13

Barcelona. Montaña y agua.

Alquilé una habitación en la parte vieja de la ciudad, junto a las Ramblas. Contenía una cama pandeada con una andrajosa colcha blanca, una mesa con una pata coja, un lavabo sólo con agua fría, una silla, un armario lleno de arañazos y un calendario con una reproducción de Las meninas de Velázquez. Las baldosas del suelo eran antiguas, del mismo tono de gris que el pelo gris. Mis ventanas daban a una calle tan estrecha que apenas entraba luz por ellas. Sólo asomando la cabeza y mirando hacia arriba podía ver un pedazo de cielo y hacer una suposición sobre el tiempo que haría.

La geografía de Barcelona es en sí una metáfora; la gente más pobre vive en el casco antiguo, junto al puerto. Y, a medida que las largas avenidas se hacen más empinadas en dirección al monte Tibidabo, los apartamentos tienen más pasillos y cuartos de baño, las tiendas se llenan de ropa elegante, las caras de la gente adquieren ese rubicundo aspecto que tienen las caras cuando siempre se ha estado bien alimentado, a salvo del frío y la suciedad. Algunas calles son tan empinadas que hay escaleras en las aceras.

El centro, en cambio, es un delirio. En las Ramblas, putas viejas, con las mejillas y los labios toscamente pintados como los de los payasos, ofrecían sexo por unas pocas pesetas. Un travesti con grandes pestañas postizas guiñaba el ojo a los transeúntes y mostraba un pecho duro y esférico como un coco. Otra puta, con un ceñido vestido rojo, revoloteaba por un café, cantando y metiendo de vez en cuando sus pechos (de verdad) en las caras de desgarbados extranjeros.

En las Ramblas, pasé ante kioscos en los que se podían comprar orquídeas, plantas, gallinas y loros, perros, gatos y ratones. Había un kiosco en el que un mono con una pajarita sacaba de un jarro sobres de la fortuna. Había también un tragasables, un viejo bailador de flamenco y un contorsionista que era capaz de hacerse un nudo.

Aunque era invierno, el sol brillaba con fuerza. Nunca se habría atrevido a lucir de esa forma en Londres, lo cual explicaba bastante mi propia piel, ridículamente pálida en esa tierra de oscuro vigor. El humo pesaba en las calles; en todas partes olía a patatas, aceite frito y excrementos de caballo.

Vi a una mujer tejiendo un jersey rosa mientras caminaba por la calle.

Los primeros dos días, almorcé en restaurantes vacíos, preguntándome si el hecho de que estuvieran vacíos significaba que eran de segunda clase, hasta que me di cuenta de que allí nadie comía antes de las dos. A lo cual seguía la siesta, dos horas en las que la ciudad se convertía en una ciudad fantasma, con todas las tiendas cerradas. Al atardecer, todo volvía a la vida y no paraba. Las Ramblas estaban llenas toda la noche; a las tres de la mañana se podía comprar un loro que dijera «Te quiero» en cuatro idiomas; en todas partes había soldados, brigadistas, el color rojo. Los españoles llaman la madrugada a las misteriosas horas entre la medianoche y el amanecer; a levantarse al amanecer se le llama madrugar, y la mayoría de las personas que conocí trasnochaba todos los días. Pero las horas de trabajo no eran diferentes de los demás lugares. ¿Cuándo dormían? ¿Hibernaban en invierno, como los osos?

Cada dos horas las noticias del frente atravesaban la ciudad. Las mujeres sacaban las radios a las ventanas y subían el volumen al máximo; los viejos arrastraban pizarras hasta las calles y en ellas garabateaban los despachos apresuradamente recibidos. Por lo general, tenían que ver con batallas en Aragón. Los hechos reales —quién había vencido, cuántos habían muerto— sólo llegaban tras varios días de rumores inconsistentes y contradictorios. Luego venían las procesiones fúnebres, apretados grupos de dolientes llevando fotografías color sepia de jóvenes soldados rodeadas de flores. Y las madres gemían su dolor, dolor a escala mediterránea, que no mostraba nada de la contención por la que son famosos los ingleses. Se tiraban de las blusas hasta que los botones saltaban, se arañaban el pecho; de poder, se habrían desgarrado los corazones.

Corrió la voz de que se habían producido muchas bajas de brigadistas en Guadalajara. Pero cuando visité la sede local del Partido Comunista y pedí información de las bajas, el lacayo de aspecto deprimido que me atendió se limitó a sacudir la cabeza y decir que lo sentía pero que no tenía información.

Mientras tanto, los sindicatos del hotel habían convertido el gran comedor del Ritz en una cantina; la dirigente anarquista Federica Montseny, que quería prohibir el matrimonio, había sido nombrada ministra de Sanidad; y toda la ciudad estaba llena de carteles de un joven de pecho desnudo de quien me podría haber enamorado fácilmente. «¡Los trabajadores españoles luchan por la libertad y la cultura de todos los países!», afirmaba. «¡Solidaridad con ellos!». Barcelona, al parecer, era el centro de la revolución, mientras en Málaga gobernaban los fascistas y en las tiendas vendían postales en que Hitler, Franco y Mussolini compartían por igual la foto, como un trío de comparsas enloquecidos. «¡Viva España! ¡Viva Italia! ¡Heil Hitler!», decían las leyendas. ¿Y cuánto tardarían, me pregunté, los compadres mediterráneos del Führer en emularlo aún más, prescindiendo del nacionalismo, exigiendo pleitesía no a la madre patria, sino a su sacrosanto generalísimo, a su hijo pródigo?

Pasaron dos días y seguí sin recibir noticia alguna de Northrop.

Al final, me decidí a ir a Altaguera.

Estaba haciendo las maletas cuando la vieja que regentaba la pensión llamó a la puerta. Northrop había enviado un mensaje diciendo que estaría en Barcelona esa noche. ¿Podía reunirme con él a las diez en el bar Bristol, en la plaza de Madrid?

Llegué media hora antes. El bar Bristol resultó ser una simple bodega, como un cobertizo, con grandes mesas comunales y, en vez de sillas, combados bancos pensados en un principio para diez personas pero en los que, esa noche, se apretaban hasta veinte. (Una vez, uno de los bancos cedió ante el peso, tirando al suelo de piedra a sus ocupantes). Los dueños, una joven pareja de belleza curtida, parecían hablar las mismas cuatro lenguas que los loros de las Ramblas, sólo que con un poco más de fluidez.

Me quedé cerca de la entrada. El bar estaba tan lleno que la gente desbordaba literalmente las puertas y ocupaba la calle. Quizá sonaba música, pero no se podía oír; estaba completamente ahogada por la enorme algarabía humana que parecía la de una colmena de abejas, hombres y mujeres gritando sobre política, o pidiendo mesas. Mientras el marido balanceaba bandejas llenas de vino, cerveza, tapas, empanadas y bocadillos, la mujer cortaba jamón, sacaba una botella de una nevera de hielo y hacía una cuenta al mismo tiempo. No tenían empleados; los dos se las arreglaban solos con la desordenada multitud. Parecían ser la clase de personas capaz de hacer una docena de cosas al mismo tiempo, perfectamente, sin perder ni un momento su compostura ultraterrenal.

En una docena de idiomas diferentes, los clientes del bar discutían —comunistas con anarquistas, catalanes con castellanos—, lo cual explicaba en gran medida la dividida situación de la izquierda. A los españoles les encanta la discusión y la practican como un deporte, algo que presencié con frecuencia durante mi estancia en el país; los dueños de restaurantes peleándose con los clientes por el honor de una ensalada insultada. Incluso quienes estaban en el mismo lado de la barrera podían llegar sobre algunas cuestiones a tal frenesí como para acabar a golpes.

Al otro lado del local algunos soldados empezaron a cantar una canción de borrachos. A cada verso alzaban los vasos, hasta que, en el decimosegundo, uno de ellos lo levantó tan alto que la cerveza llegó hasta una bombilla que colgaba del techo y la fundió.

Coño —dijo la mujer, y luego fue hasta la cocina; salió con una escalera y una bombilla nueva, que sostenía en la boca, como una rosa.

Se subió a la escalera y empezó a cambiar la bombilla vieja. Los soldados, sin dejar de cantar, la rodearon y levantaron la escalera; ella, sacándose la bombilla de la boca, les dijo que la dejaran, pero no le hicieron caso, sino que empezaron a darle vueltas, como si fuera una silla que lleva una novia a la boda. Entonces ella sonrió y echó la cabeza hacia atrás de modo que, con el balanceo de la escalera, el pelo se fue moviendo como un abanico y la multitud aplaudió, y ella se dejó perder en el placer del movimiento.

Oí que se acercaba una voz, fuerte y claramente inglesa:

Excuse me, excuse me.

Era John Northrop, con bastante buen aspecto, vestido con su uniforme de brigadista.

—Botsford —dijo—. Me alegro de verte.

Me tendió una de sus enormes manos para estrechar la mía; la otra, observé, estaba envuelta en vendas.

—Siento el retraso —dijo—. Tuvimos un poco de trabajo en Guadalajara. Nadie salió indemne, ni siquiera un servidor, aunque me alegra poder decir que al final nuestro bando consiguió imponerse.

—¿Hubo grandes pérdidas?

—Depende de lo que entiendas por grandes. ¿Nos sentamos? ¡Manu!

El marido dejó la bandeja y acudió a saludar a Northrop. Durante unos instantes mantuvieron una efusiva conversación en español, tras la cual nos condujeron inmediatamente hasta dos plazas libres en una mesa, para pesar de la gente que estaba esperando. Northrop, al parecer, se había convertido en una figura importante.

Llegaron dos cervezas, pálidas y color orina, nada parecido a la cerveza inglesa.

—Bebe, bebe —dijo Northrop—. Ya sé que parece meado, pero es la mejor que encontrarás por aquí. —Bebí—. Salud, me olvidaba de decir. Bueno, me alegró mucho recibir tu telegrama, aunque no puedo decir que me sorprendiera. Sabía que te dejarías caer tarde o temprano. Y lo de ese convoy: el asunto es jodidamente misterioso. Contamos con tus dotes investigadoras para llegar al meollo del caso.

Procedió a explicarme que no se había visto ni oído nada de los soldados rusos desde la desaparición del convoy. Corrían rumores de que estaban en manos de los fascistas, aunque Franco negaba cualquier implicación.

—Northrop, tengo que preguntarte sobre Edward —dije cuando hubo acabado.

—¿Edward?

—Edward Phelan. El tipo que compartía mi piso.

—Ah, Phelan, sí.

Sacudió la cabeza.

—Bueno… ¿está bien?

—Me gustaría saberlo.

—Pero yo suponía que… —El corazón se me disparó—. Northrop, ¿le ha ocurrido algo?

—¡Tranquilo, hombre! Es sólo que ha desertado.

—¡Desertado!

—Sí. Hace ya casi una semana.

Así que Edward no estaba muerto. Cerré los ojos en una plegaria silenciosa de agradecimiento.

—Pero lo encontraremos —prosiguió Northrop—. Fíjate en lo que te digo, lo encontraremos. Una cosa así no puede quedar impune. Si los hombres desertaran y se salieran con la suya… bueno, ¿qué pasaría entonces con la República? ¿Qué pasaría con la causa?

—Pero ¿cómo? ¿Por qué se fue?

Northrop se encogió de hombros.

—Supongo que no le gustaba la lucha. No le gusta a nadie. En todo caso, vino y me pidió que lo relevaran. Me negué. A la mañana siguiente —chasqueó los dedos—, había desaparecido.

Miré mi cerveza.

—¿Y nadie tiene idea de dónde está?

—Oh, tenemos pistas. Nada de lo que pueda hablar, claro. En cualquier caso, no tiene pasaporte, así que no podrá salir del país. Puede que tardemos unos cuantos días, pero lo encontraremos.

—Bueno, en serio, ¿cuál es el problema? ¿Por qué no dejarlo ir?

Los ojos de Northrop se abrieron.

—¡Esto es un ejército, amigo! ¡No un club de rugby! Estas cosas no se pueden pasar por alto. Phelan es un soldado y como tal está sometido a la ley militar.

—De modo que lo cazaréis como si fuera un animal, ¿es eso lo que estás diciendo?

—No confundas lo que está ocurriendo aquí con una de tus novelas. No lo cazaremos como un animal. Simplemente la policía lo buscará y cuando lo encuentre lo devolverá.

—¿Y luego?

—Habrá un juicio. Un juicio justo. Sus camaradas lo juzgarán.

—¿Y qué podrían decidir?

—Bueno, podrían enviarlo a casa, aunque eso es poco probable. O podrían enviarlo durante unos meses a un campo de prisioneros, tras lo cual volvería probablemente al batallón. El pelotón de fusilamiento es otra posibilidad, aunque dudo de que…

—¡El pelotón de fusilamiento! ¡Si el muchacho es un voluntario! ¿Qué clase de bárbaros sois, fusilar a un muchacho que se ha ofrecido voluntario?

—Si me dejas terminar, te estaba diciendo que esa era una posibilidad. Una posibilidad de lo más remota.

Se pasó la mano por la cabeza.

—Espero por su bien que consiga llegar a Francia.

Northrop me miró con los ojos entrecerrados.

—Oye, ¿qué te pasa con ese muchacho? Phelan sabía lo que hacía cuando se alistó; se lo dejé bien claro. Él aprovechó la oportunidad. Y un soldado no puede abandonar una guerra sólo porque ha cambiado de opinión. Si permitiéramos esas cosas, ¿dónde estaríamos? Justo donde quiere Franco. Justo donde quiere Hitler.

—¡Pero si sólo tiene veinte años!

—Todos tienen veinte años.

—¡Pues eso es lo que digo! Aquí no hay quintas, Northrop. Esos chicos han venido porque han querido, por idealismo. Seguro que se lo puedes poner más fácil que los Royal Marines.

Dejó la cerveza de un golpe y se inclinó hacia mí.

—Me parece que no entiendes lo que está pasando aquí, Botsford. Esto es una lucha de clases. Una guerra de clases. Las vidas individuales no cuentan. Daría felizmente mi vida por la causa. Todos daríamos nuestras vidas, de la misma manera que muchos millones de camaradas han dado sus vidas para que los ricos…

—¡Tú eres los ricos!

—Botsford…

—No me sueltes esa mierda de propaganda del Partido. ¡Te conozco! ¡Por Dios, te criaste en la jodida Eaton Square! ¡Fuiste a Oxford! ¡Tu padre es un conde, por el amor de Dios!

—¿Has acabado?

—Sí.

—Bien. Y ahora que has tenido la oportunidad de desahogar tus frustraciones, ¿puedo hablarte también con franqueza?

—Claro.

—Eres un maricón. —Me miró a los ojos y prosiguió—: Y durante los últimos meses te has estado tirando a ese muchacho, hasta que al final decidió que ya tenía bastante y se largó.

—Eso es ridículo…

—Puede que pensaras que no sabía lo que estaba pasando. Puede que pienses que soy un estúpido. Pues bien, no lo soy. Oh, sé perfectamente que nunca hemos hablado de lo que ocurrió en la escuela, pero eso no significa que no lo recuerde. En aquella época, era normal. Ahora es otra historia. Mucha gente no lo toleraría, pero mi opinión es que lo que un tipo haga en su dormitorio es asunto suyo, de modo que mantendré la boca cerrada. Ahora estamos en guerra. Estoy a cargo de un batallón, y en lo que concierna a la moral de mis hombres, tengo que ser realista.

Miré hacia otro lado.

—No lo entiendes, Edward y yo…

—Oh, creo que lo entiendo perfectamente. Lo has utilizado. Lo has explotado sexualmente del mismo modo que la burguesía ha estado explotando sexualmente a la clase obrera durante generaciones. Y Phelan lo aguantó, porque no conocía nada mejor. Eso es lo triste. Han sido entrenados para pensar que también es bueno para ellos. Seguramente, Phelan pensó que podía obtener una libra o dos con las que pagar unas cervezas a los amigos en el bar o comprar a su madre un vestido nuevo. Sólo que pronto se hartó. En el instante en que me llamó adiviné lo que quería y, para ser francos, mi primera reacción fue, bueno, es lo mejor para él. La posibilidad de salir de Inglaterra y demostrar que es un hombre en el campo de batalla, junto a otros tipos, tipos normales. Mira, si quieres que te dé un consejo, manténte al margen. No te preocupes más por Phelan; sólo le acarrearás problemas y, créeme, ya tiene bastantes.

Me sonrió: una sonrisa vivaz, de vieja escuela. Quise romperle los dientes. Gilipollas, quise decirle. Maldito gilipollas engreído. ¡No ha sido así!

—Yo que tú —prosiguió Northrop—, dejaría de preocuparme por Phelan y empezaría a pensar en mí mismo. Tienes razón: me conoces. Tu mundo es mi mundo. Durante años la gente ha estado diciendo que somos nosotros los que contamos, nosotros por encima de todos los demás, los privilegiados hijos de las privilegiadas clases inglesas. Todo gira a nuestro alrededor. Los criados no tienen existencia más allá de servirnos. El mundo fue creado para que pudiéramos explotarlo. Y por supuesto hemos acabado por creerlo. ¿Y por qué no, si todo era tan cómodo? Quizá te consideres ahora un comunista, pero es evidente que sigues siendo esclavo del sistema de recompensas capitalista. No te culpo. A mí me costó años superar mi educación, pero lo conseguí. Tú también puedes hacerlo. Te ayudaré.

Su voz se hizo melosa, casi seductora.

—En primer lugar, tienes que reconocer que tu homosexualidad es sólo una corrupta aberración burguesa…

—¡Venga, vete a la mierda!

Y me levanté derramando un vaso de cerveza. La corriente de líquido amarillo se dirigió hacia el borde de la mesa. Northrop se quitó de su camino justo a tiempo.

Me miró como si me hubiera vuelto loco, pero le sostuve la mirada y le obligué a bajar los ojos.

—Sólo te diré una cosa, Northrop: si le llega a ocurrir algo a Edward, cualquier cosa, te haré a ti personalmente responsable de ello.

—Voy a olvidar esta conversación —gritó Northrop—. Voy a olvidar que esta conversación ha tenido lugar…

Pero yo ya me había dado la vuelta, me abría camino a través del gentío y me apresuraba por llegar a la puerta, por salir a la luz de la calle, a la luz de la luna, a las calles húmedas y desiertas.