VI

La escuela de la cruz

El duelo tiene la feliz propiedad de consumirse en sí mismo. Muere de inanición. Como esencialmente es una ruptura en las costumbres, se las puede reemplazar con otras nuevas. Como es un vacío, rápidamente se llena con un verdadero horror vacui.

Una unión de veinte años se había roto. La compañera de lucha contra las adversidades de la vida había desaparecido; la mujer, junto a la cual había vivido un hombre, había desaparecido dejando tras ella tan sólo a un célibe; el administrador de la casa había abandonado su cargo. Todo estaba desorganizado. Los pequeños vestidos de luto que eran como manchas sombrías por todas partes, por las habitaciones, por el jardín, evidenciaban la siempre dolorosa ausencia. El padre sentía que estaban desamparados y los creía sin defensa. Con frecuencia, por las tardes regresaba de su trabajo a casa y se sentaba solitario bajo los tilos del cenador que daba a la calle. Acomodaba en sus rodillas a su hija mayor, de siete años; los demás jugaban a su alrededor. A este hombre que comenzaba a encanecer, de hermosos rasgos ensombrecidos por la pena, Johan lo veía con frecuencia sentado de esa manera en la semioscuridad del verde follaje. No podía consolarlo y él tampoco lo buscaba. Aunque no había creído en ella, lo sorprendía la sensibilidad del padre, lo observaba fijar los ojos extraviados en su hija como si persiguiera las facciones de la difunta en las líneas todavía imprecisas del rostro de la niña.

Desde su ventana, en la larga perspectiva de la alameda, solía contemplar entre los troncos de los árboles el paisaje que lo reanimaba y lo conmovía, pero comenzaba a temer por su padre: ya no era el mismo hombre de antes.

Seis meses después, una tarde de otoño, su padre regresó a casa con un desconocido. Un anciano de aspecto extraordinariamente jovial. Bromeaba, era afable y cordial con los niños y los criados y hacía reír de tal manera a la gente que nadie podía resistirse. Le llamaban el intendente. Era un amigo de infancia del padre de Johan y éste lo había reencontrado porque vivía en la casa vecina. Los dos viejos hablaban de sus recuerdos. Ahí tenía una provisión para llenar el vacío. Las primeras veces las inmóviles facciones del padre se atiesaban aún más cuando era forzado a reír ante las observaciones humorísticas de su amigo espiritual. Al cabo de una semana, él y toda su familia reían a carcajadas, como sólo pueden hacerlo quienes han llorado largo tiempo. Era un simpático bromista, un bromista de categoría y, además, tocaba el violín, la guitarra y cantaba las letras de Bellman. Un nuevo aire, nuevas ilusiones invadieron la casa y el espectro de la pena, obra de la imaginación, fue ahuyentado. El intendente también había tenido una pena, había perdido a su novia y se había quedado soltero. La vida no le había sonreído pero tampoco la había tomado muy en serio.

Poco después Gustav regresó de París; vestía el uniforme, mezclaba palabras francesas con el sueco, era de carácter alegre y vivo en sus gestos. El padre le dio la bienvenida con un beso en la frente; una nube pasó con el recuerdo de la reciente desgracia puesto que el hijo no había estado presente en la muerte de su madre. No obstante, el cielo se aclaró pronto y la casa se reanimó. Gustav se inició en los negocios y ahora por fin el padre tenía con quien conversar sobre lo que le interesaba.

Una tarde, hacia el final del otoño, después de cenar, en un momento en que el intendente estaba en casa y la familia reunida, el padre se levantó y pidió la palabra: —«Hijos míos, mi amigo de infancia», comenzó. Luego anunció su intención de dar a los pequeños una nueva madre; agregó que la edad de las pasiones ya había pasado para él y que sólo el interés por sus hijos le había dictado la resolución de casarse con la señorita…

Era el aya. Dijo esto con un tono de autoridad que por lo visto parecía decir: en realidad esto no os importa pero, con todo, prefiero decíroslo. Enseguida el aya fue presentada y recibida con cálidas felicitaciones por parte del intendente y muy confusas por parte de los tres jóvenes.

Dos de ellos no tenían la conciencia limpia pues la habían adorado ardientemente pero con mucha inocencia; el tercero, Johan, al fin y al cabo había vivido en buenos términos con ella. ¿Quién era el más perjudicado? Se preguntaban. Hubo un largo silencio durante el cual los muchachos se hurgaban el alma, sacaban sus cuentas en claro y meditaban sobre las consecuencias de esta aventura inesperada. Johan inmediatamente sintió la ambigüedad de la situación y entendió lo que debía hacer. Esa misma tarde abordó directamente al aya en el cuarto de los niños. Sintió una gran turbación cuando recitó las siguientes palabras compuestas con precipitación a la manera de su padre:

—Como las relaciones entre nosotros están a punto de modificarse —dijo—, le pido, señorita, que olvide todo lo pasado y que acepte que seamos amigos.

Este acto estaba lleno de sinceridad y sabiduría y no había en él ninguna segunda intención. Era un arreglo de cuentas con el pasado y el deseo de convivir en buenos términos en el futuro.

Al medio día siguiente el padre buscó a Johan en su cuarto y le agradeció su noble comportamiento con la señorita y para demostrarle su satisfacción le dio un pequeño regalo, un regalo ansiosamente deseado desde mucho tiempo atrás: un aparato de química.

Johan tuvo vergüenza al recibir el regalo pues no encontraba tan noble su acción. Había actuado espontáneamente y era razonable. Su padre y la señorita debieron exagerarla y considerarla como un buen presagio para su amor. Muy pronto tuvieron que reconocer su error y naturalmente registrarlo entre los saldos pasivos del niño. Que el viejo se casaba de nuevo por sus hijos, no ofrecía ninguna duda, pero que también amaba a la joven, era seguro. Y ¿por qué no podría hacerlo? A nadie le importaba; que los viudos se casen pronto por penoso que haya sido el matrimonio y aunque sientan que cometen una infidelidad para con la difunta, es un fenómeno corriente. Los esposos in artículo mortis generalmente se atormentan con la idea de que el sobreviviente se casará de nuevo.

Los hermanos tomaron la cosa por el buen lado y se resignaron. El respeto al padre era para ellos una religión. Creer y no dudar. Nunca habían pensado que la paternidad no era más que una cualidad fortuita que podía convertirse en la suerte de cualquiera.

Pero Johan no aceptaba. Tuvo interminables discusiones con sus hermanos y criticó a su padre porque se había comprometido antes de que expirara el año de duelo. Evocaba el alma de su madre, auguraba la ruina y la desgracia, se irritaba hasta la exaltación; iba demasiado lejos.

El argumento de sus hermanos era: lo que papá hace ¡no nos importa! En verdad no estaban preparados para juzgar la situación pero el hecho les concernía seriamente. Averiguador de palabras, lo apodaban sin comprender que una palabra puede tomar diversos significados. Una tarde, poco tiempo después, al regresar de la escuela, vio la casa bien iluminada, escuchó música y conversaciones. Subió a su habitación y se puso a trabajar. Una criada vino de parte de su padre a pedirle que bajara porque había mucha gente.

—¿Quiénes?

—La nueva familia.

Le encargó transmitir sus cumplidos; él no tenía tiempo. Luego vino a buscarlo su hermano. Primero lo insultó, después le rogó.

Por amor al anciano padre debía bajar, tan sólo un momento para saludar, entonces, podría volver a subir inmediatamente.

—Bien, ¡lo pensaré!

Finalmente bajó; encontró el salón lleno de damas y señores; tres tías maternas, una nueva abuela, un tío, un abuelo. Las tías eran muy jóvenes. Saludó con una inclinación cortés pero fría en medio de la sala.

El padre estaba furioso pero quería disimularlo. Le preguntó a Johan si deseaba tomar un vaso de ponche. Johan aceptó. Entonces irónicamente le preguntó si tenía muchas tareas. Sí, tenía mucho trabajo. Después regresó a su habitación. Allí hacía frío y había poca luz y le era imposible trabajar porque le llegaban los ruidos de la música y la danza. La cocinera vino a llamarlo para la cena. No deseaba comer nada. Hambriento se paseaba por su cuarto con el corazón lleno de indignación. En algunos instantes estuvo tentado de bajar; abajo había calor, luz y se divertían; después de repetidos deseos tomó en sus manos el pestillo de la cerradura. Pero dio media vuelta. Tímido. Sencillamente tenía miedo a los hombres y como durante ese verano no había hablado con nadie, se había vuelto aún más salvaje. Entonces se acostó con hambre y creyó que era la persona más desdichada que habitaba en el mundo.

Al día siguiente el padre subió a su habitación y le dijo que no había sido sincero cuando había pedido perdón a la señorita.

—¿Perdón? Si no tenía motivos para pedir perdón.

Su padre le advirtió que lo haría doblegarse por indomable que fuera.

¡Inténtalo!, pensó. Pero el ensayo sólo duró algún tiempo. Mientras tanto, Johan se preparó para resistir a la prueba.

*

Una tarde su hermano leía a la luz de la lámpara que colgaba del techo de la habitación. Johan preguntó: ¿Qué lees? Su hermano le mostró el título de la cubierta. En grandes caracteres góticos sobre la portada amarilla estaba el famoso título: Advertencia de un amigo de la juventud contra su más peligroso enemigo.

—¿Lo has leído? —preguntó Gustav.

Johan dijo que lo había leído y se alejó. Pero cuando Gustav terminó la lectura, metió el libro en el cajón y bajó, Johan abrió el cajón y sacó el horrendo escrito. Sus ojos recorrieron las páginas sin osar leer detenidamente. En conclusión estaba condenado a la muerte o a la locura a los veinticinco años. Su médula espinal y su cerebro se agotarían, su rostro parecería una calavera, sus cabellos se caerían, sus manos temblarían; era monstruoso. Y ¿cuál era el medio para encontrar la salvación? ¡Jesús! Pero Jesús no podía salvar el cuerpo, solamente salva el alma. El cuerpo estaba condenado a morir a los veinticinco años.

—No le quedaba más que salvar el alma de la condenación eterna. Tal era el famoso libelo del doctor Kapff que ha llevado a tantos jóvenes al manicomio únicamente por el placer de engrosar el número de partidarios del jesuitismo protestante. Ese escrito, tan profundamente inmoral, tan pernicioso, debería en realidad ser perseguido, secuestrado e incinerado. O por lo menos debería ser refutado por artículos más esclarecedores sobre el tema. De hecho, hubo uno que cayó más tarde en manos de Johan quien de inmediato hizo todo lo que estuvo a su alcance para difundirlo porque era muy poco conocido. Se titulaba Consejos del tío Palle para los jóvenes pecadores y pasaba por haber sido escrito por Wistrand, miembro del Consejo Superior de Higiene. Era un libro sincero, que trataba el tema con propiedad, realzaba la entereza de los muchachos e insistía principalmente en que se habían exagerado los peligros de esta mala costumbre; al mismo tiempo daba consejos prácticos y hacía recomendaciones de higiene. Pero hoy todavía está en boga el odioso escrito de Kapff y por eso los médicos son asediados por los pecadores que, con el corazón palpitante, les hacen su confesión. No hace mucho tiempo que un estudiante fue a casa de un célebre médico de Estocolmo para confesarle que ya había despilfarrado su vida y que estaba esperando la muerte.

—¡Bah! ¡Cuentos!, señor —respondió el doctor—. Míreme, ¡seguramente no hay nadie que haya sido más vicioso que yo!

El joven pecador lo miró y vio ante sí a un Hércules de cuarenta y cinco años que, al mismo tiempo, tenía una bella y coherente inteligencia.

Sin embargo, durante todo un año, en su penosa angustia, Johan no recibió una palabra de consuelo. Estaba condenado a muerte, sólo le restaba llevar una virtuosa vida en Cristo hasta que la guadaña viniese a golpearlo. Se refugió en los viejos libros pietistas de su madre, hizo lecturas sobre Jesús, oró e hizo penitencia. En su soledad se tomaba por un criminal, se humillaba. Al día siguiente, cuando iba por la calle, cedía la acera a cualquiera que encontrara. Pretendía sacrificar su voluntad para ascender hasta Jesús, sufrir durante su vida y poder entrar luego en la gloria del Señor.

Una noche se despertó y observó a sus hermanos cerca de la lámpara: hablaban del asunto. Se sumergió bajo la manta y se metió los dedos en las orejas para no tener que escuchar. A pesar de todo, escuchó. Su hermano hablaba de la pensión en París donde ataban los jóvenes a las camas sin que eso sirviese de nada. Deseaba levantarse, confesarse ante ellos, pedirles perdón, implorarles su ayuda, pero no se aventuraba a escuchar la confirmación de su condena a muerte. Si lo hubiese hecho, tal vez habría recibido ayuda y consuelo. Pero calló. Estaba empapado en sudor y rogaba a Jesús; entonces ya no imploraba a Dios padre. Donde quiera que iba veía la terrible palabra en mayúsculas negras sobre fondo amarillo, la veía en las paredes de la casa, en los empapelados de la habitación; el cajón donde estaba el libro guardaba la guillotina. Cada vez que su hermano se acercaba al cajón, temblaba y escapaba. Permanecía largos ratos ante el espejo y miraba si sus ojos se habían hundido, si sus cabellos se habían caído, si la calavera empezaba a aparecer. Con todo, se veía fresco y sonrosado.

Se encerró en sí mismo, se tornó silencioso y evitó el contacto con los demás. Por esto su padre se imaginaba que Johan quería mostrar su desaprobación al matrimonio, que estaba lleno de soberbia y que era necesario someterlo. Ya estaba doblegado y cuando se dejaba humillar sin decir palabra, su padre creía que había triunfado su acertado tratamiento. Esto exasperaba al muchacho y a veces se rebelaba. En ocasiones surgía la débil esperanza de que su cuerpo podía también ser salvado. Hizo gimnasia, se bañaba con agua fría y comía poco en la tarde.

De otra parte, no hay que creer que ser pietista y amar a Jesús son una misma cosa. Es un estado del espíritu que llega por momentos y cambia como el tiempo, una manera de ver las cosas que sólo se alcanza después de una larga práctica, un papel que no se aprende tan de prisa. Ser pesimista cuando se es joven y fuerte —y el jesuitismo era puro pesimismo porque creía que el mundo era absolutamente malo—, ¡no es tan fácil! La alegría de vivir existe y se la encuentra entre los pietistas tanto como en esas gentes que se llaman verdaderos prestidigitadores y que son muy alegres. Y si están casados y tienen buena salud necesariamente deben tener muchos momentos en los que olvidan a Jesús por completo y donde Él nada tiene que ver; justamente en esos momentos el individuo siente su fuerza vital decuplicada de tal manera que va más allá de él y se propaga hasta la especie.

La impresión que causaron los libros pietistas a Johan se reflejó en sus redacciones en la escuela; he aquí dos composiciones de 1862 y 1863:

Un día mal empleado es un día perdido para siempre.

El tiempo es el más precioso de los dones que Dios nos ha dado; ¡por lo tanto debemos emplearlo de manera que podamos demostrar cuánto apreciamos ese don! Debemos dedicar cada día, cada hora, a un fin útil tanto para nuestro cuerpo como para nuestra alma y no despilfarrar inútilmente el tiempo.

Si gastara el día de una forma que no satisficiera a mi conciencia, la pérdida que habría sufrido no podría repararse jamás; si tenemos en cuenta los conocimientos que hubiera podido adquirir; el día mal empleado está por consiguiente perdido para siempre porque el tiempo que ha huido jamás regresa. Cada día nos acerca a la tumba y, por tanto, debemos pensar que un día seremos responsables del empleo de nuestro tiempo. Por esta razón, desde nuestra juventud debemos acostumbrarnos a estimar, a aprovechar bien el tiempo tan valioso, a tratar de adquirir nuevos conocimientos cada día y, asimismo, a emplearlo como Dios y nuestra conciencia lo recomiendan. En definitiva, un día mal empleado es un día perdido para siempre.

Lo que el sol es a la tierra, lo es la religión para el hombre.

El sol es indispensable para toda la vegetación terrestre. Sin su luz y su calor vivificantes ninguna planta, ningún animal y, en consecuencia, ningún hombre podrían existir y nuestro planeta no sería más que un desierto. No obstante, el sol derrama sobre los hombres no sólo la vida sino también la esperanza porque cuando se oculta por la tarde, siempre esperamos verlo salir de nuevo a la mañana siguiente. Así como el sol es necesario para nuestra vida material, la religión es la fuerza vital de nuestra vida espiritual. Ella nos consuela en nuestras penas y nos ayuda a esperar la vida futura; también es el único aliciente para una conducta honesta y virtuosa porque ella todo lo revierte con una recompensa para las buenas acciones y con un castigo para las malas.

*

En resumen, gracias a la vida, a la escuela y al saber, el yo de nuestro joven se había enriquecido y al compararse con el más elemental yo de los demás, se encontraba superior. Pero ahora Jesús había aparecido y quería sacrificar su yo. Sin embargo, aquello no se detuvo allí y la lucha fue encarnizada, feroz. Además observó que nadie más renegaba de su yo, ¿por qué? ¿Por qué en nombre de Jesús iba él a renegar del suyo?

El día de la boda se rebeló. No fue a abrazar a la recién casada como lo hicieron sus hermanos y hermanas y, en cambio, abandonó el baile para ir a buscar a los bebedores de ponche con quienes se embriagó un poco.

Ahora sería castigado y su personalidad hecha añicos.

Ingresó en el Gymnasium. No le asombró en absoluto. Aquello llegaba demasiado tarde; era algo que se le adeudaba desde mucho tiempo atrás; había saboreado la alegría por cuotas. Nadie lo felicitó y tampoco le entregaron de inmediato la gorra de alumno del Gymnasium. ¿Por qué? ¿Para dominarlo? O ¿simplemente era que su padre no quería ver los signos externos de su saber? Al final se decidió que una tía bordaría la guirnalda en terciopelo para coserla sobre una ordinaria gorra negra. Ella bordó un ramo de encina y laurel pero lo hizo mal, por esto tuvo que soportar los sarcasmos de sus compañeros. Fue el único que estuvo mucho tiempo sin llevar la tradicional gorra. ¡El único! ¡Único en ser señalado con el dedo, el único olvidado!

Después, redujeron su dinero para el desayuno en la escuela de cinco a cuatro ores. Era una crueldad gratuita porque su familia no era pobre y un muchacho constantemente tiene necesidad de más alimento. La verdad era que Johan nunca desayunaba y los doce shillings por semana servían para comprar tabaco. Ahora mantenía un terrible apetito y siempre estaba con hambre. Cuando había bacalao en la cena comía hasta fatigarse la mandíbula pero abandonaba la mesa con el mismo hambre. ¿Recibía por tanto un sustento excesivamente escaso? No, porque hay millones de obreros que reciben menos sustento, aunque los estómagos de las clases elevadas sin duda están más adecuados a los alimentos más sustanciosos, más nutritivos. Por tanto siempre asociaba su juventud con un hambre no satisfecha.

Por otra parte, el gobierno de la madrastra redujo el régimen alimenticio y la comida fue menos buena. Desde entonces sólo se cambiaba la ropa blanca una vez por semana en lugar de dos. Esto permitía sospechar que la administración estaba a cargo de alguien de la clase inferior. El muchacho no era tan arrogante como para despreciar al aya, por su origen, pero cuando ella aparecía como un poder venido de abajo para oprimirlo, se rebelaba.

Al crecer tuvo que llevar vestidos que no eran de su talla. Sus compañeros se encargaron de bromear sobre sus pantalones demasiado cortos y sobre la guirnalda de su gorra bordada en casa. Todos los libros que necesitaba para seguir el curso se los compraban de ocasión y en viejas ediciones; naturalmente esto le acarreaba nuevos problemas en clase.

—Así es como está en mi libro —respondía Johan.

—¡Muestra tu libro!

¡Escándalo! Y el profesor le ordenaba comprar la última edición, cosa que jamás ocurría.

Sus camisas apenas le cubrían los codos y no podía abotonárselas. Esta circunstancia lo obligaba a presentarse siempre en chaqueta a la clase de gimnasia. En cierta ocasión iba a ser nombrado monitor de un curso más adelantado dirigido por el lugarteniente.

—Ahora, hijos míos, quitaos las chaquetas; vamos a hacer un poco de movimiento.

Todos, excepto Johan, se la quitaron.

—¡Bueno! ¿Por qué no te la has quitado todavía?

—Tengo frío —dijo Johan.

—Pronto entrarás en calor, quítate solamente la americana.

Se negó, el lugarteniente se acercó amablemente y le tiró de las mangas. Resistió. El profesor lo miró.

—¿Qué significa esto? —dijo—. Solicito amablemente algo y tú te niegas a obedecerme; entonces vete al diablo.

Johan deseó decir algo para excusarse. Miró entristecido a este hombre afable con el que siempre se había llevado bien. Pero calló y se fue. Ahora conocía las humillaciones. La pobreza, impuesta como humillación por maldad y no por necesidad. Se quejaba ante sus hermanos pero ellos le respondían que no estaba bien ser orgulloso. Entre ellos mediaba el abismo que había abierto una cultura diferente. Pertenecían a diferentes clases sociales y se agrupaban alrededor del padre que era, para ellos, de su misma clase y, además, tenía poder.

Otro día le hicieron una chaqueta azul con botones brillantes. Los compañeros se burlaron de él; quería, según decían ellos, parecerse a los alumnos de la escuela naval. Y éste era el último de sus deseos pues su orgullo se basaba en ser más que en parecer. Con esa chaqueta sufrió más de lo que podría creerse. Después empezó el trabajo de doblegamiento sistemático. Lo obligaban a levantarse temprano y lo enviaban a hacer recados que debía terminar antes de ir a clase. Replicaba que tenía lecciones, pero era inútil. «Aprendes tan fácilmente —le decían— que tienes tiempo hasta para leer cosas inútiles».

Hacer los recados cuando había un mayordomo, un ama de llaves y tantos criados, era inútil. Comprendía que era un castigo. Ahora odiaba a sus persecutores y a su vez ellos lo odiaban.

A continuación empezó un nuevo curso de domesticamiento. Debía levantarse temprano para llevar a su padre a la ciudad antes de ir a la escuela, regresar con el caballo y el coche, desengancharlo, limpiar la caballeriza y dar forraje al animal. La misma faena se repetía al medio día. Así, pues, tenía que hacer sus deberes, ir a la escuela, conducir dos veces diariamente hasta Riddarholmen y regresar. Cuando tuvo más edad se preguntó si en todo aquello podría existir un cariñoso afán, si su sabio padre creía que la actividad cerebral lo perjudicaba y que el trabajo físico le era necesario. O ¿era tal vez una medida económica para no abusar del tiempo del mayordomo? El trabajo físico es sin duda alguna necesario y se podría aconsejar a todos los padres reflexionar sobre él; no obstante, Johan no podía ver en él alguna bondad, en caso de que la tuviera, porque todo lo hacían con maldad, con toda su mala intención posible y demostraban tan claramente que buscaban el mal para él, que le era imposible adivinar las escasas buenas intenciones que podrían encontrarse al lado de las malas. Cuando llegaron las vacaciones de verano, el conducir fue reemplazado por el oficio de la caballeriza. El caballo debía recibir su forraje a determinadas horas y Johan debía quedarse en casa y estar pendiente de esas horas. Su libertad había terminado. Sentía el gran cambio de su situación y lo atribuía a su madrastra. En lugar de ser un hombre libre, disponer de su tiempo y sus pensamientos, se había convertido en un criado; «puedes hacer pequeños oficios para ayudar a pagar tu comida». Y cuando veía a sus hermanos exentos de ocupaciones serviles, se convencía de que en todo eso sólo había mala intención. Cortar la paja, fregar el suelo, llevar el agua, etc., era muy bueno, pero la intención lo estropeaba todo. Si su padre le hubiese dicho que aquello era útil para su salud y, particularmente, para su vida sexual, lo habría hecho con gusto. Entre tanto, odiaba ese trabajo. Tenía miedo a la oscuridad porque, como todos los niños, había sido criado por las sirvientas y se veía obligado a ahogar antes sus temores para poder subir al henil por la tarde. Lanzaba imprecaciones cada vez que era apremiado; pero el caballo era un viejo bonachón con el que conversaba en ocasiones y al que se quejaba. Por otra parte, era amigo de los animales; tenía dos canarios a los que rodeaba de cuidados.

Odiaba el trabajo porque le era impuesto por el aya que así quería vengarse y demostrar su superioridad. Lo odiaba porque era obligatorio hacerlo como pago de sus estudios. Había notado que se hacían cálculos sobre su carrera literaria. Se vanagloriaban de él y de su saber. No era entonces solamente por bondad que se le daba instrucción.

Por aquellos días bravuconeó y, al conducir, destrozó los resortes del coche. Cuando bajaba a Riddarhustorget, invariablemente el padre examinaba todo el coche. Una vez encontró que faltaba un resorte.

—Lleva el coche a casa del herrero —dijo.

Johan no contestó.

—¿Has escuchado?

—Sí, he escuchado.

Entonces condujo el coche a la calle de Moelar donde el herrero. Éste le informó que la reparación duraba tres horas. ¿Qué tenía que hacer? Desenganchar, llevar el caballo a casa y regresar más tarde. Pero conducir un caballo enjaezado por la Drottningatan con la gorra de alumno del liceo puesta y encontrarse tal vez cerca del Observatorio a los muchachos que envidiaban su gorra o, lo que sería peor aún, a las hermosas niñas de la Norrtullsgatan que le sonreían amistosamente, ¡no! ¡Antes cualquier otra cosa que hacer eso! Entonces pensó llevar a Brunte por la Rörstrandsga tan pero para esto era necesario guiarlo por Karlberg donde conocía algunos alumnos de la escuela. Se quedó sentado sobre una viga en el patio a pleno sol y maldijo su suerte. Pensaba en todos los veranos que había pasado en el campo y calculaba su desgracia. Si hubiese pensado en sus hermanos que ahora estaban encerrados diez horas al día en sus calurosos y oscuros despachos, sin tener la esperanza de un sólo día de descanso, habría sacado otras conclusiones sobre su situación; pero no lo hizo. Con todo, en ese instante hubiera querido estar en su lugar. Ellos, al menos, ganaban su pan y no tenían necesidad de vivir en casa. Tenían una situación definida; la suya no lo era. ¿Por qué sus padres lo hacían abrigar esperanzas que nunca se alcanzaban? Anhelaba encontrar una salida, no le importaba cual fuera. Su situación era imprecisa, la quería definida. Prefería bajar o subir, pero no ser atrapado entre las ruedas.

Por esta razón un día fue a buscar a su padre y le pidió que lo retirara de la escuela. El padre abrió desmesuradamente los ojos y amablemente le preguntó por qué. Porque todo lo aburría, no aprendía nada, deseaba lanzarse a la vida, trabajar y bastarse a sí mismo.

—¿Qué quieres llegar a ser entonces?

Como no lo sabía, se puso a llorar. Algunos días más tarde su padre le preguntó si quería ingresar en la escuela militar. ¿A la escuela militar? Estuvo a punto de desvanecerse. No sabía que responder. Era demasiado. ¡Se convertiría en un señor elegante con espada al cinto! ¡Nunca había tenido una ilusión tan audaz!

—Piénsalo —dijo su padre.

Reflexionó toda la noche. ¡Podría pasearse en uniforme allá en Kalberg donde se había bañado, donde había sido despreciado por los cadetes! Convertirse en oficial significaba tener poder; las muchachas le sonreirían y… nadie lo oprimiría más. Sentía iluminarse su vida, liberarse su pecho de la opresión y despertar todas sus esperanzas. Pero esto era excesivo para él. No le convenía, tampoco a sus allegados. No deseaba este ascenso, no quería dar órdenes, solamente pretendía escapar a la ciega obediencia, a la vigilancia, a la sumisión. El esclavo que no se atrevía a pedirle algo a la vida se despertaba entonces en él. ¡Era demasiado honor para él!

El pensar que hubiese podido alcanzar lo que tal vez todos los jóvenes han deseado alguna vez, le bastaba. Renunció, descendió y retornó su cadena. Cuando más tarde llegó a ser un pietista poco noble supuso que había renunciado al honor por devoción a Jesús. No era cierto; sin embargo, en el sacrificio había un poco de humillación. Con todo, había descubierto las intenciones de sus padres: esperaban que él los cubriera de honor. La idea de la escuela militar ¡probablemente había sido de la madrastra!

Luego surgieron nuevos y más serios motivos de conflicto. Johan había notado que sus hermanos y hermanas menores iban pobremente vestidos y, además, había escuchado gritos en la habitación de los pequeños.

—¡Ah! ¡Ella les da palos!

Ahora se mantenía al acecho. Un día observó que la niñera jugaba con su hermano menor de una manera sospechosa cuando éste ya estaba acostado. El niño se enfadó e indignado escupió en el rostro a la criada. La madrastra quiso intervenir pero Johan entró en escena. Ahora tenía la sangre caliente.

El asunto fue aplazado hasta que el padre regresara. La batalla tendría lugar después de la cena. Johan estaba preparado, se sentía el paladín de su difunta madre. Y el proceso comenzó. El padre riñó a Pelle e iba a golpearlo.

—¡No lo toques! —gritó Johan con un tono autoritario y amenazante y se lanzó hacia su padre como si fuera a tomarle por el cuello.

—¿Qué significa esto?

—No lo toques, es inocente.

—Escucha, entra, debo hablarte, estás completamente loco —dijo el padre.

—Sí, sí, ya entraré, ya —replicó el temeroso Johan gritando como un loco furioso.

Por un momento el padre perdió su seguridad y con toda la agudeza de su inteligencia debió advertir que algo turbio había allí.

—¿Qué quieres decir?

—Digo que es una falta de Karin; ella se portó mal y si mamá hubiera vivido, entonces…

Esto lo hirió profundamente.

—Pero ¿qué tonterías dices sobre mamá? ¡Ahora tienes una nueva madre! Prueba lo que dices. ¿Qué es lo que Karin ha hecho?

Sí, pero por desgracia no podía probarlo porque temía tocar un tema sensible. Calló y sucumbió. En su cabeza bullían mil ideas.

¿Cómo las expresaría? Las palabras se agolpaban; dijo una tontería tomada al azar de un manual.

—¿Probar? Hay cosas claras que no pueden ser probadas y que no tienen necesidad de serlo (qué necedad, pensó, pero era demasiado tarde).

—No, escucha, eres demasiado estúpido —dijo el padre y recuperó su superioridad.

Johan estaba derrotado pero aún quería atacar. Recordó una réplica que le habían echado en cara en la escuela y que todavía lo mortificaba.

—Si soy estúpido es un defecto natural que nadie tiene derecho a reprocharme.

—Debería darte vergüenza decirme tales majaderías. ¡Vete y no aparezcas más!

Fue echado a la calle.

Desde entonces todos los castigos se infligían cuando Johan estaba ausente. Creían que les saltaría a la garganta si escuchaba algo, y es probable que así ocurriera.

Había otro medio para doblegarlo; un atroz medio que aún hoy las familias utilizan mucho. Era impedirle su desarrollo obligándolo a acompañar a sus hermanos y hermanas menores. A menudo los pequeños suelen jugar con sus hermanos aunque no exista simpatía entre ellos. Es algo violento; pero obligar al mayor a permanecer con el menor, y mucho más joven, es un crimen contra natura, es cortar un árbol joven en su crecimiento. Johan tenía un hermano menor, un amable niño de siete años que confiaba en todo el mundo y no le hacía mal a nadie. Johan vigilaba cuidadosamente que no lo maltrataran y lo quería mucho. Pero hablar e intimar con un chico tan pequeño que no comprendía sus ideas ni su lenguaje, era harina de otro costal.

Ahora bien, era necesario. Un primero de mayo en el que Johan esperaba salir con sus compañeros, el padre le ordenó que llevara a Pelle a Djurgoden y lo vigilara. De nada servía apelar. Llegaron a la planicie y encontraron a los amigos; Johan sentía a su hermanito como un grillete en un pie. Lo cuidaba para que no fuera aplastado por la multitud pero habría preferido dejarlo en casa. El niño hablaba, señalaba con el dedo a los transeúntes y Johan lo reprendía. Pero como se sentía solidario con el chico, se avergonzaba por él. ¿Qué necesidad tenía de esas sensaciones, de avergonzarse de una falta de etiqueta que, además, no había cometido? Se tornó seco, frío y duro. El niño quería ver el guiñol, pero Johan no; no quería nada de lo que deseaba su hermano. Y a continuación se avergonzó de su dureza. Maldecía su egoísmo, se odiaba, se despreciaba; sin embargo, no podía liberarse de sus malos sentimientos. Pelle no comprendía nada; solamente tenía un aire aburrido, resignado, paciente y dulce. —Eres orgulloso —se decía Johan a sí mismo—. Privas al niño de una alegría. Sé condescendiente. Pero se endurecía más. Por último el pequeño le rogó que comprara un alfajor. Johan hizo un esfuerzo consigo mismo y lo compró. En plena plaza. ¡Qué tal que alguien hubiese visto al alumno del Gymnasium comprar un alfajor mientras sus compañeros estaban en Novilla e iban a beber ponche! Compró el pastel, lo puso en el bolsillo de la blusa de su hermano y continuaron el camino. Pero he aquí que Johan encuentra a dos cadetes, antiguos condiscípulos suyos. Los ve avanzar hacia él y, al mismo tiempo, una manecita le ofrece pastel. —Toma, Johan, ¡para ti! Rechaza el ofrecimiento. Y ve elevarse hacia él un par de ojos blancos, llenos de bondad, inquisidores e implorantes. Entonces hubiese querido llorar, coger en sus brazos al afligido niño, pedirle perdón, fundir el hielo que se había cristalizado en su corazón. Tenía conciencia de ser un bribón, un miserable que había rechazado un ofrecimiento. Regresaron.

Anhelaba liberarse de su falta pero no podía. Con todo, al evocar a los cómplices que habían generado la conflictiva situación, los recriminaba con el pensamiento.

Era demasiado mayor para colocarse al nivel del niño y era muy joven para saber acercarse a él.

Como su padre había vuelto a encontrarle sentido a la vida gracias a su matrimonio, intentó asimismo combatir la autoridad que el saber confería a Johan y quiso entonces someterlo también en ese campo. En cierta oportunidad, en el comedor después de la cena, el padre estaba con sus tres periódicos: el AfionbIadet, el Allehanda y el Posttidningen y Johan con un libro de clase. El padre hizo una pausa.

—¿Qué estudias? —le preguntó.

—¡Filosofía!

Hubo un largo silencio. Los alumnos siempre llamaban filosofía a la lógica.

—¿Qué es exactamente la filosofía?

—La ciencia del pensamiento.

—¡Eh! ¿Acaso tenemos necesidad de aprender a pensar? Veamos un poco eso.

Se ajustó los quevedos y leyó.

—¿Crees que los campesinos de Riksdag[12] (odiaba a los campesinos pero en este momento los utilizaba como argumento), crees quizá que los campesinos de Riksdag hayan aprendido filosofía? No, no lo creo y, no obstante, les dan vuelta que da gusto a los profesores de filosofía. Estudias muchas cosas inútiles.

Con esto, se borró de un plumazo la filosofía.

Asimismo la mezquindad de su padre ponía a Johan en situaciones embarazosas. Durante las vacaciones, dos compañeros se ofrecieron para enseñarle matemáticas. Johan le preguntó a su padre si lo permitía.

—Sí, con mucho gusto.

Más tarde, cuando llegó el momento de remunerar a los compañeros, el padre objetó que eran demasiado ricos como para darles dinero.

—Pero podemos darles un regalo —pensaba Johan.

Nunca les dieron nada.

Todo el año vivió avergonzado y, por primera vez, sintió el horror de tener una deuda. Al principio sus compañeros hicieron alusiones sutiles sobre el suceso, luego fueron groseras. No las evitó, se rebajó ante ellos para demostrarles su gratitud. Sentía que ellos eran dueños de los jirones de su alma, de su cuerpo, que era su esclavo y que no podía liberarse. De cuando en cuando se aventuraba a hacer algunas promesas, soñaba con poderlas cumplir, pero como nunca llegaban a realizarse el peso de la deuda se acrecentaba más por el incumplimiento. Fue una época de infinitas torturas, y ésta tal vez la más amarga que pudo recordar después.

También para frenar su desarrollo se aplazó la confirmación. Aunque aprendía teología en la escuela y conocía los evangelios en griego, ¡no estaba preparado para el examen de confirmación!

El doblegamiento en casa se tornó más opresivo mientras que en la escuela era un hombre completamente libre. Al verse como un hombre libre en la escuela, el trabajo de aplastamiento en su casa se le hizo más opresivo. Como alumno del Gymnasium gozaba de algunos privilegios. Se levantaba y salía de clase sin pedir permiso; no se ponía en pie cuando lo interrogaban y se atrevía a discutir con los profesores; aunque era el más joven de la clase, estaba ubicado entre los mayores y los más adelantados. Desde esa época los profesores eran conferenciantes más que examinadores. El antiguo caníbal de la escuela de Santa Clara era ahora un patriarca que explicaba De Senectute y De amicitia de Cicerón y se preocupaba menos por las palabras. Además, abordaba el tema con explicaciones bastante indiscretas sobre el encuentro de Dido y Eneas en la gruta; respecto a esto, comenzaba por aclarar que «para los puros, todo es puro»; se extendía sobre el capítulo del amor, divagaba y se ponía profundamente melancólico (más tarde, los alumnos supieron que le estaba haciendo la corte a una solterona). Ya no elevaba la voz e, incluso, un día en el que no había preparado suficientemente su clase (pues no era muy fuerte en latín), tuvo la entereza de ánimo de declarar que, por esta razón, no se atrevía a dictar la clase y, a modo de moraleja, concluyó que nunca se debía asistir a clase sin haber estudiado la lección por sabio que se fuera. Esto causó gran impresión entre los muchachos. Lo que perdió como latinista lo ganó como hombre. Desde ese momento se ayudaron mutuamente en las explicaciones.

Gracias a sus conocimientos sobre historia natural, Johan fue admitido en la «Sociedad de Amigos de las Ciencias Naturales», y como era el único de su clase que había sido aceptado, la distinción constituyó para él un gran honor. Ahora se reuniría con los compañeros de los cursos superiores que ingresarían en la universidad al año siguiente. Y podría dictar conferencias. Contó en su casa que daría una conferencia. Preparó una disertación sobre el aire e hizo una lectura.

Después de la sesión, el grupo bajó a un sótano de Hoetorget y bebieron ponche. Johan estaba intimidado por estos muchachos atrevidos pero se sentía maravillosamente bien. Era la primera vez que se veía colocado por encima de sus coetáneos. Contaron chistes obscenos. Él narró uno muy inocente y con una gran timidez. A continuación estos caballeros vinieron a visitarlo a su casa y se llevaron sus más bellas plantas de montaña y algunos aparatos de química.

*

Johan hizo un amigo en la escuela por pura casualidad. Un día, cuando era el alumno más adelantado del curso superior de la escuela, vino el director acompañado por un señor de levita que llevaba bigotes y quevedos.

—Johan —dijo—, encárgate de este muchacho. Está recién llegado del campo, ponle al corriente.

Los quevedos miraron desdeñosamente al pigmeo de chaqueta y no hubo posibilidad de acercamiento. A pesar de esto, lo sentaron junto a él y, como Johan tenía el libro, le soplaba en la oreja al más grande, que nunca sabía nada aunque hablaba de cócteles y cafés.

Una vez jugando con los quevedos, Johan estropeó el resorte. El condiscípulo se enfadó. Johan prometió hacerlos reparar. Llevó los lentes a su casa aunque le era difícil hacerlo porque no veía ninguna manera para conseguir dinero. Entonces decidió repararlos él mismo. Los desatornilló, taladró un viejo resorte de reloj pero no consiguió arreglarlos. Su compañero lo apremiaba. Johan estaba desesperado. Su padre nunca los pagaría.

—Bueno, los mandaré reparar, tú me pagarás después.

El arreglo costó cincuenta ores. El lunes Johan llevó doce shillings de cobre y prometió pagar el resto el lunes siguiente. Su amigo comprendió el plan.

—Pero si es el dinero de tus desayunos —dijo—. ¿Sólo te dan doce shillings por semana?

Johan se ruborizó y le rogó que los recibiera. El próximo lunes le pagaría las otras monedas de cobre. Nuevas resistencias. Nuevas súplicas.

Los jóvenes se llevaron bien de un curso a otro hasta que ingresaron en la Universidad de Uppsala e, incluso, mucho tiempo después. Su condiscípulo tenía un carácter amable y tomaba las cosas con tranquilidad. Discutía calmadamente con Johan y con mucha frecuencia lo hacía reír a carcajadas. Y por paradoja con la tristeza del hogar, la escuela se convirtió desde entonces en un refugio agradable y luminoso contra la tiranía familiar. Sin embargo, de esta forma llevaba una doble vida que nuevamente habría de dislocarle todas sus coyunturas.