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Empezó así: un pájaro volando por los túneles del metro, como una mosca atrapada en un nautilus. Sólo yo me di cuenta. Primero sopló el viento —ese viento lleno de humo y olor a petróleo que presagia la llegada del tren—, luego las luces dobles atravesaron la oscuridad y entonces apareció, blanca y gris, una paloma, creo, perseguida por el humeante terror del tren. Revoloteó y planeó un momento sobre mi cabeza, como intentando adivinar dónde estaba el cielo, enfiló el camino de la salida y desapareció.

El tren entró en la estación. Subí a él. Era el 28 de junio de 1936: el día del cumpleaños de mi madre. (Pero había muerto seis meses antes). En Alemania, bandas de Hitlerjugend intimidaban a los clientes de los establecimientos judíos; en España, la República combatía la amenaza fascista; en Inglaterra, las mujeres discutían en las tiendas sobre el precio de los puerros. Y, lo peor de todo, no podía escribir. Un ejemplar pulcramente mecanografiado de la novela que había empezado el año anterior descansaba en un cajón de escritorio en casa de mis padres, en Richmond. Ni siquiera podía soportar mirarlo.

Me dirigía a almorzar con la tía Constance y, como de costumbre, llegaba tarde. La tía Constance era viuda y novelista por derecho propio —mucho más famosa de lo que yo podría esperar ser—. Cada abril y cada noviembre, con gratificante puntualidad, producía un volumen que las mujeres infelices de toda Inglaterra se apresuraban a comprar. Y eso porque sus obras, a diferencia de las mías, evitaban el sexo y las escenas de ira en beneficio de la descripción de pequeños éxtasis domésticos.

En aquellos días de entreguerras me ayudaba, si bien de modo caprichoso, enviándome cheques que llegaban sin fecha prevista y emitidos por cantidades tan extravagantemente dispares que mi hermano Channing y yo habíamos empezado a referirnos a ella como la «tía Inconstancia». A cambio, se suponía que debía reunirme con ella una vez al mes para almorzar en el Hotel Lancaster, un aburrido establecimiento junto a Edgware Road en el que se instalaba con ocasión de sus visitas a Londres. Todos los clientes del lugar eran mujeres, la mayoría clientes permanentes: viudas sin medios, secretarias jubiladas. Su público lector, vamos. Lo recuerdo como un sitio lánguido y estupefacto, el salón aislado de la luz del sol por pesadas cortinas, las lámparas tan tenues que apenas era posible leer junto a ellas. El ritmo del Lancaster era más lento que el mío, de tal modo que cuando entraba a toda prisa en él, chocaba inevitablemente con una anciana residente que se dirigía al comedor o asustaba al recepcionista, que pasaba la mayor parte del día inmerso en un estupor rayano en la catatonia. En el salón, varias figuras blandas y pesadas se sentaban o reclinaban en diferentes sillones blandos y pesados. Un arrítmico ronquido descendía en espiral hasta convertirse en silbido antes de hundirse de nuevo en la tierra.

Aquel día la tía Constance dormitaba en un sofá de cretona. Sus párpados se agitaron cuando me incliné sobre ella.

—Oh, Brian. Hola, cariño. Qué puntual eres. Estaba oyendo la radio.

—Hola, tía Constance.

Se incorporó en el sofá.

—Deja que te vea. Sí, estás demasiado delgado. ¿Tu hermana no te da de comer?

Se levantó del asiento y me acompañó hasta el comedor. Tenía un aspecto magnífico, como siempre: florida y floral, el abundante y sedoso cabello recogido en forma de brioche en lo alto de la cabeza. Mientras jugueteábamos con la carta me preguntó por mi hermana Caroline, mi hermano Channing y, muy especialmente, por Nanny, nuestra abrumada niñera de la infancia, a quien habíamos sacado de una pacífica jubilación para que se hiciera cargo de la casa tras la muerte de nuestra madre. Nanny había sido el modelo para las heroínas de no menos de seis de sus novelas.

Channing y Caroline estaban peleados, le conté, porque Caroline había reorganizado la cocina. Caroline creía en el orden y el futuro, mientras que Channing sentía que mover una simple cuchara del lugar que le había asignado nuestra madre era profanar su recuerdo.

—He visto otras veces síntomas peculiares de dolor —observó la tía Constance—. Mi apreciada ama de llaves, la señora Potter, se convirtió en sonámbula cuando desapareció su marido; y la joven Shepard, en cambio, se volvió inmoral. De todos modos, el caso más extraño fue el de Maudie Ryan. ¿Te acuerdas de Maudie Ryan? Fue con tu madre a la escuela. A su novio lo mató una granada en Francia durante la guerra, tras lo cual se dedicó a cocinar y cocinar. Bizcochos, budines, repugnantes estofados cargados de especias. —Sacudió la cabeza en señal de desaprobación cuando mencionó los estofados—. Tienes que tener paciencia con tus hermanos, querido. No sienten de un modo tan literario como tú.

Una anciana camarera anotó nuestro pedido. Dada la delicada naturaleza de la mayor parte de la clientela, era de esperar que el Hotel Lancaster sirviera comidas eminentemente suaves, cosa que agradaba a la tía Constance, esclava como era de un estómago extravagante.

—Tengo problemas para escribir —dije cuando se marchó la camarera—. Cada vez que me siento a trabajar en mi novela, me obsesiono con alguna pequeña rutina que hay que llevar a cabo, o los ojos se me quedan fijos en una mancha de la pared, o la propia página empieza a disolverse en una abstracción.

—¿Y crees que yo podría aconsejarte? —preguntó la tía Constance.

—Bueno, sí. Eso es.

—Oh, cariño. —Dejó el vaso de agua—. Es que no creo haber tenido nunca problemas en ese terreno particular, excepto… sí, una vez, me acuerdo, hace años, había escrito dos novelas y sencillamente no se me ocurría ninguna idea para otra, cosa que no me preocupó en ese momento. Por lo que recuerdo me dije a mí misma: «Constance, ya has escrito tus novelas, ahora tienes que sentar la cabeza, ser una mujer corriente y hacer lo que hacen las mujeres corrientes». Así que salí al jardín y empecé a hacer un ramo de rosas y, por alguna razón, pensé en una muchacha llamada Rose y en un tejo y en un soldado, y dejé las rosas, entré y escribí Kilkenny Spring. Ah, querido, antes de que me olvide, aquí tienes un ejemplar de mi último libro. Es la historia de una asistenta con nueve hijos y cierta afición al Bovril.

Riéndose entre dientes, me entregó Betty Brennan, dedicado, como todos sus otros libros, «a mi querido sobrino nieto Brian, con esperanza en su futura carrera novelística».

—Muchas gracias, tía Constance —dije—. Lo empezaré en el tren.

—Bueno, en fin, si quieres. Me temo que no es mi mejor libro, pero tendrán que conformarse con él. Es una lástima. Mis lectoras tienen depositadas en mí tantas expectativas… —Pescó sus gafas del bolso y me examinó detenidamente—. Bueno, querido, ¿cómo te va? ¿Has encontrado ya una chica? ¿Te gustaría que te presentara a Philippa, la nieta de Edith Archibald? Dice Edith que es una chica muy agradable. Un poco tímida, supongo que debido al labio leporino, bueno, se lo han operado, claro. Una gran lectora, por lo que dice Edith…

—Tía Constance, sabes que no tengo tiempo para pensar en mujeres. Mi trabajo.

—Brian, ¿cuántos años tienes?

—Casi veintitrés.

—¡Veintitrés! Cuando tenía veintitrés, Freddie y yo llevábamos ya tres años casados. Tienes que empezar a pensar en tu futuro, querido. Lo cierto es que no tengo muchas esperanzas en Channing, está perdido entre libros, y en cuanto a Caroline… bueno, no pretendo ser cruel, pero tiene casi veinticinco años. Es probable que sea demasiado tarde. —Con un hombro me señaló a las demás inquilinas del Hotel Lancaster, todas comían solas—. Créeme —añadió—. Es terrible ser vieja y estar sola. Oh, no por mí… tengo cuarenta años de recuerdos a los que recurrir. Pero no haber conocido nunca el amor, no haber sentido nunca la fuerza de un brazo sobre tu hombro, la calidez de unos labios masculinos apretados contra…

Se detuvo de golpe, tosió y desistió. Qué poco se imaginaba que la calidez de unos labios masculinos era exactamente lo que yo deseaba.

—Mira, te propongo esto: una pequeña cena, con Philippa y Edith. Buscaré un pequeño reservado. ¿Qué te parece?

Me parecía repugnante.

—Sabes que a tu madre le habría gustado, su mayor deseo era ver al menos a uno de sus hijos…

—Está bien, tía Constance. Sí. Iré.

—No te arrepentirás. Por lo que Edith me ha contado, Philippa Archibald parece una joven muy equilibrada. Y ahora, querido, déjame darte algo de dinero. Esa chaqueta que llevas está completamente raída.

Al menos con la tía Constance no había simulación. Actuar como ella quería comportaba recompensas inmediatas.

Aquel año todos los días fueron grises, el sol no salió durante tanto tiempo que se convirtió en algo perteneciente al recuerdo, todo Londres fue un perpetuo estornudar y sonarse la nariz. Los mediterráneos se habrían vuelto locos, los norteamericanos habrían llamado a sus abogados y amenazado con acudir a los tribunales, pero los ingleses aceptamos el mal tiempo con la misma ecuanimidad taciturna con la que aceptamos las casas adosadas y las salchichas Wall’s. A su modo vagamente deprimido, la gente siguió apañándoselas, lo cual significaba hacer colas interminables bajo la lluvia. Colas en todas partes: si uno hubiera puesto en la pared un cartel que dijera: «Hagan cola aquí», se habrían alineado frente a él.

Fue un momento raro en mi vida. Durante los dos años anteriores había estado viviendo en Alemania; supuestamente, escribiendo. En realidad, había pasado la mayoría de las tardes fumando cigarrillos en cafés y la mayoría de las noches fumando cigarrillos en un bar con cortinas de cuero. Hubo cervezas, hubo muchachos. Sobre todo, hubo cigarrillos.

Entonces mi madre murió y tuve que regresar a casa. Después no dispuse de dinero para volver a Alemania, y la tía Constance —tras llegar a la conclusión de que, por lo visto, Alemania no me hacía ningún bien— no pareció especialmente inclinada a dármelo. No tenía ningún sitio adonde ir, de modo que me quedé en Richmond, huérfano, clasificando los vestigios de las vidas de mi padre y mi madre, mientras mis hermanos discutían y la pobre y anciana Nanny, a quien habíamos sacado de Eastbourne para que se hiciera otra vez cargo de nosotros, intentaba mantener la paz. Al final, no pude soportarlo más; acepté una antigua invitación de Rupert Halliwell, un compañero de Cambridge que era rico y había comprado no hacía mucho una casa fabulosa en Cadogan Square.

Rupert y yo no habíamos intimado demasiado en Cambridge; pero algo de su pasión por las antigüedades de cristal había conectado con algo de mi pasión por Digby Grafton. Rupert era un individuo bajo, regordete y pálido, bastante parecido a una gelatina o una mousse. Tenía muñecas gordas, gustos rebuscados, ojos tristes.

Llegué a las cuatro de la tarde de un miércoles. Una doncella pequeña y encogida me condujo hasta el salón, donde enseguida se me unió Rupert, vestido con un batín, con su aspecto lánguido y triste.

—Muy amable por tu parte al dejarme venir, Rupert —dije mientras nos estrechábamos las manos.

—Venga, no digas tonterías —contestó alejando la idea—. El placer es mío. En todo caso, lo dices como si en tu casa os estuvierais desollando vivos.

—Es estupendo haberla dejado.

Nos sentamos para tomar el té, que la doncella trajo junto a un juego de hermosas tazas esmaltadas de color azul y dorado.

—Son del siglo dieciocho —me informó Rupert—. Pertenecieron a la reina Beatriz y son el único juego de su clase que queda.

A continuación alabé el sofá.

—Sí, es bonito, ¿verdad? Pero está tapizado con un tipo muy poco frecuente de seda india tejida a mano que, cuando se mancha, es imposible de limpiar.

—Vaya —dije intentando mantener la taza de té a la mayor distancia posible. Luego me mostró su colección de vasos de cristal antiguos.

—Tres están mellados —observó— debido a la torpeza del servicio doméstico.

¡Con razón a la pobre mujer le temblaron las manos al dejar la bandeja!

Terminamos el té y Rupert me condujo hasta mi habitación.

—Creo que encontrarás todo lo que puedes necesitar.

—Sí, seguro.

Empecé a deshacer mi equipaje y él se sentó en el borde de la cama. Ni que decir tiene que me sentí bastante cohibido, sus tristes ojos se clavaron en mí mientras iba sacando la ropa.

—¿Cómo está tu madre? —pregunté.

—Igual. El dolor es su compañero, su torturador diario. Apenas puede salir ya de la cama, pero la visito todos los días, lo cual es para ella una gran alegría. Es una santa.

En realidad, la mujer era una arpía y no estaba, ni con mucho, tan enferma como decía. Cuando le compró a Rupert la casa de Cadogan Square, yo esperaba que eso supusiera la ruptura definitiva del cordón umbilical. En cambio, Rupert se limitó a imitar su afición por coleccionar objetos que eran al mismo tiempo sumamente delicados e irreemplazables. (¿Por qué los ricos, a quienes se les ahorra la preocupación material, se sienten obligados a crear, a su alrededor, el potencial para el desastre?). Rupert era, a sus veinte años, una joven criatura a todas luces no formada que había decidido emular las costumbres de los muy ancianos. Y, sin embargo, no le cuadraban del todo; uno no podía evitar pensar cuánto duraría el «teatro».

Terminé de sacar las cosas y deseé a toda costa escribir en mi diario, así que le dije a Rupert que quería dormir una pequeña siesta antes de cenar. A regañadientes, lo entendió.

—¿Estás seguro de que no puedo hacer nada más por ti? —preguntó, con los ojos abiertos y húmedos como siempre.

—No, estoy muy bien, de verdad —contesté.

—De acuerdo —dijo, y luego, con lentitud extrema, cerró tras él la puerta.

Me lancé sobre la cama. ¡Pobre Rupert! La mayoría de mis amigos no tenían paciencia para soportarlo; para ellos, era simplemente un ejemplo de la paralizadora autoindulgencia en la que estaba cayendo inexorablemente la burguesía. Rupert y los suyos, según mis amigos, eran ramas muertas de un árbol que, por su propio bien, había que podar.

Comprendía ese punto de vista. Con todo, había algo tan triste e inútil en Rupert, encerrado en su palacio lleno de objetos preciosos que proteger, sin otra preocupación, y con esa arpía de madre llamándolo cada medio minuto desde su lecho de enferma, que no podía evitar sentir por él una especie de lástima. Dudaba de que hubiera tenido alguna vez relaciones sexuales con alguien, varón o hembra. Le encantaba oír los relatos de mis escarceos eróticos y, sin embargo, ni siquiera se había atrevido a aventurarse nunca por los bares que yo frecuentaba a veces, con su cargamento de policías y guardias amistosos. En cambio, absurdamente, parecía dirigir hacia mí todos sus sentimientos eróticos, remoloneando en mi puerta o mirando de modo anhelante mis esquivos ojos, esperando contra toda esperanza, supongo, que lo invitara a entrar para seducirlo. Qué pensamiento tan ridículo: ¡yo, que no tenía ningún don para la seducción! Sospechaba que debía de ser un amante frío y angustiado. No podía imaginármelo desnudo; el modo en que vestía y se comportaba desalentaba la contemplación de su cuerpo, negaba incluso, quizá, la existencia de un cuerpo. Y sin embargo, en algún lugar ahí abajo, tenía que existir la desnudez.

Esa noche tuvimos una cena tranquila y agradable durante la cual la mayor parte de la conversación giró en torno a la boda de Digby Grafton, a la que Rupert —pero no yo— había sido invitado. Después, alegando cansancio, me excusé y me retiré a mi habitación.

A las doce y media —ya estaba en la cama—, la puerta se entreabrió.

—Brian, siento muchísimo despertarte, pero acabo de tener una pelea horrible con mi madre. ¿Puedo sentarme?

—Claro, Rupert —dije.

Entró de puntillas, se encaramó en el borde de la cama y dio inicio a una llorosa letanía de lamentos: cómo lo recriminaba siempre su madre y le decía que era un desastre; el padecimiento y el dolor maternos, que lo justificaban todo; la soledad y la necesidad que él tenía de amor. Sabía lo que quería; sin embargo, algo me impedía acceder a dárselo: me echaban atrás aquellos antebrazos blancos y carnosos, el suave pelo negro de las muñecas. Así que lo consolé lo mejor que pude, explicándole que sin duda su madre no lo decía en serio, que lo quería con locura y que era sólo el dolor el que hablaba, y al final, avergonzado y consciente de que no obtendría más de mí, se disculpó por la interrupción y me dio las buenas noches.

Después de eso me costó volver a dormirme. Digby rondaba mis pensamientos: su hermosa piel morena y el pelo trigueño. Digby desnudo junto al lago, sacudiéndose el agua del cuerpo, las gotas colgando como cuentas de vidrio del pelo del pecho y las piernas y a lo largo de su larga y desinteresada polla que, por supuesto, era normal y se alzaba sólo para las chicas. Mi fijación con aquella polla, mi deseo de retirar la cubierta del prepucio y lamer el meloso fluido que chorreaba de la punta, me estuvo persiguiendo, hasta el extremo de que tuve que hacerme cuatro pajas antes de conseguir por fin dormirme.

A la mañana siguiente me desperté tarde, enfadado y con dolor de garganta. Rupert estaba en la sala de estar, removiendo interminablemente una insustituible cucharita de plata en una insustituible taza de porcelana llena, presumiblemente, del más raro y perecedero de los tés. Me informó con tono seco de que había invitado a alguien a cenar, una «dama encantadora» a quien le gustaba conocer a «jóvenes artísticos» y cuyo favor le era imperativo conseguir.

—Y es probable que sea una buena idea no sacar la política a colación, Brian. Lady Abernathy es, en fin… bastante poco moderna en sus ideas. No hay necesidad de escandalizarla.

Miré por la ventana. La lluvia golpeaba el cristal con un ruido sordo, caía tanta agua que por un momento me pregunté si ese era quizá el problema de Rupert, si como a tantos ingleses sencillamente se le había empapado el cerebro. Deseé inventar una excusa para salir de casa esa noche; por desgracia, no se me ocurrió ninguna. Resultaba que, como invitado de Rupert, era su esclavo.

El teléfono sonó. Asombrosamente, era para mí.

—Brian, soy Rose Dent. La madre de Nigel. Espero que no te importe que te haya llamado aquí. Tu hermana me dio el número. Quería decirte que Nigel está en Londres.

Me dejó sorprendido. Nigel no me había informado de que tuviera intención de visitar Londres.

—¿Cuánto tiempo piensa quedarse? —pregunté esperanzado.

—Bueno, el caso es que se va mañana. Lleva aquí casi dos semanas.

—¿Dos semanas?

—Me temo que ha estado muy ocupado. Pero quería verte. Dime, ¿podrías acercarte a tomar el té hoy, digamos, a eso de las cuatro? Aunque te advierto que Nigel está resfriado y puede que no lo encuentres de muy buen humor.

Dije que claro que iría. Colgó y me senté a meditar por qué demonios Nigel llevaría dos semanas en Londres sin haberme dicho nada. No era su estilo.

Nigel y yo habíamos sido inseparables desde el colegio, donde le serví: lustraba sus zapatos, le hacía la cama, etcétera. Se podía decir que nuestra relación no había progresado mucho desde entonces. El ladrido de su desaprobación me seguía convirtiendo en un tembloroso novato desesperado por agradar a su amo mayor que él, más grande y de voz más profunda y, al final, fracasando siempre en la tarea más simple. Lo «seguí» a Cambridge y luego a Stuttgart, adonde fue a estudiar piano con la famosa Clara Lemper y donde escribió la primera de sus «Cartas desde el extranjero», ensayos sobre música y política que posteriormente lo harían aún más famoso que sus grabaciones de Ravel y Liszt. En Stuttgart vivimos prácticamente juntos y, aunque yo tenía ya una voz más profunda que la suya, seguí lustrándole los zapatos y haciéndole la cama. Era, por lo que yo sabía, su más íntimo aliado: compartíamos borradores, confidencias, incluso amantes. Sí, así es, nuestra amistad tenía un lado pendenciero. Me atormentaba regularmente del mismo modo en que un hermano mayor atormentaría a uno más pequeño. A pesar de todo, lo quería y no tenía dudas de que él me quería a mí. Para que llevara dos semanas en Londres y no me hubiera llamado… En fin, algo tenía que haber ido muy mal.

Pasé el mediodía presa del desasosiego y, a las tres, me encaminé hacia la casa de los Dent en St. John’s Wood. La lluvia seguía cayendo y, como me había olvidado el paraguas en el metro, le pedí a Rupert que me prestara uno. Revolvió monótonamente en un armario hasta localizar el necesario instrumento.

El viaje en metro hasta St. John’s Wood duró casi cuarenta minutos, debido seguramente al tiempo. Por fortuna, la lluvia había amainado cuando llegué. Me dirigí a través de una atmósfera encharcada e intermitentemente soleada hasta la casa de los Dent. Subí al cuarto de Nigel, el de la señora Dent en realidad, que él ocupaba durante su estancia. Ahí estaba, en la cama, con la nariz enrojecida, rodeado de papeles y libros. El lugar apestaba a cigarrillos. En el suelo se amontonaban tazas de té sucias que la señora Dent se apresuró a recoger.

—Hola, Brian. Me alegra verte —dijo la señora Dent.

—Hace tres días que no cago —anunció Nigel—. Quería que lo supieras.

La señora Dent se dio prisa en salir.

Era evidente que no estaba de muy buen humor; en realidad, estaba en un estado de ánimo endiabladamente insoportable, cruel y dispuesto a burlarse de mí, como si quisiera averiguar cuánto aguantaría antes de estallar. A pesar de todo, estaba determinado a no darme por vencido.

—¿Qué es lo que te ha traído por Londres, Nigel? —pregunté, intentando que sonara como si no me importara.

—Negociar un contrato con Heinemann. Quieren reunir mis «Cartas desde el extranjero». Pero no estoy muy seguro. Heinemann no es exactamente la vanguardia.

El orgullo y la envidia corrieron a partes iguales por mi sangre al oír esa información. También el asombro; el Nigel que conocía, tras recibir una noticia tan fabulosa, me habría llamado en el acto.

—Nigel, eso es estupendo —dije—. Enhorabuena.

—Sí, bueno. El caso es que quiero decirte algo, Brian, y no va a ser agradable. Estoy seguro de que te estás preguntando por qué no te he llamado cuando llevo casi dos semanas en Londres. Bien, por eso quería que vinieras hoy, para explicarte lo que me sucede contigo. Me molestas profundamente. Eres quejica y pesado, y estoy bastante cansado de ti. Repites mis opiniones. Vistes de forma embarazosa. Y respecto a ese cuento que me enviaste… es espantosamente malo. Indeciblemente malo. Por un momento pensé que tenías capacidades, Brian, de verdad, pero has destruido por completo cualquier pequeña esperanza que pudiera albergar en ti con… —sostuvo ante él las ofensivas hojas, como si apestaran— esta diarrea.

Mi boca se abrió en un gesto instintivo de protesta:

—Es sólo un borrador… —empecé.

—¡Un borrador! ¡Un borrador! —Soltó una de sus risotadas—. Eres tonto de capirote, Brian. Ataco tu cuento que, por cierto, considero francamente una mierda y ¿qué haces? ¿Lo defiendes o te defiendes a ti mismo? ¡No! Intentas escabullirte de él, intentas desestimarlo.

—Pero lo digo en serio, creo que tienes razón, hace falta trabajarlo…

—¡Eso es precisamente lo que te estoy diciendo! ¿Un borrador? ¡Y un huevo! ¡Hasta este momento pensabas que era brillante! Si de verdad aspiras a ser un hombre de letras, tienes que aprender a mantenerte firme y a no gluglutear como un pavo y estar de acuerdo con lo que diga cualquiera sólo para caerle bien. Y tienes que abandonar la costumbre de cambiar tus opiniones para hacer que concuerden con las mías… Si dices: «Creo que S. es un buen poeta» y yo digo: «Creo que es una mierda», te pones en el acto a ocultar lo que has dicho, como un gato que entierra sus excrementos. Lo cual me lleva a mi última cuestión. Esta noche, como quizá sepas, Anne Cheney da una cena en mi honor. No sé si estás invitado, pero en caso de que sea así, preferirla que no asistieras. Y, si lo haces, yo me iré.

La brusquedad de esa petición me aturdió.

—Está bien, Nigel —dije—. Si eso es lo que sientes, creo que me iré ahora mismo.

—No seas ridículo, acabas de llegar. Toma un té.

Lo miré.

—Venga, qué teatral eres. Sólo porque he dicho lo que he dicho, actúas como si ya no fuéramos amigos. Está bien, vete, si eso es lo que quieres.

Salí de la habitación, volcando, en mi camino, una taza de té frío que su madre había olvidado recoger. Nigel no se dio cuenta; salió de la cama y me siguió al pasillo.

—Un nuevo artículo que he escrito —anunció, poniéndome un sobre en la mano—. Va a ser el primero del nuevo libro sobre la técnica pianística de la mano izquierda.

—Gracias —dije.

Nos dimos la mano fríamente y me fui.

En el trayecto de vuelta a casa leí el ensayo de Nigel —me pareció brillante, lo cual me hizo sentir aún más miserable— y llegué a casa de Rupert a eso de las seis. Nada más cruzar la puerta tuve la vaga sensación de que no llevaba algo que tenía que llevar. Claro… ¡el paraguas de Rupert! Así que antes de entrar en la sala de estar, donde sabía que aguardaba Rupert con el té, pedí a la doncella utilizar el teléfono. Contestó la madre de Nigel, no, lo sentía, no me había dejado ningún paraguas; de hecho, por lo que ella recordaba, no llevaba ninguno al llegar. Le di las gracias y colgué, preocupado por el dinero que tendría que gastar no sólo en el paraguas de Rupert, sino además en uno para mí. Dos en dos días era todo un récord, incluso para mí.

Rupert estaba en batín, sirviendo té. Parecía de muy buen humor.

—¡Hola! Siéntate. Acabo de hacer té. ¿Cómo estaba Nigel?

—Rupert —dije—, me temo que he perdido el paraguas que me prestaste. Lo siento muchísimo, con los paraguas soy un desastre.

Su sonrisa desapareció.

—¿Qué? —dijo.

—Digo que me temo que he perdido el paraguas que me prestaste.

—¿Dónde?

—En el metro. Rupert, lo…

—Entonces no tiene arreglo. Nunca lo recuperaremos.

Se levantó y se alejó de mí, con la cara pálida. Cuánto jaleo, por un paraguas, pensé.

—Por supuesto, te compraré otro —ofrecí.

—¡Comprar otro! Dios mío, ¿no tienes ojos? ¿No viste la plata de la base? ¿El mango de marfil? ¿El monograma?

—Bueno, como te digo…

—¡El paraguas que has perdido no era corriente, Brian! ¡Dios mío, era una pieza de anticuario! ¡Anterior a la guerra! ¡Valía cien libras, por lo menos!

—Cien libras —repetí débilmente—. Dios mío. —Me senté, estupefacto—. Llamaré a la oficina de objetos perdidos de Baker Street —dije—. Quizá alguien…

—No te molestes. Cualquier tonto podría ver lo que vale ese paraguas. Es probable que ahora mismo lo estén desmontando, fundiendo la plata para venderla, el marfil…

Una lágrima se deslizó de su ojo izquierdo. Se echó sobre los cojines con un gesto de desesperación y me di la vuelta, presa de emociones contradictorias: horror y culpa por haber perdido algo de tanto valor y, al mismo tiempo, asombro por el hecho de que Rupert me hubiera prestado ese paraguas. De haber sabido que no se trataba de un paraguas corriente, nunca lo habría cogido.

—Rupert, aunque valga mil libras, te compraré otro —dije por fin, preguntándome de dónde demonios iba a sacar el dinero.

Pero Rupert tragó saliva y suspiró; y con lo que pareció un esfuerzo hercúleo recuperó su buena educación.

—No pienses más en ello, entra dentro de la naturaleza de los paraguas el perderlos. He reaccionado de modo exagerado por su valor sentimental, por lo cual me excuso sinceramente. Venga, tomemos el té.

Sirvió el té, que ya estaba amargo y negro, y con gran esfuerzo y dolor de su alma apartó de la conversación el fatal objeto por el que ambos habíamos quedado —y quedaríamos durante cierto tiempo— horrible e inalterablemente obsesionados.

—¿Te he contado lo de la boda de Daisy Parker? ¡Fue una verdadera pesadilla! Apareció su antiguo novio, borracho, cuando yo estaba en pleno brindis.

Apenas escuché. Mi mente se arrastraba hacia atrás, intentando recordar el momento exacto en el que había extraviado el paraguas.

Tras el té, subí a mi cuarto para intentar descansar, pero no pude dejar de pensar en el maldito paraguas; lo cierto era que apenas le había echado una ojeada. ¿Era tonto por no haber reconocido su valor? No, ¡sólo que nunca se me había ocurrido que pudiera existir en el mundo un paraguas de cien libras!

Alrededor de las siete y media sonó el timbre de la puerta. Sumisamente, me dirigí escaleras abajo. Sentada con Rupert en el sofá de la sala de estar, una anciana con papada miraba a través de unos anticuados quevedos la colección de piezas de cristal. Reconocí su cara, aunque no estaba muy seguro de dónde la había visto.

—Brian, te presento a lady Abernathy. Lady Abernathy, el señor Botsford.

—¿Cómo está usted?

Su mano apenas rozó la mía, y se dedicó de nuevo a examinar el cristal. Me senté junto a Rupert. Una máscara de cortesía apenas cubría la afectada mirada que se había apoderado de su cara como una parálisis.

—Brian es escritor —dijo Rupert a lady Abernathy, cuando nos sentamos a la mesa—. Está a punto de terminar su primera novela.

—Ah —dijo lady Abernathy—. ¿Estoy en lo cierto al suponer que será una novela moderna?

—Supongo que se podría llamar así. Sí.

—Entonces me temo que nunca la leeré. El otro día, intenté leer una novela de la señora Woolf que mi querido Rupert me había recomendado. Bastante horrible. Al cabo de cincuenta páginas, me vi obligada a ir a buscar la Biblia.

—Veo que lo que valora son las obras tradicionales, lady Abernathy —dijo Rupert.

—Considero que ya sólo hay una novela que valga la pena leer: Jane Eyre. La leo todas las Navidades.

—¡Ah! Las Bronté —dijo Rupert—. Tan quintaesencialmente inglesas.

—Rupert —dijo lady Abernathy—, te he traído una carta que he escrito. Me preguntaba si podrías leerla y darme tu opinión antes de enviarla.

—No faltaría más —dijo Rupert—. ¿Y a quién va dirigida?

—Al señor Hitler.

Rupert palideció.

—¿Al señor Hitler?

—Sí. He pensado que le agradaría saber que, a pesar de cuanto pueda afirmar la prensa, hay muchos de nosotros aquí, en Inglaterra, que reconocemos sus capacidades y comprendemos que sólo él puede salvar a su país.

—Por supuesto, me encantaría leerla, lady Abernathy —dijo Rupert tartamudeando—. ¿Quiere que haga alguna crítica importante o sólo que compruebe la sintaxis?

—Lo que me interesa es que el estilo sea… fluido, ¿me explico? Y tú siempre has tenido tanto talento para la escritura, Rupert. Debería escribir novelas —añadió dirigiéndose a mí.

—Me impresiona, lady Abernathy —dijo Rupert—, que considere que valga la pena dedicar su valioso tiempo a la política actual.

—Gracias. Sin embargo, al obrar así sólo sigo la tradición del difunto lord Abernathy. Fue, como sabes, un incansable escritor de cartas, que nunca se amilanaba porque una opinión no fuera popular.

A continuación se produjo un horrible silencio. La doncella trajo la sopa.

—Supongo que la guerra de España sólo puede empeorar —dije.

—Me estaba acordando, lady Abernathy —dijo Rupert—, de lo que disfruté la semana pasada en el té de lady Manley oyendo sus encantadores recuerdos de Deauville.

—Rupert, querido, tu amigo no tiene ningún interés en las tediosas anécdotas de mi juventud. —Se volvió hacia mí—. Me he mantenido al tanto de la situación en España y sólo puedo decir que mis esperanzas están con los rebeldes. Precisamente la otra noche estuve discutiendo la cuestión con Herr… vaya, soy tan mala para los nombres, el embajador alemán… y estuvimos los dos de acuerdo, los rebeldes son la única esperanza para España.

—Me temo que soy de la opinión contraria —dije—. El gobierno republicano ha sido elegido democráticamente.

—No he tenido el placer de conocer al embajador alemán —intervino Rupert—, aunque creo que mamá cenó con su mujer cuando estuvo en Dresden el año pasado. Trajo la porcelana más bonita…

—Señor Botsford, es usted joven —dijo lady Abernathy— y, si me permite el atrevimiento, susceptible a la peor de las influencias.

—Aprecio su sinceridad, lady Abernathy —dije—. Si puedo ser también yo tan sincero…

—Se lo ruego…

—El embajador alemán es el lacayo de Hitler. He vivido en Alemania, he visto la sangre que corre cuando los nacionalsocialistas…

—Siempre he opinado que la política quedaba por detrás de los artistas —interrumpió Rupert—. Los artistas tienen que mirar más allá del insignificante conflicto mortal. Eso es lo que admiro tanto de la obra de Brian, al menos de esos fragmentos que tuve el privilegio de leer durante nuestros años en Cambridge. Hay una serenidad en su visión que parece elevarse por encima del estrépito de lo contemporáneo.

—El embajador alemán —dijo lady Abernathy— es un caballero en todos los sentidos. Ah, temo que su gobierno esté muy mal representado en la prensa popular, lo cual no es sorprendente, dado que la prensa popular está hoy casi completamente bajo control judío. No es de extrañar que los jóvenes vean un cuadro tan distorsionado. Los judíos como raza, si puedo citar a lord Abernathy…

Mi silla chirrió al apartarla de la mesa.

—Perdón, pero en tales circunstancias debo retirarme.

—¿Cómo dices, Brian?

—¿No se encuentra bien? —preguntó lady Abernathy.

—Sólo puedo decir que en tales circunstancias debo retirarme.

—Brian…

Me di la vuelta, subí a mi cuarto, donde empecé a hacer el equipaje en el acto. Aunque me sentía tranquilo, tenía el pulso desbocado. ¿Qué me habría aconsejado Nigel? ¿Armar un escándalo? ¿Derribar la mesa? «Lady Abernathy, si su odio a los extranjeros es tan ilimitado como el de su héroe, el señor Hitler, temo que, como soy medio polaco, mi presencia en la mesa pueda quitarle el apetito, algo que jamás me atrevería a hacer». Pero a uno nunca se le ocurrían esas respuestas inteligentes hasta que ya había dejado la mesa. L’esprit de l’escalier, lo llaman los franceses. ¡Y cuánto deseaba haberme ido indignado en vez de temeroso!

Recogí mi ropa y mis libros y estaba a punto de abandonar la habitación cuando recordé el paraguas. Dejé las cosas en el suelo y le hice a Rupert un cheque de cien libras (el regalo de la tía Constance había sido de cuarenta), lo dejé en el borde de la cama donde él se había sentado, bajé deprisa las escaleras y salí por la puerta de servicio.

Fuera lloviznaba. Cogí un taxi hasta el metro y luego la línea District hasta Richmond. Tenía veintidós libras a mi nombre.

Por la mañana, le conté a Nanny la historia del paraguas.

—Lo que no entiendo —concluí— es cómo a alguien se le ocurre prestar un paraguas de cien libras.

—Me parece evidente —dijo Nanny—. Intentaba impresionarte.

—¿Impresionarme? ¡No me interesan los paraguas! Para mí, los paraguas sólo existen cuando llueve.

—Al parecer, para él significan más cosas —dijo Nanny.

—Parece que sí —dije y pensé en Forster, en Howards End, reserva literaria de paraguas fatales—. En fin, no importa —concluí—. Se ha perdido. El paraguas se ha perdido. Otro objeto más en una historia de objetos perdidos. Nunca volveré a hablar de él.

Pero me equivocaba.

Aquella tarde salí a buscar habitaciones baratas y a la mañana siguiente me había instalado en un estudio de Earl’s Court que durante los últimos veintisiete años había sido el feudo de una tal Muriel White, una estenógrafa. Tenía una estufa de gas que funcionaba con monedas y un wáter cuya cisterna sonaba como los ataques de tos de alguien muriéndose de enfisema. Me instalé ahí —sin trabajo, el alquiler pagado hasta final de mes— e intenté decidir qué iba a hacer.

Todos los días oía la radio. La situación en Alemania empeoraba cada día; cada día, daba la impresión de que Hitler hacía más progresos, la soga iba apretándose alrededor de los cuellos de los judíos. Mientras tanto los países europeos firmaron un tratado de no intervención en relación con España, que los alemanes y los rusos parecían desafiar descaradamente. ¡Maldito sea Eden! ¡Maldita sea Inglaterra por su cobardía!

Hice intentos poco convencidos de trabajar en mi novela, pero a la luz de los acontecimientos del momento —a la luz de las repugnantes opiniones de lady Abernathy— parecía un cometido inútil. Antaño había bastado explorar los delicados matices de una conversación, la etiqueta según la cual una anciana servía el té, los pensamientos de un joven mientras bajaba en ascensor hasta los andenes del metro. En ese momento, sin embargo, la historia presionaba por todas partes, y la sensibilidad parecía más que insuficiente: parecía criminal. Eran los soldados, no los escritores, quienes determinaban el destino del mundo.

Una tarde llegó por correo una carta enviada desde Richmond. Contenía el cheque que le había dejado a Rupert, quien no lo había cobrado. Sin ninguna nota. Rupert, estaba empezando a sospechar, no era tan frágil como sus tazas de té. De modo que disponía de ciento diecisiete libras. Lo suficiente para unos pocos meses, por lo menos.

El ensayo de Nigel sobre la técnica pianística de la mano izquierda se publicó en The Gramophone y fue saludado como una obra maestra.

Por esa fecha, empezaron a circular entre mis amigos de Londres y Cambridge rumores sobre un individuo llamado Desmond Leacock, el presumible heredero de la editorial Leacock and Strauss. Había obtenido un doble número uno en Oxford y llevaba en la cara una mirada de torturado pesar que no hacía más que aumentar su atractivo. Leacock siempre había tenido un aire de predestinación heroica, de modo que para ninguno de nosotros constituyó una sorpresa que un día se largara a España y se uniera a las fuerzas republicanas. A través del correo y el teléfono llegaban informes contradictorios sobre su avance por tierras de Cataluña y Aragón: el lunes estaba muerto, el martes había perdido una pierna, el miércoles había conducido sus tropas hasta la victoria, el jueves había desertado. Lo que al final acabó desvaneciendo esos rumores fue su vuelta física y real a Londres, magullado y medio muerto de hambre, pero con todas las extremidades intactas. Iba a dar una charla sobre sus experiencias en un local de Chelsea.

Los discursos políticos, como los sermones, pueden ser una llamada a las armas si uno está ahí para oírlos. En las novelas son como cola volcada directamente sobre la página. Por lo tanto, te pediré, lector, que creas que el discurso de Desmond Leacock estremeció aquella noche el corazón de mi generación y que salimos de allí convencidos de que sólo ayudando a España contra la amenaza fascista podríamos pararle los pies a Hitler.

En resumen, puesto que no sabía nada de batallas, puesto que no podía permitirme seguir pagando el alojamiento mucho más tiempo, que la perspectiva de regresar a Richmond era insoportable y que Nigel, mi mejor amigo, había dejado de serlo, decidí irme a la guerra.

El primer paso fue asistir a un mitin de Ayudad a España en otro local, esa vez en Earl’s Court.

Mi vida cambió aquella noche de modo irrevocable, aunque no de la forma que yo esperaba.