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Me parece que ahora es necesaria alguna explicación de mi actitud hacia la homosexualidad en el otoño de 1936.

Para empezar, en aquella época me había acostado probablemente con unas tres docenas de muchachos, todos alemanes o ingleses; nunca con una mujer. No obstante —por increíble que pueda parecer—, seguía pensando que llegaría un día en que me enamoraría de alguna chica encantadora e inteligente, con la que me casaría y que me daría hijos. ¿Y la atracción por los hombres? A decir verdad, no me preocupaba mucho. Fingía que mi homosexualidad era una función de la juventud, que cuando «creciera» desaparecería, como los dientes de leche, y se vería sustituida por algo más maduro y permanente. Al fin y al cabo, yo no era ningún marica; no como aquel muchacho de Croydon, que se ahorcó después de que su padre lo descubriera con maquillaje y ligas, él sí que era un marica, como lo eran Oscar Wilde, mi tutor de latín de primero, el hermano de Peter Lovesey, el amigo de Channing. Los maricas se tiraban pedos de forma diferente, iban a bares donde los taburetes carecían de asientos y tenían muy poco que ver con mi pandilla, es decir, Nigel, Horst y nuestros amigos homosexuales, todos los cuales eran agresiva y claramente masculinos, gozaban con cosas masculinas y no tenían tratos con afeminados y mariquitas, los afectados Rupert Halliwell del mundo. Para un ojo inexperto nada nos distinguía de los hombres «normales», aunque debo confesar que hacia 1936 la mayoría de mis amigos había dejado de engañarse creyendo que su homosexualidad era sólo una fase. Afirmaban más bien, haber renunciado a las mujeres por elección. Para ellos la homosexualidad era un acto de rebeldía, una forma de burlarse de las rígidas costumbres de la Inglaterra eduardiana, pero eran también fundamentalmente misóginos que habrían preferido vivir en un mundo desprovisto de cosas femeninas, donde los hombres se reprodujeran partenogenéticamente. Las mujeres, según estos amigos, eran el «enemigo de clase» en una revolución sexual. Furiosas por nuestra indiferencia ante ellas (y ante el orden natural), urdían atraparnos y convertirnos, desbaratando de ese modo el desafío que suponíamos al invencible vínculo heterosexual.

La idea me entusiasmaba —como cualquier idea que oliera a rebeldía—, pero también me asustaba. Me parecía entonces que la misoginia de mis amigos no les dejaba ver el hecho de que, hasta ese momento, habían sido, y era probable que siempre fueran, los hombres heterosexuales, no las mujeres, sus más implacables enemigos. Pero a mis amigos no les gustaban las mujeres y, por lo tanto, no podían reconocer que ellas podían ser para nosotros compañeras más auténticas que los John Northrop cuya aprobación buscábamos de forma tan desesperada. Así que rechazaba hacer la misma elección que ellos, aunque, de modo decisivo, seguía creyendo que era una elección.

Había otra razón por la que no renunciaba a las mujeres, como habían hecho Nigel y los otros, y era, dicho claramente, el miedo. ¿Cómo sería, me atemorizaba pensar, llegar a la mediana edad y envejecer siendo homosexual? Los viejos maricas, lo sabía, vagaban por los urinarios públicos perpetuamente, sin que se les hiciera caso, se los ridiculizaba y se les pedía arrogantemente dinero. ¡Con cuánta desesperación no deseaba acabar como ellos! ¡Y cuánto más agradable era la perspectiva de considerarse a sí mismo, a los setenta años, en una casa en el campo, con una chimenea encendida, y rodeado de voces de niños y perros!

Como he dicho antes, en aquella época era un aficionado al metro de Londres y, a veces, me pasaba horas reflexionando detenidamente sobre el mapa del metro, fascinado por los vivos y elegantes colores y por los extraños nombres de las estaciones. Pero ese mapa ofrece sólo un burdo simulacro de realidad. Encoge el vasto viaje al extrarradio, aumenta la embarullada red de venas que subyace a la City, suaviza toda curva y todo ángulo antiestéticos. El resultado es una ilusión de orden y coherencia, de diferenciadas líneas de color enlazando sin trabas un destino con otro. Sin embargo, al ir en metro uno cree en ese mapa, se siente viajando no bajo la confusión llena de pánico de la vida urbana sino por el propio mapa, en suaves pulsos a lo largo de una línea roja hasta el punto de intersección con la línea marrón que, a su vez, lleva hasta el punto de la intersección con la línea verde. En la superficie, el mundo continúa a su desordenada manera; bajo tierra, todo se conecta.

Así era la muchacha con la que imaginaba que un día me casaría: el final de la hipotética línea de mi juventud.

Recuerdo, a principios de los treinta, haber seguido con gran interés la ampliación de la línea Piccadilly hasta Amos Grove, Southgate, Cockfosters: remotas estaciones suburbanas que para mí eran hipotéticas; ¿quién tenía alguna vez ocasión de visitarlas? Lo mismo ocurría con la edad adulta: aunque sabía que existía, siguió siendo para mí un destino tan abstracto como las afueras que el metro inventaba a toda velocidad.

Sin embargo, al final acabé yendo hasta allí antes de que finalizara el año.

De Nigel:

Te escribo desde París, pero nos habremos ido antes de que recibas esta carta. Fritz ya no puede seguir aquí. Como temíamos, la Gestapo le persigue. Anoche, en un restaurante, dos hombres que estaban sentados en la mesa de al lado intentaron abordarnos. Horst, que nos acompañaba, insiste en que eran sólo hombres de negocios alemanes, pero Fritz dice que reconoce a los agentes en cuanto los ve y me inclino a creer que sabe de lo que está hablando. La policía también lo vigila, de modo que he pensado que lo mejor es que salgamos de Francia. Nos vamos a Utrecht, presumiblemente en ruta hacia Estocolmo. No tenemos dirección en Utrecht por ahora; tendremos que buscar un hotel. Me he puesto en contacto con el abogado que mencioné en la última carta, un tal S. Greene; me ha asegurado que puede obtenerle a Fritz un visado y un pasaje para Ecuador, ¡pero sus honorarios son 750 libras! Hasta ahora le he pedido prestadas a mi madre cien, con las que Greene ha empezado las negociaciones —mi único temor es que sea demasiado tarde para Fritz—. Pobre Fritz, ¡sólo tiene veinte años! Por primera vez tiene aspecto agotado y temeroso. En toda la semana pasada no salió a la calle, permaneció sentado en nuestra habitación, mirando la puerta, temiendo la llamada. Intento mantenerlo animado, pero es difícil… ¡y sabe Dios de dónde voy a sacar las 650 libras que faltan!

En cuanto nos alojemos en Utrecht, iré brevemente a Londres para hablar con Greene. No me atrevo a llevar a F. conmigo; Greene ha comprobado el nombre: ya está en la lista inglesa, gracias sin duda a su padre. Te telegrafiaré la nueva dirección en Utrecht en cuanto la tengamos; mientras tanto, puedes escribirme a la lista de Correos. Debo darme prisa para coger el tren. N.

Edward llegó a mi piso el primer domingo de octubre.

—Hola —dijo animadamente.

—Hola —dije animadamente.

Nos besamos. Sus mejillas estaban rojas y frías, y resoplaba un poco.

Soltó tres maletas raídas y repletas y fue a lavarse las manos.

—¿Té? —pregunté.

—Sí, gracias —respondió, y procedió a deshacer el equipaje con una rapidez y una concentración sorprendentes, colgando los trajes en el armario, colocando los calcetines y las camisas en los cajones que había vaciado para él, poniendo sus libros en la estantería que le había preparado. Cada vez que dejaba un artículo, lo tachaba de una lista que había traído, sólo para asegurarse de que no perdía ni olvidaba nada. (En esa misma gastada libreta negra, según supe más tarde, anotaba las horas que había dormido cada noche, la ropa que compraba, sus movimientos intestinales, peso, incluso la amplitud y la intensidad de sus orgasmos, por no mencionar los libros que leía, cada uno de ellos registrado por el título, el autor, la editorial y tanto la fecha como el lugar de compra o préstamo. Por supuesto, ordenaba sus libros alfabéticamente; ¡qué contraste con los míos, que eran un verdadero caos!).

Con la ropa a buen recaudo, Edward se dirigió a continuación al cuarto de baño y dejó el polvo dentífrico, el cepillo, el peine, la navaja y la bacineta. Lil le había dado un pastel de fruta, y nos lo comimos con el té, tras lo cual se levantó, llevó las cosas del té a la cocina y las lavó a fondo, como para demostrar su responsabilidad, la medida en que, tras haberse mudado, adoptaba un orgullo de propietario por el lugar.

Unos días antes había ido a buscar a Richmond un viejo gramófono. Puse un disco. Para mi sorpresa, Edward me cogió entre sus brazos y empezamos a bailar, dos hombres torpes y desgarbados, sin idea ninguno de los dos de cómo guiar. Era el crepúsculo, el tiempo era húmedo, las primeras ráfagas borrascosas de otoño se colaban por debajo de los marcos de las puertas y las ventanas. Aun así nos quitamos la ropa, los cuerpos acalorados, nuestras erecciones golpeándose, los sedosos pelos de las piernas suavemente resbaladizos, mientras la voz del gramófono gemía y la voz de Edward la imitaba, nota por nota.

Edward me besó. El disco se acabó. Me agaché, empecé a besar su pecho, su estómago, seguí bajando… Sabía que lo que quería hacer era depravado. Debí de estar pensando: «Voy a escandalizar a Edward, se escapará gritando…», pero sus profundas inspiraciones, mientras le besaba el cuerpo, me animaron, y su polla, dura y elástica como una seta, la punta perlada con una brillante escarcha, a sólo unos centímetros de mis labios. Dios sabe que me sentí avergonzado —en serio, pensé, debería ir a ponerme cuanto antes en manos de sexólogos— así que empecé a retroceder hacia su estómago, hacia su boca, pero él me empujó la cabeza hacia abajo.

—Hazlo —dijo con voz crispada.

—Edward…

«Hazlo». Había necesidad y rabia en su voz. Me empujó la cabeza hacia él; la punta de su polla patinó sobre mis dientes. La metí en mi boca. Su polla se hinchó, Edward se arqueó, tembló y se corrió sin aviso, inundándome de pronto la boca con su semen, cálido y ligeramente espeso, que sabía un poco a una salsa de leche y harina con demasiada sal. Entonces se apartó, se arrodilló, el pecho tembloroso, los ojos enormes y hambrientos, pasó sus dedos por entre mi pelo y, besándome, chupó su propio esperma de mi boca, me lamió los restos de la cara, así supe que no había límite, no había distancia que no pudiéramos franquear los dos juntos.

Tropecé con John Northrop una tarde en la tienda de comestibles. Para sorpresa mía, me reconoció, aunque no podía estar seguro si de la escuela o de la reunión que había presidido.

Northrop, por lo que recordaba, era de Shropshire y, físicamente, era un verdadero tipo de Shrophire, parecía sacado de Housman: grande, rubio, sano, aunque el perímetro que abarcaba su enorme pecho y abdomen se estaba volviendo demasiado amplio, resultado sin duda de algunas cervezas de más. También era irrecuperablemente heterosexual. Y, sin embargo, había algo sexy y tranquilizador en su tosquedad. Sentías que podías confiar en él para que te hiciera algo absolutamente asqueroso sin provocar una lesión permanente.

Me invitó a una cerveza y acepté.

—He seguido tu carrera desde el colegio —me dijo en cuanto nos acomodamos en el bar con nuestras cervezas—. Oh, ya sé lo que estás pensando: «Este Northrop seguro que es un analfabeto», pero lo cierto es que leo alguna novela de vez en cuando, o algún cuento de una u otra revista. Y Dios sabe que tu amigo Nigel Dent se ha hecho bastante famoso últimamente no sólo como pianista sino también con esas cartas que escribe para los periódicos. ¿Dónde está ahora?

—Utrecht.

—No hace falta que te diga que tipos como vosotros, con talento para la palabra, es justo lo que las Brigadas necesitan. Todos esos panfletos que publicamos, por ejemplo. Siempre digo que podrían ser importantes, sólo con que esos escritorzuelos izquierdistas supieran el maldito abecé de cómo poner una palabra tras otra. No soy ninguna excepción. Oh, sí, ponme en una tribuna y puedo llevar toda una sala al frenesí. Pero si me pides que escriba un panfleto soy un desastre. Me arranco los pelos. Tiro la máquina por la ventana. —Se echó a reír, sacudió la cabeza, tomó un sorbo de cerveza—. Ahora bien, si tuviéramos a tipos como tú y Dent escribiendo, eso sí que sería otra cosa.

—Tengo que pensarlo —dije.

—Por supuesto —dijo Northrop—. Por cierto, ¿sigues planeando ir a España? Te diré que las cosas se están poniendo al rojo vivo. Las apuestas están cada día más altas. —Bajó la voz—. Me fijé en que no firmaste al final, en la reunión. Te fuiste con un tipo. Un tipo joven. —Sí.

—¿Un amigo tuyo?

—Compartimos alojamiento.

—¿En qué trabaja?

—Trabaja en la estación de metro. Es revisor.

Northrop esbozó una amplia sonrisa.

—¿Lo ves? ¡Ya eres comunista! Al pedirle a ese joven que comparta la vivienda contigo has desafiado la complacencia burguesa. —Alzó el vaso para hacer un brindis—. ¡Una mierda para el sistema de clases! ¡Proletarios del mundo, uníos!

—Salud —dije.

Northrop tosió.

—¿Y por qué no firmaste al final? —preguntó a continuación.

—Supongo que tuve miedo —admití—. Bueno, los hombres como tú y como yo… ¿qué sabemos de batallas? Las únicas luchas en las que hemos participado han sido en campos de criquet.

—Dicen que en cuanto tienes un fusil en las manos ya eres un soldado —dijo Northrop.

—Supongo que tú vas a ir.

—Oh, sí. Y te diré por qué. Porque algún día, cuando todo esto haya acabado, entre aquellos de nosotros que tengan la suerte de sobrevivir, habrá que rendir cuentas. Nos miraremos unos a otros y diremos: «¿Dónde estuviste cuando la suerte estaba echada? ¿Qué hiciste?». Y cuando llegue ese día, quiero ser capaz de responder: «Luché. Arriesgué mi vida y luché, y estoy orgulloso de haberlo hecho, no me importa si estoy cojo o ciego o como ese tipo de la novela de Hemingway». —Sus dientes brillaron—. En algún momento de los próximos dos años alguien va a cambiar el mundo. Alguien tiene que hacerlo. Y lo que está en juego es si vamos a ser nosotros.

Sombríamente, contemplé los restos de mi cerveza.

—España es nuestra oportunidad. Mi intención es estar allí, aunque tenga que morir.

—¿Y si perdemos?

Miró hacia otro lado.

—No perderemos —dijo.

—¿Cómo lo sabes?

—No podemos permitírnoslo —dijo Northrop—. Ellos pueden permitírselo. Ellos siempre pueden permitírselo.

Miré el reloj.

—Bueno, Northrop —dije—, me ha encantado charlar contigo, pero tengo que irme corriendo. El mercado cierra dentro de media hora.

Le dejé algunas monedas. No las rechazó.

—Piensa en lo que te he dicho —me gritó mientras me dirigía a la puerta.

—Sí, lo haré —dije—. Cuenta con ello.

—¡Y coméntaselo a Dent también, si lo ves! Me encantaría poder hablar con él la próxima vez que venga a Londres; ¿viste su artículo en The Gramophone? Extraordinario.

—Le transmitiré tus cumplidos —murmuré con frialdad, preguntándome cómo no me había dado cuenta desde el principio de que en realidad iba detrás de Nigel.

La tía Constance me consiguió un trabajo, para dar clases particulares a un niño gordo y cretino con labios bulbosos y una finísima sombra de bigote. El niño era estúpido y tenía la desagradable costumbre de repetir las opiniones de sus padres: «Mi padre dice que sólo los vagos y los inútiles están sin trabajo», etcétera. A pesar de todo, ese mismo padre pagaba bien y, como el niño tenía tan poco interés en aprender como yo en enseñar, nuestras tardes juntos, aunque siempre aburridas, no eran nunca agotadoras.

El niño —no recuerdo su nombre— se iba a las cuatro. Luego, alrededor de las cinco y media, llegaba Edward, con comida. Tomábamos el té, se lavaba, hacíamos el amor. Edward y yo siempre hacíamos el amor por la tarde. Rara vez por la noche, cuando las sombras se adueñaban del mobiliario y una misteriosa suavidad envolvía la limpia atmósfera del piso. Nunca por la mañana, a pesar de que, como es habitual en los jóvenes, nos despertábamos con erecciones. O bien el sol era demasiado implacable o nos habíamos quedado dormidos y Edward llegaba tarde al trabajo; o vacilábamos en besarnos hasta que nos hubiéramos lavado los dientes, momento en que ya estábamos despiertos, la cabeza ocupada en otras cosas.

No, la hora del té era nuestro momento: la hora, en Inglaterra, de los cuellos almidonados y los bollos. Qué excitante y guarro era desnudarse a las cinco de la tarde, quedarse de pie, desnudos y duros en la indecente luz, mientras arriba nuestras vecinas esparcían Marmite en sus tostadas y hablaban de la familia real. Me gustaba follar a Edward contra una pared en especial en la que el sol daba a través de las persianas. Barras de luz atravesaban su trasero mientras se inclinaba, las manos alzadas, la boca contra el papel pintado. Mientras entraban los olores de comida de los pisos vecinos, lo tomaba así, le daba por culo incesantemente, hasta que se corría en una mancha húmeda contra la pared. A esa hora siempre estaba oscuro. Medio desnudo, corría hasta la cocina en busca de un trapo con el que quitar la mancha. Luego nos limpiábamos nosotros, encendíamos la radio y hacíamos la cena.

Me resulta curioso, visto de modo retrospectivo, que, aunque yo lo follaba regularmente, Edward mostrara poco interés en hacer lo mismo conmigo. Me pregunté la razón. Nunca me habían dado por culo, aunque una vez había experimentado con una zanahoria de la despensa: la sensación que recordaba más vivamente de ese intento era un frío entumecedor. Y en modo alguno había experimentado los paroxismos de placer que aseguraba tener Edward aquellas tardes contra la pared —paroxismos tan intensos que no podía evitar preguntarme qué me estaría perdiendo—. Una zanahoria, al fin y al cabo, no es una polla, al menos, a juzgar por el modo en que Edward se comportaba.

Una tarde estábamos tonteando en la cama. Levanté el culo en el aire y me quedé así. Al principio, Edward pareció sorprendido. No hizo nada. Luego se puso a luchar conmigo cogiéndome por el estómago.

En otra ocasión, cuando llegó a casa del trabajo, me coloqué contra la pared en la que yo lo follaba, más o menos en la posición que solía adoptar él.

—¿Haciendo ejercicios de gimnasia? —preguntó, y se dirigió a la cocina para servirse un poco de té.

—Ejercicios de gimnasia, sí —dije.

Si de verdad Edward comprendía lo que intentaba decirle, al parecer no iba a decir hada. En realidad, no pude evitar preguntarme si, habiendo descubierto en mí una fuente segura de placer, no temía que me volviera tan adicto a los placeres de la sodomía pasiva como para perder todo interés en «hacer de hombre» para él.

En aquella época, tenía una activa vida social. ¡Da la impresión de que hay tantas cosas por hacer cuando se es joven! Cenas, salones, soirées… Una viuda acomodada que disfrutaba con la compañía de homosexuales inteligentes me invitaba regularmente a sus jueves, y yo solía ir, aunque sólo fuera por la comida, que era buena y abundante. Luego estaban las pequeñas cenas ofrecidas por mis amigos de Cambridge: veladas torpes y bien regadas en las que se comía espaguetis en platos de muchas clases, de pie en la cocina, y se discutía de política. Y tenía otros amigos, amigos con dinero como Rupert, que celebraban bailes en casas de campo donde la hierba brillaba húmedamente y carpas centenarias nadaban en los estanques. Disfrutaba con esas actividades: creo que todos los escritores lo hacemos, atrapados como estamos la mayor parte del día en el solitario confinamiento de nuestros cerebros. En realidad, hasta que vino a vivir a mi piso, nunca se me ocurrió que la llegada de Edward podía limitarlas. De modo que, con cada nueva invitación recibida, me veía obligado a tomar una decisión: ¿debía llevar a Edward (y, al hacerlo, ofrecer nuestra relación al examen público)? ¿Debía seguir yendo solo (y arriesgarme a herirlo)? ¿O debía sencillamente dejar de salir?

Confieso que durante las primeras semanas opté por la tercera y más fácil alternativa. No parecía un sacrificio; mi relación con Edward era todavía tan nueva que incluso la más tentadora propuesta palidecía en comparación con la perspectiva de pasar una noche a solas con él. Sin embargo, la lozanía acaba por marchitarse en cualquier romance, incluso el más perdurable, y el nuestro no fue una excepción. Recuerdo haberme despertado una mañana sintiendo un ligerísimo matiz de aburrimiento, como un niño que se niega a comer lo mismo día tras día para desayunar; un hartazgo, si se quiere; un débil y vacilante brote de pasión viajera… Entonces supe que sería sólo una cuestión de tiempo el que llegara una invitación demasiado tentadora como para rechazarla.

Llegó muy pronto. Una tarde, inesperadamente, llamó Louise Haines, de quien había sido amigo en Alemania. Me gustó y me sorprendió que me llamara, porque no la había visto ni había oído hablar de ella durante casi dos años.

—Querido, ¿cómo estás? —exclamó con su áspero contralto característico—. Acabo de llegar hace una semana. Llevo varios días queriendo llamarte, claro, pero ya sabes cómo son las cosas… hay tanto que hacer. Sí, estoy aquí con unos amigos de París y he tenido que enseñarles todo Londres y el sábado, claro, fui a Ruislip a ver a mi madre… ¡agotador! ¿Podrás perdonarme? Oye, tienes que quedar con nosotros esta noche en el Savoy. A las siete y media. No, no aceptaré una respuesta negativa; vamos a una fiesta fabulosa… es en un fumadero de opio.

Eran casi las cuatro y media. Había pasado la mañana intentando escribir, la tarde con mi horrible alumno; Edward aún tardaría unas horas en volver y, cuando llegara, ¿qué haríamos? Beber té, leer, echar un polvo… ¡Todo me parecía, de pronto, tan aburrido, tan cómodo y doméstico! (¡Con cuánta furia pensé esas palabras, ignorante de que llegaría un día —este— en que la cómoda domesticidad sería lo más deseado!).

Me bañé y afeité, preguntándome todo el tiempo cómo resolver del mejor modo la situación. ¿Y si llevaba a Edward? Intenté imaginar el grupo que resultaría: yo, Louise, sus sin duda sofisticadísimos amigos de París y Edward, con su traje desafortunado, feo y demasiado pequeño. Seguro que rompería la atmósfera, nos haría sentir incómodos a todos. Lo mirarían con superioridad, lo cual me dolería —y a Edward también—. Por otro lado, podría considerar la velada como su gran aventura; Louise podría encontrarlo rústico, encantador; sus amigos parisinos podrían flirtear con él…

No, de ninguna de las maneras, nunca saldría bien.

Me vestí con un traje y me puse brillantina en el pelo —parecía bastante apuesto, pensé—; me dirigí a la estación para hablar con Edward y coger el tren.

—Vaya, qué sorpresa —dijo cuando me vio—. ¿Vas a algún sitio?

—Pues sí. ¿Te acuerdas de que te hablé de mi amiga Louise? Bien, ha venido a Londres de improviso. Voy a verla al Savoy y luego iremos a una fiesta.

Todo un espectro de emociones pasó por la cara de Edward cuando se dio cuenta de que no lo invitaba a venir: pesar, ansiedad, celos, rabia, envidia.

—Muy bien, pues —dijo—. Me preguntaba adónde ibas tan arreglado.

—Siento no haberte avisado con tiempo. Louise ha llamado esta tarde.

—No, no importa. De todos modos, pensaba salir esta noche. A visitar a mi madre y las chicas, llamé al bar.

Lo dijo con tanta vacilación que supe que no podía ser verdad. Sin embargo, sonreí.

—Bueno, qué suerte, ¿no? Mándales saludos.

—Claro.

Pasó un sofocado segundo.

—Bueno, tengo que irme. Adiós. —Adiós.

Nos estrechamos las manos.

—¡Brian! —dijo Edward cuando pasé.

—¿Qué?

—A lo mejor me quedo a pasar la noche en Upney, si se me hace tarde. Así que no te sorprendas si llegas y no estoy.

—Como te vaya mejor.

El tren estaba en el andén. Al acercarme, me di la vuelta y vi a Edward mirándome. Entré. Las puertas se cerraron.

Encontré un sitio y me senté. Intentaba entusiasmarme con la perspectiva de mi reunión con Louise; con nadie en el mundo me había divertido más. Sin embargo también me sentía culpable con Edward, y frustrado de sentirme culpable. Al fin y al cabo, tanto él como yo éramos adultos, libres de hacer lo que nos placiera. Si hubiera decidido salir solo, a mí no me habría importado. (¿O sí? Y además nunca lo había hecho). En realidad, me sentí como si dijera: basta. No eres un niño, eres un hombre.

A pesar de todo, me obsesionaba la imagen de su semblante cariacontecido. ¿Y qué cenaría? ¿Pescado frito y patatas fritas, grasa y vinagre empapando el cucurucho? Deseaba que de verdad fuera a Upney, a los consoladores brazos de su madre. De todos modos, llevarlo conmigo nunca habría salido bien. Nunca habría «encajado».

A las siete y cuarto llegué al Savoy. Me parece que mi sino es siempre llegar temprano y tener exclusivamente como amigos la clase de personas que siempre llega tarde. Louise llegó a las ocho y diez. Iba envuelta en crepé y seda negros y empapada en perfume; se había puesto kohl en los ojos, llevaba el pelo corto y rizado en la frente. En su florida y aromática estela iban dos jóvenes delgados con fedoras.

—Cariño, lo siento tremendamente —dijo Louise—. No podía decidirme sobre qué clase de vestido es el adecuado para ir a un fumadero de opio y luego las llaves de la habitación se han caído detrás del tocador y además hemos tenido que esperar un buen rato el ascensor… Alguien debía de estar violando al ascensorista. Tienes un aspecto radiante. ¿Estás enamorado?

—En realidad…

—Déjame que te presente antes de que mis amigos piensen que soy espantosamente descortés. Alexei y Joseph.

—¿Cómo estás? —dijo Alexei, extendiendo una mano pálida y larga en la que lucían muchos anillos grandes.

Todo en Alexei era atenuado: los dedos, el cuello de cisne, la nariz. En cuanto a Joseph, en realidad no era un hombre sino una mujer de pelo azabache, bastante hermosa, vestida con un abrigo masculino.

Enchanté —dijo Joseph.

Joseph ne parle pas anglais —dijo Louise.

—Ah —dije y luego me disculpé en mi francés escolar por hablar sólo un francés escolar.

Mientras Alexei encargaba bebidas, Louise me contó todo lo que le había ocurrido desde nuestro último encuentro: una compleja letanía de fêtes, déjeuners, soirées, veladas à l’opéra. ¡Qué diferente de la de Nigel había sido su vida en París!

—¿Has visto a Nigel? —le pregunté con ansiedad.

—Sí, una vez. En el Café des Flores. También estaba el muchacho: ¿cómo se llama… Wolfgang?

—Fritz.

—Sí, Fritz. Guapo, pero vulgar como la mierda. Los chicos como él están a diez céntimos la docena. En fin, Nigel no ha tenido nunca lo que yo llamaría buen gusto. Le atrae el tipo llorón. Personalmente, prefiero los hombres ricos.

—¿Qué aspecto tenía?

—¿Quién…, Nigel? —Hizo una pausa, como para pensarlo—. Bueno, parecía contento de verme, cosa que me sorprendió. Quiero decir, tienes que admitirlo, querido, nunca he sido santa de su devoción. Para ser sinceros, siempre he sospechado que estaba un poco celoso de mi amistad contigo. Esa vez, sin embargo, se me echó encima. Parecía como si estuviera tan sediento de cotilleo y conversación que habría dado la bienvenida a su peor enemigo. ¡Cualquiera hubiera dicho que llevaba exiliado en Elba los últimos veinte años! Y en cierto sentido era así. Hacía semanas que apenas salían de su destartalada pensioncilla. La cuestión de conseguirle a Fritz un visado lo había consumido del todo. Vamos, que si dependiera de mí, le aconsejaría dejar al chico; le está costando demasiado… sí, sí, lo sé, no soy quién para hablar. Y Fritz es bastante guapo, si te gusta ese tipo de chico rubio y afeminado. A pesar de todo, se me partió el corazón. Lo que somos capaces de hacer.

Parpadeó de forma melodramática y luego miró a Joseph; en el transcurso del monólogo se había iniciado una acalorada discusión —próxima a la pelea— entre ella y Alexei.

—Lo hacen continuamente —me confió en voz baja—. Discutir, discutir, discutir. Es tan cansado. —Y luego, acercándose aún más—: Querido, te tengo que hacer la más asombrosa de las confesiones. Joseph es mi amante. ¡Sí! ¡Me sedujo! Y es algo tan sorprendente… dicen que sólo una mujer puede saber qué cosas hacer a otra mujer, ¡y es verdad! ¡Soy masilla en sus manos! ¡Nunca había conocido semejantes placeres! ¡La otra noche grité tan alto que la pareja de la habitación de al lado llamó al detective del hotel! —Se rio con gusto, luego se dio la vuelta para asegurarse de que Joseph no se daba cuenta de lo que decía—. Ya sé lo que estás pensando, y no es verdad, no me he vuelto lesbiana. Me temo que siempre adoraré a los hombres y sus encantadores órganos. Esto es sólo un coup de foudre. Por desgracia, me temo que sea un poco más que eso para Joseph. Una pena. Tengo que reconocer, sin embargo, cuando pienso en algunos de los hombres que he tenido, lo brutos y torpes que eran… En fin, una mujer con las, digamos, habilidades de Joseph es algo recomendable. Todo el mundo debería probarlo al menos una vez, cariño. —Sorbió su anisete o lo que fingía estar bebiendo. (A Louise le gustaba más animar a los demás a beber que beber ella.)—. Brian, querido, ¿no piensas alguna vez que es una lástima que nunca puedas experimentar como mujer que te haga el amor otra mujer?

—¿No piensas alguna vez que es una lástima que nunca puedas experimentar como hombre que te haga el amor otro hombre?

—La vida es injusta —dijo Louise, y levantó su copa—. Por la homosexualidad, entonces.

—¿Por qué estáis brindando? —preguntó Alexei.

—Homosexualidad. Homosexualité.

Todos levantamos nuestras copas y brindamos.

—Cariño —dijo Louise—, he estado hablando por los codos, como de costumbre. Prométeme que la próxima vez que nos veamos me taparás la boca con un esparadrapo. Cuéntame cosas de ti.

—Bueno, yo…

—Louise, deberíamos irnos —dijo Alexei—. Ya llegamos tarde.

—Oh, querido, sí. Supongo que sí. ¿Está esperando el coche?

Estaba esperando: un taxi negro pedido con antelación. Apretados en la parte de atrás, viajamos durante media hora. Al principio, intenté seguir el camino que llevábamos —hacia el este, en términos generales—, luego desistí. No hay que dejarse engañar por la ordenada red de líneas de color del mapa del metro: el Londres real es un laberinto que da vueltas, se dobla y se pliega sobre sí mismo. Dicen que, para convertirse en taxista en Londres, primero hay que conseguir algo llamado «el conocimiento», que, una vez obtenido, coloca en las manos de su poseedor la capacidad de localizar sin mapas hasta las más oscuras casuchas de Hampstead.

La conversación durante el trayecto tuvo lugar casi exclusivamente en francés.

—Estamos hablando de Paulette —dijo Alexei en cierto momento—. ¿Conoces a Paulette? Es la marquesa de… no me acuerdo. Joseph…

Pero entonces se vio envuelto en la discusión y olvidó terminar su traducción.

Al final nos bajamos en una fría zona de casuchas de pescadores. El aire estaba cargado de sal y cieno, y había una mohosa humedad en el suelo, como si hubiera estado lloviendo durante años. Bajamos por una calle con olor a gambas, vacía a excepción de un borracho que orinaba en una esquina y un perro con partes del cuerpo peladas, como una alfombra vieja. En algún lugar, no demasiado lejos, un tema de ragtime sonaba en un piano desafinado.

Alexei nos llevó hasta una abombada puerta de madera con una aldaba de cobre, con la que llamó. Aparecieron unos ojos a través de la mirilla, se pronunciaron unas palabras ininteligibles, nos admitieron en una habitación llena de ruido y luz. Todo el mundo estaba fumando; volutas de humo ascendían por el aire como fantasmas de serpientes. Tras dejar nuestros abrigos en un pequeño vestuario bastante atiborrado, pasamos a una gran sala. A pesar de que se habían colgado arañas y se había construido una pulida barra de caoba, era difícil no ver el catastrófico estado del techo, los sucios suelos de planchas.

En un rincón tocaba una banda de jazz. Parecía como si hubiera mil personas en la habitación, hombres y mujeres, mujeres vestidas de hombres, hombres vestidos de mujeres, todos borrachos e histéricos.

—Cariño, ¿te lo puedes creer? —dijo Louise—. ¡En Londres! ¡Es como Berlín! ¿Bailamos?

Me cogió de la mano, me llevó hasta la pista y empezó a bailar con eufórico abandono, el vestido de seda ondulándose como si fuera agua, las manos pasando con viveza una sobre la otra, de una rodilla a otra, hasta que su movimiento se hizo confuso y era una marioneta en una cuerda, un pistón en funcionamiento, una máquina de movimiento perpetuo. Había tanta gente bailando, que el sordo golpear de los pies contra las tablas del suelo sonaba como una estampida de caballos. Luego, la canción finalizó. Louise saltó y se cogió con las piernas a mi cintura, sorprendiéndome con el peso de su cuerpo. Cogí sus caderas y empecé a dar vueltas como un derviche, ella estiró los brazos, echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca y gritó. Tropezamos; casi la dejé caer. Perdí fuerza y caímos al suelo hechos un ovillo, riendo, jadeantes y agotados.

Nos recompusimos y nos dirigimos tambaleantes al bar, donde me eché un gin tonic al gaznate.

—Oh, cariño, ¿no es maravilloso? —gritó por encima del estruendo—. ¡Como en los viejos tiempos!

La ginebra chorreando por mi traje era como en los viejos tiempos, así como que Louise no bebiera nada; ni lo pidiera.

—¿Y dónde está el opio? —pregunté.

—¡Se lo tendremos que preguntar a Alexei! ¡Al parecer está en otra habitación y tienes que conocer la contraseña, y por supuesto él la sabe! ¡Alexei se ha acostado con todo el mundo! ¡Vamos a buscarlo!

Me cogió de la mano y me llevó otra vez a la pista de baile. Con gran velocidad navegamos por la compleja geografía humana de la habitación.

Después de varias vueltas localizamos por fin a Alexei hablando con un barbudo que llevaba un jersey de cuello alto. Cerca de él, Joseph se apoyaba en la pared, con aspecto de supremo aburrimiento. Louise susurró algo al oído de Alexei tras lo cual este sonrió, se despidió de su compañero y nos condujo a los tres de nuevo a través de la multitud hasta un estrecho pasillo, a lo largo del cual flirteaban varias jóvenes. Golpeamos una puerta, que se abrió; nos miraron unos ojos. Alexei musitó algo y lo dejaron pasar, pero el portero nos impidió la entrada a los demás.

—Vienen conmigo —dijo Alexei.

El portero —un indio de ojos entrecerrados— nos miró con desconfianza antes de dejarnos pasar de mala gana. La puerta se cerró, la música de jazz se amortiguó al instante. Estábamos en una habitación cargada, oscura, sin ventanas, llena de polvo y fétido olor de sábanas sucias. Los oscuros ocupantes de la habitación —unos quince— estaban sentados o estirados en viejos sofás y sillones de crin, cuyos raídos cojines bastaba golpear con el puño para que soltaran grandes nubes de polvo, caspa y sabe Dios qué otras cosas, que se quedaban suspendidas en el aire durante horas. Sonaba una música de sitar. Nadie hablaba, nadie pareció fijarse en nosotros. Una mujer reconoció a Joseph, le pasó una pipa, que empezó a chupar… Joseph se la ofreció luego a Alexei, quien chupó y me la pasó a mí. Cogí la pipa e inhalé: el sabor era empalagosamente húmedo, como la gelatina de Nanny. No noté ningún efecto inmediato discernible. Le pasé la pipa a Louise.

—Oh, no, cariño, gracias —dijo—. Adelante, yo sólo miraré.

Aunque su voz pareció sorprendentemente fuerte en aquella lánguida atmósfera, no consiguió despertar a los ocupantes de la habitación.

Alexei y Joseph siguieron aspirando opio; veía sus párpados hacerse cada vez más pesados.

—Louise —dije—, creo que me vuelvo a la fiesta…, ¿te importa?

—Oh, en absoluto, cariño —dijo Louise—. En realidad, voy contigo.

Murmuró algo en francés a Joseph, que le respondió en un susurro. Siguió una breve discusión; Joseph se dio la vuelta. Cogiéndome con fuerza del brazo, Louise me condujo fuera de la guarida.

—Sabe que no voy a tolerar la posesividad —me susurró cuando pasamos junto al portero de ojos entrecerrados y cruzamos la puerta, hacia el mundo, donde la luz y el ruido nos envolvieron de nuevo. Medio cerré los ojos mientras intenté acostumbrarme otra vez a la luz, Louise siguió charlando de Joseph. Entonces oí una voz que me llamaba —«¡Brian! ¿Eres tú?»—, pero yo seguía con los ojos medio cerrados y no pude ver de dónde venía. Me di la vuelta y forcé los ojos para abrirlos. La borrosa chica que tenía ante mí se hizo más nítida. La conocía, pero no sabía de dónde.

—Brian, ¿qué demonios estás haciendo aquí? —dijo la chica, y se rio, entonces la reconocí.

Era Lucy Phelan.

—¡Lucy! —exclamé.

No dije nada más, tanto me sorprendió verla. Se plantó ante mí y empezó a reír y reír, sosteniendo a cierta distancia su cigarrillo. Iba del brazo de una mujerona vestida con un batín.

—Te dije que era amiga de una persona francesa —dijo Lucy—. Te presento a Paulette, la marquesa de Beaumesnil.

La marquesa llevaba, como Joseph, un monóculo. Tenía una cara gorda y querúbica y una amplia sonrisa.

Enchanté —dije, estrechando su mano y luego presenté a Louise.

—La marquesa y yo nos conocemos desde hace años —dijo Louise maliciosamente—. ¿Cómo está, querida?

—Parece como si no pudiera ir a ninguna parte sin encontrarla —dijo la marquesa con voz grave y un fuerte acento.

—Querida marquesa, soy ubicua. ¿Y quién es su amiguita?

—Es la dulce Lucy, de quien tanto te he hablado. Lucy, me gustaría presentarte a Louise Haines. Nos conocemos de París.

—Es un placer —dijo Louise, y tendió la mano a Lucy, quien la estrechó.

Las sonrisas se grabaron en sus caras, mientras ellas se sopesaban mutuamente. Vi que cada una reconocía algo en la otra, algún innombrable elemento común que ninguna de las dos era capaz de contemplar durante demasiado tiempo. He observado que las mujeres de su índole invariablemente se desprecian por ser reflejo de ciertos aspectos propios a los que prefieren no enfrentarse.

—Es encantadora —dijo Louise a la marquesa, soltando la mano de Lucy. Y luego dirigiéndose a mí—: ¿Y de qué conoces a esta arrebatadora criatura?

—Da por culo a mi hermano —intervino Lucy.

—Vaya —dijo Louise enseñando los dientes—. Delicioso. ¿Por qué no me lo has contado, Brian?

Iba a responderle —en serio—, pero supongo que en ese momento me hizo efecto la única bocanada de opio que había tomado, porque de pronto caí en un estado letárgico y fui incapaz de formular una frase. Además, me sentí cautivado por los remolinos del cachemir color carbón del vestido de Louise y me sentí impulsado a seguirlos hasta sus conclusiones lógicas.

—Puede que sea el momento de tomar otra bebida —dijo Louise—. ¿Nos excusará?

—Por supuesto.

—¡Adiós, Brian! —gritó Lucy—. ¡No te olvides de decirle a Edward que me has visto!

Louise me arrastró hasta la barra.

—Cariño, he sido descuidada. No te he dejado ni la más mínima oportunidad de ponerme al corriente de tus nuevas amistades.

—Oh, apenas conozco a Lucy —dije.

—¿Y a su hermano?

—Vive conmigo.

—Vaya noticia —dijo Louise, y me pidió otro gin tonic.

Le hablé brevemente de Edward y luego pasé a un tema que en ese momento me parecía mucho más fascinante: la extensión de la línea Piccadilly.

—Perdóname por lo que voy a decir —me interrumpió en un momento dado Louise—, pero tu vida me suena espantosamente aburrida. Tienes que sentirte terriblemente envidioso de los personajes de tu novela: ¡parecen divertirse mucho más que tú! De todos modos, en cuanto la termines seguramente empezarás a escribir un libro sobre mí y mis aventuras, que tendrá un éxito enorme y te hará ganar un montón de dinero, mientras yo me pudro en cualquier lado.

Inclinó hacia atrás la cabeza y se echó a reír. En realidad, escribir una novela sobre ella no se me había pasado por la cabeza hasta ese momento, pero, ya que lo decía, la idea me parecía bastante buena.

El resto de la noche está borroso. No tengo idea de cómo llegué a casa; sin embargo, de algún modo debí de hacerlo, porque a las dos de la tarde siguiente me desperté en mi cama, con la cabeza a punto de estallar, convencido de haber cometido pecados de la carne con alguien que no era Edward. (Con quién, no podía recordarlo por mucho que lo intentara). Nadie más estaba en casa, ni conmigo en la cama, lo cual era una buena señal. Tenía el recuerdo distante de haber viajado en metro, viajado y viajado, llegar a algún destino remoto, y luego haber tenido que coger otro tren y volver. Pero ¿cuál era ese destino? ¿Edgware? ¿Cockfosters? No habría sabido decirlo.

Me bañé, tomé una taza de té cargado y me dispuse a relatar los acontecimientos de mi extraordinaria velada. Pronto llegaría Edward. ¡Cuánto me apetecía verlo! En aquel momento ningún lugar de la tierra habría podido parecerme más acogedor que ese estudio, ninguna perspectiva más atractiva que pasar horas en los brazos de mi generoso amigo; es decir, suponiendo que no estuviera enfadado. A partir de ese día, decidí, rechazaría todas las invitaciones; me quedaría todas las noches en casa, con él.

Llegó justo después de las cinco, con la cara indescifrable.

—Edward —dije—. Siento lo de anoche. Yo…

Sacudió la cabeza.

—No importa. Escucha, tengo algo que decirte.

Nos sentamos.

—Quiero que sepas que después de que me dejaras en la estación no me fui a Upney.

—¿No?

—No. Tenía miedo y estaba celoso de que no me hubieras llevado a ver a tu amiga, sí, lo admito, y quería ir a casa y meterme en la cama, cuando alguien me llama desde el andén, el tipo aquel de la reunión.

—¿Qué tipo?

—¡John Northrop! Te puedes imaginar mi sorpresa porque un tipo tan importante se acordara de mí, pero se acordaba. Incluso sabía que estaba viviendo contigo, ¿qué te parece? Me preguntó si quería tomar una copa con él en el bar que hay frente a la estación y pensé: Bueno, por qué no, no pensaba en nada en particular, así que le dije que sí. Pidió las bebidas y empezamos a hablar. Es todo un orador, te lo aseguro. Hipnótico, esa es la palabra; me gustaría hablar sólo la mitad de bien que él. Nos bebimos las cervezas, pidió dos más sin preguntar y siguió hablando de la lucha de la República en España y de los valientes camaradas que están dando sus vidas. Me produjo escalofríos, sobre todo al contarme las cosas horribles que hacen los fascistas, torturar mujeres y cosas por el estilo. Se va a ir a España, va a ser dirigente de las Brigadas Internacionales y se preguntaba si había pensado en enrolarme. ¿Yo?, dije. Sí, tú, me dijo. Me da la impresión de que podrías ser muy buen soldado. Eso es muy halagador, dije, ¿qué te lo hace pensar? La intuición, dijo, y se tocó la cabeza con el meñique. Tengo muy buen ojo para los soldados. Entonces me preguntó si era comunista. Le dije que no estaba seguro. Dijo que dados mis orígenes debía de ser bastante consciente de cómo el enemigo de clase burgués explota a los trabajadores. Así que empecé a hablar de Frank y todo lo que decía de que los trabajadores del mundo se organizaran y cómo murió en un accidente laboral. No recuerdo bien lo que pasó a continuación, habíamos bebido un par de cervezas más, y al poco estaba intentando convencerme para que me uniera al Partido y hacer que tú también te unieras: ¿qué te parece? Dice que como vas a ser un escritor famoso, no cabe duda de que podían beneficiarse de tener a alguien de tus capacidades trabajando con ellos. Y también tu amigo Nigel Dent. Parecía especialmente interesado en conseguir que se afilie. Le dije que lo pensaría en lo que a mí se refiere, pero en tu caso tendrá que hablar contigo personalmente, tienes tus propias opiniones, y dice: lo sé, lo sé, y se ríe. Entonces empecé a encontrarme un poco mal y le dije que lo mejor sería que me viniera para casa y que muchas gracias. Nos estrechamos las manos, me vine y caí en la cama, y cuando me levanté tú aún no habías llegado y me sentí un poco enfadado contigo, ¡más que un poco! ¡Estaba furioso! Y luego, cuando fui a trabajar, me habían dejado un paquete, mira esto, Brian, ¡me ha dado un libro!

Sacó de su morral un ejemplar de El manifiesto comunista.

—He empezado a leerlo a la hora de comer. Es difícil, sólo leo una página cada tres minutos, lo cual es poco para mí, generalmente puedo leer una página cada minuto y tres cuartos. Pero le estoy sacando el jugo. ¡Y me lo ha dedicado! Escucha esto: «A Edward Phelan, camarada de armas. Con un caluroso saludo, John Northrop». ¿Qué te parece esto?

—Edward, escucha —dije—. Siento mucho lo de anoche; fui insensible. Es que pensaba que no te llevarías bien con Louise y sus amigos. Son muy…

—Lo sé, lo sé, te sentiste incómodo porque pertenezco a la clase equivocada.

Me puse nervioso.

—Mira, Edward, no es nada de eso…

—No importa si es eso lo que piensas —dijo Edward alegremente.

—Edward tienes que creerme, no tiene nada que ver con la clase. —Pero incluso al decir esas palabras dudé de ellas—. Es sencillamente que algunas partes de mi vida, de la vida de todo el mundo en realidad, no tienen por fuerza que ajustar bien con otras.

Pareció desconcertado.

—Bueno, quiero a Nanny, pero no la llevaría a una cena.

—Vaya, ahora pertenezco a la misma clase que tu niñera, ¿es eso lo que estás diciendo? ¿La vieja y querida criada en la habitación del fondo de la casa?

—No, en absoluto…, venga, no sigamos hablando de ello. Tengo que darte una noticia extraordinaria.

Y le conté sobre Joseph, el fumadero, mi encuentro con su hermana. Eso le hizo alzar las cejas.

—Así que el amigo francés de Lucy existe realmente —dijo—. ¿Quién es?

—No es un amigo —dije—. Es una amiga. En realidad es una marquesa.

Edward pareció sorprendido.

—¿Una lady?

—Supongo que podrías llamarla así, sí.

—Así que supones… —Esbozó una sonrisa y sacudió la cabeza—. Lucy Phelan, estás llena de sorpresas.

Llegó otra postal de Nigel. Él y Fritz habían sido expulsados de Utrecht y estaban en Estocolmo. Nigel llegaba a Londres el siguiente jueves.