9

Por supuesto, cuando llegó el fin, fue inexorable y repentino.

Primero, Philippa me propuso pasar un fin de semana en la casa de su familia en Oxfordshire. Estarían dos de sus hermanas pequeñas y también algunos amigos del colegio.

Pensando que sería una oportunidad ideal para hacer mi propuesta matrimonial, acepté inmediatamente. (De Edward, decidí, sólo me ocuparía una vez recibida la respuesta de Philippa).

Con gran inquietud le dije a Edward que me habían invitado al campo, sin dar más detalles pero ya se había acostumbrado tanto a que saliera sin él que esa vez en lugar de enfadarse reaccionó con una especie de resignación taciturna.

—¿Y qué fin de semana será? —fue todo lo que preguntó.

—El próximo.

De pronto su expresión cambió.

—Pero, Brian, ese viernes habías prometido cenar en Upney. Si no lo haces, le partirás el corazón a Sarah.

Lo tranquilicé diciéndole que el sábado no me esperaban hasta la hora de almorzar, que no había necesidad de anular la cena con su familia.

—Bueno, muy bien —respondió en un tono que sugería que habría sido más feliz de haberlo anulado, dándole así un motivo para enfadarse conmigo.

El viernes por la tarde tomamos el metro hasta Upney. No había pasado tanto tiempo desde nuestro último viaje juntos en la línea District: Edward, arreglado y nervioso; yo, apestando a los quesos de la tía Constance. Entonces, estaba impaciente; ahora sólo deseaba que se acabara la cena, y Edward lo sabía. De modo que íbamos sentados, uno junto a otro, sin hablarnos.

Al cabo de un largo rato, llegamos a la estación de Upney. Salimos. De nuevo, Edward me condujo por una laberíntica red de pequeñas calles pardas que llevaba hasta su casa. Todo estaba tal como lo recordaba, salvo que esa vez ya era casi Navidad, por lo que en las ventanas había guirnaldas y escenas navideñas, vacilantes despliegues que indicaban un miedo a «darse tono», como si la Navidad perteneciera, por derecho, sólo a otras calles, a mejores barrios.

En la casa de Lil colgamos los abrigos en el perchero. Esa vez el invisible perro no ladró. Quizá se había ido a Walthamstow con Headley y Pearlene. (Dos semanas antes, su madre había regresado por fin de Glasgow y los había reclamado). Entramos en la cocina y Lil —agobiada y engripada la última vez que nos vimos— se apartó del horno para saludarnos; era el retrato del vigor femenino. Tenía el pelo rubio pulcramente recogido en un moño, se había puesto colorete y llevaba un delantal blanco y limpio sobre una bata negra. Verdaderas o falsas, las perlas que descansaban apaciblemente en su pecho parecían confirmar el viejo mito según el cual los aceites de la piel de mujer dan a esas joyas un lustre especial. Me besó con una calidez que indicaba que Edward no le había contado nada de nuestros problemas; luego nos sentamos a la mesa con un vaso de jerez. Frente a mí, la silenciosa Sarah pelaba furiosamente patatas. Se había rizado con unas tenacillas su castaño pelo liso, que llevaba festoneado en ondas grandes y de aspecto artificial. Sarah también se había maquillado, aunque de un modo infantil e inexperto, y se había puesto unos incongruentes pendientes en forma de caballitos de mar que le tiraban hacia abajo los lóbulos. Llevaba un vestido de fiesta de color marrón con un estampado de campánulas. Cuando la saludé se ruborizó internamente y siguió pelando patatas.

—Vamos, Sarah —dijo Lil—, ¿no saludas?

Sarah murmuró algo inaudible.

—No te oigo.

—Encantada de que hayas venido a cenar —dijo Sarah a través de unos dientes separados.

De pronto, su nervioso cuchillo resbaló; se raspó un nudillo y empezó a chuparlo rabiosamente.

Una pálida mancha de sangre rosa se extendió por la patata que había estado pelando.

—¿Te has cortado? —pregunté.

—No es nada —murmuró, mirándome a los ojos por primera vez y sonriendo con el nudillo en la boca.

Lucy entró. Tenía el pelo más largo que la última vez que la había visto. Volvía a tener en la cara esa mirada de sereno desinterés que parecía ser su sello.

—¡Edward! —exclamó con sorpresa fingida—. ¿A qué debemos el honor de tu visita?

—Echaba de menos las comidas de mamá —dijo Edward sosegadamente.

—¡Echaba de menos las comidas de mamá! ¡Qué risa!

—Te agradecería que no mordieras la mano que te alimenta —dijo Lil.

—Oh, mamá, sólo estaba bromeando. —Se dio la vuelta hacia mí—. Hola, Brian, ¿sales mucho últimamente?

—Un poco.

—¿Cómo está esa encantadora novia que tienes?

—¿Novia? No tengo novia.

—Claro que tienes. ¿Cómo se llama… Lulu?

—Oh, Louise —dije con alivio—. Volvió a París.

—¡Qué pena! Yo me voy a París la semana que viene.

Encendió un cigarrillo.

—Es cierto —dijo Lil desde el horno—. Mi pequeño gorrión abandona el nido. Pronto sólo quedaremos Sarah y yo para cuidar la vieja casa, ¿no es así, Sarah?

Sarah no dijo nada.

—¿Y qué harás en París?

—Seré modelo de artistas —dijo Lucy—. Paulette va a empezar a hacer escultura.

—¡Imagínate! —dijo Lil—. Estoy celosa, sí que lo estoy. No todas las chicas pueden ir a París y hacer de modelo. Y esa marquesa… bueno, pensé: ¿quién se cree que es robándome a mi niñita sólo porque ella no ha tenido ninguna? Pero luego conocí a Paulette… imagínate, quiso que la llamara por su nombre de pila… y no pudo ser más cortés. No como esos condes y duques que tenemos aquí en Inglaterra, que son capaces de no decirte la hora porque no tienes el acento adecuado. La marquesa, Paulette, me trató como una vieja amiga. Eso me tranquilizó, de verdad.

—¿Cómo están los niños? —pregunté.

—En su casa, gracias a Dios —dijo Lucy.

—¡Lucy! —dijo Lil—. ¡Vaya forma de hablar de tus sobrinos! En realidad, Brian, están de vuelta con su madre y es muy considerado de tu parte preguntar por ellos. Y parecen estar bien en Walthamstow. Los niños quieren estar con su madre, aunque sea alguien tan poco de fiar como esa Nellie. ¡Imagínate, irte cuando tienes dos angelitos como esos!

—Pero pensé que su abuela estaba enferma.

—¡No lo creas! Tenía un fulano allí, esa es la verdad. Pero él también debió calarla, porque en menos de lo que canta un gallo estaba de vuelta; tal como se fue volvió.

—Y ni un segundo antes —dijo Lucy.

—¡Muérdase la lengua, señorita! Estoy cansada de tu actitud. Deberías estar agradecida de tenerlos, los únicos hijos de tu hermano. Es todo lo que nos ha dejado.

De pronto Lil dejó de cocinar; las lágrimas se asomaron a sus ojos.

—Venga, mamá —dijo Edward.

Le puso las manos en los hombros para consolarla.

—Lo siento —dijo Lil—. Han pasado dos años, pero la herida sigue tan fresca como el día en que me dieron la noticia. Dudo que algún día pueda superarlo.

Durante un instante, todo el mundo permaneció en silencio en honor de las madres que han perdido a sus hijos. Incluso Sarah dejó de pelar.

—¿Tienes una fotografía de Frank? —pregunté, en cuanto me pareció correcto hacerlo.

Inmediatamente, Lil se alegró.

—Claro, muchas. Voy a buscarlas.

Se sacó el delantal y se apresuró hacia el comedor.

—La has hecho buena —dijo Lucy—. Estaremos mirando fotos toda la noche.

Edward se echó a reír —pareció como si fuera la primera vez en años— y entonces Lil volvió con álbumes de fotos que extendió encima de la mesa. Vimos a Frank de bebé, en brazos de su padre. Frank lanzando una pelota. Frank y Nellie en un baile. Luego, los cuatro hijos, de pequeños, reunidos nerviosamente alrededor de un pequeño terrier que parecía una rata. Las niñas a caballo. Toda la familia posaba formalmente con sus mejores galas, mirando a la cámara con esa gravedad particular —casi terror— que parece tan típica de los retratos fotográficos de la clase trabajadora: como si por el mero hecho de sentarse ante esa imponente máquina de ojo obturado y registrar su existencia, temieran estar «dándose tono».

Se hizo el silencio, la quietud de una habitación llena de seres perdidos de pronto en el recuerdo colectivo, el recuerdo familiar. Las cosas huyendo velozmente y desapareciendo. Los hijos, mayores; los hermanos, muertos.

—Ese fue el año en que un camión de la leche atropello al perro, ¿te acuerdas, Sarah? Nunca olvidaré al pobre animal cojeando, con nieve hasta el cuello.

Un coro de «Sí, ah, sí». Claro como el día. Cercano como tú, lector. Como si fuera ayer.

Edward sonreía. Tenía la mano en el hombro de su hermana y estaba sonriendo. Y supe que por primera vez en días, quizá incluso en semanas, no estaba pensando en mí sino en otras cosas, más antiguas, ahí en la casa de su familia, esa casa en la que había crecido, esa casa con unas reservas de experiencia que empequeñecían mi breve presencia en su vida. Esa casa en la que todo el mundo lo amaba mientras que yo, en Earl’s Court, no.

Fuimos a cenar. Me senté entre Sarah, que comió metódicamente y sin levantar la vista del plato, y Lucy, que fumó cigarrillo tras cigarrillo, se quejó de la comida y removió las patatas con el tenedor. Había vino y cerveza. Cada vez que vaciaba el vaso, me lo llenaban antes de que tuviera posibilidad de pedirlo. Me estaba divirtiendo mucho más de lo esperado. Era como si, tras semanas de miseria autoinfligida, Edward y yo tuviéramos vacaciones, una oportunidad de olvidar nuestros problemas, de hablar de cosas diferentes, incidentales, y de sentirnos en casa. De la desgana y las malas caras, había emergido el antiguo yo de Edward, atrevido, feliz y optimista, como una flor sedienta que recobra la vida después de ser regada; sus primeros y vacilantes bocados dieron lugar a un apetito fiel. Tal era el tímido optimismo de sus ojos verdes que no pude dejar de preguntarme si él y su familia no habrían conspirado para planear la velada, para recordarme todo lo que estaba a punto de perder junto con él.

Y, por supuesto, cuando acabó la cena, era ya demasiado tarde —y estábamos los dos demasiado borrachos— para coger el último tren en dirección a Earl’s Court. Protesté; tenía que estar en Oxfordshire por la mañana.

—No te preocupes —dijo Edward—. Nos levantaremos temprano y te acompañaré a la estación.

Parecía que no tenía opción.

Otra vez, apartamos los muebles del comedor; otra vez, Edward sacó el estrecho camastro. Las mujeres nos dieron las buenas noches. Cuando la besé en la mejilla, Sarah sonrió y se sonrojó vivamente.

Y luego se cerró la puerta. Nos desnudamos precavidamente, como si, en ausencia de esas reconfortantes mujeres, con la disipación del licor, la vieja miseria pudiera regresar en cualquier momento, pudiera caer como un telón, sofocando, silenciando y separando. Pero no fue así.

Nos metimos en la estrecha cama con cautela. No había espacio suficiente como para no tocarse. Hacía una semana que no habíamos hecho el amor. Instintivamente nos buscamos, nos besamos, nos tocamos, nos metimos en el pijama del otro, las manos haciendo valer su derecho a toda carne que pudieran encontrar.

Más tarde, estreché en mis brazos a Edward mientras dormía —pacíficamente de nuevo, tal como solía hacerlo— y contemplé las extrañas piezas del mobiliario perfiladas a la luz de la luna: la cuna desde la que la niña de ojos plateados me había mirado; el aparador con su olor a cordero; el pequeño armario en el que Lil guardaba los álbumes de fotos. Pensé en lo agradable que era ver a Edward durmiendo otra vez. Pensé que podría amar a aquella familia más que a la mía, sólo con tener una mínima oportunidad. Y, sin embargo, me parecía fuera de duda que a la mañana siguiente nos levantaríamos muy temprano, que yo cogería el tren hacia Oxford, que lo dejaría.

Empezó a llover: primero sólo unas gotas, luego un aguacero, goterones lo bastante grandes como para doblar y romper los frágiles y jóvenes tallos de los maceteros de las ventanas. La primavera en Londres traía a menudo sorpresas crueles: una última escarcha tardía que acababa con todos ellos. Pero, por supuesto, no estábamos en primavera. Los maceteros de las ventanas estaban vacíos.

A pesar de todo, la lluvia me reconfortó y estreché a Edward con fuerza mientras el chaparrón tocaba sus viejos tambores a nuestro alrededor.

Las campanillas del despertador sonaron a las seis, taladrando nuestro sueño. El cuerpo de Edward se contrajo. Aunque yo sabía que se había despertado, él fingió no haberlo hecho; mantuvo con fuerza los brazos alrededor de mi pecho, de tal modo que tuve que empujarlo y moverme, hasta que de mala gana renunció a su abrazo.

Salí de la cama y miré a través de las cortinas. Seguía lloviendo; el cielo era color del porridge frío. Cualquiera que quisiera salir de una cama cálida y acogedora y de un par de brazos cálidos en una mañana tan lúgubre como aquella tenía que estar loco, como yo suponía estar.

Me senté en una silla, me puse los calcetines, me levanté, me sentí de pronto muy mareado y tuve que volver a sentarme.

—¿Estás bien? —preguntó Edward. (Había dejado de fingir que dormía).

Asentí con la cabeza y me levanté de nuevo, esta vez con éxito.

Me puse los calzoncillos y los pantalones. Edward salió de la cama y empezó también a vestirse.

—Sabes que no tienes que venir conmigo —dije—. De verdad, me arreglaré bien solo. Puedes quedarte aquí y dormir unas cuantas horas más.

—No seas tonto —dijo Edward—. Te dije que te iría a despedir a la estación y voy a hacerlo.

—Pero, de verdad, no es necesario.

—¿Qué? ¿No quieres que vaya?

—Claro que sí…

Edward se dio la vuelta.

—No creo que lo desees. Creo que prefieres ir solo, por si alguno de los demás invitados a tu elegante fiesta te ve en la estación.

—Edward, por favor. Sólo quiero que no tengas que molestarte.

—No es molestia.

—Muy bien, entonces. Estupendo.

Y entré en la cocina. Estaba Lil, con bata, haciendo té.

—Hola, cielo —dijo risueñamente—. ¿Has dormido bien?

—Sí, gracias.

—Un poco de dolor de cabeza, ¿no? No te preocupes. Con un té arreglaremos el problema.

Me pasó una taza humeante. ¡Qué fresco olía! Sorprendente, considerando la indecente hora y el frío.

—¿Siempre te levantas tan temprano? —pregunté.

—Nunca he dormido mucho. Una bendición, supongo. Más tiempo para vivir. Buenos días, Edward.

—Buenos días.

Lil le pasó su té, que cogió sin decir una palabra. Lil alzó las cejas.

Durante unos instantes, estuvimos los tres sentados, sorbiendo en silencio. Incluso para Lil era quizá demasiado temprano para decir gran cosa. Y Edward parecía de mal humor.

Al final anuncié que era mejor que me fuera si quería llegar a Paddington a tiempo para coger mi tren.

Nos despedimos de Lil y nos encaminamos hacia el metro. En el tren, chicas del East End de aspecto triste se sentaron a nuestro alrededor, camareras camino de Knightsbridge dispuestas a mirar escaparates llenos de cosas que nunca podrían comprar. Quienes no esperaban nada, estaba aprendiendo, podían contentarse con respirar el vapor que surge de la riqueza de los demás. Todas se bajaron en South Ken para hacer transbordo y coger la línea de Piccadilly.

La lluvia seguía cayendo cuando llegamos al piso, donde puse un poco de ropa y unos libros en una maleta. Me di cuenta de que teníamos que darnos prisa si quería coger el tren en el que dije a Philippa que llegaría. Por supuesto, me hubiera gustado más hacer solo el viaje hasta la estación, pero después de la escena de aquella mañana no me atreví a pedirle a Edward que no me acompañara. Así que, en cuanto reuní mis cosas, volvimos al metro y nos dirigimos a Paddington.

Y luego, en la estación, tuve una vivida premonición de que esa sería la última vez que nos veríamos en mucho tiempo.

Miré a Edward. Por lo que recuerdo, sentí la necesidad de aprehenderlo, fijarlo en la memoria. Llevaba un chaleco a rayas negras y rojas, una arrugada camisa azul mal abrochada, mi corbata escolar roja y amarilla. El morral de cuero se le resbalaba del hombro, de modo que tenía que estar todo el rato subiéndoselo. No se había peinado.

—¿Y qué harás este fin de semana? —pregunté.

—Oh, no lo sé —dijo—. Nada. Leer.

Miré el suelo; el cordón de uno de sus zapatos negros de trabajo estaba suelto. Y, de forma espontánea, me agaché y lo até. Y allí estaba, de rodillas en la estación de Paddington, mirando la escorzada figura de Edward, su cara perpleja, mientras anudaba su zapato.

Una voz anunció por el altavoz que el tren de las nueve cuarenta y cinco para Oxford saldría de la vía número seis.

Me levanté.

—Bueno, ese es mi tren —dije—. Será mejor que me dé prisa.

—Adiós —dijo Edward.

—Adiós.

Le di una palmada en el hombro, me di la vuelta y me dirigí al andén número seis. Sin embargo, un impulso —quizá, de nuevo, la premonición del fin— me hizo regresar. Edward se volvió más y más grande, más y más sorprendido, a medida que me acercaba; al llegar a su lado, lo besé en la boca. No dijo nada, ni tampoco oí ninguna reacción particular por parte de la multitud, aunque observé a una vieja que se arregló los anteojos y nos observó como si fuéramos monos fornicando en el zoo.

—Adiós —dije de nuevo, y me fui.

Desde el extremo del andén, miré para ver si aún seguía ahí. Seguía. Mirándome, con los ojos verdes bien abiertos, los labios separados. El raído morral se le había caído del hombro, esparciendo su contenido por el suelo embaldosado de la estación: una pluma, un mapa del metro, un cepillo de dientes y un ejemplar de El manifiesto comunista, cuyas hojas se agitaban con el viento de los trenes que partían.