Como he dicho anteriormente, trabajaba, por aquel entonces, en una novela. En gran parte transcurría en los trenes y las estaciones del metro, razón por la que consideré místicamente significativo mi encuentro con Edward. Al fin y al cabo, desde muy pequeño había albergado una pasión por el metro, una pasión que Nigel encontraba ridícula y que, cuando se me preguntaba sobre ella, me consideraba apremiado a explicar. (La mayoría de las pasiones auténticas son difíciles de explicar). ¿Qué puedo decir, salvo que me gustaba todo del metro? Me gustaban los profundos túneles, los trenes humeantes, el intrincado entrelazamiento de las líneas, cada una con sus propias particularidades, su identidad, si se quiere. Solía frecuentar la estación de Richmond sólo para contemplar el círculo rojo atravesado de azul; observar los trenes yendo y viniendo; sobre todo, estudiar el mapa, con su vaga forma insectoide, su maraña de hilos de colores que, tras un cuidadoso examen, resultaba ser algo más notable: un simulacro de conexiones, un juego de elecciones. Me quedaba ahí durante horas haciéndome preguntas como ¿cuál sería el camino más corto para ir de Chancery Lane a Rickmansworth? ¿Cuál sería el más largo? ¿Cuál me permitiría viajar en más líneas coloreadas? Coger el camino más rápido me parecía obvio por aquel entonces, incluso vulgar, la opción de una mente sin imaginación. Prefería —creía en— el camino más largo.
El círculo rojo atravesado de azul contenía el nombre de la estación. Prometía otras estaciones: Richmond prometía Kew Gardens, que prometía Gunnersbury, que prometía Turnham Green y Stamford Brook y Earl’s Court y Londres, ¡Londres! ¡Las líneas profundas, la Piccadilly, la Northern, la Bakerloo! Las inclinadas escaleras mecánicas que se hundían durante lo que parecían kilómetros, los interminables pasillos tubulares con su cálido olor a humo, el viento de los trenes, el misterioso y subterráneo viento de los trenes. Hacia el norte, más estaciones. Hacia el este, hacia el oeste, más estaciones. Estaciones reproduciéndose como islas, todas esperando ser visitadas, y con el nombre contenido, de forma idéntica, en ese círculo rojo, esa barra azul.
De todo esto, no fue mucho lo que acabó llegando a la novela, que tenía serias aspiraciones literarias. Con pesar, sólo dejé que mi pasión volara durante unos pocos párrafos breves, durante los cuales describí el metro como «un Londres alternativo, subterráneo, siniestro y gótico». La novela tenía como protagonista a un escritor neófito (por supuesto), un tal Nicholas Holden, que contempla fascinado la expansión de la línea Piccadilly hasta el distante barrio de Cockfosters, donde vive su amigo Avery James, un joven y brillante pintor. Como Nigel, Avery es agresivamente antiburgués, de modo que los temidos suburbios vienen a representar para él lo contrario de lo que representan para la mayoría; el genio subsiste en las modestas casas adosadas y el momento en que el tren emerge del túnel y sale a la luz es un momento de revelación:
De pronto la oscuridad se alzaba y nos lanzábamos hacia el sol frío y el polvo. Durante unos instantes, debía protegerme los ojos contra la excesiva claridad, las fachadas traseras de las casas se me acercaban a través de las ventanillas del tren. Oh, deseaba volver a descender hasta esa oscura vena, donde podía ver como veía Avery: con el Ojo Interior.
Nicholas anhela «el final de la línea», que representa tanto la muerte como un puerto seguro, «ese centro escurridizo, el centro capaz de sostener». Y, sin embargo, no acaba de creer que los distantes suburbios hasta los cuales lo lleva la línea de Piccadilly existan realmente: «¿Cómo era posible creer en Arnos Grove, en Enfield West, en Southgate, cuando se estaba en una hacinada caverna bajo tierra y un sombrero volaba a lo largo del andén, llevado por el viento cálido, amargo y lleno de humo? ¡Hyde Park Corner es una realidad, pero Cockfosters, el resplandeciente Cockfosters, es un ideal!». En realidad, Cockfosters estaba en el quinto pino —una estación cerca de un cementerio junto a una carretera del extrarradio—, pero eso no me importaba. Me gustaba el nombre. Me gustaban todas las estaciones de metro con nombres raros o peculiares: Headstone Lane, Old Street, Burnt Oak, Elephant & Castle. También me gustaba que Cockfosters fuera tanto el final de la línea como un lugar que nadie conocido había tenido nunca una razón para visitar. Ni era una comunidad, ni un pueblo exactamente. Era, más bien, un lugar inventado por el metro. Un término. El final del mapa, el final de la tierra plana que el mapa imagina. Más allá de Cockfosters no se podía ir. Había que dar media vuelta. Las mismas vías se detenían. Los kilómetros de vías se detenían, sencilla y misteriosamente.
«Imagina Cockfosters», le decía siempre Avery a Nicholas en la novela. Pero el problema de Nicholas es que no puede imaginar Cockfosters. Ese era también mi problema. Ni siquiera me atreví, en todos mis años en Londres, a ir hasta allí. Oh, casi lo hice. Una vez llegué hasta Southgate, donde las escaleras mecánicas tienen brillantes barandillas doradas. Y me asusté. Di la vuelta. Me dio miedo, si iba de verdad a Cockfosters, descubrir que era sólo un lugar, como cualquier otro. Tiendas y casas. Mujeres cargadas de comestibles. Y, por alguna razón, mi joven imaginación no era capaz de soportar esa realidad.
Esa era la novela cuya mitad había escrito en el otoño de 1936; la novela que, a mi pesar, no estaba muy seguro de terminar pues sabía que no sería capaz de hacerlo hasta que, como Nicholas, «imaginara Cockfosters», algo que en ese momento no me consideraba capaz de hacer.
Por lo tanto, dado que parecía incapaz de trabajar en mi novela y dado que no escribir me estaba volviendo loco de forma muy parecida al modo en que me había vuelto loco escribir cuando escribía, decidí volver a llevar un diario. Mi objetivo era sólo anotar cosas, poner frases en el papel. No tenía otras ambiciones al margen de la restauración de mi cordura. Con ese fin, me compré un cuaderno de tapas blancas con manchas negras que imitaban goterones de tinta y que desprendía un aroma agradable y húmedo, el aroma de las papelerías en los días de lluvia. También compré una elegante pluma Waterman y varios botes de tinta. Así es como empieza el diario:
Otoño de 1936. Tengo que escribir. Algo, cualquier cosa.
Pensé el otro día en los nombres de las estaciones de metro y en lo que sugieren. Esto es lo que salió:
Old Street: la acera se levanta. Las telarañas cubren la entrada de la tienda de ropa de la señorita Havisham. Un tendero se especializa en una marca de flan en polvo que no se comercializa desde 1894.
Elephant & Castle: el elefante es indio y tiene una esmeralda en la frente. El castillo es el castillo de Briana en The Faerie Queene: Briana, cuyo amante (un ogro) le exigió que le tejiera un sudario de pelo humano. Los caballeros y las damiselas llegan en metro, son atraídos hasta dentro del castillo, donde se les cortan las cabelleras y las barbas. Durante el resto de sus vidas vagarán presa de la locura por el bosque de la estación, intentando mesarse lo que antaño fue su pelo.
Burnt Oak: roble quemado durante una guerra. Al tocar las hojas, los dedos se manchan de ceniza. Al cortar la carbonizada corteza, sale una resina negra como la brea y con un olor a muerte.
«Cuando recibas esta carta seguramente ya habremos salido de París», escribió Nigel esa semana.
Esto es lo que ha sucedido. Hace unas pocas noches, Fritz y yo estábamos bebiendo vino en un bistro barato cuando, de pronto, de modo incontrolado, empezó a llorar. Le pregunté qué le ocurría y me dijo que sentía mucho no haber sido sincero conmigo. Oh, no me había mentido, eso nunca; sin embargo, había maquillado un poco su pasado. Resulta que su padre no es, como me había dicho, un carpintero de Düsseldorf. ¡Su padre es…, general del ejército y destacado nazi! Al parecer, el año pasado, Frau… descubrió una tarde a Fritz y su primo in fraganti, tras lo cual se armó la gorda. Se le ordenó que se alistara inmediatamente en el ejército y entonces huyó a Stuttgart, donde al final tuvo que ganarse la vida robando y prostituyéndose, siempre procurando que los «espías» de su padre no lo descubrieran. Ni que decir tiene que el relato me emocionó, al aumentar aún más la sensación de ilicitud que recorre nuestra historia de amor. Pero: «Hay más, Nigel… Oh, Nigel, ni siquiera sé cómo decírtelo…». Resulta que hace unos cuantos años un amigo lo obligó a firmar «accidentalmente» varias peticiones puestas en circulación por el Partido Comunista. Era más que probable que la policía hubiese obtenido su nombre de una de esas peticiones y, por lo tanto, cuando salimos de Alemania, había muchas probabilidades de que lo retuvieran en la frontera… Al final, logró pasar por pura suerte y no me lo dijo antes de nuestra salida porque temía que mi nerviosismo lo delatara. «¿Lo ves? Te he engañado. No te culparé si nunca me perdonas».
Admito que me quedé un poco sorprendido al enterarme de que habíamos corrido ese riesgo sin saberlo. Sin embargo, le dije que probablemente había hecho bien en no decírmelo —soy malísimo intentando disimular— y que no había razón para que sintiera tantos remordimientos. Me dio las gracias por ser tan generoso, entonces dijo que el verdadero problema sería que lo obligaran a volver a Alemania: seguramente su padre y la Gestapo no habían dejado de seguirle la pista; además, su pasaporte caduca dentro de un año. Para tranquilizarlo, le prometí que haría cuanto estuviera en mis manos para ayudarlo a emigrar a Sudamérica. Eso pareció tranquilizarlo. Sin embargo, me sentí extrañamente incómodo.
Dos días más tarde, volvía de comprar cuando me encontré a Fritz tristemente sentado en un banco del patio de nuestra pensión, esposado, mientras un policía discutía con un hombre de mediana edad y aspecto bastante desastrado y una vieja leprosa que iba gritando acusaciones. Al parecer, la vieja, la dueña de la pensión, había llamado a la policía, ¡aseguraba que Fritz era un chapero y traía clientes a casa mientras yo estaba fuera! El policía había encontrado a Fritz en la habitación con ese hombre, aunque tuvo que admitir que no estaban haciendo nada indecoroso; de hecho, Fritz insistió en que había invitado al tipo a jugar una partida de cartas. Así que el asunto se olvidó. Sin embargo, el policía le dijo a Fritz que sería prudente que abandonara Francia. Antes de irse, anotó el nombre de Fritz y su número de pasaporte. Así que parece probable que cualquier día de estos nos pidan que nos marchemos. La cuestión es adónde ir.
De momento seguimos igual, tomándonos las cosas tal como llegan, lo cual es más fácil de decir que de hacer. A los dos nos han atormentado las pesadillas, así como la paranoia aguda. El otro día, paseando cerca de St. Germain estaba seguro de que nos seguían. Arrastré a Fritz por calles sinuosas y estrechos callejones hasta salir de nuevo a los bulevares, convencido de que nos perseguía la Gestapo. ¿Nos seguían? ¿Quién sabe? Sin lugar a dudas, el padre de Fritz les había proporcionado su foto. Nos quedamos en casa la mayoría de los días (¡ahora en otra pensión!), esperando el inevitable golpe en la puerta.
No creo que la policía pueda obligar a Fritz a volver a Alemania, creo que sólo pueden obligarlo a salir de Francia, así que he estado viendo qué países podrían aceptarnos: Suecia es una posibilidad. El hermano de Horst vive en Estocolmo y nos acogería. Pero ¿cuántos meses pasarán antes de que Francia y Suecia intercambien listas de indeseables? La mejor solución, me parece, sería comprarle a Fritz un visado de entrada para Sudamérica y coger un barco para ponernos a salvo lo antes posible. Según Horst, estas cosas se compran, aunque el precio es elevado. Me he puesto en contacto con un abogado de Londres que al parecer está especializado en esta clase de asuntos.
Mientras tanto, mi amor por Fritz no hace más que aumentar. Es cierto que nuestros días están llenos de peleas y ansiedad; sin embargo, por la noche, hacemos largas excursiones a un país diferente, un país que sólo existe entre amantes. ¡Qué maravilla explorar los recovecos y laberintos de este lugar que hasta ahora sólo conocía de modo fugaz! Cuando hacemos el amor, los ojos zarcos de Fritz casi parecen perforar los míos, me mira tan lastimeramente que puedo leer la intensidad de su placer como líneas de un texto. Besar a Fritz es como poner los labios en el fino y delicado borde de una taza de porcelana y descubrir que la taza posee su propia excelente musculatura. Besarlo abre la puerta de ese otro país al que me gustaría emigrar para siempre, pero por supuesto no se pueden comprar pasaportes para lugares como ese. Así que sueño con una casa con pocas habitaciones y suelos combados y pintados, en lo alto de un acantilado sobre el agitado mar, en una ciudad de casas inclinadas, una ciudad segura y alejada de la guerra. Al menos, así es como imagino ese lugar.
¡Pero un momento!, estarás seguramente pensando, lector. ¿Qué clase de idealista es este individuo capaz de concebir de modo tan casual y luego abandonar la idea de luchar por la causa de la República en España? En realidad, de idealista no tiene nada. De la acusación de volubilidad moral, me declaro culpable y sólo puedo ofrecer como excusa la observación de que una promiscuidad ideológica como la que mostré en aquellos tiempos es algo natural en los jóvenes. La vida a esa edad es un banquete en el que se sirven muchos platos: elegimos lo que mejor sabe, ajenos a la nutrición, para no hablar de las hordas de hambrientos que hay al otro lado de la puerta.
En cualquier caso, como no iba a irme a España —como, en realidad, tenía ya una buena razón para conservar mi alojamiento de Earl’s Court— pensé que debía empezar a ganar algún dinero. Si bien era cierto que la inminente llegada de Edward reduciría a la mitad el alquiler, la mitad del alquiler seguía siendo más de lo que podía esperar recibir de la tía Inconstancia, quien, en las últimas semanas, estaba más decidida que nunca a emparejarme con la nieta leporina de Edith Archibald. Su tenacidad me sorprendió, puesto que en todos los intentos anteriores por casarme había tenido que desistir dado que mi pronunciada falta de entusiasmo era, según decía, «de lo más desalentador».
Esa vez no. Tres veces a la semana la tía Constance enviaba ansiosas cartas, nunca acompañadas de cheques, que reflejaban su característica sobredependencia del subrayado y contenían gráficas descripciones de los trastornos gastrointestinales que estaba padeciendo. «Mi fastidioso estómago acabará conmigo», escribió en una misiva particularmente memorable.
Es tan impredecible como una jovencita de doce años. Además, estoy atormentada por una sensación indescriptible: una especie de sensación concentrada justo debajo del diafragma. Mi médico insiste en que no es nada —es un perfecto inútil—, Harley Street ya no es lo que era. De todos modos, los supositorios sí son útiles.
¿Estás escribiendo? Casi he acabado Corazón humilde y, si no fuera por mi díscolo estómago, ya me la habría sacado de encima. Por cierto, Edith Archibald me cuenta que Philippa ya ha vuelto a Londres y ha empezado a trabajar en una editorial. (¡No la mía, por suerte!). Al parecer conoció a Caroline en la escuela ¡y os visteis una vez de pequeños! Está deseando volver a reanudar la amistad.
Y ahora, coge aire, porque la tía Constance va a regañar a su sobrino: te estás poniendo un poco pesado, querido, intentando rehuir el compromiso de una cita con Philippa Archibald. ¡Eres muy malo! Tienes que saber, sin embargo, que la tía Constance es consciente de tus tácticas evasivas y que lo que tiene en el corazón es tu conveniencia, así como el recuerdo de tu pobre madre, Dios la tenga en su seno. En cuanto conozcas a Philippa, te aseguro que notarás un cambio, se te abrirá un mundo de amor. Solo, te espera únicamente pobreza y desdicha…
En otras palabras, tenía dos opciones: aceptar su pequeña soirée o no recibir más apoyo financiero. La tía Constance me obligaba a un duro trato.
Le escribí contestándole, pidiéndole que eligiera el día, y a la mañana siguiente encontré en el buzón un cheque de veinte libras.
Durante esas semanas anteriores a que se mudara a mi piso, Edward vino a verme casi todas las tardes después del trabajo, lleno de historias de pasajeros airados y chismorreos de Upney. Lil, su madre, parecía que por fin se recuperaba de su ataque de gripe, aunque el «padre» seguía en el hospital, según me informó. La situación financiera de la familia, por otra parte, se volvía un poco apurada. Debido a su enfermedad, Lil no había podido aceptar trabajos de costura (su habitual fuente de ingresos), mientras que el «padre», dentro o fuera del hospital, era, por lo que me contó Edward, un borracho sin remedio y no cabía contar con él para nada. Lucy no parecía contribuir a las finanzas de la familia y conseguía hacerlo sin problemas, lo cual significaba que el único ingreso de la familia en ese momento era el salario de Edward, completado por las cantidades ínfimas que Sarah conseguía cosiendo por su cuenta. Si se tenía en cuenta la carga adicional de los niños pequeños, los Phelan estaban en apuros.
Aunque no me importaba entregar a Edward una buena parte de la más reciente migaja de la tía Constance, vacilé sobre la forma de tocar el tema; dada su reacción, aquella primera noche, cuando había intentado pagarle el taxi, sospeché que podía no tomar a bien esta oferta mucho más sustancial. Entonces un viernes llegó a tomar el té y resultó evidente por la voracidad con que se zampó los pasteles que había comprado que llevaba una buena temporada sin hacer una comida decente. No pude soportarlo por más tiempo. Con suma delicadeza, sugerí que quizá pudiera hacerle un pequeño préstamo, a devolver al cabo de unos cuantos meses. Y, para mi sorpresa, me dio mansamente las gracias y dijo que sí, que agradecería un préstamo muy pequeño, sólo hasta que Lil volviera a estar de pie y los niños en su casa y con la condición de que, desde el principio, quedara constancia escrita de su deuda. Además, tenía que ir a cenar a Upney: les había hablado de mí a su familia y tenían curiosidad por conocerme.
Se fijó la cena para el siguiente martes. Por pura casualidad, la misma tarde llegó un empleado de Harrod’s con un paquete: un surtido de quesos franceses mercurialmente enviados por la tía Constance y acompañados de la siguiente nota:
Estaba haciendo unas compras y de pronto he pensado que quizá no tenías nada que servir en tus fiestas. He encargado que te envíen este surtido de deliciosos quesos con la esperanza de que mejore espectacularmente la calidad de tus soirées. Bon appétit!
Por cierto, Philippa Archibald ha tenido que dejar Londres por varios meses; parece ser que su anciana abuela está bastante enferma. (Ella es así: responsable). Por desgracia, tendremos que aplazar nuestra velada.
Un aplazamiento, al parecer; de todos modos, qué poco conocía la tía Constance mi vida. (¿Fiestas?). En fin, mi único temor entonces fue que los quesos —más que una atención— fueran un sustituto del cheque del mes siguiente.
Las noticias del desastre continental nos llovían a diario, como trozos de yeso de un techo de cuestionable integridad. En Andalucía, los falangistas continuaban su terror programático, sacando a los prisioneros de sus celdas por la noche y disparándoles un tiro entre ceja y ceja. En Madrid, Largo Caballero había formado una inestable alianza con los anarquistas, que habían decidido abolir el matrimonio y el dinero. En Burgos, Franco había sido declarado «generalísimo». Mientras tanto, los países europeos, bajo la vergonzosa dirección de Anthony Eden, seguían aferrándose al pacto de no intervención que Alemania y Rusia desafiaban abiertamente. Para mí, la figura más triste de todas era el pobre Unamuno, rector de la Universidad de Salamanca y simpatizante de los nacionales, que un día se encontró compartiendo un estrado con el jefe tuerto de la legión extranjera española. Cuando los partidarios de los legionarios empezaron a gritar: «¡Viva la muerte!», el viejo humanista no pudo aguantarlo más. Arrebatándole el micrófono al asombrado general, condenó esa frase, sosteniendo que, para ganar, los fascistas tendrían también que convencer, no sólo vencer. «¡Muerte a la inteligencia!», fue la respuesta de la multitud. Ese fue el fin de Unamuno; había perdido su privilegiada posición en el nuevo orden. Murió unos pocos meses más tarde, destrozado y olvidado.
Pobre Unamuno. ¿Era una casualidad que desde el laberinto de su peculiar nombre la palabra «humano» luchara por liberarse?
Llegó el martes. Al atardecer me encontré con Edward en la estación y juntos tomamos el tren de Upminster. Llevaba una camisa con cuello duro y una corbata, se había cortado el pelo y afeitado la nuca. (La tenía llena de cortes). Al principio, apenas hablamos. Edward miraba la bolsa de Harrod’s con cierta sospecha. (Comprensiblemente… los quesos de la tía Constance despedían el mismo olor que un niño con los pañales por cambiar, pero el resultado fue que los demás pasajeros, en lugar de mirarme con mala cara, miraron a un niño en un cochecito cuya madre estaba sentada junto a nosotros; la joven estaba tan sorprendida por las miradas como por el olor y, varias veces, se inclinó sobre el bebé para asegurarse de que no se había ensuciado; no lo había hecho, y lo único que podía hacer era encogerse de hombros en un gesto de asombro incómodo, mientras los ofendidos pasajeros se tapaban la nariz y miraban hacia otro lado). Para que Edward se sintiera cómodo, le pregunté qué ampliación del metro se planeaba en un futuro próximo y se le iluminó la cara mientras me describía su propia idea de tal ampliación: un nuevo ramal de la Piccadilly hasta Hackney y luego Walthamstow, donde antes habían vivido Nellie y los niños.
El tren salió a la superficie; al otro lado de las ventanillas, patios llenos de hierba sin cortar temblaban ligeramente a la fría luz del atardecer. Pasamos naves industriales; luego, las monótonas y enladrilladas fachadas posteriores de las monótonas y enladrilladas casas de Londres Este; luego, más naves industriales. Descendía una herida oscuridad azul. Las luces se agitaban en las ventanas como luciérnagas; árboles marchitos y patios destartalados separaban las estaciones de las afueras, que ya se sucedían con hipnótica regularidad. Al cabo de poco, Edward me dio un pequeño golpe; nos levantamos; pareció que llegábamos a algún sitio.
Nos bajamos en la estación de Upney. Durante unos veinte minutos, Edward me condujo a través de una tortuosa secuencia de calles casi idénticas, tristes todas ellas. Tanto el paisaje como la arquitectura de ese barrio estaban visiblemente desprovistos de colores vivos: árboles cenicientos, casas de ladrillos pardos, ventanas cerradas sólo de vez en cuando alegradas por alguna cortina poco entusiasta o la cara de un niño apretada contra el vidrio. Era como caminar en una película.
La casa de los Phelan, cuando dimos con ella, era indistinguible de las que la rodeaban, de tal modo que me pregunté si sería capaz de volver a encontrarla sin la ayuda de Edward. Este dio varios golpes con la aldaba de cobre e hizo girar su llave. La puerta chirrió y se abrió. Lo seguí por un pasillo mal ventilado y húmedo impregnado de olores de perro húmedo y col hervida. Un gato sentado en el radiador nos miró y se lamió.
Colgamos nuestros abrigos. De pronto, un niño de unos cuatro años salió corriendo de una habitación al pasillo, se detuvo en seco y se quedó inmóvil. Le sonreí. Su cara se retorció.
—Venga, Headley, no empieces con eso —dijo Edward.
Y, por supuesto, empezó: Headley estalló en un arranque de furioso y ronco llanto.
—Headley, sé un buen chico —dijo Edward—, este es mi amigo, el señor Botsford.
Le tendí una mano al niño que se estremeció de horror y escapó por una puerta de batientes.
—Tienes que perdonar a Headley —dijo Edward.
Y me condujo a través de la misma puerta hasta la cocina, que era pequeña pero alegre, estaba muy iluminada, y era un verdadero pandemónium. Ruidos contrapuestos: el agudo canto de una atractiva mujer vestida con un kimono rosa (Lil, supuse) mientras se esforzaba por consolar a Headley; el irregular ruido sordo que producía una joven de rígida cara oval y pelo color agua sucia (¿Sarah?) que cortaba zanahorias; el ladrido del perro antes mencionado y aún no visto; los gritos del antes mencionado y recién visto Headley. ¡Y qué olores! Col y buey, vómito de niño, el resto de un pedo que alguien se había tirado unos minutos antes. En realidad, la única persona de la habitación que no emitía ningún terrible ruido u olor era la niña pequeña, la infortunadamente llamada Pearlene que, sentada en su silla elevada, me miró con sus enormes y atentos ojos mientras los mocos le caían inadvertidamente de la nariz.
Edward me presentó a Lil, quien me estrechó la mano calurosamente mientras con la otra palmeaba la espalda de Headley. Headley apretaba con fuerza la cara en su kimono. Una señal oscura de humedad indicaba el lugar en que había plantado su llorosa y vampírica boca. Edward me había hablado tan a menudo de Lil que en mi mente ya tenía una vida independiente. Por alguna razón, la había imaginado gorda e hinchada a causa de la bebida, y vieja, cuando en realidad era —o, al menos, parecía— joven, de mejillas sonrosadas, sin arrugas, ojos verdes como los de Edward, abundante cabello rubio recogido en un moño y dientes brillantes. Aunque la cara de Headley ocupaba, en ese momento, la totalidad de su amplio seno, la brevedad de su kimono permitía una buena visión de sus piernas, que eran elegantes y esbeltas, las piernas de una bailarina de music-hall. Me sentí avergonzado…, ¿la había supuesto fea sólo por su clase social? Sin embargo, también eché de menos la Lil que había inventado y decidí conservar en mi diario una descripción suya; al final, lo que imaginamos se dobla y deshace fácilmente bajo el peso masivo de lo real.
Sarah, en cambio, era exactamente tal como esperaba, tímida y sin atractivos, furiosamente concentrada en las zanahorias, como queriendo evitar a toda costa la ordalía del contacto o de la conversación con un extraño.
—Venga, Sarah —dijo Lil—, no seas tímida. Saluda al señor Botsford.
—Encantada de conocerle —dijo Sarah, de forma casi inaudible.
—Siéntate —dijo Lil, despejando de periódicos viejos una silla—. Me temo que esta cocina no es el palacio de Buckingham, pero es nuestro hogar e intento mantenerlo alegre y cómodo. Como seguro que ya te ha dicho Edward, he estado con gripe. Horrible, esta gripe, es una suerte que los niños no la hayan cogido. Venga, Headley, ya basta, cariño, déjame.
Pero apartar a Headley era como sacar una lapa del casco de un bote.
Empecé a darme cuenta que era de Lil, de quien Edward había heredado su locuacidad. Hablaba casi sin parar; tuve la sospecha de que podíamos haber salido de la habitación durante media hora, dar un paseo, volver y encontrarla charlando amistosamente con el aire.
—Headley está un poco sensible —estaba diciendo— desde que su M-A-D-R-E se ha ido a G-L-A-S-G… Edward, ¿cómo se deletrea Glasgow? ¡Oh!
La mención de esa ciudad desató otra vez a Headley.
—Sarah —dijo Lil—, ofrécele una taza de té al señor Botsford. Yo no puedo hacerlo con este niño llorándome encima.
—Por favor, llámeme Brian, señora Phelan.
—¡Señora Phelan! —Se rio de modo estridente—. Cielo, no he sido la señora Phelan desde 1924. Así que llámame sólo Lil, gracias, lo hacen todos los que no me llaman mamá. A menos que prefieras llamarme mamá. —Sonrió seductoramente, como si fuera una invitación real—. Tu madre ha muerto, ¿no?
—Sí —dije. (¿Qué más le habría contado Edward?).
—Bueno, cielo, no tengo ningún problema en sustituir a tu madre, sabe Dios que con todos estos no viene de uno más. —Miró con cierta irritación a Sarah, que había abandonado las zanahorias y me miraba con pavor—. ¡Sarah! —gritó, y dio un golpe con la mano en la mesa que hizo que Sarah se sobresaltase—. ¿Qué te he dicho?
—Yo… yo…
—¡Te he dicho que le ofrezcas al señor Botsford, a Brian, té!
Sarah se movió, sirvió agua caliente en una pequeña tetera y la colocó delante de mí.
—Gracias —dije.
Nuestros ojos se encontraron brevemente: los suyos estaban llenos de terror y hambre.
—De nada —dijo, muy rápida y débilmente.
—¡Una taza! —ladró Lil.
Sarah se sobresaltó de nuevo, se precipitó en pos del necesario utensilio y luego volvió a sus zanahorias.
Lil se puso a olfatear.
—¡Qué olor!, Señor. Pearlene, ¿qué te hemos dado de comer?
Desde lo alto de su silla, la niña miró a Lil con beatitud. Nadie se preocupó de limpiarle los mocos, que ya le chorreaban por las mejillas.
—Oh, el olor no es de la niña —dije—. Son estos quesos. —Abrí la bolsa—. Pensé que os gustarían. Pero están un poco «maduros». Quesos franceses. Muy buenos.
—Bueno, es todo un detalle —dijo Lil mirando la bolsa con suspicacia.
—¡Queso de mierda de niño! —rio Edward—. Y dicen que los franceses son sofisticados.
—Edward, esa no es forma de hablar —dijo Lil—. Es todo un detalle por parte de Brian traer estos quesos. Los comeremos después de cenar, como en una fiesta elegante de verdad, como en el cine. Sarah, ponlos en la despensa.
Sosteniendo la bolsa lo más alejada posible, Sarah se la llevó.
—Headley, amor, ya has llorado bastante —dijo Lil—, ya es hora de dejarme. Venga, sé buen niño.
De mala gana, Headley permitió que lo apartaran del empapado regazo de Lil.
—La cena está casi lista —anunció, al regresar, Sarah con voz apresurada y ansiosa.
—Muy bien —dijo Lil; se levantó y estiró las piernas—. ¿Pasamos al comedor? —dijo, y su voz se convirtió de pronto en la de una actriz simulando nobleza en un teatro barato.
—Sí —dije, y la seguí.
La cena consistió en buey, patatas y col: las zanahorias fueron abandonadas o eran para otra comida. Pero, aunque los Phelan actuaron como si se tratara de una cena corriente a la que, «habiendo llegado de improviso», me hubieran invitado, era evidente el gran esfuerzo y gasto que había supuesto: no sólo se había resucitado el comedor, sino que estábamos comiendo en buena porcelana (o lo que pasaba por buena porcelana en Upney). El buey, además, estaba tierno, y no pude dejar de pensar que habría costado tan caro que significaría no comer el resto de la semana.
—¿Un poco más? —preguntó Lil cuando hube acabado mi plato—. Ponle un poco más, Sarah.
La comida apareció ante mí antes de tener oportunidad de decir una palabra. A nadie más, me fijé, se le ofreció la posibilidad de repetir, aunque Edward miraba la olla con hambre.
Durante la primera mitad de la cena, la conversación se centró en la decisión de un tal primo Beryl de abrir una tienda de té en Dorking. Edward estaba a favor; Lil, en contra. Me preguntaron si había estado alguna vez en Dorking y tuve que admitir que no había estado nunca: una confesión que provocó en Lil una mirada de compasión que parecía significar «pobre niño desamparado que no ha conocido mundo, vaya vida enclaustrada que has llevado». A continuación, Lil empezó a hacerme preguntas: dónde vivía mi familia, por qué me había ido de casa, quién cocinaba en Richmond, si mi hermana Caroline tenía «algún pretendiente» y cómo iba mi hermano Channing en los exámenes. Parecía profundamente interesada en los detalles, como si de los relatos de los arreglos domésticos de los demás obtuviera el mismo tipo de placer que las personas más cultas obtenían de las novelas, y respondí lo mejor que pude a sus preguntas. Lo que quería era mirarla, verla hablar, reír y sonreír con su magnífica sonrisa. Había algo muy fresco en Lil. No cabía duda de que había sido una joven hermosa y de que lo seguiría siendo de mayor. Y, como Edward —como Pearlene, también—, tenía unos ojos extraordinarios.
—No puedes imaginarte, Brian, lo que te agradezco que mi hijo se vaya a vivir contigo —estaba diciendo Lil—. Saldrá ganando tanto, vivir en Earl’s Court… podrá dormir una hora entera más todas las mañanas y no tendrá que hacer el larguísimo viaje de vuelta. Y saber que está en manos tan capaces hace que una madre se sienta segura. Sí, eres exactamente la clase de amigo que una madre podría desear encontrar para su hijo: un caballero. Espero que siempre seas amigo de mi hijo; necesita alguien como tú, en serio.
—Eres muy amable —dije. (¿Estaba loco o había algo ambiguo —casi sugerente— en el uso que hacía Lil de la palabra «amigo»?).
—Y espero que siempre sientas que tienes aquí un hogar, Brian. Aunque el cielo sabe que no es gran cosa, he hecho todo lo posible para que mis pequeños estuvieran a gusto. Mi hermana Ellen siempre dice: «Lil, estás loca por haber tenido tantos hijos»; pero eso es que está celosa, porque sólo tiene uno y le ha salido rana. «Ellen», le dije, «mi único pesar es no haber tenido diez más». Y es verdad. —Las lágrimas empañaron sus ojos—. Lo siento —añadió—. Enseguida me pongo triste.
—Venga, mamá —dijo Edward—, ya está bien; que nos vamos a poner todos a llorar.
—Tienes razón, Edward. Es que me acuerdo de tu hermano, y yo… —Se limpió los ojos con una servilleta—. No hay que llorar. Sarah, ¿por qué no traes ya los quesos, amor?
De modo obediente, Sarah se levantó, fue a la cocina y volvió al cabo de unos instantes con los quesos en una bandeja. Uno era un cilindro naranja granuloso moteado de moho; el segundo, una porción triangular medio deshecha; y el tercero, una almohadilla cuadrada y abollada del color de las sábanas que llevan mucho tiempo sin lavar.
Todos miraron los quesos con desconfianza.
—Me temo que no hemos comprado crackers —dijo Edward.
—No importa. No nos hacen falta. Los podemos comer tal cual.
Un poco nervioso, hundí mi cuchillo en el queso medio deshecho y puse sobre el plato una olorosa porción.
Se oyó el tintineo de unas llaves y luego el ladrido del invisible perro.
—Debe de ser Lucy —dijo Edward—. Tarde como siempre.
Se abrió la puerta del comedor y entró una muchacha. Era rubia, con el pelo revuelto, y su hermosa cara tenía la expresión alerta de un joven terrier.
—Siento llegar tarde —dijo—. Dios mío, ¿qué es este olor?
—Estamos comiendo unos quesos —dijo Edward.
—¡Queso! —dijo Lucy—. ¿Desde cuándo?
—Lo ha comprado el señor Botsford —dijo Edward—. ¿Te acuerdas? Te dije que traería a cenar al señor Botsford y tú me prometiste que no llegarías tarde.
—Lo siento, Edward, me han entretenido. —Se sentó en la silla vacía que había junto a mí—. Hola, soy Lucy.
—Brian —dije—. Encantado de conocerla.
—El placer es mío. Perdonadme, pero los pies me están matando.
Se quitó los zapatos y los tiró descuidadamente en dirección a la cocina.
—¡Lucy, por favor! —observó Lil con impotencia.
—¿Es livarot? —preguntó Lucy, mirando el queso.
—Sí —dije—. ¿Conoce el livarot?
Haciendo caso omiso de mi pregunta, cortó un pequeño trozo del queso medio derretido y lo probó.
—Es livarot —dijo—. Y ese, ¿es un vacherin?
—No cabe duda de que sabe de quesos.
—Tiene un amigo francés —dijo Sarah casi inaudiblemente.
—Cállate, tonta —atajó Lucy.
—¿Qué? —preguntó Edward—. ¿Qué has dicho, Sarah?
—Tiene un amigo francés —dijo otra vez Sarah, abriendo mucho los ojos, formando una sonrisa con la boca.
—Muy bien, vas a ver si de ahora en adelante guardo alguno de tus patéticos secretitos —dijo Lucy—. Ya verás cómo te sientes cuando anuncie a todo el mundo que estás enamorada del señor Snapes, el de la oficina de Correos.
Sarah palideció, su boca se abrió.
—¡Sarah, el señor Snapes! —dijo Lil—. ¡Pero si es bizco!
—¡Y no tiene pelo! —añadió Edward.
Ambos empezaron a reír. Mortificada, Sarah echó para atrás la silla y huyó a su habitación.
—¡Sarah —la llamó Edward—, no seas tan susceptible, sólo era una broma! La pobre, nadie la toma nunca en serio.
Una puerta se cerró a lo lejos. El perro invisible reanudó sus ladridos. Headley soltó un pequeño gemido, como una señal de alarma.
—No habías dicho nada de un amigo francés —observó Edward maliciosamente.
—No veo por qué tengo que informarte de todos los detalles de mi vida personal —dijo Lucy, cortando otro trozo de vacherin—. ¿Tiene un pitillo, señor Botsford?
—Claro.
Saqué la pitillera de mi bolsillo.
—Madre mía, una pitillera —dijo Lil—. Eres un caballero.
—Más o menos —dije encendiendo el cigarrillo de Lucy.
Lil rio y luego empezó a toser.
—Lucy, saca eso fuera. Sabes que desde mi gripe no soporto el tabaco.
—Está bien —dijo Lucy levantándose y dirigiéndose hacia la puerta—. Señor Botsford, ¿me acompaña a fumar el cigarrillo?
—Sí…, por supuesto —dije.
Y la seguí. La puerta estaba hecha de madera astillosa y se abría a un triste jardín en el que unas pocas lechugas desiguales asomaban entre las hierbas. Al otro lado de la valla, otro jardín, imagen especular del de los Phelan, conducía a una casa especular.
Me encendí un cigarrillo. Lucy estaba apoyada contra la barandilla, contemplando con ensoñación la desolada extensión que hacía las veces de vista.
—¿Así que mi hermano te está dando por culo? —preguntó de modo bastante casual.
Durante una fracción de segundo, me quedé sorprendido.
—No —respondí—. En realidad, soy yo quien le da a él por culo.
—Vaya, interesante —dijo Lucy—. Siempre pensé que sería al revés. Supongo que no conozco a mi hermano tanto como pensaba.
—Claro que es muy posible que también lo probemos de ese modo.
—Los hombres sois maravillosamente capaces.
—¿Verdad que sí?
Lucy hizo círculos de humo.
—Es verdad que conozco a una persona francesa. Va a llevarme a París y nunca, nunca más mientras viva volveré a este maldito, frío, horrible y triste Londres.
—Qué suerte tienes.
—Crees que me lo estoy inventando, pero no es así. Mi amigo y yo nos vamos el mes que viene, iremos a vivir a un maravilloso piso en el Boulevard Saint-Germain y me pasaré todo el día en los cafés leyendo y bebiendo litros de café negro.
¡Amigo! ¡Qué aficionada era toda la familia a esa enloquecedora y escurridiza palabra!
—Me recuerdas a una muchacha que traté durante una temporada —dije—. También tuvo varios amigos franceses. Pero, no lo creerías, todos desaparecieron con su dinero la víspera de la supuesta partida.
—La persona que yo conozco nunca me haría eso. Tiene todo el dinero del mundo.
—Eso espero, por tu bien.
Un grito salió del interior de la casa. Me di la vuelta para ver qué lo había provocado, pero sólo llegué a ver a Edward apartándose de unos trozos de cristal roto.
—¡Oh, Headley! —dijo Lucy—. Odio, odio, odio, odio, odio los niños y en cuanto llegue a París me alegraré de no volver a ver más a ninguno.
—No sé cómo decírtelo —dije—, pero en París hay niños.
—En el Boulevard Saint-Germain no.
—Quizá no. —Nos quedamos en silencio un momento—. Supongo entonces que no quieres tener hijos…
—Oh, no. Sólo servirían para estorbar. Pienso dedicarme a pintar cuadros, escribir libros y actuar en obras de teatro. Esa es la diferencia entre nosotros: mi hermano quiere perfeccionarse, pero yo quiero cambiar el mundo.
—A lo mejor cambias de opinión cuando seas mayor. En cuanto a los niños, quiero decir.
—Espero que no.
La puerta del porche se abrió; apareció Edward caminando como un pavo real.
—¿De qué estáis cotilleando? —preguntó.
—Sólo le estaba preguntando al señor Botsford si le dabas por culo y él me ha contestado que era él quien te daba a ti —dijo Lucy—. ¿Es verdad, Edward? ¿Qué se siente? ¿Fue la primera vez? ¿Fue maravilloso?
Las brillantes plumas de la cola de Edward cayeron al instante.
—Mamá ha sacado café y bizcocho —tartamudeó—. Si queréis, entrad en el comedor.
Lo seguimos hacia dentro. La conversación volvió casi de inmediato al aparentemente inagotable tema de la tienda de té del primo Beryl en Dorking. Sarah no regresó de su exilio interior.
Al final, me levanté, manifesté mi sincero agradecimiento a la familia y dije que tenía que marcharme.
—¡Pero si son casi las once! —dijo Lil—. Dentro de nada dejarán de pasar trenes y en cualquier caso tardarás horas en llegar a Earl’s Court. ¿Por qué no te quedas esta noche y coges el tren de vuelta por la mañana con Edward?
—Sí, ¿por qué no? —repitió Lucy.
Dudé.
—De verdad, es todo un detalle, pero no creo que haya sitio.
—Puedes compartir la cama con Edward —dijo Lil.
—Estoy segura de que a Edward no le importa —dijo Lucy.
Edward miró a su hermana, pero dijo:
—No, no, no me importa.
Me ruboricé, tanto me excitaba la idea. Al fin y al cabo, sería la primera vez que Edward y yo pasábamos juntos la noche. Con todo me sentí obligado a dudar.
—Bueno, si de verdad no causo muchas molestias —dije—, pues gracias.
—Venga, chicos, mientras preparáis las camas, iré a buscar a Sarah para que me ayude a calmar a los niños —dijo Lil, y se retiró a la cocina, mientras Edward y yo llevábamos la mesa hasta un rincón y montábamos un par de camas estrechas que estaban desmontadas y guardadas en un armario, así como una cuna de aspecto bastante desvencijado.
Trajeron a los niños, que ya se habían dormido, y los colocaron con cuidado en sus camas. Pearlene no hacía ningún ruido, pero en su camastro Headley respiraba asmáticamente.
—Buenas noches, cielos —susurró Lil, para no despertar a los niños—. Me alegro mucho de conocerte. Edward sabe dónde están las toallas.
Me dio en la mejilla un beso húmedo, un beso que duró, pensé, un poco demasiado y luego salió cerrando la puerta tras ella y dejando en su estela un pronunciado olor lechoso.
Y por fin Edward y yo nos quedamos solos, bueno, solos descontando a los niños, que dormían. Nos desnudamos hasta quedar en calzoncillos —incómodos, por alguna razón, de hacer lo que hacíamos— y luego nos subimos juntos a su estrecha cama. La temperatura era baja; sentí los pezones de Edward, endurecidos por el frío, rastrillar mi pecho. Me agaché y le saqué los calzoncillos; él hizo lo mismo con los míos, de modo que los dos se amontonaron a los pies de la cama. Su erección sedosa y dura contra la mía.
Durante largo rato yacimos juntos, frotándonos, moviéndonos e intentando relajarnos, a pesar de que nuestros cuerpos se apretaban continuamente hasta llegar a agudos estados de excitación. Sólo el miedo de despertar a los niños nos mantuvo castos. No sé cómo dormimos ni cuándo, pero en algún momento abrí los ojos, oí cantar un gallo y vi que la habitación se había llenado de una nebulosa luz matutina. No parecía que hubiera pasado el tiempo.
Pearlene se había despertado. Desde la cuna, me miraba, sus ojos grises grandes como planetas, mientras al otro lado de la habitación su hermano exhalaba jirones de aliento. Edward tenía el brazo sobre mi pecho. Podía sentir pequeñas ráfagas de calidez en la espalda cuando respiraba contra mí. Podía oír el golpeteo y el silbido de las cañerías, el ronroneo del gato. Y, en ese instante, me inundó una felicidad pura y perfecta, teñida sin embargo de desesperación, como si me hubieran dado de beber una copa de néctar ambrosíaco y supiera que, una vez acabada, la copa desaparecería para siempre y en el futuro nada volvería a saber tan bien.