11

Esa noche me quedé en casa. No salí en busca de Edward; en vez de eso esperé oír sus pasos. Podía muy bien haber ido hasta Upney, contando todos los pasos que di en el estrecho piso, pero no crucé la puerta. ¿Por qué, me pregunto ahora, cuando esa fue mi única oportunidad de salvarlo? Todo lo que puedo ofrecer a modo de explicación es un recuerdo de profunda y casi paralizante ambivalencia. Sí, Philippa me había obligado a enfrentarme a la extravagancia de mis fantasías; sí, reconocía ya que era a Edward a quien amaba. Y sin embargo, tenía miedo de lo que me costaría, de lo que diría la gente, lo que diría de esa improbable unión entre escritor y revisor, Richmond y Upney; y lo peor, lo más aterrador, entre dos hombres. Así que no hice nada. Durante las ocho cruciales horas en que hubiera podido —en que pude— hacer algo, no hice nada.

Un fuerte golpe me sacó del sueño. Me incorporé, el corazón a toda velocidad, aunque no podría decir si de esperanza o de miedo.

—¡Edward!

Pero resultó que sólo era el ruido de las cañerías.

Miré el reloj: las cinco y media. Me levanté, bebí un poco de té en la taza que Edward había comprado, me lavé la cara con el jabón, me puse los calcetines nuevos. «Simplemente conecta», decía el Howards End, de modo que a las ocho me dirigí hasta la estación de Earl’s Court.

No lo vi en ningún sitio.

En la taquilla, el jefe de estación, un viejo de largas patillas, me miró a través de los barrotes de acero.

—Phelan se ha marchado. Sin avisar, no ha hecho ni eso, sólo una carta diciendo que le enviemos la paga a su madre y que lo sentía por las molestias. Me dejó con un hombre menos en una hora punta. Nunca volverá a trabajar para el transporte de Londres, se lo aseguro.

—Ida y vuelta para Upney —dije.

El viejo expidió el billete necesario y me subí al tren atiborrado de humanidad, sombreros, narices, barbas incipientes, perfume y tweed. Fue un viaje muy lento —o quizá sólo lo pareció—, el tren descargando y aceptando más masas en cada parada. Al final pasamos la última estación de la City; nos encaminamos hacia Londres Este, Plaistow, Barking, Becontree y Dagenham, y de pronto fueron los andenes de enfrente los que estaban llenos de bullicio, la ocupación de mi tren se había reducido sólo a un puñado de personas. Eramos hombres y mujeres que, como el tren en el que viajábamos, íbamos en sentido contrario, trabajábamos de noche, o teníamos familiares postrados en cama a quienes cuidar, o volvíamos a casa tras despertarnos en pisos de desconocidos —los trenes que iban hacia el oeste, en su normalidad, parecían ir hacia atrás, según nuestro punto de vista, aunque por supuesto eran ellos y no nosotros quienes iban hacia adelante, hacia el día urbano—. Cerré los ojos. Me imaginé que me unía a ellos, camino de casa desde esta pesadilla, camino de Richmond, la infancia, la luz jugando sobre el río. Mi madre, viva, con Nanny y Caroline: tres mujeres bebiendo café en el jardín… Luego volví a abrir los ojos. Entrábamos en la estación de Upney.

Salí. Sin Edward no tenía ni idea de cómo dar con el camino hasta su casa, pero la suerte quiso que el revisor que estaba en el andén conociera a la familia Phelan y me ayudara.

Llamé al timbre de la casa de Lil. Nadie respondió. Llamé de nuevo.

Unas pisadas ansiosas sonaron sobre el linóleo.

—¿Quién es?

—Sarah, ¿eres tú? Soy Brian Botsford, el amigo de Edward.

No hubo respuesta.

—Por favor, déjame entrar.

La puerta se entreabrió.

—¡No está aquí!

—¿Sabes adónde ha ido? ¿Está tu madre o Lucy?

—¡No está aquí! —casi gritó Sarah.

Intentó cerrar la puerta. Se lo impedí.

—Sarah, por favor…

—¡Déjalo entrar! —oí decir a Lil.

Lentamente, la puerta se entreabrió otra vez. Sarah retrocedió para dejarme sitio en el estrecho vestíbulo. Lil estaba en la puerta de la cocina, con bata, las manos en las caderas, el pelo revuelto.

—¿Qué quieres de nosotras?

—Estoy buscando a Edward. ¿Está aquí?

—¿Aquí?

—Sí. O si no está, ¿sabes dónde está?

—¡Como si no lo supieras!

—No lo sé. Me miró asombrada.

—No sé dónde está —dije de nuevo—. Abandonó el piso este fin de semana mientras yo estaba fuera. Suponía que había venido contigo.

—¡Le obligaste a hacerlo! —gritó Lil.

—¿Qué quieres decir? ¿Le obligué a hacer qué? ¿Qué estás diciendo? ¿Me estás diciendo que se ha suicidado?

—Suicidado… ¡qué risa! ¡Lo podría haber hecho!

—Entonces, ¿dónde está?

—¿Ahora mismo? Supongo que ahora mismo está en medio del canal.

—No entiendo —dije, a pesar de que sí lo entendía.

—Se ha ido a España —dijo Sarah en voz baja—. Se ha ido a defender la democracia en España.

Lil se dio la vuelta y atravesó las puertas batientes de la cocina.

Dejé de ser joven.

De algún modo conseguí encontrar el camino de vuelta hasta la estación de metro y hasta el piso, donde caí en un sueño letárgico.

Cuando me desperté, era la hora del té. Una obstinada enredadera de fría luz de atardecer trepaba por las cortinas cerradas; el olor a panceta subía por las escaleras, junto con el amortiguado murmullo de una radio sintonizada en la BBC, el tintineo de las tazas, las viejas pasando revista a los hechos del día, quién dijo qué en la tienda de comestibles, qué llevaba Mary en la boda de su hermana y la escarcha.

Me levanté y, como un niño sobre piernas inestables, me tambaleé al ir hasta el lavabo. ¿Dónde estaría Edward en ese momento? ¿Cerca de la frontera? La nueva lengua lo intimidaría. Imaginé soldados nerviosos bajando de los camiones para cenar en un restaurante barato; la débil luz, la anciana desdentada en la cocina. Le colocan delante comida extraña, le gustaría pedir otra cosa, pero no sabe cómo; así que valientemente deja limpio el plato, aunque las salsas le hacen añorar a su madre, la carne de buey, las galletas y el té, y, en realidad, piensa, esforzándose por tragar, no está tan malo. Curioso.

Así es como lo educaron: para que dejara limpio el plato.

¿O estaría pensando en mí?

Por supuesto, lo anotaría todo debidamente en su pequeño cuaderno, cada comida tomada desde que dejó el suelo inglés.

Su gran aventura, recordada en listas.

Pasó una semana, luego dos. No vi a nadie, excepto al chico al que daba clases. Philippa se había ido, Edward se había ido. Incluso Nigel dejó de escribirme, perdido sin duda en sus esfuerzos por rescatar a su propio muchacho querido.

Rechacé todas las invitaciones que recibí, hasta que las invitaciones dejaron de llegar. En vez de eso, la mayoría de las noches salía a ligar. Se convirtió en una adicción feroz, esa búsqueda de sexo, de la suave y acariciadora mano que era la única en aportar un alivio temporal. O me dejaba caer por Richmond, sorprendiendo a mi hermana: «No tenemos muy a menudo el honor de recibir visitas de personas como tú», decía, intentando disfrazar su placer de verme. Por supuesto, sentía que algo iba mal, pero no sabía cómo sacar el tema.

—¿Puedo quedarme esta noche? —le pregunté un atardecer.

Pareció sorprendida pero complacida, al igual que Nanny, que me tocó la frente para ver si tenía fiebre antes de que me fuera a la cama. Recuerdo haber permanecido despierto, aquella noche, en la habitación de mi infancia, anhelando algún consuelo que aquellas viejas y familiares paredes no podían darme, aunque fuera los árboles murmuraban de modo familiar, había un sonido familiar de sirenas en el río, así como olores familiares: alcanfor, cera de velas, polvos para la cara de mi madre, su dulce aroma que de algún modo aún permanecía.

¿Le había pedido Lil que se quedara, la voz ronca de rabia?

¡De no haber dejado el diario! (¿O lo había hecho adrede?).

Me tapé con fuerza la cabeza con la almohada, enroscándomela alrededor, como un torno.

La tía Constance llamó.

—¡Pobrecito! ¡Edith Archibald me ha contado lo que te ha pasado con Philippa! ¡Qué descarada! No dudé en decirle a Edith lo que pensaba; ella al menos se echó a llorar, como tenía que hacer. ¡Qué mujer tan estúpida! ¿Sigues teniendo el anillo? Seguramente podremos devolverlo a cambio de un vale. Bueno, mientras tanto, hay una joven encantadora que acaba de empezar a trabajar en mi editorial. Tímida, pero buena chica. Qué me dices de una pequeña cena en el Lancaster el mes que viene; sólo los tres…

En cualquier caso, ¿fue culpa mía?

Los hechos: Edward era un adulto capaz de tomar sus propias decisiones. No cabe subestimar sus auténticas convicciones políticas como motivo para enrolarse en la brigada; ni tampoco la influencia de Northrop. Edward era un héroe, más valiente y mejor que yo. Arriesgar la vida por España era la última esperanza de la democracia.

De la misma manera que Edward era mi última esperanza.

Y de no haber follado con Philippa, de no haber salido a ligar, de no haberle mentido, de no haber dejado por ahí mi diario —¿qué más?—, ¿no se habría ido igualmente?

¿No?

Algunos días, casi conseguí convencerme a mí mismo.

Pasaron Navidad y Año Nuevo. No tengo recuerdos de ellos. Sin embargo, en enero, dejé a mi alumno y el piso para volver a Richmond. Por lo que recuerdo, pasé la mayor parte del invierno sentado junto a la radio, escuchando las noticias de la guerra.

Una vez en Dartmoor Walk me encontré con un tipo cuyo hermano estaba en la brigada. Me prometió averiguar lo que pudiera sobre Edward, y también mantenerme informado de los acontecimientos del frente en general.

En la batalla del Jarama, las Brigadas Internacionales se enfrentaron con los moros que luchaban del lado fascista, y la mayoría fue exterminada. Pensé que no quería saber si Edward estaba entre ellos.

Luego llegó la carta.