VI

La mañana siguiente al combate, las religiosas de la Visitación hallaron horrorizadas nueve cadáveres en su jardín y en el pasadizo que conducía del portón exterior a la puerta de los barrotes de hierro; ocho de sus bravi habían sido heridos. Nunca antes había cundido tanto el miedo en el convento: en ocasiones se habían oído disparos de arcabuz en la plaza, pero nunca tal cantidad de disparos en el jardín, en el corazón del edificio y bajo las ventanas de las monjas. La refriega había durado una hora y media larga y, durante ese tiempo, el caos había reinado por completo en el interior del convento. Si Julio Branciforte hubiera tenido cualquier confidente entre alguna de las religiosas o las pensionarias, habría logrado su objetivo: habría bastado con que le hubieran abierto una de las numerosas puertas que daban al jardín; pero, arrastrado por la indignación y la cólera por lo que consideraba perjurio por parte de Elena, Julio quería conseguirlo todo a viva fuerza. Habría creído que faltaba al deber hacia sí mismo si hubiera confiado sus planes a cualquiera que hubiera podido referírselos a Elena. Una sola palabra a la pequeña Marietta, sin embargo, habría bastado para alcanzar el éxito: ella habría abierto cualquiera de las puertas que daban al jardín y, con que un solo hombre apareciera en los dormitorios del convento, con todo aquel terrible acompañamiento de disparos de arcabuz provenientes del exterior, lo habrían obedecido al pie de la letra. Al primer disparo, Elena había temblado por la vida de su amante, y había dejado de pensar en otra cosa que no fuera huir con él.

¿Cómo describir su desesperación cuando la pequeña Marietta le habló de la espantosa herida que Julio había recibido en la rodilla y de la que ella había visto manar sangre en abundancia? Elena detestaba su propia cobardía y su pusilanimidad: «Tuve la debilidad de hablar con mi madre y la sangre de Julio se ha derramado; podría haber perdido la vida en este asalto sublime que ha sido obra únicamente de su valentía».

Los bravi admitidos en el locutorio a instancia de las religiosas, que estaban ávidas de escucharlos, les dijeron que nunca en su vida habían sido testigos de una valentía comparable a la del joven disfrazado de mensajero que dirigía a los bandidos. Si todas escuchaban estos relatos con el más vivo interés, podemos imaginar la extrema pasión con la que Elena reclamaba a los bravi detalles sobre el joven capitán de los asaltadores. Tras pedirles explicaciones pormenorizadas, tanto a estos como a los ancianos jardineros, testigos completamente imparciales, tuvo la impresión de que ya no amaba en absoluto a su madre. Hubo incluso un momento de discusión acalorada entre ellas, que se amaban de un modo tan afectuoso la víspera del combate; la señora de Campireali se sobresaltó al ver manchas de sangre en las flores de cierto ramo del que Elena no se separaba un solo instante.

—Tienes que tirar esas flores manchadas de sangre.

—Yo he sido quien ha hecho que se vertiera esta sangre generosa y se ha derramado porque tuve la debilidad de hablar con vos.

—¿Aún amáis al asesino de vuestro hermano?

—Amo a mi esposo, que, para mi eterna desgracia, fue atacado por mi hermano.

Tras estas frases, la signora de Campireali y su hija no cruzaron una sola palabra más durante los tres días que la signora permaneció aún en el convento.

El día siguiente a la partida de su madre, Elena consiguió escaparse, aprovechando la confusión que reinaba en las dos puertas del convento por la presencia en el jardín de una gran cantidad de carpinteros, que trabajaban para levantar allí nuevas defensas. La pequeña Marietta y ella se habían disfrazado de obreros. Pero los lugareños habían montado una guardia rigurosa en las puertas de la ciudad, así que Elena tuvo grandes dificultades para salir. Finalmente, el mismo comerciante que le había hecho llegar las cartas de Branciforte accedió a hacerla pasar por su hija y a conducirla hasta Albano. Allí Elena encontró un escondite en casa de su nodriza, que había podido abrir, gracias a su patrocinio, un pequeño comercio. Nada más llegar, escribió a Branciforte. La nodriza encontró, no sin grandes dificultades, a un hombre dispuesto a aventurarse en el bosque de la Faggiola sin conocer la contraseña de los soldados de Colonna.

El mensajero enviado por Elena volvió al cabo de tres días, totalmente despavorido; para empezar, le había sido imposible encontrar a Branciforte, y las preguntas que hacía sin cesar acerca del joven capitán habían terminado por convertirlo en sospechoso, así que había tenido que poner pies en polvorosa.

«Ya no cabe ninguna duda: el pobre Julio está muerto —se dijo Elena—. ¡Y he sido yo quien lo ha matado! Mi miserable flaqueza y mi cobardía no podían tener otra consecuencia; más le habría valido amar a una mujer fuerte, a la hija de alguno de los capitanes del príncipe Colonna».

La nodriza estaba convencida de que Elena acabaría muriéndose. Subió al convento de los capuchinos, cercano al camino tallado en la roca en donde antaño Fabio y su padre se habían topado con los dos amantes en medio de la noche. La nodriza habló durante largo rato con su confesor. Bajo el secreto del sacramento, le reveló que la joven Elena de Campireali quería ir a reunirse con Julio Branciforte, su esposo, y que para ello estaba dispuesta a donar a la iglesia del convento una lámpara de plata por valor de cien piastras españolas.

—¡Cien piastras! —respondió el monje, irritado—. ¿Y qué le sucederá a nuestro convento si incurrimos en la ira del señor de Campireali? No fueron cien piastras, sino mil, las que él nos donó para que fuéramos a recoger el cuerpo de su hijo al campo de batalla de los Ciampi, y eso sin contar la cera de los cirios.

Hay que decir, en honor del convento, que dos monjes ancianos, tras conocer la localización exacta de la joven Elena, bajaron a Albano y fueron a verla con la intención inicial de devolverla, voluntariamente o a la fuerza, al palacio de su familia: sabían que serían ricamente recompensados por la signora de Campireali. Por todo Albano corrían rumores acerca de la fuga de Elena y el relato de las magníficas promesas hechas por su madre a quienes pudieran darle noticias de su hija. Pero los dos monjes quedaron tan conmovidos por la desesperación de la pobre Elena, que creía que Julio Branciforte había muerto, que, lejos de traicionarla revelando a su madre el lugar al que ella se había retirado, accedieron a servirle de escolta hasta la fortaleza de la Petrella. Elena y Marietta, siempre disfrazadas de obreros, se dirigieron, de noche y a pie, a cierta fuente situada en el bosque de la Faggiola, a una legua de Albano. Los monjes habían mandado llevar allí unas mulas y, cuando se hizo de día, se pusieron en camino hacia la Petrella. Todos sabían que los monjes gozaban de la protección del príncipe, y eran saludados con respeto por los soldados con los que se encontraban en el bosque; pero no sucedía lo mismo con los dos hombrecillos que los acompañaban: los soldados los miraban al principio con severidad, se acercaban a ellos y después estallaban en carcajadas y felicitaban a los monjes por las gracias de sus mulateros.

—Silencio, impíos, y pensad que todo se hace por orden del príncipe Colonna —respondían los monjes sin detenerse.

Pero la pobre Elena tenía mala fortuna; el príncipe estaba ausente de la Petrella y cuando, tres días más tarde, a su regreso, le concedió por fin una audiencia, se mostró muy duro con ella.

—¿Por qué habéis venido, señorita? ¿Qué significa esta visita tan disparatada? Vuestros comadreos de mujer han causado la muerte de siete de los hombres más valientes de Italia, y esto es algo que ningún hombre sensato os perdonará jamás. En este mundo es preciso querer, o no querer. Sin duda a causa de alguna nueva indiscreción, Julio Branciforte acaba de ser declarado sacrílego y condenado a ser torturado durante dos horas con tenazas al rojo vivo y después a ser quemado como un judío. ¡Él, uno de los mejores cristianos que conozco! ¿Cómo hubiera sido posible, de no ser por alguna habladuría infame por vuestra parte, inventarse que Julio Branciforte estaba en Castro el día del ataque al convento? Todos mis hombres os dirán que aquel mismo día fue visto en la Petrella y que, por la noche, yo lo envié a Velletri.

—Pero ¿está vivo? —exclamó por décima vez Elena, deshecha en lágrimas.

—Está muerto para vos —respondió el príncipe—; no volveréis a verlo jamás. Os aconsejo que regreséis a vuestro convento de Castro y tratéis de no incurrir en más indiscreciones. Y os ordeno que abandonéis la Petrella de aquí a una hora. Pero sobre todo, no digáis a nadie que me habéis visto, o sabré castigaros.

La pobre Elena tenía el alma afligida; no había esperado semejante recibimiento por parte del famoso príncipe Colonna, hacia el que Julio sentía tanto respeto, y al que ella amaba solo porque él lo amaba.

Pese a lo que pudiera decir el príncipe Colonna, aquella visita de Elena no era en absoluto disparatada. Si hubiera llegado tres días antes a la Petrella, habría encontrado allí a Julio Branciforte; su herida de la rodilla le impedía caminar y el príncipe lo había hecho trasladar a la gran villa de Avezzano, en el reino de Nápoles. En cuanto llegó la primera noticia de la terrible orden de arresto comprada por el señor de Campireali contra Branciforte, declarado sacrílego y violador de conventos, el príncipe comprobó que ya no podía contar con las tres cuartas partes de sus hombres para proteger a Branciforte. Se había cometido un pecado contra la Madona y cada uno de aquellos bandoleros consideraba que tenía un derecho especial a la protección de la Virgen. Si hubiera existido en Roma un bargello lo suficientemente audaz como para internarse en el corazón del bosque de la Faggiola para detener a Julio Branciforte, habría podido conseguirlo sin dificultad.

A su llegada a Avezzano, Julio se llamaba Fontana. Los hombres que lo trasladaban guardaron discreción. A su regreso a la Petrella, anunciaron con dolor que Julio había muerto en el camino, y desde aquel momento todos los soldados del príncipe comprendieron que cualquiera que volviera a pronunciar aquel nombre fatídico recibiría una puñalada en el corazón.

De regreso a Albano, Elena escribió una carta tras otra y gastó, para que se las entregaran a Branciforte, todos los cequíes de que disponía; pero todo fue en vano. Los dos ancianos monjes, que se habían convertido en amigos suyos —pues la belleza extrema, dice el cronista de Florencia, no deja de ejercer cierta influencia, incluso sobre los corazones endurecidos por lo que el egoísmo y la hipocresía tienen de más mezquino—, los dos monjes, decimos, advirtieron a la pobre muchacha que era inútil que intentara hacer llegar un mensaje a Branciforte: Colonna había declarado que había muerto y era indudable que Julio no reaparecería sobre la faz de la tierra hasta que el príncipe así lo quisiera. La nodriza de Elena le anunció llorando que finalmente su madre había descubierto su refugio y que había dado órdenes severísimas para que fuera trasladada a la fuerza al palacio Campireali, en Albano. Elena comprendió que, una vez se encontrara en el palacio, se hallaría encerrada en una prisión de un rigor sin límites, y que le sería prohibido por completo cualquier tipo de comunicación con el exterior; mientras que, al menos, en el convento de Castro gozaría de las mismas facilidades para recibir y enviar cartas que el resto de las religiosas. Además, y esto fue lo que acabó de decidirla, había sido en el jardín de aquel convento donde Julio había vertido su sangre por ella: podría conseguir de la tornera aquel escabel de madera en el que él se había sentado durante un instante para mirarse la herida de la rodilla; allí había sido donde él había entregado a Marietta aquel ramo manchado de sangre que siempre la acompañaba. Por lo tanto, Elena regresó, presa de la tristeza, al convento de Castro. Y aquí podría haberse concluido su historia: habría sido preferible para ella, y tal vez también para el lector. En efecto, vamos a asistir a la lenta degradación de una alma noble y generosa. Las medidas prudentes y las mentiras de la civilización, que a partir de ahora van a acosarla por todas partes, reemplazarán a los sinceros impulsos de las pasiones enérgicas y naturales. El cronista romano hace aquí una reflexión llena de ingenuidad: «Cuando una mujer se esfuerza por educar a una hermosa hija, cree tener el talento necesario para dirigir su vida; cuando la pequeña contaba seis años, la madre le decía con razón: “Señorita, enderezad vuestra gorguera”; y solo por esto, cuando ella tiene cincuenta y su hija dieciocho y posee tanto o más ingenio que su madre, esta, arrastrada por la manía de gobernar, se cree con derecho a decidir sobre su vida e incluso a emplear la mentira». Veremos que fue Victoria Carafa, la madre de Elena, la que, merced a una sucesión de hábiles medidas planeadas con gran astucia, provocó la muerte atroz de su tan querida hija, después de haber causado su desdicha durante doce años, como triste resultado de la manía de gobernar.

Antes de morir, el señor de Campireali tuvo la satisfacción de ver cómo se publicaba en Roma la sentencia que condenaba a Branciforte a ser torturado durante dos horas con tenazas al rojo por las principales encrucijadas de Roma, y después a ser quemado a fuego lento y a arrojar sus cenizas al Tíber. Los frescos del claustro de Santa María Novella, en Florencia, muestran todavía hoy cómo se ejecutaban aquellas sentencias brutales contra los sacrílegos. Normalmente, se necesitaba un gran número de guardias para impedir que el pueblo indignado reemplazara al verdugo en sus tareas. Todo el mundo se consideraba amigo íntimo de la Madona. El señor de Campireali hizo que le leyeran esta sentencia unos momentos antes de morir y legó al abogado que la había conseguido sus magníficas tierras situadas entre Albano y el mar. Hay que decir que este abogado no carecía en absoluto de mérito. Branciforte había sido condenado a aquel suplicio atroz y, sin embargo, ningún testigo había afirmado haberlo reconocido bajo el disfraz de aquel hombre ataviado de emisario, que parecía dirigir con tanta autoridad las maniobras de los asaltantes. La magnificencia de este regalo sobresaltó a todos los intrigantes de Roma. Había por entonces en la corte un cierto fratone, monje redomado y capaz de lo que se propusiera, incluso de obligar al papa a que le entregara el capelo cardenalicio; cuidaba de los asuntos del príncipe Colonna y este cliente terrible le proporcionaba un notable respeto. Cuando la señora de Campireali vio que su hija había vuelto a Castro, hizo llamar a este fratone.

—Vuestra Reverencia será magníficamente recompensado si accede a colaborar en un asunto muy simple, que voy a explicarle. Dentro de pocos días, la sentencia que condena a Julio Branciforte a un suplicio terrible será publicada y ejecutable también en el reino de Nápoles. Solicito que vuestra reverencia lea esta carta del virrey, pariente lejano mío, que se digna anunciarme esta noticia. ¿En qué lugar podrá Branciforte buscar asilo? Entregaré cincuenta mil piastras al príncipe con el ruego de que dé el total o una parte a Julio Branciforte, a condición de que este vaya a servir al rey de España, mi señor, contra los rebeldes de Flandes. El virrey dará una cédula de capitán a Branciforte, y, para que la condena por sacrilegio, que espero conseguir que pronto sea también ejecutable en España, no obstaculice su carrera, se hará llamar el barón Lizzara; este es el nombre de una pequeña hacienda que tengo en los Abruzos y cuya propiedad encontraré la forma de cederle simulando una venta. Imagino que vuestra reverencia no ha visto nunca que una madre trate así al asesino de su hijo. Con quinientas piastras, hace ya mucho tiempo que habríamos podido desembarazarnos de ese ser odioso; pero nunca hemos deseado malquistarnos con Colonna. Así pues, dignaos a señalarle que mi respeto por sus derechos me cuesta sesenta u ochenta mil piastras. No quiero volver a oír hablar jamás de ese Branciforte. Y, por encima de todo, presentad mis respetos al príncipe.

El fratone dijo que antes de tres días iría a darse una vuelta junto a Ostia y la signora de Campireali le hizo entrega de una sortija valorada en mil piastras.

Unos días más tarde, el fratone reapareció en Roma y dijo a la signora de Campireali que no había puesto su propuesta en conocimiento del príncipe; pero que antes de un mes el joven Branciforte embarcaría hacia Barcelona, donde ella podría hacerle llegar por intermediación de un banquero de la ciudad la suma de cincuenta mil piastras.

El príncipe tuvo muchas dificultades para convencer a Julio; a pesar del peligro que, en lo sucesivo, corría en Italia, el joven amante no podía decidirse a abandonar el país. El príncipe le insinuó que la signora Campireali podía morir; le prometió que, en cualquier caso, en tres años podría regresar a visitar su tierra; todo fue en vano. Julio derramaba lágrimas, pero no accedía. El príncipe tuvo que llegar al punto de pedirle como un favor personal que se marchara; Julio no podía rehusar nada al amigo de su padre, pero, en primer lugar y ante todo, quería presentar sus respetos a Elena. El príncipe consintió en encargarse de hacerle llegar una larga carta; y, lo que es más, le prometió a Julio que podría escribir a Elena desde Flandes una vez al mes. Finalmente, el desesperado amante se embarcó hacia Barcelona. Todas sus cartas fueron quemadas por el príncipe, que no quería que Julio regresara a Italia jamás. Se nos olvidaba decir que, aunque ajeno por carácter a toda fatuidad, el príncipe se había considerado obligado a decir, con el fin de llevar a buen cabo la negociación, que era él quien creía conveniente asegurar una pequeña fortuna de cincuenta mil piastras al hijo único de uno de los más fieles servidores de la casa Colonna.

La pobre Elena era tratada en el convento de Castro como una princesa. La muerte de su padre la había dejado en posesión de una fortuna considerable, y obtuvo una herencia inmensa. Con ocasión del fallecimiento de su padre, ordenó que se repartieran cinco anas de paño negro a cada uno de los habitantes de Castro o de los alrededores que deseara llevar luto por el señor de Campireali. Estaba todavía en los primeros días de su luto riguroso cuando una mano desconocida le entregó una carta de Julio. Sería difícil describir el entusiasmo con el que Elena abrió aquella carta, pero igual de complicado nos resultaría explicar la profunda tristeza que la embargó al leerla. ¡Y, sin embargo, era la letra de Julio! Elena la examinó con la más rigurosa atención. La carta hablaba de amor, pero ¡qué amor, Dios mío! Era la signora Campireali, tan ingeniosa, quien la había redactado, sin embargo. Su propósito era iniciar la correspondencia con siete u ocho cartas de amor apasionado; quería preparar así el escenario para las siguientes, en las que este amor parecería irse extinguiendo poco a poco.

Pasaremos con rapidez sobre diez años de vida desdichada. Elena se convenció de que Julio la había olvidado, y, con todo, fue rechazando con altanería los ofrecimientos de los jóvenes nobles más distinguidos de Roma. Sin embargo, tuvo un instante de duda cuando le mencionaron a Octavio Colonna, hijo primogénito del famoso Fabricio que antaño le había dispensando tan terrible recibimiento en la Petrella. Le parecía que, ya que debía tomar sin falta un marido que actuara como protector de las tierras que tenía en el Estado romano y en el reino de Nápoles, le resultaría menos odioso llevar el nombre de alguien a quien en otros tiempos Julio había amado. Si hubiera accedido a este matrimonio, Elena habría averiguado de inmediato la verdad sobre Julio Branciforte. El anciano príncipe Fabricio hablaba muy a menudo y con gran entusiasmo de los gestos de valentía sobrehumana del coronel Lizzara (Julio Branciforte), quien, a imagen de los héroes de los antiguos relatos, intentaba olvidar a fuerza de grandes hechos de armas aquel amor desdichado que lo volvía insensible a todo placer. Estaba convencido de que Elena se había casado hacía tiempo; la signora de Campireali lo había rodeado, también a él, de mentiras.

Elena se había reconciliado en parte con esta madre tan astuta. Como esta deseaba con pasión ver casada a su hija, suplicó a su amigo, el anciano cardenal Santi-Quatro, protector de la Visitación, y que se dirigía a Castro, que anunciara en secreto a las monjas de mayor edad del convento que su viaje se había retrasado por un acto de indulgencia. El buen papa Gregorio XIII, apiadado del alma de un bandolero llamado Julio Branciforte, que en el pasado había intentado violar aquel monasterio, había querido revocar la sentencia que le declaraba sacrílego al tener noticia de su muerte, convencido de que, bajo el peso de tal condena, no podría salir nunca del purgatorio, si se diera la circunstancia de que Branciforte, sorprendido y masacrado en Méjico por unos salvajes rebeldes, hubiera tenido la suerte de ir tan solo al purgatorio. Esta noticia sacudió por completo el convento de Castro; llegó a oídos de Elena, que por entonces se entregaba a todos los desvaríos de la vanidad que la posesión de una ingente fortuna puede inspirar a una persona profundamente hastiada. A partir de aquel momento, Elena no volvió a salir de su aposento. Hay que saber que, para poder instalar su habitación en el cuartito de la tornera, en el que Julio se había refugiado unos instantes la noche del combate, Elena había sufragado los gastos de reconstrucción de la mitad del convento. Tras sortear infinitas dificultades y de haber provocado un escándalo ciertamente difícil de aplacar, había logrado encontrar y emplear a su servicio a los tres bravi que habían acompañado a Branciforte y que vivían todavía, de entre los cinco que en su momento escaparon del combate de Castro. Entre ellos se encontraba Ugone, ya anciano y cargado de heridas. La aparición de estos tres hombres había sido causa de no pocas murmuraciones; pero al final, el temor que el carácter altivo de Elena inspiraba a todo el convento se había impuesto, y todos los días se los veía a los tres, vestidos con sus libreas, acudir a presentar sus respetos a la señora en la cancela exterior y, con frecuencia, responder durante largo tiempo a sus preguntas, siempre sobre el mismo tema.

Tras los primeros seis meses de reclusión y desapego por los asuntos mundanos que siguieron a la noticia de la muerte de Julio, el primer sentimiento que despertó en esta alma, ya desmoronada a causa de una desdicha incurable y de un largo hastío, fue la vanidad.

La abadesa había muerto hacía poco. Como era costumbre, el cardenal Santi-Quatro, que todavía era protector de la Visitación a pesar de su avanzada edad de noventa y dos años, había redactado una lista con tres damas religiosas entre las que el papa debía escoger a la nueva abadesa. Tenía que concurrir un motivo muy grave para que Su Santidad llegara a leer los dos últimos nombres de la lista; lo normal era que se contentara con tachar estos nombres, y el nombramiento quedaba hecho.

Cierto día, Elena se hallaba asomada a la ventana del antiguo cuarto de la tornera, que ahora se había convertido en el extremo del ala de los nuevos edificios construidos por orden suya. Esta ventana no se elevaba más de dos pies sobre el pasadizo antaño regado con la sangre de Julio, y que ahora formaba parte del jardín. Elena dirigía la mirada perdida hacia el suelo. Las tres damas que, según se sabía desde hacía algunas horas, formaban la lista del cardenal para suceder a la difunta abadesa acertaron a pasar delante de la ventana de Elena. Ella no las vio, y por lo tanto no pudo saludarlas. Una de las tres damas se disgustó y dijo en voz alta a las otras dos:

—¡Bonita forma de que una pensionaria exhiba su habitación a los ojos del público!

Sacudida por estas palabras, Elena levantó los ojos y se encontró frente a tres miradas malévolas.

«Bien —se dijo, cerrando la ventana sin siquiera saludar—. Parece que ya he hecho el papel de cordero en este convento durante suficiente tiempo; ha llegado el momento de convertirme en lobo, aunque solo sea para proporcionar una nueva distracción a los curiosos de la ciudad».

Una hora después, uno de sus hombres, enviado como mensajero, llevaba la siguiente carta para su madre, que vivía en Roma desde hacía diez años y había adquirido una gran influencia en la ciudad:

RESPETABILÍSIMA MADRE,

Todos los años me das tres mil francos el día de mi santo; aquí empleo ese dinero en extravagancias, honorables en realidad, pero que no por eso dejan de ser extravagancias. Aunque ya no me lo manifiestes desde hace tiempo, sé que tendría dos formas de demostrarte mi agradecimiento por todas las buenas intenciones que has tenido para conmigo. No voy a casarme, pero con mucho gusto me convertiría en abadesa de este convento; lo que me ha suscitado esta idea es que las tres damas que nuestro cardenal Santi-Quatro ha puesto en la lista que presentará al Santo Padre son enemigas mías; y sea cual fuere la elegida, puedo esperar sufrir todo tipo de agravios. Presenta el ramo de mi santo a las personas adecuadas; para empezar, hagamos retrasar seis meses el nombramiento, lo cual volverá loca de alegría a la priora del convento, íntima amiga mía y que ahora tiene las riendas de la autoridad. Eso ya será para mí una fuente de felicidad, y muy raramente puedo emplear esta palabra refiriéndome a esta tu hija. Pienso que esta idea es una locura; pero, si ves alguna esperanza de que tenga éxito, dentro de tres días tomaré el velo blanco, ya que ocho años de estancia en el convento, sin dormir fuera, me dan derecho a una exención de seis meses. La dispensa nunca se deniega y cuesta solo cuarenta escudos.

Me despido con respeto, mi venerable madre, etc.

Esta carta colmó de dicha a la signora Campireali. Cuando la recibió, se arrepentía vivamente de haber ordenado que anunciaran a su hija la muerte de Branciforte; no sabía cómo concluiría aquel estado de profunda melancolía en el que Elena había caído; se esperaba de ella cualquier capricho, llegaba incluso a temer que su hija quisiera ir a Méjico a visitar el lugar en el que pretendían que Branciforte había sido aniquilado, en cuyo caso habría sido muy posible que ella hubiera averiguado en Madrid el verdadero nombre del coronel Lizzara. Por otra parte, lo que su hija pedía a través de su mensaje era la cosa más difícil del mundo, por no decir la más absurda. ¡Una joven que ni siquiera era monja y que además no era conocida más que por la insensata pasión que por ella había sentido un bandolero —pasión que quizás ella había compartido—, ahora pretendía ponerse a la cabeza de un convento en el cual todos los príncipes romanos tenían alguna pariente! Pero, pensó la señora Campireali, dicen que todo pleito puede argumentarse y, en consecuencia, ganarse. En su respuesta, Victoria Carafa dio esperanzas a su hija, que generalmente tenía tan solo apetencias absurdas, las cuales, en compensación, después la asqueaban con gran facilidad. Durante la tarde, mientras recababa información sobre todo aquello que, en mayor o menor medida, podía estar relacionado con el convento de Castro, averiguó que su amigo el cardenal Santi-Quatro hacía gala de un gran sentido del humor: pretendía casar a su sobrina con don Octavio Colonna, hijo primogénito del príncipe Fabricio, del que tanto se ha hablado en la presente historia. El príncipe le ofrecía a su segundo hijo, don Lorenzo, porque, para restaurar su fortuna, extrañamente comprometida por la guerra que el rey de Nápoles y el Papa, al fin de común acuerdo, hacían contra los bandoleros de la Faggiola, era necesario que la esposa de su hijo primogénito aportase una dote de seiscientas mil piastras (unos tres millones doscientos diez mil francos) a la casa Colonna. Ahora bien, el cardenal Santi-Quatro, incluso desheredando de la forma más ridícula a todos sus demás parientes, no podía ofrecer más que una fortuna de trescientos ochenta o cuatrocientos mil escudos.

Victoria Carafa pasó toda aquella tarde y buena parte de la noche confirmando estos hechos a través de todos los amigos del viejo Santi-Quatro. Al día siguiente, a las siete en punto, se hizo anunciar en casa del anciano cardenal.

—Eminencia —le dijo—: ambos somos muy viejos, así que es inútil intentar engañarnos llamando con hermosos nombres a las cosas que no son hermosas. Vengo a proponeros una locura; todo lo que puedo decir a su favor es que no es demasiado detestable; pero sí confesaré que la encuentro soberanamente ridícula. Mientras concertábamos el matrimonio de don Octavio Colonna con mi hija Elena, cultivé la amistad de ese joven; el día de sus nupcias, os entregaré doscientas mil piastras en tierras o en dinero, que os rogaría que le entregarais. Pero, para que una pobre viuda como yo pueda hacer un sacrificio tan enorme, es necesario que mi hija Elena, que ahora tiene veintisiete años y que desde la edad de diecinueve no ha dormido una sola noche fuera del convento, sea nombrada abadesa de Castro; para esto habría que retrasar la elección seis meses: la cosa es canónica.

—¡¿Qué decís, señora?! —exclamó el viejo cardenal fuera de sí—; ni siquiera Su Santidad en persona podría hacer lo que acabáis de pedirle a este pobre anciano impotente.

—Acabo de reconocer a vuestra eminencia que la cuestión era ridícula: los tontos pensarán que es una locura; pero las gentes de bien, instruidas en los asuntos de la corte, pensarán que nuestro excelente príncipe, el buen papa Gregorio XIII, ha querido recompensar los leales y largos servicios de vuestra eminencia facilitando un matrimonio que toda Roma sabe que deseáis. Por lo demás, la cosa es completamente posible, totalmente canónica, yo respondo de eso; mi hija tomará el velo blanco mañana mismo.

—¡Pero la simonía, señora…! —exclamó el viejo con voz terrible.

La signora de Campireali se dirigió a la salida.

—¿Qué es ese pliego que me habéis dejado?

—Es la lista de las tierras, por valor de doscientas mil piastras, que presentaré si no queréis el dinero contante. El traspaso de la propiedad de estas tierras podría mantenerse en secreto durante mucho tiempo; por ejemplo, si la casa Colonna me llevara a juicios que yo perdería…

—¡Pero la simonía, señora, la espantosa simonía!

—Lo primero que hay que hacer es retrasar seis meses la elección. Mañana vendré a presentar mis respetos a vuestra eminencia.

Creo que es necesario explicar a los lectores nacidos al norte de los Alpes el tono casi oficial de varias partes de este diálogo. Me permitiré recordar que, en los países estrictamente católicos, la mayoría de las conversaciones sobre temas escabrosos terminan llegando al confesionario, y entonces el hecho de haberse servido de una palabra respetuosa o de un término irónico resulta completamente indiferente.

Al día siguiente, Victoria Carafa supo que, como consecuencia de un enorme error de facto, descubierto en la lista que contenía los nombres de las tres damas presentadas para el puesto de abadesa de Castro, la elección se postergaba durante seis meses: la segunda dama de la lista contaba con un renegado en la familia; uno de sus tíos abuelos se había hecho protestante en Údine.

La signora de Campireali creyó necesario hacer una gestión con respecto al príncipe Fabricio Colonna, a cuya casa iba a ofrecer un aumento de fortuna tan notorio. Tras dos días de diligencias, consiguió obtener una entrevista con él en un pueblo cercano a Roma, pero salió totalmente espantada de esta audiencia: había encontrado al príncipe, de ordinario tan sereno, preocupado de tal forma por la gloria militar del coronel Lizzara (Julio Branciforte), que había juzgado que sería inútil por completo pedirle que guardara en secreto este tema. El coronel era para él como un hijo y, más todavía, como su discípulo predilecto. El príncipe pasaba una gran cantidad de tiempo leyendo y releyendo ciertas cartas llegadas de Flandes. ¿Qué sería de su designio dilecto, al que la signora de Campireali había sacrificado tantas cosas desde hacía diez años, si su hija descubría la existencia y la gloria del coronel Lizzara?

Creo que aquí debo obviar muchas circunstancias que, a decir verdad, revelan las costumbres de la época, pero que me parece triste contar. El autor del manuscrito romano se esforzó infinitamente para llegar a conseguir incluso la fecha exacta de los detalles que yo suprimo.

Dos años después de la entrevista de la signora de Campireali con el príncipe Colonna, Elena era abadesa de Castro; por su parte, el anciano cardenal Santi-Quatro había muerto de dolor después de aquel gran acto de simonía. Por aquel entonces, Castro tenía como obispo al hombre más apuesto de la corte papal, monseñor Francesco Cittadini, un noble oriundo de la ciudad de Milán. Este joven, notable por su gracia modesta y su tono de dignidad, tuvo un trato frecuente con la abadesa de la Visitación, sobre todo con ocasión de la construcción del nuevo claustro con el que ella se propuso embellecer su convento. El joven obispo Cittadini, por entonces de veintinueve años de edad, se enamoró locamente de la bella abadesa. En el proceso que se instruyó un año más tarde, una multitud de monjas, llamadas como testigos, declararon que el obispo multiplicaba tanto como le era posible sus visitas al convento y que decía con frecuencia a la abadesa:

—Fuera de aquí yo gobierno y (lo confieso para mi vergüenza) encuentro algún placer al hacerlo; a vos me someto como un esclavo, pero con un placer que sobrepasa con mucho al de gobernar fuera de aquí. Estoy bajo la influencia de un ser superior; aunque lo intentara, no podría obedecer a otra voluntad que a la suya, y preferiría verme durante toda la eternidad como el último de sus esclavos a ser rey lejos de sus ojos.

Los testigos declaran que a menudo la abadesa le ordenaba callarse en medio de estas frases elegantes, con términos duros y que evidenciaban su desprecio.

—A decir verdad —continúa otro testigo—, la señora lo trataba como a un sirviente; en esos casos, el pobre obispo bajaba los ojos, se ponía a llorar, pero no se marchaba. Todos los días encontraba nuevos pretextos para volver a aparecer por el convento, lo cual escandalizaba a los confesores de las religiosas y los enemigos de la abadesa. Pero la señora abadesa estaba respaldada con energía por la priora, amiga íntima suya y que, bajo sus órdenes directas, gobernaba el interior del convento.

—Sabéis, mis nobles hermanas —decía esta—, que la pasión contrariada que nuestra abadesa sintió por un mercenario en su primera juventud ha dejado en ella una forma bastante peculiar de ver las cosas; pero todas sabéis también que su carácter posee algo notable, y es que nunca cambia de opinión respecto a las personas hacia las cuales ha mostrado su desprecio. Ahora bien, posiblemente no haya pronunciado en toda su vida tantas palabras ultrajantes como las que ha dirigido en nuestra presencia al pobre monseñor Cittadini. Todos los días le vemos sufrir un trato que nos ruboriza al pensar en su alta dignidad.

—¡Sí! —respondían las monjas escandalizadas—. Pero él vuelve todos los días; así que, en el fondo, será que no se le trata tan mal, y, en cualquier caso, este aire de intriga perjudica el buen nombre de la santa orden de la Visitación.

Ni el amo más duro dirigiría al criado más inepto una cuarta parte de las injurias con las que cada día la altiva abadesa abrumaba a este joven obispo de maneras tan untuosas; pero él estaba enamorado y había traído de su patria esta máxima fundamental: que una vez se empieza una labor de esta naturaleza, no hay que preocuparse más que del fin, sin reparar en los medios.

—Al fin y al cabo —decía el obispo a su confidente, César del Bene—, solo merece desprecio el amante que ha desistido de atacar antes de ser obligado a retirarse por motivos de fuerza mayor.

Ahora mi triste tarea será limitarme a ofrecer un extracto, inevitablemente muy seco, del proceso a consecuencia del cual Elena halló la muerte[11]. Este proceso, cuyo sumario he leído en una biblioteca cuyo nombre no puedo revelar, ocupa al menos ocho volúmenes in folio. Los interrogatorios y las argumentaciones están en latín, las respuestas en italiano. Aquí he encontrado que, en el mes de noviembre de 1572, hacia las once de la noche, el joven obispo se dirigió solo a la puerta de la iglesia que permanece abierta a los fieles durante todo el día. La propia abadesa le abrió la puerta y permitió que la siguiera al interior. Lo recibió en una habitación que ella ocupaba a menudo y que comunicaba por medio de una puerta secreta con las tribunas que dominan sobre las naves la iglesia. Apenas había transcurrido una hora cuando el obispo, estupefacto, fue enviado de vuelta a casa; la abadesa en persona lo condujo otra vez a la puerta de la iglesia, y le dijo estas mismas palabras:

Volved a vuestro palacio y alejaos de mí ahora mismo. Hasta nunca, monseñor; me causáis horror. Siento como si me hubiera entregado a un lacayo.

No obstante, tres meses más tarde, llegó la época del carnaval. Los habitantes de Castro eran famosos por las fiestas que celebraban en estas fechas. La ciudad entera resonaba con el bullicio de las comparsas. Ninguna dejaba de pasar ante una ventana que iluminaba, a través de una medianería, una caballeriza del convento. Parece ser que, tres meses antes del carnaval, esta caballeriza se transformaba en un salón, y que se llenaba de gente durante los días de las comparsas. En medio del frenesí de los asistentes, el obispo acertó a pasar por allí en su carroza; la abadesa le hizo una señal y, a la una de la madrugada de la noche siguiente, él acudió a la puerta de la iglesia. Entró; pero, antes de que hubieran pasado tres cuartos de hora, fue expulsado coléricamente. Tras el primer encuentro, en el mes de noviembre, siguió viniendo al convento más o menos cada ocho días. Su rostro revelaba un ligero aire de triunfo y de estulticia que no se le escapaba a nadie, pero que tenía la virtud de disgustar enormemente al carácter altivo de la joven abadesa. El lunes de Pascua, al igual que otros días, lo trató como al último de los hombres y le dirigió palabras tales que ni siquiera el más miserable de los siervos del monasterio habría podido soportarlas. Sin embargo, pocos días después le hizo otra vez una señal, tras la cual el hermoso obispo no dejó de acudir, a medianoche, a la puerta de la iglesia; ella le había hecho venir para anunciarle que estaba embarazada. Ante aquella noticia, dice el proceso, el apuesto joven palideció de horror y se quedó completamente «paralizado de terror». La abadesa tuvo fiebre: hizo llamar al médico y no le ocultó en absoluto su estado. Este hombre conocía la generosidad de la enferma, así que le prometió ayudarla a resolver el problema. Comenzó poniéndola en contacto con una mujer del pueblo, joven y bonita que, sin ser propiamente una comadrona, conocía el oficio. Su marido era panadero. Elena se sintió satisfecha de la conversación que mantuvo con esta mujer, que le manifestó que, para la ejecución del proyecto por medio del cual esperaba salvarla, necesitaba que ella tuviera dos confidentes en el convento.

—Una mujer como vos, pase. Pero ¿una de mis iguales? ¡No! Fuera de mi vista.

La comadrona se retiró. Pero, algunas horas más tarde, Elena, que no creía prudente exponerse a los cotilleos de aquella mujer, hizo llamar al médico, que la envió de nuevo al convento, donde fue tratada con generosidad. La mujer juró que, incluso si no hubieran vuelto a llamarla, ella jamás habría divulgado el secreto que le habían confiado; pero declaró otra vez que, si en el interior del convento no había dos mujeres leales a los intereses de la abadesa y en conocimiento de todo, ella no podía involucrarse en el asunto. (Sin duda tenía en mente una posible acusación de infanticidio). Después de mucho reflexionar, la abadesa resolvió confiar este terrible secreto a la señora Victoria, la priora del convento, de la noble familia de los duques de C…, y a la señora Bernarda, hija del marqués P… Hizo que ambas juraran sobre sus breviarios que jamás dirían una palabra, ni siquiera al tribunal de la penitencia, de lo que ella estaba a punto de confiarles. Las damas se quedaron heladas de terror. Las dos confiesan en sus interrogatorios que, preocupadas por el carácter tan altivo de la abadesa, esperaban oír la confesión de algún asesinato. La abadesa les dijo de forma directa y fría:

—He faltado a todas mis obligaciones: estoy embarazada.

La señora Victoria, la priora, profundamente conmovida y emocionada por la amistad que, desde hacía tantos años, la unía a Elena, y no movida por una frívola curiosidad, exclamó con lágrimas en los ojos:

—Pero ¿quién es el imprudente que ha cometido este crimen?

—Ni siquiera se lo he dicho a mi confesor; imaginad si deseo decíroslo a vosotras.

Las dos damas deliberaron enseguida sobre la forma de ocultar este nefasto secreto al resto del convento. En primer lugar decidieron que la cama de la abadesa sería trasladada de su actual habitación, situada en la parte central del edificio, a la farmacia que acababa de crearse en la zona más alejada del convento, en el tercer piso de la gran construcción sufragada por la generosidad de Elena. Aquí fue donde la abadesa dio a luz a un hijo varón. Desde hacía tres semanas, la esposa del panadero vivía oculta en el apartamento de la priora. En el momento en que, recién salida de la estancia de la abadesa, se apresuraba a lo largo del claustro llevando al niño en brazos, este comenzó a llorar a gritos. Aterrorizada, la mujer se refugió en la bodega. Una hora más tarde, la señora Bernarda, ayudada por el médico, conseguía abrir una portezuela del jardín y la esposa del panadero salía rápidamente del convento y, poco después, de la ciudad. Una vez en campo abierto, presa del pánico, la mujer se refugió en una gruta que encontró por casualidad entre unas peñas. La abadesa escribió a César del Bene, confidente y primer ayuda de cámara del obispo, que acudió a toda prisa a la gruta que le habían indicado. Iba a caballo; tomó al niño en brazos y partió al galope hacia Montefiascone. El niño fue bautizado en la iglesia de Santa Margarita y recibió el nombre de Alejandro. La propietaria del lugar había encontrado una nodriza, a la que César entregó ocho escudos; muchas mujeres se habían congregado a las puertas de la iglesia durante la ceremonia del bautismo y preguntaron a gritos al señor César el nombre del padre del niño.

—Es un gran señor de Roma —les dijo— que se ha permitido abusar de una pobre aldeana como vosotras.

Y desapareció.