Un chófer —no Philippa— vino a buscarme a la estación. A mí y a una pareja de Highgate, con grandes dientes, cuyo adjetivo favorito era «deportivo». La mujer dijo que conocía a Philippa desde que tenían dos años.
El sol había salido brevemente. Pasamos campos de trigo y onduladas colinas verdes de las que surgían de vez en cuando pueblos, granjas, pintorescas y anticuadas campanas de cristal para proteger las plantas que parecían tejados sin casa. Un tiempo sano y extrañamente primaveral. Los campos estaban cubiertos de calabacines pudriéndose, abiertos, esparciendo sus semillas. Luego pasamos por un largo camino que llevaba hasta la casa. Los cipreses alineados como centinelas y, al final, Philippa saludando.
La casa era enorme, elegante, muy fría, con habitaciones que daban a habitaciones, todas llenas de pesadas piezas de mobiliario Luis XIV: sofás con garras, barnizados armarios que necesitaban cinco hombres para ser levantados. Había criados: menos que los que había habido diez años antes, más de los que la mayoría de personas de la época podía permitirse. Las hermanas pequeñas de Philippa se confunden en mi mente en una sola con bucles, vestida con un delantal y diciendo en un momento determinado: «Papá, algún día me gustaría viajar en avión». «Muy pronto lo harás, querida», anunciaba jovialmente el barbudo padre. Su esposa —la madre de Philippa— se comportaba perfectamente pero parecía retraída, como si se sintiera obligada a meditar a cada momento sobre problemas privados que su buena educación le prohibía mencionar. En cuanto a los amigos de la escuela, eran como tienden a ser los amigos de la escuela, encantadores, sin opiniones, dados a la bebida. Dos muchachos y una muchacha, además de la pareja de Highgate. No recuerdo sus nombres.
Después del almuerzo, Philippa y yo dimos un paseo por los jardines. El lugar era realmente agradable. Había una rosaleda, fragante en su espaldar, un estanque con una carpa vetusta y —quizá lo más notable— un jardín ornamental que recreaba el Sermón de la Montaña. Filas de arbustos cuidadosamente recortados ascendían en escalonada jerarquía hasta el arbusto que era Jesucristo, por encima del cual se dibujaban sólo colinas, colinas tan suaves que podrían haber estado tapizadas de terciopelo verde: más mobiliario que geología.
Nos sentamos en el inclinado césped que conducía hasta ese monumento. El viento era fuerte, muy cálido para la estación. Philippa se quitó el sombrero y se tumbó para contemplar el cielo.
—De pequeña —dijo—, este era mi lugar favorito. El jardín ornamental, pensaba, me protegería.
—¿Te protegería?
—Sí. Por aquel entonces me asustaba mucho morir. Morir o ser abandonada. Solía pasar el día presa de un miedo indecible. —Se incorporó sobre los codos y miró el jardín—. No lo hicimos nosotros, como puedes imaginar. Aunque no lo creas, se remonta al siglo dieciocho. Lo encargó la mujer de un conde, que era rica y muy piadosa. No como yo. Soy totalmente impía. Me gustaba esconderme en la sombra de Jesucristo. Y una vez me puse delante de él, me bajé las bragas y me puse a tocarme. Me sentí terriblemente malvada.
Cogió una hoja de hierba y empezó a romperla. A decir verdad, el latido de mi corazón apenas me dejaba oírla. Estaba intentando encontrar las palabras adecuadas para pedirle que se casara conmigo.
—Brian, ¿ocurre algo?
—¿Cómo?
—De pronto pareces nervioso.
—¿Sí? Quizá sea porque hay algo que quiero preguntarte.
—¿Oh?
—Sí. —Pausa sofocada—. Philippa, hace ya mucho tiempo… es decir, desde que nos conocimos… —Miré hacia otro lado, haciendo esfuerzos desesperados—. Me temo que no lo hago muy bien.
—Brian, ¿qué ocurre?
Me cogió la mano.
—Lo siento —dije, y metí la mano en el bolsillo para sacar el anillo—. Es para ti.
—¡Para mí! ¡Brian! —Abrió la caja—. Brian, es muy hermoso. —A continuación me miró—. ¿Qué significa esto?
—Significa que te estoy pidiendo que te cases conmigo.
Cerró la caja de golpe.
—¿Qué ocurre?
—Bueno, no, sólo que… me ha cogido un poco de sorpresa, eso es todo.
—No veo por qué habría de ser así. Al fin y al cabo, creo que he manifestado de manera muy evidente mis sentimientos…
—Por supuesto, por supuesto. Es sólo que… que era lo último que se me hubiera ocurrido en el mundo. —Se pasó la mano por el pelo—. Mira, es muy gentil de tu parte pedirme esto, pero… Brian, querido, no puedo casarme contigo.
—¿Por qué?
—Bueno, en primer lugar, porque no tengo intención de casarme nunca. Y, en segundo, porque no te quiero.
La miré. Había dicho esas palabras tan tiernamente, tan, bueno, tan amorosamente, que al principio pensé que había oído mal. Pero no era así.
—Lo siento —dije incorporándome con prisa—. Debo de haber comprendido mal.
Y me tambaleé.
La pierna, que se me había dormido al sentarme sobre ella, hervía de hormigueo. Philippa también se levantó.
—Brian —dijo—, por favor, escucha. Eres un joven encantador, y muy inteligente, pero tengo la impresión de que te tomas nuestra relación, bueno, un poco más en serio que yo. Estoy muy contenta de conocerte. Pero no estoy enamorada de ti. ¿Es eso cruel de mi parte?
—No cruel exactamente. Sólo…
—No tienes que tomártelo de forma personal. No ocurre nada malo contigo. Es más bien que algo no acaba de funcionar entre nosotros. Oh, ya sé que no me explico demasiado. —Me cogió la mano—. Querido Brian, ¿te he herido de una manera horrible? ¿Soy una bestia?
—No, claro que no —conseguí decir—. En realidad, estoy seguro de que tienes razón. Estoy seguro de que será lo mejor.
—¿De verdad?
—Sí. Eso creo.
—Pero no estás seguro.
—No.
Empezamos a caminar otra vez.
—Debes de pensar que soy un tonto —dije.
—Oh, claro que no, Brian. Para ser sincera, en realidad, supongo que yo te he incitado un poco. Supongo que he dado la impresión, bueno, de que sentía más de lo que sentía en realidad. ¡Pero Brian! ¡Casarnos! ¡Los dos somos demasiado jóvenes para casarnos, tal como está el mundo y con tanto por hacer! —Arrancó una hoja de un árbol y fingió examinarla—. De todos modos, debes admitirlo, no había esa pasión que, entre nosotros, hemos sentido en otras aventuras amorosas.
—¿Quieres decir que sentías más pasión por Simon?
—Oh, sí… —Al ver la expresión herida de mi cara añadió—: Lo siento Brian. Pero seguro que tú lo has sentido. En serio. Nunca ha parecido que te divirtieras, a pesar de lo mucho que te esforzabas.
—No me dijiste nada.
—Las mujeres a menudo no sabemos cómo decir con palabras esa clase de cosas.
Se levantó una brisa que se llevó la hoja con la que había estado jugando. Me tendió la caja con el anillo.
—¿Se te ha ocurrido —dijo a continuación Philippa— que podrías ser más feliz en una relación homosexual? Oh, ya sé que nunca has intentado tener ninguna. Pero podrías. —Me palmeó de nuevo la mano—. Creo que sólo pensabas que eras feliz conmigo. Sé que no lo eras.
La miré a los ojos. En ese momento, me parecieron los ojos más intensos, más líquidos y más crueles que había visto nunca.
Y entonces —no tengo ni idea de dónde salió— otro ser se apoderó de mí. Un horrible tipo alegre parecido a uno de los amigos de escuela de Philippa.
—Vamos, no te preocupes —dijo el tipo alegre—. En el fondo, es mi mala suerte. Supongo que podría decirse que lo que pierdo yo, lo gana otro. Venga: ¿qué te parece una taza de té y una partida de cartas?
—Bueno —dijo Philippa dubitativamente—. Si te apetece.
—Jugaría unas partidas.
El tipo alegre acompañó a Philippa a la casa, donde ella se excusó para ir a dormir una siesta.
Más tarde, intenté llamar a Edward. No hubo respuesta.
Me es difícil, retrospectivamente, ordenar las múltiples emociones que se apoderaron de mí aquella tarde. Por un lado, había un miedo terrible, casi dolor, como si acabara de suspender uno de esos exámenes cuyos resultados determinan el curso de la propia vida. Luego, la incomodidad —una incomodidad aguda— por haber interpretado tan mal a Philippa. Y finalmente, por encima de esas dos reacciones, una sensación global de alivio, porque a partir de ese momento, al menos, ya no tendría que mentir; estaba cara a cara con la verdad y la verdad demostraba a su modo ser una fuente de consuelo. Consuelo frío, sí. Pero al menos la fría mano de la realidad contra la mejilla de uno es firme.
Comprendí que nunca me casaría con Philippa; comprendí que nunca me casaría con ninguna mujer. En vez de eso, llevaría una vida homosexual, pero sería una vida sin mentiras. ¡Qué locura imaginar que uno puede de algún modo transformar en deseo la idea de deseo! Quizá las mujeres son capaces de semejante pigmalionismo. Los hombres, no. Y aunque la perspectiva de una vida homosexual seguía asustándome, sabía que no podía ser peor que una vida edificada sobre el engaño. Las mentiras te corrompen, te hacen cometer actos de crueldad que tu yo normal consideraría intolerables. Sin embargo, los cometes. Hieres a las personas desesperadamente con el fin de proteger tus mentiras, que resultan ser como niños, niños llorones, desesperados, que no se conforman con mamar toda la leche que pueden de tu pecho, porque siempre están con hambre. Así que al final acaban mordiéndote el pezón, devoran la misma carne, y aún sigues protegiéndolos. El problema termina siendo que no puedes vivir sin tus mentiras en la misma medida en que tus mentiras no pueden vivir sin ti.
De modo visceral, como por primera vez, me di cuenta de lo mucho que había herido a Edward. Sentí el aguijón de mi propia traición. Había mentido para protegerlo, pero en vez de eso mis mentiras habían devorado su sensación de seguridad hasta que debió de parecerle que incluso la verdad más terrible era mejor que aquella miseria. Sin embargo, cuando me suplicó que le dijera la verdad, le negué incluso ese consuelo, diciéndole en realidad: Tienes que soportar ese sufrimiento. No te liberaré. ¿En qué clase de monstruo me había convertido?, me pregunté. ¿Y qué vendría a continuación?
Durante la cena, esa noche, la comida me pareció insípida. No obstante, dividiéndola en partes iguales y forzándome a llevarme el tenedor a la boca cada minuto, me comporté de modo respetable y acabé mi plato. También conseguí, estoy orgulloso de decirlo, seguir el hilo de las conversaciones, incluso soltar una o dos observaciones agudas. Nadie sospechó que una figura de cera se sentaba a la mesa.
Después de la cena bebimos, lo cual me dio una excusa para olvidar. Philippa estaba muy guapa, y una parte remota de mí pensó que quizá debía intentar seducirla, pero nos habían colocado en habitaciones situadas en extremos opuestos de la casa. Dudaba mucho que, dado mi estado etílico, fuera capaz de determinar qué puerta era la suya.
A eso de las once y media, me excusé y me metí en la cama, donde debí de dormirme, porque me levanté unos minutos después de las siete. Un pánico extraño y mudo se apoderó de mí. De pronto, me pareció que no me quedaba mucho tiempo. Así que me levanté, me acerqué de puntillas hasta el vestíbulo y llamé a Edward; de nuevo, no hubo respuesta. Pero junto al teléfono había un horario de trenes, seguramente para los invitados que pensaran prolongar su estancia. Si me daba prisa, podía coger el tren de las nueve y media hasta Oxford.
Volví a mi habitación, puse mis cosas en la maleta y escribí una nota rápida a Philippa:
Lamento tener que marcharme antes de la comida del domingo, pero una crisis familiar exige que vuelva inmediatamente a Londres. Por favor, agradece a tu madre su hospitalidad. B.
Aparte de los criados, nadie se había levantado todavía. Sólo hablé con el jardinero. Estaba recortando hojas de la nariz del arbusto Jesucristo.
—Muy buenos días —dijo.
—Muy buenos días —dije.
Y luego la caminata —ocho kilómetros— hasta el pueblo; la espera en la estación; el lento trayecto hasta Oxford a través de paisajes invernales. ¡Edward, pobre Edward!, pensaba. ¡Cuánto añoraba rodearlo con mis brazos, abrazarlo hasta ahogarlo! Y sin embargo, ¿puede el causante del daño ser alguna vez la fuente del consuelo? No podía deshacer las mentiras que le había contado. Ni disolver la membrana de clase que nos separaba. Ni tampoco tenerlo tan claro como para ofrecerle la clase de «matrimonio» que parecía desear. (En realidad, aunque había descartado mis fantasías acerca de Philippa, pasarían veinte años antes de que aceptara la idea de «matrimonio» entre hombres). Con todo, me inundaron tiernos sentimientos hacia Edward. (Pero ¿me atrevía a nombrarlos?). Deseaba, más que nada, estrecharlo y no dejarlo marchar, por espacio de horas, de días incluso. (Pero ¿y años?).
El tren llegó tarde a la estación de Oxford. Con sólo algunos segundos de margen, hice el transbordo hasta Paddington, donde cogí el metro. Aunque la estación de Earl’s Court estaba a unos cinco minutos del piso, no tuve paciencia: corrí todo el camino, calle abajo, una calle en la que las flores relucían a lo largo de la acera, hasta la puerta de mi edificio, subí las escaleras corriendo, pasé junto a mi vieja vecina, que volvía de la iglesia.
—Buenos días, señor Botsford —dijo.
—Buenos días —dije, sin aliento, jadeando, intentando meter la llave en la cerradura, entrando—. ¿Edward? —llamé—. ¿Edward?
Pero, por supuesto, no hubo ninguna respuesta.
Supongo que lo primero en lo que me fijé —aparte del hecho de que Edward no estaba— fue en que el piso estaba mucho más limpio que cuando lo dejé. El suelo estaba barrido; el manto de la chimenea, barnizado. Una estantería estaba vacía de libros: la estantería de Edward. Después, miré su cajón. Para entonces ya había atado todos los cabos; supe lo que iba a encontrar —el diario, abierto en la mesa donde él lo había leído— y también lo que no encontraría: su ropa, su cepillo de dientes, su navaja y su bacineta, cualquier prueba de que había vivido allí o de que me conociera.
Desde la mesa, el diario me miraba acusadoramente. ¿Lo habría olvidado yo a propósito?
En el mostrador de la cocina había un sobre en blanco. Lo abrí. Contenía el alquiler de una semana y la siguiente lista mecanografiada:
Bienes utilizados durante la estancia y no comprados por mí (o conjuntamente):
6 paquetes de té
2 pastillas de jabón
1 1/2 cajas de polvo dentífrico (redondeadas a 2).
4 salchichas Wall’s
2 cajas de galletas de jengibre
1 par de calcetines negros
1 taza de té (para sustituir la que rompí).
1 ejemplar de Howards End (manchado de café en la página 143).
Cada uno de esos artículos estaba visiblemente colocado en el mostrador.
Creo, ahora, que puedo imaginar exactamente cómo se sentó Edward para leer el diario: rígido, la espalda recta, como se sentaba siempre para leer, como si estuviera en la iglesia. A un minuto y cuarenta y cinco segundos la página, debió de tardar al menos dos horas, lo cual quería decir que hacia el momento en que la madre de Philippa me estaba dando la bienvenida él habría estado acabando de leer, se habría levantado, habría estirado las piernas e ido a mear, antes de sacar su cuaderno y calcular exactamente todo lo que me debía. Quizá luego durmió un rato, o fue a un bar y se emborrachó, o quizá se dirigió a la pequeña tienda de la esquina y compró las provisiones necesarias. (Para los calcetines, la taza y el ejemplar de Howards End había tenido que ir un poco más lejos). A continuación —o quizá eso fue por la mañana, la mañana del domingo— hizo la maleta, mecanografió la nota en mi máquina, colocó cuidadosamente en el mostrador de la cocina las cosas que había comprado. (No puedo asegurarlo, pero por alguna razón supongo que la colocación fue cuidadosa). O quizá me equivoco en el orden, quizá compró primero y limpió más tarde. Lo más probable es que limpiara por la noche. Uno lo hace, cuando la noche es larga. Limpió con furia, como para hacer desaparecer toda huella de sí mismo en esas habitaciones. Limpió la bañera y barrió el suelo. Incluso lavó de la vieja colcha las manchas de nuestras relaciones sexuales.
O lo intentó. Porque en algún momento de ese largo día, me acerqué a la cama y, moviendo la lámpara de noche, la examiné. En realidad, la mancha más grande seguía allí, mucho más pálida, detectable sólo tras un examen minucioso, pero seguía allí. Acercándole una luz brillante se podía ver: color vainilla, del tamaño de una moneda de penique. Al pasar los dedos por ella, podía sentirse: un trozo de tejido rugoso, picado y elevado, abultado como un mensaje en Braille.