Recibe el sustento de otras manos
Un sueño temerario que tenía se había convertido en realidad: había conseguido un puesto de preceptor para el verano. ¿Por qué no antes? Porque sin atreverse a esperarlo, jamás lo había intentado. No buscaba conseguir aquello que deseaba con más intensidad por miedo a sufrir un revés. A sus ojos, un anhelo burlado era lo más penoso que existía. Pero ahora la fortuna le colmaba de una vez con todos sus favores; entraba en una casa aristocrática, situada en el más bello paisaje que conocía, en el archipiélago, y lo que era mejor, en su parte más poética, en el Sotaskär. Ahora cobraba afecto a los aristócratas. El brutal tratamiento de su madrastra, la perpetua inquisición de su familia para encontrar orgullo donde sólo había inteligencia superior, grandeza de alma y espíritu de sacrificio, los esfuerzos de los miembros de la sociedad de tiro, sus compañeros, por aplastarlo, lo alejaban de la clase de la que había salido; no pensaba ya como ellos, no sentía como ellos, tenía otra religión, otra concepción de la vida y su sentido estético había sido seducido por el toque de distinción de sus compañeros del mundo elegante, por su manera de presentarse, plena de armonía y seguridad; por su educación se sentía próximo a ellos y cada vez más alejado de la clase inferior. Encontraba que los nobles eran menos orgullosos que los burgueses. No se encolerizaban, no se ponían zancadillas, estimaban la cultura y el talento; a su entender, eran en alguna manera más demócratas ellos, que lo consideraban como su igual, que los suyos que lo trataban como un vasallo muy inferior. Fritz, por ejemplo, siendo el hijo de un molinero del campo, era recibido en casa del chambelán e interpretaba la comedia con sus hijos en presencia del director del Teatro Real, quien a su vez le ofreció un papel sin buscar información sobre su ascendencia. Empero, cuando Fritz vino al baile, en casa de Johan, fue examinado por delante y por detrás hasta que, con gran satisfacción, un pariente anunció que su padre antiguamente había sido un simple panadero.
Johan se había convertido en aristócrata sin dejar de simpatizar con la clase inferior, y, como la nobleza, hacia 1865 e inmediatamente después, era del todo liberal, condescendiente y popular, por el momento, se había dejado embaucar. No comprendía que quienes llegaban una vez arriba ya no tenían necesidad de pisotear a nadie y que quienes estaban en la cima podían ser condescendientes sin rebajarse; no veía que quienes estaban abajo se sentían atropellados por aquellos que querían ascender antes y que quienes no habían tenido la perspectiva de elevarse, solamente poseían el consuelo de echar abajo a aquellos que estaban arriba u ocupados en subir. Era precisamente la ley del equilibrio, la que no había comprendido aún. Entre tanto, estaba encantado de andar con los nobles.
Fritz comenzó por darle instrucciones sobre la manera como debía comportarse. Era preciso no humillarse, guardar las distancias, no decir todo lo que se pensaba ya que nadie deseaba saberlo; si se podía ser amable sin adular, estaría bien; se podía conversar pero no razonar y, sobre todo, no discutir, puesto que nunca se tendría razón. Era ciertamente un joven con mucha experiencia. Aquello le pareció horroroso a Johan pero guardó sus palabras en el fondo de su corazón. Podía ganar un puesto en una ciudad con Universidad, tal vez un viaje con sus alumnos al extranjero, a Roma y a París. Eso era todo lo que esperaba de los nobles. Le parecía una suerte y era esa suerte la que iba a perseguir ahora.
Hizo su primera visita a la baronesa una tarde de domingo en que ella se encontraba en la ciudad. Le recordaba el retrato de una dama de mediana edad: nariz aquilina, grandes ojos castaños y cabellos rizados que le caían sobre las sienes. Era elegiaca, tenía la voz cansina y gangueaba ligeramente; Johan no encontró distinción en ella y el apartamento era más sencillo que el de sus padres, pero poseía una casa solariega en el campo, ¡un castillo! Le agradó, sin embargo, porque tenía algo que le recordaba a su madre. Ella lo examinó, conversó con él y dejó caer su labor. Johan se levantó precipitadamente, recogió el ovillo y lo devolvió con un aire que con alguna suficiencia sugería: ¡sé hacer esto porque antes he recogido innumerables pañuelos para las damas! El examen terminó a su favor y fue aceptado.
El día en que debía abandonar la ciudad, por la mañana se dirigió al apartamento de la baronesa. El secretario real —así se llamaba el amo de la casa— estaba en mangas de camisa delante del espejo del salón y anudaba su corbata. Tenía aspecto altanero e hipocondríaco: lo saludó fría y brevemente. Johan tomó asiento sin ser invitado a hacerlo e intentó romper el hielo pero no consiguió animar la conversación: el secretario le dio la espalda y le respondió con sequedad.
—No es un hombre distinguido —se decía Johan—, es un patán.
Y se hicieron recíprocamente antipáticos como dos personas de clase inferior que se miran de reojo durante su penoso ascenso a las alturas.
El coche estaba delante de la puerta. El cochero de librea tenía la gorra en la mano. El secretario le preguntó a Johan si prefería estar en el interior o en el pescante, pero con tal tono que Johan optó por actuar con perspicacia y comprender aquello como una invitación a ponerse inmediatamente en el pescante. Y entonces se sentó al lado del cochero.
Con el restañar del látigo el coche se puso en movimiento y en ese instante Johan sólo tenía una idea: ¡alejarse de su casa! ¡Ver el país!
*
En la primera posada en que se detuvieron, Johan descendió del pescante, avanzó hasta la portezuela del coche y con un tono ligero, amable, quizás un poco familiar, preguntó por la salud del Señor y la Señora, y en respuesta recibió una frase breve y seca que descartaba cualquier nueva tentativa de acercamiento. ¿Qué significaba esto?
Una vez dispuestos para continuar, Johan encendió un puro y ofreció uno al cochero. Pero éste respondió, cuchicheando, que no le estaba permitido fumar sobre el pescante del coche. Acerca de ese asunto sondeó al cochero; se informó de las relaciones y de otras cosas con mucha prudencia.
Hacia el atardecer llegaron al castillo. Estaba situado sobre una colina poblada de árboles. Era una construcción de piedras blancas con tejadillos. El techo era plano y sus ángulos obtusos daban un aire italiano al edificio, aunque los tejadillos con sus bordes rojo y blanco eran muy elegantes. Johan fue instalado con tres muchachos en el ala de un pabellón aislado de dos habitaciones de las cuales el cochero ocupaba la primera.
Después de haber permanecido en su cargo ocho días, Johan había comprendido que era un doméstico en una situación de hecho desagradable. El criado de su padre tenía una alcoba mejor y para él solo; el criado de su padre disponía de sí mismo, de sus ideas, de vez en cuando; él nunca. Día y noche debía estar con los niños, jugar con ellos, bañarse con ellos. Si se tomaba un momento de libertad y uno de los padres lo veía, enseguida le preguntaba: ¿dónde están los niños? Frecuentemente los muchachos corrían abajo entre las gentes de la finca pero no debían permanecer allí porque el riachuelo fluía en ese lugar. Vivía en una perpetua inquietud, temiendo siempre un accidente fatal; era responsable de la conducta de cuatro personas: la suya y la de los tres muchachos. Toda observación que se les hiciera recaía sobre él. Ninguna persona de su edad con quien hablar, ningún joven. El administrador permanecía en su trabajo todo el día y nunca se mostraba.
Pero había dos cosas que compensaban todo esto: la naturaleza de Södertörn y la liberación de su casa. La baronesa lo trataba más familiarmente, con aire casi maternal, y se entretenía hablando de literatura con él. Así, había momentos en que se sentía como un igual e, incluso, como un superior gracias a su saber, pero cuando el secretario aparecía él volvía a ser una niñera.
El paisaje del archipiélago tenía para él más encanto que los sueños de Malar y, ante él, los recuerdos mágicos de Drottningholm y de Vibyholm palidecieron. El año anterior, en un ejercicio con la sociedad de tiro, habían llegado a una cumbre. Allí se extendía un espeso bosque de pinos. Se deslizaron entre arándanos y enebros para salir del bosque y, de este modo, llegaron a la cima de un peñasco escarpado. Entonces, súbitamente se desplegó ante sus ojos una vista que lo hizo estremecer de emoción: fiordos e islotes, fiordos e islotes, prolongándose a lo lejos, hasta el infinito. Aunque nacido en Estocolmo nunca había visto el archipiélago costero y no sabía dónde quedaba. Aquel cuadro le impresionó tanto como si hubiera reencontrado un país visitado en sueños hermosos o en una existencia anterior, un país en el que creía pero del cual nada sabía. La fila de tiradores se dirigió del lado del bosque pero Johan permaneció sobre el peñasco como en éxtasis, ésa es la verdadera palabra. La hilera enemiga se había aproximado e hizo fuego. Las orejas le zumbaron; se escondió, pero podía apartarse. Éste era el paisaje que le convenía, el verdadero ambiente de su naturaleza: islotes estériles, rocosos, tierra pardusca, con bosques de pinos esparcidos sobre los grandes fiordos agitados, con la mar infinita al fondo, a una distancia considerable. Permaneció tan fiel a este amor que su condición de primer amor no bastaba para explicarlo; ni los Alpes suizos ni los bosques de olivos mediterráneos ni los acantilados normandos podían oscurecer a su rival.
Ahora estaba en ese paraíso, quizás un poco demasiado en su interior. Las riberas del Sötaskar eran fértiles pastizales a la sombra de los robles y los fiordos se abrían hacia Mysingen, en la lejanía. El agua era pura y salada: era una novedad. En sus caminatas con el fusil, los perros y los niños, un bello día soleado llegó hasta la orilla. Al otro lado del agua había un castillo. Un gran castillo de piedra de remotos tiempos. Había descubierto que estaba en una simple finca y que su patrón era un plebeyo, un simple arrendatario.
—¿Quién habita ese castillo? —preguntó a los niños.
—Nuestro tío Vilhelm —respondieron.
—¿Cómo se llama?
—El barón X.
—¿Vais a verle alguna vez?
—Sí, de vez en cuando.
A pesar de todo había un castillo con un barón tras sus muros. ¡Hum! Los paseos de Johan no tardaron en dirigirse regularmente a la ribera desde donde veía el castillo rodeado de un parque y un gran jardín. Sus amos no tenían jardín. ¡Pero éste era cosa aparte! Un buen día la baronesa le informó que a la mañana siguiente tendría que acompañar a los niños a casa del barón donde pasarían toda la jornada. El secretario y ella se quedarían en casa y él tendría que representarlos añadió bromeando.
A propósito de esto le consultó sobre su indumentaria. Podría ir allí en su traje de verano, con su levita negra sobre el brazo para llevarla durante la comida en la salita de los Gobelinos en la planta baja. ¡Una sala de Gobelinos! ¡Hum! ¡Hum! ¿Se pondría guantes? Ella estalló en risas. No, no, guantes no. Soñó toda la noche con el barón, el castillo y la sala de los Gobelinos. Por la mañana trajeron una carreta de heno al patio para recoger a los jóvenes. ¡Ay!, no le gustaba aquello. Le recordaba la casa del sacristán.
Y partieron. Remontaron un gran sendero de tilos, entraron en el patio y se detuvieron ante el castillo. Era en efecto un castillo de la Suecia de Dahlberg y se remontaba al tiempo de la Unión. Desde un comedor sobre el jardín llegaban los ruidos familiares de los dados del chaquete. Y de allí vino un señor de mediana edad en bata de dril. Tenía un aspecto más burgués que noble con su barba de marino. También llevaba pendientes. Johan, con el sombrero en la mano, se presentó por sí mismo. El barón lo saludó amistosamente y le invitó a entrar en el cenador. Allí estaba el chaquete y cerca de él permanecía sentado un pequeño viejo con una gorra de amplia visera que le recibió amablemente. Le fue presentado como rector del colegio de una pequeña ciudad. Le ofrecieron coñac y le interrogaron sobre las novedades de Estocolmo. Como estaba perfectamente enterado de los detalles del teatro y otros temas semejantes, le escucharon con gran atención. ¡Bueno!, está bien, pensaba él. Los verdaderos aristócratas son mucho más democráticos que la pretendida nobleza.
—Entonces —dijo el barón—, perdón señor… no recuerdo su nombre… Oh, sí, eso es. ¿Es usted pariente de Oscar?
—¡Es mi padre!
—¡Ah, buen Dios, será posible! Pero si es mi viejo amigo desde que he conducido el «Strängnäs» alrededor del mundo.
¡Cómo! Johan no daba crédito a sus orejas. ¿El barón había dirigido un vapor? Claro que sí. El anciano continuó hablando y pidió que le contara de Oscar y de lo que había sido de él.
Johan observaba el castillo y se preguntaba si se dirigía correctamente al barón. Entonces apareció la baronesa y fue tan sencilla y amable como el barón. Se anunció la cena.
—Vamos a tomar el aperitivo —dijo el barón—, síganos.
Johan dio una vuelta por el gran vestíbulo y quiso vestir su levita detrás de una puerta; se le dispensó; pero, de todos modos, se la puso, ya que la baronesa se lo había dicho. Entonces subieron a la gran sala.
—¡Ah, sí!, ¡era un verdadero castillo! El suelo enlosado, un techo tallado en madera, los vanos de las ventanas profundos como pequeñas habitaciones. Una chimenea que contenía todo un estéreo de leña; un piano de tres pies; un brillo en los vitrales que eran tan grandes como monjitas; las paredes estaban totalmente cubiertas de oscuros retratos. Todo lucía perfectamente.
Comieron y Johan se sentía a gusto. Por la tarde jugó al chaquete con el barón y bebió ponche azucarado. Renunció a hacer uso de las gentilezas que había preparado y, cuando hubo concluido la jornada, se sintió plenamente satisfecho.
En la amplia avenida se dio la vuelta y contempló el castillo. Ahora le parecía menos imponente: casi mezquino. Como tal, le convenía más. Pero el castillo legendario allá lejos, sobre la otra orilla, era más interesante de observar. Ahora nada tenía para contemplar hacia arriba. Pero ya tampoco estaba tan abajo. Sin embargo, era mucho más agradable tener algo en lo alto para mirar con verdadero asombro.
Cuando regresó fue interrogado por la baronesa. ¿Qué pensaba del barón? —Era amable y condescendiente—. Aquí Johan optó por guardar una prudencia extrema y no mencionar la relación del barón con su padre. Terminarán por saberlo igualmente, pensaba. De todas maneras, se sintió más seguro y ya no fue tan dócil.
Un día tomó prestado el caballo de silla del secretario, pero hizo una cabalgata tan fogosa que en la siguiente ocasión le dijeron que ningún caballo estaba disponible. Entonces envió a un mozo a alquilarle un caballo. Era maravilloso sostenerse sobre la silla, galopar en la lejanía, sentir sus fuerzas como duplicadas.
Las ilusiones se habían esfumado, pero era consolador saberse ascendido sin necesidad de hundir a alguien. Escribió a sus hermanos e hizo el fanfarrón. Con todo, recibió una respuesta insolente. Como estaba aislado y no había alguien con quien hablar, escribió un diario para su amigo. Aquél había encontrado un empleo con un comerciante de Malar, en cuya casa había chicas, música, juventud y buen dinero. Johan tenía la sensación de haber caído en un ambiente desagradable. En el diario se dedicó a embellecerlo para despertar la envidia de su amigo.
La historia de la amistad del barón con el padre de Johan se difundió y la baronesa se creyó obligada a hablar mal de su hermano. No obstante, Johan tenía la suficiente inteligencia para comprender que tras todo ello había una minucia sacada de una tragedia de fideicomiso. Como aquello no le interesaba, no se preocupó por aclararlo.
*
Con ocasión de una visita al presbiterio, el pastor auxiliar se enteró de los proyectos sacerdotales de Johan. Como el pastor de la iglesia, debilitado por la edad, había dejado de predicar, su vicario debía hacer todo el oficio. Y encontró que la carga era muy pesada. Por esta razón estaba a la caza de jóvenes universitarios dispuestos a dar los primeros pasos. Preguntó a Johan si quería predicar. —Pero si no soy universitario. —Eso no importa. —¡Bien!, de todas formas necesito pensarlo.
El pastor auxiliar se empeñó con él. Muchos universitarios e, incluso colegiales, han predicado aquí anteriormente; además, la iglesia ha tenido una cierta notoriedad porque el célebre actor Knut Almlöf ha predicado allí en su juventud. —¿El Menelao de La Bella Helena? —¡Él precisamente! De repente el libro de los Evangelios fue abierto, el sermonario tomado en préstamo y Johan hizo la promesa de venir el viernes a presentar su sermón de prueba.
De este modo, un año después de su confirmación, iba a ascender a un púlpito y hablar de los caminos de nuestro Señor, y entre el auditorio, humildes y recogidos, estarían su patrón, el barón, las señoritas nobles y los ricos arrendatarios. De inmediato, rápidamente, sin examen de consagración, hasta sin examen de estudiante. Tomaría prestado el hábito y el alzacuello, daría una vuelta al reloj de arena, recitaría el Pater Noster y leería los pregones de matrimonio. Aquello se le subió a la cabeza. Regresó a casa engrandecido y con la plena certeza de ser desde ese momento un personaje importante.
Pero cuando estuvo en ella le invadieron los escrúpulos. Él era un librepensador. ¿Era honesto hacer el hipócrita? ¡No! ¡No! Entonces, por esa razón ¿iba a renunciar? Era un gran sacrificio. El honor lo llamaba y tal vez podría sembrar alguna semilla de librepensamiento que no dejaría de germinar. Sí, pero con todo, eso no era honesto. Miraba en efecto, bajo la influencia de su antigua moral egoísta, la intención del que actúa, y no la utilidad o perjuicio de la acción. Le era útil predicar, para nadie era perjudicial escuchar una palabra de verdad, entonces… Pero ¡no era honesto! No podía salir de allí. Desahogó su conciencia ante la baronesa.
—¿Piensa usted que el sacerdote cree todo lo que dice?
Era asunto del sacerdote; pero él, Johan, no podía transigir. Como conclusión dio un paseo (a caballo) hasta la casa del pastor auxiliar y se confesó brevemente. El pastor pareció contrariado por tener que recibir esa confidencia.
—Sí, pero usted cree en Dios, ¡por el nombre de Cristo!
—Sin duda alguna, sí.
—Pues bien, no hable entonces de eso. El obispo Wallin no pronunciaba nunca el nombre de Jesús en sus sermones. No toque esa cuestión. Déjeme ignorar el asunto.
—Bien, haré todo lo posible —dijo Johan, contento de haber salvado su honestidad y no menos su honor.
Bebieron el aperitivo, pidieron un emparedado y se dio por terminado el asunto.
Ahora era reconfortante estar sentado con su tabaco, su sermonario delante de él y escuchar al secretario preguntar dónde estaba el preceptor y a una sirvienta responder: el preceptor está escribiendo su sermón.
Tenía ante sí su texto para profundizar. Era el séptimo domingo después de la Trinidad. ¡El primero del año!, y decía:
«Jesús dijo: ahora el hijo del hombre es glorificado, y Dios es glorificado por él. Si luego Dios es glorificado por él, Dios le glorificará, y él le glorificará a su vez».
Esto era todo. Johan daba vueltas al texto en todos los sentidos sin encontrar ninguno. Es «oscuro» pensaba. Aquello tocaba el tema más delicado: la divinidad de Cristo. Ahora bien, si él tenía el coraje de declarar que se trataba de la divinidad de Cristo, realizaría una valerosa hazaña. Como le seducía hacerlo, valiéndose de Parker, escribió un magníficat en prosa sobre Cristo como hijo de Dios, al tiempo que anunció con extrema prudencia que todos nosotros éramos hijos de Dios pero que Jesús, el elegido, era su hijo amado, objeto de su dilección y de quien debíamos escuchar las enseñanzas. Esto era solamente el exordio y después se leería el evangelio. Y entonces ¿sobre qué iba a versar su discurso? Acababa de liberar su conciencia manifestando su opinión sobre la divinidad de Cristo. Estaba enardecido, su coraje acrecentado y sentía que tenía una misión que cumplir. Quería esgrimir la espada contra el dogma, contra la teoría de la gracia y el pietismo. Era una tarea que se imponía.
De este modo, se acercó el momento del sermón y donde debía recitar luego de la lectura del evangelio: «Acercándonos al texto sagrado que acabamos de leer, queremos, por algunos instantes, tomar como objeto para nuestro examen», etc., escribió: «Como el texto del día no nos permite la ocasión de otras reflexiones, queremos en estos breves instantes examinar detenidamente un tema que tiene mayor importancia que otro cualquiera…». Y analizó la obra de la gracia divina en la conversión.
Era un doble ataque: uno contra el mensaje del texto, el otro contra la doctrina de la iglesia sobre la predestinación. Habló en primer lugar sobre la conversión como de un serio asunto que exigía sacrificio y reposaba sobre el libre arbitrio del hombre (aunque él no lo veía claramente). Reformó la teoría de la gracia y terminó por abrir las puertas del reino celestial a todo el mundo: venid a mí, vosotros, todos a los que el trabajo y los años han agobiado; los publicanos y los pecadores, los cortesanos y los gobernantes, todos entrarán en el cielo, hasta el mismo salteador había recibido el evangelio. Mañana estarás conmigo en el paraíso. Tal era el evangelio de Cristo para todos y, por tanto, nadie debía creer que entraría al cielo con llaves ni imaginarse ser el hijo único de Dios (¡esto, para los pietistas!), pues las puertas de la gracia estaban abiertas a todos, ¡a todos!
En ese instante se tornó grave y sintió alma de misionero.
El viernes siguiente se dirigió a la iglesia y leyó desde el púlpito algunos pasajes de su sermón. Buscó los más inofensivos. Luego se recitaron las plegarias mientras que el pastor auxiliar bajo la tribuna del órgano gritaba: ¡más alto!, ¡más lentamente! Felicitó a Johan y fueron a tomar una copa y a comer emparedados.
El domingo, la iglesia estaba llena. Johan se puso el hábito y el alzacuello en la sacristía. Por un momento aquello le pareció ridículo, pero no tardó en estar enajenado. Invocó la protección del Dios único, del Dios de la verdad, cuando iba a entrar en combate por su causa contra un error milenario. Y en el momento en que el último sonido del órgano hubo expirado, subió valerosamente al púlpito.
Todo marchaba perfectamente. No obstante, al llegar a aquel pasaje: «Como el texto de hoy no nos proporciona materia de reflexión…» vio numerosas manchas blancas que eran figuras, agitarse abajo en la nave de la iglesia, y tembló. Sólo un instante. Después se recobró y con voz suficientemente fuerte y segura leyó su sermón. Cuando llegó al final, él mismo estuvo tan conmovido por las bellas doctrinas que predicaba, que las lágrimas le empaparon su escritura.
Retomó aliento. Leyó todas las oraciones hasta que el órgano intervino, después descendió del púlpito. Allí se encontraba el pastor auxiliar quien le dio las gracias aunque añadió: «Sí, pero no es bueno desviarse del texto. Ay, ay, si el consistorio llegase a saberlo. Esperemos que nadie lo haya notado». Sobre el contenido del sermón no había nada que decir.
Entonces llegó la comida en el presbiterio: allí se jugaba con las chicas, se bailaba y Johan fue, por así decirlo, el héroe de la jornada.
—Excelente sermón —dijeron las muchachas, puesto que había sido demasiado corto.
—Había leído demasiado rápido y se había saltado una plegaria.
—Todo el mundo comienza por ser niño —dijo el pastor auxiliar.
*
En otoño, Johan regresó a la ciudad con los niños para vivir con ellos y asistirlos en sus estudios. Iban a la escuela de Santa Clara. Otra vez a recomenzar el mismo trabajo. La misma escuela de Santa Clara, el mismo director, el mismo lamentable profesor de latín. Johan trabajaba y se dedicaba concienzudamente a sus chicuelos, les hacía recitar las lecciones y hasta podía jurar que habían sido preparadas. Sin embargo, cuando la libreta de notas llegaba a la casa, el padre leía que tales y tales lecciones no habían sido preparadas.
—Es una mentira —dijo Johan.
—De acuerdo, pero, de todos modos está escrita ahí —dijo el padre.
Era un trabajo pesado y, al mismo tiempo, preparaba su examen de universitario.
Al finalizar el semestre de otoño regresaron al campo. Permanecían al amor de la lumbre, cascaban todo un saco de nueces y leían la leyenda de Frithiof, Axel y el Primer Comulgante. Las noches eran largas e insoportables. Empero, Johan descubrió un administrador recién llegado a quien poco después se le trataba como a un criado. Aquello lo incitó a conocerle y, poco más tarde, en su habitación preparaban el ponche y jugaban a las cartas. La baronesa se permitió observar que el intendente no era una compañía para Johan.
—¿Por qué no? —¡Le falta educación!
—¡Ah! Eso no es muy grave.
Ella sugirió también que le agradaría que el preceptor prefiriese pasar la noche en compañía de la familia o, al menos, que permaneciera en la habitación de los niños. Se resignó a esto último, aunque arriba se sentía la incomunicación y le aburría leer o conversar.
Se mantuvo, pues, en la habitación que compartía con los niños. El administrador vino e hicieron su partida. Los muchachos miraban y querían jugar también. ¿Por qué no? En casa, Johan había jugado constantemente al whist con su padre y sus hermanos y ese placer inocente había contribuido a formarlo en la disciplina, el orden, la atención y la justicia y, además, nunca había jugado por dinero. Cada trampa se señalaba inmediatamente. Se reprimían los alardes inoportunos y se ponían en ridículo las malas caras por una derrota. La cosa pasó sin provocar ninguna observación ya que los padres estaban contentos de que los muchachos estuviesen ocupados y de que, de este modo, se los hubieran quitado de encima. No obstante, el trato con el administrador no les gustaba. Como durante el verano Johan había formado un grupo con sus alumnos y los hijos de los aparceros, y los había ejercitado en pleno campo, la prohibición de frecuentar los hijos de los aparceros le fue notificada.
—Cada clase debe guardar su rango —dijo la baronesa.
Con todo, Johan no veía que ésta fuera la razón puesto que la diferencia de clases había sido abolida en 1865.
La tempestad, sin embargo, amenazaba y estaba próxima a estallar. Una nimiedad la desencadenó.
Una mañana, el amo de la casa echaba pestes porque sus guantes de cabalgar habían desaparecido. Sus sospechas recayeron sobre su hijo mayor. Éste negó y acusó al administrador indicando el momento: una excursión al presbiterio donde debía llevar guantes. El administrador fue llamado.
—¿Ha cogido usted mis guantes? ¿Qué maneras son ésas?
—No, yo no los he cogido.
—¿Cómo dice usted? Hugo lo afirma.
Johan, que estaba presente, se adelantó espontáneamente y dijo: Hugo miente. Es él quien de verdad los tiene.
—¿Qué diablos me dice usted? (Hizo una señal al administrador para que se alejara).
—Digo la verdad.
—¿Cómo se atreve usted a acusar a mi hijo en presencia de un criado?
—¡El señor no es un criado! Y, además, es inocente.
—Sin duda alguna ustedes son inocentes, ustedes que juegan a las cartas juntos y que beben con mis hijos, ¿es correcto eso?
—¿Por qué no ha hecho hasta ahora ninguna observación al respecto? Así sabría usted que no bebo con mis alumnos.
—¡Usted! ¡Usted! ¡Insolente!, ¡se atreve a llamarme usted[30]!
—Señor, desde ahora puede buscar otro muchacho para instruir a sus chiquillos ya que usted es demasiado roñoso para tomar a un hombre serio.
Y diciendo esto se marchó.
Debían regresar a la ciudad el mismo día puesto que las vacaciones de Navidad habían terminado. En tal caso tenía que regresar, regresar a casa de sus padres. Regresar cabizbajo al infierno, burlado, aplastado, en una situación cien veces peor, después de que se había envanecido de su nueva posición y que había hecho comparaciones con su casa. Lloraba de rabia; sin embargo, no podía echar pie atrás después de tal afrenta.
Vinieron a buscarlo de parte de la baronesa. Él la hizo esperar algún tiempo. Entre tanto, vino un nuevo mensajero. Subió arrogantemente. Ella era toda dulzura. Le rogó prometerle que se quedaría en casa hasta que hubiesen encontrado a otro preceptor. Él le prometió porque ella lo suplicaba con insistencia.
Ella debía regresar con los niños en coche a la ciudad.
Entonces el trineo avanzó. El secretario estaba allí y dijo: usted puede ponerse en el pescante.
—Sé bien cuál es mi lugar —respondió Johan.
No obstante, el secretario tenía, probablemente, más miedo de una escena con la baronesa en el trineo que el deseo de humillar a Johan porque, a la primera parada, la baronesa le invitó a entrar; pero no, él no lo deseaba.
En la ciudad permaneció ocho días. En el intervalo había escrito a su casa una carta un poco insolente; ésta no satisfacía a su padre aunque le hubiese halagado.
—Me parece que hubieras podido preguntar, en primer lugar, si podías regresar a la casa —dijo el padre.
Sí, en esto tenía razón. Pero el hijo jamás se había figurado que la casa paterna fuese otra cosa que un hotel donde se comía y se dormía gratis.
Y héle aquí, de nuevo en casa.
Por una inexplicable ingenuidad, Johan había tomado por su cuenta el ir durante algún tiempo a dar clases a sus antiguos alumnos. Una tarde, Fritz quiso llevarlo al café.
—No —dijo Johan, debo ir a dar mi clase.
—¿A quiénes?
—A los niños del secretario real.
—¡Ah! ¿Entonces no has roto aún con ellos?
—No, he prometido continuar hasta que ellos tengan un preceptor.
—¿Qué te pagan por esto?
—¿Qué me dan? Me han alimentado y alojado.
—Sí, pero ¿qué recibes ahora que ya no te alimentan ni te alojan?
—¡Ajá! No había pensado en esto.
—Eres un verdadero imbécil al ir a dar clases gratis a los hijos de gente rica. Vamos, ven conmigo y no pongas más los pies allá.
Johan se resistió en la acera.
—Lo he prometido.
—¡No se debe prometer! Ven solamente y escribe una explicación.
—¡Yo quería despedirme!
—¡No es necesario! Se te había prometido —estaba en las condiciones— una gratificación para Navidad; y además de no haber recibido nada, te dejas tratar como un criado. Ven, pues, y escribe…
Lo arrastró a casa de la Andaluza. Amanda trajo papel y pluma y, bajo el dictado de su amigo, escribió que a causa de la proximidad de su examen no tenía tiempo para dar clases.
¡Era libre!
—Pero tengo vergüenza —dijo.
—¿Vergüenza de qué?
—Sí, estoy molesto por no haber sido cortés.
—¡Tonterías! Bueno, ¡media botella de ponche!