V

Pero, dos días después, Julio estaba de regreso en Castro; con él venían ocho de sus soldados, que lo habían acompañado voluntariamente, exponiéndose así a la cólera del príncipe, quien ya había castigado con la muerte otras acciones del estilo de la que se habían comprometido a realizar. Julio contaba con cinco hombres en Castro, ahora traía otros ocho; y, sin embargo, catorce soldados, por valientes que fueran, aún le parecían insuficientes para la empresa, ya que el convento era similar a una fortaleza.

Se trataba de atravesar, recurriendo a la fuerza o a la habilidad, la primera puerta del convento; después había que seguir un pasadizo de más de cincuenta pasos de longitud. A la izquierda, como ya hemos dicho, se alzaban las ventanas enrejadas de una especie de cuartel en el que las religiosas albergaban a treinta o cuarenta domésticos, antiguos soldados. De estas ventanas enrejadas partiría una lluvia de disparos bien nutrida apenas se hubiera dado la alerta.

La abadesa reinante, una mujer muy juiciosa, temía las acciones de los jefes Orsini, del príncipe Colonna, de Marco Sciarra y de tantos otros que campaban por los alrededores como amos y señores. ¿Cómo resistir a ochocientos hombres decididos que asaltaran sin previo aviso una ciudad como Castro, convencidos de que el convento estaba repleto de oro?

De ordinario, la Visitación de Castro contaba con quince o veinte bravi, que se alojaban en el cuartel situado a la izquierda del pasadizo que conducía a la segunda puerta del convento; a la derecha de dicho pasaje se alzaba un gran muro imposible de traspasar; en el extremo del pasadizo había una puerta de hierro que se abría a un vestíbulo con columnas; tras este vestíbulo se hallaba el gran patio del convento, a la derecha el jardín. Esta puerta de hierro estaba guardada por la tornera.

Cuando Julio, seguido de sus ocho hombres, llegó a tres leguas de Castro, se detuvo en una posada apartada para pasar las horas de la canícula. Solo entonces dio a conocer sus intenciones; después dibujó sobre la arena del patio el plano del convento que planeaba asaltar.

—A las nueve de la noche —dijo a sus hombres—, cenaremos a las afueras de la ciudad; entraremos a medianoche; nos reuniremos con vuestros cinco camaradas, que nos esperan cerca del convento. Uno de ellos, a caballo, simulará ser un emisario llegado de Roma para llamar a la signora de Campireali a reunirse con su esposo, que está moribundo. Trataremos de atravesar sin hacer ruido la primera de las puertas del convento, que está aquí, en medio del cuartel —dijo, señalando el plano sobre la arena—. Si comenzáramos la lucha en la primera puerta, los bravi de las monjas contarían con todas las facilidades del mundo para dispararnos con sus arcabuces mientras estamos en esta placita de aquí, delante del convento, o mientras recorremos el estrecho pasadizo que conduce de la primera puerta a la segunda. Esta segunda puerta es de hierro, pero yo tengo la llave.

»Es cierto que hay unas enormes barras de hierro unidas al muro por uno de sus extremos, y que cuando están colocadas en su sitio impiden que ambos batientes de la puerta se abran. Pero como estas dos barras son demasiado pesadas para que la hermana tornera pueda manejarlas, nunca las he visto echadas; sin embargo, he franqueado más de diez veces esa puerta de hierro. Cuento con poder hacerlo también esta noche sin dificultades. Notaréis que tengo informadores en el interior del convento. Mi intención es raptar a una pensionaria, no a una religiosa: no debemos hacer uso de las armas más que en caso de extrema necesidad. Si la lucha se entablase antes de llegar a esta segunda puerta, la de los barrotes de hierro, la tornera no dudaría en llamar a dos viejos jardineros de setenta años que se alojan en el interior del convento y estos colocarían en su sitio esas barras de las que os he hablado. Si por desgracia nos sucediera eso, sería necesario, para pasar al otro lado, demoler el muro, lo que nos llevaría diez minutos; en cualquier caso, yo me adelantaré hacia esta puerta en primer lugar. Tengo comprado a uno de los jardineros; pero he tomado la precaución, como imagináis, de no revelarle mis intenciones. Cuando hayamos atravesado esta segunda puerta, giraremos a la derecha y llegaremos al jardín; una vez allí, comenzará el combate. Deberemos enfrentarnos entonces a todo aquel que se nos cruce por delante. No emplearéis, por supuesto, nada más que vuestras espadas y vuestras dagas; el más pequeño arcabuzazo pondría sobre aviso a toda la población, que podría atacarnos a la salida. Y no es que con trece hombres como vosotros yo fuera a tener muchas dificultades para atravesar esa bicoca: nadie, seguramente, se atrevería a bajar a la calle, pero varios de los vecinos disponen de arcabuces y dispararían desde las ventanas. En tal circunstancia, sería necesario caminar pegados a las paredes de las casas, dicho sea de paso. Una vez en el jardín del convento, diréis en voz baja a cualquier hombre que aparezca: «retiraos»; acuchillaréis a todo aquel que no obedezca de inmediato. Yo subiré al convento por la portezuela del jardín, con aquellos dos de vosotros más próximos a mí y, tres minutos más tarde, bajaré con una o dos mujeres a las que llevaremos en brazos para impedir que vayan a pie. Después saldremos con rapidez del convento y de la ciudad. Dejaré a dos de vosotros cerca de la puerta y dispararéis una veintena de arcabuzazos cada minuto para aterrorizar a los vecinos y mantenerlos a distancia.

Julio repitió dos veces esta explicación.

—¿Lo habéis entendido bien? —dijo a sus hombres—. Estaremos a oscuras en el vestíbulo; a la derecha, el jardín, a la izquierda, el patio. No debemos equivocarnos.

—¡Contad con nosotros! —exclamaron los soldados.

Después se fueron a echar un trago; el cabo no los siguió, y pidió permiso para hablar con el capitán.

—No hay nada más fácil —le dijo— que el proyecto de Vuestra Señoría. Yo he forzado ya dos conventos en mi vida, este será el tercero; pero somos demasiado pocos. Si el enemigo nos obliga a derribar el muro que sostiene los goznes de la segunda puerta, hay que hacerse a la idea de que los bravi del cuartel no se quedarán de brazos cruzados durante una operación tan larga: os matarán de siete a ocho hombres a tiro de arcabuz, y entonces podrán arrebatarnos a la mujer cuando volvamos. Eso es lo que nos pasó en un convento cerca de Bolonia: cayeron cinco de nuestros hombres, nosotros matamos a ocho de los suyos; pero el capitán no consiguió a la mujer. Propongo a Vuestra Señoría dos cosas: conozco a cuatro lugareños en los alrededores de la posada en la que nos hallamos, que sirvieron con valentía bajo las órdenes de Sciarra y que por un cequí se batirán durante toda la noche como leones. Puede ser que roben algo de la plata del convento; eso no ha de importaros, el pecado es solo suyo; en cuanto a vos, los contratáis para raptar a una mujer, eso es todo. Mi segunda propuesta es esta: Ugone es un muchacho instruido y muy hábil; era médico cuando mató a su cuñado y huyó a la macchia[9]. Podéis enviarle a la puerta del convento una hora antes del anochecer; pedirá trabajo y hará que lo admitan en el cuerpo de guardia. Él se encargará de que los sirvientes de las monjas beban; además, sabe perfectamente cómo mojar la mecha de sus arcabuces.

Por desgracia, Julio aceptó la propuesta del cabo. Cuando este se retiraba, añadió:

—Vamos a asaltar un convento, eso supone excomunión mayor… Y, además, este convento está bajo la protección de la Madona.

—¡Es cierto! —exclamó Julio, como sacudido por estas palabras—. ¡Ven aquí!

El cabo cerró la puerta y volvió junto a Julio para rezar el rosario. Esta oración duró una hora larga. Por la noche, reanudaron la marcha.

Cuando sonaron las campanadas de medianoche, Julio, que había entrado solo en Castro hacia las once, regresó para reunirse con sus hombres más allá de la puerta. Entró con sus ocho soldados, a los que se habían añadido tres campesinos bien armados, y los reunió con los cinco hombres que ya tenía en la ciudad. De ese modo se encontró a la cabeza de dieciséis hombres decididos. Dos se habían disfrazado de criados: llevaban una amplia blusa de tela negra para ocultar sus giacco[10] y sus bonetes no tenían plumas.

A las doce y media, Julio, que había elegido para sí mismo el papel de mensajero, llegó al galope a la puerta del convento, haciendo un ruido enorme y gritando que abrieran sin tardanza a un correo enviado por el cardenal. Comprobó con satisfacción que los soldados que le respondían a través del ventanuco estaban más que medio borrachos. Siguiendo la costumbre, dio su nombre en un trozo de papel; un soldado fue a llevar este nombre a la tornera, que tenía la llave de la segunda puerta y debía despertar a la abadesa si se daba una circunstancia excepcional. La respuesta se hizo esperar durante tres fatídicos cuartos de hora; durante este tiempo, Julio tuvo grandes dificultades para mantener a sus tropas en silencio: algunos lugareños habían comenzado incluso a abrir tímidamente las ventanas, cuando por fin llegó la respuesta favorable de la abadesa. Julio entró en la sala de guardia por medio de una escala de cinco o seis pies de longitud que le lanzaron desde el ventanuco, ya que los bravi del convento no querían hacer el esfuerzo de abrir la puerta principal; subió, seguido por dos soldados disfrazados de sirvientes. Cuando saltó de la ventana a la sala de guardia, se encontró con los ojos de Ugone; todo el cuerpo de guardia estaba borracho gracias a su habilidad. Julio dijo al capitán que tres criados de la casa Campireali, a los que había armado a guisa de soldados para que le sirvieran de escolta durante el camino, habían comprado un buen aguardiente y pedían subir también para no aburrirse solos en la plaza; los guardias aclamaron la propuesta por unanimidad. En cuanto a él, acompañado de sus dos hombres, bajó por la escalera que, de la sala de guardia, conducía al pasadizo.

—Intenta abrir la puerta principal —le dijo a Ugone.

Él mismo llegó con toda tranquilidad a la puerta de hierro. Allí encontró a la buena tornera, que le dijo que, como ya había pasado la medianoche, si entraba en el convento, la abadesa estaría obligada a escribir al obispo; por esta razón le rogaba que entregara sus despachos a una joven monja que la abadesa había enviado para recogerlos. A lo cual Julio respondió que, a causa del desconcierto que había acompañado la inesperada agonía del señor de Campireali, él traía solo una simple carta credencial escrita por el médico y que debía dar todos los detalles de viva voz a la esposa del enfermo y a su hija, si aquellas damas estaban todavía en el convento, y, en cualquier caso, también a la señora abadesa. La tornera fue a llevar este mensaje. La única que quedaba ahora junto a la puerta era la joven monja que la abadesa había enviado. Julio empezó a conversar y a juguetear con ella, mientras pasaba las manos a través de los gruesos barrotes de hierro de la puerta. Entre risas, intentó abrirla. La monja, que era muy tímida, se asustó y se tomó muy a mal la broma. Entonces Julio, al ver que estaba transcurriendo ya un tiempo considerable, cometió la imprudencia de ofrecerle un puñado de cequíes mientras le suplicaba que le abriera, aduciendo que estaba demasiado cansado para seguir esperando.

Julio era consciente de que estaba cometiendo una estupidez, dice el historiador: era el momento de actuar con el hierro, y no con el oro; pero él se sintió incapaz: nada habría resultado más fácil que agarrar a la monja, que no estaba a más de un pie de distancia, al otro lado de la puerta. Ante el ofrecimiento de los cequíes, la muchacha dio la alarma. Después declaró que, por la forma en la que Julio le había hablado, ella comprendió que no era un simple mensajero: «Es el enamorado de alguna de nuestras religiosas —pensó—, que viene para tener una cita». Y ella era muy devota. Horrorizada, empezó a agitar con todas sus fuerzas la cuerda de una pequeña campana que había en el patio principal y que enseguida montó un alboroto capaz de despertar hasta a los muertos.

—Empieza el combate —dijo Julio a sus hombres—. ¡Manteneos atentos!

Cogió su llave y, pasando el brazo a través de los barrotes de hierro, abrió la puerta, para total desesperación de la joven monja, que cayó de rodillas y se puso a rezar avemarías gritando que aquello era un sacrilegio. De nuevo en aquel momento Julio debió hacer callar a la muchacha, pero no tuvo el valor de hacerlo por sí mismo: así que uno de sus hombres la agarró y le puso la mano sobre la boca.

En aquel mismo instante, Julio oyó un disparo de arcabuz proveniente del pasadizo, a su espalda. Ugone había abierto la puerta principal; el resto de los soldados estaban entrando en silencio, cuando uno de los bravi de la guardia, menos borracho que sus compañeros, se acercó a una de las ventanas enrejadas y, desconcertado al ver a tanta gente en el pasadizo, les dio el alto con un juramento. Lo sensato habría sido no responderle y seguir avanzando hacia la puerta de hierro; y esto fue lo que hicieron los primeros soldados. Pero el que cerraba la marcha, uno de los lugareños reclutados aquella misma tarde, disparó con su pistola a este doméstico del convento que hablaba a través de la ventana, y lo mató. Aquel disparo en mitad de la noche, junto con los gritos de los borrachos cuando vieron caer a uno de sus compañeros, despertaron a los soldados que habían permanecido durmiendo en sus camas aquella noche, y que no habían probado el vino de Ugone. Ocho o diez bravi del convento saltaron al pasadizo medio desnudos, y comenzaron a atacar ferozmente a los soldados de Branciforte.

Como ya hemos dicho, el alboroto comenzó justo cuando Julio acababa de abrir la puerta de hierro. Seguido de sus dos soldados, se precipitó al jardín, corriendo hacia la portezuela que llevaba a la escalera de las pensionarias; pero fue recibido por cinco o seis disparos de pistola. Sus dos soldados cayeron allí mismo, y él recibió un balazo en el brazo derecho. Los tiros provenían de los hombres de la signora de Campireali, que, siguiendo órdenes de su ama, pasaban la noche en el jardín, gracias a la licencia que ella había obtenido del obispo. Julio corrió solo hacia la portezuela, que tan bien conocía, y que, desde el jardín, comunicaba con la escalera de las pensionarias. Hizo todo lo que pudo para derribarla, pero estaba sólidamente cerrada. Buscó a sus hombres, que no tenían ya fuerzas para responder porque estaban agonizando; en la más completa oscuridad, se topó con tres sirvientes de Campireali, contra los que se defendió empleando la daga.

Corrió de regreso al vestíbulo, junto a la puerta de hierro, para llamar a sus soldados; encontró la puerta cerrada: los pesados refuerzos de hierro estaban colocados y sujetos con candados por obra de los viejos jardineros, a los que la campana de la joven monja había despertado.

«Estoy atrapado», se dijo Julio.

Avisó a sus hombres; en vano intentó forzar uno de los candados con su espada: de haberlo logrado, habría podido retirar una de las barras de hierro y habría abierto un batiente de la puerta. Su espada se rompió cuando intentaba forzar la argolla del candado; en ese mismo instante fue herido en el hombro por uno de los criados procedentes del jardín; se dio la vuelta y, arrinconado contra la puerta, se vio atacado por varios hombres. Se defendió con la daga; por fortuna, como la oscuridad era total, casi todas las estocadas eran repelidas por su cota de mallas. Recibió una dolorosa herida en la rodilla; se lanzó contra uno de los hombres, que se había estirado demasiado hacia delante para asestarle el golpe: lo mató de una cuchillada en la cara y tuvo la fortuna de apoderarse de su espada. Entonces pensó que estaba salvado. Se situó al lado izquierdo de la puerta, el más cercano al patio. Sus hombres, que habían acudido, dispararon cinco o seis pistoletazos a través de los barrotes de hierro de la puerta e hicieron huir a los sirvientes. En el vestíbulo solo se veía al resplandor causado por los disparos de las pistolas.

—¡No disparéis hacia aquí! —gritó Julio a sus hombres.

—Ahí estáis, atrapado como en una ratonera —le dijo el cabo con absoluta sangre fría, hablando a través de los barrotes—; nos han matado a tres hombres. Vamos a destruir la jamba de la puerta del lado opuesto al vuestro; no os acerquéis, las balas caerán sobre nosotros; hay enemigos en el jardín, ¿no?

—Los malditos criados de Campireali —exclamó Julio.

Estaba todavía hablando con el cabo cuando los disparos, atraídos por sus murmullos, y provenientes de la zona del vestíbulo que conducía al jardín, comenzaron a llover sobre ellos. Julio se refugió en el cuarto de la tornera, que estaba a la izquierda según se entraba; para su inmensa alegría, encontró allí una débil lámpara que ardía ante la imagen de la Madona; la asió con gran precaución, para no apagarla; consternado, se dio cuenta de que temblaba. Miró la herida de su rodilla, que le dolía enormemente; la sangre manaba en abundancia.

Echando una mirada a su alrededor, se sorprendió al reconocer a la pequeña Marietta, la camarera de confianza de Elena, que se había desmayado sobre un asiento de madera; la zarandeó con fuerza.

—¡Cómo…! Señor Julio —exclamó ella llorando—. ¿Es que queréis matar a Marietta, vuestra amiga?

—Todo lo contrario; dile a Elena que le pido perdón por haber perturbado su reposo y que se acuerde del avemaría del Monte Cavi. Aquí tengo un ramo de flores que he recogido en su jardín de Albano; pero está un poco manchado de sangre; lávalo antes de dárselo.

En ese momento oyó una lluvia de disparos de arcabuz en el pasadizo; los bravi de las monjas estaban atacando a sus hombres.

—Dime, ¿dónde está la llave de la portezuela? —dijo a Marietta.

—No la veo; pero estas son las llaves de los candados de las barras de hierro que sujetan la puerta grande. Así podréis salir.

Julio cogió las llaves y se precipitó fuera del cuarto.

—Dejad de afanaros en derribar el muro —dijo a sus soldados—. Por fin tengo la llave de la puerta.

Siguieron unos instantes de completo silencio, mientras Julio intentaba abrir los candados con una de las llaves. Se había equivocado, cogió otra; al final, abrió el candado; pero, en el momento en el que retiraba la barra de hierro, recibió casi a quemarropa un disparo de pistola en el brazo derecho. Al momento sintió que el brazo se negaba a responderle.

—¡Levantad la barra de hierro! —gritó a sus hombres.

No necesitaba decírselo.

A la luz de los disparos de pistola, estos habían visto el extremo curvo de la barra de hierro a medio sacar de la abrazadera remachada a la puerta. Enseguida tres o cuatro manos vigorosas retiraron la barra de hierro; cuando el extremo estuvo fuera de la argolla, lo dejaron caer.

Entonces pudieron entreabrir uno de los batientes de la puerta; el cabo entró, y dijo a Julio, apenas en un susurro:

—Ya no hay nada que hacer, solo quedamos tres o cuatro sin heridas y tenemos cinco muertos.

—He perdido sangre —replicó Julio—. Creo que voy a desmayarme, diles que me lleven.

Mientras Julio hablaba con el valeroso cabo, los soldados del cuerpo de guardia dispararon tres o cuatro arcabuzazos y el cabo cayó muerto. Por suerte, Ugone había oído la orden de Julio y llamó por sus nombres a dos soldados para que sostuvieran al capitán. Al comprobar que no se desmayaba, Julio les ordenó que lo llevaran al fondo del jardín, hasta la portezuela. Esta orden hizo que los soldados maldijeran; sin embargo, obedecieron.

—¡Cien cequíes a quien abra esta puerta! —exclamó Julio.

Pero esta resistió a los embates de tres hombres furiosos. Uno de los viejos jardineros, apostado en una ventana del segundo piso, les disparaba una y otra vez con su pistola, lo que servía para proporcionarles luz durante la operación.

Después de aquellos inútiles esfuerzos para vencer la puerta, Julio cayó totalmente inconsciente; Ugone dijo a los soldados que se llevaran al capitán tan rápido como pudieran. En cuanto a él, entró en el cuarto de la hermana tornera y desalojó a la fuerza a la pequeña Marietta, ordenándole con voz terrible que huyera y no dijera nunca a quién había reconocido. Arrancó la paja de la cama, rompió algunas sillas y prendió fuego a la habitación. Cuando comprobó que el fuego ardía bien, huyó como alma que lleva el diablo, entre los disparos de arcabuz de los bravi del convento.

Encontró al capitán ya a más de ciento cincuenta pasos de la Visitación; estaba completamente inconsciente y lo transportaban a toda prisa. Pocos minutos después estaban fuera de la ciudad. Ugone dio la orden de detenerse: solo quedaban cuatro soldados con él. Envió a dos de regreso a la ciudad, con la orden de disparar arcabuzazos cada cinco minutos.

—Tratad de encontrar a vuestros compañeros heridos —les dijo—, y salid de la ciudad antes del amanecer; vamos a seguir el camino de la Croce Rossa. Si veis que podéis prender fuego en alguna parte, no dejéis de hacerlo.

Cuando Julio recobró el conocimiento, se encontraban a tres leguas de la ciudad, y el sol estaba ya muy por encima del horizonte. Ugone le presentó su informe:

—Vuestra tropa ha quedado reducida a cinco hombres, tres de ellos heridos. Dos lugareños que han sobrevivido recibieron dos cequíes de recompensa cada uno y desaparecieron; he enviado a los dos hombres que no están heridos al pueblo vecino para buscar a un cirujano.

El médico, un anciano que temblaba de pies a cabeza, llegó enseguida montado sobre un magnífico asno; había sido necesario amenazarle con prender fuego a su casa para convencerlo de que viniera. Hubo que darle de beber un poco de aguardiente para ponerlo en condiciones de trabajar, tal era su miedo. Finalmente se puso manos a la obra; dijo a Julio que sus heridas no revestían ninguna gravedad.

—La de la rodilla no es peligrosa —añadió—, pero os hará cojear durante el resto de vuestra vida si no guardáis un reposo absoluto durante quince días o tres semanas.

El cirujano vendó a los soldados heridos. Ugone hizo a Julio una señal con la mirada; dieron dos cequíes al médico, que se deshizo en expresiones de agradecimiento; después, so pretexto de agradecerle sus servicios, le hicieron beber tal cantidad de aguardiente que terminó por dormirse profundamente. Eso era lo que pretendían. Lo transportaron a un campo cercano, envolvieron cuatro cequíes en un trozo de papel y se lo metieron en el bolsillo: aquel era el precio del asno, sobre el que acomodaron a Julio y a uno de los soldados, herido en la pierna. Fueron a pasar la canícula a unas ruinas antiguas al borde de un estanque; avanzaron toda la noche evitando los pueblos, muy escasos a lo largo de aquella ruta, y finalmente dos días más tarde al amanecer, Julio, transportado por sus hombres, se despertó en el corazón del bosque de la Faggiola, en la cabaña de carbonero que hacía las veces de su cuartel general.