Contacto con la clase inferior
Kristineberg —así llamamos a la casa— era todavía más solitaria que la de la calle de Norrtull. La Grobergsgatan no estaba pavimentada en parte alguna. Apenas se veía un transeúnte cada hora y el ruido de un coche era un suceso que atraía las gentes a las ventanas para ver qué pasaba. La casa estaba en el interior de un patio plantado de árboles y parecía un presbiterio campestre. Estaba rodeada de jardines y de vastas plantaciones de tabaco; vastas propiedades con estanques se extendían del lado de Sabbatsberg. Sin embargo, el padre no había arrendado tierra de labor y por eso las horas de descanso se iban en holgazanear. Los compañeros de juego eran hijos de gentes pobres, del molinero y del vaquero. Los lugares donde podían jugar eran las cuestas del molino, pues sus aspas servían de diversión.
La escuela de San Jacobo era una escuela para niños pobres. Allí Johan entró en relación con la clase inferior. Los compañeros estaban mal vestidos, tenían llagas bajo la nariz, malas maneras y olían desagradablemente. Sus calzones de piel y sus botas de cuero, engrasadas, ya no desentonaban. Sentía más tranquilidad en este medio en el que estaba a sus anchas: llegó a sentirse más en familia con esos chicos que con los orgullosos de Santa Clara.
No obstante, muchos de esos niños se mostraban orgullosos de saber bien sus lecciones y el fénix de la escuela era un campesino. Al contrario de éste, en los cursos inferiores había una cantidad de aquéllos a quienes se les llamaba cangrejos y que a menudo se retiraban en segundo. Johan entró a tercero y no tuvo relación con éstos que, además, nunca trataban con alguien que fuese de las clases más avanzadas. Al mismo tiempo iban a un taller y siempre tenían las manos negras; eran algo mayores, estaban entre los catorce y los quince años. Muchos de ellos navegaban en el verano en el bergantín Carl-Johan y reaparecían en otoño con calzones de lona alquitranada y un cuchillo en la cintura. Se peleaban con los deshollinadores y los agavilladores de tabaco, tomaban aguardiente como aperitivo durante el recreo del desayuno, frecuentaban los mesones y los cafés. Eran objeto de incesantes pesquisas y exclusiones y en general estaban considerados, muy injustamente, como pésimos elementos. Muchos de ellos se han convertido en buenos ciudadanos y uno de los que navegó en el Carl-Johan (el bergantín de los bribones) ha llegado a ser oficial de la guardia. Nunca se atreve a hablar de su navegación pero cuando, comandando la guardia montada, pasaba por el puente Nybro y veía el brick tan mal reputado, comentaba que sentía escalofríos.
Un día Johan encontró a uno de los antiguos condiscípulos de Santa Clara e intentó evitarlo. Empero, el otro vino hacia él y le preguntó a qué escuela iba ahora.
—Ah, sí, vas a la escuela de los granujas —dijo el condiscípulo.
Johan sintió que, pese a sus deseos, había descendido un grado. No se distinguía entre sus compañeros pero con ellos se sentía en casa, como emparentado y se divertía más que en Santa Clara, pues aquí no había ninguna presión superior. Él mismo no quería ni elevarse ni rebajarse ante nadie, pero sufría al ser oprimido. No quería ascender pero experimentaba la necesidad de no encontrar gente por encima de él. Por tanto, le atormentaba haber descendido en la opinión de sus antiguos condiscípulos. Y cuando en los ejercicios de gimnasia iba entre la oscura pandilla de la escuela San Jacobo y reencontraba los alegres grupos de rostros risueños y trajes de verano de Santa Clara, observaba la diferencia de clases y si entonces la palabra «granuja» venía del otro campo, se notaba la tensión en el aire. Las dos escuelas se peleaban en ocasiones pero Johan no se mezclaba. No quería ver a sus antiguos amigos, ni mostrar su envilecimiento. El día de examen tenía en San Jacobo un ambiente distinto al de Santa Clara. Obreros, ancianas mujeres pobremente vestidas, emperifollados dueños de restaurante, cocheros, taberneros, componían el público y el discurso que leía el inspector en la escuela nada tenía en común con las bellas flores de retórica del arzobispo. Leía los nombres de los holgazanes (o de los alumnos poco dotados para los estudios), reñía a los padres cuyos hijos llegaban tarde o faltaban a clase y en la sala resonaban los llantos de las pobres madres que tal vez no eran culpables de esas negligencias bien comprensibles y que en su simplicidad imaginaban tener malos hijos. Enseguida venían los premios. Eran siempre los hijos de los burgueses bien provistos, los que habían tenido los medios para consagrarse exclusivamente a los estudios, quienes eran saludados entonces como modelos de virtud.
La moral, que debería ser el estudio de los derechos y deberes se convierte al final en los estudios de los deberes de los demás para con nosotros y es presentada exclusivamente bajo la forma de una gran colección de obligaciones. El niño no había oído citar aún uno sólo de los derechos humanos. Todo era de favor: vivía por favor, comía por favor, iba a la escuela por favor. Aquí, en esta escuela de pobres, se exigía mucho más de los chicos. Les exigían a esos pobres que no llevaran vestidos raídos, pero ¿cómo podían ellos no hacerlo? Les hacían observaciones sobre sus manos porque estaban negras de alquitrán y pez; les exigían atención, buenas maneras, cortesía, toda suerte de cosas absurdas. El sentido estético de los profesores les engañaba a menudo hasta tornarlos injustos. Johan tenía un compañero de banco que nunca se peinaba, tenía una llaga bajo la nariz y supuraciones en las orejas que olían muy mal. Sus manos siempre estaban sucias, sus vestidos manchados y destrozados. Muy pocas veces sabía sus lecciones y todo el tiempo recibía reprimendas y latigazos. Un día un compañero lo acusó de traer los piojos a clase. Entonces le asignaron un lugar aparte; era repudiado. Lloró amargamente, muy amargamente. Después no regresó más. Johan designado por fortuna como monitor, fue enviado a buscarlo a su casa. Vivía en la Dödgrävargränden[7]. En un solo cuarto habitaba la familia de un pintor, la abuela y muchos pequeños. Georg, el chico en cuestión, estaba sentado y tenía en sus rodillas a una hermana menor que gritaba furiosamente. La abuela cargaba otro pequeño entre los brazos. El padre y la madre estaban fuera en el trabajo, cada uno por su lado. En esta habitación desordenada porque nadie tenía tiempo para arreglarla y porque no podía ser arreglada, flotaban las emanaciones sulfurosas del coque y de las inmundicias de los niños. Allí se secaba la ropa, se cocinaba, se disolvían los colores, se preparaba la almáciga. Allí se mostraban a plena luz todas las causas de la inmoralidad de Georg. Pero, objetaba siempre algún moralista, nunca se es tan pobre hasta el punto de no poder mantenerse limpio y sin mancha. ¡Qué ingenuidad! Como si el porte (en caso de que tenga algún arreglo), el jabón, el lavado y planchado, el tiempo, no costaran nada. Estar sin desgarrones, limpio y saciado es la máxima meta que el pobre puede esperar alcanzar. Como Georg no la podía lograr, había sido excluido. Los moralistas modernos han creído descubrir que la clase inferior es más inmoral que la clase superior. Inmoral significaría en este caso que la clase inferior no respeta las convenciones sociales tan bien como la clase elevada. Y esto no es solamente un desatino sino algo peor. En todas las circunstancias en que la clase dependiente no esté bajo la presión de la necesidad, es más fiel al deber que la clase alta. Es también más comprensiva con sus semejantes, más tierna con los niños y, sobre todo, más paciente. ¡Cuánto tiempo ha soportado que su trabajo favorezca a la clase superior antes de impacientarse! Además, siempre han querido dejar algo imprecisas, en lo posible, las leyes morales. ¿Por qué no son puestas por escrito e impresas como la ley divina y la ley civil? Quizás porque una honesta ley moral, honestamente redactada, estaría obligada a tener en cuenta los derechos del hombre.
*
La rebeldía de Johan contra las lecciones aumentó cada día más. En casa leía todo lo que encontraba pero desatendía por completo las tareas. En la escuela, el latín y el griego constituían las principales asignaturas de enseñanza. Pero el método empleado era absurdo. Todo un semestre se iba en explicar la vida de un general en el tiempo de Cornelius Nepos. El profesor tenía una absurda manera de enmarañar las cosas: quería que el alumno aclarara el orden de la construcción, de las frases, pero nunca explicaba lo que ellas significaban. En efecto, se trataba de leer las palabras del texto en un determinado orden, pero ¿en cuál? Nunca lo había dicho. Como aquello no concordaba con la traducción sueca y como, después de algunos intentos por articular el conjunto, el niño no conseguía verlo con claridad, optaba por callarse. Se obstinaba y cuando lo llamaban a explicar el texto se callaba incluso a pesar de que lo supiera porque, desde que comenzaba a leer, las observaciones llovían como granizo a causa del acento tónico, el número y, sobre todo, por la puntuación.
—¿No sabe? ¿No comprende? —gritaba el profesor fuera de sí.
El niño se callaba lanzando una mirada de desprecio contra el pedante.
—¿Acaso es mudo?
Callaba. Estaba lo bastante crecido para recibir palizas y, por lo demás, el garrote empezaba a dejar de ser usado.
Y dicho esto no se ocupaba más de él.
Sabía traducir el texto al sueco pero no de acuerdo con el método que imponía el profesor. Que sólo admitiese una manera de traducir, al niño le parecía estúpido. Habían gastado algunas semanas en estudiar sólo el Cornelius y esta lentitud deliberada, irracional, lo deprimía, sobre todo teniendo en cuenta que se podía avanzar con mayor rapidez. En realidad, no veía la razón de ser de todo esto.
Igual ocurría con la clase de historia.
—Y bien, Johan —dice el profesor—, lo que sabe sobre Gustav I.
El niño se levanta y entonces sus tumultuosos pensamientos se ordenan más o menos así:
—¿Lo que sé de Gustav I? ¡Ah!, muchas cosas. Pero ya las sabía en primero (y ahora está en cuarto) y, además, el profesor también las sabe. ¿Para qué repetirlas una vez más?
—Bien, bien, ¿eso es todo lo que sabe?
No había dicho palabra y sus compañeros no paraban de reír. Se enfada. Intenta hablar pero sus palabras se atascan en su garganta. ¿Por dónde empezar? Gustav había nacido en Lindholmen, en el Roslagen. Sí, pero es exactamente esto lo que el maestro y él sabían ya. Por tanto, es tonto estar allí de pie y repetir lo de siempre.
—¡Bien! No sabes la lección. No sabes nada sobre Gustav I.
Entonces abre la boca con un gesto breve y decidido.
—Pero si yo sé…
—¡Ah!, si sabe ¿Por qué no responde entonces?
Creía que el maestro le había hecho una pregunta absurda y no quería responderla. Descartaba todas las ideas sobre Gustav I, se abstraía en otra cosa, se hacía el sordo.
—Siéntese, no sabe la lección —dice el maestro.
Se sienta y deja que sus pensamientos se dispersen ya que está convencido de que el maestro miente.
Tenía una especie de afasia, de incapacidad o aversión a hablar. Así vivió largo tiempo hasta que se produjo la reacción bajo la forma de un deseo incontenible de hablar, una incapacidad para mantener quieta la lengua, una necesidad de decir todo lo que pensaba. Las ciencias naturales le atraían y durante las horas en que el profesor mostraba las coloreadas láminas de hierbas y árboles del manual de botánica, la oscura sala le parecía iluminada; y cuando el maestro leía en la Fauna de Nilsson, era todo oídos y nada olvidaba. Sin embargo, su padre observó que los resultados eran pobres en las otras asignaturas. Particularmente en latín. Y Johan debía aprender latín y griego. ¿Por qué? Porque sin duda estaba destinado a continuar sus estudios. Su padre pidió informes. Y cuando escuchó al profesor de latín decirle que su hijo era un idiota debió ver afectado su amor propio porque resolvió colocar a su hijo en un establecimiento privado donde los métodos eran más racionales. Además, estaba tan furioso que se tomó la libertad de jactarse de la inteligencia de Johan y de hablar por primera vez mal de su profesor.
Durante este tiempo, la relación con las clases inferiores había hecho nacer en el niño una marcada aversión a las clases superiores. En la escuela de San Jacobo había un aire democrático tan amplio que todos los alumnos de la misma edad se sentían al mismo nivel. Nadie pretendía evitar la relación con otro por motivos que fueran más allá de la mera antipatía personal. En Santa Clara existía la diferencia de casta y de nacimiento. En San Jacobo la fortuna habría podido conformar una aristocracia pero allí no había ricos. Se trataba con afecto a los más indigentes sin hacedles sentir su condición, a pesar de que el laureado inspector y los profesores instruidos en la Universidad mostrasen aversión por los miserables.
Johan se sentía solidario con sus camaradas, se sentía como otro miembro de su familia; simpatizaba con ellos pero tenía miedo a las gentes de mundo.
Evitaba las grandes calles. Tomaba siempre la triste calle de Holländar o la pobre Badstugatan. Con todo, de sus compañeros aprendió a despreciar a los campesinos que tenían su cuartel general por allí. Era el aristocratismo ciudadano del que en realidad hasta el niño más pobre de la ciudad más miserable, está impregnado. Estos hombres de rostros angulosos, con trajes grises, que se bambolean sobre sus carritos de leche o sus carretas de heno, eran tratados como personas ridículas, como criaturas inferiores a las que se ametrallaba impunemente con bolas de nieve. Pasearse montando en la parte posterior de sus trineos era considerado como un privilegio innato. Informarles a gritos que una rueda del coche estaba a punto de soltarse y, de este modo, obligarles a mirar bajo el vehículo, era una broma de rigor.
Pero ¿cómo los niños que sólo veían una sociedad en donde todo estaba patas arriba según el peso de cada cosa, donde lo más pesado era lo más bajo y lo más liviano lo más alto, no habrían podido suponer que lo que estaba más abajo no era lo peor?
Todos somos aristócratas. En parte es verdad, pero una verdad perniciosa y, por consiguiente, deberíamos renunciar a serlo. La clase baja es, sin embargo, realmente más democrática puesto que no quiere sobrepasar a la otra sino solamente alcanzar el mismo nivel; de allí el pretendido deseo de querer elevarse. La clase inferior preferiría alcanzar el equilibrio bajando el nivel para evitar así los desesperados esfuerzos necesarios para «ascender». Hay aristócratas que amparados en el nombre de demócratas intentan elevarse para ejercer la opresión pero rápidamente son puestos en evidencia. Un verdadero demócrata prefiere abatir a las personas que injustamente han ascendido antes que elevarse a sí mismo. Es lo que se llama poner algo en su sitio. La expresión es justa pero se le ha dado una significación falsa y desagradable.
La sociedad sigue la ley de Arquímedes sobre el equilibrio de los líquidos en los vasos comunicantes. Las dos superficies tienden a situarse en el mismo nivel. Y el equilibrio sólo puede producirse si la superficie más elevada desciende mientras la más baja asciende. A esto se inclina el moderno esfuerzo social. Y ¡se obtendrá, ciertamente! Después, la paz reinará.
*
Como desde entonces ya no tenía trabajo físico en casa, Johan llevó una vida exclusivamente interior, una vida de pensamiento ficticio. Leía todo lo que encontraba. En las tardes de los miércoles y sábados se podía ver en bata al niño de once años con una gorra griega que había recibido de su padre, una larga pipa en la boca, los dedos hundidos en las orejas, profundamente absorto en algún libro, casi siempre en una novela de aventuras. Había leído ya cinco Robinson diferentes y había sentido una dicha increíble. Pero en la adaptación de Campe había saltado, como todos los niños, los pasajes de moral. ¿Por qué los niños detestaban la moral? ¿Son inmorales por naturaleza? Sí, sostienen los moralistas modernos, puesto que todavía son animales y desconocen las convenciones sociales. De acuerdo, pero también se debe a que al niño sólo se le presenta la moral con los deberes y nunca con los derechos. La moral es, pues, injusta con los niños y el niño odia la injusticia.
Además, había formado un herbario, una colección de insectos y una colección mineralógica; al mismo tiempo leía la Flora de Liljeblad que había encontrado en la biblioteca de su padre. La prefería a su manual de botánica porque en ella encontraba una cantidad de cosas sobre la utilidad de las plantas mientras que en el otro sólo se trataba de estambres y pistilos.
Cuando sus hermanos con mala intención le perturbaban sus lecturas, era capaz de levantarse bruscamente y amenazarlos con darles golpes. Decían entonces que había trabajado demasiado.
Rompió los lazos con la realidad y llevaba una vida ficticia, en países lejanos, entre sus pensamientos; descontento de la existencia cotidiana, gris y monótona, y de su alrededor, se aislaba cada vez más; Sin embargo, su padre no quiso dejarlo extraviar en sus ensueños y en adelante le encargó ciertos recados, como ir a buscar los periódicos, llevar el correo, todas esas cosas que él consideraba como una usurpación de sus derechos individuales y, por lo cual, invariablemente las realizaba con desagrado.
*
Actualmente se habla tanto de la verdad y de decir la verdad, ¡como si fuera algo tan difícil que mereciera elogios! Alabanzas aparte, no es tan fácil establecer cómo son las cosas en realidad y decir la verdad no significa nada especial. Una persona no es siempre lo que tiene fama de ser. Más aún, toda opinión puede ser errónea; detrás de cada pensamiento merodea una pasión, cada juicio se tiñe de un matiz. Pero el arte de distinguir el tono exacto del estado de cosas es infinitamente difícil. Por ello seis periodistas han podido ver al mismo tiempo de seis colores diferentes el manto de coronación del emperador. Los pensamientos nuevos no son aceptados de buena gana por nuestros cerebros automatizados: las personas de edad no tienen más confianza que en sí mismas e, ignorantes, se imaginan que pueden fiarse enteramente de sus propios ojos, sin saber que pululan los errores de óptica.
En la familia de Johan existía el culto de la verdad.
—Es preciso decir la verdad, ocurra lo que ocurra, repetía muy a menudo el padre; después narraba una historia en la que tomaba parte. Una vez había prometido a un cliente enviarle una mercancía el mismo día; lo olvidó por completo pero tenía disculpas de peso; así que cuando el cliente llega, furioso al almacén y le llena de injurias, el padre responde confesando su olvido, pidiendo perdón y ¡mostrándose dispuesto a reparar el daño! Moraleja: el cliente se asombra, le tiende las manos y le asegura su estima. (Entre paréntesis: los comerciantes no deberían exigir tanto unos de otros). ¡Bien! El padre tenía una hermosa inteligencia y como todo hombre de edad estaba muy seguro de sus deducciones.
Johan, que no podía vivir sin hacer nada, había hecho un descubrimiento para no aburrirse durante el largo trayecto a la escuela y recorriéndolo se enriquecía. Una vez había encontrado en la Holländargatan, que no tiene acera, una tuerca de hierro. El hallazgo le pareció interesante ya que era un excelente proyectil para una honda. Entonces se acostumbró a ir por la mitad de la calle para recoger todo el hierro que viera. Como las calles estaban mal conservadas y a los cocheros todavía no les estaban prohibidas tal cantidad de cosas, sus vehículos eran horriblemente mal tratados. Por lo tanto, un transeúnte atento podía estar seguro de encontrar cada día algunos clavos, un pasador, por lo menos una tuerca o a veces hasta una herradura. Johan tenía una marcada preferencia por las tuercas, que se convirtieron en su especialidad. En pocos meses recogió una enorme cantidad.
Una tarde estaba jugando con sus tuercas cuando su padre entró en la habitación.
—¿Qué tienes allí? —dice el padre abriendo los ojos desmesuradamente.
—Unas tuercas —responde Johan muy seguro de sí.
—¿De dónde las has sacado?
—Las he encontrado.
—¿Las has encontrado? ¿Dónde?
—En la calle.
—¿En un solo sitio?
—No, en varios. Caminando por la mitad de la calle y mirando al suelo.
—No, escucha, esto no va conmigo. Ven. Tengo que hablarte.
La conversación se hizo con el garrote.
—¿Quieres confesar ahora?
—Las he encontrado en la calle.
Es apaleado hasta que «confiesa».
¿Qué confesaría? El dolor y el miedo de que no terminara la paliza le arrancaron esta mentira:
—Las he robado.
—¿Dónde?
Aunque no sabía en qué parte de los coches se colocaban las tuercas, adivinó que se ponían debajo.
—Bajo los coches, naturalmente.
—¿Dónde?
La imaginación evocó un lugar donde había gran cantidad de coches.
—Cerca del edificio de Smedgordsgränd.
Precisando así la callejuela tornó verosímil la cuestión. Ahora el padre creía estar seguro de haberle arrancado la verdad. Éstas son las reflexiones que siguieron:
—¿Cómo es que has podido sacarlas solamente con tus dedos?
No había pensado en eso. Pero viendo delante suyo la caja de herramientas de su padre, dijo:
—Con un destornillador.
No se pueden sacar las tuercas con un destornillador. Solamente funciona la imaginación del padre y él se deja embaucar.
—¡Pero es espantoso! ¡Eres un ladrón!, etc. ¡Piensa lo que hubiera ocurrido si llega la policía!
Por un instante, Johan pensó aplacarle diciéndole que todo aquello no era más que una mentira, pero la perspectiva de recibir más garrotazos aún y de no tener nada para comer, lo retuvo. Por la tarde, cuando se hubo acostado, vino su madre y lo invitó a decir su oración vespertina, entonces con un tono patético y con la mano levantada gritó:
—¡Que el diablo me lleve si he robado las tuercas!
Su madre lo miró un largo rato, después le dijo:
—No es necesario jurar así.
El castigo corporal lo había humillado, lo había afligido, estaba furioso contra Dios, contra sus padres y, sobre todo, contra sus hermanos porque no habían atestiguado en su defensa a pesar de que sabían de qué se trataba. No oró esa tarde y deseó que un incendio estallase sin que tuviese necesidad de producirlo. ¡Y encima ladrón!
Después de este asunto volvió a caer bajo sospecha o, dicho más exactamente, su mala reputación se afirmó: durante mucho tiempo lo avergonzaron recordándole el robo que había cometido. En otra ocasión, por una distracción que durante mucho tiempo no pudo explicarse (confiado en la manera de razonar de sus padres) dijo una mentira. En la mañana de un domingo primaveral vino un condiscípulo con su hermana a invitado a ir juntos a Haga. Obviamente deseaba ir pero antes debía pedir permiso a mamá pues papá estaba ausente.
—Entonces, apresúrate.
—Sí, pero quiero mostraros mi herbario.
—¿Partimos?
—Claro, pero primero voy a buscar a mamá.
Entonces su hermano menor entra y coge el hermano.
Impide que lo desordene, después muestra a los visitantes su colección de minerales.
Entre tanto se cambia de camisa. Luego toma un pequeño trozo de pan de la despensa. La madre aparece y saluda a sus amigos; hablan de esto y aquello, sobre su hogar, etc. Johan tiene prisa, guarda sus pertenencias y lleva a sus compañeros al jardín para mostrarles el estanque de las ranas. Y por fin parten para Haga. Como está plenamente convencido de haber pedido permiso a su madre, se siente tranquilo. Sin embargo, cuando su padre llega pregunta:
—¿Dónde has estado?
—En Haga con unos amigos.
—¿Tenías permiso de mamá?
—¡Claro que sí!
La madre protesta y Johan se queda mudo de asombro.
—¿De manera que vuelves a mentir?
No pudo responder. Pero estaba tan seguro de que había pedido permiso a su madre, tan plenamente seguro que no temía ningún rechazo. Tenía la firme intención de hacerlo pero, al ocurrir tantos incidentes en el intermedio, lo había olvidado y hasta podría jurar por su vida que no había mentido. Por lo general los niños son muy temerosos de mentir, pero su memoria es reducida, las impresiones cambian rápidamente y confunden sus deseos e intenciones con las acciones realizadas.
Entretanto, vivió mucho tiempo con la convicción de que su madre había mentido. Cuando más tarde reflexionó cuidadosamente sobre lo sucedido, pensó que ella había olvidado la petición o no había entendido su demanda. Sólo fue hasta mucho después cuando comenzó a sospechar que tal vez su memoria podría haberlo traicionado. Tenía fama de poseer buena memoria y todo eso había tenido lugar en un intervalo de dos o tres horas.
Sus dudas sobre la veracidad de su madre (puesto que las mujeres transforman tan fácilmente sus alucinaciones, en realidad ¿por qué razón ella no habría podido decir una mentira?) fueron confirmadas poco después. La familia había comprado nuevo mobiliario. ¡Qué acontecimiento! Como los muchachos iban a visitar a su tía, la madre quiso esconder la noticia para darle una sorpresa cuando viniera y pidió a los niños que no hablaran sobre esto.
No bien hubieron llegado a casa de la tía, ella les preguntó: ¿Ha comprado ya vuestra madre el mobiliario amarillo?
Los hermanos callan pero Johan claramente responde: no.
Cuando regresaron a casa para cenar, la madre inquiere:
—Y bien, ¿ha preguntado la tía por el mobiliario?
—Sí.
—¿Qué habéis respondido?
—He dicho que no lo hemos comprado —dice Johan.
—¡Ah! Has tenido valor para mentir —le increpa el padre.
—Sí, pero mamá me lo había pedido —responde el chico.
La madre palidece, el padre calla.
En realidad, todo eso era inocente pero en su conjunto no dejaba de tener alguna importancia, pues una duda sobre el amor de los «demás» a la verdad se despertó en el niño y generó una nueva actitud de contra-réplica.
Desde entonces creció la indiferencia frente a su padre, permaneció al acecho ante la persecución y, a pesar de su fragilidad, hubo pequeños intentos de revuelta.
Todos los domingos enviaban a los niños al oficio de la iglesia; la familia tenía la llave de un banco. La excesiva duración del servicio divino y los incomprensibles sermones pronto dejaron de impresionarlo. Antes de introducirse la calefacción, durante el invierno era una verdadera tortura permanecer dos horas sentado sobre un banco con los pies helados; no obstante, entonces debía hacerse por la salud del alma, por disciplina o para dejar tranquilos a los padres en casa, ¿quién sabe? Su propio padre era una especie de teísta; prefería leer los sermones de Wallin[8] que ir a la iglesia. La madre, en cambio, empezaba a inclinarse hacia el pietismo[9]. Iba tras Olin, Elmblad y Rosenius[10] y tenía algunas amigas que llevaban a casa El pietista o La voz de la paloma espiritual. Johan hojeó este último y encontró interesantes historias sobre los misioneros en China y descripciones de naufragios. El pietista fue hecho a un lado. No era más que una cocción de las epístolas del Nuevo Testamento.
Un domingo, tal vez por causa de alguna imprudente explicación de la Biblia en la clase donde se había hablado sobre la libertad de los espíritus o de algo parecido, Johan tuvo la idea de no ir a la iglesia. A mediodía, antes del regreso de su padre, en presencia de sus hermanos y hermanas y de sus tías, declaró que nadie podía ejercer presión sobre la conciencia de otro y que por esto no había ido a la iglesia. Aquello se tomó como algo singular y por esa vez escapó al garrote, pero de nuevo le enviaron al oficio dominical.
Las relaciones de la familia fuera de la parentela no eran numerosas debido a la irregularidad del matrimonio. Pero, como suele ocurrir, los compañeros de infortunio se buscan y, por ello, tenían relación con un amigo de juventud del padre, que se había malcasado con su amante y, por consiguiente, había sido repudiado por sus padres y amigos. Había estudiado derecho y era funcionario; en su casa vivía una tercera familia de funcionarios con la misma historia matrimonial. Obviamente, los niños se daban cuenta de la tragedia. Aunque todos estos hogares tenían niños, Johan no se sentía atraído por ellos. Su timidez y su miedo ante los hombres habían aumentado después de tantas historias de tortura en casa y en la escuela; sus excursiones por las afueras de la ciudad y sus veraneos lo habían vuelto salvaje. No quería aprender a bailar y le parecían idiotas los muchachos que se pavoneaban ante las muchachas. Cuando en una ocasión su madre lo incitó a ser gentil con las niñas, preguntó: ¿por qué? —Ahora ejercía su crítica sobre todo y quería saber el porqué de todas las cosas.
Durante una excursión al campo, en la que los muchachos llevaban los chales y las sombrillas de las chicas, quiso inducirlos a sublevarse.
—¿Por qué convertirnos en los esclavos de esas chicuelas?, decía, pero los muchachos no le prestaban la menor atención.
Al final, salir le aburría tanto que fingía estar enfermo o remojaba sus vestidos en la alberca para quedarse castigado en casa. Como ya no era un chiquillo no le gustaba estar con los pequeños; sin embargo, los mayores no veían en él más que a un niño. De ahí que estuviera solo desde entonces.
*
A los doce años le enviaron a pasar el verano en casa de un sacristán cerca de Mariefred. Había muchos pensionistas allí, pero todos de origen ilegítimo. Como el sacristán no tenía grandes conocimientos, su ciencia no estaba a la altura para impartir lecciones a Johan. Al primer ensayo en geometría, el maestro encontró que el chico era tan capaz que lo mejor era dejarlo estudiar por su cuenta. He ahí entonces a un gran chico. Estudiaba solo. La casa estaba muy cerca del parque del castillo y él se paseaba en esos domingos reales libre de todo trabajo, de toda vigilancia. Le nacían alas y la virilidad se aproximaba.
Por un pudor adquirido o tal vez natural, durante mucho tiempo se ha rodeado de misterio la importante cuestión del nacimiento de la virilidad y los fenómenos que la acompañan.
Pésimos libros, fabricantes de obras médicas de importantes tirajes, pietistas que han querido hacer propaganda a cualquier precio, padres tímidos e ignorantes, todos han hecho (y a menudo de buena voluntad) lo imposible por apartar a los jóvenes pecadores de costumbres malsanas. Posteriores y esclarecedoras investigaciones de sabios médicos han tenido por objeto descubrir las causas del fenómeno, encontrar un remedio inteligente y, sobre todo, quitarle al niño el miedo exagerado a las consecuencias, puesto que se ha hallado que el miedo y los remordimientos excesivos han sido justamente las causas de los pocos casos de locura o de suicidio que comparativamente han sido dados a conocer. De otra parte, se ha revelado que no era el vicio en sí mismo sino el instinto sexual no satisfecho el que provocaba esas manifestaciones enfermizas y un médico francés de nuestros días ha llegado a considerar el acto como un auxilio útil de la naturaleza. A él le dejo la responsabilidad de su teoría.
No obstante, es un hecho que siempre encontramos alienados afectados por esta costumbre viciosa. Con todo, el paralogismo consiste en que se confunde la causa con el efecto.
Si se encierra a los enajenados ¿en qué podrán ocuparse?
En los alienados que tienen disminuida la inteligencia, la vida vegetativa y animal toma singular importancia y, por tanto, el instinto sexual surge buscando frenéticamente satisfacerse de cualquier manera. Otro paralogismo: interrogan a todos los alienados para descubrir si anteriormente han tenido esas viciosas costumbres. Todos las han tenido; pero no es esa necesariamente la causante de la enfermedad porque hoy en día se ha precisado que todos los hombres han cometido, una vez por lo menos, este engorroso acto. Pero como esto queda en secreto, existe una multitud de jóvenes pecadores que asumen solitarios la culpa de este yerro imaginario y creen que los severos maestros que los atemorizan han vivido sin cometer la falta. De otra parte, no se podría negar que el exceso en este caso pueda ocasionar la enfermedad, pero entonces es el abuso el origen del mal y el hábito, al impedir a la naturaleza recobrar sus derechos, es precisamente el motivo de las incorrecciones. Que la aversión por el sexo sea el resultado de lo anterior no es cierto, ya que los muchachos afectados por ese vicio se convierten luego en verdaderos hombres mujeriegos, honestos maridos y orgullosos padres. Es de notar, asimismo, que las mujeres no se muestran predispuestas a los jóvenes demasiado cándidos.
Ahora bien, ¿cómo llegó a suceder eso? De la manera más usual. Un compañero de más edad dio el ejemplo en el baño y los más jóvenes lo imitaron. No tuvieron ningún sentimiento de vergüenza o de pecado y nadie lo convirtió en misterio[11]. Aquel asunto no parecía tener relación alguna con la pasión elevada puesto que a los ocho años el niño había estado enamorado y entonces el instinto estaba aún adormecido.
También hacia esa época aprendió que los escolares del poblado tenían relaciones entre ellos en el bosque, al regreso de la escuela. Aquellos niños tenían entre ocho y diez años y aunque los padres tuvieron noticias de la cuestión no se mezclaron en ella. Esos lazos o, para decirlo mejor, esos malos lazos son, al parecer, comunes en el campo y deberían ser tomados en consideración cuando se escribe con tanta propiedad sobre el vicio y su instigación.
Tal hecho no le trajo ninguna crisis moral al chico. Había nacido soñador y sus nuevas ideas lo arrastraron a la soledad. Además, rápidamente, renunció al vicio luego de la lectura de un libro asustaniños aunque, desde entonces, tuvo que luchar contra sus deseos sin poder salir siempre vencedor, porque lo sorprendían en sueños, cuando estaba sin fuerzas, bajo la forma de quimeras; sólo tuvo reposo hacia los dieciocho años cuando comenzaron sus relaciones con el otro sexo.
A mediados del verano se enamoró de la hija del intendente; ella tenía veinte años y no frecuentaba la casa del sacristán. Nunca llegó a hablarle pero la espiaba al pasar y a menudo iba por el vecindario de su casa. En suma, era una muda y lejana adoración de su belleza, sin deseo ni esperanza. Esta inclinación adquiría las apariencias de una pena muda y cualquier otra bien podría haber sido el objeto de ella en caso de que hubiera tenido amistad con algunas muchachas. Era una adoración de la virgen por la que no deseaba más que hacer un gran sacrificio, así fuera el de ahogarse en el estanque, pero de todas maneras en su presencia; tenía un vago sentimiento de su propia imperfección; a sus ojos sólo era la mitad de un hombre que no quería vivir sin ser completado por la otra mitad, «la mejor».
Siempre asistía a los oficios de la iglesia pero no le causaban impresión alguna; simplemente lo aburrían.
Este verano, sin embargo, fue muy importante para su desarrollo puesto que lo alejó de la casa. Ninguno de sus hermanos estaba con él. En consecuencia, no sentía la acción del lazo que lo ataba a su madre. Esto lo hizo más decidido y lo templó, aunque no inmediatamente, porque cuando lo afligía alguna pena, sentía en sus carnes las duras garras de la nostalgia. Entonces se le aparecía su madre transfigurada, como de costumbre, en una tierna protectora, en fuente de calor, en la mano compasiva.
Hacia el otoño, a comienzos de agosto, llegó una carta en la que se le comunicaba que su hermano mayor, Gustav, marcharía en pensión a París para acabar allí sus estudios y aprender la lengua, pero que antes pasaría un mes en el campo donde ocuparía su plaza. La idea de esta próxima separación, la aureola de la magnífica metrópoli, el recuerdo de muchas proezas alegres, la nostalgia del hogar, la alegría de volver a ver a alguien de su sangre, todo se unía para enternecer el corazón y la imaginación de Johan. Durante la semana en que esperaba a su hermano, lo vio en su imaginación como un amigo, como un ser superior al que admiraba mucho. Y Gustav, como hombre, era en efecto superior a él. Era un muchacho franco y valeroso, dos años mayor que Johan, de rasgos enérgicos y taciturnos; no era un soñador; tenía un temperamento activo, era prudente; sabía callarse cuando le convenía y emprenderla a golpes cuando era necesario. Entendía de economía y ahorraba. Además, era muy sensato, pensaba Johan, el soñador. No aprendía las lecciones porque les dedicaba poca atención pero, en cambio, comprendía el arte de la vida, se hacía a un lado cuando la necesidad lo obligaba, intervenía cuando era menester y nunca estaba triste.
Johan tenía entonces necesidad de adorar, de fabricarse una imagen en una materia diferente de su blanca arcilla, de colocar en ella todo lo que creía bueno. Y durante ocho días ejerció este arte. Se dispuso a preparar la llegada de su hermano creándole un ambiente propicio entre sus amigos, recomendándolo a su profesor, buscando lugares para jugar, con pequeñas sorpresas, preparándole un trampolín en la piscina y preocupándose hasta de los mínimos detalles.
La víspera de la llegada fue al bosque a recoger frambuesas y arándanos para obsequiar a su huésped. Después adornó una mesa con dos hojas de papel blanco. Sobre ellas colocó las bayas, alternando las amarillas con las azules, y en el centro las ordenó en forma de una gran G, enteramente rodeada de flores.
Cuando el hermano llegó, apenas lanzó una rápida mirada sobre el arreglo y no apreció la delicada intención de la inicial o tal vez la encontró insípida. En la familia, en efecto, siempre se juzgaba así toda explosión de sentimiento.
Después fueron a bañarse. Gustav se quitó la camisa y en un abrir y cerrar de ojos estuvo en el agua nadando sin detenerse hasta relajarse como un cuerpo muerto. Johan lo contempló y bien hubiera querido seguirlo pero, en esta ocasión, le pareció más agradable ser menos buen nadador y dejar que su hermano mantuviera la superioridad. Fue el primer muchacho que nadó a cuerpo muerto. En la cena, Gustav dejó en el plato un trozo de jamón graso. Nadie había osado hacer eso antes. Él se atrevía a todo. Por la tarde, a la hora de repicar, Johan lo invitó a hacerlo. Por lo menos tocó diez veces. Johan se aterró tanto como si la parroquia hubiera estado expuesta a un peligro: tan pronto reía de las campanadas como le suplicaba que cesara.
—Eh, ¡diantre! ¿Qué pasa? —dijo Gustav.
Después lo llevó a casa de un amigo, el hijo del ebanista, que andaba por los quince años. Rápidamente se estableció la intimidad entre los chicos de la misma edad y el amigo hizo a un lado a Johan que era mucho más pequeño. Pero Johan no sintió amargura alguna aunque se burlasen de él y emprendieran excursiones con el fusil. Solamente quería dar y hasta habría entregado a su amante si la hubiera tenido. También dio pormenores sobre la hija del intendente y su hermano la encontró de su entera conveniencia. Y en lugar de suspirar tras los troncos del árbol, sin parar en mientes, fue y charló con ella pero con mucha inocencia. Ése fue entonces el acto más audaz que Johan había visto realizar e incluso él mismo se sentía como engrandecido, se envanecía como si su débil alma tuviera los potentes nervios de su hermano, se identificaba con él. Estaba casi tan feliz como si él mismo hubiera hablado a la joven. Proyectó excursiones, bromas, partidas de remo y su hermano las llevaba a cabo. Descubrió los nidos de los pájaros pero era su hermano quien trepaba a los árboles y los agarraba.
Sin embargo, todo eso duró solamente una semana; el último día, cuando el momento de la partida se aproximó, Johan le dijo a Gustav:
—Vamos a comprar un hermoso ramo de flores para mamá.
—Sí, desde luego.
Y fueron donde el jardinero mayor del castillo. Gustav ordenó el ramo y pidió que lo hiciera bien hermoso. Mientras lo trenzaban fue a comer frutas al jardín sin preocuparse por lo que pudiera ocurrir. Johan no se atrevió a tocar nada.
—Come pues —le dijo su hermano.
No, no podía. Cuando el ramo estuvo preparado, Johan lo recibió y pagó veinticuatro shillings. Gustav ni se molestó siquiera. Después se separaron. Al llegar a casa Johan entregó el ramo de parte de Gustav. Su madre se conmovió. Por la tarde, en el comedor, las flores llamaron la atención del padre.
—Gustav me las ha enviado —dijo la madre—. Es siempre tan bueno, y miró con tristeza a Johan, siempre tan duro.
Los ojos del padre resplandecían tras los quevedos.
Johan no se afligió. El joven había desarrollado un gusto extremo por la inmolación. La lucha contra las injusticias lo había llevado a atormentarse a sí mismo. Calló. Calló también cuando su padre envió dinero de bolsillo a Gustav manifestándole en frases excesivamente conmovedoras cuán profundamente había sentido el bello gesto de su buen corazón. Toda su vida calló esta historia, incluso cuando tuvo motivos para amargarse; sólo se permitió hablar cuando, agobiado, cayó, fatigado sobre la ensangrentada arena del desierto, el pecho aplastado bajo un pie brutal, sin una mano que se levantara para pedir piedad. En este caso no era una venganza, era la legítima defensa de un moribundo.