A la mañana siguiente a las diez, volví al cuartel. Esa vez pregunté por Bonet y no por Northrop. Bonet no podía atenderme. Tampoco Rupert. Sin embargo, me llevaron al mismo despacho, la misma mesa, donde reinaba entonces un tal camarada West. Tenía el pelo rubio y desgreñado y las uñas mordidas. Estadounidense.
—Hablé ayer con su adjunto el camarada Bonet —dije—. Prometió avisarme del resultado alcanzado en el caso de mi amigo el señor Phelan, que está detenido. Pero no he tenido noticias suyas. Quisiera saber si hay alguna novedad.
West se rascó la cabeza.
—Phelan… ¡Oh, sí, el desertor! Me temo que las noticias no son buenas. Dicen que será fusilado dentro de dos días.
—¡Fusilado! Pero Bonet…
—La deserción es un asunto grave. No podemos permitir que los demás piensen que pueden…
—¡Es un muchacho! —Salté de la silla—. ¿Cómo pueden fusilarlo? ¿A un muchacho?
—Eh, esa decisión no ha sido mía. Sólo le digo lo que a mí me han dicho. Tendrá que hablar con Northrop si quiere saber más detalles.
—¿Ha vuelto Northrop de Barcelona?
—Sí, pero no está en el cuartel. Ahora, si me permite…
—¿Cuándo volverá?
—Esta tarde, seguramente.
Fingió ordenar unos papeles.
Como si eso fuera una señal, llegaron dos soldados para acompañarme —arrastrarme— hasta la entrada.
De reojo, vi fugazmente el calabozo, cerrado a cal y canto, vigilado por los dos lados.
A las tres estaba otra vez en la entrada del cuartel.
Esa vez pregunté por West. No podía atenderme. ¿Bonet? No. ¿Northrop? No. ¿Rupert? Sí.
No tenía ni idea de lo que iba a decir. Lo único seguro era esto: si había que cobrarse una vida, no sería la de Edward. Quizá la mía. Quizá la de otro. Pero no la de Edward.
Volvieron a llevarme al mismo despacho. Tras la mesa se retorcía Rupert, las piernas enroscadas una en la otra como un limpiapipas.
Sin embargo, nada más abrirse la puerta, se levantó de la silla y se sentó encogido a mi lado.
—Brian, ¿qué demonios haces aquí? —susurró.
—Podría hacerte la misma pregunta.
—¡No tan alto, por favor! Creo que lo que hago es obvio. Pero tú…
—Estoy intentando salvar a un amigo —dije—. Un muchacho. Y es probable que tú nunca me hayas perdonado, Rupert, por todo lo que sucedió, el paraguas y lady Abernathy, y, si es así, no puedo culparte, pero a pesar de todo ayúdame, porque no hay elección. Está en peligro una vida. Tienes que ayudarme.
Rupert pareció confundido.
—¡Pero no comprendo! ¿Qué tiene que ver Phelan contigo? O cómo…
—Es mi amigo. ¿Lo comprendes? Lo quiero. O me quiere. O, más bien, vivíamos juntos. Y el caso es que él no estaría aquí de no ser por mí. Si muere, su sangre manchará mis manos, por eso tienes que ayudarme, Rupert, al margen de lo que sientas por lo que hice, tienes…
—No soy el que conociste, Brian. Ahora soy comunista.
—Ya lo veo.
—Y no soy el mismo… en otros aspectos. —Se le iluminó de pronto la cara—. Por ejemplo, tengo novia. Una enfermera.
—No veo qué tiene que ver eso con…
El labio inferior de Rupert tembló.
Me di cuenta.
Tras unos pesados párpados, unos ojos tímidos me miraron.
Me alejé de él.
Bueno, ¿por qué no?, pensé. ¿Por qué no utilizar el chantaje, si utilizando el chantaje podía salvar a Edward?
Como Bonet, hice crujir los nudillos.
—El camarada Bonet es bastante guapo —dije en voz alta—. ¿No crees?
—¡Brian!
La puerta se abrió otra vez. Northrop entró.
Inmediatamente, Rupert abandonó su encogimiento, se levantó y saludó.
—Camarada Halliwell.
—Camarada Northrop.
—Ah, Botsford. Por alguna razón no me sorprende volver a verte.
Northrop ocupó la silla que Rupert había dejado libre.
De pie contra la pared, Rupert se retorcía las manos.
—Está bien, camarada Halliwell, ya me ocupo yo de esto.
—Adiós, pues.
—Adiós, Rupert.
Lanzándome una última mirada torturada, Rupert salió.
—Albergaba la esperanza de que las cosas no llegaran a este extremo —dijo Northrop—. De verdad, he hecho cuanto he podido para evitar esto. Pero, al final, no ha estado en mis manos.
—Todo el mundo dice eso. Va a morir un muchacho y todo el mundo dice que no está en sus manos.
—Todos los días mueren muchachos. Esto es una guerra.
—No los matan sus compatriotas.
—Como te digo, no puedo hacer nada.
—No te creo.
—¿Es responsabilidad mía convencerte?
Me levanté.
—Lo notificaré a la prensa —dije—. Notificaré a la prensa inglesa que un muchacho inglés va a ser asesinado por sus compatriotas. Y hablaré de ti como de su asesino.
Northrop carraspeó.
—¿Y eres consciente de las repercusiones que podría tener esa especie de… arrebato?
—Perfectamente.
—Ya no estoy hablando de la guerra, Botsford. Ni siquiera de lo que le suceda a Phelan. Estoy hablando de ti.
—¿Qué de mí?
—No creas que los periodistas son fáciles de convencer. Lo fisgonean todo, ¿y qué crees que encontrarán? ¡Que Phelan y tú vivíais juntos, que compartíais un apartamento con una sola habitación y una cama doble! ¡Qué extraño, pensarán, un tipo educado en Cambridge como tú, compartiendo piso con un revisor de metro! No será que el señor Botsford es maricón…
—¡Cállate!
—No será que se tiraba a ese chico…
—¡Basta, Northrop!
—Y enseguida tu familia se entera, su familia se entera. ¿Y qué ocurrirá entonces con tu carrera de escritor? ¿Qué pensará tu anciana niñera si te detienen? No será muy agradable para ella leer en el periódico que su amado niñito es…
Me lancé sobre él. Luchamos frenética, silenciosamente, igual que cuando, de niños, necesitábamos algún preludio para tocarnos mutuamente la polla. Olí su loción capilar, su aliento a tabaco.
Y, entonces, lo tuve encima de mí y de un empujón me lanzó al aire y me estrelló contra la pared.
Mi cabeza golpeó el yeso. Caí al suelo.
—Pero, hombre, ¿estás loco? —gritó Northrop—. ¿Estás completamente chalado? ¡Bueno, pues vete a la mierda! Llama a tus periódicos, telegrafía a la maldita BBC. ¡Estoy hasta aquí de los dos! ¡De todos vosotros!
Volvió a sentarse, se pasó las manos por el pelo.
—Hijo de puta —dije.
—Hago lo que tengo que hacer. Estamos en guerra, por si no te acuerdas.
—¡Pero tú lo has traído aquí! Fuiste incluso tú quien le diste el maldito ejemplar de El manifiesto comunista. ¡Te adoraba!
Northrop dio un puñetazo sobre la mesa.
—¿No te das cuenta? ¡Él no importa! ¡Ninguno de nosotros importa!
Lo miré. De pronto, pareció estar al borde de las lágrimas.
Durante unos instantes no hicimos nada.
Me levanté del suelo.
—Telegrafiaré a la prensa —dije—. Seguro que están más interesados en lo que tú has estado haciendo que en lo que yo he estado haciendo. Y no me asustan tus amenazas, ni tampoco acepto tu… tu absurda lógica. Quizá tú estés dispuesto a sacrificar a Edward, pero yo no.
—No te preocupas por nadie más que por ti, ¿verdad?
—Me preocupo por Edward.
Northrop apartó la mirada.
—¡Venga, haz todo lo que puedas! Y ahora lárgate. Ya no aguanto más verte.
Me fui. Fuera se levantaron nubes de polvo. Las campanas doblaron por toda la ciudad.
Escribí el telegrama. Lo llevé hasta la oficina de telégrafos. Estuve casi dos horas frente a la oficina, mientras el polvo revoloteaba a mi alrededor, empolvándome los zapatos, la ropa, el pelo.
Me quedé allí hasta que el sol estuvo bajo en el cielo, las calles en silencio salvo por los sonidos de un gato que disfrutaba con el lento desmembramiento de un pájaro.
La oficina cerró. Me di la vuelta.
Nunca envié el telegrama.
Supongo que en cierto sentido creí a Northrop. Creí que ellos importaban más que nosotros. Sus victorias, sus guerras. Sus amores.
Fui a la estación, donde un gran tablón amarillo anunciaba partidas y llegadas a toda España.
Por desgracia, el siguiente tren hacia cualquier sitio no estaba previsto hasta las cuatro de la mañana.
Compré un billete.
De vuelta a mi habitación, vomité violentamente.
Más tarde, me asomé a la minúscula ventana. Al otro lado de la calle, mi vecina loca vociferaba. Oscureció. Me eché en la cama. Intenté dormirme. Pero no lo conseguí. Permanecí despierto durante lo que parecieron horas, moviéndome nerviosamente, reviviendo momentos peculiares de mi infancia, lesiones escolares, la muerte de mi madre. Porque de repente la deseaba, con desesperación. Deseaba a mi madre. Oh, ¿dónde estaba aquella pobre y perpleja mujer? No la había apreciado bastante cuando estaba viva. No. No había lamentado bastante su pérdida, como habían hecho mis hermanos, su ensimismamiento, su abundante pelo que siempre parecía a punto de caerle desde lo alto de la cabeza como si fuera ceniza de cigarrillo. ¿Había sido alguna vez feliz? ¿Lo habíamos sido cualquiera de nosotros? Nuestro padre, silencioso en la muerte como en la vida. Caroline, tan competitiva, aunque quizá siempre pasa eso con las hermanas. «La cama de mamá aún está caliente y Caroline ya está reorganizando la cocina. ¡No hay derecho!». Y Channing sería médico, como nuestro padre. «Curaré el cáncer», me había dicho. «Curaré el cáncer que se llevó la vida de mamá». ¡Cuánto deseaba regresar junto a ellos, ser reclamado, envuelto en la alfombra de la niñez y desenrollado de nuevo, fresco, inmaculado! ¡No haber conocido nunca y, menos aún, no haber traicionado nunca el amor de otro!
Y a continuación estaba de nuevo en la reunión en la que nos conocimos. Edward, de pie contra la pared, movía la pierna; su morral se le resbalaba por encima del hombro. Y me pregunté si, de haber sabido entonces lo que en aquel momento sabía, de haber sabido el resultado, me habría acercado a él. Si, a pesar de todo, me habría acercado a él y le habría hablado.
Sí. Oh, sí.
Oí unos golpes sordos: nuestra madre sacudiendo las alfombras. ¡Mamá! ¿Por qué tienes que sacudir las alfombras en medio de la noche? Pero el ruido continuó.
—¡Señor! ¡Señor!
Me incorporé. La una y media de la mañana.
—¡Señor! ¡Señor!
—¿Quién es?
—¡La patrona!
Salí de la cama, abrí la puerta. La propietaria de la pensión estaba ante mí con bata y zapatillas, hablando y hablando, gritando casi, muy deprisa, en español.
—No entiendo —mascullé y luego entendí.
Dos caballeros me estaban esperando en el vestíbulo y en el futuro haría el favor de no recibir visitas tan tarde; la gente estaba intentando dormir…
La seguí hasta abajo. La luz del vestíbulo parecía deslumbrante, cegadora.
Era Rupert, con Edward.
—Gracias a Dios que no te has ido —dijo Rupert.
—Rupert…
—Date prisa y coge tus cosas. No hay tiempo que perder.
—¿Qué? ¿Qué sucede?
—Bueno, los sobornos aún tienen cierto peso, incluso entre los comunistas.
—Edward…
—Hola, Brian. Me temo que no me siento demasiado bien.
Estaba sentado en una silla que la propietaria le había acercado. El sudor perlaba su cara.
—Edward, ¿qué pasa?
—Tengo fiebre.
—Qué demonios…
—No hay tiempo que perder —dijo Rupert—. Tenéis que salir de aquí antes de que amanezca.
—De acuerdo, sí. Me pondré bien.
Y me apresuré hasta mi habitación para recoger las cosas.
La propietaria se puso a gritarme algo sobre cobrarme medio día más de pensión por despertarla en mitad de la noche.
—¿Estás bien? —le pregunté a Edward cuando volví al vestíbulo.
—No estoy seguro. No tengo termómetro.
—Pero ¿estás lo bastante bien como para viajar?
—No tengo muchas opciones, ¿no?
—Un camión os espera abajo —dijo Rupert—. Le he pagado al conductor para que os lleve a Valencia, al puerto. Tenéis que preguntar por el capitán López. El barco se llama El pingüino. Es un barco mercante. Zarpa al amanecer para Bristol.
—Rupert, ¿cómo has arreglado todo esto?
—Algún día te lo contaré. Ahora tenéis que iros.
Sacó la billetera y le tendió varios billetes a la propietaria. Ella sonrió y empezó a darle profusamente las gracias. Luego Rupert y yo ayudamos a Edward a levantarse y los tres salimos a la noche.
Un camión nos esperaba en la calle; su conductor —barbudo y barrigón— gruñó en señal de reconocimiento de nuestra presencia. El camión despedía un levísimo olor a azahar.
Ayudé a Edward a subir, a través de la lona, a la parte de atrás del camión, donde se amontonaban los sacos de naranjas. Luego me volví hacia Rupert.
—No sé qué decir. Pensaba que…
—No te preocupes por eso. Reza para que no me cojan.
—¡Dios mío, Rupert, te puedes meter en un lío tremendo!
—Era una broma. No te preocupes, he borrado mis huellas. Venga, sube.
—Te devolveré todo esto, lo prometo. En cuanto pueda.
—¡Sube al camión! —dijo Rupert—. Si perdéis el barco…
Subí al camión con Edward.
—¡Gracias! —grité desde la parte de atrás.
Saludó con la mano. El motor chisporroteó y volvió a la vida.
Rupert se fue alejando, cada vez más y más pequeño, hasta que doblamos una esquina y desapareció.
Cerré la lona de la parte de atrás del camión. El lugar era oscuro y fértil, como un útero, apacible casi, salvo que cada vez que el camión se metía en un bache —y eran numerosos— saltaba por los aires.
—¿Edward? —susurré, pero estaba dormido, roncando.
Tomé su cabeza en mi regazo, la mecí, pasé mis dedos a través de su pelo, que estaba húmedo y liso.
—¿Qué? —gritó Edward al pasar por otro bache. Y a continuación me miró en la oscuridad—. Brian…
—¿Cómo te encuentras?
—Fatal. Se me ocurren muchos sitios para estar en vez de este camión.
—Tienes que estar tranquilo. Relájate.
—Me has sacado.
—No, Rupert te ha sacado.
—Pero él me lo ha explicado. Me dijo que ha sido todo gracias a ti.
Cerré los ojos. El billete de tren que había comprado seguía en mi bolsillo. Su duro borde se me clavaba en el muslo.
Dimos otro salto. Al cabo de un rato aparté un poco la lona. Una fría brisa me golpeó la cara, el olor del trigo mezclado con las naranjas y el gasóleo. Habíamos salido ya de Altaguera, estábamos en campo abierto. En la oscuridad, creí poder distinguir campos, espantapájaros, alguna que otra casa modesta.
Cerré de nuevo la lona.
—¿Cómo saliste? —pregunté.
Pero Edward había vuelto a dormirse.
Tengo que dormir yo también, decidí. Así que me tumbé sobre un saco de naranjas e intenté ponerme cómodo.
Me hizo abrir de nuevo los ojos el ruido de un vómito.
—¡Edward, Dios mío!
Estaba vomitando sobre mis rodillas, sobre las naranjas. Aparté la lona e intenté que sacara la cabeza, pero fue demasiado tarde.
Incluso cuando dejó de vomitar, su garganta siguió con convulsiones. Lo sostuve hasta que pudo respirar de nuevo.
Empezó a sollozar.
—Lo siento, lo siento —dijo—. Oh, Dios, lo siento mucho.
—No te preocupes —dije—. Estás enfermo, eso es todo.
Abrí mi maleta, saqué una toalla y empecé a limpiar el vómito. Para disimular el olor abrí una naranja y exprimí el jugo encima del lugar que Edward había manchado. Luego, tiré la toalla a la parte de atrás del camión.
Tiene una gripe intestinal, me dije. O ha comido pescado en malas condiciones. Nada más serio que eso. Por la mañana, me dije, estará mejor.
Nos tumbamos otra vez sobre las naranjas. Estaba empezando a romper el día, una luz lechosa iluminaba la harapienta lona.
—¿Dónde estoy? —preguntó Edward en un momento dado—. ¿Vamos al campo de prisioneros?
—No, Edward. Vamos a casa.
Miré fuera. Estábamos llegando a las afueras de Valencia, una región en la que las tierras de cultivo se alternaban con pequeños barrios de limpias casas blancas. Una mujer estaba recogiendo ropa colgada de una cuerda, sábanas que se balanceaban, casi congeladas por el frío anterior al alba.
—Pronto llegaremos —le dije a Edward—. Pronto estaremos en casa.