Provengo de una familia inusualmente heterogénea. Mi padre era médico, descendiente de varias generaciones de médicos que habían tenido el consultorio en un pueblo llamado Elmsford, cerca de Rye. Muy a lo E. F. Benson, su infancia, llena de pasteles y antigüedades, de veraneantes y excéntricos residentes que no dejaban de aparecer durante todo el año por el consultorio con imaginarias dolencias hepáticas. Estudió medicina en Londres, donde había nacido mi madre. La madre de mi madre era de Belgrave Square, pero desafió los deseos de la familia casándose con un polaco llamado Tadeusz Bortciewicz. Mis bisabuelos la repudiaron de por vida. Mi abuelo murió al cabo de unos pocos años y mi abuela —sin un céntimo— tuvo que ir a pedir a sus parientes con el fin de sobrevivir; el resultado fue que mi madre y Constance crecieron dependiendo de tías entrometidas ante quienes se esperaba que realizaran actos de obediencia. Ella y mi padre se casaron por amor, algo poco frecuente en aquellos tiempos. Por supuesto, mi padre hubiera preferido volver a Elmsford y llevar el consultorio familiar, pero mi madre se habría vuelto loca en Elmsford. De modo que se establecieron en Richmond, que en realidad era Londres pero tenía un ambiente de pueblo. Fueron buenos padres. Lo peor que hicieron fue morirse.
En sus funerales, varios oradores elogiaron su tolerancia y cortesía. De todos modos, aunque se preocupaban por el destino del mundo, en modo alguno eran radicales. De hecho, si existe sangre comunista en mis venas, probablemente sea atribuible a mi abuelo Bortciewicz, que fue un virtuoso del oboe. Dudo que me venga de Elmsford, donde la palabra «comunista» tenía que pronunciarse en un susurro. Y es seguro que no me viene de Belgrave Square.
Esos años de entreguerras estuvieron llenos de mítines. Los locales se difuminan en el recuerdo; todos ellos tenían paredes enmohecidas y del techo colgaban unas cuantas bombillas que producían una luz débil, eclesiástica. Había sillas, pero nadie se sentaba en ellas. En vez de eso, jóvenes de ambos sexos se arremolinaban y apiñaban en grupos. La mayoría llevaba sobre la nariz las pequeñas gafas típicas de Oxbridge y algunos eran amigos míos: Anne Cheney, Emma Leland y su novio, Tim Sprigg, de quien sabía que era marica. Y también estaban los trabajadores de verdad, con las caras sucias por su actividad en las fábricas. Entre ellos reconocí a menudo la cara del conductor del autobús que solía coger con mi madre desde Richmond hasta el West End. Una vez le sonreí y alcé una mano en lo que pretendía que fuera un gesto de camaradería y simpatía, pero se dio la vuelta, incómodo; incluso en ese refugio comunista, un irrevocable abismo de clase nos separaba.
Aquella noche en Earl’s Court un joven rechoncho de pelo muy rubio subió al estrado e inició la reunión. Su cara me resultó familiar, pero al principio no pude identificarlo. ¡Claro! Era John Northrop, con quien había ido al colegio. ¡Incluso una vez nos habíamos hecho una paja juntos! (Por lo que recuerdo, tenía una polla enorme). Tras identificarse como portavoz de la célula comunista local, nos puso primero al corriente de la situación en Aragón y luego nos habló de la larga y turbulenta relación entre los castellanos, en Madrid, y los catalanes, en Barcelona. Aparentemente, existía entre esos dos grupos una intensa y arraigada enemistad. El núcleo de la misma era la lengua; al parecer España, como país, existía sólo como resultado de guerras, sus fronteras eran un testamento de batallas perdidas o ganadas, lo cual dependía de a quién se preguntara. Mientras tanto, en el interior de esas fronteras técnicas, las distintas regiones, ferozmente aferradas a sus lenguas y culturas, seguían dando rienda suelta a los viejos resentimientos, creando con ellos una corriente de enfrentamiento que dividía el frente republicano de unas maneras demasiado complejas para que las comprendieran los no mediterráneos. Esa idea me fascinó. En mi imaginación, España existía con tanta intensidad como idea —bailes con abanicos y castañuelas— que tuve problemas para aceptar el hecho de su arbitrariedad nacional. En realidad, sin embargo, la mayoría de los países nacen sólo como resultado de la guerra. Los países isla como el mío son la excepción.
En los Pirineos, nos contó Northrop, había una pequeña burbuja española que se conservaba a unos pocos kilómetros en el interior de Francia. Esa aberración cartográfica era resultado de un tratado firmado en algún momento del siglo XVII. Y ahí seguía.
Con una tiza, Northrop dibujó la compleja geografía política de la guerra. Tuve problemas para aclararme con todas las siglas, aunque conseguí comprender que se necesitaban desesperadamente mantas, y, también, conductores de ambulancia, médicos, medicamentos; sobre todo, soldados, hombres dispuestos a arriesgar sus vidas para defender a los trabajadores españoles de las brutalidades de los fascistas y falangistas. Pidió voluntarios. Emma Leland anunció alegremente que iría a España en su pequeño dos plazas y que haría lo que pudiera, una oferta ante la que Northrop sonrió benignamente y le dio las gracias, único modo de tratar a Emma. Si he de fiarme de los relatos de aquel tiempo más que de mis propios recuerdos, las conmovedoras llamadas a la acción que se hicieron en esa reunión debieron de hacernos saltar las lágrimas. Sin embargo, lo que queda es la cavernosa voz de Emma Leland ofreciendo «dejarse caer» por Barcelona como si Barcelona fuera el mercado agrícola local.
El mitin concluyó. Los futuros soldados se reunieron en un rincón para averiguar qué debían hacer a continuación. Mientras tanto un grupo de tipos de Oxbridge se quedó charlando, bebiendo té en vasos de papel y discutiendo diversos rumores sobre el continente. Uno dijo que habían matado a Franco, otro insistió en que eso era un bulo insostenible. Alguien hizo un chiste soez sobre el ministro de Exteriores.
Me fijé en un atractivo muchacho de unos diecinueve años que se mantenía a poca distancia del grupo. Llevaba una gorra, un jersey gastado y una chaqueta con coderas; apoyado contra una pierna, llevaba un raído morral de cuero en el que parecía que hubiera transportado sus libros desde pequeño. En las manos sostenía un vaso de papel lleno de té, que periódicamente probaba, encontraba demasiado caliente y en el que al final soplaba. Tenía el pelo rubio oscuro, desgreñado y cortado de forma descuidada, una cara que irradiaba franqueza y unos ojos verdes, que según los mediterráneos se supone que implican traición. Junto a él la multitud zumbaba, una joven echó la cabeza hacia atrás y rio, Emma Leland empezó a contar la misma historia sobre la boda de Daisy Parker que me había contado Rupert para despejar la tensión del paraguas perdido. Todo el mundo había ido a la escuela con el hermano de alguien o se conocía de Cambridge. Eran jóvenes intelectuales serios e izquierdistas, muchos eran comunistas consagrados a la idea de una sociedad sin clases, pero al mismo tiempo eran también de clase alta e ingleses y por eso, de modo casi inconsciente, buscaban a otros como ellos con los que mezclarse, mientras que los jóvenes de clase obrera estaban solos, justo en el perímetro de ese círculo encantado, oyendo con avidez, acercándose cuanto se atrevían, con el paso prohibido por la invisible frontera del acento.
Las blancas dentaduras brillaban, las ocurrencias volaban en medio de las oscuras murmuraciones sobre la guerra. Estaba observando al muchacho, pensando en la delgadez de sus piernas, cuando accidentalmente descubrió mi mirada. Nuestros ojos se encontraron y luego, con furia, volvió la cabeza, tomó un gran sorbo de té y se escaldó la lengua, de modo que el té le cayó por la barbilla y le salpicó los dedos. Se limpió la barbilla con el puño. Luego se restregó los dedos húmedos en los pantalones y se los manchó. Sentí ese excepcional estremecimiento del deseo mutuo, tuve una erección y, por el modo en que cambiaba de posición las piernas, adiviné que él también tenía otra.
Me fui acercando hasta él. Sentí que percibía mi presencia y se ponía rígido en respuesta a ella, aunque no me miró. Pronto estuvimos más o menos juntos contra la pared, ambos mirando hacia el frente. Moví la pierna y nuestros pantalones se rozaron. Se apartó como si hubiera recibido una descarga. Luego acercó de nuevo la pierna, de modo que rozó ligeramente la mía. Cuando me di la vuelta hacia él, miraba la multitud, con la cara ruborizada.
—No es el mejor de los tés, ¿verdad? —dije.
—Los he probado mejores.
Mantenía la vista nerviosamente apartada y no me miraba.
—Me llamo Brian —dije—, Brian Botsford.
—Edward —dijo y, luego, tras pensarlo, añadió el apellido—. Phelan.
Sus manos eran grandes y callosas; el apretón, áspero.
—¿Vives en Earl’s Court?
—No, vivo con mi padre y mi madre en Upney. Pero trabajo aquí al lado, en la estación. En la estación de metro.
—¿Ah, sí? ¿Eres conductor? —dije.
—Recojo los billetes en la estación.
—Qué interesante. Resulta que soy escritor y estoy escribiendo una novela…
—Me gusta leer novelas. Me gusta leer a ese hombre que ha escrito novelas sobre el centro de la tierra.
—Julio Verne.
—Eso es.
—Pues da la casualidad de que mi novela tiene un personaje al que le entusiasma el metro de Londres.
—¿De verdad? Bueno, en la estación lo cierto es que se ve de todo. Todas las formas de vida y todos los tipos de personas. Podría contarte muchas historias.
—Me imagino que sí.
Nos sentamos. La pierna le temblaba de modo incontrolable, como la de un perro cuando le acaricias el estómago.
—¿Vives cerca? —preguntó.
—No demasiado lejos.
—¿Solo?
—Sí.
(¡Y qué delicioso era vivir solo!).
De un trago se acabó el té antes de tirar el vaso vacío sobre una mesa. Luego se dio la vuelta y, por primera vez, me miró directamente a los ojos.
—¿Damos un paseo? —preguntó—. La noche es cálida.
—Sí, me encantaría —dije—. Voy a despedirme de mis amigos.
Emma me abrazó.
—Brian, viejo sinvergüenza, acabas de saludar y ya te estás marchando.
—Me temo que tengo que irme —dije—. Llego tarde a una cena.
—Eres una abejita muy ocupada, ¿no? —dijo Emma.
—Sí, supongo que sí —dije—. Bueno, adiós.
Y emprendí una apresurada retirada.
Edward estaba esperando en la puerta. Parecía nervioso, como si temiera perderse en la multitud o, peor aún, que lo vieran salir conmigo, provocando de ese modo un escándalo.
Salimos a la calle. Era una noche húmeda. Las luces de las farolas se reflejaban en las manchas de aceite de la oscura acera. El rápido paso de Edward, mientras caminábamos hacia mi estudio —nuestro destino obvio pero no dicho—, desató mis pasiones. Resultó que poseía todo un caudal de información técnica sobre el metro, así que hablamos de cuestiones demasiado tediosas para exponerlas aquí, como el diseño de las escaleras mecánicas de la nueva estación de Southgate en la línea Piccadilly y el proceso mediante el cual se lograba regular con éxito, con algunas excepciones ocasionales, la llegada de trenes de Wimbledon y Ealing Broadway a la estación de Earl’s Court. El hecho de saber que tenía algún conocimiento en un ámbito que yo consideraba de interés parecía que lo hacía sentirse más cómodo. De todas formas, medí mi vocabulario para no utilizar palabras que pudiera desconocer.
Llegamos a mi estudio y, apenas dentro, pasó sus brazos alrededor de mi cintura, me acercó la cara hacia la suya y me besó. Sabía a miel y cigarrillos. Había algo imperioso, casi necesario, en su beso. Luego se apartó. Encendí la luz. Me empujó por toda la habitación hasta llegar a la cama. Los viejos muelles chirriaron, me abrió la boca y metió otra vez su lengua hasta la garganta. Busqué la parte delantera de sus pantalones. Encontré en ella un temblor caliente, soltó un grito y aparté la mano. Ni siquiera lo había desabrochado.
Se echó hacia atrás, jadeando.
—Casi estallo —dijo.
—Quítate la ropa —dije.
Me miró fijamente. A continuación, se incorporó, se quitó la chaqueta, se sacó al mismo tiempo por encima de la cabeza el jersey y la camisa, se medio desabrochó el cinturón y se bajó los pantalones. Su cuerpo era pálido, lampiño en su mayor parte, delgado y nervioso. En los calzoncillos blancos se alojaba una entusiasta erección, una mancha gris y húmeda se extendía a partir de la punta. Se bajó los calzoncillos; su pene se enganchó en ellos y luego se soltó, golpeándole el abdomen de forma audible. Intentó avanzar hacia la cama, pero como todavía llevaba los pantalones y los calzoncillos alrededor de los tobillos, tropezó y con una exclamación de desconcierto cayó a mi lado, con las piernas hechas una maraña de cuerpo y ropa.
—Vamos —dije con una pequeña carcajada—, relájate.
Abrí el cajón de la mesita de noche y saqué un frasco de aceite mineral. Contempló el espeso líquido como si me lo fuera a beber. Con delicadeza, le desaté los zapatos y se los saqué, junto con los pantalones y los calzoncillos. Llevaba unos calcetines estrechos y negros, que le dejaron, cuando se los quité, unos surcos en la piel de los tobillos.
—Túmbate —dije.
Lo hizo. Le rocé con un dedo los testículos, que habían formado una esfera del tamaño de una nuez, tensa como una piel de tambor y con una marca en la mitad, y soltó un gemido tan fuerte que tuve que taparle la boca, temeroso de que despertara a los vecinos.
—Ahora, relájate —repetí abriendo el frasco, untándome las manos de aceite y frotándolas para calentarlo.
Entonces cogí su pene con una mano viscosa y abrió la boca como si fuera a gritar, pero contuvo el aliento. Tres movimientos firmes y se corrió; el semen surgió en chorros densos, una parte le cayó en el pelo y en la cara. Su abdomen se agitó como un océano embravecido a medida que el orgasmo se desvanecía. Jadeó. Temí que pudiera asfixiarse.
—Ya está —dije acariciándole el pelo, resbaladizo de sudor—. Ya ha pasado.
Su respiración se apaciguó. Se sentó. Me eché en la cama, con las manos detrás de la cabeza, completamente vestido aún, incluso con los zapatos, y una erección visiblemente perfilada en los pantalones.
—Lo siento… No quería…
Estaba incómodo, así que le cogí la mano.
—No te disculpes. Me ha bastado con mirarte.
—No suelo ser tan rápido, es que… llevamos rato.
Entonces se inclinó sobre mí y me tocó la entrepierna con un gesto amistoso. Solté un grito agudo e inesperado.
—Bastante grande, ¿eh? —dijo.
—¿Quieres verla?
—No me importaría. Pero ahora tengo que marcharme, mi madre me está esperando para cenar.
Se incorporó, se puso los calzoncillos y los pantalones, se abrochó el cinturón y se sentó en una silla para ponerse los calcetines.
—Vivo en una habitación más grande que esta —dijo.
—Lo hace la mayoría de la gente. Pero ahora mismo estoy sin trabajo y esto es lo único que puedo permitirme.
Durante un momento permaneció en silencio, como intentando descifrar la misteriosa relación (o su ausencia) entre el hecho de parecer rico y ser pobre. Luego se levantó otra vez y se acercó hasta la estantería de libros, que estaba atiborrada y pandeada.
—Creo que nunca he visto tantos libros en una habitación, excepto en la biblioteca.
—¿Te gusta leer?
—Sí, me encanta. Creo en la capacidad de automejora, aunque no tenga una gran educación. Voy cada semana a un concierto o a la ópera. Me gusta mucho la música. Y todos los domingos voy a la National Gallery e intento copiar un cuadro, aunque no lo hago demasiado bien. Y además intento leer tres libros a la semana. ¿Cuántos lees tú a la semana?
—Depende. A veces, ninguno.
—Podría leer muchos más de tres si no tuviera que levantarme tan temprano para ir a trabajar, y a veces mi madre necesita que trabaje en casa. Últimamente está muy ocupada. ¿Cuál es tu autor preferido?
Lo pensé.
—Shakespeare —dije al final.
—He leído a Shakespeare —dijo Edward—. «Cuando en desgracia con Fortuna y con el mundo, / lloro a solas mi sola condición de paria / y el sordo cielo en vano con mis gritos hundo». Me sé de memoria seis sonetos.
—Muy bien. ¿Y cuál es el tuyo?
—Primero, Charles Dickens. Segundo, Julio Verne. Tercero, diría que es, o bien Jane Austen o bien ese norteamericano, Hemingway. Me gustan sus libros. Pero sería incapaz de decidirme por el tercero. No sé tomar decisiones. Si mi madre me pregunta: «Edward, ¿cuál de estas dos telas te gusta más para un delantal?», le contesto: «Las dos igual».
—Yo tampoco me acabo nunca de decidir —dije, y sonreí.
Me miró a través de la habitación, como si la ternura de mi voz le hubiera sorprendido, pero no se alejó de ella, ni cambió de tema. Supuse que se daba cuenta de pronto de que podía estar enamorado de él, que no sólo quería utilizar su cuerpo y que descubría, para sorpresa suya, que ese conocimiento le agradaba.
Una aguja de luz de la estrecha ventana atravesó sus ojos, que de repente estaban húmedos. Entonces se dio la vuelta hacia los libros y se pasó la mano por el pelo. Aún no llevaba camisa. Tenía granos en la parte superior de la espalda.
—A lo mejor podría volver a visitarte —dijo—. Después del trabajo. Podríamos hablar de libros. Esta semana estoy leyendo Veinte mil leguas de viaje submarino, El asesinato de Roger Ackroyd y Material móvil de la línea Central: una historia ilustrada. Aunque este último es diferente. Es para el trabajo.
Me acerqué a él y le entregué una tarjeta en la que había escrito mi dirección. La cogió. Nuestros labios brillaron.
—¿Y cómo volverás esta noche? —pregunté.
—En metro.
—Es un trayecto largo. —Saqué una libra de mi billetera y se la ofrecí—. ¿Por qué no coges un taxi?
—No quiero tu dinero —dijo, retrocediendo.
—Lo siento, sólo pensaba…
—¿Piensas que sólo he hecho esto por dinero? No soy así.
A toda prisa, se puso la camisa y se la abrochó, cogió la chaqueta y el morral.
—Lo siento, Edward —dije—. Sólo quería darte el dinero para que pudieras coger un taxi…
—En metro iré bien, gracias.
—Si alguna vez es muy tarde y estás demasiado cansado para volver a casa, siempre puedes quedarte aquí… si quieres.
—No, no, no podría ser —respondió rápidamente—. Mi madre me echaría de menos.
—Bueno, pues, espero que vuelvas a visitarme.
No sabía qué otra cosa decir.
Me miró, aunque con cautela.
—Tienes unos ojos muy verdes —dije—. Muy bonitos.
—Los tuyos también lo son —dijo.
—¿De verdad?
—Bonitos. No verdes. Creo que eres muy guapo, pero seguro que todo el mundo te lo dice.
—No, no me lo dicen. Me alegro de que lo pienses.
Ambos nos ruborizamos. Lo besé. Su nuez se agitó y me miró. Guie su mano hasta mi erección, que él apretó.
Luego, apartó la mano.
—¿Por qué has ido a la reunión? —preguntó.
Lo pensé un momento.
—Supongo —dije al final— que porque he vivido dos años en Alemania. He visto lo que pueden hacer los nazis. Y siento que no puedo quedarme sin hacer nada, tal como parece estar dispuesta a hacer la mayoría de la gente en este país, mientras Hitler se apodera de Europa. Pero si las fuerzas de la democracia vencieran en España… bueno, ¿no crees que las cosas serían mucho más difíciles para los nazis? Por eso fui a la reunión.
Edward frunció el ceño.
—Entiendo lo que quieres decir —dijo—. Entiendo tu forma de enfocar la cuestión. Yo nunca había pensado en ninguna relación con Alemania. En mi caso, fue por mi hermano Frank. Murió en un accidente laboral el año pasado… estaba en el sindicato y quedó atrapado en una prensa. Una clase sospechosa de accidente. Y desde entonces he estado pensando: ¿no murió por lo mismo que por lo que debo luchar en España? En España está teniendo lugar una auténtica revolución obrera.
—Así que eres comunista.
—Bueno, no estoy en el Partido, si eso es lo que me preguntas. Pero en el fondo de mi corazón, sí. —Me miró cautelosamente—. ¿Y tú?
Tenía una respuesta preparada a esa pregunta.
—Aunque simpatizo con los objetivos del Partido Comunista en cuestiones específicas —dije—, no, filosóficamente no me considero comunista. Sin embargo, eso no significa que no pueda luchar junto con los comunistas. Para conseguir una meta común.
—Lo que me impide alistarme es mi madre —dijo Edward—. Perder a su segundo hijo la mataría.
—¿Es lo que te ha frenado esta noche?
—Supongo que sí. ¿A ti qué te ha frenado?
Pensé un momento.
—Creo —dije al final— que has sido tú.
Me miró a los ojos fijamente, como buscando una pista que pudiera ayudarlo a interpretar esa observación.
Luego, se dio la vuelta de modo brusco.
—Bueno, tengo que irme. Espero volver a verte.
—Yo también lo espero. —Adiós.
—Adiós.
Y se marchó.
Cerré la puerta tras él. Qué extraño encuentro, pensé. Y, sin embargo, no estaba sorprendido. Había habido algo tan misterioso, tan espectral casi, en la rapidez de nuestro encuentro, que me parecía adecuado que desapareciera tan repentinamente como había aparecido.
Me senté en el sofá y encendí un cigarrillo. Recordé esas noches en que Nigel y yo nos sentábamos a beber y nos imaginábamos el «amigo» ideal que cada uno esperaba encontrar algún día. ¿Era Edward ese amigo, me pregunté, el que Nigel había evocado para mí en las frías noches de Cambridge? En un sentido físico, sin duda. Y había algo extraordinariamente tierno en sus ingenuas aspiraciones de mejora. Me hacía desear guiarlo, llevarlo a lugares que causan asombro y silencio: esa iglesia en Roma con sus Caravaggios; Notre-Dame… De pronto, me vi envuelto en fantasías, tejiendo una vida a partir de nuestra única noche, contemplando a Edward y a mí viviendo juntos, viajando juntos. Noches en sacos de dormir en pensiones de Córcega, mirando las estrellas desde una gabarra en Amsterdam. ¡Qué maravilloso sería! ¡Y qué locura imaginar esas cosas!
Iba camino de Upney, suponía. Si de verdad vivía en Upney, si no había mentido, si de verdad trabajaba en el metro y era quien había dicho. Upney: tan lejos de Richmond, de todo lo que conocía. Que fuera de clase obrera, tenía que admitirlo, me excitaba muchísimo. Ningún estudiante de colegio privado habría sido capaz de una exhibición sexual tan pura. Sin embargo, Edward no se turbó, su necesidad no estaba reprimida, era irreprimible; no se había desviado hacia colecciones de raras tazas de té del siglo XVIII, enciclopédicos proyectos de investigación o finanzas en la City. Y por eso quería volver a verlo, anhelaba esa pureza que la educación me había quitado. Nigel insistía hasta la saciedad en que los homosexuales debían constituir una sociedad sin clases; lo cierto era que, para los dos, no había lugar más excitante que el dormitorio del criado.
Me levanté del sofá. Cogí la toalla con la que Edward se había limpiado. Con una mano la coloqué en mi boca, el olor aún penetrante, a lejía y metal, y con la otra mano me desabroché los pantalones y, en cuestión de segundos, me corrí.
Ni que decir tiene que no fui a la guerra hasta más tarde.