14

Pasé los días siguientes esperando —ávidamente— una noticia que nunca llegó. Cuando no escuchaba los rumores en el bar Bristol, vagaba por la ciudad, creyendo ver la cara de Edward en las más extrañas e improbables circunstancias. No era que tuviera ninguna buena razón para sospechar que podía estar en Barcelona; era tan probable —o improbable— como que estuviera en Francia, en Upney o que estuviera muerto. A pesar de todo, tenía que creer en algo. Así que recurrí a mis chirriantes dotes de pintor y dibujé a tinta un retrato de Edward, que mostré a los clientes del Bristol, a los soldados, a los extraños en la calle. Una vieja en la calle del Carmen creyó haberlo visto vendiendo fruta en la Boquería, el gran mercado de las Ramblas: una posibilidad que me lanzó a recorrer frenéticamente aquel laberinto de paradas y vendedores ambulantes en el que los peces abrían la boca en lechos de hielo, las cabezas guillotinadas de jabalíes y conejos miraban de reojo al otro lado de divisiones de cristal y muchachas hermosas con vestidos estampados de campánulas limpiaban en sus delantales cuchillos sangrientos. Los españoles no temen mirar la muerte de cara. Vi gallos, medio desplumados como caniches, llevando aún la cresta. Pero, por desgracia, a Edward no, ni siquiera decapitado tras un mostrador, con la boca y los ojos abiertos, asombrado, anonadado. Encontré a un joven que se parecía a él por detrás, pero cuando se dio la vuelta, tenía las mejillas marcadas por el acné y le faltaba un diente de delante.

Me dijeron haberlo visto en diferentes ocasiones. Un soldado en el Bristol dijo que creía haber visto a Edward el día anterior paseando un perro por la plaza de España. Una mujer estaba segura de que había asistido a un mitin al que ella había ido en diciembre. Otra mujer dijo que se afeitaba dos veces por semana en una barbería de la calle Aribau.

En mi locura, seguí cada una de esas pistas hasta su inevitable e infructuosa conclusión. No hay que creer, sin embargo, que necesitaba la incitación de extraños para lanzarme a una búsqueda inútil. También podía hacerlo yo solo. Así una tarde paré un taxi y le hice seguir un camión de fruta durante treinta manzanas en medio de la lluvia, porque estaba convencido de haber visto la cara de Edward echando una mirada furtiva desde la parte de atrás. Durante un desfile intenté —sin éxito— entrar en un apartamento en cuyo balcón estaba seguro de haber visto a Edward regando unas plantas. Me introduje incluso «por accidente» en la cocina de un restaurante en el casco antiguo donde estaba comiendo un día. Pero el chico que cortaba patatas en el fondo —el chico que había vislumbrado en mi tambaleante y soñoliento camino de los lavabos— no era Edward. Ni siquiera se parecía a Edward.

Llegó un telegrama de Chambers. Mi primer cometido era viajar hasta …… y entrevistarme con el alcalde. Él me explicaría cómo había florecido la ciudad bajo el gobierno comunista. Como no tenía ningún motivo de peso para permanecer en Barcelona, decidí partir hacia …… lo antes posible y luego ver si podía averiguar algo acerca del paradero de Edward. Además, había tantas posibilidades de que Edward estuviera en …… como en Barcelona.

El viaje hasta …… fue largo, casi diecinueve horas. Al otro lado de la ventanilla, se extendían escenas de profunda aspereza. La tierra era nudosa y ventosa: todo aristas. Periódicamente el tren disminuía la velocidad para cruzar pueblos en los que las viejas se asomaban a las ventanas y los niños se quedaban inmóviles en calles empedradas, mirando el tren arrastrarse, segmentado como un gusano, resoplante y enorme, casi regio. Luego el pueblo desaparecía, las viejas desaparecían; tomábamos velocidad entre olivares, espinosos campos de romero, arrozales en terrenos encharcados. El paisaje español era mucho más variado de lo que hacen creer las películas y, sin embargo, la luz era siempre la misma: severa, implacable, como si el sol fuera una bombilla desnuda colgando del techo.

En …… me presenté, como tenía encomendado, en la alcaldía, donde me dijeron que nadie me esperaba. Es más, el alcalde estaba esa semana en Barcelona. De modo que me dirigí a una cervecería, donde conocí a un oficial inglés, un tal coronel Parker-Dawes, que reconoció mi acento e insistió en que tomáramos algo juntos. Ese joven idiota desenvuelto y locuaz me dijo que era funcionario del gobierno en Gibraltar. Albergaba una multitud de opiniones sobre los residentes de la colonia; sobre todo, acerca de una tal lady Nosequé, que se le entregaba de modo regular.

—Por cierto —dije—, tengo una amiga cuyo tío vive en Gibraltar. Me pregunto si lo conoce: Teddy Archibald.

La mención del nombre de ese caballero provocó en Parker-Dawes estruendosas carcajadas. Resultó que el tío Teddy de Philippa tenía en toda la ciudad la reputación de ser un jugador y un calavera, sus padres, miembros destacados del club de polo local, habían muerto unos veinte años atrás, dejándole toda su fortuna para que la despilfarrara. Ultimamente se había «vuelto rojo», había cerrado la casa y dejado la ciudad; corrían rumores de que tenía intención de ofrecer sus servicios a los republicanos en el frente.

—Si le cabe eso en la cabeza —dijo Parker-Dawes—. Aunque algunos soldados españoles se follarían cualquier cosa, por lo que he oído, incluso a sus propias abuelas. ¡Incluso a sus propios abuelos! Ese tipo es un invertido. ¿Un puro? —Decliné la invitación y él puso sus grandes pies encima de la mesa—. Es refrescante tener visitas de casa —dijo y yo asentí, sorprendido y preocupado por la medida en que me veía como uno de los «suyos».

Tras rechazar una invitación de Parker-Dawes para ir con él a cenar, salí a buscar una pensión donde pasé la noche presa del desasosiego. A la tarde siguiente estaba camino de vuelta a Barcelona. El tren estaba mucho más lleno que a la ida, sobre todo de soldados. Soldados en todas partes: fumando entre los vagones, tumbados en los pasillos, las cabezas de unos sobre las rodillas de otros. En mi compartimiento había tres soldados de infantería, uno de los cuales roncaba, una monja y una mujer inmensamente gorda y vieja, cuya maleta despedía un claro olor a chorizo. No importaba: tampoco hubiera podido dormir de habérmelo propuesto. Pensaba en Edward. Si lo habían capturado, el bar Bristol estaría al corriente de la noticia. Pero ¿y si había cruzado la frontera? ¿Y si había vuelto a Upney? Necesitaba saberlo desesperadamente; sin embargo, no podía ponerme en contacto con Lil sin alertarla del hecho de su deserción, conocimiento que —suponiendo que no hubiera vuelto a Inglaterra— le causaría una profunda angustia. Y había alternativas menos agradables que considerar: la posibilidad de que Edward hubiera sido capturado y se pudriera en alguna prisión; la posibilidad de que estuviera muerto.

Así que el tren siguió su camino a través de la interminable noche, con su rodar que sólo amortiguaban a medias los ronquidos y el jaleo de los soldados, el lento y regular silbido de la vieja, que se quedó dormida con la cabeza encima de mi hombro. Observaba la ventanilla, tapada en parte por la cortina, a la espera de los cambios de luz. Y al final —me pareció que fueron eones más tarde— empezó a amanecer y aparecieron franjas azules en el cielo. La vieja levantó su cabeza. Uno de los soldados levantó las cortinas de nuestro sudoroso compartimiento y lo llenó de febril resplandor.

La monja se levantó, se tambaleó entre las piernas de los soldados, volvió inundada del dulce y empalagoso olor de la colonia. Yo también tenía que utilizar el lavabo, de modo que salí al pasillo. En todas partes, los soldados estiraban brazos y piernas, el pelo revuelto, las mejillas marcadas con la huella de aquello en lo que se habían apoyado para dormir. Al mirar por la ventana vi que pasábamos por las distantes afueras de una ciudad —deseé que fuera Barcelona—, y luego, de la charla del pasillo, deduje que era Zaragoza. Nos pasaron en dirección contraria viejos barrios de casas de piedras y calles empedradas. Abrí un poco la ventana, sentí una ráfaga de aire frío y percibí el lejano olor de pan horneándose.

Ocho atormentadoras horas más tarde, cuando llegábamos a Barcelona, estaba convencido de que Edward —vivo al empezar ese viaje— estaría muerto en el momento de acabarlo.

Bajé del tren. Tenía el estómago vacío, pero no comí. En vez de eso —pasando de largo mi pensión—, me dirigí al Bristol. No tenía ni idea de dónde estaría Northrop, ni siquiera si estaría en la ciudad. Con todo, en esa época el lugar hacía las veces de centro neurálgico; si iba a averiguar algo, consideré, seguramente lo averiguaría allí.

Casi en el momento de cruzar la puerta, supe que había pasado algo. Era como si, con mi llegada, el zumbido del lugar hubiera subido de registro. Gente extraña —gente a quien apenas conocía— me miraba y murmuraba.

Un soldado se me acercó.

—¡Muchacho! —gritó—. Buscabas a alguien, a un soldado inglés, ¿no?

—Sí.

—Creo que lo han encontrado.

—¿Dónde? —grité.

—En San Sebastián. Ahora está en Altaguera, en el calabozo del cuartel.

—¿Y está bien?

—No lo sé; sólo he oído el rumor: que el inglés maricón que desertó había aparecido. Y alguien que lo había visto dijo que se parecía mucho al retrato que el otro inglés iba enseñando…

—Gracias —dije—. Lo siento, tengo que irme.

—¿Adónde? ¿A Altaguera? Qué loca

Pero yo ya había cruzado la puerta. Eran las cuatro de la tarde, la siesta recién acabada, una multitud de gente se apresuraba por la calleja en dirección a las Ramblas con la intensidad direccional de un banco de peces, una bandada de pájaros, una ola: viejas enlutadas, trabajadores borrachos de vino barato del almuerzo, muchachos cuya belleza era capaz de cortar la respiración. La luz —más generosa, más suave que en horas anteriores del día— los había sacado de sus pisos protegidos con cortinas para hojear en las paradas de libros o leer la propaganda garabateada en las Ramblas. Y me uní a ellos, guiado por mi pánico, por un impulso que no toleraba ninguna distracción, de tan inquebrantable que era: por primera vez en semanas, sabía dónde estaba Edward.

Volví a la estación. Compré un billete para Altaguera. Descubrí que no había trayecto directo; tendría que volver a hacer una parte importante del viaje que acababa de realizar, todo el camino hasta Zaragoza. De haberlo sabido, me habría bajado allí a la ida. Pero no lo sabía.

Me senté a esperar en un duro banco. Casi inmediatamente la mujer que estaba sentada a mi lado se levantó y se marchó. Sólo entonces me di cuenta de que no me había lavado, afeitado ni cambiado de ropa en casi treinta y seis horas.

A mi alrededor tenían lugar trágicas despedidas: madres que se veían arrancadas de sus hijos; mujeres, de sus maridos. Soldados uniformados que reían y hacían señas mientras partían los desvencijados trenes que los llevaban hacia sus muertes. La estación tenía bóvedas altas que, con su grandeza, sólo acentuaban la atmósfera de pesimismo sepulcral: era una catedral en la que el propio tren, el propio viaje, presidía como un dios.

Y, en mi cansancio, caí en una especie de letargo; lentamente, centímetro a centímetro, sentí que resbalaba del banco —parecía más allá de mi control— hasta que tuve los riñones donde debía estar mi trasero. Ante mí se desplegaba un panorama de atareada vida, la misma que aparecía al levantar un trozo de madera húmeda. Vendedores ambulantes pregonaban periódicos y dulces, chaperos se paseaban negligentemente cerca de los lavabos, con las pollas cruzadamente perfiladas en los pantalones. Polvo y humo en todas partes, una película de negrura que los empleados de la limpieza que con desolado aspecto pasaban sus escobas, jamás conseguirían eliminar.

¿Te has fijado, lector, que todas las historias de guerra terminan en una estación? Piensa en las películas, la obligatoria escena en que el tren se pone en marcha, el soldado se asoma por la puerta para despedirse, su chica —intentando desesperadamente prolongar el momento de la partida— corre tras él, hasta que el impulso acelerador la deja atrás. No hay descanso en la estación; una estación vibra de movimiento, la guerra suele necesitar un viaje: el transporte inevitable de los soldados hasta el frente, el aterrorizado éxodo de los refugiados, la subrepticia huida de los exiliados. Soldado, refugiado, exiliado. ¿Quién, en un momento u otro, no ha desempeñado uno de esos papeles, o los tres?

Llegó la hora de la partida del tren. Me levanté, recogí mis bolsas, me dirigí hacia el lugar en que la impaciente multitud —mis compañeros de viaje— se había reunido.

Pero la hora de la partida llegó y pasó, y ningún tren se acercó a la vía anunciada.

Pasaron veinte minutos más. Una voz anunció por los altavoces que el tren para Zaragoza se retrasaba indefinidamente.

Debido a la guerra, la multitud no acogió con rabia la mala noticia, sino con alivio. Las madres de los soldados, dando gracias a Dios por el aplazamiento de la ejecución, llevaban a toda prisa a sus hijos a casa para una improvisada cena de despedida.

En cuanto a mí, fui a los baños de la estación y me duché.

Y, al final, alrededor de la medianoche, partimos. Recuerdo las gotas de lluvia deslizándose por la ventana, aferrándose al cristal a medida que ganábamos velocidad y luego arrebatadas por el hambriento aire. Zaragoza —donde pasé dos horas— sobrevive en mi recuerdo sólo como otro banco duro, una neblina de duermevela interrumpida por voces ininteligibles que anunciaban retrasos. Nada llega nunca con puntualidad en una guerra.

Llovió durante muchísimo tiempo; la lluvia golpeó sordamente el techo de aluminio de la estación.

Con tres horas y cuarto de retraso, el local para Altaguera salió de Zaragoza.

Seis horas y media después llegamos a Altaguera.

Bajé; estaba con algunos soldados en un andén vacío en medio de una polvorienta llanura. A primera hora de la tarde, el sol golpeaba con fuerza, a pesar del frío.

Recogí mis bolsas y me dirigí al pueblo. Altaguera no tenía ningún encanto; sus calles y plazas eran planas y geométricas, con pocos árboles y sombras. Los edificios viejos y bajos, construidos con ladrillos abombados, se sucedían y se apelotonaban en calles apenas adoquinadas. Los burros se mezclaban con los camiones militares; las mujeres transportaban cosas en la cabeza.

No me detuve a buscar una pensión, dejar mis bolsas, lavarme o comer algo. Fui directamente hasta el cuartel: un grupo de barracas de mala calidad levantadas en un yermo. Dos soldados hacían guardia en la entrada.

Pregunté por Northrop. Parecieron no reconocer su nombre. El jefe del batallón inglés, dije. Los soldados me miraron durante un instante y luego uno de ellos hizo una llamada. Al cabo de unos minutos, recibió lo que interpreté como una respuesta favorable y me permitió cruzar la entrada; otro soldado me escoltó a través de los edificios del cuartel hasta una alquería de una sola habitación que parecía haber sido convertida en una especie de centro de mando. Y allí estaba sentado Northrop, de uniforme, tras una mesa vacía en la que un reloj hacía implacablemente tictac: Northrop, con quien había jugueteado en los bucólicos jardines de un colegio inglés, cuya gorda polla había sacudido… ¿hacía cuánto tiempo? ¿Cinco años? ¿Seis? De pequeños.

—¡Botsford! Pero, hombre, tienes un aspecto terrible.

—No he dormido mucho —dije—. He pasado los últimos días viajando en trenes.

—Bueno, siéntate. —Me senté—. Supongo que has oído hablar de Phelan.

—En efecto. He venido a pedirte si puedo verlo.

—Mira, Botsford, te dije…

—Tienes que dejarme verlo, John. Por favor. Tienes que dejarme.

Desvió la mirada.

—No veo cómo podría…

—No te pido que lo sueltes. Ni siquiera te estoy pidiendo que lo comprendas o que lo toleres. Sólo te pido, como alguien a quien has conocido desde la infancia, que me dejes verlo. Media hora, quince minutos. Eso es todo.

Miró su mesa.

—Por favor, John.

—Oh, por Dios. Mira, eso va en contra de todas las reglas.

—Lo sé. Y estoy dispuesto a aceptar toda la responsabilidad que pueda corresponderme.

—De acuerdo —dijo—. Quince minutos. Pero ni un segundo más.

—Gracias —dije.

Nos levantamos.

Al llegar a la puerta, Northrop se dio la vuelta y dijo:

—Quiero decirte que no veo que esto pueda favoreceros… a ninguno de los dos.

—Ya sé que no lo ves. De todas formas, tienes que dejarnos hablar.

Me sostuvo la puerta, pasé. Caminamos entre los edificios del cuartel hasta llegar a una estructura de piedra con las ventanas tapiadas, en cuyo exterior hacían guardia dos soldados. Northrop los saludó y ellos se apartaron para dejarnos pasar.

En el interior, la construcción olía a sudor y orina. Estábamos en un mísero cuartucho, sin adornos, excepto una mesa, dos sillas, la ubicua bombilla y un retrato de Lenin. Otro soldado se levantó bajo el retrato.

—Espera aquí —dijo Northrop.

Cogió una llave maestra de su bolsillo, atravesó una segunda puerta, una puerta interior.

Me senté a la mesa.

Transcurrieron lo que me parecieron horas.

Luego la puerta volvió a abrirse.

Northrop y un soldado salieron, entre ellos Edward, con las muñecas esposadas.

Me levanté.

—Edward —dije.

Me miró. Los ojos abiertos de sorpresa.

—Edward, estoy aquí.

El soldado lo sentó a un extremo de la mesa. Luego, Northrop despidió al soldado.

—Quince minutos —dijo desde el umbral de la puerta.

Salió.

La puerta se cerró.

Una expresión de completa sorpresa se apoderó de la cara de Edward.

Le cogí una mano esposada entre las mías y rompí a llorar.

—Brian —dijo Edward—, todo va bien. Estoy bien. No llores…

—Es que me ha costado tanto encontrarte… Te he estado buscando y buscando.

—Respira hondo. Te tienes que calmar.

—Tienes razón. Lo siento. —Respiré—. Ridículo, que tú tengas que tranquilizarme. Bueno, ¿cómo estás?

—Mejor.

—Estás delgado.

—No es que haya comido mucho.

—A mí me parece que tienes un aspecto estupendo.

—Me alegra que pienses eso. —Se inclinó hacia mí—. Brian, ¿qué estás haciendo aquí?

—Recibí tu carta. Vine en cuanto recibí tu carta.

—Oh. Me preguntaba si la habrías recibido. Me parece que han pasado décadas desde que la escribí… —Intentó sonreír—. Supongo que estoy metido en un buen lío, ¿no?

—Un poco —dije, sonriendo también y secándome los ojos—. Edward, ¿qué pasó?

—Bueno, como te decía en la carta, llegué a un punto en que no pude soportarlo más. La lucha, vamos. Así que cuando Northrop me dijo que no me dejaría ir, me escapé. Llegué hasta San Sebastián, donde conocí a un tipo en un bar. Supongo que ya lo debes conocer, el señor Archibald.

—¿El tío de Philippa?

—Supe quién era, Brian, por la lectura de tu diario, cosa que, es verdad, no tenía que haber hecho. Y a pesar de… bueno, a pesar de su relación contigo, seguía siendo alguien familiar. Créeme, aquí habría dado la bienvenida a mi peor enemigo, sólo con que fuera inglés. Pensé que podía confiar en él. ¡Vaya gracia! El caso es que me confesé a él y se lo conté todo. Oh, al principio no pudo ser más cordial: me dejó estar en su hotel con él, me dio fruta, leche y café, cosas que hacía días que no había visto. Y me dijo que me llevaría con él a Inglaterra. Dijo que podía arreglarlo todo, que sabía a quien sobornar para cruzar la frontera, pero que antes quería quedarse un poco más en San Sebastián para concluir algunos negocios.

Estuve cinco días en el hotel. No ocurrió nada. Tenía mi propia habitación. Y aunque adivinaba que ese tipo quería algo de mí, fingía no enterarme, sólo porque… en fin, lo cierto es que no me gustaba. Además, ¿cómo habría podido hacerlo con otra persona que no fueras tú? Siento decirlo, Brian, créeme, pero eso era lo que sentía. Y entonces, la última noche, vino a mi habitación y tuve que decirle claramente que no iba a hacer nada con él. Bueno, te puedes imaginar su reacción. Herido y furioso al mismo tiempo. «Después de todo lo que he hecho por ti, de todo lo que he arriesgado». Al final, salió de la habitación hecho una fiera. Y luego, a la mañana siguiente, estábamos desayunando muy tensos y en silencio, cuando llamaron a la puerta y resultó que era la policía. Y él los dejó entrar, como si vinieran a tomar el desayuno, permaneció de pie mientras me esposaban diciéndome cuánto lamentaba no poder en el fondo ayudarme. Cuando salí, no me miró. —Se estiró la manga—. Fue mi propia estupidez. Pensé que podía confiar en él, al ser el tío de la señorita Archibald… ¿o es ahora la señora Botsford?

—Oh, Dios —dije, colocando la cabeza sobre la mesa—. Todo es culpa mía.

—No has contestado a mi pregunta.

—¿Qué? Oh. No. Claro que no.

—Le pediste que se casara contigo.

—Sí… pero, Edward, todo fue un error espantoso. Una loca fantasía. Se rio de mí.

Edward alzó las cejas.

—Lo siento —dijo.

—Mira, no te preocupes por eso. La cuestión es sacarte de aquí. ¿Te encuentras bien? Estás pálido.

—Creo que he cogido la gripe.

—¿Pero te tratan bien? ¿Te dan suficiente comida?

—Si quieres llamarlo así. Ahora somos cuatro: un polaco, dos rusos y yo. Los otros son buena gente, aunque no podemos decirnos nada. Uno de ellos tiene una baraja y jugamos con ella todo el santo día. Y está limpio… bueno, quiero decir que no es el Hotel Savoy, pero comparado con el calabozo de la policía… Hace que nuestro piso, tu piso, parezca el paraíso. A pesar de todo, prefiero estar aquí que en el campo de batalla. —Miró detrás de él, como para asegurarse de que nadie lo escuchaba—. Brian —dijo—, no es como cuentan en las reuniones. Nada es tan sencillo. La mayoría de los tipos de mi batallón son chicos de clase alta que quieren demostrar que pueden ser rebeldes. Aun así, si tienes un acento como el mío, te tratan como a un criado. Los jefes, los que son como Northrop, nos consideran prescindibles debido a que la mayoría somos de clase baja. Y la lucha… ¡es horrible, Brian! Esos moros podían pegarte un tiro con la misma facilidad que darte la mano. He tenido que matar; no había elección. —Se inclinó más hacia mí—. ¿Puedes hacer algo? Siento molestarte, ya sé que no soy asunto tuyo ahora, pero eres mi única esperanza. Todo lo que quiero es volver a casa.

—Edward, no digas esas cosas. Me preocupo por ti más que nunca.

Se puso rígido.

—Si eso es verdad, ¿por qué le pediste que se casara contigo?

—Estaba confundido…

Se echó a reír.

—Fui idiota. Debí haber visto los signos. —De pronto su cara se endureció—. Nunca me dijiste que me querías, ¿verdad?

—Edward…

—¡Nunca te fui infiel, Brian, ni una sola vez! ¡Nunca te hice eso! En cambio tú… Bueno, ya está, ya lo he soltado. Me lo he quitado de encima.

Puse la cabeza sobre la mesa.

—Oh, Edward —dije—. Si me dijeras ahora mismo que nunca me perdonarás, te diría que tienes todo el derecho.

Se echó hacia atrás y sacudió la cabeza.

—Te quería, Brian —dijo en voz baja—. Te quería de verdad. ¿Cómo pudiste hacerme aquello?

—Si pudiera haber algún modo de compensarte… de demostrarte…

—Ahora ya no importa —dijo Edward—. Lo que importa es esto: no quiero morir.

Y de pronto me di cuenta de que debía controlarme. De modo que me senté recto, erguí la cabeza.

—No vas a morir —dije—. Iré al consulado. Eres súbdito británico; no pueden retenerte en contra de tu voluntad. Te lo prometo, Edward, algo funcionará.

La puerta se abrió; Northrop y el soldado volvieron a entrar.

En el acto, sentí tensarse el cuerpo de Edward.

Nos separaron las manos.

—Quince minutos —dijo Northrop.

Nos levantamos. Cogiendo con firmeza a Edward por el brazo, el soldado lo dirigió hacia la puerta.

—Haré lo que pueda —grité otra vez desesperadamente.

Me pareció que sonreía. No estuve seguro. Cruzaron la puerta, que se cerró tras ellos.

Hubo un ruido de cerrojo. Edward desapareció.

Volví dando tumbos a la estación. Se ponía el sol; las calles estaban llenas de compradores: hombres y mujeres con las caras marcadas por una suerte de salvaje y uniforme austeridad. Cada mejilla tenía una cicatriz, cada labio un forúnculo, cada mano parecía haber quedado lisiada en algún horrible accidente industrial. Incluso los niños parecían viejos, correteando entre las paredes del mercado, sin color, destartaladas, todo coles y verduras podridas: una agostada parodia de la Boquería… En ningún sitio se había hecho la más mínima concesión al placer o la comodidad; no había parques ni fuentes ni jardines, sólo una iglesia tras otra. A pesar de todo, uno tenía la impresión de que esa gente resistiría siempre, como el pueblo, tambaleándose pero sin caer, mientras que almas más débiles, buscadoras de placer, exhalaban el último suspiro.

Alquilé una habitación en la primera pensión que vi, me quité la ropa, me tumbé e intenté dormir. Pero la cama era estrecha; el colchón, de paja, estaba hundido en el centro. La habitación —minúscula y frugal, iluminada por una única bombilla que colgaba del techo— tenía la severidad de una celda de monje. A través de la minúscula ventana oía la conversación de la cena, olía los olores de la cena: comida hervida, patatas friéndose en aceite rancio. Un bebé lloraba, sus padres discutían. Una ventana se abrió, se oyó otra voz, más alta, aguda y furiosa, gritando con toda la fuerza de sus pulmones un interminable monólogo que era más reclamación que lamento y cuyo contenido apenas pude descifrar. Después las ventanas de los vecinos:

—¡Cállate, puta!

—¡Señora, por favor!

Pero la voz siguió y siguió.

Cerré los ojos. Debí de dormirme porque cuando me incorporé y miré el reloj habían pasado tres horas. De modo sorprendente, la misma voz alta y aguda seguía chillando todavía, desparramando sus airadas miserias a oídos indiferentes.

Un poco mareado, me levanté, me volví a vestir y salí a la calle. Lo que sentía no era miedo sino lujuria, que puede ser el doppelgänger del miedo: pánico y dolor traduciéndose en un picor en los dedos, una erección que no desaparece. Afortunadamente, las calles estaban llenas de soldados, una fuerte corriente que conducía hasta un café junto al hotel, en el centro del pueblo.

«Menos mal», pensé, «que están los soldados».

Entré en el café. El interior era oscuro, febril. Música de flamenco salía de un viejo gramófono de manivela, el humo colgaba en el aire como una neblina. Pedí una cerveza. Casi no había mujeres, aparte de unas pocas putas de aspecto asediado. Soldados rusos, soldados polacos, ingleses y estadounidenses se mezclaban con los españoles.

Habría elegido a cualquiera de ellos en ese terrible momento; cualquier hombre que se hubiera acercado a mí, me hubiera cogido el brazo y se me hubiera llevado. Me habría ido con él.

Posé mis ojos en la multitud; miré y miré, como un pescador, hasta que se unieron, durante un milisegundo, con otro par de ojos. El soldado en cuestión tenía el pelo rubio oscuro y rizado, una cara fina y bronceada, ojos negros. Estaba solo, fumando, en el otro extremo del bar.

Me acerqué. Junto a él estaba sentada en un taburete una puta, entreteniendo al camarero con historias de sus días de criada en Barcelona.

—De todos los sitios en los que trabajé me echaron —dijo—. ¿Por qué? ¡Sólo porque tenía relaciones con el señor! Venga, no me mires de esa forma; ¿es culpa mía que me encontraran irresistible? Eran casas grandes, en la parte de la Bonanova. Oye, si he aprendido algo en todos estos años, es que son siempre los ricos los más degenerados. Uno de esos señores quería que le diera latigazos, a otro le gustaba que ladrara como un perro, otro me pidió que le frotara mermelada por la cara mientras se masturbaba. Las mujeres, claro, se ponían celosas y me mandaban a la calle. Fui bajando cada vez más de barrio, a casas cada vez más pobres, hasta que los hombres sólo querían un polvo normal, y acabé en el barrio chino. Venga, cariño, sírveme otro whiskito. Sabes que te lo pago mañana. Ponme sólo medio vaso…

El camarero se lo negó, divertido, y ella, maldiciéndolo, se levantó del taburete, exhibiendo bien los pechos.

—¡Maricón! —me gritó, riendo, y su risa sonó con fuerza y se fue haciendo más débil a medida que doblaba las esquinas del laberinto de calles.

Me senté en el taburete que había dejado libre, junto al soldado que estaba de pie. El raído cuero negro estaba caliente y ligeramente húmedo de su sudor. El soldado me sonrió.

—¿Quieres otra cerveza? —pregunté en español.

—Ah —dijo en perfecto inglés—, así que eres inglés.

—¿Es tan evidente?

—Me temo que sí.

—¿Y aceptas cerveza de los ingleses?

—Bueno, depende. Esta es la primera que recibo. En este caso, sí, agradecido.

Aliviado, pedí otra cerveza. El soldado se llamaba Joaquim y resultó que era medio inglés, ya que la madre de su padre había nacido en Warwickshire. Pero había crecido en Gerona y nunca había visitado Inglaterra. Era capitán de las fuerzas republicanas.

—¿Y qué estás haciendo en este horrible lugar? —preguntó—. No eres de la brigada, así que tienes que ser periodista.

—Más o menos.

—¿Y paras cerca?

—Calle abajo, en una pensión.

—¿Y qué te trae por aquí esta noche?

Lo miré. Sonrió.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí.

—Bueno, para ser completamente franco, buscaba sexo.

—Qué oportuno —dijo—. Yo también.

Reí. Rio.

—Qué pena que la puta se haya ido —dije.

—Una lástima —dijo.

—A menos, claro…

—¿Sí?

—Bueno… podíamos ir a mi habitación.

—Buena idea. —Se bebió su cerveza de un trago—. ¿Estás listo?

Dije que sí y juntos salimos a la calle. La casa en la que estaba mi pensión tenía una enorme y antigua puerta de madera en la que habían aserrado otra puerta más pequeña, de tamaño humano. Pasamos a través de ella. No había luz en la escalera y tuvimos que subir a tientas.

En el cuarto piso, Joaquim me detuvo de pronto, me abrazó la cintura, me acercó su cara y me besó.

Durante unos instantes nos tocamos en la oscuridad, mi cuerpo empujó el suyo contra la fría pared de piedra. Su boca sabía a miel y al turrón que los españoles comen en Navidad.

Nada más entrar en la habitación, empecé a desnudarme. Joaquim me imitó. Nos miramos fijamente mientras chaquetas, corbatas, zapatos, cinturones, camisas, camisetas, pantalones, calcetines y, por último, calzoncillos cayeron formando un montón en el suelo. Nos quedamos desnudos. Tenía una línea de pelo que empezaba entre los pezones y corría hasta el ombligo, una erección que parecía molesta, casi dolorosa de mantener, que se balanceaba arriba y abajo.

Me arrodillé y se la chupé. Gimió, me cogió la cabeza. Me levanté de nuevo, me eché en la cama y levanté las piernas. No tuve que decirle lo que quería; lo sabía. Cogiéndome las piernas con las manos, apretó su polla contra mí, ansioso por entrar, pero estaba demasiado seco, así que le dije que me pasara la loción que estaba en mi maleta. Como si fuera él, me unté los dedos y me los metí hasta que el canal estuvo lo suficientemente húmedo como para que entrara y saliera sin dificultad. A continuación, cogí su polla, la embadurné y la guie dentro de mí. El dolor, al principio, fue enorme; cerré los ojos, conté hasta diez, intenté borrarlo y descubrí que podía hacerlo masturbándome ferozmente.

—¿Estás dentro del todo? —pregunté.

—Sí —respondió.

—Bien —dije.

Lentamente, empezó a moverse, pero era demasiado. Grité. Se quedó inclinado sobre mí, duro como la piedra, como una estatua helada. Luego, empezó a moverse otra vez. Se deslizó… se deslizó hacia fuera, entró de nuevo y golpeó algo, alguna región ígnea. De pronto, sentí. Un placer llameante que parecía surgir en oleadas, que al principio parecía existir junto con el dolor que experimentaba, luego milagrosamente pareció parte de él y, al final, se lo tragó. Mis ojos se ensancharon, mi boca se abrió en un gritó incontrolable. Comprendí, de pronto, lo que había enloquecido tanto a Edward las veces que se lo había hecho; era eso, ese cuadrante de placer escondido bien adentro. Y Joaquim se movía cada vez más fuerte y con cada movimiento el placer renacía, sacudiéndome las piernas, haciendo que la cabeza me diera vueltas y que mi polla se tensara hasta que pareció que iba a correrme, sólo con sus movimientos, sin tener siquiera que tocarme ni que él me tocara, pero no quería correrme, quería que eso durara, quería decir cosas, cosas sucias, pronunciar palabras que nunca había pronunciado y lo dije, dije: «Fóllame», dije: «Córrete dentro», y con un fuerte grito Joaquim hizo un último movimiento y el cálido fluir de su semen chorreó por mis piernas como lágrimas.

Se apartó, se tumbó boca arriba, respiró hondo como alguien salvado de morir ahogado. Sentí formarse en mi espalda una fina película de sudor.

Tuve ganas de cagar. Salí de la cama, me puse los calzoncillos y corrí hasta el pequeño retrete al final del pasillo, llegué justo a tiempo. El gas surgió de mí en explosivos gruñidos. Me puse la cabeza entre las manos y, dejándome caer, contemplé el tablero del suelo de linóleo disolverse, volver a formarse, disolverse. La cabeza me daba tantas vueltas que pensé, por un momento, que podía sentir la rotación de la tierra.

Cuando regresé, Joaquim estaba echado en la cama, fumando. Me tumbé junto a él. Bajo nuestro peso, la cama casi tocó el suelo.

—¿Un cigarrillo? —me ofreció.

—No, gracias —dije.

Y cerré los ojos. Me sentí terrible, terriblemente soñoliento.

Con un chirrido de bisagras, mi vecina loca abrió otra vez su ventana y lanzó otra andanada.

—¿Qué dice? —pregunté a Joaquim—. No puedo entenderlo.

—Es difícil de comprender; tiene un acento muy extraño. —Frunció el cejo concentrado—. Habla sobre todo de un niño pequeño. «¡Hay que bañar el niño y no tengo tiempo! ¡Los platos están por lavar, tantos platos! ¡La madre quiere descansar, pero el niño sigue llorando!». Repite los mismos nombres: Manolo, Begoña. Sus hijos, supongo. Es probable que lleven años muertos. —Sacudió la cabeza—. La gente cree que la locura es romántica, pero no lo es. La locura es aburrida, es como limpiar y limpiar una habitación que nunca queda limpia.

Aguzó el oído.

—¿Qué? —pregunté.

—Nada. Ahora está gritando muy fuerte y dice: «¿Por qué dice la gente que grito en medio de la noche? ¡Nunca grito en medio de la noche!». ¡Vaya voz!

Los dos reímos.

—Oye —dijo Joaquim—, no me has explicado qué estás haciendo en Altaguera.

—¿Qué estoy haciendo aquí? —Sonreí—. Intento salvar a alguien a quien quiero. O a quien debería haber querido. Alguien que me quería.

—Salvarlo, ¿de qué?

—De que lo maten.

Le conté a Joaquim la historia. Escuchó pensativamente, sin interrumpirme, hasta que acabé.

—La moraleja —concluí— es mi propia indignidad, en comparación con la firme lealtad de Edward. Bueno, mírame. No tengo vergüenza. No hago más que encontrarlo y ¿qué hago? Traicionarlo de nuevo.

—Amigo, eres demasiado duro contigo mismo —dijo Joaquim—. Sí, has cometido un error. Pero piensa en todo lo que has hecho. Has venido hasta aquí por él. Yo diría que eso es extraordinario. Muy valiente, en realidad. —Apagó el cigarrillo—. En cuanto a hacer el amor, ¿qué elección tenemos en estos tiempos? Si me dejas que te lo diga, lo hiciste con mucha gravedad, como si buscaras un exorcismo. Y eso, creo, es algo que él entendería.

Joaquim se marchó poco después. Nunca volví a verlo. No puedo decir si murió en el campo de batalla o sobrevivió y se casó, si ahora es un poeta famoso o un trabajador o un juez. Así pues, ¿por qué sobrevive con tanta fuerza en mi recuerdo ese joven a quien sólo vi durante una noche?

¡Qué vacilantemente se refriegan las almas humanas unas con otras! Como los anuncios que a veces se ven en la columna de contactos del periódico: «4/12: Hablamos delante de la biblioteca. Llevabas un pañuelo, yo llevaba un periódico. Me gustaría volver a verte, amarte, casarme contigo».

Bueno, Joaquim, si algún día, por algún milagro, lees estas páginas, considera esto como mi carta a la sección de contactos. Quiero que sepas que recuerdo esa noche en Altaguera. Han pasado ya dieciocho años. Soy un hombre maduro, incluido en las listas negras, arruinado. Edward está en el fondo —y yo al otro lado— del mar.

A pesar de todo, si lees esto, llámame.