El carácter y el destino
El tiempo había transcurrido y la época estaba llena de inquietud. La exposición de 1886, además de ser una novedad, era la expresión del espíritu práctico escandinavo. La apertura del Museo Nacional, las conferencias de Dietrichson, la creación de una sociedad artística, dieron un nuevo empuje a la estética. Las elecciones del 67 para las cámaras produjeron tal sorpresa que toda la nación se vio obligada a reflexionar: la reforma había trastornado tanto la sociedad que sus pilares habían sido removidos.
Ligeras olas se hicieron sentir en la clase superior del colegio donde, desde entonces, la juventud se interesaba por los problemas generales. De ahí que una mañana la pizarra apareciera cubierta de nombres con el de Adlers encabezando la relación. El rector, que no había leído el diario de la mañana, preguntó por el significado de aquella lista de nombres. Eran los elegidos por Estocolmo para la segunda cámara. Aclarado esto, revisó la asistencia y se extendió sobre la composición de la cámara expresando su inquietud por el provecho que el país y el reino podían esperar de la nueva representación. Se sospechaba ya el peligro y, en consecuencia, el entusiasmo se había desvanecido.
También la clase estaba dividida entre librecambistas y proteccionistas y se leían los discursos de Gripenstedt.
La reforma de los títulos era apasionadamente discutida. Johan, que había visto recientemente a tres viejas señoritas arrancarse los cabellos y maldecir en elegante compañía «el espíritu de la época» que arrebataba a las gentes honorables lo que sus antepasados habían adquirido legalmente, Johan, digo, pensaba que ésta era una buena reforma. Nada quitaba a las damas de linaje, puesto que ellas conservaban sus títulos, sino que daba el mismo derecho a todo el mundo. Ocurría con los títulos como con la salvación. Nadie les hacía caso desde que eran concedidos a todos.
—Entonces las sirvientas también serán llamadas señoritas —exclamó su amiga noble.
—Sí —respondió Johan—, por lo menos.
Pero la reforma aún se hizo esperar, no se sabe por qué razón. Las sirvientas naturalmente debían llamarse señoritas, pero, al menos por el momento, se podía comenzar a llamarlas «señita» para no ocasionarles un ridículo inmerecido.
El libre-pensamiento se consolidaba. Johan, después de su conversión, había sentido un llamado, el deber de propagar la nueva doctrina y hacerse su adalid. Comenzó por no asistir más a la oración y permaneció en clase mientras acudían al oratorio. El rector vino para obligarlo a largarse, a él y a sus cómplices. Johan le respondió que su religión le impedía participar en un culto ajeno. El rector apeló a las leyes y a los reglamentos. Johan objetó que los judíos estaban dispensados de la plegaria. El rector le invitó gentilmente a asistir por el ejemplo. Él no quería dar mal ejemplo; el rector le rogó ardorosamente, invocó su antigua amistad, apeló al sentimiento. Johan cedió. No obstante, no cantó los salmos y tampoco lo hicieron sus camaradas. Entonces el rector se enfureció e hizo un discurso conminatorio. Señaló a Johan con el dedo, injuriándolo. Johan le respondió organizando una huelga. Él y quienes pensaban como él dieron en venir tan tarde a la escuela que la oración ya había terminado cuando llegaban. Y si llegaban a tiempo, se sentaban en el vestíbulo y esperaban. Allí encontraban a los profesores y hablaban de diversos temas. Pero el rector descubrió el truco. Para someter a los rebeldes he aquí de lo que se valió: cuando terminó la oración y toda la escuela estuvo reunida, hizo abrir la puerta del cancel y ordenó entrar a los revolucionarios. Éstos desfilaron a través del oratorio sin detenerse, con ánimo resuelto y bajo una andanada de insultos. Acabaron por habituarse: entraban despreocupadamente y recibían los insultos mientras atravesaban el oratorio.
El rector le guardó rencor a Johan y dejó entrever que le suspendería en el examen. Johan opuso obstinación a la obstinación y trabajó día y noche.
También las clases de teología degeneraron en discusiones con el profesor. Era sacerdote y ateo y se divertía con las objeciones, pero igualmente se fastidió y ordenó responder siguiendo el manual.
—¿Cuántas personas hay en la divinidad?
—Una.
—Sí, pero ¿qué dice Norbeck?
—Dice que hay tres.
—Ah, ¡entonces, repítalo, pues!
En casa, nada le decían. J ohan pudo sentirse en paz. Veían que estaba perdido y que era muy tarde para recuperarlo. Un domingo su padre hizo una tentativa con su estilo tradicional, pero Johan supo responder.
—¿Por qué no vas ya a la iglesia?
—¿A hacer qué?
—Un buen sermón siempre encierra algo bueno.
—También sé hacer un sermón.
Nada más.
Después de que lo vieron un domingo por la mañana con el uniforme de la sociedad de tiro, los pietistas encargaron a un sacerdote hacer una oración por el alma de Johan en la iglesia de Bethléem.
*
El primero de mayo de 1867 aprobó su examen universitario. Extraordinarias cosas se descubrieron ese día. Hubo hombretones con barba en el mentón y quevedos sobre la nariz que colocaban la península de Malaca en Siberia y la península de las Indias orientales en Arabia. Hubo personas que recibieron su certificado de francés que pronunciaban eu como y y, además, no sabían conjugar los verbos auxiliares. Era increíble. El mismo Johan creía estar más fuerte en latín tres años antes. En historia todos habrían sido suspendidos si no se hubiesen conocido las preguntas de antemano. Habían leído mucho pero no estudiado suficientemente. Los compendios de todas las asignaturas habrían sido de más utilidad para preparar el examen de cuarto. Pero con este examen sucedía y sucede como con la felicidad eterna y los títulos de señorita noble: perdería su prestigio en caso de ser puesto al alcance de todos aunque entonces, sería más grave y mucho más útil.
Por la tarde fue aceptado (aquello terminó con una plegaria leída por un librepensador; él balbuceó un «Padrenuestro» que fue injustamente atribuido a la emoción). Sus compañeros le arrastraron hasta Storkyrkobringen donde le compraron la gorra blanca (él nunca tenía dinero). Enseguida visitó el despacho para darle gusto a su padre. Lo encontró en el vestíbulo a punto de entrar.
—Bueno, ya está —dijo el padre.
—Sí.
—Y ya llevas la gorra.
—¡La he comprado a crédito!
—Ve a buscar al cajero para que puedas pagarla.
Y dicho esto se separaron.
Ni una felicitación, ni un apretón de manos. Pues bien, era el carácter islandés de su padre que no le permitía expresar sentimientos más afectuosos.
Regresó en el momento en que todos estaban dispuestos para cenar. Estaba alegre y había bebido ponche. Pero su gozo ensombreció a los demás, todos callaban. Sus hermanos y hermanas tampoco lo felicitaron. Terminó por entristecerse y se calló también. Inmediatamente después de levantada la mesa salió a buscar a sus compañeros. Con ellos sintió alegría, una alegría pueril, idiota, exuberante, mezclada con muy altas esperanzas.
*
Durante el verano dio clases a grupos de alumnos y vivió con sus padres. Con el dinero ganado podría ir en el otoño a Uppsala a tomar sus cursos. El pastorado ya no le atraía, lo había abandonado. Además, era contrario a su conciencia prestar el juramento de pastor.
En este verano estuvo por primera vez con una mujer. ¡Se decepcionó como tantos otros! ¡Cómo era todo aquello! Lo gracioso es que había sucedido frente a la iglesia de Bethléem. ¿Por qué no había ocurrido antes? Le habría evitado el tormento de tantos años, ¡le habría ahorrado mucha fuerza! No obstante, ¡qué calma tuvo después! Se sentía rebosante de salud, satisfecho como si hubiese cumplido un deber.
*
En otoño partió para Uppsala. La vieja Margret le hizo su maleta sin olvidar los utensilios y un cubierto. Después lo forzó a tomarle quince coronas. De su padre recibió un estuche con puros y las exhortaciones a ayudarse por sí mismo. Llevaba ochenta coronas que había ganado con las clases y con las que debía pasar su primer semestre.
El mundo se le abría ahora y él tenía, además, una carta de entrada en la mano. Solamente le faltaba entrar. ¡Entrar!
*
El carácter del hombre traza su destino; éste, en aquel tiempo, era un concepto muy en boga. Ahora que Johan se iba a lanzar al mundo y a labrar su destino, empleaba sus horas libres en elaborar su horóscopo a partir de su carácter. En efecto, creía poseer un carácter bastante decidido. La sociedad honra con el nombre de caracteres a quienes han buscado y encontrado su sitio, a quienes han jugado un papel, a quienes han llegado a descubrir ciertas reglas de conducta que terminan por asimilarlas automáticamente a sus acciones.
El carácter, así definido, se convierte en un mecanismo demasiado simple; el hombre de carácter no posee más que un único punto de vista para las situaciones extremadamente complejas de la vida. Está decidido a tener durante toda su vida una sola y única manera de ver los hechos y, para no sentirse culpable de estar falto de personalidad, nunca cambiará de opinión, por necia, por absurda que sea. Un personaje deberá ser, por tanto, un hombre demasiado común y un poco tonto. Hombre de carácter y autómata son casi sinónimos. Los famosos caracteres de Dickens no son más que marionetas y los del teatro están condenados a ser unos autómatas. Además, un personaje sabrá siempre lo que desea. Pero ¿qué se sabe acerca de lo que se quiere? Se quiere o no se quiere, no hay más alternativa. Si tratamos de reflexionar sobre lo que se quiere, veremos que la mayoría de las veces no interviene la voluntad. De la única manera que la reflexión tendría sentido sería si, en la vida y en la sociedad, pensáramos siempre en las consecuencias que nuestros actos tendrán para los demás y para nosotros mismos, pues quien actúa impulsivamente es un insensato y un egoísta, un ingenuo, un inconsciente; no obstante, son éstos los que se abren camino en la vida, ya que no tienen en cuenta los inconvenientes que sus acciones pueden traer a los demás, sólo les importan las ganancias que pueden obtener.
Johan, con el hábito de interrogarse que el examen de conciencia cristiano le había creado, se preguntaba si tenía el carácter indispensable para el hombre que quiere labrarse un porvenir.
Recordaba a aquella criada que había golpeado porque le había desnudado mientras dormía. Después del incidente ella comentó: ¡tiene carácter este muchacho! ¿Qué quería decir con eso? Ella lo había visto tener la suficiente energía, luego de la afrenta, para ir al parque, cortar un palo y darle una paliza. Si hubiese seguido el camino usual, si hubiese contado el hecho a sus padres, ella le habría tenido por gallina. En cambio, su madre, entonces aún viva, habría juzgado de otro modo su manera de actuar: la habría considerado vengativa. En consecuencia, tenía ahora dos puntos de vista sobre la misma cuestión y, naturalmente, se acogió al que era por lo menos honorable puesto que era eso lo que más le preocupaba. Pero ¿acaso no era una venganza? Era una corrección. ¿Tenía él el derecho de castigar? ¿Cuál derecho? ¿Quién tenía el derecho? Sin embargo, ¡los padres se vengaban a cada instante! No, ellos castigaban. Ellos tenían pues un derecho diferente al suyo. Había dos derechos.
Ciertamente, él era un poco vengativo. Una vez un chiquillo del cementerio de Santa Clara había dicho públicamente que el padre de Johan había sido puesto en la picota. Era un insulto para toda la familia. Como Johan era más débil que el muchacho, llamó a su hermano mayor quien sí podía batirse y entre ambos ejercieron la venganza de la sangre con algunas bolas de nieve. E incluso llevaron la venganza más lejos: dieron también una tunda al hermano del ofensor quien, aunque relativamente libre de culpa, tenía un aire insolente.
Era verdaderamente una vendetta a la antigua con todas sus características. Pero ¿qué otra cosa habría podido hacer? ¿Informar al maestro? No, a eso nunca recurriría. Entonces era vengativo. Era una grave acusación.
Pero entonces se dispuso a reflexionar. ¿Se había vengado de su padre por las injusticias de que había sido objeto? O ¿de su madrastra? ¡No!, las olvidaba y se acobardaba ante ellos.
¿Se había vengado de sus profesores de Santa Clara enviándoles cajas rellenas de piedras como si fueran regalos de Navidad? ¡No! ¿Era tan severo con los demás que buscaba otra pata al gato para condenarles su manera de ser? Bien lejos de eso, se dejaba tratar sin ceremonia alguna, era ingenuo y a propósito de cualquier cosa permitía constituirse en motivo de burla con tal de no sentir opresión, agobio. Sus propios compañeros bajo promesas de cambio le habían quitado su herbario, su colección de insectos, sus aparatos de química, sus novelas de aventuras. ¿Había reclamado, había pleiteado? No, sentía vergüenza por ellos y se daba por satisfecho. Al finalizar un semestre, el padre de un alumno había olvidado pagarle. Johan no tuvo valor para hacerle el reclamo y sólo seis meses después, bajo el consejo de su padre, hizo valer la deuda.
Un rasgo particular de Johan era el de identificarse con los demás; sufría por sus culpas, sentía vergüenza. Si hubiera vivido en la Edad Media se habría condenado.
Si uno de sus hermanos decía una tontería o una insipidez, Johan enrojecía. Si en la iglesia escuchaba a un coro de escolares cantar desafinadamente, se agachaba en su banco y se sonrojaba.
En otra ocasión se peleó con un condiscípulo y acertó a pegarle un buen puñetazo en el pecho, pero cuando vio el rostro del chico descompuesto por el dolor, se puso a llorar y le tendió la mano. Si alguien le pedía alguna cosa que le era absolutamente imposible hacer, sufría por el compañero por cuanto no podía satisfacer su deseo.
Era cobarde; nunca dejaba alejar a alguien sin concederle lo que pedía por miedo a presenciar un descontento. Tenía miedo de las tinieblas, miedo de los perros, de los caballos, de los extraños. Pero, en caso necesario, sabía ser valiente como cuando se rebeló en la escuela y estaba en juego su aprobado de curso o cuando estuvo en desacuerdo con su padre.
Un hombre sin religión es una bestia: era la sentencia que estaba escrita en el antiguo abecedario. Con todo, cuando se descubrió que eran las bestias las que tenían más religión y que quien conoce la ciencia no tiene ya necesidad de la religión, la calidad bienhechora de ésta quedó seriamente reducida. Entregando continuamente su fuerza a Dios, el joven había perdido toda energía y toda confianza en sí mismo. Dios había absorbido su yo. Rezaba siempre y en cualquier situación de apuro. Oraba en la escuela cuando iba a ser interrogado, oraba en el juego cuando se repartían las cartas. La religión lo había desequilibrado al formarlo no para la tierra sino para el cielo; la familia lo había trastornado al formarlo no para lo sociedad sino para ella misma, y la escuela lo había preparado no para la vida sino para la Universidad.
Era indeciso, débil. Si tenía que comprar tabaco preguntaba a su amigo qué clase debía adquirir, vacilaba entre el Hoppet y el Gavie y terminaba por comprar el Chandeloup. Por esto caía en las manos de sus amigos. Pero saberse amado lo despojaba del miedo a lo desconocido y la amistad lo fortificaba.
También era caprichoso. Un día, estando alojado en el campo, se marchó a la ciudad para ir a casa de Pritz. Pero una vez en la ciudad, se encerró: estuvo tendido en una cama en casa de sus padres vacilando durante muchas horas entre ir o no a ver a su amigo. Sabía que Fritz lo esperaba e, incluso, él mismo deseaba vivamente verlo, pero no fue. Al día siguiente regresó al campo y escribió una jeremiada a Fritz queriendo disculparse. Pero Fritz, que no toleraba esos caprichos, se enfadó.
A pesar de su debilidad, algunas veces sentía una prodigiosa reserva de fuerzas que lo impulsaba a emprender cualquier empresa sin vacilaciones. A los doce años encontró un libro francés para la juventud que su hermano había traído de París.
—Vamos a traducirlo y a publicarlo para Navidad —dijo.
Lo tradujeron, pero como no estaban al tanto de los avatares de la edición, les tocó quedarse con el libro. Asimismo, se había apoderado de una gramática italiana y en ella aprendió el italiano.
Durante su magisterio, a falta de sastre, había emprendido el arreglo de un pantalón; lo había descosido, recosido y zurcido con una llave de caballeriza[31]. También había reparado sus zapatos.
Cuando escuchaba a sus hermanos y hermanas tocar los clarinetes nunca le satisfacía la ejecución. Lo invadía la ansiedad de tomar un instrumento y hacerles escuchar cómo se debía interpretar aquello.
En su hora de música solía ejecutar a la primera lectura piezas en el violoncelo. ¡Qué hubiera ocurrido si sólo hubiese sabido los nombres de las cuerdas!
Johan había aprendido a decir la verdad rigurosamente sin preocuparse por las consecuencias. Y aunque como todos los niños decía pequeñas mentiras para evadir preguntas indiscretas, experimentaba una salvaje alegría cuando en medio de una conversación llena de delicadas fórmulas revelaba, con cruda franqueza, lo que todos pensaban. En un baile en el que permanecía silencioso, su compañera le preguntó si se divertía.
—No, de ningún modo.
—Entonces ¿por qué baila?
—Porque me veo obligado a hacerlo.
Como todos los chiquillos, también él había robado manzanas; no se sentía culpable y tampoco hacía de ello un misterio. Simplemente se trataba de una tradición.
En la escuela nunca había tenido problemas engorrosos. Pero una vez, el último día del semestre, en compañía de otros había arrancado los percheros y destrozado viejas llaves de agua. Sólo lo habían sorprendido a él. Era una travesura, una explosión de ánimo salvaje y, por tanto, el asunto no pasó a mayores.
Cuando decidió analizarse a sí mismo, se dispuso a reunir los juicios que los demás habían emitido sobre él. Se asombró de verlos tan diferentes. Su padre lo suponía lleno de dureza, su madrastra lo creía malo, sus hermanos lo tomaban por original; también las sirvientas lo juzgaban cada una a su manera; la última lo quería, encontraba que sus padres lo trataban mal y que él era amable; su amiga había empezado a creerlo un sentimental; su amigo, el ingeniero, lo había visto en primer lugar como un chico simpático y, su amigo Fritz, como un hombre oscuro con accesos de alegría; sus tías le atribuían buen corazón; para su abuela tenía carácter; su amiga de Stallmästergord naturalmente lo idolatraba y sus maestros de la escuela no sabían qué pensar de él. Para con los rudos, era rudo; con los amables, amable. Y ¿con sus compañeros? Nunca lo dijeron; los halagos no estaban permitidos aunque no así los golpes y las injurias, en caso de ser necesarios.
Johan se preguntaba ahora si tenía un carácter tan variado o si eran los juicios los que ofrecían tal diversidad. ¿Era ladino, se mostraba diferente a unos y a otros? Por cierto, era esto lo que había sospechado su madrastra. Cuando ella oía hablar bien de él siempre afirmaba que era un impostor.
Sí, pero todos fingían. Hasta ella, su madrastra, que era afectuosa con su marido, cruel con los niños del primer matrimonio, tierna con sus propios hijos, especialmente atenta con el propietario, orgullosa con sus sirvientas, reverente con el pastor pietista, sonreía a los poderosos y hacía mala cara a los débiles. Era un sistema de adaptación que Johan no conocía. Los hombres estaban hechos así. Es un instinto de apropiación que se basa en el cálculo y que termina por introducirse en el inconsciente o en el movimiento reflejo. Son verdaderos corderos para sus amigos, leones frente a sus enemigos.
Pero ¿cuándo se era sincero? Y ¿cuándo falso?
¿Dónde estaba el yo? ¿Qué podía ser el carácter? No se encontraba ni aquí ni allá, estaba en diversos lugares al mismo tiempo. El yo no es algo absoluto, es una multiplicidad de reflejos, una complejidad de instintos, de deseos reprimidos o desatados.
La complejidad de Johan era consecuencia de los numerosos cruces en la sangre, de elementos opuestos en la vida familiar, de una gran experiencia obtenida de los libros y de los variados sucesos de su existencia. Un material muy rico, ¡aunque caótico! Buscaba todavía el papel que debía desempeñar porque aún no había encontrado su lugar en la vida; por esta razón, continuaba sin definir su carácter.
No había podido decidir entonces qué instintos debían reprimirse y qué parte de su yo debía sacrificar a la sociedad en la que se disponía a entrar.
De haberse podido ver tal como era habría encontrado que la mayoría de las palabras que pronunciaba eran tomadas de los libros o de los condiscípulos, que sus gestos provenían de sus maestros y de sus amigos, los ademanes de su parentela, los caprichos de su madre y su nodriza, las inclinaciones de su padre, quizá de su abuelo. Su rostro no evocaba ninguna de las facciones de su madre ni de su padre. Como no había visto a su abuelo materno ni a su abuela paterna, no podía pronunciarse sobre su parecido con ellos. ¿Qué tenía, pues, de personal, de sí mismo? Había dos rasgos esenciales en su compleja alma que fueron decisivos para su vida y su destino.
¡La duda! No estaba en absoluto desprovisto de crítica frente a sus ideas; practicaba el análisis y la síntesis. Por ello no podía convertirse en un autómata ni ser inscrito en la sociedad organizada.
¡Sensibilidad a la opresión! Esto lo impulsaba, de una parte, a tratar de atenuarla alcanzando los niveles más altos y, de otra, a criticar a la clase superior y mostrar que no era tan superior y, por consiguiente, de ninguna manera tan envidiable.
¡Y fue así como entonces se lanzó a la vida! Para madurar y, a pesar de todo, permanecer siempre fiel a sí mismo.