Primer amor
Si el carácter del hombre es en última instancia el papel que se asume en la comedia de la vida social, Johan estaba en este período absolutamente desprovisto de carácter, es decir, era sincero en extremo. Aunque buscaba en todas partes, no encontraba nada y tampoco podía adaptarse a nada. Su naturaleza salvaje rechazaba todos los collares de fuerza y su cerebro, que había nacido rebelde, no podía volverse autómata. Era un espejo reflector que devolvía todos los reflejos que lo herían. Una síntesis de todas las experiencias, de las impresiones más variadas y llena de contrastes.
Su voluntad sólo se ponía de manifiesto cuando se exaltaba y, en estos casos, de un modo fanático; pero al mismo tiempo, verdaderamente no significaba nada; unas veces era fatalista y creía en la mala suerte, otras emprendedor y confiaba en todo. Frío como el hielo en casa, por momentos era sensible hasta la sensiblería; era capaz de meterse en una callejuela y despojarse allí de su chaqueta para dársela a un pobre, capaz de llorar ante una injusticia. Como, desde que descubrió el pecado, había renunciado a la vida sexual, ésta se manifestaba por las noches en sueños que atribuía al diablo y contra los que invocaba la protección de Jesús. En ese entonces era pietista. ¿Un pietista sincero? Tan sincero como podía serlo alguien que quería vivir con una concepción caduca del mundo. Por necesidad vivía en su casa donde todo amenazaba su libertad espiritual y material. En la escuela era un hombre de mundo, divertido, sin sensiblería, condescendiente y de trato agradable. Allí era educado por la sociedad y tenía sus derechos. En casa se le educaba como a una planta comestible, para satisfacer las necesidades de la familia, y no gozaba de ningún privilegio. Además, era pietista por orgullo espiritual, como todos los pietistas. Beskow, el oficial penitente, había regresado al país de una peregrinación a la tumba de Cristo en donde había encontrado un atajo para llegar al cielo sin examen de ingreso. Su Viaje era leído en casa por su madrastra que tenía cierta inclinación al pietismo. Beskow le daba elegancia al pietismo y lo puso tan de moda que gran parte de la clase inferior terminó por seguirle. Entonces el pietismo era lo que actualmente es el espiritismo: un conocimiento barato, una pretendida ciencia envuelta en esferas misteriosas y por esta razón era cultivado apasionadamente por todas las mujeres y los ignorantes hasta que finalmente se introdujo en la corte. Gunnar Wennerberg tenía reservado su banco en la iglesia de Betlehem y Adlercreutz, el ministro de justicia, era presidente de la Fundación Patriótica Evangélica.
¿Respondía aquello a una necesidad general del espíritu? ¿Era la época tan desesperadamente reaccionaria que se hacía necesario volverse pesimista? ¡No! El rey llevaba una vida feliz en Ulriksdal y daba a la vida social un tono agradable y libre de todo prejuicio. Nuevas corrientes se propagaban en política y se preparaban nuevos proyectos. La guerra de Dinamarca hizo llamar la atención sobre el extranjero y dirigir las miradas afuera. El armamento del país y el movimiento de organización de sociedades de tiro llenaban la ciudad y el campo del sonido de los tambores y de músicas; los nuevos diarios de oposición: el Dagens Nyheter y el radical Söndags Nisse (el Duendecillo Dominical), fueron válvulas de escape para el gas comprimido; se abrían caminos de herradura en todas las direcciones y comunicaban los pueblos alejados con los grandes centros neurálgicos. No era pues un sombrío atardecer sino, por el contrario, un brillante despertar de rejuvenecimiento lleno de esperanza. ¿De dónde venía entonces el pietismo? Era un viento que soplaba, tal vez un puente para que los desheredados de la cultura escaparan a la opresión de la ciencia; además, existía en el pietismo un elemento democrático: era una sabiduría barata al alcance de todos que igualaba a las diferentes clases sociales. Ahora bien, como la nobleza de cuna tocaba a su fin, la nobleza de la cultura examinaba el asunto torpemente. Pensaban liberarse de una vez por todas mediante el pietismo.
Johan se convirtió en pietista por diversas razones. Al haber fracasado en el mundo, condenado a morir a los veinticinco años, vaciada la médula espinal y corroída la nariz, buscaba el cielo. Melancólico por naturaleza aunque con frecuentes accesos de alegría, amaba la melancolía. Harto de los libros de clase porque no poseían savia suficiente, porque nada tenían que ver con la vida, encontró mejor sustento en una religión que permitía ser aplicada continuamente en la vida cotidiana. A esto se agregó el hecho, más cercano a él, de que su ignorante madrastra que reconocía su superioridad cultural, pretendía sobrepasarle en la escala de Jacob. Ella conversaba frecuentemente con su hermano mayor sobre temas elevados y si, en esos momentos, Johan estaba cerca de ellos podía darse cuenta cómo despreciaban su sabiduría profana. Esta actitud lo incitaba a colocarse a su nivel. Era necesario superarles. De otra parte, su madre había dejado un testamento en el que atacaba el orgullo intelectual y lo guiaba hacia Jesús. Finalmente se creó la costumbre de escuchar cada domingo la prédica de un cura pietista sobre Cristo; por lo demás, había sobreabundancia de escritos pietistas en casa. El pietismo lo invadía por todos lados.
Su madrastra y su hermano repetían de memoria y con delectación un buen sermón pietista que habían escuchado en la iglesia. Un domingo, después del servicio divino, Johan tomó la pluma y escribió en un papel el admirable sermón. No pudo negarse el placer de homenajear a su madrastra. Ella recibió el regalo con benevolencia. Estaba apabullada. Con todo, no cedió ni un ápice de terreno.
—La palabra de Dios debe ser escrita en el corazón y no en un papel —dijo.
No estaba mal. Pero Johan advirtió que era orgullosa. Se creía muy avanzada en el camino de la santidad; se creía ya hija de Dios.
Entre ellos se estableció una competencia; Johan asistió entonces a las conferencias. Le correspondieron con una semiprohibición porque todavía no había sido confirmado y, por tanto, no estaba preparado para el cielo. Ahora continúan las discusiones con su hermano mayor. Johan sostuvo que Jesús había declarado que los niños también tienen lugar en el cielo. Debatieron sobre este tema. Johan conocía la teología de Norbeck pero sin mirarla la hicieron a un lado. Llamó en su ayuda a Krummacher, a Kempis y a todos los pietistas. No, todo eso no sirve para nada.
—¡Así debería ser! —¿Cómo? —¡Como yo lo tengo y no como tú lo tienes! ¡Como yo lo tengo! He aquí la fórmula de un pietista: la justificación personal. En otra oportunidad Johan afirmó que todos los hombres eran hijos de Dios. —¡Imposible! ¡En tal caso salvarse no es muy difícil que digamos! —Sería una posibilidad que sólo ellos tendrían. —Entonces ¿todos podrían salvarse? —Ciertamente, Dios es todo amor y no quiere perder a nadie. —Si todos se salvan ¿de qué serviría entonces atormentarse? —¡Sí, justamente ésa es la pregunta! —¿Eres acaso un escéptico, un hipócrita? —¡Probablemente todos lo eran!
*
En aquel período Johan ambicionaba tomar el cielo por asalto, convertirse en hijo de Dios y tal vez, de este modo, apabullar a los demás. Su madrastra en realidad no era muy consecuente con ella misma. Iba al teatro y le gustaba el baile. Un sábado por la tarde anunciaron que toda la familia haría un viaje de recreo el domingo por la mañana. Era una orden. Johan pensaba que era pecado y quería aprovechar la oportunidad para buscar en la soledad a Jesús, a quien no había encontrado todavía. De acuerdo con la descripción, la conversión debía llegar como un rayo o estar acompañada de la certeza de ser hijo de Dios; así se alcanzaría la paz.
Al atardecer, cuando el padre hubo leído su diario, Johan fue a pedirle que le permitiese quedarse en casa en lugar de ir de paseo.
—¿Por qué? —preguntó el padre amigablemente.
Johan no respondió. Tenía vergüenza.
—Bueno, si tu conciencia religiosa te lo impide, obedece a tu conciencia.
Su madrastra estaba aniquilada. Ella violaría el sábado pero él no.
Ellos se marcharon. Johan concurrió a la iglesia de Betlehem y escuchó a Rosenius. El local estaba oscuro, lúgubre y los hombres tenían el semblante de haber alcanzado el fatal período de los veinticinco años y tener reblandecida la espina dorsal; los rostros lívidos, las miradas apagadas. ¿Sería posible que el doctor Kapff los hubiese aterrorizado y empujado hacia Jesús? ¡Esto parecía muy extraño!
El rostro de Rosenius respiraba paz y resplandecía de júbilo celeste. Abiertamente reconocía que había sido un pecador pero que Jesús lo había purificado y ahora era feliz. Parecía feliz. ¿Era posible que hubiese un hombre así? ¿Por qué entonces el mundo no se volvía pietista?
Sin embargo, Johan no había recibido aún la acción de la gracia y estaba lleno de inquietud. Era demasiado poco el público para que pudiese llegar a creer que era en la casa del Övre Bangräden donde los bienaventurados tenían su morada. ¿Entonces todas las grandes iglesias donde predicaban los sacerdotes muertos[13] estaban llenas de futuros condenados?
Por la tarde leyó a Thomas de Kempis y a Krummacher. Después partió para Haga y durante toda la caminata por la calle de Norrtull le rogó a Jesús que lo visitase. En el parque de Haga había pequeñas familias con sus cestas de provisiones y la juventud jugaba. ¿Era posible que todos ellos cayeran al infierno? ¡Sí, ciertamente! Es absurdo, le respondía su sentido común. Pero así era. Pasó una calesa repleta de damas y señores elegantes. Y ¡ellos ya estaban condenados! Pero al menos se divertían. El animado espectáculo de la gente feliz, lo ensombrecía aún más y se sentía terriblemente solo en medio de la multitud.
Fatigado por sus pensamientos, regresó tan abatido como un autor que se esfuerza en encontrar inspiración sin conseguirlo. Se tiró sobre su cama y suspiraba esperando el momento de su muerte.
Al anochecer sus hermanos regresaron alborotados y felices y le preguntaron si se había divertido.
—Sí —respondió—, y ¿vosotros?
Enseguida le dieron detalles sobre la excursión y sintió que cada vez que los envidiaba, un puñal se hundía en su corazón. Su madrastra no osaba mirarlo a los ojos porque había profanado el sábado. ¡Éste era su consuelo! La ilusión que se había apoderado de él debería haber desaparecido y estar enterrada pero, sin embargo, un nuevo elemento intervino en su vida y extremó hasta el fanatismo su necesidad de torturarse; luego esta necesidad desapareció intempestivamente.
Durante estos años su vida no fue tan terriblemente triste como lo supuso más tarde al verla en perspectiva, tan llena de puntos negros que le daban un tono gris al fondo. Pero lo lastimaba que, a pesar de todo, lo trataran como a un niño cuando él ya se sentía hombre; no le atraía lo que le enseñaban, esperaba la muerte a los veinticinco años, su instinto sexual permanecía insatisfecho, su medio no poseía su misma cultura, era incapaz de comprenderlo.
Su madrastra trajo a casa a sus tres jóvenes hermanas. Pronto hicieron amistad con los hijos de primer matrimonio; se paseaban, patinaban, jugaban con ellos. Constantemente intentaban favorecer las reconciliaciones. Se daban cuenta de las injusticias de su hermana para con el niño y esto le procuró tal alegría que redujo su odio. La abuela también asumió el papel de mediadora y finalmente se mostró como una decidida amiga de Johan y, en varias oportunidades, apaciguó la tormenta. Pero la fatalidad le hizo perder a esta amiga. Como su tía paterna no estaba de acuerdo con el nuevo matrimonio y había roto con su hermano —causándole una enorme pena a su padre—, toda relación se había interrumpido y no se veían. Por orgullo, desde luego. No obstante, un día Johan se encontró en la calle a su prima —una joven de cierta edad y muy elegantemente vestida. Ansiosa por saber detalles del nuevo matrimonio, paseó con Johan por la Drottningatan.
Al regreso, se encontró cara a cara con su abuela quien le reprochó acerbamente el no haberla saludado en Kungsbacken; desde luego que ella comprendía que estaba muy bellamente acompañado para querer saludar a una vieja. Quiso demostrar su inocencia, pero fue en vano. Como no tenía muchos amigos, esta pérdida fue dolorosa.
Durante esta temporada se relacionaron con otras muchachas que frecuentaban a su madrastra. Jugaban a las prendas que entonces estaba de moda; besaban a las jóvenes, las tomaban por el talle. Y un buen día aprendió a bailar y se convirtió en un apasionado bailarín de vals. Esto fue algo extraordinario para la educación del joven porque se acostumbró a ver y a tocar los cuerpos femeninos sin que su pasión se despertase. Cuando iban a besarlo por primera vez, estaba todo tembloroso pero se calmó pronto. La sobreexcitación se redujo, sus imaginaciones tuvieron más asidero y sus sueños ya no fueron tan turbulentos. Pero el fuego se encendió y en muchas ocasiones actuó atrevidamente. Al recoger una prenda en una habitación, tomó por el pecho a una hermosa morena que solamente estaba cubierta por una fina camiseta. Ella tembló de cólera. Después sintió vergüenza durante un tiempo, aunque no pudo dejar de pensar que al fin y al cabo era un hombre. ¡Si al menos no se hubiera enfadado tanto!
Pasó el verano con su madrastra en casa de alguien de la familia, un agricultor de Ostergötland. Allí lo trataron como a un caballero y sus relaciones con la madrastra fueron muy amistosas. Sin embargo, esto no duró mucho tiempo y poco después se reinició la pugna en toda su magnitud. De esta forma, tuvo altas y bajas, avances y retrocesos.
Fue por esta época, hacia sus quince años, cuando se comprometió de manera regular en una relación amorosa, si a pesar de todo se puede llamar amor a aquello. El amor civilizado es un sentimiento muy falseado, complejo y, en el fondo malsano. El amor puro es una contradicción si se le confiere realmente a la palabra puro el sentido platónico. El amor como instinto sexual debe ser sensual pero sano. Como sensual, debe amar el cuerpo. Mientras la ebriedad dura, las almas se acomodan y la simpatía nace. La simpatía es un armisticio, un compromiso. De ahí que la antipatía se produzca, generalmente, cuando el vínculo sexual se ha roto y no a la inversa. Pero a causa de la moral cadavérica del cristianismo, la palabra sensual ha recibido un mal significado: el alma es prisionera de la carne, matad la carne y dad libertad al alma. Ahora bien, después de todo el cuerpo y el alma no son más que una totalidad, de suerte que si se mata el cuerpo, también muere el alma.
¿Es posible que entre los dos sexos nazca y perviva la amistad? Sólo en apariencia, pues los sexos nacen enemigos, + y - siempre están en oposición; los polos positivos y negativos son enemigos y se buscan entre sí para complementarse. La amistad sólo puede nacer entre personas que tienen poco más o menos los mismos intereses, los mismos puntos de vista. Debido a la organización social, el hombre y la mujer tienen diferentes intereses, diferentes maneras de ver las cosas; por esta razón la amistad entre los dos sexos sólo puede existir en el matrimonio donde los intereses son los mismos y solamente en la medida en que la mujer se consagre por entero a la familia para la que el hombre trabaja. Pero en el momento en que ella se dedique a otras cosas ajenas a la familia, el contrato se rompe porque entonces el hombre y la mujer tendrán intereses diferentes y la amistad se acabará. Esto lleva a pensar que los matrimonios entre genios son imposibles porque esclavizan al hombre y, en consecuencia, el vínculo desaparece rápidamente.
¡Este mozo de quince estaba enamorado de una mujer de treinta años! Pero si aquello hubiera sido un amor puramente sensual, se habría podido sospechar algo malsano en él, pero por su honor podía vanagloriarse de que su amor era platónico.
¿Cómo fue posible aquel amor? Como siempre, por diversas razones.
Era la hija del propietario; como tal, tenía una situación superior y su casa era rica y hospitalaria. Era cultivada, admirada, la reina de la casa, tuteaba a su madre; era una ama de casa ideal, guiaba la conversación, vivía rodeada de señores que la pretendían. Además, estaba liberada sin ser hostil a los hombres; fumaba y bebía vino no sin cierto encanto. De otra parte, estaba comprometida con un hombre al que su padre odiaba y al que no aceptaba como yerno. El novio viajaba por el extranjero y escribía de vez en cuando. Un juez del tribunal de primera instancia, ingenieros, un hombre de letras, curas y burgueses, frecuentan la casa. Todos mariposeaban alrededor de ella. El padre de Johan la admiraba, su madrastra la temía, sus hermanos le hacían la corte.
Johan se ocultaba tras los demás y la admiraba. Esto duró mucho tiempo antes de que ella lo descubriese. Por fin, una tarde, después de haber deslumbrado y enardecido a todos los hombres, desfallecida se retiró a un pequeño salón en el que Johan estaba sentado.
—¡Dios! ¡Qué desdichada soy! —dijo dejándose caer desvanecida sobre un sofá.
Johan hizo un movimiento y ella lo vio. Él se creyó obligado a decir alguna cosa.
—¿Desdichada? ¿Usted, que ríe a cada instante?
Ella contempló al mozo, aceptó la conversación y se hicieron amigos.
Desde entonces ella charlaba privadamente con él.
Esto le convirtió en personaje. Se turbaba cuando ella desatendía a un círculo de hombres maduros para venir a sentarse a su lado. Entonces se dedicó a penetrar en su corazón, hacía preguntas y anotaciones que revelaban que había observado y reflexionado mucho. La dominó y se convirtió en su conciencia. Cada vez que tenía una tarde divertida y llena de animación, ella venía al lado de Johan para ser castigada. Era una suerte de flagelación, agradable como una caricia. Los hombres terminaron por hacerle bromas sobre el joven.
—¿Puede usted imaginarse lo que dicen por ahí? —le dijo una tarde—. Todos pretenden que lo amo.
—Siempre dicen eso de todas las personas de sexos opuestos que son amigos.
—¿Cree que pueda existir amistad entre un hombre y una mujer?
—Sí, estoy seguro —respondió.
—Gracias —dijo ella tendiéndole la mano—. ¿Cómo es posible que yo, que tengo el doble de su edad y soy fea y enferma, pudiera estar enamorada de usted? Ah, y además ¡estoy comprometida!
No, desde luego que no era posible que una mujer madura y fea pudiera estar prendada del cuerpo de un adolescente bien desarrollado, templado por la gimnasia, especialmente cuando tenía pequeñas manos rollizas, las uñas bien cuidadas, pies pequeños, delgadas piernas de fuertes pantorrillas y cuando aún conservaba la piel fresca a pesar de la incipiente barba. Mas la lógica es impotente cuando el corazón es flechado. Pero, por el contrario, que Johan pudiese amar a una mujer de treinta años, a una especie de marimacho con diabetes e hidropesía, era cosa del absurdo.
Sin embargo, desde entonces ella lo dominó. Se tornó maternal y esto lo enterneció. Cuando se burlaban de su cariño, ella se sentía un poco molesta y descartaba cualquier otro posible sentimiento que no fuera el de una madre e, incluso, se propuso trabajar por su conversión puesto que también ella era pietista.
Se encontraban en un círculo de conversación francesa y daban largos paseos al regreso y durante ellos hablaban en francés. Era más fácil decir cosas delicadas en una lengua extranjera. Más tarde se dedicó a escribir para ella composiciones en francés que ella corregía.
La admiración de su padre por la solterona disminuyó y las conversaciones en francés contrariaban a su madrastra porque no las comprendía. Su hermano mayor, por su lado, ya no tuvo como antes la prerrogativa del francés y esto disgustó tanto a su padre que un día le indicó a Johan que era incorrecto hablar una lengua extranjera delante de personas que no la entendían y, además, que no se podía explicar que la señorita X…, quien se decía muy educada, se permitiese tal incorrección. Pero, con todo, la educación del corazón no es aquella que se aprende en los libros.
A partir de ese momento ella ya no fue recibida en casa y los amigos fueron «perseguidos». De otra parte, la familia se mudó a la casa vecina y, por tanto, los encuentros fueron menos frecuentes.
Al día siguiente de la mudanza, Johan estaba deshecho. No podía vivir sin verla; no podía vivir sin ese apoyo que, al colocarlo por encima de su edad le daba una posición entre los adultos. Pero tampoco podía ir a su casa y buscarla como un enamorado ridículo. No le quedó otro recurso que escribirle. Y así se estableció una correspondencia que duró un año. Una hermana de su madrastra que estaba de acuerdo con la relación y que admiraba a la encantadora soltera, guardaba las cartas. La correspondencia se mantenía en francés para que, en caso de que fuera descubierta, permaneciera en secreto y, además, porque al protegerse así se sentían a sus anchas. ¿De qué trataban las cartas? De todo. De Jesús, del combate contra el pecado, de la vida, de la muerte, del amor, de la amistad, de la duda. Aunque ella fuera pietista, la rodeaban librepensadores y la asediaba la duda, la duda de todo. Ahora la relación era ambigua: en unas ocasiones Johan era el maestro riguroso, en otras el hijo reprendido.
Algunas de sus composiciones en francés pueden dar una idea de la confusión que reinaba en sus conciencias.
¿Son penosos los días del hombre? (1864)
La vida humana es una lucha desde el principio hasta el final. Llegamos a esta miserable vida en circunstancias llenas de contrariedades y dolores. La infancia misma posee sus pequeños sinsabores y tormentos; en la juventud aparecen las grandes tentaciones que dejan huella para toda la vida, a pesar de que se triunfe o se fracase. La madurez implica la preocupación por la existencia y está sobrecargada de deberes, en fin, tiene también sus sufrimientos y sus achaques. ¿Dónde están los goces, los placeres que tantos hombres consideran como los más grandes bienes de la vida? ¡Bellas ilusiones! Después de todo la vida no es más que una lucha incesante contra las dificultades y las desgracias, lucha que sólo termina con la muerte. Pero examinemos las cosas desde otro punto de vista. ¿Existen motivos para estar contento y satisfecho?
Tengo un hogar, padres que se preocupan cuidadosamente por mi futuro, me encuentro en muy buenas condiciones, poseo una excelente salud, ¿no debo estar, acaso, feliz y satisfecho? Ciertamente; sin embargo, no lo estoy. Mira a ese pobre obrero que, al terminar su jornada de trabajo, retorna a su sencilla cabaña donde reina la pobreza; es afortunado y feliz. Disfrutaría encantado con una de las bagatelas que yo desecho. ¡Oh!, te envidio, posees la verdadera felicidad.
Pero vivo abatido. ¿Por qué? —Estás descontento, te respondes. —No, de ninguna manera, estoy muy satisfecho con mi suerte, no deseo nada más. Pero ¿qué ocurre? ¡Ah! ¡Ya lo sé! No estoy satisfecho conmigo mismo ni con mi corazón tan lleno de maldad y de cólera. Lejos de estas malvadas intenciones, con la ayuda de Dios quiero estar satisfecho y feliz. Pues sólo se puede ser feliz cuando se está satisfecho de sí mismo, del propio corazón y la propia conciencia.
*
La amiga no estaba de acuerdo con esta satisfacción y reescribió el último pasaje de modo que el descontento no desapareciera:
«Sólo se es feliz cuando la conciencia y el corazón sientes que han buscado y descubierto la única medida que puede curar todas las heridas del corazón y cuando se desea seguir sinceramente sus consejos».
Esta reflexión y largos diálogos llevaron al joven a convertirse a la verdadera fe (la de su amiga) y dieron pie a la siguiente elucubración en la que expuso su concepción de la fe y de sus actos. Es la siguiente:
No hay felicidad sin virtud, no hay virtud sin religión (1864).
¿Qué es la felicidad? La mayoría de los mundanos[14] creen que se basa en la posesión de todos los bienes que les permitirían satisfacer sus deseos y sus pasiones pecaminosas en este bajo mundo. Hay otros que no tienen grandes pretensiones: encuentran la felicidad en tener alguna holgura, buena salud y sentirse «dichosos[15]» en el seno de su familia. Además, existen otros que tampoco hacen tan altas exigencias a «la felicidad» de este mundo y son pobres y apenas comen el magro alimento que les da su trabajo esclavizante; a pesar de todo, están satisfechos[16] de su suerte y hasta son «felices». Incluso pueden llegar a tener este pensamiento: ¡Cómo soy de feliz en comparación con esos ricos que nunca están contentos[17]! Sin embargo, ¿al estar satisfechos son realmente felices? No, no hay verdadera felicidad sin virtud. Nadie es feliz; sólo lo puede ser aquel que lleva una vida verdaderamente virtuosa[18]. De acuerdo[19], pero hay muchas personas verdaderamente virtuosas. Personas que nunca caen en el vicio, que llevan una vida modesta, que no perjudican a nadie, que están siempre dispuestos a perdonar[20] y que se esmeran en cumplir sus obligaciones; además son religiosas: van todos los domingos a la iglesia, veneran a Dios y a su santa palabra (a pesar de no estar regeneradas por el Espíritu Santo). Pues bien, y éstos al ser virtuosos, ¿acaso no son felices? No hay virtud, sin verdadera religión[21]. En realidad estos hombres virtuosos son más malos que los más viciosos[22]. Se han adormecido en una corteza moral, se creen superiores a los demás[23] y justificados ante los ojos del Santo de los Santos. Pero justamente son estos fariseos henchidos de amor propio los que, gracias a sus actos, creen merecer la salvación eterna. Pero ¿cuáles son nuestros actos ante el Santo Dios? Pecados y nada más que pecados. Esos hombres que se creen justos tienen la más grande dificultad para convertirse porque desde el momento en que aspiran a ganar el cielo mediante sus propias acciones imaginan que no tienen necesidad de ningún intermediario. En cambio, un «viejo pecador», después de enderezarse, puede hallarse miserable y sentir la necesidad de un salvador[24]11. La verdadera felicidad consiste «en estar en paz con Dios y su corazón mediante la intercesión de Jesucristo». Sólo se puede encontrar esta paz luego de considerarse como el más grande de los pecadores y de refugiarse al lado de su salvador para encontrar la redención en él. ¡Somos insensatos al rechazar la felicidad! Todos sabemos dónde encontrarla, pero en lugar de ir en su busca perseguimos la desdicha con el pretexto de hallarla.
*
Al final del texto la amiga anotó: Muy bien escrito.
Pues lo que había leído era su propio pensamiento o, al menos, su mismo lenguaje.
*
De vez en cuando la duda le corroía y le obligaba a interrogarse en los más profundo de su ser. Sobre un tema que él mismo eligió hizo la siguiente composición:
El egoísmo es el móvil de todos nuestros actos[25]
Fácilmente se afirma: «Este hombre es tan bueno y tan bondadoso como su prójimo, todos sus actos son perfectos, es virtuoso y todo lo que hace surge de la compasión y del amor por la justicia y la verdad». Pues bien, penetra en tu corazón e interrógate. Al encontrar un mendigo en la calle el primer pensamiento que te salta sin duda alguna es éste: «¡Oh! Qué desdichado es este hombre, quiero hacer una buena acción y ayudarle». Lo compadeces y le das una moneda. Pero luego te sorprende un pensamiento como éste: «Sienta bien al corazón dar una limosna a un pobre». ¿Cuál era el móvil de tu acción? ¿Realmente era el amor al prójimo o la compasión? Entonces tu querido yo se levanta dentro de tu corazón y te juzga: has actuado así por tu yo, has actuado así para calmar tu corazón, para complacer tu conciencia.
Hubo una época en la que tuve la intención de hacerme sacerdote; en realidad era una buena intención. Pero ¿por qué lo deseaba? ¿Para servir a mi salvador y trabajar por él, o solamente por amor a él? No, era un cobarde y quería aligerar mi fardo y mis penas y escapar de las grandes tentaciones que asediaban mi camino. Tenía miedo de los hombres. He aquí mis motivos: Los tiempos han cambiado. He comprendido que no podría llevar una vida cristiana entre aquéllos con los que me vería obligado a escuchar desde la mañana hasta el atardecer conversaciones impías; por lo tanto, he elegido otra vía en la que puedo ser más independiente o por lo menos…
*
La composición se interrumpe aquí. Tampoco ha sido corregida. ¿Se referiría al proyecto de hacer carrera militar? Es posible.
Otros ejercicios de estilo se referían al Creador en la naturaleza y parecían influenciados inconscientemente por Rousseau de quien había leído algunos fragmentos en las Lecturas francesas de Staff. En efecto, habla de pastores y ruiseñores que no había visto y, mucho menos, escuchado.
También hacían largas meditaciones sobre su relación. ¿Era amor o amistad? Ella amaba, desde luego, a otro hombre del que casi nunca hablaba. Para Johan no existía el cuerpo de ella, sólo los ojos profundos y expresivos. En ella tampoco adoraba ciertamente a la madre, porque nunca deseaba poner su cabeza sobre su regazo por desconsolado que estuviera; como, en cambio, lo había querido hacer con otras mujeres. Tenía miedo a rozarla, pero no era el miedo disimulado del deseo, era el de la aversión. Una vez bailó con ella pero nunca más lo volvió a hacer. Cuando había viento y el vestido se le levantaba, él apartaba los ojos.
Probablemente era amistad. Ella tenía el alma y el cuerpo demasiado viriles para que la amistad pudiera nacer y persistir. De ahí que un matrimonio platónico sólo puede existir entre personas más o menos asexuadas y cuando se las ve encontrarse siempre se les nota algo anormal. Los mejores matrimonios, es decir, los que responden mejor a su verdadero objeto, son justamente los mal assortis[26].
La antipatía, la diferencia de objetivos, el odio, el desprecio pueden coexistir en el verdadero amor. Las inteligencias y los caracteres diferentes dan hijos mejor dotados que sintetizan las aptitudes de los padres. Marie Grubbe sufría de una hipertrofia cultural y buscaba y busca todavía con plena conciencia a un marido platónico. Será desdichada hasta que no le eche el guante a un mozo de cuadra que le dé aquello que necesita y que, por añadidura, la apalee. Eso es lo que le hace falta como complemento.
*
Entre tanto, la confirmación se acercaba. Se la había aplazado todo el tiempo posible con el fin de mantener al muchachito entre los niños. Se utilizaba esta ceremonia para triturarlo. En el momento de comunicarle la decisión, su padre le dijo también que esperaba que el curso de instrucción religiosa fundiera el hielo de su corazón.
¡Y bien! Aquélla fue una lección para reaprender y ¡qué lección! Para empezar lo colocaron con los niños de la clase inferior, con los hijos de deshollinadores, de agavilladores y aprendices de toda clase. Como antes, sentía compasión por ellos pero ya no le gustaban; no podía ni quería entrar en contacto con ellos. Debido a su educación ya no pertenecía a ese mundo, tampoco a su familia.
Volvió a ser un escolar, lo tutearon y tuvo que leer en voz alta; tuvo que levantarse para contestar y para recibir como los demás su parte de injurias. El sacerdote era vicario y pietista. Tenía el semblante de un pervertido o de un lector del doctor Kapff. Rígido, despiadado, insensible, nunca tenía una palabra de bondad o consuelo. Irascible, huraño, nervioso, ese fatuo joven campesino era el favorito de las mujeres.
Terminaba por conmover a aquellos que lo escuchaban a menudo. Amenazaba con las llamas del infierno, condenaba el teatro y los placeres de cualquier naturaleza. El dogma y la vida no debían separarse. Y Johan puso manos a la obra, por sí mismo y por su amiga. Era preciso cambiar de vida; no más bailes, no más teatro, no más diversiones. En adelante escribió composiciones pietistas para la escuela y se apartaba para no escuchar las conversaciones atrevidas.
—Pero ¡buen Dios!, así que eres pietista —le dijo públicamente un día un compañero.
—Sí, lo soy —respondió. No quería negar a su salvador.
La escuela se le hizo intolerable, soportaba el martirio, temía la seducción del mundo porque sentía el encanto de la vida. También se sentía hombre y quiso dedicarse a trabajar, bastarse a sí mismo y casarse. Casarse era su sueño, pues no podía imaginarse otra forma de relación con la mujer. Necesitaba la legalidad y la consagración. En medio de esos sueños alimentó un insólito proyecto profundamente serio. Quería tener un oficio de fácil aprendizaje, que pronto le diera para comer y le permitiera ocupar un lugar donde no fuese el último pero donde tampoco hubiera rango elevado; quería una posición modesta que conjugara una vida al aire libre con una posición económica rápidamente establecida. Los ejercicios al aire libre y una vida de gimnasia tal vez fueron las razones que lo indujeron a aspirar convertirse en un suboficial de un regimiento de caballería para escapar al fatal año de su muerte con el que el sacerdote lo había vuelto a aterrorizar. ¿Le deslumbraba también el uniforme y el caballo? ¿Quién sabe? El hombre es un animal singular. Sin embargo, ya entonces había rechazado el uniforme de alumno oficial.
Su amiga lo desaconsejaba tanto como podía; le describía a los suboficiales como los más perversos de todos los hombres. Pero él era fuerte y sostenía que su fe en Jesús lo conservaría limpio de toda mancha; más todavía, les predicaría a Cristo y los purificaría a todos. Entonces fue a hablar con su padre. A éste el plan le pareció una fantasía, le recordó que le esperaba el examen para ingresar en la Universidad que le abriría todas las puertas del mundo; entonces hizo a un lado su proyecto.
Su madrastra tuvo un hijo. Johan lo odiaba instintivamente como si fuera un rival al que sus hermanos tendrían que ceder su lugar. No obstante, tal era el dominio que el pietismo y su amiga ejercían sobre él, que se impuso el sacrificio de amar al pequeño. Lo tomaba en sus brazos y lo mecía.
—Por supuesto que lo hacía cuando nadie lo estaba viendo —afirmó más tarde su madrastra al citar estos actos como prueba de su buena voluntad. Sí, en efecto, lo hacía cuando nadie lo estaba viendo porque no deseaba hacer ostentación. O ¿tal vez estaba avergonzado? El sacrificio era sincero cuando lo hacía: cuando le disgustó, no lo hizo más.
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La confirmación tuvo lugar después de minuciosos exámenes particulares y públicos, en la semioscuridad del coro de la iglesia; después de una serie de sermones sobre la pasión; de innumerables conversaciones sobre Jesús; de sacrificios, a tal extremo que la exaltación religiosa llegó al tope. Luego del examen mayor reprendió a su amiga porque la había visto reír.
El mismo día de la comunión, el pastor hizo una prédica. El patriarca benévolo e ilustrado dio consejos sobre la vida a la juventud; lo que decía era cordial y consolador, no había trompetas de juicio final ni castigos por los pecados cometidos. Pero estaba «muerto[27]» y sus amigos ya lo habían prevenido contra él. En algunos instantes de la prédica le parecía sentir que un bálsamo invadía su corazón herido y de vez en cuando le asaltaba la sospecha de que el anciano podía tener razón. La propia celebración ante el altar no tuvo el efecto que había esperado. El órgano repetía durante horas el «Oh, divino cordero miserere»; los muchachos y las muchachas lloraban y parecían medio muertos, como si estuvieran ante una ejecución. Johan solamente estaba alelado, no podía ni avanzar ni volver sobre sus pasos. Durante sus temporadas en casa de los sacristanes había visto demasiado de cerca el sacramento y la cosa había sido llevada hasta el absurdo. Desde entonces estaba propenso a caer, ¡y cayó!
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Entonces tuvo sombrero de copa; heredó los viejos trajes de su hermano —unos vestidos largos y elegantes. Su amigo de los quevedos se consagró a él. En realidad, no lo había abandonado durante su período pietista; había tomado el asunto ligeramente, con benevolencia, con tolerancia e, incluso, con cierta admiración por la fe sólida y el sacrificio que Johan quería llevar a la práctica. Pero ahora metió baza. Lo llevaba a pasear por la mañana. Le mostraba las bellezas de la ciudad, le mencionaba a los actores de la esquina de la Regeringsgatan y los oficiales de relevo en la guardia. Johan todavía era tímido y le faltaba confianza en sí mismo.
Un día, cuando iban a clase de griego, el amigo le dijo:
—Ven conmigo a desayunar a las «Tres copas».
—No, debemos ir a la clase de griego.
¡Faltar a clase! ¡Era la primera vez! Pero todavía podían recibir una reprimenda.
—Sí, pero no tengo dinero.
—No importa, ¡te invito!
Se ofendió.
Llegaron al restaurante. El magnífico olor de los biftecks les dio la bienvenida. Los camareros les tomaron los abrigos y colgaron los sombreros.
—¡La carta! —gritó el amigo con tono resuelto, pues comía en el restaurante desde hacía varios años.
—¿Quieres un bifteck?
—¡Me encantaría!
En su vida sólo había comido bifteck en dos ocasiones.
—Mantequilla, queso y aguardiente; ¡y dos cañas!
Y sin preguntar nada sirvió aguardiente.
—Pero ¡no sé si debo beber!
—¡Así que nunca has bebido aguardiente!
—¡No!
¡Ya! ¡Bebe pues! Hace bien.
Bebió. ¡Ah!, aquello le calentó el cuerpo, las lágrimas le vinieron a los ojos y una ligera bruma se extendió por la sala. Pero a través de la neblina todo resplandecía, sus fuerzas aumentaban, su pensamiento trabajaba, sus puntos de vista se renovaban y todo lo que permanecía oscuro se tornaba luminoso. ¡Y aquella carne tan suculenta! ¡Eso sí que era alimento! El amigo además de su bifteck comía una tarta de queso.
—¿Qué dirá el dueño?
El amigo sonrió como un zorro viejo.
—Come tranquilo, el precio es el mismo.
—¡No! ¡Qué incorrección! Comer tarta de queso con el bifteck. Pero por Dios, ¡cómo estaba de bueno! Parecía como si nunca hubiera comido. Y encima, ¡cerveza!
—¿Estás loco? ¿Vamos a tomar cada uno media botella?
¡Esto sí que se llamaba comer! No era un goce banal como había demostrado el hombre macilento. No, era un goce real, capaz de derramar una sangre generosa por sus venas medio vacías, de darle energías para la lucha por la existencia; era un goce capaz de regenerar la fuerza viril agotada, de darle elasticidad a los flojos tendones de una voluntad casi aniquilada. La esperanza renacía. La bruma se convertía en una nube rosada y el amigo le permitía contemplar un futuro tal como lo imaginaban la amistad y la juventud. ¿De dónde provienen estos sueños de la juventud sobre la vida? De la fuerza, dicen. Pero la inteligencia que ha visto desvanecerse tantas esperanzas de la infancia debería concluir que es absurdo contar con la realización de las ilusiones de la juventud. Todos esos sueños son malsanas alucinaciones provocadas por el instinto insatisfecho y desaparecerán un día; entonces los hombres serán más inteligentes y felices.
Johan sólo había aprendido a pedirle a la vida ser liberado de la tiranía y tener pan para comer. Era suficiente. No era un Aladino y no creía en la felicidad. Sin duda existían otras posibilidades pero no las conocía. Su amigo debía revelárselas.
—Debes salir de vez en cuando y desaburrirte en nuestra compañía —le decía— y no quedarte encerrado en casa.
—Sí, debo salir pero cuesta dinero y jamás me lo dan.
—Pues bien, ¡procúratelo dando clases!
—¿Clases? ¿Yo? ¿Crees tú que yo pueda encontrar un sitio?
—Con todo lo que sabes debe ser muy fácil.
Sabía muchas cosas. Era una confesión, una adulación, como decían los pietistas, que no cayó en oídos sordos.
—Sí, pero si no conozco a nadie, ¡no tengo ninguna relación!
—Solamente háblale del asunto al director y todo saldrá bien. ¡A mí me ha ido bien!
Johan apenas se atrevía a creer en la felicidad de poder ganar algún dinero. Pero escuchó que otros lo habían conseguido y que él podía compararse con ellos. Sí, ¡pero ellos tenían suerte!
Su amigo le apoyó y bien pronto obtuvo una vigilancia por las tardes y una plaza de profesor en un internado de señoritas.
Ahora comenzaba a tener conciencia de su valor. Las sirvientas de la casa le llamaban señor Johan y en la escuela los profesores al dirigirse a los alumnos les decían: señores. De otra parte, por iniciativa propia, emprendió la modificación de su curso de estudios. Primero, dejó el griego: mucho antes le había rogado a su padre que lo hiciera eximir pero fue en vano. Renunció a este curso por su cuenta y su padre sólo se enteró mucho tiempo después de su examen para la universidad. A continuación dejó matemáticas porque sabía que un alumno de letras podía pasar por alto el certificado de esta materia. Además, puso poco entusiasmo en la clase de latín. Lo recuperaría un mes antes del examen estudiando con dedicación. Luego se trazó una norma de lectura durante las clases de novela francesa, alemana e inglesa. Como habitualmente los alumnos eran interrogados en el mismo orden, tenía su libro junto a él y cuando veía llegar su turno calculaba lo que podría tener que explicar y lo preparaba con prisa. Desde entonces, las lenguas vivas y las ciencias naturales eran su fuerte.
Dar clases a los jovencitos era una nueva y horrible repetición de cosas ya aprendidas, pero era un trabajo que le pagaban. Naturalmente que no eran más que chicuelos sin ninguna afición al estudio que tenían necesidad de clases complementarias. Para su cerebro inquieto representaba un trabajo atroz acomodarse a ellos, que eran insoportables y no podían permanecer atentos. Los creía reacios. La verdad era que no tenían la voluntad necesaria para fijar la atención. Equivocadamente eran considerados tontos; por el contrario, eran vivos. Aventuraban opiniones sobre la realidad, cosas de hecho y parecían haber captado primero que los demás el absurdo de las materias de enseñanza. Gracias a esto, muchos de ellos salieron adelante y con brillantez en la vida, y muchos lo habrían hecho si sus padres no les hubieran violentado su naturaleza forzándoles a continuar los estudios. En el pensionado de señoritas sólo daba clase a las pequeñas. Las mayores, en cambio, andaban libremente por el salón y enseñaban sus piernas apoyándolas contra las patas de sus mesas y sus sillas; las miraba con deleite pero no osaba acercárseles.
Entonces surgió un nuevo conflicto entre su amiga y él porque ella había visto que ya no era el mismo. Lo previno contra su amigo que lo adulaba y contra las jovencitas de las que había hablado calurosamente. Ella estaba celosa; recurría a Jesús; pero Johan continuó entretenido y terminó por alejarse de ella.
Por aquellos días llevaba una vida alegre y agitada. Entre el lujo y los cócteles donde la Andaluza. Noches de serenatas, pues ahora cantaba en un cuarteto, ponche y ligeros romances con las cabareteras. Donde la Andaluza se enamoró de una rubia pequeña que dormía tras el mostrador. Quería redimirla, hospedarla en un presbiterio, hacerse pastor y desposarla. Pero este amor pasó pronto: una noche en un gabinete particular vio a unos compañeros suyos cogerla por los senos.
Durante esta época, Jesús había sido olvidado pero aún escuchaba el sonido de un tímido bajo de ascetismo y de gracia divina. Oraba por costumbre pero sin esperar que su oración fuese escuchada puesto que durante mucho tiempo había buscado el saber que decían que se encontraba fácilmente en uno mismo con tal que se golpease, así fuera débilmente, a la puerta de la gracia. Y a decir verdad, no tenía muchos deseos de recibir la palabra. Si la puerta se hubiera abierto y el crucificado le hubiese gritado: entra, no habría estado satisfecho.
¡Su carne era demasiado joven y sana para tener el deseo de ser clavado en la cruz!