Como si las cosas no fueran ya lo bastante confusas, el mundo entero pareció haberse unido en una conspiración para reflejar todos mis miedos. Una tarde, por ejemplo, volví al piso tras una visita a algunas librerías de Charing Cross Road y me encontré a Edward tomando té con John Northrop. Por más que Northrop no pudo mostrarse más cordial, no por eso habría dejado de observar que sólo había una gran cama. Cuando se marchó le sugerí a Edward que quizá la próxima vez que pensara traer a alguien al piso, me lo consultara primero. Nos peleamos.
—Yo también vivo aquí —dijo Edward con bastante razón—. Y me vuelvo a Upney enseguida si empiezas a decirme lo que tengo que hacer.
—Lo último que quiero es poner trabas a tu libertad —dije—. Pero, Edward, no todo el mundo va a ser tan comprensivo acerca de la naturaleza de nuestra relación como…
—De modo que te avergüenzas de compartir el piso conmigo. ¿Es eso lo que estás diciendo?
—En absoluto. Sólo pienso que hay que tener cuidado. Mira, quizá lo más fácil sea poner una segunda cama.
—Ah, ahora te avergüenzas de que durmamos en una sola cama. Pues tengo que decirte que mi hermano Frank y yo dormimos en una cama durante quince años y nadie dijo nada.
—Esto no es Upney.
—Oh, sí, lo olvidé. Estamos en Belgravia.
Al día siguiente llamó Tim Sprigg, el novio de Emma Leland, y me preguntó si quería almorzar con él. La propuesta me sorprendió, puesto que sólo había visto a Sprigg una vez. Todo lo que pude suponer fue que Northrop habría hablado con Emma, y Emma con Sprigg, puesto que comenzó la comida confesando en voz baja que durante años había sido esclavo de «tendencias homosexuales», hasta que conoció a Emma y descubrió en el «paisaje de la mujer» una sensación de «paz» y «bienestar» que no le habían dado sus muchas citas con chicos. Ahora veía sus años homosexuales como lo que eran, dijo: una época malgastada de «experimentación inmadura» que conducía sólo a la «vacuidad», la «degradación» y, en un caso, a un diagnóstico de gonorrea. «El amor de una mujer es enriquecedor, nutricio», dijo. «Con los hombres no hay amor, sólo sexo». Y no era casualidad que su conversión a la hetero-sexualidad hubiera coincidido con su conversión al comunismo. «Fíjate en Oscar Wilde o Radclyffe Hall: son la expresión última de una mentalidad burguesa corrupta». Salí del almuerzo más confuso que nunca, porque aunque encontré los trasnochados argumentos de Sprigg tan espurios como la mayoría de los argumentos que usan los comunistas, su proclamación de una nueva felicidad con Emma —sin contar los vividos relatos de la miseria homosexual— reiteró mis miedos con tanta precisión que me resultó imposible hacer caso omiso de ellos.
La triste verdad era que apenas me conocía. Y si el modo en que siempre había llegado a conocer a los demás era escribiendo sobre ellos, entonces lógicamente, para conocerme, tenía que dirigir la lente hacia mí mismo, tenía que contemplar mi vida con la misma perspectiva distanciada desde la que podía ver las vidas de Nigel, Louise o la tía Constance, sólo que esa vez yo sería la figura en el otro extremo del telescopio. Así pues, ajusto el foco, centro la imagen. ¿Qué se ve? Un joven de veintidós años, con el pelo negro y liso. ¿Es guapo? Bueno, no podría decirlo… no es mi tipo. Aunque imagino que tiene sus admiradores. Si se enderezara ganaría mucho, en serio. Y un corte de pelo también le sentaría bien.
«El otro día», escribí en mi diario, «me encontré junto a un viejo en un urinario público, un vejete que miraba mientras yo meaba y se masturbaba furiosamente el patético miembro con la esperanza de descargar su semilla antes de que pasara el siguiente policía y lo detuviera. El miembro, su más viejo y querido amigo, no había envejecido como el resto del cuerpo, observé. Seguía teniendo exactamente el mismo aspecto que cuando el viejo era joven y podía hacerlo cinco veces al día sin esfuerzo. Y sin embargo estaba cansado. Nunca había tenido oportunidad de cumplir su destino biológico. En vez de eso, los billones de microscópicos homúnculos que se agitaban en los fláccidos huevos habían sido malgastados, habían esperado turno para subir al tirachinas gigante, habían sido proyectados y, al aterrizar —¡splat!—, se habían encontrado en estómagos peludos, caras sin afeitar y sábanas sucias, donde habían perecido en cuestión de segundos. Esos millones de hombres en miniatura tienen que nadar río arriba hasta donde el óvulo —esa Jean Harlow pestañeante, rubia y envuelta en pieles— les hace señas; para eso habían nacido. Pero el viejo nunca les dio una oportunidad. En vez de eso, siguió corriéndose en urinarios (qué desagradable) o en su pañuelo (un trágico desperdicio) o en ese túnel convulso que parece familiar pero que tiene algo que no acaba de funcionar y al final, en lugar del sexy óvulo, hay un pedazo de mierda».
No medía mis palabras, lo veo ahora. Mi disgusto era visceral, intenso. Sin embargo, según mi diario, no me impidió follar a Edward contra la pared la tarde siguiente.
Aquella semana llamó la tía Constance. Philippa Archibald había vuelto a Londres.
Estábamos a mediados de noviembre. Nos encontramos en el Hotel Lancaster, donde la tía Constance, tal como amenazaba, había reservado un comedor privado. Por supuesto, me aseguré, por una vez, de llegar lo más tarde posible.
—¡Por fin! —me regañó la tía Constance cuando el prehistórico portero me anunció—. ¡Ya casi nos habíamos rendido!
Se puso de pie, se acercó y me dio una palmadita de «niño malo» en la mejilla, pero en su voz era audible el alivio.
—Lo siento, tía Constance —dije—. Un problema en el metro, ya sabes.
—¡Oh, tú y el metro! ¡Jamás en la vida entenderé esa pasión infantil tuya! Preferir viajar en trenes sucios por túneles malolientes, cuando con la misma facilidad podrías coger un taxi…
—Los taxis pueden ser caros, tía Constance.
—¡Pues el autobús! Ah, estoy siendo grosera. Déjame presentarte. Edith, te presento a mi sobrino Brian Botsford. Brian, te presento a mi querida amiga Edith Archibald.
—¿Cómo está usted? —exclamó Edith Archibald veladamente, levantándose y estrechándome la mano de una forma que me pareció demasiado enérgica.
Tenía unos sesenta años, ojos negros como uvas y la cintura más estrecha que jamás había visto.
—Le presento a mi sobrina, Philippa. Philippa, el señor Botsford.
—Hola —me saludó Philippa, extendiendo la mano—. He oído hablar mucho de usted.
Su sonrisa medio torcida era muy elocuente. Parecía decir, todo esto me gusta tanto como a ti, pero ¿qué podemos hacer? Podríamos intentar sacar el máximo partido de esta situación.
—Encantado de conocerla —dije, y me senté.
Quizá, al final, no iba a ser una velada tan horrible.
Llegó una camarera con las cartas; su examen provocó una acalorada discusión entre nuestras dos ancianas estadistas sobre la medida en que grandes cantidades de judías escarlata beneficiaban o no el sistema digestivo. Miré a mi alrededor. Estábamos sentados a una mesa cuadrada en una habitación que era una pequeña caja oscura. Pesadas cortinas de terciopelo tapaban las ventanas. Frente a mí —en realidad, justo encima de la cabeza de la tía Constance—, en un ángulo precario, colgaba un enorme paisaje dentro de un desconchado marco dorado. Estaba tan sucio que en la tenue luz apenas se reconocía el tema: no parecía más que una marisma de color café, en la que, intermitentemente, brillaban un par de ojos humanos o animales.
—Brian —dijo la tía Constance—, Philippa fue a la escuela con tu hermana Caroline.
—Eso tengo entendido.
—¿Cómo está Caroline? —preguntó Philippa.
—Oh, muy ocupada. Se dedica a arreglarlo todo en la vieja casa. Hay mucho trabajo desde que nuestros padres murieron.
—No sabía que hubieran muerto —dijo Philippa—. Lo siento.
—Y tengo entendido que vosotros dos incluso os visteis una vez —prosiguió la tía Constance—. De niños.
—¿De veras? —preguntó Philippa—. Sinceramente, no me acuerdo. ¿Y usted?
Me sonrió de forma burlona.
—Me temo que no —dije—. Lo siento.
—Oh, es muy comprensible.
Nuestras tías nos estaban mirando con tal expresión de pánico concentrado que los dos estallamos en una carcajada. Eso digamos que rompió el hielo. Se echaron también a reír. Por primera vez esa noche miré realmente a Philippa. Era muy hermosa, pensé; ojos grises, de huesos finos, con el pelo teñido del cálido y bruñido color de la terracota.
Llegó la sopa. Philippa hablaba con cierta animación de su trabajo en la editorial, mientras todo el tiempo nuestras tías asentían y se sonreían. ¡Qué diferente estaba resultando ser Philippa de como me la había imaginado! La tía Constance me había hecho pensar en una santa leporina, una de esas criaturas horribles de cara pero de alma generosa que dedican su tiempo libre a hacer cosas como cuidar de gorriones lisiados. En vez de eso, la Philippa de verdad era culta y segura, y sin duda los hombres hacían cola en su puerta. Incluso llevaba la cicatriz del labio leporino —un pálido festón sobre el labio superior— con sorprendente donaire.
Teníamos mucho en común; entre otras cosas, Philippa estaba informada sobre España, puesto que había pasado de pequeña una temporada en compañía de un tío soltero que vivía en Gibraltar. Ahora se mantenía al corriente de los acontecimientos que estaban ocurriendo, de modo que hablamos del PSOE y los falangistas, la amenaza de Franco y la esperanza republicana, nuestra desilusión mutua respecto al Partido y nuestra convicción compartida de que, a pesar de todo, ofrecía la mayor perspectiva de libertad para el mayor número de personas. La tía Constance interrumpía periódicamente para decir que consideraba la política un aburrimiento, mientras que la tía Edith intentaba acabar una interminable anécdota sobre una ostra en malas condiciones que se había comido durante unas vacaciones en Santander. De vez en cuando se sonreían o guiñaban como conspiradoras, felicitándose por el trabajo bien hecho.
Tomamos café en el salón. Allí una multitud de mujeres infelices asediaron a nuestras carabinas en busca de un autógrafo de la tía Constance, dándonos a Philippa y a mí un fugaz momento de intimidad. Le pregunté dónde vivía.
—Al lado de Sloane Square —dijo—. Tengo un pequeño apartamento. ¿Y tú?
—Earl’s Court.
Omití mencionar a Edward.
Philippa se inclinó confiadamente sobre su taza de café.
—Tengo que decirte que me daba pánico esta velada.
—A mí también —admití.
—Intenté una y otra vez retrasarla…
—¡Yo también!
—Bueno, mi tía no es mala persona, sabe Dios que siempre tiene las mejores intenciones, pero si hubieras visto los hombres que me ha presentado. En fin. Seguro que comprenderías mi vacilación.
—Debo decir que mi tía Constance te describió… bastante diferente de como eres. Creo que el adjetivo que siempre salía era «responsable».
—Sí, sí, eso es lo que todos quieren que sea.
—¿Y no lo eres?
—¡En absoluto!
—¡Vaya!
Me lanzó una mirada libertina.
—Qué agradable sorpresa la de esta noche, ¿verdad? —añadió.
—Sí —dije sonriendo tímidamente—. Muy agradable.
—Lo ves, no ha sido tan terrible, ¿eh? —me preguntó la tía Constance mientras me abotonaba el cuello—. ¡Y todo el revuelo que has armado! ¿No te dije que lo pasarías bien? La próxima vez deberías confiar en tu tía Constance, querido. Tiene las mejores intenciones.
Me metió algo en el bolsillo y me envió a la noche. Philippa ya se había ido en taxi. Realmente, pensaba mientras volvía en el metro a casa, había sido agradable; Philippa, al fin y al cabo, era bastante guapa. E inteligente. Pensé que me gustaría volver a verla, aunque no estaba preparado para suponer en qué grado ese sentimiento era resultado de los miedos que últimamente me habían atormentado y en qué grado una reacción a la propia Philippa. A pesar de todo, me parecía que uno tenía que seguir las atracciones instintivas hasta sus conclusiones lógicas, en especial cuando sólo se tienen veintidós años. No cabía esperar que uno tuviera predeterminado el curso de la vida cuando, en realidad, apenas la empezaba.
Recordando de pronto a la tía Constance, metí la mano en el bolsillo y encontré en él un billete de veinte libras, doblado en ocho.
Cuando llegué a casa esa noche, Edward me besó alegremente. Había salido de copas con Northrop otra vez y estaba saturado de cotilleos y comentarios. Me sentí cansado y dije que me iba a acostar temprano, pero Edward dijo que estaba demasiado agitado para dormir y que leería su Manifiesto comunista durante un rato. Para mí fue un descanso porque necesitaba tiempo para clasificar mi reacción ante el encuentro con Philippa. ¿Me sentía de verdad atraído por ella?, me preguntaba. ¿O era sólo que se trataba de la primera mujer que había aparecido desde que se me había metido en la cabeza empezar a mirar a —a fijarme en— las mujeres?
Al cabo de un rato, Edward se metió en la cama. Como siempre, me rodeó con los brazos, me besó el cuello, se frotó contra mí para que pudiera sentir su erección. Qué molesto, pensé. Me estaba distrayendo del interesantísimo tren de pensamientos al que me había subido. Intenté rechazarlo —«Me duele la cabeza», grité con un estridente falsete cockney—, pero insistió y, cuando empezó a hurgar dentro de mi pijama, perdí la resistencia. Al principio, pensé que sólo quería una paja, pero Edward quería que le diera por culo.
—Por favor, Brian —dijo—. Esta noche lo necesito.
Dije que no, que estaba cansado.
—Por favor.
—No —dije, luego sentí sus dedos alrededor de mi polla y supe que estaba perdido.
Después de eso, lo follé con ferocidad: un poco frecuente polvo nocturno que culminó corriéndome en su culo con inusual y gruñiente abandono, tras lo cual me preocupé: ¿cómo reaccionaría Philippa si descubriera lo que Edward y yo hacíamos juntos? ¿Podría contárselo alguien?
Nos lavamos y volvimos a la cama. Edward cayó dormido: su pecho subía y bajaba, suave como el de un bebé. Qué contento —qué a gusto— parecía estar consigo mismo. No se hacía preguntas, como yo. Supongo que era una cuestión de clase.
Para ser sincero, envidiaba su desenvuelta capacidad para aceptar.
Y, de llegar a saber lo que pasaba por mi cabeza, bueno, entonces no habría dormido ni la mitad de pacíficamente, ¿no?
Nigel llegó al día siguiente. Sólo iba a estar en Londres unos pocos días, me dijo, y estaría ocupado casi todo el tiempo intentando conseguir dinero para el visado de Fritz. ¿Ninguna visita a los editores ni a su viejo profesor de piano?
—¡No, Dios mío, no tengo tiempo para eso! Pero oye, ¿por qué no vienes a casa de mi madre el lunes a tomar el té? ¿Te parece bien?
Contesté que por supuesto me parecía bien.
Llegué a St. John’s Woods alrededor de las cuatro y media. Hacía un día soleado, uno de esos días poco comunes en Inglaterra durante el invierno; sentí una punzada al recordar el paraguas fatal de Rupert Halliwell. La madre de Nigel me hizo pasar…, llevaba en la cara la expresión de una mujer que se ha prostituido por amor a un despreciable calavera.
—Siento que Nigel aún no esté aquí —dijo, mientras me conducía al salón—. Tenía una cita con ese tal señor Greene, el abogado que se supone que va a ayudar a su amigo a emigrar a Sudamérica. ¿Quieres un poco de té mientras tanto? He dejado algunas de las nuevas revistas de música de Nigel para que las mires.
Le di las gracias y acepté el té; luego me puse a examinar las revistas. La señora Dent las había dispuesto en forma de abanico.
Nigel llegó unos minutos más tarde, sin aliento y maldiciendo el metro.
—El tren se paró, se paró, sin ninguna razón entre Oxford Circus y Regent’s Park, y nos tuvo allá durante todo un cuarto de hora, sin movernos. De lo más frustrante. Hola, Brian.
—Hola, Nigel.
Nos abrazamos. Había engordado un poco y necesitaba un corte de pelo; por lo demás, tenía buen aspecto.
La señora Dent nos trajo el té y luego desapareció hacia lugares desconocidos.
—¿Cómo vas con tu libro? —pregunté.
—Se supone que tengo que acabarlo el mes que viene. No estará listo, por supuesto.
—¿Y el piano?
—No he estado en un sitio el tiempo suficiente para practicar. Frau Lemper está a punto de repudiarme. ¿Leche?
—Sabes que lo tomo con leche, Nigel.
—Sí, claro. Lo siento. Y sin azúcar, ¿verdad?
—Eso.
—Venga, ponme al corriente. ¿Cómo te ganas tu salario diario?
Empecé a explicarle los detalles de mi trabajo de profesor particular.
—Hum —dijo, y también—: Ah.
Estuvo todo el rato pasándose la mano por la cabeza y mirando por encima del hombro como si esperara la llegada de un mensajero en cualquier momento. Ni siquiera la saga de lady Abernathy —ni siquiera el fumadero de opio— consiguió capturar su atención.
—Por cierto —dije—, he tenido bastante encima a John Northrop últimamente. ¿Te acuerdas de él? Creo que está muy interesado en que te afilies al Partido.
—Piensa que les daré respetabilidad —dijo Nigel—. Bueno, querido, mi precio es más alto del que puede pagar. Puedes decirle que el arte es mi ideología y que no tengo ninguna intención de escribir para el Partido.
—Muy bien. Puesto que eso es lo que sientes.
Una vez más miró expectantemente por encima de su hombro.
—Nigel —dije—, sea lo que sea lo que te preocupa, no lo escondes demasiado bien.
—No.
—En absoluto.
Miró su taza.
—Es que me es un poco difícil estar separado de Fritz —dijo al final—. Claro que sé que se encuentra a salvo: está con el hermano y la cuñada de Horst en Estocolmo, y seguro que se ocupan bien de él. Pero, el pobre chico está terriblemente asustado, y no lo culpo. Llegan espantosos rumores de Berlín. ¿Te acuerdas del viejo doctor Hirschfeld, que llevaba un instituto sexológico? Dicen que lo han fusilado. Dicen que están deteniendo a los homosexuales y metiéndolos en campos de concentración. Su padre nunca aceptará que él también lo es, Fritz cree que lo echará a los perros si no consigue reformarlo.
Y el abogado, ese Greene, ya sé que me lo han recomendado mucho, pero no me fío de él. Es un viejo judío y trabaja en una sórdida oficinucha en el Soho, y cada vez que lo llamo se enfada conmigo y me dice que todo está en orden, que los papeles tendrían que llegar cualquier día, y que por favor no lo moleste más. ¡Pero lleva semanas diciendo lo mismo y no han llegado! ¡Y encima todavía tengo que conseguir quinientos billetes para pagar a ese hijo de puta! —Encendió un cigarrillo—. Lo único que me hace continuar… bueno, me imagino a los dos en Ecuador. Si Dios quiere, dentro de un mes estaremos allí, lejos de todo este baño de sangre, y Fritz estará por fin a salvo.
Durante unos instantes, nos mantuvimos en silencio, Nigel soltando humo.
—¿Y qué hay de España? —dije al final—. Parece que todo el mundo va a ir. ¡Incluso Emma Leland dijo que piensa ir con su coche!
Esto provocó, en Nigel, sólo una risa poco entusiasta.
—Supongo que he estado tan preocupado con Alemania, que me he olvidado de España. Por cierto, ¿te he enseñado una foto de Fritz?
—No.
Por primera vez en toda la tarde, algo parecido a la esperanza se asomó a la cara de Nigel.
—Mira, tengo una aquí. No sale muy bien, pero te harás alguna idea.
Sacó de su bolsillo una foto borrosa en la que un chico de pelo rubio corto y mejillas infantiles, vestido con los tradicionales lederhosen bávaros, posaba con orgullo en lo alto de una roca.
—¡Qué verano tan maravilloso! —dijo Nigel—. Tanto sol; todo parecía posible.
Una sonrisa apareció en su cara y me recordó a Nanny cuando rememoraba su breve y dichosa luna de miel en Brighton antes de que a su marido lo matara un tractor.
El amor nos rejuvenece, pero el mundo nos envejece.
La noticia más extraña llegó de Upney. Edward fue a visitar a su familia y cuando volvió anunció que su hermana Sarah ya no albergaba sentimientos amorosos hacia el señor Snapes de la estafeta de Correos; en vez de eso, ¡había transferido sus afectos a mí!
—Es cierto —dijo Edward—. Lucy encontró su diario. Te adora y vive para tu próxima visita, aunque, claro, no se atreve a preguntar cuándo será; está asustadísima de delatarse, la pobre. Así que Lucy y yo hemos pensado que deberías venir a cenar otra vez, en serio. Sarah es una buena chica, de verdad, aunque simple, eso sí, y no te puedes imaginar cómo se emocionará. Oh, no te preocupes, no esperará nada de ti. Sólo querrá contemplar tu perfil varonil… Con eso tendrá para todo el mes, sí. ¡Diablos, hasta es probable que tenga para todo el año!
La siguiente tarde, llamó Philippa Archibald invitándome a cenar en su piso el sábado siguiente.