna evacuación. Una paja. Leo MC págs. 93-102, además releo el capítulo uno de VACT.
8 de marzo. Desayuno: leche. Almuerzo: más judías (!). Cena: callos y patatas. Una evacuación. Ninguna paja. Leo MC págs. 102-106, capítulos dos al cinco de VACT.
Levanté la sábana que cubría su cuerpo. Lo miré. Tenía una pequeña serie de granos en la barbilla. Pasé por ellos los dedos. A continuación, le toqué el pelo, que estaba lacio. Le abrí los ojos, que me miraron, con un verde que era el verde de los mármoles, evocador de la nada.
La polla, engañosamente pequeña cuando no estaba erecta, descansaba sobre los huevos. La toqué, y se movió ligeramente. Aparté la mano, como si me hubiera mordido.
Parecía como si hiciera años que no se había cortado las uñas de los dedos de los pies. Así que cogí unas tijeras y le igualé las melladas puntas. Eran del mismo color amarillo que la blusa de la mujer del hotel de Altaguera; con forma de lunas crecientes.
—Edward —dije, alisándole el pelo con la mano. A continuación, volví a cubrir su cuerpo.
Con la costa de Inglaterra empezando a perfilarse, el capitán y dos marineros envolvieron el cuerpo de Edward con una lona y lo llevaron a cubierta.
Un marinero tocó «Dios salve al Rey» con una flauta. Durante treinta segundos, nos mantuvimos de pie, con la cabeza inclinada, en silencio. Luego, los marineros alzaron el bulto hasta lo alto de la barandilla y lo empujaron.
El cuerpo dio unas vueltas sobre sí mismo hasta que, con un chapotazo, golpeó el océano. La espuma blanca se extendió en círculos; la lona se oscureció al empaparse de agua.
¿Quién lo mató? ¿Yo? ¿La guerra?
El mar se tragó a Edward.
Y yo volví a casa.