El mundo se acababa, pero en Londres las mujeres hablaban y discutían sobre el precio del cordero, los hombres bebían cerveza y se masturbaban en lavabos públicos antes de volver a casa y comer el cordero sobre el que sus mujeres habían discutido. Mientras tanto, al otro lado de una pequeña extensión de mar, gran parte de Madrid había sido destruido; en Sevilla, Queipo de Llano llenaba las ondas con su odio privado; en Irún, los refugiados republicanos, derrotados, se apresuraban a cruzar el mar hacia Francia. En cuanto al bando republicano —nuestro bando—, cada día estaba más paralizado por su propia guerra interna. Estábamos perdiendo. Muerte tras muerte, y Anthony Eden aún predicaba la «no intervención». ¡El muy loco! ¿No veía que le estaba haciendo el juego a Hitler? (Y luego lady Abernathy, que tampoco lo había visto; muchos en Inglaterra no lo veían, cosa por la cual algún día pagarían).
El caos también reinaba en el pequeño teatro de mi vida privada, pero yo fingía que todo iba bien. ¿Quién dijo que la negación de la corrupción es signo de la mayor corrupción? Es cierto. Sólo en mi diario me atrevía a escribir la verdad, con el resultado de que lo que en un momento fue una fuente de placer se convirtió en amarga medicina. Temía acercar la pluma a esas páginas donde la conciencia me obligaba, por una vez, a decir las cosas como eran.
Lo irónico era que, a pesar de todas las mentiras, nunca fui un mentiroso competente. Era un inepto en la cuestión. Sospecho que un buen mentiroso es algo muy poco frecuente; sólo hay personas que quieren o que no quieren creer.
El que pudiera fingir durante tanto tiempo, visto retrospectivamente, me sorprende.
La mayoría de las noches seguí pasándolas con Edward; hablábamos, leíamos y hacíamos el amor. Otras noches cenaba con Philippa, en su piso o en un restaurante, antes o después de un concierto; o nos quedábamos en el club al que pertenecía cerca de Oxford Circus; o dábamos largos paseos por el embarcadero o por Hampstead Heath. Habíamos empezado a tener una reputación de pareja; de hecho, Emma Leland comentó lo bien que encajábamos, «ambos tan literarios, como los jóvenes Woolf».
Nos reímos un montón de Emma Leland.
Una tarde Anne Cheney llamó para invitarme a una cena que estaba organizando.
—Y trae a esa encantadora Philippa —añadió.
Eran las ocho y Edward y yo estábamos leyendo en el sofá y, aunque tenía los ojos en el libro, sabía que estaba escuchando… ferozmente.
Se me escapó una sola vez:
—Se lo preguntaré a ella y te aviso —dije.
—¿Quién era? —preguntó Edward luego.
—Anne Cheney. La hermana de George Cheney. Me invita a cenar la semana que viene.
—Ah. —Un compás de silencio—. ¿Y a quién se supone que tienes que preguntar?
—A Caroline.
—Ya.
Volvió a su Manifiesto comunista; yo, a mi novela.
Luego, unos instantes más tarde:
—¿No podía llamar directamente a Caroline?
—¿Qué?
—Anne Cheney. ¿No podía llamar a Caroline y preguntárselo ella misma?
—No sabía el número —dije.
—Ya —dijo de nuevo Edward, antes de volver a su lectura.
Por supuesto, a Philippa le había contado otras tantas mentiras. Le dije que vivía solo. Le dije que nunca había tenido un amante masculino de verdad, sólo una serie de parejas sin nombre con quienes había mantenido relaciones sexuales sin complicaciones y nunca demasiado gratificantes.
—¿Y qué hacen exactamente los hombres juntos? ¿Te importa que te lo pregunte? Siempre me ha intrigado.
—Bueno, Philippa…
—No te pongas nervioso. Dímelo sencillamente.
—Masturbarse, sobre todo.
—¿Has dado por culo a alguien?
—No. Nunca.
—Cuando vas por la calle, ¿te quitan el aliento los hombres guapos?
—A decir verdad, siempre presto más atención a las mujeres guapas.
—En realidad, yo también. ¿Me convierte eso en lesbiana?
—No lo creo.
Mentí sobre las noches que no pasaba con ella. Le dije que las pasaba en Richmond, con Channing y Caroline. También le dije que nunca podía dormir en su piso debido a mi trabajo de profesor y que ella no podía dormir en mi apartamento a causa de la patrona.
Sólo una vez llamó por la tarde, estando Edward en casa. Dije que era la hermana de Nigel.
Ir de uno a otro me agotó sexualmente. En ninguna época de mi vida he mantenido tantas relaciones sexuales, o disfrutado menos del sexo. Luego, en Los Angeles, aspiré a follar con tantos hombres como pudiera a la semana. Entonces fue un placer. Pero en Londres, en 1936, me encontré haciendo el amor con Philippa y Edward básicamente para disipar toda sospecha que cualquiera de ellos pudiera albergar respecto a la existencia del otro.
En otras palabras, también el sexo se convirtió en una mentira, parte de un vasto entramado de mentiras que al final existía sólo para sostenerse a sí mismo: fuera lo que fuera aquello que en un principio pretendía reforzar, hacía tiempo que se había derrumbado.
Con Edward tuve problemas para mantener una erección. No era tanto que mi atracción por él hubiera disminuido, como que la culpa y el terror la habían socavado. Así, mi cuerpo —sus nuevos olores, fatiga y agotamiento— me traicionaba. Puesto que Philippa era una mujer, los problemas con ella eran más endémicos; el mayor de ellos era que para alcanzar el climax me encontré teniendo que evocar imágenes de hombres fornicando. Por supuesto, en cuanto sentía que se acercaba el orgasmo apartaba esas imágenes de mi cabeza, abría los ojos y miraba la cara de Philippa o sus pechos y, aunque ese método funcionaba a veces y me corría en lo que parecía un estallido de amor por ella, más a menudo el orgasmo remitía, forzándome a cerrar los ojos y empezar de nuevo todo el proceso. Oh, no creo que sintiera nada. Al tocarle los pechos y el sexo, sentía nacer en mí, muy remotamente, algún vestigio de deseo heterosexual: una sensación apenas sentida, bastante parecida a tocar el poste de la cama cuando el brazo derecho se ha dormido. ¿Por qué no podría, pues, con tiempo y concentración, lograr sacar ese deseo de su escondite, ponerlo en primer plano? ¿Por qué no podría transformar mi pasión por los pechos velludos en pasión por los pechos de acerico? No parecía en absoluto descabellado.
Si Philippa se dio cuenta de mis traiciones imaginativas, nunca lo dijo. Para ser sinceros, en mi engañoso estado me tranquilizaba la calmada superficie que ella presentaba sin considerar siquiera las erupciones que pudieran estar preparándose por debajo; mientras Philippa pareciera aceptar las cosas tal como eran, yo supondría que aceptaba las cosas tal como eran. Era necesario creer que me estaba enamorando de ella, cuando menos porque enamorarse de Philippa estaba resultando tener importantes beneficios financieros. Suculentos cheques de la tía Constance llegaban a ritmo sostenido. «Considera lo adjunto como dinero loco, ya que Betty Brennan se está vendiendo espléndidamente», escribió. «Por cierto, ¿puedo esperar oír un anuncio uno de estos días? Edith Archibald tiene un maravilloso champán preparado». Por lo general, me reía de las ilusiones de la tía Constance, pero esa vez encajaban tan bien con las mías que le respondí a toda prisa, informándole de que las cosas entre Philippa y yo se estaban haciendo «serias». Al día siguiente, llamó para decir que vendría esa tarde a la ciudad para aconsejarme en la compra de un anillo de compromiso, cuyo coste por supuesto me ayudaría a sufragar.
Hoy sacudo la cabeza lleno de asombrado horror al recordar aquella absurda expedición, yendo los dos atolondradamente de joyería en joyería, mirando anillo tras anillo, y yo convencido a cada esquina de que nos encontraríamos con Edward. (Relegué hasta el fondo de la mente, me negué a contemplar, lo que le diría). Al final, nos decidimos por un sencillo anillo de oro con dos pequeños diamantes engastados, tras lo cual almorzamos en el Lancaster, donde obtuve de la tía Constance la promesa de no mencionar mis intenciones a nadie hasta que Philippa hubiera aceptado la propuesta.
—Oh, naturalmente —declaró, con un brillo de conspiración centelleando en los ojos.
Insistió en darme dinero para un taxi, dinero que no utilicé para volver a casa, sino para ir a unos urinarios públicos en Shepherd’s Bush conocidos por sus «actividades».
Sorprendente, ¿verdad?, que dado lo llena que estaba mi agenda de baile todavía tuviera tiempo para ir de ligue. ¿Cómo tuve energía para ello? Me lo sigo preguntando. Pero tenía sólo veintidós años. Podía correrme cinco o seis veces al día sin problemas. Y necesitaba sexo por placer, sexo por sí mismo: algo que no obtenía de ninguno de mis dos amantes.
Visitaba los urinarios por las tardes, cuando Edward estaba en el trabajo, después de ver a Philippa. A veces incluso en las noches que pasaba con Edward. Le decía que estaba nervioso, que necesitaba andar un poco y pensar en mi novela, pero en realidad me escabullía hasta Dartmoor Walk, un estrecho camino que bordeaba Dartmoor Park y que era un conocido lugar de encuentro de homosexuales. Siempre había hombres y jóvenes atractivos vagabundeando en los alrededores de Dartmoor Walk por las noches. Buscaba un compañero (o dos, o tres), nos ayudábamos unos a otros a saltar la valla y nos adentrábamos en la oscura y murmurante arboleda del parque, que estaba cerrado por la noche: el parque, con sus senderos de grava y los suaves sonidos animales. ¡Y qué poco frecuente y escurridiza camaradería viví durante aquellas escapadas a la luz de la luna! Éramos niños perdidos en el bosque, niños de una novela que habíamos leído de niños. Buscadores de tesoros. Y el tesoro era ese rapto entre las hojas caídas, sellado en su propio momento, protegido de la precipitación y el silbido del tiempo.
En cuanto al anillo de compromiso, lo dejé de lado. Lo encerré con llave en el cajón del escritorio, el mismo cajón en el que tenía el diario. Es una ilusión del hombre —nunca de la mujer— pensar que uno puede dividir su vida, como el famoso bígamo que consiguió hacer malabarismos con cinco esposas en cuatro ciudades durante diez años sin que ninguna lo descubriera.
Tiene que haber sido muy buen mentiroso, ese bígamo: eso o sus esposas lo querían de verdad.
Al principio me excusaba cuando salía con Philippa; luego dejé de excusarme y finalmente no sólo dejé de excusarme, dejé incluso de dar explicaciones. Edward, criatura orgullosa como era, nunca pidió ninguna. Seguimos haciendo el amor, pero menos a menudo, y sólo a iniciativa suya. Creo que se dio cuenta de eso en algún momento y dejó de propiciarlo con el fin de comprobar si su hipótesis era correcta. Luego dejamos de hacer el amor.
Una noche llegué a casa después de cenar con Philippa y lo encontré leyendo en el sofá. En cuanto crucé la puerta dejó el libro, se levantó y me rodeó la cintura con los brazos; sin embargo, Philippa seguía estando en mi mente y mis manos, de modo que le dije que no me encontraba bien y me metí en la cama.
Todavía estaba despierto cuando él se acostó al cabo más o menos de una hora. Al principio no me tocó, sino que se echó de espaldas, con el cuerpo lo más separado que pudo del mío. Me di la vuelta; mi pie rozó el suyo. Debió de tomar ese contacto accidental como una señal, porque unos segundos más tarde se me acercó y me rodeó el pecho con los brazos. No dije una palabra ni me moví. Me quedé completamente inmóvil mientras se apretaba contra mí, se frotaba en mi cuello y besaba mi nuca. Al final, buscó en mi pijama pero yo tenía el pene encogido y frío, lo más retraído posible, y apartó la mano como si lo hubieran mordido.
La noche siguiente cené con Philippa en un restaurante indio. Un joven con un bigote peinado de forma bastante elaborada se acercó a nuestra mesa. La cara de Philippa enrojeció.
—Simon —dijo con frialdad.
—Philippa.
—Es una sorpresa encontrarte aquí —dijo Philippa tras una pausa—. Jamás se me habría ocurrido que este lugar fuera lo bastante importante para ti.
—Ya sabes que de vez en cuando me gusta algo picante.
Ella sonrió y miró hacia otro lado. Tosí.
—Oh, perdonadme. Simon Napier, Brian Botsford.
Me levanté.
—Es un placer —dijo Simon varonilmente.
Medía por lo menos diez centímetros más que yo y tenía unas manos absolutamente inmensas, lo cual me hizo preguntarme por otras partes suyas.
—He oído hablar mucho de ti —prosiguió Simon, mirándome a los ojos de una forma que me produjo una erección instantánea.
—Y yo de ti —respondí, preguntándome de quién había oído lo que hubiera oído… y qué era.
Dudaba que la fuente fuera Philippa, puesto que, por lo que me había contado, no mantenía mucho contacto con Simon.
—Bueno, tengo que marcharme. Me están esperando. Encantado de verte, Philippa… y de conocerte, Brian.
Tras lo cual volvió a toda prisa a una mesa de atrás en la que una hermosa joven jugaba con sus anillos.
—Así que este es el famoso Simon —dije después de que se fuera.
Philippa miró hacia otro lado.
—Le encantan las escenas.
—¿Cuánto tiempo hace que lo viste por última vez?
—¿Qué? Oh, vamos a ver… el sábado.
—¡El sábado!
—Sí, en la fiesta de Jane Caldicott…, ¿te acuerdas de que te hablé de ella?
—No me dijiste que Simon hubiera ido.
Se encogió de hombros.
—No pasó gran cosa. Sólo que es un poco difícil resistírsele; tiene tal… tal aire. Estoy segura de que lo has reconocido.
—Sí, supongo que sí —dije tamborileando en la mesa.
—¿Cómo? ¿Estás celoso? —rio Philippa—. Pero no te preocupes, en realidad no dormimos juntos. En cualquier caso, fue por los viejos tiempos, nada más.
Abrí la boca para decir algo más, pero luego me detuve. No tenía derecho a quejarme.
—Bueno, Philippa, supongo que soy un poco más anticuado que tú —dije. (Una de las pocas cosas ciertas que había dicho en semanas).
—Eres de lo más encantador —dijo Philippa—. Podría acostumbrarme a ti.
Me dio una palmada en la mano de un modo maternal.
—¿De verdad?
—Oh, sí.
El alivio inundó mi corazón.
—Me alegra oír eso —dije—. De verdad.
Philippa sonrió benefactoramente y buscó algo en su bolso.
Llamó la tía Constance. ¿Tenía alguna noticia?
—A su debido tiempo —dije.
Edward, sentado frente a mí en el sofá, en ningún momento alzó los ojos del libro.
En medio de la noche, Edward me despertó, con sus manos en mi estómago. Sabía lo que quería: un beso, un abrazo; palabras tranquilizadoras. Me quedé inmóvil como una piedra. No podía dárselo.
Al final, apartó las manos. Sin embargo, su respiración —firme, ansiosa— me mantuvo despierto, de modo que me levanté de la cama.
—¿Adónde vas? —preguntó.
—Al sofá.
—¿Por qué?
—Para dejarte dormir.
Me eché en el sofá. Lo podía oír al otro lado de la habitación moviéndose, dando vueltas en la cama. Cerré los ojos, conté las respiraciones, al final caí en un sueño agitado. Y luego ya era de día; la cama estaba hecha; Edward había ido a trabajar. Estaba citado con Philippa a media tarde, lo cual me exigía que saliera más o menos una hora antes de que Edward volviera. (De modo inusual, fui en autobús). Cuando regresé —bien pasada la medianoche—, Edward ya estaba acostado. De nuevo hice la cama en el sofá. De nuevo dormí hasta que se hubo marchado por la mañana. Así pasaron veinticuatro horas en las que literalmente no nos hablamos.
La noche siguiente cené con Philippa, luego fui a ligar y no volví a casa hasta las cuatro de la mañana. Allí estaba Edward, sentado, completamente vestido, en el borde de nuestra pandeada cama. Había encendido todas las luces del piso, incluso la del techo. Bajo esa cruel y decidida mirada quedaban iluminadas cada una de las manchas de la colcha: pasta de salmón y té, aceite mineral y moco, orina y semen.
Edward me miró. En las rodillas tenía su precioso ejemplar de El manifiesto comunista. Una fina línea de sangre corría por su mejilla desde el lugar en el que se había cortado al afeitarse (¿afeitarse a aquella hora?), me senté a su lado y la limpié con el dedo, fijándome en cómo la sangre iluminaba, brevemente, las enroscadas huellas de la yema.
—Edward —dije.
—¿Dónde estabas?
—He ido a cenar. Nos hemos quedado charlando hasta tarde, eso es todo.
—¡Es tarde! Son las cuatro de la mañana.
Cogí el libro de sus rodillas, lo dejé en la cama, cogí su cara con las manos y se la acaricié de tal modo que las lágrimas asomaron a sus ojos.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó, con voz baja, desesperada.
—Tranquilo —dije, tocándole la frente con los labios—. Todo está bien.
—¿Qué…?
Lo besé. Lo empujé encima de la cama, le quité los pantalones y los calzoncillos, cogí el frasco de aceite mineral del cajón, unté su polla y empecé a frotar. Pero su polla estaba blanda y cuando le alcé las piernas e intenté darle por culo, la mía también lo estaba y no paró de resbalar.
Al final, desistí y me eché en la cama. Permanecimos durante algunos minutos muy quietos, las caras mirando paredes opuestas. Todavía llevaba los calcetines negros, la camisa, la corbata y el suéter.
—¿Qué es lo que he hecho? —preguntó al cabo de un rato.
—No has hecho nada.
—¿Te he irritado? ¿Robado demasiado tiempo?
—No, claro que no.
—¿Es porque traje a John Northrop a tomar el té? He estado pensando en ello y he decidido, de verdad, que quizá me pasé de la raya, es tu piso…
—¡No!
Silencio brutal.
—Entonces, ¿estás enamorado de alguna otra persona?
Me senté.
—¿Qué?
—¿Sí o no? Si es verdad, tienes que decírmelo. Tienes que hacerlo.
—Edward, ¿cómo se te ha ocurrido esa idea? Claro que no. Y, de todos modos, ¿qué quiere decir «enamorado»? ¿Estamos nosotros «enamorados»?
—Creí que sí.
—Yo nunca lo he dicho.
—No, no lo has dicho. Así que quizá he sido un perfecto idiota.
Me aparté de él.
—Edward, todo el mundo tiene su propio modo de decir cosas. La cuestión es que todavía somos jóvenes, somos demasiado jóvenes para… para estar teniendo esta conversación. Necesito, necesitamos tener más libertad entre nosotros.
—¡Más libertad! Nunca me dejas ir a ningún sitio o hacer nada contigo. Cada vez más tu vida está ahí fuera, mientras yo me quedo sentado en este maldito apartamento escuchando el ruido de las cañerías.
—Edward, estás sacando las cosas de quicio. Es natural que yo quiera tener mi propia vida social. No tiene nada que ver con mis sentimientos hacia ti. Nada.
Miró hacia otro lado. Fue como si de pronto comprendiera que podíamos seguir hablando y hablando sin ningún resultado, porque uno de nosotros estaba mintiendo.
La sangre de su cara, observé, había empezado a cuartearse.
—Mira, es tarde —dije al final—. Vamos a la cama.
—Como si eso fuera una solución.
—Voy a lavarme un poco.
Fui al cuarto de baño, abrí el grifo, me eché agua fría en la cara, la examiné en el espejo. Esto no puede estar ocurriendo, le dije al espejo. Soy demasiado joven para que esté ocurriendo. Jódete, me contestó el espejo. No eres tan joven, y ya está.
Volví a la habitación. Durante el intervalo, Edward había abierto la cama y se había quitado el resto de la ropa. Estaba tumbado, con los ojos cerrados con fuerza, el cuerpo en forma de «ese», bien apretado bajo la sábana y la manta.
Muy silenciosamente, cogí mi almohada y me dirigí de puntillas al sofá.
Como si importara. Como si él no estuviera contemplando todos mis movimientos.