La lluvia siguió cayendo insistentemente. Entonces, una mañana, durante unos instantes, salió el sol. En la calle, las ancianas miraron el cielo con asombro, cerraron los paraguas y los sacudieron como perros mojados. Durante unos diez minutos más o menos, el sol brilló con prepotencia en el cielo azul pizarra, como burlándose de su vacilación, de su falta de fe, y luego cayó una gota y otra y otra y, en lo que pareció cuestión de segundos, el cielo se nubló, la lluvia arreció, mientras el desparaguado pueblo, víctima de una travesura celestial, corría a toda prisa en busca de refugio.
Me levanté temprano. Siempre me levantaba temprano en aquella época, apartado del sueño por una aterrorizada necesidad de encender la radio y oír si la guerra ya había empezado. En el buzón encontré una carta de Nigel. Se había enamorado, escribía, de un muchacho bávaro de diecinueve años llamado Fritz y con él había abandonado Berlín por París.
La semana pasada las cosas se pusieron tan mal que empecé a temer por nuestras vidas. Todas las noches oía gritos en la calle y por la mañana salía y encontraba sangre fresca en la acera. Muy cerca de allí las Nazijugend practicaban sus pequeños y absurdos ejercicios gimnásticos, casi como provocación. Sin embargo, lo que me molestaba no era la vista de la sangre, sino su olor. Ligeramente metálico y salado, como el semen. Por cierto, a los nazis no les gustan los homosexuales, sobre todo, según dicen todos, porque cierto número de altos oficiales del partido lo eran y creían que podían combatir la amenaza de que se hiciera público practicando una brutalidad excesiva. Pocos han sobrevivido a la purga. ¿Recuerdas la pequeña floristería en la que solíamos comprar aquellas magníficas rosas? ¿La pareja que la llevaba? Los dos guapos y fuertes, con los brazos musculosos, el pelo espeso, rubio y resplandeciente. Iban a trabajar todas las mañanas cogidos de la mano y le dijeron a Horst que su amor era tan inquebrantable como su fe en la gran nación aria. Entraron juntos en el partido nazi. Horst les pidió que no lo hicieran, pero ellos insistieron en que el partido sólo ponía objeciones a los homosexuales decadentes, mientras que ellos no lo eran en absoluto, eran de raza aria, estaban unidos, su amor era una llama exaltada. Unas pocas semanas más tarde desaparecieron. Saquearon la floristería, rompieron las vitrinas, destrozaron las rosas. Nadie ha oído hablar de ellos desde entonces.
La estación, cuando nos fuimos, era una Gomorra, un infierno. ¿Quién era judío, quién viajaba con pasaporte falso, a quién se permitiría y a quién no se permitiría salir del país? Vi una familia: un hombre de aspecto elegante con unos quevedos y un fino traje negro, la mujer con un abrigo negro cuidadosamente abrochado, meciendo un bebé cuya nariz moqueaba, mientras la hija mayor, una niña de aspecto triste con un abrigo verde guisante, estaba sentada inmóvil como una piedra en un bordillo. Miraban nerviosamente las cajas, los baúles y las maletas amontonadas al azar como un pueblo de montaña italiano. En la mejilla del hombre había una mancha, otra en la camisa. Al fijarme mejor, vi que había recibido un golpe en un ojo. A todas luces, necesitaban desesperadamente salir del país. ¿Lo lograrían? En semejante situación sólo piensas en ti mismo.
Fritz y yo subimos al tren. Me trataron con cordialidad —al Führer le gustan tanto los ingleses—, aunque me preocupaba Fritz, quien sospechaba que sus papeles podían no estar del todo en regla. Sin embargo, el inspector o no vio los problemas que pudiera haber o decidió hacer caso omiso de ellos. Tenía una prioridad más importante, la caza de quienes intentaran escapar con pasaportes falsos.
Al otro lado del andén en el que estaba nuestro tren había otro con destino a Amsterdam. Al partir, el humo salió en rachas. Miré por última vez al hombre de los quevedos. Discutía desesperadamente con el inspector mientras la elegante esposa, el bebé enfermo y la estoica niña miraban el tren que se iba. Se fueron haciendo cada vez más pequeños hasta desaparecer en el humo. Así dejamos Alemania.
En comparación, París es un alivio. Tenemos habitaciones en una vieja pensión cerca de Saint-Sulpice. No hay aseo y tenemos de vecina a una vieja que parece leprosa, pero al menos aquí hemos escapado del olor a sangre… para siempre, espero, aunque lo dudo. Hacemos el amor obsesiva, locamente. Nuestra energía es inagotable. Anoche tuve siete orgasmos.
Esto no es natural. Es el fin del mundo.
Doblé la carta y la metí en el sobre. Necesitaba caminar, aunque no tuviera paraguas, aunque la lluvia estuviera cayendo con tal fuerza que me hacía dudar de si el breve espasmo de luz no había sido un sueño. En la calle, a pesar del aguacero, un muchacho estaba cogiendo para su novia unas flores que el ayuntamiento había plantado en la calle. Una anciana se acercó a ellos, agitando el paraguas.
—¡No hagáis eso! —gritó—. En Alemania, a lo mejor, pero estamos en Inglaterra. ¡No arranquéis flores en Inglaterra!
La lluvia caía con tanta fuerza que tenía que agachar la cabeza para ver el camino; el agua goteaba como lágrimas por los cristales de mis gafas. Pensé en la aterrorizada doncella de Rupert, rompiendo por descuido alguna irreemplazable pieza de porcelana. ¿Qué haría Rupert? ¿Gritarle? ¿Despedirla? Sin duda. De modo que Rupert la despide, la doncella tiene que volver con su madre, las dos, juntas, odian a Rupert y su preciosa porcelana. Rupert, mientras tanto, compra otra pieza de porcelana, contrata otra doncella, ve cómo la doncella rompe la porcelana, la despide y contrata a otra doncella, a la que también despide. Pronto todas las doncellas odian a Rupert, mientras Rupert odia a su madre, a sus maestros y a mí, pero no se atreve a decirlo. Hitler, me contó Nigel, quiso una vez ser pintor, pero no logró entrar en una academia de arte. De haber sido admitido en la escuela, ¿sería hoy un acuarelista feliz y Europa estaría en paz?
Yo no era inocente. Había sido cruel con Rupert, aquella noche en que acudió a mí, deseando ser amado. Disfruté rechazándolo. Me excitó rechazarlo. Me excitó, quizá, perder su paraguas.
No debería haberme sorprendido que en los momentos más oscuros de la historia, la libido, en lugar de hacer lo más decente y esfumarse, alzara su metafórica cabeza más implacablemente que nunca. Sin embargo, era lo bastante joven como para creer que sólo por casualidad mi aparente vagar sin rumbo me había llevado a las cercanías de la estación de metro de Earl’s Court. Refugiarme allí de la lluvia, razoné, sería lo más natural del mundo.
Así que me apresuré. Era una estación vieja, húmeda y con corrientes de aire. Los azulejos de las paredes de la entrada estaban mojados, una empleada de la limpieza de aspecto ajado secaba apáticamente un charco; en la taquilla, una anciana discutía con el jefe de estación sobre un cambio mal devuelto. En la entrada de los andenes, justo donde esperaba que estuviera, más alto de lo que lo recordaba, y con un aspecto bastante apuesto con su uniforme negro y la brillante gorra negra, estaba Edward. Un tren acababa de entrar; una multitud de pasajeros recién llegados abandonaba el andén. Con el ceño fruncido en señal de concentración, Edward los dejaba salir, tomaba sus billetes, rompía los de ida y vuelta y devolvía la mitad en un abrir y cerrar de ojos. Ninguna persona sin billete habría pasado inadvertida a su penetrante mirada verde. Todos salieron a excepción de una mujer mayor que, de pie, junto a Edward, vaciaba con furia su bolso, buscando entre los desechos acumulados el pequeño resguardo verde que la liberaría.
—Sé que lo tengo en alguna parte —murmuró.
—Está bien, abuela, pase, la creo —dijo Edward.
—Gracias, muy amable —dijo la anciana—, aunque a estas alturas pensaba que ya deberías conocerme, sólo llevo pasando por esta estación dos veces al día, cinco días a la semana, desde hace treinta y siete años.
La mujer pasó contoneándose. Edward rio y se echó para atrás, la pierna izquierda se agitó como lo había hecho en mi piso. Entonces me vio.
—Vaya, hola —dijo—. ¿Qué haces por aquí?
—Me protejo de la lluvia.
—Llueve a cántaros, ¿verdad? Qué casualidad. Pensaba llamarte, pero a la noche siguiente de vernos mi madre cogió una gripe y mi padre se rompió una pierna cuando salía a la calle y ahora está en el hospital. Así que he tenido que hacer un montón de cosas en casa. Y además no tenemos teléfono, para llamar hay que ir al bar, donde todo el mundo te oye…
—Claro —dije.
Se produjo un rugido estremecedor al entrar otro tren en la estación.
—Ese debe de ser el Hounslow —dijo—. Dentro de nada estaré otra vez ocupado. Pero quería contarte lo que he leído esta semana. El pozo de la soledad de Radclyffe Hall…
—¡El pozo de la soledad! Pero si está prohibido.
—Mi hermana Lucy consiguió un ejemplar. Me ha abierto los ojos, te lo digo de verdad.
Sonó un chirrido, el freno soltaba chispas sobre la vía.
—Eh, aquí vienen los elefantes. Escucha, me gustaría seguir hablando contigo.
—¿Por qué no te pasas por mi piso? —aventuré—. ¿Después del trabajo?
Tragó saliva, como digiriendo literalmente la oferta y dijo:
—Está bien, sí. Estaré libre a eso de las cinco, ¿va bien a esa hora?
—Perfecto. Hasta luego, pues.
—Sí, hasta luego.
La multitud lo engulló.
Había dejado de llover cuando salí. Las marcas de las gotas de agua me manchaban las gafas. Las limpié con la camisa.
Camino de casa, compré bocadillos y pasteles de nata. El piso ya estaba escrupulosamente limpio —un síntoma de mi entusiasmo del momento por todas las actividades que no comportaran ordenar palabras en una hoja de papel—, de modo que me bañé, afeité, froté la cara y limpié los dientes con energía, y luego me senté a esperar.
El timbre sonó a las cinco y cuarto.
—Siento llegar tarde, he tenido que quedarme un poco más —dijo Edward.
—No te preocupes —dije—. Entra.
Nos estrechamos la mano. Seguía llevando el mismo raído morral de libros, aunque esa vez atado con una cuerda.
Se limpió los pies en el felpudo. Nos sentamos nerviosos en el sofá, asegurándonos de que nos separaba una distancia respetable.
—¿Quieres un poco de té? —pregunté—. Lo acabo de hacer.
—Oh, sí, me gustaría.
Serví el té y me senté de nuevo junto a él en el sofá. Sorbió rígidamente, no me miró. El silencio se prolongó. Aunque esa misma tarde había hecho una lista mental de temas de conversación —el metro, Upney, España—, en ese momento era incapaz de pensar en algo que decir. Era como si al habernos acostado en nuestro primer encuentro, Edward y yo no acabáramos de reconciliarnos con el hecho de que nuestros cuerpos se conocieran con mucho mayor intimidad que nuestras mentes.
—Lamento lo de tu padre —dije al final—. ¿Está bien?
—¡Ah! —dijo Edward—. Se cayó en el arroyo saliendo del bar, así fue como se partió la pierna. Iba borracho como una cuba. Mi madre dice que está recibiendo lo que se merece, no quiere que nos apiademos de él. Y, para empeorar las cosas, está en la cama con gripe, pobre mujer. Y, por si fuera poco, Nellie se ha ido a Glasgow para cuidar a su abuela, o eso es lo que dice, dejando a los dos críos para que los cuidemos nosotros, así que tenemos la casa llena de gente. Nellie es mi cuñada. Aunque ella y Frank nunca se casaron por lo legal. Bueno, iban a hacerlo, pero entonces fue cuando Frank se mató en el accidente del que te hablé. Dejó a Nellie, al pequeño Headley y a una niña en camino, Pearlene. Nellie es muy aficionada a los nombres raros. De todos modos, ahora no vive con nosotros, sólo de nosotros (ella y los niños están en Walthamstow, en un piso amueblado) y resulta que el mismo día en que mi padre se parte la pierna y mi madre coge la gripe, Nellie anuncia de pronto que su abuela está enferma, que se va a Glasgow y que si podemos quedarnos con los niños. Pero, en fin. Lucy está que trina, claro, pero Sarah es buena con los niños. Sarah es mi otra hermana. Es bastante sencilla.
Era evidente que la ansiedad, que a mí me dejaba sin palabras, tenía el efecto contrario en Edward.
—¡Madre mía!, tu familia es de lo más complicada —dije.
—Bueno, como te decía, por eso no he podido venir a verte. Terminaba de trabajar y tenía que volver a toda prisa a casa antes de que Lucy saliera por ahí. Sabe Dios dónde va. Tiene su propia vida, con sólo dieciocho años.
—Por cierto, Edward, ¿cuántos tienes tú?
—Cumplo veinte dentro de tres meses y catorce días. ¿Dónde está el lavabo? Cuando bebo té, soy un colador.
Le señalé dónde estaba el lavabo. No cerró la puerta. Pude oír el fuerte chorro de orina y luego el familiar estrépito de la cisterna y el agua que caía de modo torrencial.
Aún se estaba cerrando la bragueta cuando volvió al sofá.
—Hablo mucho —dijo, sentándose—. Tienes que perdonarme, mi madre me dice a veces que soy como un grifo que no cierra, en fin, no es que ella sea mejor.
—No te disculpes. Tu familia parece fascinante.
—Bueno, no somos corrientes.
—¿Más té?
—Sí, gracias.
Se lo serví. Edward me miró, nos sonreímos. Con la indecisión de un niño, coloqué mis manos sobre su cabeza y la acerqué hacia la mía. Nos besamos, con la lengua abrimos la boca del otro. A continuación, nos pusimos de pie y nos acercamos hasta la cama.
Mi temor de que, como la primera vez, Edward se quedara tumbado y esperara que me encargara de él resultó infundado. En vez de eso, me desvistió de modo escrupuloso, examinando, con una curiosidad casi clínica, cada parte de mi cuerpo a medida que la descubría: los dedos de los pies, los pies, los tobillos, los muslos y el estómago. ¿Aprobaría lo que iba encontrando? ¡Qué pálido me pareció mi cuerpo en ese momento, qué pálido, suave e inglés! El suyo, en comparación, tenía un color subido y una dureza que encontraba envidiable y también excitante. Entonces su mano encontró mi polla.
Estaba oscuro cuando nos corrimos, al mismo tiempo, nuestras bocas apretadas para sofocar los gritos del otro.
Después, nos quedamos quietos, sin tocarnos, en silencio, un poco intimidados los dos por la medida en que habíamos abandonado toda pretensión de decoro. En lo que parecía otra vida (¡pero había ocurrido hacía unos minutos!), recordaba a Edward de rodillas, el culo apuntando hacia arriba, queriendo que lo penetrara. Recuerdo el ruido metálico de su cinturón al caer de la cama al suelo.
Me levanté, hice más té y lo llevé a la cama, junto con los pasteles y los bocadillos que había comprado. Estábamos los dos hambrientos. Nos quedamos desnudos en la cama, llenándonos la cara de pastel de nata. La polla de Edward —tan grande y amenazadora cuando estaba dura— se había reducido a casi nada. «Lo suyo era crecerse, no exhibirse», habría dicho Nigel, pero Nigel no estaba ahí. Nigel estaba lejos.
Edward me habló más de su familia. Resultó que su «padre» no era su padre, sino el último marido de su madre. Ella se llamaba Lil y había sido bailarina de music-hall. Todos ellos —Lil, el «padre» (la falta de nombre parecía significar su intercambiabilidad con versiones pasadas y futuras), Edward, Lucy, Sarah y los incongruentemente llamados Headley y Pearlene— compartían, hacinados, una casita con calefacción de carbón y dos dormitorios. Como a Edward le había tocado el comedor, Lucy y Sarah estaban obligadas a compartir un dormitorio, para gran contrariedad de Lucy.
—¿Y dices que fue Lucy quien te dio El pozo de la soledad?
—Algunas personas marchan a diferente ritmo —dijo Edward—. Y Lucy lo hace al de su propia orquesta.
—El pozo de la soledad —dije—. Extraordinario para una muchacha de su…
—Eh, perdona, que no hayamos ido a un colegio privado no quiere decir que seamos ignorantes. Mi hermana y yo estamos bastante al corriente de lo que pasa en el mundo de la cultura, así que cuidado.
—Lo siento… no quise decir… Es sólo que El pozo de la soledad… y cuando pienso en mi propia hermana, Caroline… Aunque quizá ese haya sido siempre el problema de Caroline…
Edward se echó a reír.
—¿Y crees que Lucy se parece… bueno, a la señorita Hall?
—No acostumbra a ir vestida con ropa de hombre, si es lo que preguntas. Al menos delante nuestro.
Terminó el último de los bocadillos y anunció que tenía que irse. El corazón me dio un vuelco, tanto deseaba que se quedara.
Se incorporó y se vistió: un espectáculo que encontré casi tan estimulante como el de su desnudarse. Luego, cuando hubo acabado, se sentó en el borde de la cama.
—Brian —dijo—, ¿recuerdas la última vez que hablamos, que dijiste que si alguna vez lo necesitaba podría pasar la noche aquí?
—Sí, lo recuerdo.
—Sólo te lo pido porque… bueno, con Headley y Pearlene, las cosas son más difíciles en casa. Ya no tengo mi habitación, tengo que compartirla con ellos, y el resultado es que no duermo mucho, te lo aseguro. Y ayer mi madre me dijo, bueno, me dijo: «Edward, todo sería mucho más fácil si encontraras algún sitio para pasar una temporada, en cuanto me pase la gripe, sólo un mes o así, hasta que vuelva Nellie…» y pensaba que a lo mejor podía quedarme aquí, si me quieres, por supuesto pagaré mi parte, lo dividiremos todo por dos.
—Me parece que sería maravilloso —dije.
Edward pareció sorprendido de la rapidez con la que asentí a su propuesta.
—Bueno, estupendo, entonces —dijo—. Será estupendo. Probablemente me trasladaré a principios del mes que viene, si estamos de acuerdo.
—Cuando quieras. Más pronto si quieres… mañana… esta noche.
Se echó a reír.
—Mi madre tiene que pasar la gripe, recuerda. Hasta entonces me necesita en casa.
—Lo sé. Lo que pasa es que tengo muchas ganas.
—Yo también.
—¿De verdad?
Con una suavidad sorprendente, me cogió la cara con las manos.
—Tienes los ojos más bonitos que he visto —dijo.