VIII

El desastre

Lo educó la escuela, no su familia.

La familia es demasiado asfixiante y sus miras son en extremo mezquinas, egoístas, antisociales. Si a esto se añade una situación tan anormal como un segundo matrimonio, desaparece la única justificación de la existencia de la familia y, por tanto, si el padre vuelve a contraer matrimonio, el hijo de la madre desaparecida deberá simplemente alejarse del hogar. De esta manera, se respetarán los intereses de todos y, especialmente, los del padre, quien tal vez es el más afectado con la nueva prole. En la familia no había más que una (o dos) voluntades que gobernaban sin permitir ninguna apelación, impidiendo así cualquier justicia posible. En la escuela había un tribunal permanente y vigilante que llamaba la atención sin miramientos a condiscípulos o a profesores. Los jóvenes comenzaban a domesticarse y su salvajismo desaparecía; los instintos sociales se despertaban, se empezaba a comprender que los intereses particulares debían ser favorecidos por la colectividad por medio de convenios. La opresión no podía tener lugar porque eran lo suficientemente numerosos como para unirse y organizar una revuelta. Un profesor que hubiera sido insultado por un discípulo podía obtener justicia primero si apelaba a los alumnos. Por lo demás, principiaban a interesarse por los grandes temas: pueblo, nación, humanidad.

Durante la guerra de Dinamarca en 1864 crearon una caja para adquirir los telegramas de guerra y los fijaban en un tablero negro; los profesores los leían con interés; eran objeto de las conversaciones entre amigos y provocaban las más duras reflexiones de los profesores sobre el origen y las causas de la guerra. Naturalmente se tomaba partido por los escandinavos y el problema se analizaba a partir del punto de vista de las asambleas estudiantiles.

El odio contra Prusia y Alemania se basaba entonces en la guerra que se acercaba y tomó un carácter de fanatismo silencioso con los funerales del lugarteniente Betzholz, el popular profesor de gimnasia. Pero las escenas que se representaron con las famosas proyecciones de agua ante el Salón de la Cruz no tuvieron más que un efecto ridículo y, en realidad, jamás se supo de qué se trataba.

Tampoco fue aclarado el telegrama de El Aftonbladet: «Él mismo y 20 000 hombres».

Se aproximaba 1865. El profesor de historia, noble de nacimiento y aristócrata, hombre sensible y benévolo, intentó iniciar a los jóvenes en la cuestión de la reforma[28]. Algunos partidos se conformaron en clase y uno de los hijos de un orador de la Cámara de nobles, un conde S., amado y estimado por todos, fue el jefe de la oposición al proyecto. Era de origen alemán, de una antigua familia de la nobleza de espada, era pobre e inspiraba confianza a sus compañeros a pesar de que se envanecía de su nacimiento. Los días que precedieron a la votación final, los camaradas salieron a la calle y ayudaron a abuchear al clero. Una batalla, más bien en broma, se provocó en clase y mesas y sillas rodaron por el suelo.

Esto fue todo. El conde S. no asistió a la clase. El profesor de historia habló con emoción del sacrificio que los caballeros y los nobles habían hecho sobre el altar de la patria al renunciar a sus privilegios. El buen hombre no había entendido entonces que los privilegios no eran derechos sino ventajas usurpadas que se pueden considerar como propiedades adquiridas más o menos ilegalmente. Pidió al curso moderación en la victoria y no humillar a los vencidos. A su regreso a clase, el joven conde fue recibido con grandes atenciones; no obstante, no pudo disimular su conmoción al contemplar el ascenso de tantos jóvenes plebeyos que se había hecho a pesar suyo; estalló en lágrimas y hubo de retirarse.

Johan no se había iniciado en política. Como cualquier cuestión de interés general, naturalmente era desechada en su casa en donde sólo se ocupaban de intereses particulares y muy mal, por supuesto. Los niños son educados como si fueran a quedarse niños toda su vida, sin que en ningún momento se pensara que algún día se convertirían en padres. Sin embargo, Johan contaba con su instinto de clase inferior que le decía que la injusticia sería abolida, que el platillo superior descendería aunque el inferior pudiera estar más fácilmente a su mismo nivel. Obviamente, era liberal y, como el rey también lo era, era monárquico al mismo tiempo.

*

Paralelo a la gran corriente reaccionaria, al pietismo, y en oposición a ellos, estaba el neo-racionalismo. El cristianismo, que a finales del siglo XVIII había sido relegado a la mitología, estaba de nuevo en auge y como la doctrina recibía protección del Estado, los hijos de la Restauración no podían defenderse contra el reactivamiento de los dogmas. Pero en 1885 la Vida de Jesús de Strauss había abierto una nueva brecha y también en Suecia se infiltraba un agua nueva en los pozos infectados. El libro fue objeto de un proceso pero sobre esta base se levantó después todo el edificio de la reforma moderna, obra de reformadores improvisados como siempre, ya que los otros, nunca reforman nada.

El pastor Cramér tuvo la honra de haber sido el innovador. Ya en 1859 su Adiós a la iglesia era una crítica popular pero sapiente al Nuevo Testamento. Una circunstancia singular marcaba este libro: con él abandonaba la iglesia oficial. Además, entre sus obras fue la que más profunda huella dejó; con todo, aunque los teólogos aprecian más los libros de Ignell, éstos nunca se difundieron entre la juventud. Ese mismo año apareció El último ateniense[29]

El efecto de esta obra fue bastante débil porque se la recibió como un éxito literario y se la confinó en el neutro dominio de las bellas letras. Más significativa fue la acción del libro de Rybderg: La doctrina de la Biblia sobre Cristo (1862), que provocó una profunda conmoción entre los teólogos. La Vida de Jesús de Renán excitó el entusiasmo de todos, jóvenes y viejos; se la leyó al mismo tiempo que a Cramér aunque con La doctrina de la Biblia sobre Cristo no ocurrió lo mismo. De otra parte, con el ataque de Boström contra La doctrina del infierno (1864), las puertas quedaron abiertas para el racionalismo o el librepensamiento, como le llamaban. El trabajo de Boström, aunque hablando claramente era insignificante, tuvo sin embargo una enorme influencia debido a la gran reputación de su autor, un profesor de Uppsala que antes había sido preceptor del príncipe real; reputación que este valiente hombre arriesgó, como nadie lo haría después, desde que no existe honor alguno en ser librepensador o en trabajar por los derechos del librepensamiento.

En resumen, todo estaba listo; sólo faltaba un soplo para derrumbar el castillo de naipes de Johan. Un joven ingeniero vino a cruzarse en su camino; era también inquilino de la casa de su amiga. Observó mucho tiempo a Johan antes de acercársele. Johan, por su parte, le tenía respeto porque decían que era un hombre notablemente inteligente y él, en realidad, estaba un poco celoso. Su amiga preparó a Johan para esta relación y lo puso en guardia. Era un joven en extremo interesante, un espíritu brillante pero peligroso. Por fin Johan se entrevistó con él. Era un Värmlandés sólidamente conformado, de maneras toscas pero decentes y una risa pueril cuando reía, lo que no solía suceder a menudo; era más taciturno que bullicioso. Pronto se hicieron amigos. La primera velada se atrevieron a hacer algunas disquisiciones. La conversación giró alrededor de la fe y la sabiduría.

—La fe debe matar la razón —opinó Johan siguiendo a Krummacher.

—¡Vaya! —dijo el amigo—. La razón es una dádiva del cielo que eleva al hombre por encima de la bestia. ¿Debe, pues, el hombre rebajarse al nivel de la bestia despreciando ese don del cielo?

—Sin duda alguna —respondió Johan (según Norbeck)— que se puede creer sin pedir pruebas. De ahí que tengamos fe en el almanaque sin que sepamos ninguna cosa sobre el movimiento de los planetas.

—Sí —repitió el amigo—, creemos cuando sentimos que nuestra razón no se rebela. Mi razón no se subleva contra el almanaque.

—Sí —respondió Johan—, pero en el tiempo de Galileo, la razón de todo el mundo se resistía a admitir que la tierra giraba alrededor del sol; es simplemente el espíritu de contradicción, digamos. Siempre tiende a la originalidad.

—Pero ahora no vivimos en los tiempos de Galileo y la razón ilustrada de nuestra época se resiste a creer en la bondad de Cristo y en las penas eternas.

—No discutamos esas cosas —dijo Johan.

—Y ¿por qué?

—Sobrepasan a la razón.

—¡Es precisamente lo que yo decía hace dos años, cuando era creyente!

—¿Ha sido usted… pietista?

—Sí.

—¿Sí? Y ¿ahora vive en paz?

—¡Por supuesto!

—¿Cómo la ha conseguido?

—Gracias a un predicador he aprendido a conocer el verdadero espíritu del cristianismo.

—Por tanto, ¿es usted cristiano?

—Sí, ¡yo reconozco a Cristo!

—Pero ¿no cree que él es Dios?

—El mismo nunca lo dijo. Solamente se llamó hijo de Dios y todos nosotros somos hijos de Dios.

El amigo interrumpió imprevistamente la conversación que, dicho sea de paso, era el tipo de discusiones religiosas acostumbradas hacia 1865. La curiosidad de Johan se despertó. Había gente que no creía en Cristo y que vivía en paz. Hasta entonces la simple crítica no habría trastornado sus antiguas imágenes de la divinidad; el miedo al vacío lo acosaba todavía cuando Parker cayó entre sus manos; sermones sin Cristo ni infierno, era lo que necesitaba. ¡Qué hermosos sermones! Hay que reconocer que Johan los leyó apresuradamente pues estaba muy ansioso por dejárselos a sus hermanos y hermanas y a todos los suyos; de esta manera podría escapar a su desaprobación. Confundía, en efecto, la desaprobación de los demás con el remordimiento porque como estaba tan habituado a dar la razón a los demás, dudaba de sí mismo.

Pero Cristo, el inquisidor, caía; la predestinación, el castigo último, todo aquello se desplomaba como cosas caducas desde tiempo atrás, desde mucho tiempo atrás. Le parecía que se despojaba de trajes que ya no eran de su talla para vestir otros nuevos.

Un domingo por la mañana fue con el ingeniero al parque de Haga. Era la primavera. Los avellanos estaban en flor y las anémonas en plena eclosión. El tiempo estaba gris, el aire tibio y húmedo después de una noche de lluvia. Hablaban del libre albedrío. El pietismo tenía sobre ese punto una concepción muy imprecisa según la cual somos libres para convertirnos en hijos de Dios pero, en caso de no hacerlo, el Espíritu Santo debe predestinarnos. Johan, de buen grado, hubiera querido convertirse pero no había sido posible. «Señor, crea en mí una nueva voluntad», había aprendido a implorar. Pero entonces, ¿cómo podía ser responsable de su maligna voluntad? Claro que sí, por culpa del pecado original, respondía el pietista, puesto que como el hombre, dotado de libre albedrío, ha elegido el mal, su voluntad, por herencia, se ha vuelto malvada para todos los tiempos y ha dejado de ser libre. Y esta voluntad del mal sólo puede ser suprimida por Jesús y por la gracia del Espíritu Santo. La regeneración no depende tan sólo de la propia voluntad sino también de la gracia de Dios. Por lo tanto, no hay libertad. Sin embargo, a pesar de no ser libre, la voluntad continúa siendo responsable. Éste era el paralogismo. Por otra parte, como Johan, el ingeniero también era amante de la naturaleza. ¿Qué significa esta adoración a la naturaleza en una época en la que es considerada como hostil a la civilización? Un retorno a la barbarie, afirman unos; una saludable reacción contra el exceso de civilización, dicen otros. Cuando el hombre descubre que la sociedad es una organización fundada sobre el error o la injusticia, cuando se percata de que a cambio de banales comodidades ella le impone una rigurosa coerción a los instintos y deseos, cuando ha descubierto que era apenas una ilusión el creerse semidiós o hijo de Dios, cuando simplemente pertenece a una especie animal, entonces se aparta de la sociedad constituida sobre la creencia del origen divino del hombre y se refugia en la naturaleza, en el campo. Allí, se siente como un animal en su ambiente, se siente colocado como uno más en el paisaje; ve su origen en la tierra, el prado; ve los vínculos de toda la creación en una viva síntesis: la montaña que se ha convertido en tierra laborable, el mar que ha favorecido la lluvia, la pradera que nace de la montaña fragmentada, la selva que surge de la montaña y el agua, el aire en una gran masa (el cielo), el aire que él y todos los seres vivos respiran, escucha los pájaros que se nutren de insectos, los insectos que fecundan las plantas, los mamíferos con los que vive. Se siente en casa. En nuestros días, con la contemplación científica del mundo, una sola hora vivida en el seno de la naturaleza donde toda la evolución se dibuja en imágenes vivas sería el único medio de reemplazar el servicio divino. Sin embargo, los entusiastas de la evolución se reúnen durante una hora en algún cuchitril de callejuela donde acuñan sus imprecaciones contra la sociedad que desprecian y admiran al mismo tiempo. La alaban como el punto culminante del desarrollo evolutivo pero quieren derribarla por incompatible con la verdadera felicidad del animal. Quieren transformarla y desarrollarla, opinan algunos. Pero esta transformación sólo es posible destruyendo por completo lo que existe, ya que ellos no se contentan con términos medios. ¿No reconocen acaso que la sociedad actual es un proceso malogrado e incluso hostil a la civilización y, a la vez, contra natura?

La sociedad, como todas las cosas, es un producto natural, sostienen, y por tanto, la cultura es naturaleza. De acuerdo, pero es una naturaleza corrompida que sigue un falso camino y en consecuencia actúa contra su verdadero objetivo: la felicidad.

Ése era entonces el culto del ingeniero a la naturaleza. Fue precursor de Johan y de sus contemporáneos, les descubrió las fallas de la sociedad civilizada y abrió nuevas perspectivas para el rumbo de la humanidad. El origen de las especies de Darwin había sido publicado en 1859, pero en ese momento no se había asimilado su lección y menos aún entregado sus flores y sus frutos.

Por aquella época eran las teorías de Moleschott las que se difundían y la tesis era la circulación de la materia. Apoyado en Moleschott y su geología, el ingeniero desbarató la historia de la creación de Moïse. Pero hablaba todavía de creación porque era deísta y veía la sabiduría y la bondad de Dios en la obra creada.

Mientras paseaban delante de Gamla Haga, todas las campanas de la ciudad repicaron; Johan se detuvo: eran las aterradoras campanas de Santa Clara que habían agobiado con sus toques su miserable infancia, eran las campanas de la iglesia de Adolf Frederik que le habían recordado los brazos ensangrentados de Jesús crucificado, eran las de San Jacobo que los sábados le habían anunciado, en la escuela de San Jacobo, que la semana había terminado.

Un dulce viento del sur alejaba los repiques de la ciudad hasta que resonaban, incitantes y anunciadores, bajo los altos pinos.

—¿Irás a la iglesia? —preguntó el amigo.

—No —dijo Johan—, nunca más iré a la iglesia.

—Bien —dijo el ingeniero—, obedece a tu conciencia.

Ésta fue la primera vez que Johan dejó de asistir a la iglesia. Trataba de desafiar al mismo tiempo la orden de su padre y la voz de su conciencia. Se exaltó y se declaró en guerra contra la religión y la tiranía de la familia; hablaba con entusiasmo de la naturaleza como la verdadera iglesia de Dios, como un nuevo evangelio que llevaba la salud, la vida y la felicidad a todos. Después se volvió silencioso.

—Estás descontento contigo mismo —dijo el amigo.

—Sí —dijo Johan—, ¡no hay que hacer lo que se puede lamentar o no lamentar lo que se hace!

—No lamentar lo que se hace es mejor.

—Pero yo me arrepiento, sin embargo. Lamento una acción justa. Puesto que sería mezquino hacer el hipócrita en esos vetustos templos de ídolos. Mi nueva conciencia me dice que hago bien pero la antigua conciencia dice que hago mal. Nunca podré tener paz.

No la tendría jamás. Su nuevo yo se rebelaba contra el antiguo y, durante toda su vida, vivieron en desacuerdo como esposos desdichados sin poder separarse.

*

La reacción contra el yo que había que extirpar se tradujo en violentos ataques. El temor al infierno había desaparecido. La renuncia a sí mismo era una ingenuidad y su temperamento recobraba el derecho a ser joven. En consecuencia, tuvo una nueva moral que formulaba de esta manera: aquello que no perjudica a ninguno de mis semejantes, me está permitido. Sentía que la opresión familiar le deterioraba y que no era provechosa para nadie; se alzó contra la opresión. Sus padres nunca le habían dado prueba de su amor y sí, en cambio, le exigían gratitud por lo que le daban a regañadientes y humillándole cuando era algo a lo que legalmente tenía derecho. Desde entonces mostró sus verdaderos sentimientos. Le parecieron antipáticos y sólo experimentó indiferencia por ellos. A los incesantes ataques contra el librepensamiento respondía abiertamente, quizás con arrogancia. Su voluntad casi aplastada renacía y, entonces, comprendió que tenía derechos que exigirle a la vida.

Al ingeniero se le atribuyó el papel de diablo, fue condenado y expuesto a las manipulaciones de la amiga quien ahora tenía lazos de amistad con la madrastra. El ingeniero no había llevado sus planteamientos hasta las últimas consecuencias pues, aceptando la propuesta de Parker, había conservado la abnegación cristiana. Se debía ser caritativo, tolerante, seguir el ejemplo de Cristo, etc. Johan lo había rechazado todo por completo y ahora estaba en oposición a su maestro. Bajo la influencia de la amiga de Johan, por quien alimentaba una secreta inclinación, y asustado por las consecuencias de sus lecciones, se decidió a escribir la siguiente carta dictada por el miedo al incendio que había provocado, por su amor hacia la amiga, su amistad por el muchacho y por su sincera convicción.

«A mi amigo Johan,

¡Con cuánto júbilo vamos al encuentro de la primavera, ahora que viene a embriagarnos y regocijarnos con su magnífica y divina lozanía y su verdor! Los pájaros entonan sus dulces y felices melodías, las anémonas azules y blancas exponen tímidamente sus débiles corolas bajo el susurrante ramaje del pino».

Es interesante, pensaba Johan al leer la carta, que este hombre sincero, que habla con tanta sencillez y verdad, pueda escribir estas frases. Todo esto es falso.

«Qué pecho, joven o viejo, no se dilata respirando los perfumes de la primavera que infunden en todos los corazones una paz celestial, una languidez que parece ser un bienaventurado presentimiento de Dios y de su amor (este perfume primaveral es como el aliento de Dios). ¿Qué maldad puede permanecer en nuestro corazón en esta época? ¿Podemos dejar de perdonar? Oh, sí, debemos hacerlo ahora cuando los amorosos rayos del sol primaveral funden con sus besos la fría capa de nieve que se extiende sobre la naturaleza y los corazones. Impacientemente deseamos ver cobrar nuevo verdor al campo libre de nieve, ver las acciones bondadosas y caritativas del corazón bueno y cálido, ver la paz y la felicidad esparcidas sobre toda la naturaleza».

—¿Perdonar? Naturalmente que sí, si solamente cambiaban la manera de ser y le entregaban su libertad. No obstante, a él no le perdonaban. Y ¿con qué derecho? Aquello debería ser recíproco.

«Johan, por temperamento y gracias a la razón, crees haber comprendido a Dios ahora mejor que antes, cuando creías en la divinidad de Cristo y en la Biblia; sin embargo, no ves con claridad tus propios pensamientos. Apenas has atrapado la sombra que la luz proyecta tras un objeto, pero no has alcanzado la cuestión esencial, la luz misma. Siempre crees que un pensamiento verdadero ennoblece al hombre, pero desgraciadamente no es así: lo notarás en ti mismo, en tus mejores momentos. Antaño, con tu manera de ser, podías perdonar una falta de tu semejante, podías tomar las cosas por el lado bueno incluso si parecían malas; pero ¿cómo te has vuelto ahora? Eres violento y amargo frente a una madre llena de amor, juzgas y condenas los actos de tu anciano padre tan afectuoso y pleno de experiencia».

Con sus ideas de antaño, Johan nunca podía perdonar una falta a alguien y menos aún a sí mismo; de vez en cuando perdonaba a los demás pero era estúpido. ¡Era una moral caduca! ¡Ya estaba bien de una moral caduca! —¡Una madre llena de amor! ¡Ah, sí, llena de amor! ¿Cuándo ha podido Axel tener esta idea? ¿No habían criticado ambos a esta mujer cruel?

¡Y un padre sensible! Y ¿por qué no juzgaba más bien sus propias acciones? Dureza contra dureza, ¡era un caso de legítima defensa! Estaba decidido, nunca más pondría la mejilla izquierda cuando le hubieran golpeado la derecha.

«Antes eras un chico modesto y amable, ahora eres un joven egoísta y presuntuoso».

—¡Modesto! Sí, claro, por eso le habían pisoteado pero ahora conocía sus legítimas reivindicaciones. ¿Presuntuoso? ¡Ah! ¡El maestro se sentía hecho a un lado por su ingrato discípulo!

«Las ardientes lágrimas de tu madre ruedan en copiosas gotas por sus mejillas».

—¡De mi madre! Si yo no tengo madre, y mi madrastra llora solamente cuando está enfadada. ¿Quién diablos ha sugerido esto?

«… Cuando en soledad ella piensa en tu corazón endurecido».

—¡Diantre! ¿Qué tiene que ver ella con mi corazón cuando apenas tiene tiempo para cuidar a siete niños?

«… en tu deplorable estado de alma…».

—¡Pero si esto es puro pietismo! ¡Mi alma nunca se ha sentido tan santa, tan llena de energía como ahora!

«Y el corazón de tu padre está a punto de destrozarse de pena y tormento».

—Esto es una mentira. Él es un deísta y un adepto de Wallin, además no tiene tiempo para pensar en mí. Sabe que soy estudioso, honrado y nada juerguista; incluso me ha elogiado en estos días.

«No comprendes la mirada entristecida de tu madre».

—Ella tiene otros motivos para lamentarse pues el oficio casero no es muy agradable.

»…las afectuosas advertencias de tu padre. Eres como un precipicio por encima del límite de las nieves donde los besos del sol primaveral no pueden fundirla, ni siquiera convertir algunas partículas en una gota de agua.

Había debido leer algunas novelas. De otra parte, Johan era muy amable y condescendiente con sus amigas en la escuela, pero se había tornado indiferente con sus enemigos en casa. Era su error.

«¿Qué pensarán tus familiares de la religión que has adoptado cuando ella da tan detestables frutos? Sin lugar a dudas la condenarán (su manera de pensar les da derecho indiscutiblemente)».

—Derecho no, un motivo sí.

«… Se odiará y despreciará al vil miserable que haya vertido ese infernal veneno en tu inocente corazón de niño».

—¡Ah! ¡Con que era exactamente eso! ¡El villano miserable! ¡Estaba acobardado!

«Demuestra en el futuro con tus acciones que no comprendes tan mal la verdad como lo has hecho hasta ahora. Esmérate en ser tolerante…».

—¡Mi madrastra!

«Y a soportar con amor e indulgencia los errores e imperfecciones del prójimo…».

—¡Desde luego que no quería soportarlos! Lo habían torturado hasta obligarlo a mentir; habían hurgado en su alma, habían arrancado las buenas semillas como presunta mala yerba; habían querido aplastar su yo que tenía tanta razón de ser como el de ellos; si nunca habían cerrado los ojos frente a sus errores, entonces, ¿por qué no podía él señalar los de los demás? Porque Cristo ha dicho… Envió al diablo lo que Cristo había dicho pues aquello no tenía aplicación alguna. De otra parte, jamás se había ocupado de los suyos. Se replegaba sobre sí mismo. Ellos le eran antipáticos y nunca podrían ganar su simpatía. ¡Es todo! ¡Entre tanto habían fracasado y querían obtener su perdón! ¡Muy bien! Los perdonaba. ¡Solamente quería que lo dejasen en paz!

«… Aprende a ser agradecido con tus padres pues ellos no han ahorrado esfuerzo para darte verdadero bienestar y felicidad (¡eh!). Y hazlo por amor a Dios, el Creador, quien ha querido que fueses educado en esta ennoblecedora (¡hum!, ¡hum!), senda para que alcances la paz y la beatitud. Por ello implora en sus oraciones tu amigo afligido pero lleno de esperanzas».

«Axel».

Confesores e inquisidores en extremo, pensaba Johan; su alma estaba en paz y se sentía libre. Le acosaban con sus garras pero lograba esquivarlos. La carta de su amigo era engañosa y afectada, en ella reconoció las manos de Esaú. No le dio respuesta; además, rompió las relaciones con su amigo y su amiga.

Ellos lo acusaron de ingrato. Quien exige gratitud es más malo que un acreedor, porque luego de dar un regalo y de envanecerse por hacerlo, cobra lo que jamás podrá ser pagado y corresponder con un favor no parece borrar la deuda; es una hipoteca sobre el alma humana, una deuda impagable que incluso perdura más allá de la vida. Acepta un favor de un amigo y él podrá pedirte que falsees tu juicio y alabes sus malas acciones, las de su mujer y sus hijos.

La gratitud es un recóndito sentimiento que honra al hombre pero que en ocasiones lo envilece. ¡Podemos llegar a estar atados a alguien sólo por agradecerle una ayuda que tal vez no era más que una obligación de su parte!

Aunque Johan era motivo de burla a causa de su ruptura con sus amigos, sentía que ellos le estorbaban y oprimían. Por lo demás, ¿acaso no había correspondido todos los placeres disfrutados en su compañía?

*

Fritz, así se llamaba el amigo que usaba quevedos, era un prudente hombre de mundo. Estos dos conceptos —prudente y hombre de mundo—, eran recibidos entonces en otro sentido. Ser prudente en la época del neo-romanticismo en la que todos estaban un poco tocados —éste era el sello de la clase alta—, ser prudente, digo, era casi como ser malo, y ser malo y hombre de mundo era igualmente algo poco recomendable en ese momento en el que todos trampeaban tanto como podían a plena luz del cielo. Fritz era prudente; quería procurarse una vida amena y confortable y, además, hacer carrera. Por esta razón buscaba la amistad de los nobles. Era sensato, ellos tenían el poder y el dinero. ¿Por qué no habría de buscarlos? Pero entonces, ¿por qué se relacionó con Johan? Tal vez por simpatía animal, tal vez por vieja costumbre; pues Johan sólo podía favorecer sus intereses soplándole en clase y prestándole libros. Fritz nunca repasaba sus lecciones y el dinero de los libros se lo gastaba en ponche.

Ahora bien, cuando observó que Johan era recto moralmente y que su apariencia era la de una persona presentable, lo introdujo en su grupo. Era un círculo de jóvenes de la misma clase que Johan y en donde unos eran ricos y otros de buena familia. Al comienzo estuvo un poco tímido ante esos distinguidos señores pero rápidamente se puso a tono. Un día, a la hora de formar, Fritz anunció a Johan que estaba invitado al baile.

—¿Yo, al baile? ¿Estás loco? ¡No soy capaz!

—¡Claro que sí! ¡Un muchacho tan guapo como tú! ¡Triunfarás con las chicas!

¡Hum! Era un nuevo punto de vista sobre su persona. ¿Podría? Ahora piensa en su casa donde sólo ha escuchado críticas.

Fue al baile. Tuvo lugar en una casa burguesa. Las muchachas tenían clorosis, algunas menos, otras estaban rojas como bayas. Johan amaba especialmente a las pálidas, a aquellas que tenían ojeras azules o negras. Poseían un aire tan doliente, tan lánguido y sus miradas eran tan suplicantes, ¡tan suplicantes! Una chica casi transparente, de ojos tan negros como el carbón que resplandecían desde el fondo de sus órbitas y oscuros labios que daban a su boca entreabierta un toque de perversidad, impresionó a Johan. Pero no tuvo valor para acercársele porque ella ya tenía un pretendiente. Entonces eligió una menos deslumbrante pero más tierna. Allí, en el baile, se encontraba a sus anchas: estaba fuera de casa entre extraños ¡sin recibir ni una sola mirada de reproche de su familia! Con todo, le era tan penoso tener que hablar con las muchachas.

—¿Qué voy a decirles? —preguntaba a Fritz.

—¿Acaso no puedes decides cualquier tontería? Hace buen tiempo, es divertido bailar, patino a menudo, ¿ha visto a la señora Hvasser? Debes preparar algunas frases.

Johan lo intentó: recitó su repertorio pero aquello le resecó el paladar y a la tercera pieza se sintió asqueado. Y, enfurecido consigo mismo, guardó silencio.

—¿Es divertido bailar, verdad? —le preguntó Fritz—. Reanímate, viejo.

—Sí, claro que es divertido, pero si no estuviera obligado a hablar estaría mejor, pues no se qué decir.

Sí, justamente era eso. Le gustaban mucho las jóvenes, era muy agradable tomarlas por el talle, muy viril, pero ¿tener que conversar con ellas? Sentía que tenía que ver con otra especie: una especie más noble en ciertos casos, más abyecta en otros. Secretamente adoraba a la tierna chiquilla y decidió elegirla para esposa. Ésta era la única manera como imaginaba a la mujer. Bailó inocentemente aunque oyó decir a sus amigos cosas tan terribles que sólo pudo comprenderlas más tarde. En efecto, ellos sabían bailar el vals de una forma impúdica danzando hacia atrás en medio de la sala y, además, hablaban irrespetuosamente de las muchachas.

Su manía de reflexionar, la eterna crítica de sus pensamientos, lo habían despojado de toda espontaneidad. Cuando hablaba con una chica, ponía mucha atención a su propia voz, a sus palabras; luego las juzgaba y entonces todo el baile le parecía banal. ¡Y las muchachas también! ¿Qué era, pues, lo que les faltaba? Tenían la misma educación que él, conocían la historia universal y las lenguas vivas, estudiaban islandés en el colegio, conocían a fondo las raíces de las palabras, hacían cálculos algebraicos y eso abarcaba todo. Pero si poseían la misma cultura, ¿por qué no podían mantener una conversación con él?

—Díles frivolidades —le aconsejó Fritz.

Pero eso le era imposible. Por otra parte, tenía un concepto muy elevado de las mujeres. Pensó abandonar el baile porque creía que con su presencia no alegraba a nadie pero no se animó. Le halagaba ser invitado y esto siempre lo impresionaba un poco.

Un día que estaba en casa de una familia noble cuyo hijo era alumno de la escuela naval, encontró a dos actrices del Teatro Dramático.

Con estas ¡tal vez habría podido charlar! Pero aunque bailaron con él, no le respondían. Era demasiado cándido. Entonces se puso a escuchar la conversación de Fritz. ¡Por Dios, de qué cosas hablaba, en frases tan elegantes!, pero las muchachas estaban encantadas de oírlo. Sí, era eso lo que debía hacer, pero ¡no se sentía capaz! ¡Haría cualquier otra cosa, menos hablarles! La religión ascética había matado en él al hombre y temía a la mujer como la mariposa que sabe que morirá después de fecundar.

Un día un amigo le contó de paso entre otras cosas que su hermano mayor había estado en una casa de chicas. Tuvo un estremecimiento de horror y no se atrevió a mirarlo cuando vino a acostarse. Asociaba el comercio de mujeres con la idea de riñas nocturnas, policía y enfermedades peligrosas. Una vez al pasar frente a la larga empalizada amarilla de la Hantverkargatan un compañero le dijo: ¡allá está el hospital! Más tarde regresó a escondidas e intentó mirar tras la puerta para ver si descubría algo espantoso. Aquello lo atraía y lo impresionaba tanto como cuando vio, en un organillo, el cuadro de un piquete realizando una ejecución. Ese espectáculo lo aplastó de tal manera que creyó que el tiempo se ensombrecía aunque brillaba el sol, y al atardecer, a la hora del crepúsculo, la ropa blanca extendida para secarse, al recordarle el cuadro de la ejecución, lo asustó hasta el punto que estalló en lágrimas. Un compañero, cuyo cadáver había visto, se le apareció durante la noche.

Siempre que pasaba frente a la casa de trato de la calle de Apelber, se estremecía de horror, no de deseo. A sus ojos todo este sistema era horrible. Los compañeros de la escuela tenían enfermedades contagiosas y contaban que tal o cual estaba podrido y, a su vez, el acusado decía otro tanto de ellos.

No, jamás visitaría un prostíbulo; se casaría, viviría en compañía de la única mujer que amaba, la mimaría y sería mimado: tal era su sueño y en cada mujer que lo entusiasmaba veía asomar a la madre. Por ello sólo adoraba a las que eran tiernas y se sentía honrado al verse bien recibido. Las coquetas, las risueñas, las mujeres obsequiosas lo asustaban. Ellas le producían la sensación de que buscaban una presa y querían devorarla.

Este miedo, innato en parte como en todos los jóvenes, podría acabarse si los sexos no viviesen separados. Sin embargo, el proyecto que el padre abrigaba desde su juventud de enviar sus hijos a la escuela de danza tuvo la oposición de la madre. Fue una equivocación.

Johan naturalmente era tímido. No le gustaba dejarse ver desnudo y por eso en los baños se sentía más seguro usando bañador. A una sirvienta que lo había desvestido durante el sueño y que había sido denunciada por sus hermanos le dio una paliza al día siguiente por la mañana.

A los bailes sucedieron los conciertos y las veladas al atardecer en los cafés. A Johan le gustaban especialmente los licores fuertes; le parecía absorber un alimento líquido concentrado.

La primera vez que se embriagó fue en Djurgodsbrunn en una cena de amigos. La ebriedad lo tornaba feliz, encantadoramente satisfecho, muy afable y dulce, pero luego perdía la razón. Decía disparates, veía imágenes sobre los platos y hacía bufonadas. Este talento de bufón le surgía en ocasiones igual que al mayor de sus hermanos quien, a pesar de haber sido muy melancólico en su juventud, había adquirido ahora cierta reputación de cómico. Se disfrazaba, se maquillaba e interpretaba un papel. Además, habían representado una obra en el granero; Johan se sentía incómodo porque actuaba mal, sólo se lucía cuando tenía que declamar algún pasaje exaltado. Como cómico, era verdaderamente lamentable.

Entonces un nuevo elemento se introdujo en el desarrollo de Johan: la estética.

En la biblioteca de su padre había encontrado la Estética de Lenström, el Diccionario de pintura de Boije y la Vida de Mozart de Oulibicheff y los poetas clásicos antes citados. Gracias a la liquidación de una herencia llegó a la casa por esta época un grueso paquete de libros que no se pudieron vender y que en buena hora contribuyeron a dar a Johan una idea general de la literatura. Allí se encontraban en muchos ejemplares las poesías de Talis Qualis que no le agradaron: el Don Juan de Byron traducido por Strandberg no lo conmovió ya que detestaba la poesía descriptiva y nunca le gustaron los versos: cuando aparecían en la prosa, generalmente los saltaba. La traducción de la Jerusalén Libertada de Tasso hecha por Kullberg era tediosa, los cuentos de Carl von Zeipel insoportables, las novelas de Walter Scott muy largas, en especial las descripciones (de ahí que cuando años después pudo leer las descripciones sobrecargadas de Zola, nunca pudiera comprender su grandeza; el Laocoonte de Lessing lo había convencido de antemano de la incapacidad de producir un efecto de conjunto). Dickens insuflaba vida a los objetos inanimados, les daba un sentido y colocaba el paisaje en consonancia con las personas y las situaciones. Esto lo comprendió mejor. Encontró grandioso el Judío Errante de Eugene Sue, y con no mucho agrado lo clasificaba entre las novelas porque éstas olían a gabinete de lectura o a habitación de criadas, mientras que esta obra, a su entender, era un poema universal y el socialismo que allí aparecía era plenamente de su predilección. Alexandre Dumas era, para él, un autor de novelas de aventuras y desde entonces esa clase de libros no lo satisfacían, necesitaba que tuvieran algún fondo. Devoró todo Shakespeare en la traducción de Hagberg pero siempre le fue difícil leer obras de teatro donde el ojo debía saltar del nombre de los personajes a los parlamentos. Se hizo mucha ilusión con Hamlet pero sus exageradas esperanzas no se realizaron y las comedias, a su parecer, eran fárrago puro.

Su familia incluía entre sus miembros a Holmbergsson; su retrato estaba colocado en una pared y se contaban muchas historias sobre él. Era primo de su padre. Los bustos de Schiller y Goethe estaban sobre la biblioteca y en la pared junto al piano habían puesto los retratos de todos los grandes compositores. Recibían la Allehanda ilustrada y en ella admiraban a los más notables artistas contemporáneos en los retratos que adornaban las biografías. El padre también era miembro de la Sociedad de Arte Nórdico y, al mismo tiempo, como ya se ha dicho, era amante de la música, y tocaba el piano y un poco el violoncelo. Y por esta época los muchachos más grandes y las niñas mayores interpretaban los cuartetos para cuerdas de Haydn, Mozart y Beethoven, nunca otros. De este modo, el hogar tenía un ligero barniz de arte a pesar de toda su mediocridad de casa pequeño burguesa.

En la escuela, Johan había estudiado algunos fragmentos de Svedom y la Historia de la literatura de Bjursten con el mismo Bjursten en Santa Clara. Un alumno había descubierto que Bjursten era poeta. Pero ¿qué era ser poeta? Nadie lo sabía en realidad. Más tarde, Johan bromeaba contándole a sus condiscípulos de poética que Herman Bjursten le había dado una paliza porque lo había pillado leyendo un libro de cuentos en su clase y esto, según la manera de ver las cosas entonces, podía ser un indicio de su futura actividad o de su vocación. Tiempo después, cuando aprendió a hacer poco caso a Bjursten, se contaba el incidente como algo divertido.

En el liceo, la literatura estaba muy protegida por el profesor de sueco quien vagamente era un hombre de letras. En el tercer curso estaban leyendo Fänrik Stöl de cabo a rabo. Un día el director, un latinista, les preguntó qué leían:

—¡Fänrik Stöl!

—Eso no es algo para leer, destruye el gusto —dijo el profesor que entonces era también capellán de regimiento y además naturalista—. ¡Realismo! ¡Barbarie! ¡Contienda!

El profesor que vino después tenía muy buen gusto. Tuvieron que leer los tediosos Reyes de Salamina que por aquella época se leían en voz alta en las familias cultas. Fundó una sociedad literaria y allí se recitaban poemas los días de las grandes festividades. Fritz escribió un extenso poema sobre la iglesia de Riddarholmen titulado «La necrópolis sueca»; se cantaba con la música de «yo estaba en la orilla aliado del castillo real».

Johan no soportaba la poesía. Según su opinión era afectada y sin verdad, los hombres nunca hablaban de ese modo y raramente pensaban en tan bellas cosas. Con todo, le pidieron que escribiera algunos versos en el álbum de Fanny.

—Puedes hacer eso muy bien —le dijo su amigo.

Johan pasó las noches en vela sin llegar a componer más de dos versos y, además, tampoco sabía lo que escribiría. Sus sentimientos no eran para exponer de ese modo ante los ojos de los demás. Fritz entonces se encargó de hacérselos. Así vinieron al mundo seis u ocho versos con rima, entre los cuales «el gorrión en el cristal» tan conocido después en «Una noche de navidad en Roma» de Snoilsky, alimentó algunas plumas. Curiosamente, Fritz nunca más escribió un verso durante toda su vida.

La genialidad era a menudo objeto de discusiones; el profesor decía con mucha satisfacción: el genio está por encima de todos los rangos tanto como las excelencias. Johan soñaba a menudo con esto y pensaba que era un camino para ponerse a la altura de las Excelencias sin tener necesidad de buena cuna, dinero o la obligación de seguir una carrera. Pero ¿qué era el genio? No lo sabía. Un día, en un momento de descuido le confió a su amiga que le importaba más ser un genio que un hijo de Dios; esto le trajo grandes remordimientos. En otra ocasión, le dijo a Fritz que deseaba ser uno de los sabios profesores que tenían derecho a salir vestidos como granujas, a comportarse sin maneras, si ello les agradaba, sin perder por ello la estima. No obstante, cuando le preguntaba qué quería llegar a ser respondía que deseaba volverse pastor; observaba que los hijos de los campesinos podían serlo y encontraba agradable ese oficio. Cuando se hizo librepensador, quiso tener sus diplomas. Y ¿después? No sabía. Pero de ningún modo quería hacerse profesor.

El profesor por lo general era idealista. Braun era un poeta para peluquería de señoras; Sehlstedt era encantador pero le faltaba idealismo. El Napoleón-Prometeo de Bjursten debía leerse en voz alta; el Decamerón, cuya versión sueca acababa de ser publicada, sólo podía ser leído sin peligro por caracteres mesurados; además, era una obra clásica; Runeberg, poderoso realista en el aspecto formal, en su Cazador de alces, caía a veces en la grosería en donde aspiraba a ser simplemente clásico (cf. El piojoso Aron en la sartén).

Para navidad, Fritz regaló a Johan dos libros de poesía; eran de Topelius y Nyblom. Poco a poco aprendió a amar a Topelius porque expresaba el tormento del amor y en los Sueños de un joven había resumido el ideal de la juventud de la época. Nyblom era mediocre como poeta pero tenía cierta importancia como abanderado de la estética tanto en sus Cartas de Italia al Illustrerad Tidning como en sus conferencias para mujeres en la Bolsa. En ellas todavía no era un realista sino un fanático de la antigüedad o algo parecido.

Mayor importancia en su formación tuvo el teatro, que puede convertirse en un poderoso agente educador para la juventud y para las gentes no cultivadas que se ilusionan aún con las imágenes de los decorados y los actores desconocidos a quienes no pueden tutear.

Johan, a los ocho años, vio la representación de una obra pero no entendió absolutamente nada. Probablemente era El tío rico y lo único que recordaba era a un señor que arrojaba una tabaquera de plata en el agua y que cantaba algo sobre Río de Janeiro. Luego vio a Engelbrekt y sus campesinos y se entusiasmó. Por la misma temporada asistió a El vencedor del mal con Arlberg en Stjernström. Después fueron las óperas que en los tiempos del pietismo eran toleradas como pecados veniales. En una ocasión fue al Teatro Dramático y, más tarde, recordaba a Knut Almlöf en El lado débil y a la señorita Hammarfeldt en Una excursión a la campiña.

Las comedias de costumbres que ejercieron alguna influencia en ese momento fueron: La hija del molinero, Maestro Smith, La risa y las lágrimas y El libelista de Jolin. En Maestro Smith se demostraba, de acuerdo con el pacto que surgió del fracaso del movimiento revolucionario en 1848, que todos éramos aristócratas pero nada se decía sobre la manera para remediar este lamentable estado de cosas. La situación estaba así y estaban contentos con ella. En La hija del molinero se preparaba la revolución de 1865 porque en ella se probaba que la nobleza no era una raza superior.

El libelista causó gran impresión porque atacó duramente a la chusma de los periodistas reptiles, y a su autor le lanzaron un plumero al escenario. La obra era con todo tan realista —entre otras cosas el escritor había puesto en escena a Nyblom que aún estaba vivo— que la posición que asumió en su vejez contra el realismo moderno pareció fuera de lugar. No obstante, había en Jolin algo gracioso y simpático y su importancia fue casi superior a la de Blanche quien terminó por caer en el papel de poeta de la pandilla del café de la Ópera.

Aunque su panfleto Cuatro años en un teatro de provincia despertó una desagradable expectativa y más tarde su Carta al director del teatro Stedingk le valió una invitación más en broma que en serio a encargarse de la dirección del conservatorio de declamación, Hedberg escapó a la decadencia total gracias a su Boda en Ulvosa que tuvo mucha popularidad y más brillo que los Värmlandais y Engelbrekt. Sin embargo, La boda ha sido enterrada y La marcha de Söderman permanece. La obra no ejerció entonces ninguna influencia sobre el desarrollo de Johan o de cualquier otro de su tiempo. Era una pieza para sombras chinas, vacía como un texto de ópera y fue sostenida por las mujeres que recibían alabanzas en gran estilo medieval. El hombre subyugado seguramente gruñía y no quería reconocerse en el baile Bengt pero con todo no era tan exigente como para impedirlo.

Mayor influencia tuvo para él la representación de las operetas de Offenbach en el Teatro Real. Además, desde que el autor de La bella Helena fue admitido en la Academia Francesa, para ser justos con su memoria, ya no había riesgo de que fuera olvidado. Halévy y Offenbach eran judíos parisinos del Segundo Imperio. Como hebreos, no tenían compasión alguna por los nobles fragmentos griegos o latinos de la civilización europea; como orientales, no habían tenido la necesidad de recibir esa cultura. Como israelitas, eran escépticos frente a la civilización occidental y, sobre todo, frente a su moral cristiana. Observaban que la sociedad cristiana profesaba la más rigurosa moral ascética y practicaba una vida pagana; descubrían claramente la contradicción entre doctrina y vida, contradicción que sólo podía ser resuelta cambiando la doctrina caduca puesto que la vida no podía ser cambiada más que por el claustro o la castración. Los hombres estaban hastiados de la hipocresía y les atraía la perspectiva de recibir una nueva moral que estuviera en armonía con la conformación de la naturaleza humana y las prácticas establecidas. Offenbach le puso el cascabel al gato cuando los espíritus estaban preparados y cuando todo el mundo estaba cansado de las mortificantes cogullas. En tal caso, ¡mejor la desnudez total!

La opereta de Offenbach ha tenido una acción profunda porque ha puesto en ridículo a toda la envejecida cultura de occidente, al clero, a la monarquía, a la organización de las comidas, al matrimonio, a las guerras civilizadas y, como es sabido, aquello que se ridiculiza no es respetado durante mucho tiempo. La opereta de Offenbach ha jugado el mismo papel que la comedia de Aristófanes, ha sido el inicio del final de una civilización y por ello ha cumplido una misión. Era cómica, pero generalmente lo cómico es el disfraz de lo serio. Después de la risa apareció la seriedad y ésta es su hora (1886).

Los judíos de fin de siglo se burlaban de esos cristianos que durante dos mil años han convertido esta agradable vida terrestre en un infierno y que sólo ahora han llegado a comprender que la doctrina de Cristo era una doctrina subjetiva adecuada a las necesidades de su autor y de sus contemporáneos agobiados por la dominación romana, y que la doctrina debe ser modificada de acuerdo a las nuevas condiciones. Positivistas por naturaleza, ellos que han vivido largas temporadas sin compartir a Cristo, se reían ahora al ver a los cristianos rechazar el cristianismo. Era éste el desquite del judío y ésta su misión en Europa.

El muchacho de 1865, todavía atemorizado por los estigmas que le habían imbuido, debilitado por su lucha contra la carne y contra el diablo, con las orejas torturadas por los tañidos de las campanas y por las salmodias, entró en la bien iluminada sala del teatro en compañía de jóvenes de buena cuna, llenos de seguridad y buena posición y vio surgir del piso principal cuadros de gozoso paganismo y al mismo tiempo escuchó una música original, plena de melodía e inspiración, aunque no desprovista de cierto sentimentalismo debido a que Offenbach estaba germanizado. ¡Inmediatamente la música de la obertura lo hizo reír! El oficioso religioso tras las bambalinas le hizo recordar la fabricación del pan bendito en la cocina del sacristán. El rayo estaba representado por la hoja de una espada de hierro sin estañar, el dios que consumaba el sacrificio, Carl Johan Uddman, las diosas, tres bellas actrices; los dioses, invisibles regidores. Todo el mundo antiguo aparecía allí. Los dioses, las diosas, los héroes que en los libros clásicos habían sido consagrados, aquí eran derribados. Grecia y Roma que siempre habían sido consideradas como las fuentes primitivas de toda cultura eran ahora desenmascaradas y puestas por el suelo. Y esto era democrático porque ahora se sentía menos oprimido y su temor de no poder llegar «arriba» se había disipado. Luego vino el acto del placer de vivir. Los dioses y los hombres se acoplaban sin pedir permiso en una extraña mezcolanza y los dioses ayudaban a las adolescentes para que abandonaran a los vejetes; el sacerdote descendía del templo donde estaba cansado de hacer el hipócrita y con un pámpano sobre sus húmedas sienes bailaba el cancán con sus hetairas. ¡Esto sí que era jugar limpio! La obra lo conmovió tanto como la palabra de Dios y nada le parecía objetable ni reprochable: era justamente como debía ser. ¿Era malsana? ¡No! Pero querer aplicarla a la vida no era del todo su deseo. Se trataba simplemente de una pieza de teatro sin visos de realidad y su punto de vista era y sería siempre el de la estética. ¿Cuál era entonces esa estética en la que podían colarse tantos objetos de contrabando, en la que bajo sus auspicios tantas concesiones podían hacerse? En verdad, no era algo serio pero tampoco era una broma; era una cuestión no muy precisa. El Decamerón glorificaba el vicio y, sin embargo, su valor estético estaba fuera de toda discusión. Pero ¿cuál era ese valor? Desde el punto de vista de la moral, el libro era condenable, pero desde el ángulo de la estética, era digno de admiración. ¡Moral y estética! Una nueva arquilla encantada de doble fondo de la que se podía sacar a voluntad una mosca o un dromedario.

No obstante, la obra triunfó en el Teatro Real y había sido interpretada por los artistas más notables. Knut Almlöf en persona representaba a Menelao. El mismo Rey y los oficiales de la guardia que asumían los gastos, tomaban parte en las comidas que seguían a los ensayos generales. Nuestro joven lo había sabido gracias al hijo del chambelán quien, además, le regalaba los billetes para el teatro. ¡La representación se había hecho casi por orden superior!

Sin embargo, se la criticaba o se la aplaudía con la misma vehemencia. No se podía mantener una conversación sin recordar algún aspecto de La Bella Helena, no se podía explicar a Virgilio sin traducir a Aquiles por el poderoso Aquiles. Johan sólo llegó a ver la obra seis meses después de su primera representación luego de que el profesor de latín, al ver que no se comprendía una cita de la obra, le preguntara: ¿Acaso no ha visto La Bella Helena?

—¡No!

—¡Por el cielo, hay que verla!

Era preciso verla y la vio.

El profesor de literatura, un hombre ligeramente pietista, lanzaba peroratas contra La Bella Helena y prevenía a sus alumnos; con todo, tenía el cuidado de atacarla desde un punto de vista estético: criticaba el mal gusto, la vulgaridad del tono. Esto influyó en algunos: alentados por el profesor, los snobs llegaron a abuchear a Barba Azul luego de que se habían divertido plenamente.

La obra refrescó los adormilados sentidos del joven y le enseñó a mofarse de los ídolos, empero no tuvo influencia sobre su vida sensual ni sobre su comprensión de la mujer.

En cambio el melancólico Hamlet lo conmovió profundamente. ¿Quién es ese Hamlet que vive todavía, que ha permanecido siempre joven, incluso después de haber visto la luz en las candilejas en el tiempo de Johan III? Se le ha interpretado de tantas maneras y se le ha utilizado para toda clase de opiniones. Johan también lo adaptó inmediatamente a las suyas.

El telón se levanta: el Rey y su corte llevan esplendorosos trajes. Música y festejos. Entonces entra el joven pálido vestido de luto y se rebela contra su padrastro. ¡Ah! ¡Tiene un padrastro! Por lo menos es tan perverso como tener una madrastra, pensó Johan. ¡Es mi hombre! Y lo van a destruir. Quieren torturarlo y obligarlo a simpatizar con los tiranos. El yo de un joven se rebela. ¡Sublevación! Pero su voluntad está entorpecida. Amenaza pero no puede golpear. De todas maneras castiga a su madre. ¡Lástima que no sea sólo el padre! Y hele desde entonces cargando una conciencia atormentada. Bien, ¡muy bien! Tiene la enfermedad de la duda, hurga en sí mismo: reflexiona sobre sus actos hasta que se disuelven en la nada. Y además ama a la novia de otro. Pero es casi del todo parecido a Johan, quien empieza a dudar de que sea una excepción. Verdaderamente, éstas son historias muy corrientes en la vida. ¡Muy bien! Entonces, eso no debe tocarme tanto, pero ahora ya no tengo nada de qué presumir.

El desenlace a hachazos lo dejó frío aunque estuviera conmovido por los magníficos discursos de Horacio. La irreparable equivocación del adaptador había sido la de haber eliminado a Fortinbrás, aunque el joven no la notó. Pero Horacio, que en su reemplazo era el contraste, no era un opositor, era un gallina como él y continuamente estaba diciendo sí y no. Fortinbrás era el hombre de acción, el vencedor, el pretendiente al trono pero al no aparecer en la obra todo terminaba en miseria y desolación.

Con todo, era hermoso poder deplorar su destino y verlo deplorar. Hamlet, sin embargo, sólo fue un hijastro durante una época, mucho tiempo después fue el soñador y, todavía mucho más tarde, el hijo, víctima de la tiranía familiar. Es de esta manera como se van modificando los conceptos. Schwartz había visto en él al soñador, al romántico que no puede reconciliarse con la realidad, así satisfacía las exigencias del gusto de su época. Un positivista futuro, para quien el romanticismo simplemente será algo ridículo, sin duda verá a Hamlet como una especie de Don Quijote interpretado por un cómico. Desde hace tiempo los jóvenes del tipo de Hamlet son objeto de burla ya que la nueva generación no piensa como los visionarios y actúa según sus pareceres.

El territorio neutral de la literatura y el teatro donde la moral estaba excluida sin razón, donde los hombres habían decidido mostrarse desnudos en los bosquecillos y divertirse allí jugando a la bestia de dos espaldas, donde se podía renegar de Dios y de su santo Evangelio, donde —como en Barba Azul— se hacía burla de la monarquía por orden real, las fantasías del poeta y la creación de un mundo mejor que el existente, todo esto fue recibido por Johan como algo más que simple ficción; pronto confundió poesía y realidad y se imaginó que la vida venidera, lejos del hogar, que el futuro, sería un jardín de recreo de esta clase. Especialmente el paraíso más cercano, Uppsala, se le aparecía como un espejismo, como el refugio de la libertad. Allí se podía salir mal vestido, ser pobre; en una palabra, ser universitario, es decir, de una clase superior; allí se podía cantar y beber, regresar ebrio y batirse con la policía sin perder su estima. Era el ideal. ¿Quién le había enseñado esto? «Los jóvenes», una canción que cantaban con su hermano. Pero entonces no sabía que estos «Jóvenes» eran la imagen creada por la clase superior, que estas canciones habían sido compuestas estrofa por estrofa para deleite de príncipes o futuros reyes, que los héroes tenían linaje; no pensaba que las copias fueran tan peligrosas ya que en su ascendencia contaba con alguna tía, que los exámenes ofrecían menos riesgo cuando se tenía un tío obispo, que los cristales rotos costaban menos cuando se pertenecía a la buena sociedad.

En todo caso, el porvenir comenzaba a preocuparlo. Había recobrado la esperanza en un futuro y el funesto vigésimo quinto aniversario ya no lo aterrorizaba tanto. La razón la tenía el resultado de una medida tomada por los directores de escuela con el objeto de constatar el estado de la moralidad en las escuelas de la capital. El informe fue publicado en los diarios de la tarde y llegó a los oídos de Johan. Mediante la encuesta realizada se comprobaba que la mayoría de los jóvenes y de jovencitas estaban entregados a un vicio, al peor enemigo de la juventud. ¡Encaminarse de este modo al cielo en buena y numerosa compañía! ¡No era él el único pecador! Además, en la escuela se hablaba abiertamente de la cosa como un hecho que pertenecía al pasado de cada uno; no se hablaba seriamente, sólo con anécdotas. Johan comprendió entonces claramente que no era una enfermedad sexual y que éstas sólo podían resultar de las relaciones con mujeres. De ahí en adelante se sintió tranquilo, ningún inconveniente se le había presentado y sus pensamientos estaban absorbidos por el trabajo o por los ardores inocentes que alimentaba por las virginales jovencitas cloróticas.

*

Por esta época el movimiento en favor de la organización de las sociedades de tiro alcanzó su apogeo. Fue una hermosa idea que dio a Suecia un ejército más fuerte que el ejército regular: 40 000 hombres contra 37 000.

Johan ingresó en él como miembro activo, recibió el uniforme, se ejercitó y aprendió a disparar. Pero también entró en contacto con jóvenes de otras clases sociales. En su compañía había obreros, dependientes de almacén, empleados y jóvenes artistas sin renombre. Le eran simpáticos pero extraños. Intentaba acercárseles pero ellos no se prestaban. Hablaban en argot, la lengua de su pandilla y él no la comprendía. Al advertir ahora cómo la cultura de clase lo había alejado de sus amigos de infancia, se encerró en sí mismo. De antemano lo consideraban orgulloso. Pero la verdad es que en cierta forma él los consideraba superiores. Ellos eran elementales, sin miedo, independientes y económicamente estaban mejor que él pues siempre disponían de algún dinero. La impresión de las largas caminatas hechas en grupo tenía algo calmante para él. No había nacido con dotes de mando y obedecía de buen gusto siempre y cuando no se notara arrogancia ni deseo de dominio en la orden. No deseaba llegar a ser cabo porque entonces habría que pensar también por los demás y, lo que era peor, decidir. Se mantuvo esclavo por naturaleza y por humildad pero sentía la incompetencia del tirano y lo vigilaba de cerca. No pudo abstenerse de criticar algunos detalles en las maniobras mayores: por ejemplo, cuando en el momento de un desembarco, la infantería de la guardia resistió frente a los cañones de la flota que protegían las chalanas entre las que se encontraba, los cañones disparaban muy de cerca contra los soldados que debieron permanecer en su lugar. Ellos también obedecían sin comprender; criticaba y maldecía pero de todos modos terminaba por obedecer puesto que se había comprometido a ello.

Una vez, durante un alto en la isla de Tyresö se divertía luchando con un compañero. El comandante de la compañía apareció y prohibió cualquier juego violento. Johan, con altanería, respondió que estaban en su rato de descanso y que jugaban.

—Sí, pero el juego puede convertirse en una agresión.

—¡Eso es asunto nuestro! —replicó él, aunque obedeció. Le parecía descarado que el jefe se mezclase en semejantes minucias y creyó percibir en él cierta animosidad que lo persiguió desde entonces. Lo llamaban magíster porque escribía para los periódicos pero entonces ni siquiera era universitario. Está bien, pensaba. Quiere dominarme. Y de ahí en adelante vigiló todos sus movimientos. Se hicieron recíprocamente antipáticos para el resto de sus vidas.

El movimiento a favor de la sociedad de tiro había sido generado en principio por la guerra entre Alemania y Dinamarca y, a pesar de que fuese pasajero, tuvo cierta utilidad. Divirtió a la juventud y en parte deshizo el prestigio militar puesto que la clase inferior pudo comprender que el servicio no era tan difícil. Este conocimiento dio poco después base a la oposición contra la introducción del servicio obligatorio prusiano, cuestión bastante discutida después de que en Berlín Oscar II expresó al emperador Wilhelm su deseo de ver una vez más a los soldados suecos y prusianos como compañeros de armas.