7

Durante toda la semana estuve pensando en si le diría a Edward la verdad: que había recibido una invitación para cenar y que otra vez, a pesar de mis promesas de no hacerlo, saldría y lo dejaría solo. Y al final mentí. Dije que Nanny estaba enferma y que me sentía obligado a ir a visitarla a Richmond. Dijo que lo entendía e insistió fervientemente en que le deseara de su parte una rápida recuperación, aunque Nanny no lo conocía ni por asomo; yo le prometí hacerlo, mientras me preguntaba qué otras y más criminales mentiras podría presagiar esa mentira todavía inocente.

En el baño me afeité y lavé.

—¡Tu traje bueno! ¡Cuánto quieres a tu niñera! —dijo Edward, con desgarradora inocencia—. ¿Qué otro chico se arreglaría para ir a ver a una vieja mujer que le limpiaba el trasero?

—Me gusta que sepa que es querida —dije.

Me acompañó hasta la puerta.

—¿Qué harás esta noche? —pregunté.

—Oh, no lo sé. Leer. Hacerme una paja con John Northrop.

Lo miré.

—Sólo estaba bromeando —dijo.

Su sonrisa, mientras me despedía, amenazaba con hacerme entrar.

Como siempre, sobreestimé el tiempo que tardaría en llegar a mi destino con el metro y llegué al edificio de Philippa media hora antes. Así que vagué por King’s Road, mirando escaparates, hasta que me pareció que ya era una hora decente para llamar al timbre.

—Entra —dijo, besándome jovialmente en la mejilla—. Estoy acabando de lavarme el pelo.

—¿Llego pronto?

—No, no, yo me he retrasado. Entra.

Un rastro de pequeños charcos llevaba desde el lugar en que estaba hasta la puerta abierta del cuarto de baño. Un agua espumosa y un poco verdosa se agitaba todavía en la bañera.

—Háblame mientras me seco —dijo Philippa con naturalidad.

Llevaba un kimono japonés atado a la cintura con una cinta rojo sangre. Manchas de humedad perfilaban su estómago ligeramente pronunciado, los pechos y los pezones, las curvas de la parte superior de los muslos. Un persistente olor a violetas —el jabón sin duda— dominaba el pequeño piso, así como el vapor que procedía del cuarto de baño. Los harenes, pensé, tienen que haber olido así.

Miré a mi alrededor. El piso sólo tenía una habitación, un poco más pequeña que la mía, y estaba tan llena de chucherías y de muebles extraños y disparejos que apenas se podía caminar: cojines de vivos colores, estanterías rebosantes de libros, una alfombra oriental llena de pelo de gato (aunque no se veían gatos por ninguna parte), un sofá viejo de crin, procedente, sabría más tarde, de la biblioteca de la casa de campo de sus padres.

Intentando encontrar alguna cosa que decir, miré hacia la puerta del cuarto de baño y vi, para asombro mío, que Philippa se había quitado el kimono y estaba desnuda, secándose con la toalla. Tenía mucho vello púbico, de un color más oscuro que el pelo de la cabeza.

—Oye —dije—, tienes un montón de libros. ¿Están colocados tan caóticamente como los míos o sigues algún tipo de orden?

—Oh, están muy cuidadosamente ordenados, pero según un sistema tan peculiar y personal que sólo yo podría localizar algo. Me temo que sería una bibliotecaria espantosa; tendería a poner El molino junto al Floss al lado de Casa desolada porque los leí los dos en el verano de 1927 en trenes españoles.

—Me parece un método tan sensato como cualquier otro para ordenar una biblioteca.

—¿En serio?

Se puso por la cabeza un vestido azul con rosas estampadas.

—¿Me quieres abrochar, por favor? —Eso hice—. He preparado una cena muy sencilla, una especie de revoltillo vegetal estofado, más queso y pan. Me temo que no soy una gran cocinera, aunque dicen que mis salsas son originales.

—Cualquier cosa será preferible al Hotel Lancaster.

—¿Verdad que la comida era muy insípida? Al llegar a casa tuve que hacerme un curry.

—¿Sí? A mí me habría gustado hacerlo, pero no teníam… no tenía nada en casa.

Nos sentamos a la mesa. El hecho de que nos hubiéramos conocido a través de nuestras bienintencionadas tías otorgaba a la velada el emocionante cariz de algo prohibido que bajo circunstancias normales nunca habría tenido. Eso, junto con el hecho de que Philippa, por lo que yo sabía, no tenía idea de que yo era homosexual; un desconocimiento que encontré liberador, hasta que la cara feliz de Edward apareció, acusándome, en el espejo del otro lado de la habitación.

Philippa había tenido una vida absolutamente extraordinaria. Por ejemplo, su padre tenía setenta años cuando se casó con su madre, que tenía veintidós. Era ya un viudo con nietos —algunos de ellos mayores que su nueva esposa—. Murió a los pocos meses de nacer Philippa, tras lo cual la madre se casó de nuevo, esa vez con un comerciante de té de edad más próxima a la suya. Tuvieron tres hijos más. Philippa nunca conoció demasiado bien a sus hermanastros mayores —«se parecían más a tíos y tías lejanos»— mientras que los más jóvenes, todas niñas, vivían en un mundo de lenguajes secretos e intrigas de muñecas del que Philippa, en casa sólo durante las vacaciones, se vio necesariamente excluida. Únicamente se sintió bien recibida en los veranos que pasó con el tío Teddy en Gibraltar. El tío Teddy, dijo, era un hombre de buena posición económica, independiente, inteligente, infatigable. Llevaba a Philippa a toda clase de sitios deshonrosos —casas de juego y burdeles—, así como a palacios de duques, uno de los cuales intentó tocarle los pechos.

Pasaron semanas explorando las regiones agrestes y apartadas de España y visitaron las islas Baleares; Philippa dijo que nunca olvidaría Menorca, con sus kilómetros de muros de piedra, interminables, sin propósito aparente y que estaban allí desde el principio de los tiempos. Tampoco olvidaría los primitivos pueblos de Aragón, los mercados en los que las mujeres vendían ollas de barro lo bastante grandes como para que cupiera en ellas un niño. Pararon en una fonda en Beceite, cuya propietaria, la tía Cinta, tenía una pierna gangrenada. La tía Cinta se encariñó con ellos. «Envíame una postal desde Inglaterra», dijo. «Bueno», contestó Philippa en su español de la escuela. «¿A qué dirección la envío?». «Envíala a la tía Cinta, Beceite», dijo la anciana. «¿Pero no hay otras tías Cinta en Beceite?». «Sí, otras tres, pero ninguna de ellas recibe nunca correo».

El tono de Philippa al contar estas historias era mesurado, uniforme. Ni una sombra de rencor o resentimiento; en realidad, parecía hacer grandes esfuerzos para no culpar a nadie: su madre, dijo, se había ocupado muchísimo de no favorecer a sus hijas pequeñas, su padrastro la trataba como si fuera su propia hija, incluso sus tres hermanitas hacían cuanto podían por no excluirla. No era culpa de ellas que el íntimo mundo infantil no reservara un sitio para ella; no era culpa de nadie; no albergaba amargura. Y sin embargo pude detectar en su voz, si no amargura, sí un ligero cinismo, incluso fatalismo. Por ejemplo, cuando hablamos de España, sacudió la cabeza y esbozó una ligera sonrisa.

—Por supuesto —dijo—, no hay esperanzas.

—¿No hay esperanzas?

Miró su copa de vino.

—Me temo que no. Mira, los republicanos están divididos. Intentan presentar un frente unido, pero detrás de las almenas, los anarquistas conspiran contra los comunistas y los comunistas conspiran contra los anarquistas, y en medio hay un montón de extranjeros llevados por el idealismo que se imaginan que de algún modo pueden liberar España, que pueden salvar Europa.

Hizo girar la copa de vino y contempló fríamente las olas rojas resultantes.

—Pero el enemigo es conocido —exclamé—. Y si el enemigo es conocido y la meta (la derrota de ese enemigo) es clara, no hay razón para que personas con diferencias filosóficas no puedan luchar juntas. Seguro que nadie puede soportar las barbaridades fascistas…

—También hay barbaridades republicanas. Quizá no tantas, pero aun así…

—Creo que las noticias de curas asesinados son exageradas.

—Espero que tengas razón —dijo Philippa—, pero lo dudo.

Más tarde, en el sofá de crin, me preguntó sobre mi vida. Así que le describí la casa de Richmond, la muerte de mis padres, la infelicidad de Cambridge, y los primeros encuentros con Nigel. No mencioné mi homosexualidad, no mencioné a Edward, ni a Digby Grafton ni a ningún amante, para el caso (aunque confieso que relaté mi amistad con Louise de un modo que sugería algo más que una simple amistad). ¡En menudo mentiroso me estaba convirtiendo! Había mentido a Edward y en ese momento lo estaba haciendo con Philippa.

De pronto, con mucha naturalidad, Philippa colocó las piernas sobre mis rodillas. Dejé de hablar. La miré. Su expresión no había cambiado. Indicaba, a decir verdad, una especie de indiferencia monumental: si le respondía, parecía estar diciendo, estupendo; si no, tanto mejor.

Por otro lado, por mis propias razones, sentí que era de capital importancia que le respondiera, y que disfrutara.

Así que la besé. Estaba un poco borracho —supongo que los dos lo estábamos—. Se soltó el cabello y todo lo que pude pensar fue que caía por su espalda como agua, y lo toqué, preguntándome si se me escurriría entre los dedos. Cerró los ojos y me devolvió el beso. ¡Qué pequeña parecía su boca comparada con la de Edward! Pequeña, delicada y hambrienta.

Su vestido se abrió, los botones de la espalda se soltaron como un glissando, sin interrupción. Iba descalza, no llevaba sostén, sólo unas simples bragas de algodón. En cambio, yo llevaba chaqueta, corbata, reloj de pulsera, camisa, chaleco, calzoncillos, calcetines, ligas y zapatos, con los cordones atados con un nudo doble.

—¡Vas envuelto como un regalo de Navidad! —dijo Philippa mientras luchaba por sacármelo todo. Sólo deseaba, una vez desenvuelto, no resultar decepcionante.

¡Qué diferente era su cuerpo del de un hombre! Tenía, por ejemplo, las manos y los pies pequeños, pero los pezones, de color vino tinto, eran grandes, duros y decididos —¡qué contraste con los botones rosa pálido del pecho de Edward, con sus coronas de pelo pajizo!—. Tenía unos pechos muy bonitos, redondos y firmes, del tamaño de acericos. Sus partes sexuales eludían mis poderes de descripción. Pensé en sobres dentro de sobres, forrados con papel perfumado; sobres hechos de carne; u hojas de lechuga, más oscuras por fuera y más pálidas dentro. Entrar en ella no fue tan diferente, en realidad, de entrar en un hombre: un poco más húmedo y más sedoso, quizá. Y, como observó una vez Nigel, tienes que ser más educado por la puerta de delante que por la de detrás.

Nos quedamos inmóviles en el sofá durante unos instantes después de acabar el acto, pegados por el sudor, el semen y los fluidos que chorreaban entre las piernas de Philippa. Al final, se levantó y se dirigió al cuarto de baño. Oí correr el agua. Cuando volvió, llevaba el kimono con el lazo rojo y una bata de color ostra que me tendió. Yo había empezado a temblar.

—¿Tienes frío? —preguntó Philippa, rodeándome con el brazo.

—Estoy bien —dije.

—¿Estás seguro?

Como una madre preocupada, me tocó la frente para comprobar si tenía fiebre, fue a la cocina y volvió con té caliente. Lo bebí y, al cabo de poco, se me pasó el temblor.

—No sé lo que me ha pasado —dije—. La excitación, supongo.

—Es natural —dijo—. Ahora, relájate.

Le dije que lo intentaría.

Después del coito, Philippa habló con mayor libertad y soltura que antes. Aprendí, por ejemplo, que había tenido un amante desde los quince años. El mismo chico. Simon no sé qué; trabajaba en Asuntos Exteriores. Se habían conocido en Francia durante unas vacaciones de verano y estuvieron en Oxford al mismo tiempo. Por supuesto, siempre había dado por sentado que se casarían. Pero entonces habían venido a Londres, emprendieron carreras diferentes y, de pronto, de forma misteriosa, un abismo pareció abrirse entre ellos.

—Habíamos sido inseparables prácticamente desde que éramos niños —dijo—. Nuestras vidas habían sido una sola vida. Y entonces, de repente, dejaron de serlo.

Encendió dos cigarrillos y me tendió uno.

—¿Ha habido otros?

—¿Otros?

—Además de Simon… y yo.

—Oh, Dios mío, sí. ¿Te sorprende? No pensaba que te fueras a sorprender. Al fin y al cabo, tiene que haber quedado claro desde el principio que no era tal como tu tía me describía. —Soltó unos anillos de humo—. A decir verdad, ahora me veo con alguien, pero no creo que llegue muy lejos. Está casado, ¿comprendes?

—¿En serio?

—Bueno, sí. En realidad, para ser completamente sincera, es aún peor. Es mi jefe, en la editorial. No es gran cosa físicamente. Un pene minúsculo, pero tiene cierta autoridad que encuentro atractiva. De todos modos, son sólo una o dos tardes a la semana en un hotel de Pimlico.

—¿Y cómo es?

—Bueno, eso es lo sorprendente. Se supone que deberías sentirte rastrera y sucia, ¿no? Pero en cuanto una se acostumbra, no es así. Lo he considerado una gran aventura, un episodio de la novela de mi vida: este es el capítulo en que Philippa va a un hotel de Pimlico con su poderoso, guapo y despampanante jefe, para pasar una tarde de amor que nunca olvidará. Excepto que sí la olvidaré. Ha sido bastante olvidable, de verdad. Bastante monótono. Debería romper. —Se echó a reír y luego me desgreñó el pelo—. Sospecho —continuó— que tú también tienes algo que confesarme.

Miré hacia otro lado.

—Bueno —dije—, es verdad que… nunca había estado con una mujer.

—Eso era obvio —dijo Philippa—. Oh, perdona, no tomes a mal la observación. Eres maravilloso. Te adoro. Es sólo que se veía que no sabías cómo comportarte. Todavía. Era como si tuvieras que consultar un mapa todo el rato.

Me sonrojé y reí.

—No, Brian, en realidad a lo que me refería era… bueno, todo el mundo sabe… que eres homosexual.

Tragué saliva. No sabía que todo el mundo lo supiera.

—Pero quiero decir que eso no me preocupa, porque no considero la sexualidad como algo rígido. Estoy segura de que, en las circunstancias adecuadas, podría hacer el amor con una mujer muy a gusto, y pienso hacerlo.

—Philippa, espero que no creas que estaba intentando esconderte algo.

—Claro que no.

—Siempre me he propuesto acabar con una mujer…, no, no, propuesto no es lo que quiero decir. Quiero decir que siempre he sentido que mi destino era enamorarme de una mujer. Cosa que no quiere decir que haya algo malo en el amor entre hombres…, sólo que siempre he sospechado que no era para mí el final del camino. ¿Lo entiendes?

—En lo que a mí se refiere —dijo Philippa—, el amor se produce entre personas, no entre sexos. ¿Por qué limitarnos? Estamos en 1936; prácticamente el futuro.

—O también prácticamente el fin del mundo.

—En ese caso, cortemos nuestras flores mientras podamos, ¿no?

—Exacto.

Me ofreció otro cigarrillo. El momento romántico había pasado; ambos estábamos lo que los franceses llaman pensifs.

Miré el reloj; eran casi las once y media. Tendría que darme prisa para tomar el metro antes de que cerraran.

—Te puedes quedar si quieres —dijo Philippa.

—Me encantaría —dije—. Pero tengo un compromiso mañana temprano.

Una sombra pasó por su cara: decepción, o quizá alivio. Me vestí. En realidad, sólo al bajar las escaleras de su piso empecé a explorar las consecuencias potenciales de lo que acababa de hacer. Uno rara vez es consciente de la traición hasta que el acto está consumado.

Mientras me dirigía a la estación, me di cuenta de que seguía llevando su fuerte olor en las manos, de modo que hice una parada para lavarme. Un joven merodeaba cerca de los urinarios. Me miró de un modo que no era posible interpretar mal. Para gran sorpresa y vergüenza mía, tuve una erección instantánea; algo nada sorprendente, en realidad; a menudo estoy muy excitable después de tener relaciones sexuales.

—Está bastante gorda —dijo el joven—. ¿Quieres que me encargue de ella?

No le contesté. Me desabrochó, me sacó la polla de los pantalones y empezó a sacudirla.

En medio del lavabo de la estación, donde cualquiera podía haber entrado y habernos visto.

Se arrodilló frente a mí para ver mejor y me corrí con ferocidad en toda su cara.

Acabamos justo a tiempo para coger el último tren. Mientras escupía y se lavaba la cara, me abotoné y me dirigí al andén.

—Oye, ¿por qué te largas así? —me gritó—. ¿Cómo te llamas? Yo me llamo Sydney.

No le contesté. Corrí tan aprisa como pude.

—¡Eh! Te estoy hablando. ¡Oye! ¿Qué pasa, te crees demasiado bueno para hablar conmigo? Pues te la puedes meter por el culo, tío. Engreído de mierda. Me gustaría romperte tus dientes de mierda.

Pero no me siguió hasta el tren. Yo iba hacia el oeste, claro. Y él hacia el este.

En el piso, el aire silbaba, dulce como siempre, a través de los dientes ligeramente separados del dormido Edward.