«Si no me justifico ante Elena —se dijo Julio mientras regresaba, de noche, al sector que su compañía ocupaba en el bosque—, terminará por creer que soy un asesino. ¡Sabe Dios qué historias le habrán contado sobre ese aciago combate!».
Fue a presentar sus respetos al príncipe en su fortaleza de la Petrella y le pidió permiso para ir a Castro. Fabricio Colonna frunció el ceño:
—El asunto de nuestra escaramuza no está todavía resuelto con Su Santidad. Debéis saber que he revelado la verdad, esto es, que soy completamente ajeno a este episodio, del que ni siquiera tuve la menor noticia hasta el día siguiente a los hechos, aquí, en mi castillo de la Petrella. Tengo todas las razones para creer que Su Santidad terminará por dar crédito a este testimonio sincero. Pero los Orsini son poderosos y todo el mundo dice que vos os distinguisteis en la refriega. Los Orsini pretenden incluso que numerosos prisioneros fueron ahorcados de las ramas de los árboles. Vos sabéis hasta qué punto este cuento es falso, pero podemos vaticinar que habrá represalias.
El profundo estupor que brillaba en la ingenua mirada del joven capitán divertía al príncipe; no obstante este juzgó, a la vista de tanta inocencia, que era conveniente expresarse con mayor claridad:
—Adivino en vos —continuó— esa valentía sin límite que ha hecho que el nombre de Branciforte sea famoso en toda Italia. Espero que mostréis hacia mi casa la misma fidelidad que demostró vuestro querido padre, y que he querido recompensar en vos. Estas son las normas de mi compañía: no revelar nunca la verdad respecto a mí o a mis hombres. Si en el momento en que estéis obligado a hablar, no os parece que una mentira pueda ser conveniente, mentid de todos modos y guardaos como si fuera un pecado mortal de decir una sola verdad. Comprenderéis que esta, sumada a otras averiguaciones, podría poner a alguien tras la pista de mis intenciones. Sé, por lo demás, que tenéis un amorío en el convento de la Visitación, en Castro. Podéis ir a desperdiciar quince días en ese villorrio, en donde no faltan los amigos e incluso los agentes de los Orsini. Id a ver a mi mayordomo, que os entregará doscientos cequíes. La amistad que sentía hacia vuestro padre —añadió el príncipe riéndose— me anima a daros algunos consejos sobre la mejor forma de llevar a cabo esta empresa amorosa y militar. Vos y tres de vuestros hombres os disfrazaréis de mercaderes. No dejéis de enfadaros con uno de vuestros compañeros, que fingirá estar siempre borracho, y que se granjeará muchos amigos invitando a vino a todos los haraganes de Castro. Por lo demás —concluyó el príncipe cambiando de tono—, si sois capturado por los Orsini y ajusticiado, no reveléis nunca vuestro verdadero nombre y todavía menos que estáis bajo mis órdenes. No necesito recomendaros que os apartéis de todas las aldeas y que entréis siempre por la puerta opuesta al camino por el que habéis venido.
Julio se conmovió ante aquellos paternales consejos, provenientes de un hombre usualmente tan reservado. Al principio el príncipe sonrió al ver las lágrimas que resbalaban de los ojos del joven; después su propia voz se alteró. Se quitó una de las numerosas sortijas que lucía en los dedos; al recibirla, Julio besó aquella mano célebre por sus muchas hazañas.
—¡Ni mi propio padre me había explicado nunca tantas cosas! —exclamó entusiasmado el joven.
Dos días más tarde, poco antes despuntar el alba, Julio atravesaba las murallas de la ciudad de Castro. Cinco soldados lo seguían, al igual que él, disfrazados: dos de ellos hicieron rancho aparte, fingiendo que no los conocían ni a él ni a los otros tres. Incluso antes de entrar en la ciudad, Julio alcanzó a ver el convento de la Visitación, un enorme edificio rodeado de murallas negras, muy similar a una fortaleza. Corrió a la iglesia; era espléndida. Las monjas, todas ellas nobles y la mayoría pertenecientes a familias adineradas, competían entre sí, por amor propio, para engalanar esta iglesia, la única parte del convento expuesta a la vista del público.
Se había convertido en una costumbre que la dama a la que el Papa nombrara abadesa, elegida de una lista con tres nombres presentada por el cardenal protector de la orden de la Visitación, hiciera una ofrenda considerable destinada a inmortalizar su nombre. Aquella cuya ofrenda fuese inferior al regalo de su predecesora en el cargo quedaba desprestigiada, junto a toda su familia.
Julio avanzó tembloroso por el interior de aquel edificio magnífico, resplandeciente de mármoles y revestimientos dorados. A decir verdad, no pensaba ni en mármoles ni en dorados: le parecía estar ante los ojos de Elena. El altar mayor, le dijeron, había costado más de ochocientos mil francos. Pero su mirada, desdeñando las riquezas del majestuoso altar, se dirigía hacia una verja dorada, de casi cuarenta pies de altura y dividida en tres partes por dos pilastras de mármol. Esta verja, cuyo enorme tamaño le confería un aspecto terrible, se elevaba detrás del altar mayor y separaba el coro de las religiosas de la iglesia abierta a todos los fieles.
Julio se decía que detrás de aquella verja dorada se situaban, durante los oficios, las monjas y las pensionarias. A esta especie de iglesia interior podía dirigirse, a cualquier hora del día, cualquier religiosa o pensionaria que tuviera necesidad de rezar; sobre esta circunstancia, conocida de todos, se fundaban las esperanzas del pobre amante.
Es cierto que el lado interior de la reja estaba recubierto por un inmenso velo negro. «Pero este velo —pensó Julio— no debe de entorpecer apenas la visión de las pensionarias que miren hacia la iglesia exterior, dado que yo, que no puedo aproximarme más que hasta cierta distancia, alcanzo a ver perfectamente, a través de la tela, las ventanas que iluminan el coro y puedo distinguir hasta los más pequeños detalles de su arquitectura». Cada barrote de esta verja de un dorado magnífico poseía un afilado rejón dirigido contra los asistentes.
Julio eligió un sitio muy visible frente a la parte izquierda de la verja, en la zona mejor iluminada. Allí pasaba largo tiempo oyendo misa. Como se veía rodeado tan solo por aldeanos, esperaba destacar y ser visto incluso a través del velo negro que recubría el interior de la verja. Por primera vez en su vida, aquel joven sencillo buscaba el efectismo; su actitud era artificiosa, prodigaba limosnas cuantiosas al entrar y salir de la iglesia. Él y sus hombres cubrían de atenciones a todos los peones y los pequeños abastecedores que tenían algún tipo de relación con el convento. Con todo, hasta el tercer día no tuvo esperanzas de poder hacer llegar una carta a Elena. De acuerdo con sus órdenes, seguían a todas partes a las dos hermanas legas encargadas de comprar parte de las provisiones del convento; una de ellas frecuentaba a cierto comerciante. Uno de los soldados de Julio, que había sido monje, se ganó la amistad del comerciante y le prometió un cequí por cada carta que fuera entregada a la pensionaria Elena de Campireali.
—¡Cómo…! —dijo el comerciante la primera vez que le mencionaron el asunto—. ¡Una carta para la «esposa del bandido»!
Este apodo ya era bien conocido en Castro, y eso que no hacía ni quince días que Elena había llegado allí: ¡tanta es la rapidez con que se propaga todo aquello que ejerce un influjo sobre la imaginación de este pueblo apasionado por los detalles exactos!
El comerciante añadió:
—¡Al menos esa está casada! Pero cuántas de nuestras damas no tienen la misma excusa y reciben desde el exterior bastante más que cartas.
En esta primera carta, Julio contaba con infinito detalle todo lo que había sucedido en el fatídico día marcado por la muerte de Fabio: «¿Me odiáis?», decía para terminar.
Elena respondió en una línea que, aunque no odiaba a nadie, iba a dedicar el resto de su vida a intentar olvidar a aquel por cuya causa había perecido su hermano.
Julio se apresuró a responder. Tras algunas invectivas contra el destino, en un tipo de discurso de ingenio a imitación de Platón que estaba de moda por entonces:
¿De modo que quieres —continuaba— relegar al olvido la palabra de Dios que nos ha sido transmitida en las Sagradas Escrituras? Dios dice: «la mujer abandonará a su familia y a sus padres para seguir a su esposo». ¿Te atreverás a fingir que no eres mi esposa? Acuérdate de la noche de San Pedro. Cuando el alba ya se asomaba tras el Monte Cavi, te arrojaste a mis pies. Yo tuve a bien apiadarme de ti: habrías sido mía si lo hubiera querido así, no podías resistirte al amor que en aquel momento sentías por mí. De repente me pareció que, aunque yo te había dicho muchas veces que desde hacía tiempo estaba dispuesto a sacrificarte mi vida y todo lo que más pudiera amar en este mundo, tú podrías responderme —si bien no lo habías hecho nunca— que todos estos sacrificios de los que no había ninguna demostración visible muy bien podrían ser tan solo imaginarios. Una idea —dolorosa para mí pero justa al fin y al cabo— me iluminó. Pensé que debía de haber una causa para que el azar me presentara la ocasión de sacrificar por tu bien la mayor felicidad que nunca hubiera podido concebir. Estabas ya en mis brazos, indefensa, recuérdalo bien; ni siquiera tu boca se atrevía a rechazarme. En aquel instante sonó el avemaría de maitines en el convento de Monte Cavi y, por una milagrosa casualidad, ese sonido llegó hasta nosotros. Me dijiste: «Haz este sacrificio a la Santa Madona, madre de toda pureza». Yo ya había tenido, un momento antes, la idea de aquel mismo sacrificio supremo, el único tangible que había tenido ocasión de hacerte. Me pareció sorprendente que se te hubiera ocurrido la misma idea. El sonido lejano de aquel avemaría me conmovió, lo confieso; accedí a tu petición. Tú no fuiste el único motivo de aquel sacrificio. Pensé que así pondría nuestra futura unión bajo la protección de la Madona. Entonces no supuse que serías tú, pérfida, quien habría obstaculizado nuestro amor, sino tu rica y noble familia. De no ser por una intervención sobrenatural, ¿cómo habría sido posible que aquel Ángelus llegase hasta nosotros desde tan lejos, sobre las copas de los árboles de medio bosque, agitadas en ese momento por la brisa de la mañana? Entonces —¿lo recuerdas?— te echaste a mis pies. Yo me levanté, saqué la cruz que siempre llevo colgada al cuello y tú juraste sobre esta cruz, que está aquí ante mí, y por tu condena eterna, que dondequiera que estuvieses, pasara lo que pasara, en el mismo momento en que yo te lo ordenara te pondrías a mi completa disposición, como lo estabas en el instante en el que el avemaría del Monte Cavi vino desde tan lejos hasta tus oídos. Después rezamos con devoción dos avemarías y dos Padrenuestros. ¡Pues bien!, por el amor que entonces sentías por mí y, si lo has olvidado, como me temo que ha sucedido, por tu condena eterna, te ordeno que me recibas esta noche, en tu habitación o en el jardín del convento de la Visitación.
El autor italiano reproduce, curiosamente, una gran cantidad de largas cartas escritas por Julio Branciforte con posterioridad a esta; pero ofrece solamente breves extractos de las respuestas de Elena de Campireali. Después de doscientos setenta y ocho años, estamos tan alejados de los sentimientos de amor y de la religiosidad que desbordan estas cartas, que temo que resultarían demasiado prolijas.
De estas cartas se deduce que finalmente Elena obedeció la orden contenida en esta que acabamos de traducir de forma abreviada. Julio encontró el modo de introducirse en el convento; podríamos concluir, en una palabra, que se disfrazó de mujer. Elena le recibió, pero lo hizo tras la reja de una ventana de la planta baja que daba al jardín. Con un dolor indecible, Julio comprobó que la joven, antes tan afectuosa e incluso tan apasionada, se había convertido en una extraña que lo trataba casi con cortesía. Lo había admitido en el jardín cediendo tan solo a la obligación del juramento. El encuentro fue breve: en poco tiempo, el orgullo de Julio, tal vez algo exacerbado por los sucesos que habían tenido lugar en los últimos quince días, consiguió imponerse a su profunda aflicción.
«Lo único que veo ante mí —dijo aparte, para sí mismo— es la tumba de aquella Elena que, en Albano, parecía haberse entregado a mí para toda la vida».
Enseguida la mayor preocupación de Julio fue intentar ocultar las lágrimas que resbalaban sobre su rostro por culpa de las fórmulas de educación que Elena utilizaba al dirigirle la palabra. Cuando ella terminó de hablar y de justificar un cambio de actitud tan natural, dijo, después de la muerte de un hermano, Julio respondió, hablando muy lentamente:
—No respetáis vuestro juramento, no me recibís en el jardín, no estáis arrodillada ante mí, como lo estabais medio minuto después de que hubiéramos oído el avemaría del Monte Cavi. Olvidad nuestro juramento si podéis, en cuanto a mí, yo no olvido nada. ¡Que Dios os asista!
Tras pronunciar estas palabras, se apartó de la ventana enrejada, junto a la cual habría podido permanecer casi una hora más. ¡Quién le hubiera dicho que acabaría abreviando voluntariamente un encuentro tan deseado! Este sacrificio le desgarraba el alma, pero pensó que merecería con razón el desprecio de Elena si respondía a su cortesía de otra forma que no fuera dejándola entregada a los remordimientos.
Salió del convento antes del alba. Enseguida montó a caballo y dio órdenes a sus soldados de que lo esperaran en Castro durante una semana entera, y que después volvieran al bosque. Estaba trastornado por la desesperación. Primero cabalgó en dirección a Roma.
—¡Cómo…! ¡Me estoy alejando de ella! —se decía a cada paso—. ¡Voto a…! ¡Nos hemos vuelto unos extraños el uno para el otro! ¡Oh, Fabio! ¡Qué bien has quedado vengado!
El espectáculo de las personas con las que se cruzaba en el camino lo encolerizaba aún más; espoleó a su caballo campo a través y se dirigió al galope hacia la playa desierta y agreste que reina a orillas del mar. Cuando dejó de sentirse alterado por la presencia de aquellos campesinos apacibles cuya suerte envidiaba, respiró: el aspecto de ese lugar salvaje se correspondía con su desesperación y mitigaba su cólera. Entonces pudo entregarse a reflexionar sobre su triste destino.
«A mi edad —se dijo— tengo aún un recurso: ¡amar a otra mujer!».
Ante este triste pensamiento, sintió que su desesperación crecía. Comprendió sin lugar a dudas que para él no existía ninguna otra mujer en el mundo. Se imaginaba el suplicio que padecería si se atreviera a pronunciar una palabra de amor ante cualquier otra que no fuera Elena: esta idea lo desgarraba.
Fue poseído por un estallido de risa amarga.
«Heme aquí —pensó—, como esos héroes de Ariosto que viajan solos a través de tierras desiertas, intentando olvidar que acaban de encontrar a su pérfida amada en brazos de otro caballero… Ella no es tan culpable, sin embargo —se dijo, prorrumpiendo en sollozos después de la carcajada enloquecida—: su infidelidad no llega hasta el punto de amar a otro. Su alma viva y pura se ha dejado confundir por los relatos atroces que le han referido sobre de mí; sin duda me han representado ante sus ojos como si en aquella fatídica expedición yo hubiera tomado las armas únicamente con la esperanza secreta de encontrar una ocasión para matar a su hermano. Habrán ido incluso más lejos, me habrán atribuido este cálculo sórdido: que una vez muerto su hermano, ella se convertiría en la única heredera de una inmensa fortuna… Y yo, ¡yo he cometido la estupidez de dejarla durante quince días enteros en las garras de las mentiras de mis enemigos! ¡Hay que reconocer que no solo soy profundamente desdichado, sino que además el cielo me ha negado el buen juicio necesario para dirigir mi vida! ¡Soy un ser completamente miserable, completamente despreciable! Mi vida no ha servido de nada a nadie y a mí aún menos que a los demás».
En ese momento, el joven Branciforte tuvo una inspiración insólita para aquel siglo: su caballo caminaba por la misma orilla del agua y de vez en cuando las olas le bañaban los cascos; sintió el impulso de espolearlo hacia el mar y de terminar así con la aciaga fortuna que lo mantenía apresado en sus garras. ¿Qué podía hacer ahora, después de que el único ser en el mundo que le había hecho sentir que la felicidad existía acabara de abandonarlo? Entonces, de repente, una idea lo detuvo.
«¿Qué son estas penalidades que soporto —se dijo— en comparación con las que sufriré dentro de un momento, cuando esta miserable existencia haya terminado? Elena ya no me será indiferente, como lo es en la vida real: la veré en brazos de un rival, y este rival será un joven señor romano rico y considerado; pues, para desgarrarme el alma, los demonios buscarán las imágenes más crueles, como es su deber. Así que no podré olvidar a Elena ni siquiera con la muerte: muy al contrario, la pasión que siento por ella se incrementará, porque será la forma más segura que el poder eterno pueda encontrar para castigarme por el horrible pecado que habré cometido».
Para acabar de vencer la tentación, Julio se puso a rezar devotamente el avemaría. Había sido justo así, mientras oía sonar el avemaría de maitines, la oración consagrada a la Madona, como antaño había sido seducido y obligado a realizar una acción generosa que ahora consideraba «el peor error de toda su vida». Pero, por respeto, no se atrevía a ir más allá y expresar por completo el pensamiento que se había apoderado de su espíritu.
«Si, por inspiración de la Madona, caí en un error fatal, ¿no debe ella, mediante su justicia infinita, concederme un medio de recuperar la felicidad?».
La idea de la justicia de la Madona ahuyentó poco a poco su desesperación. Alzó la cabeza y vio frente a sí, detrás de Albano y el bosque, el Monte Cavi recubierto de su umbría espesura y el sagrado convento cuyo avemaría de maitines lo había empujado a lo que ahora consideraba «un infame engaño». La visión inesperada de aquel santo lugar lo consoló.
—¡No! —exclamó—. Es imposible que la Madona me abandone. Si Elena hubiera sido mi esposa, como su amor le consentía y como lo deseaba mi dignidad de hombre, el relato de la muerte de su hermano habría encontrado en su alma el recuerdo del vínculo que la ataba a mí. Se habría dicho a sí misma que me pertenecía desde mucho tiempo antes de la casualidad funesta que me condujo frente a Fabio sobre el campo de batalla. Él era dos años mayor que yo, era más experto con las armas, más intrépido en todos los sentidos, más fuerte. Podría haberle demostrado a mi mujer con mil argumentos que no fui yo quien provocó ese combate. Ella habría recordado que yo nunca experimenté el mínimo sentimiento de odio hacia su hermano, ni siquiera cuando disparó sobre ella un arcabuzazo. Recuerdo que, en nuestro primer encuentro después de que yo volviera de Roma, le dije: «¿Qué quieres? El honor lo exigía así. ¡No puedo censurárselo a un hermano!».
Tras haber recuperado la esperanza gracias a su devoción por la Madona, Julio espoleó su caballo y en pocas horas llegó al acantonamiento de su compañía. Se encontró con que estaban preparando las armas: se dirigían a la ruta entre Nápoles y Roma a través de Montecasino. El joven capitán cambió de caballo y se puso en camino junto a sus soldados. Aquel día no combatieron. Julio no preguntó por qué habían emprendido la marcha, no le importaba. En el momento en que se vio a la cabeza de sus hombres, su destino se le representó bajo una nueva perspectiva.
«Pero qué tonto soy —se dijo—. He hecho mal en marcharme de Castro; probablemente Elena no es tan culpable como mi cólera ha imaginado. No, ¡una alma tan ingenua y pura, en la que he visto nacer los primeros sentimientos del amor, no puede haber dejado de pertenecerme! ¡Estaba dominada por una pasión tan sincera hacia mí! ¿Acaso no me ha ofrecido más de diez veces huir conmigo, tan pobre como soy, e ir a que nos casara un monje de Monte Cavi? En Castro yo habría debido, antes que nada, obtener un segundo encuentro y hablarle con sensatez. ¡Sin lugar a dudas, la pasión me provoca deslices propios de un niño! ¡Por Dios! ¡Qué no daría por tener un amigo al que pudiera suplicarle un consejo! ¡La misma posibilidad me parece abominable y excelente con apenas dos minutos de diferencia!».
Aquella misma tarde, cuando abandonaron el camino principal para entrar en el bosque, Julio se acercó al príncipe y le preguntó si podía quedarse unos días más donde él ya sabía.
—¡Por todos los diablos! —le gritó Fabricio—. ¿Crees que en este momento puedo ocuparme de esas chiquilladas?
Una hora más tarde, Julio partió de nuevo hacia Castro. Encontró a sus hombres, pero no sabía cómo dirigirse a Elena, después de la forma altanera en la que la había abandonado. Su primera carta contenía tan solo estas palabras: «¿Se me querrá recibir la próxima noche?».
«Es posible venir», fue toda la respuesta.
Tras la marcha de Julio, Elena creyó que él la había abandonado para siempre. Entonces sintió toda la fuerza del razonamiento de aquel pobre joven tan desdichado: ella ya era su esposa antes de que él tuviera la desgracia de toparse con su hermano en el campo de batalla.
Esta vez, Julio no fue recibido con esas frases de cortesía que le habían parecido tan crueles durante el primer encuentro. En honor a la verdad, Elena apareció atrincherada tras su ventana enrejada; pero estaba temblorosa y, como el tono de Julio era harto circunspecto y el estilo de sus frases recordaba a las formas que podría haber empleado con una desconocida[7], ahora le tocó a Elena sentir toda la crueldad que conllevan las maneras casi oficiales cuando sustituyen a la más dulce intimidad. Julio, que temía más que nada sentir el alma desgarrada por cualquier palabra fría que pudiera brotar del corazón de Elena, había adoptado el tono de un abogado para demostrar que ella era ya su mujer mucho antes del fatídico combate de los Ciampi. Elena le dejaba hablar, porque temía que las lágrimas la vencerían si respondía con algo que no fueran palabras breves. Al final, viéndose a punto de traicionarse a sí misma, emplazó a su amigo a volver al día siguiente. Aquella noche, víspera de una gran festividad, los maitines se cantaban muy temprano, y su encuentro secreto podría ser descubierto. Julio, que razonaba como un enamorado, salió del jardín profundamente pensativo. Su incertidumbre no le permitía discernir si Elena lo había recibido favorablemente o no; y como los cálculos militares, inspirados por las conversaciones con los camaradas, comenzaban a germinar en su cabeza:
«Un día —se dijo— tal vez tendré que venir a raptar a Elena».
Y se puso a examinar la forma en que podría penetrar a la fuerza en el jardín. Como el convento era muy rico y un objetivo harto apetecible para los salteadores, tenía contratados un gran número de sirvientes, la mayor parte de los cuales eran antiguos soldados. Estos se alojaban en una especie de cuartel, cuyas ventanas enrejadas daban al estrecho pasadizo que, desde la puerta exterior del convento, perforada en un muro negro de más de ochenta pies de altura, conducía a la puerta interior, vigilada por la hermana tornera. A la izquierda de este estrecho pasadizo se alzaba el cuartel, y a la derecha la pared del jardín, de treinta pies de altura. La fachada del convento, que daba a la plaza, era un tosco muro ennegrecido por el tiempo, y no poseía más aberturas que la puerta externa y un ventanuco a través de la cual los soldados veían el exterior. Podemos imaginar el aspecto sombrío que ofrecía este formidable muro negro, perforado solamente por una puerta —reforzada con anchas franjas de metal aseguradas con enormes clavos— y por una única ventanita de cuatro pies de alto por dieciocho pulgadas de ancho[8].
No seguiremos al autor original en el largo relato de los sucesivos encuentros que Julio obtuvo de Elena. El tono que empleaban entre sí los dos amantes volvía a revelar una perfecta intimidad, como antaño en el jardín de Albano, solo que Elena no había consentido en salir ni una vez al jardín. Una noche, Julio la encontró profundamente pensativa: su madre había venido de Roma para verla, y acababa de establecerse durante varios días en el convento. La madre era tan afectuosa, y había tenido siempre una consideración tan exquisita por las aflicciones que imaginaba que su hija sentía, que Elena tenía profundos remordimientos por tener que engañarla; pues, al fin y al cabo, ¿se atrevería alguna vez a confesarle que recibía al hombre que la había privado de su hijo? Elena terminó admitiendo abiertamente ante Julio que, si aquella madre tan bondadosa la interrogaba del modo correcto, ella no tendría el valor de responder con una mentira. Julio comprendió todo el peligro de la situación: su suerte dependía de que el azar dictara la palabra justa a la signora de Campireali. A la noche siguiente comentó con tono decidido:
—Mañana vendré antes, retiraré una de las barras de esta reja, bajaréis al jardín y os conduciré a una iglesia del pueblo, donde un sacerdote leal a mí nos casará. Antes de que sea de día, estaréis de nuevo en este jardín. Una vez que seáis mi mujer, ya no temeré nada y, si vuestra madre lo exige como expiación de la horrible desgracia que todos nosotros deploramos por igual, accederé a cualquier cosa, incluso a pasar varios meses sin veros.
Como Elena parecía consternada ante aquella proposición, Julio añadió:
—El príncipe reclama que vuelva junto a él. El honor y muchas otras razones me obligan a partir. Mi proposición es lo único que puede asegurar nuestro futuro; si no accedéis, separémonos para siempre, aquí, en este instante. Yo me marcharé sintiendo remordimientos por mi necedad. Creí en vuestra palabra de honor, vos sois desleal al juramento más sagrado, y espero que a la larga el justo desprecio que me inspira vuestra ligereza pueda curarme de este amor que desde hace tanto tiempo hace que mi vida sea desgraciada.
Elena prorrumpió en sollozos:
—¡Dios mío! —exclamó llorando—. ¡Qué atrocidad para mi madre!
Mas finalmente accedió a la proposición que Julio le planteaba.
—Pero —añadió— ella podría descubrirnos a la salida o al regresar. Tened en cuenta el escándalo que se originaría, pensad en la espantosa situación en la que se encontraría mi madre; esperemos hasta que se vaya, dentro de pocos días.
—Habéis llegado a hacerme dudar de aquello que para mí era lo más santo y lo más sagrado: mi confianza en vuestra palabra. Mañana por la noche nos casaremos, o bien este momento será la última vez en que nos veamos, a este lado de la tumba.
La pobre Elena solo pudo responder con sus lágrimas; estaba desgarrada sobre todo por el tono decidido y cruel que empleaba Julio. ¿De verdad merecía ella su desprecio? ¡De modo que este era el amante antaño tan dócil y tierno! Al final accedió a lo que él le ordenaba. Julio se alejó.
Desde ese momento, Elena esperó la llegada de la noche siguiente indecisa ante aquella disyuntiva que la consumía con una ansiedad desgarradora. Si se hubiera preparando para afrontar una muerte cierta, su dolor habría sido menos punzante, habría podido encontrar algo de valentía al recordar el amor de Julio y el tierno afecto de su madre. Pasó el resto de la noche entre las más crueles vacilaciones. Había momentos en los que deseaba confesárselo todo a su madre. Al día siguiente, era tal su palidez cuando apareció ante ella, que su madre, olvidando por completo su sensata entereza, se arrojó en brazos de su hija exclamando:
—¿Qué sucede? ¡Dios mío! ¡Dime lo que has hecho, o lo que estás a punto de hacer! Si cogieras un puñal y me lo hundieras en el corazón, me harías sufrir menos que con ese silencio cruel que te veo guardar ante mí.
El afecto desmedido de su madre era tan evidente a los ojos de Elena, veía tan claramente que, en lugar de exagerar sus sentimientos, su madre intentaba moderar su manera de expresarlos, que al final la venció la compasión; cayó de rodillas ante ella. Como su madre, intentando descubrir cuál podía ser el secreto fatídico, acababa de exclamar que Elena huiría de su lado, Elena respondió que, al día siguiente y todos los días por venir, pasaría su vida junto a ella, pero que le suplicaba que no le preguntara nada más.
Estas palabras indiscretas tardaron poco en dar paso a una confesión completa. La signora de Campireali se horrorizó al descubrir que tenía tan cerca al asesino de su hijo. Pero a este sufrimiento siguió un arrebato de alegría profundamente intensa y pura. ¿Quién podría imaginarse su gozo al averiguar que su hija nunca había faltado a sus obligaciones?
Enseguida todos los planes de aquella madre juiciosa cambiaron por completo: creyó que tenía derecho a recurrir al engaño con aquel hombre que no significaba nada para ella. El corazón de Elena estaba desgarrado por la más cruel agitación: confesó con la mayor sinceridad posible. Aquella alma abrumada necesitaba desahogarse. La signora de Campireali, que, desde hacía un momento, se consideraba justificada para hacer cualquier cosa, inventó toda una serie de razonamientos, demasiado largos para exponerlos aquí. Demostró sin esfuerzo a su desdichada hija que, en vez de un matrimonio clandestino, que siempre supone una mácula en la vida de una mujer, tendría una boda pública y perfectamente honorable si accedía a demorar tan solo en ocho días el acto de obediencia que debía a un amante tan generoso.
Ella, la signora de Campireali, partiría hacia Roma. Explicaría a su marido que, mucho antes del fatídico combate de los Ciampi, Elena ya estaba casada con Julio. La ceremonia se había celebrado la noche misma en que, disfrazada con hábitos religiosos, ella se había topado con su hermano a orillas del lago, en el camino labrado en la roca que sigue el muro del convento de los capuchinos. La madre se esforzó por permanecer al lado de su hija durante todo el día. Finalmente, por la tarde, Elena escribió a su amante una carta ingenua y, en nuestra opinión, muy conmovedora, en la que le refería los conflictos que habían desgarrado su corazón.
Terminaba suplicando a Julio un aplazamiento de ocho días:
Mientras te escribo —añadía— esta carta, que un mensajero de mi madre está esperando, creo que he cometido el mayor de los errores al confesárselo todo. Me parece verte irritado, tus ojos me miran con odio, mi corazón está desgarrado por los más crueles remordimientos. Dirás que tengo un carácter tremendamente débil, pusilánime y despreciable; lo reconozco, mi ángel querido. Pero imagínate la siguiente escena: mi madre, envuelta en lágrimas, estaba casi de rodillas ante mí. Por lo tanto no pude ocultarle que había una razón que me impedía acceder a su petición; y, una vez que cometí la debilidad de pronunciar estas palabras imprudentes, no sé qué me ocurrió, pero me resultó imposible no contarle todo lo que había pasado entre nosotros. Por lo que puedo recordar, creo que mi alma, despojada de toda fuerza, necesitaba un consejo. Esperaba encontrarlo en las palabras de una madre… Olvidé por completo, amigo mío, que esta madre tan querida tenía un interés contrario al tuyo. He olvidado mi primer deber, que es obedecerte, así que, por lo que parece, soy incapaz de sentir ese amor verdadero que, según dicen, supera todas las dificultades. Despréciame, Julio mío, pero, por el amor de Dios, no dejes de amarme. Ráptame si así lo deseas, pero hazme la justicia de creer que, si mi madre no hubiera estado presente en el convento, ni los peligros más horribles, ni siquiera la vergüenza, nada en el mundo habría podido impedirme obedecer tus órdenes. ¡Pero mi madre es tan buena! ¡Tiene tanta razón! ¡Es tan generosa! Recuerda lo que te conté en su momento: durante la visita de mi padre a mi habitación, ella salvó tus cartas, que yo ya no tenía ninguna posibilidad de ocultar; después, cuando pasó el peligro, ¡me las devolvió sin querer leerlas y sin añadir una sola palabra de reproche! Pues bien, durante toda mi vida ella ha sido para mí igual que en ese momento supremo. Considera si no debería amarla, y sin embargo, mientras te escribo (horrible confesión), me parece odiarla. Dijo que, a causa del calor, quería pasar la noche en una tienda instalada en el jardín; estoy oyendo los martillazos, están levantando la tienda en este preciso momento. Es imposible que nos veamos esta noche. Incluso temo que el dormitorio de las pensionarias esté cerrado con llave, al igual que las dos puertas de la escalera de caracol, algo que nunca antes había ocurrido. Estas precauciones me impedirán bajar al jardín, incluso si creyera este acto conveniente para conjurar tu cólera. ¡Ah! ¡Cómo me entregaría a ti en este momento, si pudiera! ¡Cómo correría a esa iglesia en la que tienen que casarnos!
Esta misiva concluía con dos páginas de frases enloquecidas, en las cuales he encontrado razonamientos apasionados que parecen inspirados en la filosofía de Platón. He suprimido varias expresiones de este género en la carta que acabo de traducir.
Julio Branciforte quedó desconcertado al recibir la misiva cerca de una hora antes del avemaría de la tarde; venía justamente de ultimar los arreglos con el sacerdote. Se puso hecho una furia.
—¡Esta criatura débil y pusilánime no necesita aconsejarme que la rapte!
Y partió de inmediato hacia el bosque de la Faggiola.
Esta era, por otra parte, la posición de la signora de Campireali: su marido se hallaba en su lecho de muerte, la imposibilidad de vengarse de Branciforte lo arrastraba lentamente a la tumba. En vano había ordenado ofrecer sumas considerables a los bravi romanos. Ninguno quería combatir con uno de los caporali, como lo llamaban, del príncipe Colonna: estaban seguros de que los exterminarían, a ellos y a sus familias. Hacía menos de un año, un pueblo entero había sido incendiado en castigo por la muerte de uno de los soldados de Colonna, y a todos aquellos habitantes hombres y mujeres, que intentaron huir al campo les ataron las manos o los pies con cuerdas y después los arrojaron dentro de las casas en llamas.
La signora de Campireali tenía grandes posesiones en el reino de Nápoles; su marido le había ordenado traer asesinos de allí, pero ella solo había fingido obedecerle: creía que su hija estaba irrevocablemente unida a Julio Branciforte. Pensaba, siguiendo este razonamiento, que Julio debía alistarse durante una campaña o dos en los ejércitos españoles, que por entonces luchaban contra los rebeldes en Flandes. Si no resultaba muerto, pensaba ella, aquello sería una señal de que Dios no desaprobaba un matrimonio necesario; en tal caso, donaría a su hija las tierras que poseía en el reino de Nápoles; Julio Branciforte tomaría el nombre de una de aquellas tierras e iría a pasar algunos años en España junto con su esposa.
Después de todas aquellas pruebas, tal vez ella podría reunir las fuerzas necesarias para mirarlo cara a cara. Pero la perspectiva había cambiado por completo tras la confesión de su hija; el matrimonio ya no era una necesidad: todo lo contrario. Mientras Elena escribía a su amante la carta que acabamos de traducir, la signora de Campireali escribía a Pescara y a Chieti, ordenando a sus feudatarios que le enviaran a Castro a un grupo de hombres de confianza que fueran capaces de echar una mano. No les ocultaba que se proponía vengar la muerte de su hijo Fabio, su joven señor. El mensajero que transportaba estas cartas partió antes de la caída de la tarde.