Lejos del hogar
Y he aquí a Johan sobre la cubierta delantera de un barco a vapor en pleno archipiélago. Ha tenido tantas cosas para mirar durante el viaje que no ha habido sitio para el aburrimiento. Pero ahora cae la tarde, siempre melancólica como el principio de la vejez. Las sombras se abaten extrañamente y transforman todo el paisaje sin ocultarlo tanto como la noche. Algo comienza a hacerle falta. Tiene un sentimiento de vacío, de abandono, de ruptura. Quiere regresar a casa pero la desesperación por no poder hacerlo inmediatamente le llena de horror y le hace llorar. Cuando sus hermanos le preguntan la causa de su llanto, responde que quiere regresar junto a su madre. Ellos se burlan. Pero la imagen de su madre aparece. La ve seria, dulce, sonriente. Escucha sus últimas palabras en la pasarela: sé atento y cortés con todo el mundo, ten cuidado con tus vestidos y no olvides tus oraciones de la tarde. Piensa cuán indócil ha sido y se pregunta si ella no estará enferma. Su imagen surgió transparente, magnificada y la retuvo por los hilos del deseo que no se romperían jamás. Toda la vida tendría nostalgia de su madre, se sentiría solo. ¿Había venido al mundo antes de tiempo? ¿Había nacido prematuramente? ¿Qué era lo que lo ataba tanto a las entrañas maternales?
Jamás encontró respuesta a estas preguntas en los libros o en la vida y el hecho perduró. Jamás llegó a ser él mismo; jamás fue libre, jamás un individuo completo. Permaneció como el muérdago que no puede crecer sin ser sostenido por un árbol: se convirtió en una planta trepadora que debía buscarse un tutor. Era débil y temeroso por naturaleza. Pero se ejercitaba en todos los géneros del deporte: era fuerte en gimnasia, saltaba sobre un caballo al galope, manejaba toda clase de armas, hacía tiro, nadaba, iba a vela casi temerariamente, pero sólo por no ser inferior a los demás. Si alguien dejaba de verlo mientras se bañaba, apenas se atrevía a entrar al agua; pero si le miraban era el primero en tirarse de cabeza desde el techo de la caseta de baño. Conocía su miedo y quería esconderlo. Nunca atacaba a sus compañeros, pero cuando era atacado respondía, incluso si el adversario era más fuerte que él. Vino atemorizado al mundo y vivió con perpetuo temor de la vida y de los hombres.
El barco navega hacia los fiordos, la mar inmensa se abre ante él, una mancha azul sin orillas. El nuevo espectáculo, la frescura del viento, la alegría de sus hermanos lo reanima y entonces piensa que ha recorrido cerca de ciento ochenta kilómetros sobre el agua mientras el barco se mece en el río Nykoeping.
Luego de que la pasarela es colocada sube un hombre de mediana edad y patillas rubias y, después de una breve conversación con el capitán, da la bienvenida a los chicos. Tiene un aire bondadoso y es jovial. Es el sacristán de Vidala. En la orilla del río hay un faetón enganchado a una yegua negra en el que en poco tiempo llegan a la ciudad donde se detienen en el patio del tendero, el cuartel general de los campesinos. Allí huele a arenque y a anís y la espera se torna insoportable. Johan llora nuevamente. Por último llega el señor Lindén en un coche de campesinos trayendo el equipaje y, luego de numerosos apretones de manos y muchas copitas, salen de la ciudad. Sólo hacia el atardecer pasan frente a la vieja aduana. Barbechos y cercados forman una larga perspectiva desnuda y más allá de los poblados de casas rojas encuentran el principio de un bosque; al cruzarlo les quedan todavía treinta kilómetros por hacer. El sol se oculta mientras atraviesan la sombría espesura. El señor Linden charla y busca mantener el buen humor entre los niños. Habla de los compañeros de juegos, del establecimiento de baños y de la recolección de fresas. Johan se duerme. Despierta en un albergue lleno de campesinos ebrios. Los caballos son desenganchados y abrevados. Después el viaje prosigue entre bosques oscuros. Bajan y suben colinas. Los caballos vahean y resoplan. Los campesinos, en el coche de equipajes, beben y bromean, el sacristán departe con ellos y les cuenta chistes. Y así avanzan durmiendo. Al despertar descienden del coche y descansan. Todavía los bosques donde alguna vez hubo bandidos, negros bosques de pinos bajo el cielo estrellado, casitas y cercas. El niño está totalmente desorientado y se encamina temeroso hacia lo desconocido.
Finalmente el camino se torna llano, comienza a amanecer y los coches se detienen delante de una casa roja. Justo enfrente de un gran edificio negro: una iglesia. De nuevo una iglesia. Una mujer que le pareció vieja, una mujer alta y magra se acerca, recibe a los chicos y los conduce a una habitación en la planta baja donde la mesa está puesta. Su voz es aguda y poco amable y Johan se intimida. Comen en la oscuridad pero la comida no les gusta porque es poco corriente y están cansados y a Johan se le atragantan las lágrimas. Entonces los hacen subir a una mansarda, siempre en la penumbra. Ninguna luz. Hay mucha estrechez allí: las camas y literas están sobre sillas y por el suelo y hay un olor horrible. Las mantas se agitan y aparece una cabeza. Otra más; risas sofocadas, cuchicheos. Ríen solapadamente, se alborotan, pero los recién llegados no pueden ver los rostros. El hermano mayor recibe una cama para él solo y Johan comparte otra con su hermano en la que ambos se acuestan en sentido contrario. Era algo desconocido. Se meten en el lecho y se ponen a tirar de la manta. El más grande se tiende a sus anchas pero Johan protesta contra la usurpación. Se dan puntapiés y Johan es derrotado. El hermano mayor ya está dormido. Enseguida se escucha una voz en un rincón al fondo de la sala.
—Quedaos tranquilos, diablillos, no os peléis.
—¿Qué dices? —responde el hermano, un pilluelo que tiene agallas.
—¿Que qué digo? Que no debes molestar al pequeño —responde la voz baja…
—¿Acaso te importa? ¿Te importa?
—Sí, me importa. Si te empeñas te daré una paliza.
—¿Una paliza, tú?
El hermano se levanta en mangas de camisa. El de la voz espera de pie. Es un pequeño tipo fornido y de amplias espaldas. Es todo lo que se puede ver. Muchos saltan a sus camas para asistir al espectáculo. Pelean y el hermano recibe una tunda.
—¡No, no le pegues, no le pegues!
El hermano menor se arroja entre ellos. Jamás ha podido ver a alguien de su sangre recibir golpes o sufrir sin que sus nervios se alteren. Ésta es una prueba más de su dependencia, de su lazo de sangre indisoluble, del cordón umbilical que nunca podrá ser roto, a lo sumo un poco desgastado.
Después el silencio se restableció y sobrevino el sueño; un sueño inconsciente que se parece mucho a la muerte y que invita a mucha gente a un reposo prematuro.
Entonces comenzó para él una nueva vida. Una educación sin los padres porque ya había emprendido su viaje por el mundo, entre extraños. Tenía miedo y evitaba cuidadosamente todo reproche. No atacaba a nadie pero se defendía de los fanfarrones. De todas maneras, eran demasiado numerosos para que él pudiera sentirse tranquilo aunque el chico de espaldas cuadradas ejerciera la justicia; además, es probable que a causa de su giba saliera siempre en defensa de los más débiles cuando se les atacaba injustamente.
Estudiaban por la mañana, tomaban el baño antes del mediodía y trabajaban por la tarde. Limpiaban el jardín, iban a buscar agua a los pozos, aseaban la caballeriza. El deseo del padre era que los chicos trabajaran físicamente aunque debieran pagar como pensionistas comunes. Pero la obediencia de Johan y la conciencia de su deber no eran suficientes para hacerle la vida soportable. Sus hermanos se exponían a las llamadas de atención y esta circunstancia también lo hacía sufrir mucho. Se sentía solidario con ellos pues aquel verano no era más que un tercio de individuo. Como castigo sólo existía la prohibición de salir pero las censuras eran suficientes para atormentarlo. El trabajo lo fortificaba físicamente, sin embargo sus nervios continuaban tan impresionables como siempre. Algunas veces echaba de menos a su madre, en otras lo poseía un júbilo exuberante y dirigía los juegos, sobre todo los más violentos: arrancar piedras en las caleras y encender fogatas en los huecos, descender montañas escarpadas sobre tablillas. Tímido y temerario, juguetón y meditativo, nada equilibrado.
La iglesia estaba al otro lado del camino y con su techo negro como la pez y su blancura cadavérica proyectaba una sombra sobre el paisaje estival; las cruces sepulcrales sobrepasaban el muro de la iglesia y formaban parte del paisaje que veía todos los días desde su ventana. La campana no sonaba a cada momento como en Santa Clara; tan sólo a las seis de la tarde los chicos tiraban de la cuerda que pendía bajo el campanario. La primera vez que le toca repicar es para Johan algo memorable. Se cree casi un encargado de la iglesia. Y cuando ha contado hasta tres los ecos de sus tres golpes, cree que Dios, el pastor y la parroquia se ofenderán si da un toque de más.
El domingo los muchachos mayores subían al campanario a repicar. Entonces Johan se colocaba en la oscura escalera de madera y los admiraba. En mitad del verano llegó un anuncio enmarcado en negro. Al ser leído en la iglesia la agitación fue enorme. El rey Oscar había muerto. Se hablaba muy bien de él aunque nadie llegase verdaderamente a extrañarlo. Pero ahora cada día se doblaba entre las doce y la una.
Las campanas de la iglesia parecían perseguirlo. En el cementerio jugaban entre las tumbas y la iglesia pronto se convirtió en un lugar donde se sentía como en su propia casa. El domingo todos los internos se colocaban cerca de las tribunas del órgano. Cuando el sacristán entonaba los salmos, los chicos mayores eran llevados cerca de los registros del órgano y a una señal del maestro todos eran accionados a la vez y los jóvenes prorrumpían en coro. Aquello causaba siempre un gran efecto en la concurrencia.
Con todo, observando de cerca las cosas sagradas y manipulando los objetos del culto, se familiarizó enseguida con los objetos sagrados y su respeto por ellos disminuyó. De este modo, la comunión ya no fue reconfortante para el alma ya que el sábado por la tarde en la cocina del sacristán, había comido pan bendito cocido allí mismo, y timbrado con un sello sobre el que estaba grabado un crucifijo. Los chicos lo comían y lo llamaban oblea. Una vez, al finalizar la comunión, fue invitado a beber vino en la sacristía con los mayordomos de la parroquia.
A pesar de esto, ahora que había sido arrancado del lado de su madre y que se sentía rodeado de poderes desconocidos y amenazantes, una gran necesidad de aferrarse a algo comenzaba a despertarse en él. Hacía sus oraciones de la tarde con mucha devoción; por la mañana, en cambio, cuando el sol salía y el cuerpo había reposado bien, no experimentaba esa necesidad.
Un día que abrieron la iglesia para airearla, los chicos acudieron a jugar allí. En un arranque de impetuosidad ¡escalaron el altar! Pero Johan, que llevaba las hazañas al extremo, se abalanzó dentro del púlpito, dio vuelta al reloj de arena y predicó sobre un pasaje de la Biblia. Esta diablura tuvo gran éxito. Enseguida bajó y saltó sobre los bordes superiores de los bancos de toda la iglesia sin tocar el suelo. Cuando alcanzó los que estaban cerca del altar, el del conde, se apoyó tan fuerte sobre el atril que éste se desparramó por tierra con gran estrépito. Cunde el pánico. Todos los compañeros se precipitan fuera de la iglesia. Se queda solo, anonadado. Justamente ahora hubiera querido correr al lado de su madre, confesar su falta e implorar su ayuda, pero ella no se encontraba allí. Piensa entonces en Dios. Se arrodilla cerca del altar y recita todo el Pater Noster. Reconfortado y calmado como si hubiera tenido una inspiración de lo alto, se levanta, examina la tablilla y encuentra que las clavijas no están quebradas; toma la varita, la coloca entre los empalmes de la tablilla, se saca un zapato para usarlo como martillo y, gracias a unos golpes bien dirigidos el atril queda reparado. Pone a prueba su trabajo. Está bien. Y abandona la iglesia relativamente calmado. ¡Qué sencillo!, pensaba ahora. Hasta tenía vergüenza de haber recitado su padrenuestro. ¿Por qué tenía vergüenza? Tal vez sentía que dentro de esa confusa complejidad que se llama alma, tenía una fuerza que poseía poderosos medios de salvación para salir en nuestra defensa en un momento de apuro. No creía que Dios le hubiera ayudado. Lo probaba el hecho de que no se había postrado para agradecerle su auxilio y la vaga impresión de vergüenza provenía probablemente de comprender que se había enredado en complicaciones.
Pero solamente por un instante es consciente de su valor. Permanece inquieto y hasta se vuelve muy caprichoso. Lo antojadizo, el capricho, les diables noirs como dicen los franceses, es un fenómeno que todavía no está bien aclarado. La víctima está poseída, quiere una cosa pero hace lo contrario; sufre y desea torturarse y casi encuentra placer en ello. Es una enfermedad del alma, una dolencia de la voluntad; psicólogos experimentados han tratado de explicarla admitiendo una dualidad en el cerebro que permitiría a los dos hemisferios, en ciertas circunstancias, operar independientemente y en desacuerdo entre ellos. Pero esta explicación no ha sido aceptada. La dualidad de la personalidad ha sido observada a menudo y Goethe ha tratado el tema en el Fausto. Los niños caprichosos que «no saben lo que quieren» terminan por llorar y esto les distiende los nervios. «Buscan la paliza», decimos también y, en ciertos casos, es muy interesante observar cómo una ligera corrección devuelve a los nervios el equilibrio y parece casi una bienvenida para el niño que rápidamente se calma, se torna conciliador, olvida todo rastro de amargura por un castigo que, en el fondo de sí mismo, consideraría injusto aunque tuviera tanta necesidad de palos como de un remedio. Sin embargo, hay una manera de expulsar les diables noirs. Se toma al niño en los brazos para hacerle sentir el magnetismo de una persona amiga y esto lo calma. Esta manera es la mejor de todas.
El niño tenía accesos de esta clase. Cuando se le ofrecía una diversión, una excursión para recoger frutas, por ejemplo, rogaba que lo dejaran en casa. Sabía que se aburriría a muerte. Aunque quería ser de la partida prefería sobre todo quedarse en casa. Una voluntad, más fuerte que la suya, le ordenaba quedarse. Cuanto más reflexionaba, más se afirmaba su resistencia. Pero si alguien venía resueltamente, lo cogía por el cogote y bromeando le tiraba dentro de la carreta de heno, aceptaba ir y se sentía contento de ser liberado de ese capricho inexplicable. En general, obedecía de buen gusto, jamás deseaba rebelarse ni ordenar. Había nacido muy esclavo. Su madre había servido y obedecido toda su juventud y como moza de fonda, había sido cortés con todo el mundo.
Un domingo estaban en el presbiterio. Había allí algunas jovencitas a las que amaba aunque les tenía miedo. Toda la banda de muchachos salía a recoger fresas. Alguien había propuesto reunir las de todos y comerlas después en cuchara con azúcar cuando regresaran. Johan hizo la recolección con mucho celo y mantuvo el pacto; no se comió ninguna fresa y lealmente entregó su parte. Pero descubrió que otros hacían trampa. Al retornar a casa la hija del pastor repartió las fresas y toda la banda se apretujó a su alrededor para recibir cada uno su cucharada. Johan se aparta. Es olvidado y no recibe ni una fresa.
¡Olvidado! Con amargura en el corazón por ser olvidado va hacia el huerto y se esconde en un tonel. Tiene la sensación de ser el último, el menor de todos. No obstante, esta vez no llora, pero siente surgir dentro de sí algo muy duro, frío, una coraza de acero. Y después de haber criticado toda la sociedad encuentra que ha sido el más honesto porque no se ha comido una fresa en el bosque y —¡Cataplum!, de allí se desprende la falsa conclusión— porque se ha comportado mejor que los demás, es olvidado. Consecuencia: se considera mejor que los demás. Y siente un gran regocijo por ser olvidado.
Tenía un verdadero talento para hacerse invisible, para mantenerse distante hasta tal punto que era olvidado. Una vez el padre regresó a casa con un melocotón para la cena. Todos los chicos recibieron un poco de ese raro fruto. Pero ¿cómo fue posible? Johan no tuvo su parte y esto ocurrió sin que su padre, justo por lo demás, se percatara. Se sintió tan orgulloso de esta nueva prueba de la inclemencia de su suerte que más tarde, al anochecer, se vanaglorió ante sus hermanos. Ellos no le creyeron pues aquello les pareció demasiado absurdo. Pero cuanto más absurdo era, mayor valor tenía.
También se atormentaba por las animadversiones. Un domingo llegó un coche cargado de jóvenes a la casa del sacristán en el campo. Del coche descendió un niño moreno de aspecto socarrón y atrevido. Johan se sobresaltó al verlo y corrió a esconderse en el granero. Aunque lo buscaron y el sacristán le hizo caricias, continuó en su rincón escuchando jugar a los chicos hasta que el morenillo hubo partido.
Pero ni los baños fríos, ni los juegos violentos, ni los rudos trabajos manuales podían fortificar sus nervios tan débiles que, en ocasiones, se tensaban al máximo.
Tenía una buena memoria y sobre todo aprendía muy bien las cosas concretas como la geografía y la historia natural. La aritmética era para él un asunto de memoria pero detestaba la geometría. Una ciencia sobre cosas inexistentes le desconcertaba. Sólo fue hasta más tarde, cuando un manual de agrimensura cayó entre sus manos y pudo comprender la utilidad práctica de la geometría, que tomó gusto por esa materia y se dispuso a medir por metros la casa y los árboles, a medir las calles y el jardín y a construir figuras de cartón. Ahora entraba en su décimo año. Era ancho de espaldas y tenía la tez bruñida. Sus rubios cabellos se elevaban sobre una frente enfermizamente alta y prominente que fue a menudo tema de conversación y le sirvió para que algunos miembros de su familia lo apodaran «el profesor». Ya no era un autómata; comenzaba a recoger sus propias observaciones y a sacar conclusiones. Asimismo se acercaba el momento en que debía separarse de su entorno y marchar solo. Pero la soledad iba a ser para él un paseo en el desierto puesto que su personalidad no era tan fuerte como para volar por sus propias alas; su simpatía por los hombres no debía ser correspondida porque los pensamientos de ellos no estaban al nivel de los suyos y, a continuación, se vería obligado a ir por ahí a ofrecer su corazón al primero que pasara; nadie lo aceptaría porque era extraño a todos y, entonces, se replegaría sobre sí mismo herido, mortificado, desapercibido, olvidado.
*
El verano terminó y Johan regresó a casa para la reiniciación de las clases. Doblemente triste le pareció entonces la casa del cementerio de Santa-Clara y cuando encontró la larga lista de clases con nombres latinos hasta «la quinta» en donde habría de gastar una determinada cantidad de años antes de pasar a enmohecerse en una nueva tanda de clases en el Gymnasium, llegó a pensar que la vida no era precisamente seductora[6]. También se puso a pensar en rebelarse contra los deberes. Resultado: pésimas notas. Un semestre más tarde, después de haber retrocedido en la clase, su padre lo retiró de la escuela Santa Clara y lo matriculó en la escuela de San Jacobo. Por la misma época se mudaron de la calle de Norrtull a una casa en el arrabal de la Stora Grobergsgatan, cerca de Sabbatsberg.