15

Altaguera, a la luz de la mañana, parecía aún más desolado que por la tarde. La mugre cubría las paredes de las casas; el polvo provocaba remolinos en las calles sin empedrar cada vez que pasaba un camión. Caminé por una zona de comercios llena de carnicerías y charcuterías, en cuyas puertas colgaban cortinas de cuentas de colores. Las hileras de cuentas te acompañaban cuando entrabas y luego volvían a caer, acariciándote con sensualidad los hombros, como largos dedos. En el interior, sin embargo, sólo se podían encontrar las más magras provisiones, nada remotamente apetecible o atractivo, aunque no puedo decir si eso era debido a la guerra o al ascetismo altaguerense.

Necesitaba comer algo, así que fui a una panadería. Me apetecía un bollo o un pastel, pero la panadera sólo tenía barras de pan seco; compré una y me puse a comerla nada más salir a la calle. Al verlo, un grupo de mujeres fruncieron el ceño y sacudieron la cabeza en signo de reprobación. (Aprendí más tarde que los altaguerenses consideraban una inconveniencia de la peor especie comer en la calle). Mientras, unos niños maltrataban a un gatito. Cuando me acerqué a ellos salieron corriendo, dejando la legañosa criatura mordisqueándose el cuerpo infestado de pulgas. Y entonces vi que había gatos en todas partes; las calles estaban llenas de gatos: gatas con mamas hinchadas colgando, grupos de gatitos royendo apestosos restos, gatos miedosos que llevaban como medallas orejas destrozadas y ojos arrancados. Un cielo misteriosamente vacío de pájaros. Quizá era por eso. Quizá los gatos se los habían comido todos.

Una vez acabado el pan, me dirigí de nuevo al cuartel general de las Brigadas. Allí solicité hablar con Northrop. No sé lo que tenía en la cabeza: quizá suplicar, quizá intentar de nuevo convencerlo para que soltara a Edward. Pero Northrop no estaba. No había nadie. Nadie podía recibirme.

Pregunté cuándo regresaría Northrop.

Había ido a Barcelona. Volvería al cabo de tres días.

Tras dar las gracias a la anónima figura que me había dado esa información, di media vuelta.

Durante los tres días siguientes esperé.

Logré convencerme de que las cosas mejoraban. Telegrafié a Channing, explicándole que necesitaba dinero y pidiéndole que intentara sacarle algo a la tía Constance; escribí una aduladora carta a la interesada, una carta tranquilizadora a Nanny y una carta sincera a Nigel; continué con mi diario. Incluso exploré un poco el pueblo de Altaguera, decidido, antes de irme, a descubrir algún retazo de belleza, alguna perla, en medio de toda su estática austeridad. Y encontré algo: había, junto al centro, una iglesia pequeña y antigua, la más antigua de la región. Había sido construida durante el reinado de Carlomagno, tenía las paredes de piedras gastadas y desiguales, y mostraba en su fachada imágenes de Jesucristo y sus discípulos, cuyas caras habían sido borradas por los fuertes vientos de Altaguera hacía tiempo. La iglesia no tenía nada de espectacular; más bien, lo que me cautivó fue su humildad. Era como una chica guapa antes de aprender lo que eso significa, antes de aprender el poder de la belleza.

La iglesia tenía una historia singular. Junto a ella había un convento en el que las monjas vivían en régimen de clausura desde hacía más de cinco siglos. Un gran balcón por encima de la nave conectaba los dos edificios y era desde allí y sólo desde allí desde donde cinco siglos de monjas habían contemplado el mundo exterior. A menudo se las podía ver: figuras elevadas con hábitos pesados, aferrándose a las sombras como si lo que más temieran fuera ser vistas por aquellos a quienes miraban.

Visité la iglesia con frecuencia durante aquellos días, no tanto para rezar como para reflexionar, contemplar. En sus calladas naves podía oír mejor mi voz; las preguntas que me asaltaban —si no respuesta— al menos encontraron articulación. ¿Qué pasaría si soltaban a Edward? Quería saberlo. ¿Seguiríamos la historia allí donde la habíamos dejado? ¿O volvería a Upney y yo a Richmond? Sí, los torpes esfuerzos con Philippa sólo habían dado lugar a mi propia humillación, pero los temores que los motivaron seguían ahí. El hogar era una perspectiva tan insegura como España; no tenía idea de dónde viviría cuando regresara, si pasaría las noches recorriendo lavabos públicos en busca de sexo, o leyendo en la cama con Edward o con algún nuevo Edward. Inglaterra podría no ser un refugio para mucho tiempo: existían todas las posibilidades de que los dos nos viéramos obligados a ir otra vez a la guerra: la gran guerra esta vez, la guerra que amenazaba en Alemania y de la que esta resultaría ser, al final, sólo el prólogo.

Pero, por supuesto, todo estaba en contra de que Edward pudiera volver a casa, en contra de que mis especulaciones se materializaran.

Y, también por supuesto, el amanecer, el cuarto día, el día del regreso previsto de Northrop, me encontró en la entrada de las barracas. Northrop, me dijeron, se había retrasado.

—Bueno, entonces ¿podría hablar con alguien más?

Dudas. Murmullos de consultas por teléfono de campaña.

Al final, se llegó a una decisión: otros dos camaradas, ambos conocedores del caso de Edward, hablarían conmigo. Si quería pasar…

Y eso hice, siguiendo una claque de brigadistas hasta el mismo despacho en el que me había encontrado antes con Northrop.

Cerraron la puerta detrás de mí. En el rincón discutían dos figuras muy juntas, las sombras ocultaban sus caras. Eran apariciones que, al acercarme a ellas, se volvieron más reconociblemente humanas: uno era moreno, con ojos inquietantes, casi espectrales, y bigote caído; el otro era pálido, gordo, un joven que…

Me detuve en seco, se me cortó la respiración al reconocerlo, el aliento desapareció literalmente de mi pecho.

Los dos se dieron la vuelta.

—Brian —dijo el joven—. Qué demonios…

Y de pronto fue como si aquel paraguas fatal, perdido en otra vida, se hubiera abierto, arrojando su vasta sombra sobre todos nosotros: una oscuridad tan intensa que nunca podría ser derrotada.

—Rupert Halliwell —murmuré.

Porque era él.

Hasta años más tarde no supe lo que había pasado: cómo Rupert, al parecer súbitamente, se levantó un día, se puso la bata, bajó con tranquilidad las escaleras y, una tras otra, rompió todas las preciosas tazas de té, todas las aflautadas jarras de cristal, todo el vidrio. A continuación, derramó lejía sobre el sofá de seda india. Luego le dijo a su madre cuatro cosas y cogió un taxi, fue a las oficinas londinenses del Partido Comunista, llamó a la puerta y se postró ante el atónito secretario que había abierto: un repugnante espécimen de la burguesía corrupta. «¡Reformadme!», gritó. Y eso hicieron.

—¿Se conocen? —preguntó el hombre del bigote caído.

Tenía acento francés.

Rupert desvió la mirada.

—Sí —dije—. Nos conocemos.

El francés sonrió y los extremos del bigote se curvaron hacia arriba.

—Inglaterra debe de ser un país muy pequeño —dijo—. Permítame que me presente. Soy el camarada Bonet.

—Brian Botsford —dije tendiendo la mano.

—Encantado —dijo Bonet—. ¿Quiere sentarse?

Los tres nos sentamos. Desde su rincón de la mesa, Rupert me miró con nerviosismo.

—Y bien, ¿en qué podemos ayudarlo, señor Botsford?

—He venido a preguntar por mi amigo el señor Phelan —empecé.

—Ah, Phelan —contestó Bonet sonriendo—. Fue una triste mañana la de su deserción.

—Tengo entendido que su caso tiene que resolverse todavía y quisiera saber si podría decir algunas palabras en su nombre.

—Por supuesto. No es que nosotros tengamos voz y voto en el asunto…

—De todos modos, si hay algo que puedan hacer…

—Siga.

Intenté tranquilizarme.

—En primer lugar, no pongo en duda el hecho de que el señor Phelan haya desertado. Ni que la deserción sea un delito grave. Sin embargo, en este caso hay circunstancias atenuantes que considero deben ser tenidas en cuenta.

—¿Como cuáles?

—El señor Phelan es un joven de limitada instrucción que ha tenido la suerte, o quizá la desgracia, de entrar en mi círculo. Puede afirmarse que su decisión de venir a España es el resultado de su pertenencia a ese círculo. Pero no ponderó de modo suficiente las consecuencias de sus acciones. Y al poco de llegar se arrepintió. Por esta razón, les pido que le permitan marcharse.

Dejé de hablar. Bonet había formado un pequeño arco con las manos frente a su boca, los ojos de Rupert permanecían fijos en la pared.

—Señor Botsford —dijo al final Bonet—, perdóneme si parezco estúpido o irracional, pero creo que no he comprendido lo que ha dicho. ¿Afirma usted que el camarada Phelan es tan impresionable, está, si quiere, tan poco formado, que no puede ser considerado responsable de sus actos?

—No, no exactamente. Pero es joven. Y lo cierto es que, de no ser por mí, no estaría metido en este problema ahora. Estaría en casa, trabajando para los transportes de Londres.

—Comprendo. No obstante, no acierto a ver por qué este hecho habría de afectar al trato que podamos darle. El hecho de que se encontrara bajo su influencia, ¿convierte en menos vinculante el compromiso que ha contraído con la brigada, con la causa?

—Soy yo quien debería ir a la cárcel. No Edward.

—Señor Botsford, usted no es un brigadista. No ha contraído ningún compromiso.

—No, en efecto. Y estoy de acuerdo con usted, los compromisos con una causa no pueden tomarse a la ligera. Pero ¿qué pasa si un joven se compromete precipitadamente, sin pensarlo a fondo? ¿Qué pasa si hay otros factores en juego? ¿Cosas que pasaban en su casa y que no tenían ninguna relación con la guerra pero que pudieron haberlo impulsado a hacer algo sin pensarlo, algo que más tarde lamentaría?

—Por otros factores, se refiere, supongo, a algo así como que por ejemplo el camarada Phelan tuviera una novia que lo dejara por otro hombre.

—Bueno, sí.

—¿Y tenía el camarada Phelan una novia?

Bajé la mirada.

—No, no tenía novia.

—Entonces, ¿qué otro tipo de factores está usted sugiriendo, señor Botsford?

—No…, no estoy seguro. Sólo estoy diciendo que si los hubiera…

—Pero aparentemente no los hay.

Fuera sonó un estrépito. Un gato maulló. Las torturas seguían su curso.

Bonet se inclinó hacia adelante e hizo crujir los nudillos.

—Señor Botsford, ¿cuál es exactamente su relación con el camarada Phelan?

Rupert, que había estado en silencio hasta ese momento, tosió y volvió a cruzar las piernas.

—Es mi amigo —dije al cabo de unos segundos.

—Su amigo —repitió Bonet.

—Sí.

—Ya veo.

Un silencio palpable se extendió por la habitación. Rupert se pasó los rechonchos dedos por el pelo.

—Señor Botsford, ¿me permite que le pregunte algo?

—Por supuesto.

—¿Se considera comunista?

—Sí. Fundamentalmente, sí.

—¿Y el camarada Phelan?

—No me atrevería a afirmarlo.

—Bien. Así que somos hermanos, ¿no? Estamos de acuerdo en que hay que defender la república española contra la amenaza fascista. Esa tiene que ser nuestra prioridad. Mis camaradas exigen obediencia, pero no somos unos bárbaros…

—Entonces no será fusilado.

—No soy yo quien debe decidir eso.

—Entonces, ¿con quién tengo que hablar? Por el amor de Dios, ¿quién decide el destino de ese muchacho? ¿Va a tener un juicio? Está…

—Señor Botsford, por favor, cálmese. No hay necesidad de que se alarme tanto. El pelotón de fusilamiento es una posibilidad remota, extrema. Lo más probable es que su amigo sea enviado a un campo de prisioneros, o de nuevo al campo de batalla…

—Podría acudir a la prensa. A la prensa británica. Podría…

—O ser liberado. En cualquier caso, contactar con los británicos no le servirá de mucho. Ya no tiene pasaporte británico. Ahora es un ciudadano de las Brigadas.

—¡Pero no está bien! —Y en voz más baja añadí—: Dice que tiene fiebre. Dice que siente dolores.

—Tenemos un médico.

—No quiero hacer que las cosas empeoren para él. Espero que el hecho de hablarle así no las empeore. Sólo estoy intentando ayudar a Edward. Espero que lo comprenda.

—Me gustaría hacer una observación —dijo Bonet.

—Por supuesto.

—Se preocupa usted demasiado. Él no lo merece. Es un cobarde. Déjelo.

Y sonrió. Y, de repente, en aquella sonrisa vi algo. Había penetrado en la verdad de mi relación demasiado hábilmente. La intimidad que mostraba con Rupert en el momento en que yo entré, adquirió de pronto un sentido nuevo, así como sus ojos inquisitivos, su «Inglaterra debe de ser un país muy pequeño». Inglaterra no era el único país pequeño. Usted también es uno de los nuestros, podría haberle dicho. Nigel lo habría hecho. En vez de eso, respondí a su sonrisa con otra sonrisa, dejé que mi mirada se deslizara por todo su cuerpo, por el pecho, la entrepierna, las piernas, hasta los zapatos.

—No puedo dejar lo que no me dejará —dije.

Bonet tragó saliva. Por primera vez aquella tarde pareció desconcertado.

—Bueno, pues supongo que esto es todo —dijo Bonet levantándose, tendiéndome la mano—. Buenos días, señor Botsford.

—¿Puedo pedirle algo?

—Por supuesto.

—Cuando pase algo, cuando se llegue a una decisión, ¿me avisará? Estoy en una pensión de Altaguera. En caso de que haya salido, puede dejarme el mensaje.

—Será un placer.

Realizó una pequeña inclinación.

—Bueno, pues adiós —dije.

—Adiós, señor Botsford.

—Adiós, Brian —dijo Rupert, en voz muy baja.

Lo miré a los ojos, pero no expresaban nada.

—Adiós, Rupert.

Una puerta se abrió y dejó ver la claque de amenazantes guardias.

Las puertas de la iglesia, aunque pesadas como árboles, cedieron con suavidad a la menor presión. Entré. Las velas para los muertos brillaban en las hornacinas, iluminando unos frescos antiguos y un espantoso diorama: un Cristo de yeso clavado en la cruz, con María rezando y llorando a su lado; María, de pelo tieso y rojo, era en realidad una muñeca de porcelana con ojos de cristal. A través de la puerta llegaba un olor de moho y rosas. Mis pasos, conforme avanzaba por la nave lateral, reverberaron, un latido amortiguado que se filtró por toda la iglesia de la misma manera que la luz de las velas y el olor de rosas, dando la impresión de que cubrían y protegían. No había nadie, salvo una monja anciana e inmensa sentada en el coro elevado, roncando débilmente, la cabeza ladeada.

Me arrodillé, como para rezar. Pero no recé. Pensé en Rupert. El modo en que había llegado hasta allí —los extraños giros de la fortuna «que lo habían llevado desde Cadogan Square hasta Altaguera»— me importaba, en aquel momento, un comino. Era, más bien, el paraguas lo que me atormentaba; eso y el recuerdo de aquellos días en que lo rechacé —lo humillé, incluso—. ¿Estaría todavía resentido?, me pregunté. ¿Utilizaría aquella oportunidad para vengarse?

Cuando empezaron a dolerme las rodillas, me incorporé y me apoyé en un duro banco. Encima de mí, la monja vieja seguía roncando, tan enorme y tan inmóvil que en aquel momento pareció que casi había echado raíces.

Entró la luz al abrirse las puertas de la iglesia; una mujer de negro se santiguó y se arrodilló. De sus labios alzó el vuelo un aleteo de avemarias, suaves como un trino, esparciéndose en eco a medida que subían hacia el techo embovedado.