Con la clase superior
La libre enseñanza se había constituido en la antítesis del terrorismo de la enseñanza pública. Como su existencia dependía de la buena voluntad de los alumnos, les había otorgado amplias libertades y se había introducido allí un espíritu altamente humano. Los castigos corporales estaban prohibidos. Los alumnos estaban acostumbrados a exponer su punto de vista, a interpelar, a defenderse contra las acusaciones, en una palabra: eran tratados como seres pensantes. Aquí Johan sintió por vez primera que tenía los derechos de un ser humano. Si el maestro había cometido un error de facto, no le era permitido perseverar en él apoyándose en su autoridad, era corregido y moralmente linchado por la clase que lo convencía con evidencias suficientes de su equivocación. Asimismo los métodos racionales estaban admitidos en la enseñanza. Dictaban pocas clases. Las explicaciones de las lenguas daban a los alumnos una idea del propósito de la enseñanza: el de poder traducir. De otra parte, habían admitido a extranjeros como profesores de lenguas vivas, de tal modo que el oído se habituaba a una buena pronunciación y así adquirían también una idea de la lengua hablada.
Numerosos estudiantes de los colegios estatales vinieron y Johan encontró entre ellos a algunos de sus antiguos condiscípulos de Santa Clara. También a profesores de Santa Clara y San Jacobo. Éstos presentaban allí un aspecto muy diferente y habían aprendido nuevas maneras. Johan comprendía ahora que ellos habían estado en la misma condición que sus víctimas puesto que habían tenido por encima al director y al consejo de disciplina. Le parecía que al fin la presión de arriba comenzaba a disminuir, que su voluntad y su pensamiento se liberaban y experimentó un sentimiento de dicha y bienestar. En casa elogiaba la escuela, agradecía a sus padres la salvación y sostenía que en ningún otro sitio se sentía mejor que en la escuela. Olvidó las antiguas injusticias, se hizo más flexible y más decidido. La madre comenzaba a admirar su erudición. Aparte de su lengua materna estudiaba cinco idiomas y sólo le faltaba un año para ingresar en la sección del Gymnasium. El mayor de sus hermanos había alzado el vuelo y trabajaba en un despacho, el otro estaba en París. Johan, por así decirlo, había ascendido de clase en su propia casa y particularmente tuvo conciencia de ello frente a su madre. Le hablaba de historia natural e historia y ella, que no había cursado estudios, lo escuchaba con recogimiento. Pero después de escucharle un buen rato, ya porque sintiese la necesidad de reafirmarse, ya porque temiese a la sabiduría del mundo, ella aleccionaba sobre la única ciencia capaz de hacer feliz al hombre: hablaba de Cristo; Johan conocía bastante bien ese sermón, pero su madre se proponía adecuarle una aplicación personal: debía estar en guardia contra el orgullo intelectual, debía ser siempre sencillo. El niño no comprendía la palabra sencillo y las palabras de Jesús no se parecían a las de la Biblia. Había algo malsano en los conceptos de su madre, creía ver en ellos la aversión que sienten las personas no cultivadas contra la cultura. Para qué entonces, se preguntaba, tantos años de clases si eran considerados inútiles en comparación con las oscuras e incoherentes doctrinas sobre la preciosa sangre de Jesús. Johan sabía además que su madre aprendía ese lenguaje en las conversaciones con las nodrizas, modistas y viejas que frecuentaban la iglesia de los religiosos moravos. Es asombroso, pensaba, que precisamente ellas dispusieran de la más elevada sabiduría mientras que el sacerdote en la iglesia y el profesor en el colegio no tuvieran la mínima opinión. Empezaba a sentir que esas modestas mujeres no carecían de cierto orgullo espiritual y que el camino que conducía a la sapiencia en Jesús era un atajo ingeniosamente descubierto. A esto se agregaba que ahora había condes y barones entre sus condiscípulos, de ahí que cuando comenzó a escuchar nombres en hjälm y en svärd en sus historias del colegio, se previno contra el orgullo.
¿Orgulloso? ¡Probablemente! En la escuela nunca buscaba a los de la clase alta. Los observaba antes que a los burgueses pues sus vestidos hermosos, sus rostros delicados, sus alfileres de brillantes, satisfacían su sentido estético. Sentía que pertenecía a otra raza, que ellos gozaban de una posición a la que jamás podría aspirar, la que tampoco ambicionaba puesto que no se atrevía a exigir nada de la vida. Pero cuando una vez un barón le pidió ayuda para hacer una tarea, se sintió por lo menos tan bueno como él, si no mejor, en esa oportunidad. De esta forma encontró algo en la sociedad que podía elevarlo a la altura de los más grandes y que podía procurarse: el saber.
Justamente por causa de un ligero aire de liberalismo, reinaba en esta institución un espíritu democrático que no había advertido en Santa Clara; los condes y los barones, perezosos en su mayoría, no tenían preeminencia alguna sobre los demás. El director, hijo de un campesino de Smoland, no le daba ninguna importancia al origen, asimismo tampoco alimentaba prevenciones contra los nobles ni quería especialmente aplastarlos. Tuteaba a todos los alumnos, grandes y chicos, y era igualmente familiar con todos, los estudiaba individualmente, los llamaba por sus nombres y se interesaba por la juventud.
Gracias a los contactos cotidianos entre los hijos de los burgueses y los nobles, los privilegios desaparecieron. Los espíritus serviles estaban en las clases superiores de la división del Gymnasium, donde los jóvenes gentilhombres llegaban con las espuelas puestas y la fusta en la mano mientras que un jinete de la guardia tenía el caballo de silla delante del pórtico. Estos jóvenes eran buscados por los «sabios» que entonces ya tenían una visión del arte de la vida pero que no los llevaba más allá del café o del piso de soltero.
En otoño, un grupo de estos jóvenes nobles regresaba de las excursiones que hacían como aspirantes a la escuela naval. Llegaban a clase en uniforme y con su bayoneta. Los admiraban mucho; un gran número los envidiaba. No obstante, la sangre servil de Johan no le permitía tal presunción; reconocía el privilegio, no soñaba con participar de él pues tenía conciencia de que sería más humillado aún. Pero soñaba seriamente con alcanzar su altura mediante otros procedimientos, por el mérito y el trabajo. Y en el mismo año, por la primavera, luego de aprobar los últimos exámenes, los alumnos vinieron a despedirse de sus profesores y cuando vio sus gorras blancas, sus ademanes desenvueltos, sus rostros cordiales, deseó vivamente estar en su lugar puesto que había notado con qué admiración los mismas alumnos de la escuela naval miraban las gorras blancas.
*
Ahora había cierto bienestar en la familia. Nuevamente se habían instalado en la calle de Norrtull. Era más agradable que Sabbatsberg y los hijos del propietario eran condiscípulos suyos. Su padre ya no tenía el jardín y desde entonces Johan se dedicaba sobre todo a los libros. Llevaba la vida de un joven acomodado. La casa era grata. El domingo los visitaban los primos que por esa época ya tenían alguna edad y los numerosos empleados del despacho que lo admitían en su grupo a pesar de sus pocos años. Ahora vestía chaqué, se ocupaba de sus trajes y como futuro alumno del Gymnasium gozaba de una alta consideración que no reparaba en su edad. Se paseaba por el jardín y ni los árboles frutales ni los manzanos lo tentaban particularmente.
De vez en cuando llegaba una carta del hermano de París; la leían en voz alta y con gran devoción. La leían en presencia de los parientes y amigos y ésta era la baza de la familia. Por navidad llegó la fotografía del hermano con uniforme de colegial francés. Ésta fue el as del triunfo. Johan tenía pues un hermano que llevaba el uniforme y que hablaba francés. Enseñó el retrato en la escuela y ganó consideración social. Los alumnos de la escuela naval reían burlonamente diciendo que no era un uniforme porque no tenía espada. Pero tenía kepis, botones brillantes y algo dorado en el cuello.
En casa se exhibían vistas estereoscópicas de París; desde entonces vivían en París. Las Tullerías y el Arco de Triunfo eran tan conocidos allí como el castillo y la estatua de Gustav Adolf. Parecía que la fórmula según la cual el padre pervive en sus hijos no carecía en verdad de fundamento.
En lo sucesivo la vida fue agradable para el joven adolescente; la opresión había disminuido, respiraba más libremente y habría seguido en la vida un camino sin dificultades si las circunstancias no hubiesen cambiado hasta tal punto que tuvo el viento en contra.
Desde mucho tiempo atrás la madre estaba debilitada por sus doce partos. Ahora debía guardar cama; sólo se levantaba de cuando en cuando. Su carácter se había agriado y cuando la contrariaban rojas llamas ascendían a sus mejillas. En la última navidad había entablado una violenta discusión con su hermano sobre los sacerdotes pietistas. En la mesa defendió la profundidad de las epístolas de Fredman colocándolas incluso, por la riqueza de sus ideas, muy por encima de los sermones de los sacerdotes pietistas. Al escuchar aquello, la madre se encolerizó y sufrió un ataque de nervios.
No fue más que una señal.
A partir de entonces se entretuvo trabajando; tanto que apenas pudo ponerse en pie se dedicó a reparar la ropa de casa, los vestidos de los niños y a organizar los cajones. A menudo dialogaba con Johan sobre religión y otros temas serios. Un día le enseñó algunas sortijas de oro.
—Las tendréis cuando vuestra madre haya muerto —dijo.
—¿Cuál será la mía? —preguntó Johan sin preocuparse por la idea de la muerte. Ella le mostró un anillo de jovencita de diseño trenzado y con un corazón encima. Al niño, que jamás había tenido un objeto de oro, le causó tan profunda impresión que con demasiada frecuencia pensaba en la joya.
A casa llegó una aya para los niños. Era joven, de muy buen aspecto, hablaba poco y a veces tenía una sonrisa de cierta suficiencia. Había trabajado en casa de un conde de la Stora Trädgordsgatan y tal vez consideraba que había caído en una casa inferior. Debía vigilar a los niños y a los criados pero con éstos llevaba un trato más íntimo. Por entonces había en la casa tres criadas, un aya, un mayordomo y una dalecarliana. Las criadas tenían novios y llevaban una vida alegre en la gran cocina que tenía un espléndido aspecto con su batería de cobre y estaño. Allí comían y bebían y los muchachos también eran de la partida. Los pretendientes los trataban como señores y bebían a su salud. El mayordomo nunca se juntaba con ellos porque pensaba que era «indecente» vivir así mientras la Señora estaba enferma. La casa se mantenía desarreglada y el padre sostuvo enojosas disputas con los domésticos desde que la madre guardó cama. Pero la madre fue aliada de los sirvientes hasta su muerte. Les daba por instinto la razón. Y ellos abusaban de esta parcialidad. Estaba severamente prohibido exponer a la enferma a emociones fuertes, pero las domésticas intrigaban unas contra otras y probablemente contra el amo. Una vez, Johan fundió plomo en una cuchara de plata. La cocinera denunció el hecho a la madre, a su vez ella se encolerizó y lo contó al padre. No obstante, éste sólo se irritó con la soplona. Luego fue a buscar a Johan y amigablemente, casi como si sintiera la necesidad de quejarse ante él, le dijo:
—No debes fundir plomo en las cucharas de plata. No me importa la cuchara porque eso se puede reparar, pero esta bribona de Fredrika ha hecho sufrir a mamá. Si haces cualquier disparate no lo dejes ver a las domésticas, dímelo y entre los dos arreglaremos el asunto.
El padre y el hijo eran amigos por primera vez, Johan amaba a su padre porque descendía hasta él.
Una noche la voz de su padre lo sacó del sueño. Se despertó sobresaltado. La habitación estaba oscura. En las tinieblas escuchó la voz grave y temblorosa que llamaba a los niños para que acudieran al lecho de muerte de su madre. Aquélla cayó sobre Johan como un flechazo. Tuvo tal escalofrío que sus miembros se entrechocaban mientras se vestía, su cráneo estaba paralizado, sus ojos, totalmente abiertos, estaban inundados de lágrimas hasta el punto que la llama de la lámpara le parecía una burbuja de aire rojo.
Y héles allí en la cabecera de la enferma. Lloran una hora. Lloran dos horas, tres horas. La noche avanzaba lentamente. La madre estaba desvanecida y ya no reconocía a nadie. Había comenzado la agonía con sus estertores y gritos de angustia. Los pequeños no habían sido despertados. Johan estaba sentado pensando en todo el mal que había hecho. Las injusticias que había sufrido no entraban en la cuenta. Al cabo de tres horas las lágrimas se aplacaron. Su pensamiento erraba. La muerte era el final de todo. ¿Qué ocurriría cuando ya no tuvieran a su madre? Era el desierto, el vacío. Ni consuelo, ni compensación, sólo las profundas tinieblas del infortunio. Se mantuvo quieto, en busca de un punto luminoso. Sus ojos se fijaron sobre el escritorio de su madre donde él tenía un busto en yeso de Linneo con una flor en la mano. Sólo conseguiría un beneficio de esta desdicha insondable: obtendría la sortija. La veía en su mano. —Es un recuerdo de mi madre, podría decir, y lloraría con ese recuerdo; sin embargo, no podía dejar de pensar que un anillo de oro luce muy bien en la mano. ¡Vaya! ¿Quién podía tener tan vil pensamiento junto al lecho de muerte de su madre? Un cerebro somnoliento, un niño bañado de lágrimas. No, Dios me proteja, un heredero. ¿Era acaso más avaro que los demás, tenía cierta inclinación a la cicatería? No, en ese caso nunca habría hablado de esta historia porque estaba profundamente escondida dentro de él; no obstante, la recordó durante toda su vida; a veces lo acosaba y cuando se le aparecía en las noches sin sueño, en los momentos de agitación que da la fatiga, sentía un rubor que le quemaba las orejas. Entonces reflexionaba sobre sí mismo y sobre su conducta y se condenaba como el más vil de todos los hombres. Sólo más tarde, con los años, luego de conocer un gran número de hombres y el mecanismo del pensamiento, entendió que el cerebro es algo singular que sigue su propio camino y, además, que los hombres se parecen suficientemente en la doble vida que llevan: aquella que se muestra y aquella que permanece escondida, aquélla en la que se habla y aquella que se desarrolla en el silencio del pensamiento.
Por esta época solamente se veía a sí mismo como un ser malvado, y cuando se inició en el pietismo y surgieron las preguntas sobre la lucha contra los malos pensamientos, descubrió que tenía muchos de ellos. ¿De dónde vienen? Del pecado original y del diablo, respondían los pietistas. Sí, estaba de acuerdo, pues no quería ser responsable de tan terribles cavilaciones; sin embargo, no podía escapar a la idea de creerse culpable puesto que no conocía la doctrina del determinismo o de la voluntad condicionada. Los maestros de la doctrina habrían dicho: sufrir lo menos posible de un mal, hijo mío, es un sano pensamiento para ti; he ahí un pensamiento que todos los hermanos, grandes o chicos, poseen y, no lo olvides, deben poseer según las leyes del ser pensante. La moral cristiana de la abnegación de sí mismo, con ese ideal del Estilita de romper todo vínculo con la tierra, considera perniciosas las ideas que buscan la conservación de sí mismo; empero, es esta moral la que es malsana puesto que el primer deber del individuo, su deber más sagrado, es el de protegerse a sí mismo tanto como le sea posible sin perjudicar a otro.
Mas toda su educación se había regido por la mezquina concepción de la época solamente preocupada por el cielo y el infierno. Ciertas acciones eran juzgadas como malas, otras como buenas. Las primeras debían ser castigadas, las otras recompensadas. De este modo se miraba como un mérito sentir la pérdida de la madre sin reparar en su conducta para con su hijo. Un rasgo del temperamento como la firme permanencia de los sentimientos, era considerada una virtud. Los que no tenían sentimientos de esta naturaleza eran menos virtuosos. Los desgraciados que mostraban esta imperfección querían cambiar, mejorarse. Ahí nacen la hipocresía y falsedad consigo mismo. Ahora se ha descubierto que el sentimentalismo es una debilidad, que en tiempos muy antiguos habría sido considerada como un vicio.
La lengua francesa conserva todavía la palabra vice para designar al mismo tiempo la imperfección y el vicio en sí mismo. La preponderancia del sentimiento y de la imaginación, que ocultan la verdad, es vista ahora como el destino de las fases inferiores de desarrollo, el destino de salvajes, niños y mujeres, y se está a punto de desdeñarla como tierra agotada por el exceso de cultura; la edad del pensamiento puro está a nuestras puertas.
Nuestro joven era una mezcla de romanticismo, pietismo, realismo y naturalismo y por esto nunca fue otra cosa que una colcha de retazos.
En realidad Johan no pensaba solamente en la desdichada joya. A lo sumo fue una distracción momentánea; dos minutos entre una pena de largos meses y en el momento en que por fin se hizo un silencio total en la habitación y el padre dijo: mamá ha muerto, fue la desolación. Él gritaba como un hombre que se ahoga.
¿Cómo puede la muerte causarles tanta desesperación a aquellos que creen en la resurrección? La fe, sin embargo, pasa por un mal momento cuando, según un orden inmutable, ocurre la destrucción ante nuestros ojos.
El padre, que por lo demás tenía la extrema insensibilidad del islandés, ahora se mostraba tierno. Tomó las manos de los dos hijos y rezó:
—Dios nos ha probado, en adelante nos mantendremos juntos como amigos. Los hombres están llenos de suficiencia y tienen confianza en ellos mismos. Después viene un golpe inesperado y ven entonces que tienen necesidad los unos de los otros. Seamos sinceros entre nosotros e indulgentes.
Al instante se calmó la pena del niño. Había encontrado un amigo y un amigo poderoso, sabio y viril al que admiraba.
Colocaron paños blancos delante de las ventanas de la casa.
—Si no quieres no estás obligado a ir a la escuela —dijo el padre.
¡Si no quieres! Era el reconocimiento de su voluntad. Después vinieron las tías, los parientes políticos, los primos, las doncellas, las antiguas criadas y todos bendijeron a la muerta. Todas estaban dispuestas a ayudar para hacer los vestidos de luto: había cuatro niños pequeños y tres grandes. Las muchachas estaban sentadas y cosían a la débil luz que se filtraba a través del paño blanco, y hablaban a media voz. Todo era misterioso; el duelo trajo una serie de impresiones insólitas. El mozalbete nunca había sido objeto de tanto interés. Nunca había sentido tantas manos cálidas. Nunca había escuchado tantas palabras amistosas.
El domingo su padre leyó un sermón de Wallin que decía: Nuestro amigo no está muerto, duerme. Con increíble confianza tomaba aquellas palabras al pie de la letra. ¡Cómo sabía reabrir su herida para volver a cicatrizarla al mismo tiempo! «Ella no está muerta, ella duerme», repetía alegremente. Sí, su madre dormía en el glacial salón y nadie esperaba verla despertar.
Iban a enterrarla pronto. El terreno estaba comprado. Allí estaba también la cuñada y cosía sin descanso, la anciana madre de siete hijos pobres, la burguesa arruinada, cosía para los hijos nacidos de ese matrimonio maldito por el otro hermano. Luego se levantó y le pidió a su cuñado un momento para hablar. Cuchicheó algo al lado de él en una esquina del salón. Los dos viejos caen el uno en brazos del otro y lloran. El padre anuncia que la madre será enterrada en el panteón del tío paterno. El panteón del tío era un monumento muy admirado en el cementerio nuevo. Estaba coronado por una columna de hierro que sostenía una urna. Ellos comprendían que esto era un honor para la madre pero no veían que, al mismo tiempo, se apagaba un brutal odio entre hermanos: que después de su muerte se compensaba a una mujer buena y fiel que había sido despreciada por haber sido madre antes de recibir el título de señora.
Ahora todo resplandecía de reconciliación y paz y competían en demostrarse amistad. Se buscaban con la mirada, evitaban las ocupaciones que podían perturbar, intentaban adivinar en las miradas los deseos de cada uno.
Luego llegó el día de los funerales. Cuando el féretro fue atornillado y llevado a través del salón lleno de gentes vestidas de negro, una hermana menor sufrió un ataque. Gritó y se arrojó en los brazos de Johan, que la estrechó contra él como si fuera su madre y quisiera protegerla. Y cuando sintió el pequeño cuerpo tembloroso aferrarse a él, sintió una fuerza que le había hecho falta durante mucho tiempo. Inconsolable, podía consolar y calmándola llegó a sosegarse él también. Ahora bien, era ese negro ataúd y este gentío los que lo habían aterrorizado porque los pequeños apenas extrañaban a su madre, no lloraban por no verla más, la habían olvidado rápidamente. El vínculo con la madre no se estrecha tan pronto, sólo se forma después de un largo conocimiento personal. Las intensas congojas de Johan apenas duraron tres meses. Aunque llevó luto mucho tiempo era más bien la necesidad de prolongar un estado del alma, expresión de su natural melancolía, que había encontrado entonces, en el duelo de su madre, una forma decorosa.
*
A la muerte de su madre siguió un largo verano de despreocupación y libertad. Johan disponía de dos habitaciones en la primera planta; las compartía con su hermano mayor quien sólo regresaba de su despacho antes del anochecer. Su padre estaba fuera durante toda la jornada y cuando se veían no hablaban. La enemistad había desaparecido, pero la amistad era imposible. En adelante el muchacho era su propio maestro; iba y venía, administraba y llevaba todo lo suyo. El aya lo evitaba y nunca entraron en conflicto. No deseaba ninguna relación con sus compañeros. Se recluía en su habitación, fumaba, leía y meditaba.
Siempre había escuchado decir que la ciencia era lo más elevado que existía, que era un capital que nunca se perdería por mucho que se hubiera descendido en la escala social. Cualquier explicación, cualquier saber era para él una verdadera manía. Había visto los dibujos de su hermano y había oído elogios al respecto. En la escuela sólo había dibujado figuras geométricas. También, pues, quería dibujar y durante unas vacaciones de navidad copió sin tregua ni descanso todos los dibujos de su hermano. El último de la colección era un caballo. Cuando lo hubo terminado y comprobó que no era más difícil que los otros, dejó de dibujar.
Todos los niños, con la excepción de Johan, tocaban un instrumento. Johan escuchaba las escalas y los ejercicios de piano, el violón y el violoncelo, y esto lo desazonó desde la primera vez: la música se convirtió para él en lo que el tañer de las campanas había sido anteriormente. Deseaba poder interpretar pero no quería hacer los ejercicios para aprender. Estudió música a hurtadillas y pronto interpretó algunos fragmentos; era francamente malo, pero se divertía. De otra parte, se propuso ponerse al corriente sobre los compositores y las obras que interpretaban sus hermanos y sus hermanas. De esta forma los superó en conocimientos sobre historia de la música. Una vez buscaban a alguien para que copiara la partitura de la Flauta Mágica arreglada para cuarteto de cuerdas. Johan se postuló.
—¿Sabes escribir música, tú? —le preguntaron.
—Lo intentaré —dijo.
Durante algunos días se ejercitó y luego copió los cuatro apartes. Fue un trabajo largo y muy aburrido, estuvo a punto de abandonarlo pero de todos modos lo terminó. Tenía algunos deslices aquí y allá; sin embargo, podía servir.
No tuvo descanso hasta que no conoció todas las plantas de la flora de Estocolmo. Cuando tuvo toda la información necesaria sobre ella, dejó a un lado la botánica. La herborización no lo divertía; nada le ofrecían de nuevo los paseos por el campo. No encontraba ninguna planta desconocida. Conocía algunos minerales. Tenía insectos en su colección. Reconocía los pájaros por su canto, por su plumaje y por sus huevos. Pero todo eso no eran más que fenómenos externos, nombres que pronto dejarían de interesarle. Quería penetrar en el interior de las cosas. No sin motivo lo llamaban genio destructor, pues desmontaba todo: juguetes, relojes, todo lo que caía en sus manos. Por casualidad escuchó una conferencia de Tham en la Academia de Ciencias y asistió a una sesión práctica de química y física. Los extraños instrumentos y las máquinas lo cautivaron. El profesor era un mago, pero un mago que explicaba cómo se producía el milagro. Era algo nuevo y él quería, por sí mismo, penetrar en lo misterioso.
Habló con su padre sobre su nueva afición y éste, que en su juventud había estado interesado en la galvanoplastia, le dejó coger algunos libros de su biblioteca. La física de Fock, la química de Girardin, los Descubrimientos e Invenciones de Figuier y también la Tecnología química de Nyboeus. Además, en el granero halló una pila galvánica del antiguo sistema Daniell de seis elementos de cobre y de zinc. Ya a los doce años la había tenido en sus manos y había manejado el ácido sulfúrico tanto que los pañuelos, las servilletas y los vestidos de diario se habían estropeado. Después de galvanizar todos los objetos que encontró y que le permitieron, abandonó este ejercicio. Ahora en este verano solitario regresó con furor a la química. Pero no quería realizar los experimentos que venían en su manual. Deseaba hacer descubrimientos. Le faltaban todos los medios, el dinero, los aparatos; sin embargo, nada lo detenía. Así era por aquel entonces su carácter, y aún más definido lo fue después de la muerte de su madre, cuando ya era su propio maestro; su voluntad debía imponerse con y contra todos, e inmediatamente. Si jugaba al ajedrez, elaboraba su plan de ataque contra el rey de su adversario avanzando ciegamente sin cuidar su defensa; algunas veces sorprendía a su opositor por este enceguecimiento, pero a menudo perdía la partida.
—Si hubiera hecho una jugada más te habría dado mate —decía.
—Sí, pero no has podido, te lo he dado yo.
Si necesitaba abrir un cajón y no tenía la llave a mano, tomaba un atizador y forzaba la cerradura de tal suerte que ella y los tornillos saltaban.
—¿Por qué lo has hecho? —le preguntaban.
—Porque quería abrir el cajón.
No obstante, había perseverancia en ese ritmo endiablado. Pero solamente durante el tiempo que duraba su entusiasmo. Pretendía fabricar una máquina eléctrica. En el granero había descubierto un torno. Le quitó lo que no necesitaba y quiso reemplazar la rueda por una lámina redonda de vidrio. Descubrió una doble ventana. Con un pedazo de cuarzo cortó el cristal. Ahora hacía falta redondearlo y abrirle un agujero en el centro. Con un paletón sacó una esquirla, después otra; a veces las esquirlas no eran más grandes que un grano de arena; en este trabajo gastó muchos días, pero por fin redondeó la lámina. Solo que, ¿cómo hacer un agujero? Un orificio en la lámina de vidrio. Construyó un taladro. Para obtener la ballesta rompió un paraguas y sacó una varilla; una cuerda de violín le sirvió de cuerda. Luego repasó el vidrio con el cuarzo, lo roció con trementina y puso el taladro en movimiento. Pero no notó ningún progreso. Viéndose tan cerca del objetivo perdió la paciencia y la sensatez. Quiso abrir el orificio con un carbón ardiente. El vidrio estalló. Entonces se tiró sobre su cama, impotente, agotado, desesperado. A la cólera se sumaba un sentimiento de pobreza. ¡Si hubiese tenido dinero! A menudo pasaba frente a los almacenes Spolander en la calle de Vasterlong donde vendían aparatos de química. Se preguntaba lo que valdrían pero jamás se atrevía a entrar para informarse. Además ¿de qué le serviría? Su padre nunca le daba dinero.
Después de recuperarse de las decepciones intentó realizar lo que nadie había hecho antes, lo que nadie había podido hacer: un movimiento perpetuo. Su padre había contado que, desde mucho tiempo atrás, existía un gran premio para el inventor que lograra esta cosa imposible. He ahí algo que lo atraía. Combinó una caída de agua que ponía en movimiento a una bomba con una fuente de Heron. La caída debía accionar la bomba, la bomba haría ascender el agua y entonces la fuente de Heron la sostendría. Fue al almacén del granero e hizo un saqueo. Después redujo a piezas toda suerte de cosas para conseguir los materiales; enseguida se dispuso a trabajar. Una cafetera proporcionó un tubo. Una máquina de agua de seltz dio las cisternas, la cómoda el armazón, el cajón la madera, una jaula procuró el alambre, una jardinera se convirtió en una de las cubetas, etc. Había llegado el día del ensayo. Pero aparece el aya y le pregunta si quiere ir con sus hermanos y hermanas a visitar la tumba de mamá. —No, no tengo tiempo—. ¿Acaso fue el remordimiento lo que le impidió trabajar? ¿Estaba nervioso? Siempre ocurre que el ensayo fracasa. Pero en esta ocasión, sin querer corregir los errores, cogió todo el complicado aparato y lo hizo añicos. En el suelo quedó la obra por la que había sacrificado tantas cosas útiles; sólo mucho tiempo después encontraron las huellas de su salvaje invasión al almacén del granero. Le dieron una reprimenda pero eso ya no le importaba.
Para desquitarse de las burlas por su desdichado experimento, preparó gases fulminantes y fabricó una botella de Leyden. Para conseguir una piel de gato, desolló uno negro que encontró reventado en la colina del Observatorio y que trajo a casa en su pañuelo. Una noche, al regresar del concierto con su hermano, no encontraron cerillas y como no querían despertar a los de la casa, Johan buscó ácido sulfúrico y zinc; a la luz del farol obtuvo hidrógeno y con ayuda de los electrodos consiguió una chispa y encendió la lámpara. Gracias a esto, se estableció su reputación como químico. También fabricó cerillas de Jönköping con una fórmula tomada de la Tecnología. Mucho después, a este respecto, se asombró enormemente de que se hubiera reconocido la patente de Jönköping para las cerillas de Björneborg. Luego dejó la química por algún tiempo.
La biblioteca de su padre se limitaba a una pequeña colección de libros que desde entonces estaban a disposición de Johan. Además de los libros de física y química ya mencionados, encontró allí libros de horticultura, una historia natural ilustrada, el Universum de Meyer, un manual para las madres que trataba sobre obstetricia, una anatomía alemana con ilustraciones, una historia en alemán sobre Napoleón con grabados, las poesías de Wallin, de Franzén y de Tegner, los sermones de Wallin, la Eneida de Blumauer, Don Quijote, las novelas de la señora Carlén y de Fredrika Bremer, los Clásicos Alemanes, etc., etc. Aparte de las novelas de aventuras y las Mil y una noches, Johan no había leído aún obras literarias. Había ojeado las novelas pero las había encontrado largas y muy tediosas, sobre todo porque no tenían ilustraciones. Pero ahora que la química y otras circunstancias naturales le habían entregado sus secretos, visitó un día la biblioteca. Echó un vistazo a las poesías. Se sintió como planeando en los aires: no sabía donde estaba. No comprendía. Tomó las Escenas de la vida cotidiana, de Fredrika Bremer. Le chocó su cacareo familiar y su moral de vieja y dejó el libro a un lado. Luego cayó sobre el Torreón de la Virgen. Eran cuentos y aventuras. El amor desdichado lo conmovió. Pero lo más importante ocurrió cuando se sintió igual a esas personas mayores. Comprendía lo que decían y pudo comprobar que ya no era un niño. Estos adultos eran sus iguales. Él también había sido un enamorado desdichado, había sufrido, había luchado, pero había sido encerrado en la prisión de la infancia. Y ahora tenía plena conciencia de que su alma estaba cautiva; había tomado vuelo desde mucho tiempo atrás pero le habían cercenado las alas, lo habían enjaulado. Entonces fue a buscar a su padre y quiso hablarle como si fuesen de la misma edad. Pero su padre se había encerrado en sí mismo y alimentaba su pena.
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En otoño recibió un nuevo golpe, nuevos obstáculos. Estaba capacitado para ingresar en la división del Gymnasium pero fue obligado a permanecer en la división inferior porque no tenía la edad necesaria y debía madurar. Estaba furioso. Era la segunda vez que se le tiraba de la camisa cuando estaba a punto de saltar. Tenía la impresión de ser como un caballo que toma impulso sin cesar y sin cesar es retenido. Esto le alteró los nervios, ablandó su fuerza de voluntad y fue el origen de su futura depresión. Nunca se atrevió a desear algo plenamente puesto que tantas veces vio frustrados sus anhelos. Había querido avanzar rápidamente mediante el trabajo, pero justamente éste era inútil porque él era muy joven. No, la escuela duraba demasiado tiempo. Ofrecía una meta muy lejana y además colocaba una barrera delante del corredor. Había previsto graduarse a los quince años. No pudo lograrlo hasta los dieciocho. Y en el último año, cuando se vio cercano a abandonar el cautiverio, le infligieron un nuevo año de prisión: alargaron el curso al dividirlo en dos años.
La infancia y la adolescencia fueron para él excesivamente penosas. Todo, en la vida, se le tornó aborrecible y se vio obligado a buscar alivio en el cielo.