25 de febrero de 1937
Altaguera
Querido Brian:
Perdona por favor esta interrupción en tu sin duda atareada vida. No te habría molestado de haber sabido a quién dirigirme en este momento en el que me encuentro en una situación bastante difícil aquí en España. Para ir al grano, las cosas no han ido como me hizo creer John Northrop. El entrenamiento en la brigada fue riguroso, incluso brutal. A pesar de todo, no fue nada comparado con lo que vino después. En resumen, he visto la batalla. Una granada explotó a seis metros de mí y casi me arranca el brazo. Escapé con sólo una pequeña herida y el médico local me dice que tengo suerte de estar vivo. Además tuve que ver a otros brigadistas —mis amigos— morir junto a mí por docenas. También creo que puedo haber matado o herido a un hombre del lado fascista, un pensamiento que me repugna.
Vivimos en condiciones horribles, con escasez de mantas y ropa; nunca había pasado tanto frío en mi vida. Además, hay poca comida y lo que nos dan es casi incomestible. Las enfermedades abundan en el cuartel. No tenemos ni de lejos suficientes municiones. La propia República está bastante dividida entre comunistas y anarquistas, y apoya acciones que no puedo perdonar, en concreto, el asesinato de curas y otras barbaridades. Northrop y otros dirigentes brigadistas las excusan. Como los fascistas son aristócratas, dicen, deben regirse por un criterio más rígido. Yo soy un campesino, al menos desde su punto de vista. ¿Soy por eso menos humano?
En consecuencia, contacté con Northrop esperando que pudiera ayudarme a irme. Me negó esa posibilidad, insistiendo en que debo quedarme y estarle agradecido. Pero ¿por qué tengo que dar mi vida por la victoria de la República? En cualquier caso, ahora no puedo volver a casa, porque la brigada me ha confiscado el pasaporte y me ha entregado en su lugar un inútil pasaporte de brigadista.
Me doy cuenta de que salí de Inglaterra de forma muy repentina y que al hacerlo sin duda te causé pesar. Baste decir que tuve la desgracia de encontrar tu diario y cometí el imperdonable pecado de leerlo. Seguramente la señorita Archibald y tú estáis comprometidos y soy la última de tus preocupaciones. No obstante, estoy frente a un difícil dilema y no conozco a nadie más capaz de ayudarme a encontrar la salida.
Quiero añadir que conocer los pueblos de la cultura española ha sido una experiencia muy edificante, me ha puesto en contacto con cosas que de otro modo jamás habría conocido en Upney.
Por eso, agradeceré toda compasión que puedas sentir por tu viejo amigo en esta hora. Otra vez, me disculpo por la molestia que pueda estar causándote.
Con afectuosa consideración, te saluda atentamente,
Edward Joseph Phelan
Dejé la carta. Las nueve de la mañana, la vieja casa tranquila salvo por el sonido de una criada puliendo plata. Fuera, botes en el agua, el sol filtrándose a través de las nubes y esparciéndose por todo el río, y en mi pecho un temblor salvaje, mitad terror y mitad alegría. La carta, enviada a Earl’s Court y luego reenviada, había tardado varias semanas en llegarme. Sin embargo, no pensé: ¿Estará todavía vivo Edward? Pensé: Hace dos semanas estaba vivo, asustado pero vivo. Escribió esta carta. Hace dos semanas todavía vivía.
Resulta extraño, dada mi anterior ambivalencia, que no dudara ni un solo momento sobre qué tenía que hacer.
Llamé a Emma Leland. Llamé al tipo de Dartmoor Walk. Llamé a todo el que podía ser capaz de conseguirme una dirección de John Northrop, hasta que al final me puse en contacto con un organizador de brigadas de Putney, un individuo llamado Chambers, que tenía una dirección donde pensaba que se podía encontrar a Northrop. El telegrama —enviado esa tarde— le informaba de mi deseo de viajar a España cuanto antes. Si seguía queriendo que escribiera un panfleto, estaba a su disposición…
Chambers llamó esa tarde. Northrop había telegrafiado desde Altaguera, la base de la brigada, para decirle que me agradeciera el telegrama y me preguntara si estaría dispuesto a ir a España inmediatamente: al parecer, se me había encontrado una ocupación como escritor de lo que en el fondo era propaganda. En cuanto a mi petición de afiliarme al Partido, se había emitido el correspondiente carné; sólo tenía que firmar los formularios correspondientes.
Asentí de inmediato sin tener idea de que años más tarde, en un país diferente, esa carta —descubierta— habría de acabar con mi carrera.
Terminaron los preparativos de viaje. Northrop, dijo Chambers, se reuniría conmigo en Barcelona tras mi llegada; a continuación, tras recibir unas breves instrucciones, me enviarían a …… para seguir el viaje por mi cuenta. ¿No podía ir directamente a Altaguera?, pregunté. ¿Para qué?, dijo Chambers. Altaguera estaba en dirección contraria. Oh, claro, dije, no queriendo revelar mis verdaderas razones: en cuanto llegara a España, decidí, lograría llegar hasta Altaguera y Edward.
Era el invierno de 1937, y yo tenía veintitrés años.