II

El aprendizaje del infierno

La tempestad había cesado. La sociedad familiar empezaba a disolverse. Cada uno podía marchar por su lado. Pero la superpoblación, ese trágico destino de su casta, continuaba. La muerte, sin embargo, despejaba la fila. Siempre se encontraban en casa los negros anuncios de los entierros fijados en las paredes del cuarto de los niños. La madre permanecía siempre en bata y todas las primas y tías ya habían sido elegidas como madrinas, de modo que ahora era necesario recurrir a los empleados, a los capitanes y a los administradores de los buffets de los barcos a vapor. A pesar de todo, el bienestar parecía retornar poco a poco. Como empezaban a estar demasiado estrechos, la familia se trasladó a la calle de Norrtull, en otro barrio, donde alquilaron seis habitaciones y una cocina. Por la misma época, Johan, que ya tenía siete años, ingresó en el Colegio de Santa Clara. Aunque hacer ese trayecto cuatro veces por jornada era una larga excursión para sus pequeñas piernas, el padre quería que el chico se fortaleciera. Era justo y loable. Pero tan grande e inútil desgaste muscular hubiera debido ser reparado con una buena alimentación. No obstante, los recursos de la casa no lo permitían. Además, el excesivo trabajo cerebral no podía ser restablecido por esta marcha cargando un pesado cartapacio. Los pros y los contras no estaban al mismo nivel; nuevos tormentos habían de resultar de esa falta de proporción.

Durante el invierno, el chico de siete años y sus hermanos eran despertados por una de las criadas cuando todo estaba tan oscuro como la boca del lobo. No ha dormido lo necesario y todavía tiene el cuerpo acalorado por el sueño. El padre, la madre, los hermanos menores y las sirvientas permanecen en cama. Se baña con agua fría y mientras bebe un café de malta con un pedazo de pan blanco, repasa apresuradamente las terminaciones de la cuarta declinación en la gramática de Rabe, hojea un fragmento de «La venta de José por sus hermanos» y relee con desgana el segundo artículo de fe con comentarios.

Luego guarda los libros en la bolsa y se pone en camino. Fuera en la calle de Norrtull aún es de noche. En las lámparas de aceite, encendidas una de cada dos, vacilan los últimos trozos de mechones bajo un viento frío; la nieve está compacta. Los criados no han acudido para despejar la calle. Pequeñas discusiones afloran entre los hermanos a propósito de la velocidad de la marcha. Sólo carretas de panaderos y policías están en movimiento. En el Observatorio, los montones de nieve son tan altos que los pantalones y los botines se empapan completamente. En Kungsbacken entran en la panadería y compran el pan del desayuno —un pan blanco que usualmente consumen por el camino.

En Hoetorgsgrenden, Johan se separa de sus hermanos que van a una escuela privada. Y en el instante en que por fin dobla la esquina de la callecita Klarabergsgrend, suena la campana, la fatal campana de Santa Clara. Emprende una desesperada carrera, su bolsa le maltrata la espalda, sus sienes le golpean y su cerebro se sacude con violencia. Cuando llega al muro del cementerio, alcanza a ver las aulas vacías. Era demasiado tarde.

El deber era para él como una palabra empeñada. «Fuerza mayor», imperiosa necesidad, nada podía disculparlo. Un capitán de navío había impreso en su manifiesto de embarque que en determinada fecha entregaría la mercancía en buen estado «si Dios quería». Si Dios disponía que hubiera tempestad o nieve, él sería absuelto. Pero Johan no había tomado medidas de precaución del mismo género que las anotadas por nuestro buen hombre. Había faltado a su deber y debía ser castigado. Un punto menos, nada más. Entra con el corazón muy afligido en clase. Sólo está el vigilante que lo recibe con una sonrisa y anota su nombre en la pizarra bajo un letrero: retrasado.

Hay un momento de angustia, después se escucha un gran grito de desamparo en el quinto curso y los bastonazos que golpean reciamente. Es el director que hace su batida o, mejor dicho, que hace ejercicio contra los alumnos retrasados. Johan sufre un violento acceso de lágrimas y todo su cuerpo tiembla. No de dolor sino de vergüenza de estar encerrado allí como una bestia que se degüella o como un criminal. Entonces la puerta se abre. Se sobresalta. Es sólo la mujer del servicio que viene a arreglar la lámpara.

—Buenos días, Johan —dice ella—, estás retrasado, tú que siempre eres tan puntual. ¿Cómo está Hanna?

Johan le responde que ella está bien y que ha nevado mucho en la calle de Norrtull.

—¡Ah! Vivís ahora en la Norrtullsgatan. ¡Pues muy bien!

Pero de repente el director abre la puerta y entra.

—¡Ah! Eres tú.

—Señor director, hay que ser indulgente con Johan porque vive en la calle de Norrtull.

—Paz, Karin —dice el director—, y ¡déjanos!

—Bien, bien, entonces vives en la calle de Norrtull. Pero aunque eso está muy lejos podrías llegar a tiempo.

Dio media vuelta y se alejó.

Fue gracias a Karin que se salvó de la paliza. Gracias al destino, Hanna había estado al servicio del director al mismo tiempo que Karin. Era el poder de las relaciones lo que lo salvaba de una injusticia. Y ¡ésta era la escuela y su enseñanza! ¡Se ha escrito tanto sobre el latín y el bastón! ¡Es posible! Porque más tarde omitía todos los pasajes que trataban sobre recuerdos escolares y evitaba los libros sobre ese tema. Desde que alcanzó la madurez, cada vez que comía alguna cosa pesada en la cena o había tenido una jornada particularmente dura, sus sueños más penosos eran aquéllos en que se reencontraba en la escuela de Santa Clara.

En realidad los alumnos se forman de sus profesores una idea tan parcial como la que los niños tienen de sus padres. El primer profesor de Johan le recordó la imagen del ogro de Pulgarcito. Daba golpes continuamente y decía que zurraría a los niños hasta hacerlos arrastrarse por tierra, que los molería a palos si no sabían su lección.

No era, sin embargo, tan malvado: cuando Johan pasó a la secundaria, con sus condiscípulos, le regalaron un álbum antes de que abandonara Estocolmo. Como profesor era apreciado, pasaba por buena persona. Terminó sus días dedicado a la agricultura y murió convertido en héroe de un idilio en Ostrogothie.

A otro le tenían por un monstruo de maldad. Castigaba por placer. «Tráigame el garrote», pedía al dar comienzo la clase en la que siempre trataba de sorprender a todos los alumnos que no hubieran repasado la lección. Este profesor terminó por ahorcarse a causa de un violento artículo de prensa. Seis meses antes Johan, que ya era universitario, lo había encontrado en el bosque de Uggelvik y se había conmovido al escuchar al viejo educador lamentándose por la ingratitud del mundo. Como regalo de navidad, un año antes, un antiguo alumno le había enviado desde Australia una caja llena de piedras. Los colegas de este implacable profesor hablaban de él como de un benévolo chiflado del que se burlaban de buena gana. Había tantos puntos de vista, tantos juicios. Con todo, aún hoy los antiguos alumnos de Santa Clara no pueden reencontrarse sin desahogar su horror, su odio, contra el ser más despiadado que jamás haya existido bajo apariencia humana; no obstante, reconocían que era un profesor extremadamente distinguido.

Los antiguos habían sido educados de esa manera y sin duda no conocían nada mejor; nosotros, que justamente estamos aprendiendo a comprenderlo todo, estamos por eso obligados a perdonarlo todo.

Esto no impedía que los años escolares, los primeros años de clase, se convirtieran en un aprendizaje del infierno y no de la vida, y parecía que los maestros existían para torturar, no para corregir, que toda la vida era como una larga pesadilla que atormentaba día y noche, que de nada servía haber aprendido las lecciones cuando se abandonaba la casa. La vida era un reformatorio para crímenes cometidos antes de nacer y, debido a esto, constantemente el niño tenía remordimientos.

Sin embargo, Johan aprendió también algo para la vida.

Santa Clara era una escuela para niños de las mejores familias porque la parroquia era rica. El chicuelo tenía calzones de piel y botas de cuero engrasadas que olían a aceite de hígado de bacalao y betún. Además, no se sentaban de buena gana a su lado cuando llevaba blusas de terciopelo.

De otra parte, advirtió que los niños pobremente vestidos recibían más bastonazos que aquellos que iban bien trajeados; sí, los niños bonitos escapaban siempre a los castigos. Si entonces hubiera estudiado psicología o estética habría podido comprender aquel fenómeno, pero en ese momento no tenía capacidad de hacerlo.

Los días de examen traían un bello recuerdo, un recuerdo imborrable. Limpiaban a fondo las viejas salas oscuras, los niños vestían trajes de fiesta, los profesores llevaban vestido y corbata blanca; dejaban los garrotes a un lado y suspendían las ejecuciones. ¡Día de regocijo, día solemne! Se podía entrar en el lugar de tortura sin temblar.

La reclasificación que se hacía en la mañana reservaba, con todo, ciertas sorpresas, y los alumnos que suspendían establecían comparaciones y hacían reflexiones que no siempre estaban de acuerdo con la honradez de criterio de los profesores. Las notas parecían un poco superficiales, como debían ser sin duda. Pero las vacaciones llegaban y pronto todo sería olvidado. Al finalizar el año, en quinto, los profesores recibían las felicitaciones del arzobispo y los estudiantes sólo reproches y sermones. La presencia de los familiares, especialmente las madres, caldeaba las salas y provocaba en los niños un inconsciente anhelo. ¿Por qué las cosas no serían siempre tan apacibles como en ese día? Estos deseos han sido escuchados en parte; la juventud al parecer ya no ve en la escuela un reformatorio, aunque todavía no ha entendido la utilidad de tantos estudios de lujo.

Johan no era precisamente un águila en clase, pero tampoco un cangrejo. Como gracias a su precocidad había logrado ingresar en el colegio con exención, sin tener la edad requerida, era siempre el más joven. No obstante, al presentarse a quinto, como sus notas lo avalaban, fue obligado a repetir el curso para que cumpliera la edad. Su carácter impaciente sufrió al tener que repasar todo un año las antiguas lecciones. Aunque tuvo mucho tiempo libre, su gusto por el trabajo se entorpeció y se sintió olvidado. Tanto en su casa como en la escuela era el más joven, pero solamente en edad; en inteligencia estaba muy aventajado.

Su padre parecía haber advertido su afición al trabajo y se mostraba deseoso de hacerlo bachiller. Como él había recibido instrucción secundaria, le hacía recitar las lecciones. Pero cuando a los ocho años el niño regresó con una traducción latina y solicitó ayuda, su padre hubo de reconocer que no sabía latín. El niño se sentía superior y es probable que el padre lo sintiera también. Su hermano mayor, con el que había ingresado al mismo tiempo en la escuela de Santa Clara, fue retirado de improviso porque Johan había llegado a ser su monitor y, por tanto, el primogénito tenía el deber de recitarle la lección. Como por parte del profesor ésta no era una orden sensata, el padre fue prudente al remediar tan desagradable situación.

La madre estaba orgullosa de la sabiduría de su hijo y se envanecía delante de sus amigas.

En la familia el título de bachiller[5] se recordaba con frecuencia. Con ocasión de la Asamblea de bachilleres, poco después de 1850, la ciudad estaba invadida de gorras blancas.

¡Imagina cuando tengas la gorra blanca! —exclamaba a menudo su madre.

Cuando iba a los conciertos estudiantiles hablaba durante muchos días sobre ellos. Los conocidos de Uppsala venían de tiempo en tiempo a Estocolmo y siempre conversaban sobre la agradable vida de los estudiantes. Una niñera que había trabajado en Uppsala lo llamaba el bachiller.

En medio de los terribles misterios de la vida escolar, donde el niño no podía encontrar relación alguna entre la gramática latina y la vida surgió por algún tiempo un nuevo hecho misterioso y desapareció enseguida. Una hija del director, de nueve años, asistía a las clases de francés. La habían colocado a propósito en el último banco para que no pudiera ser vista, de tal modo que el estudiante que mirara hacia atrás cometía una falta grave. Ella, entre tanto, estaba allí y se sentía su presencia en toda la sala. Los sentidos del niño no se habían despertado todavía pero, como probablemente todos los de la clase, él también se enamoró. Cuando ella estaba allí, las lecciones marchaban de la mejor manera; el amor propio estaba aguijoneado y nadie quería ser golpeado y mortificado en su presencia. Era verdaderamente fea aunque bien vestida. Su voz resonaba con dulzura en medio de las mudantes voces de los chicos y el rostro grave del profesor, del monstruo, sonreía cuando le hablaba. Cuando pronunciaba su nombre, ¡cómo sonaba de bien! ¡Por fin había un apellido entre tantos nombres de familia!

El amor de Johan se evidenciaba en una silenciosa melancolía. Jamás pudo hablarle y tampoco lo habría osado. La temía y la deseaba. Pero si alguien le hubiera preguntado qué quería de ella no habría sabido responderle. Nada quería de ella. ¿Darle un beso? No. Nunca recibía besos en su familia. ¿Acariciarla? ¡No! Aún menos poseerla. ¿Poseerla? ¿Qué habría hecho? Sentía dentro de sí un misterio. Y lo atormentaba hasta tal punto que sufría y toda su vida se ensombrecía. Un día en casa cogió un cuchillo y dijo: Voy a cortarme la garganta. Su madre creyó que estaba enfermo pero él no era capaz de contarle lo que le sucedía. Estaba próximo a cumplir los nueve años.

Si en la escuela y en todos los cursos hubiera habido igual número de niñas y niños, probablemente habrían surgido pequeños y muy inocentes lazos de amistad, las tensiones se habrían descargado, el culto a la Virgen habría disminuido y una falsa idea de la mujer no habría obsesionado a Johan y a sus compañeros durante toda la vida.

*

El carácter contemplativo de su padre, su timidez ante los hombres después de los fracasos, la opinión pública que persistía en condenado por el ilegítimo comienzo de su unión, lo habían empujado a retirarse a la calle de Norrtull. Allí, había alquilado una casa de suburbio con un gran jardín, extensos campos de pasto, caballeriza, gallinero e invernadero. Siempre había amado el campo y la agricultura. En una ocasión anterior arrendó una finca fuera de la ciudad pero no había podido ocuparse de ella. Ahora tendría un jardín que tal vez podría compartir con los hijos, quienes recibirían una educación como la del Emilio. La casa estaba aislada de los vecinos por altas cercas. La calle de Norrtull era una avenida llena de árboles con las aceras sin pavimentar y poco concurrida. La utilizaban frecuentemente los campesinos y los chicos repartidores de leche para ir o venir a Hoetorget. Los carruajes fúnebres que avanzaban con poca prisa hacia el nuevo cementerio, las excursiones de trineos hacia Brunnsviken, los elegantes que se dirigían en coche a Norrbacka o a Stallmaestargorden, eran los que la transitaban más a menudo.

El jardín que rodeaba la casita de una planta era muy grande. Largas filas de cien manzanos por lo menos y numerosos arbolillos frutales se entrecruzaban. Parterres repletos de lilas y jazmines aparecían acá y allá y, en el rincón, se mantenía de pie una gran encina muy vieja. Era ancha, umbría y tan ruinosa como para conmover el alma. Al este del jardín se elevaba una colina arenosa donde crecían los arces, los abedules, los serbalos y sobre la cumbre había un templo del siglo anterior. El lado opuesto estaba escarbado aquí y allá donde inútilmente se había buscado balasto; a pesar de eso, ofrecía la vista de bellos rincones, de vallecillos cubiertos de cerezos en rama y bosques de adelfas y espinos. De este lado no se veía la calle ni la casa. El panorama se extendía más allá de Bellevue, la montaña de Odendal y el bosque de Lilljan. Algunas pocas casas se encontraban diseminadas en la lejanía; en cambio, nunca acababan los huertos ni los trojes de tabaco.

De esta manera permanecerían todo el año en el campo y el niño tampoco se oponía. Ahora iba a observar y a descubrir por sí mismo los misterios y las bellezas de la vegetación; la primavera inicial allí fue un tiempo de maravillosas sorpresas. Cuando la tierra recién removida mostraba su fondo negro bajo el techo blanco y rosa de los manzanos, cuando los tulipanes brillaban con todo el esplendor de sus colores orientales, una visita al jardín le parecía solemne, más solemne que un examen e incluso que la iglesia, sin exceptuar el servicio divino de la mañana de Navidad. Esto traía consigo una vigorosa vida física. Los niños se encaramaban con las rasquetas de los barcos en los árboles para quitarles el musgo, desherbaban la tierra y limpiaban los surcos, podaban y rastrillaban. El establo estaba ocupado por una vaca que ya había parido; el henil se convirtió en una escuela de natación; se lanzaban de lo alto de las vigas y montaban el caballo de la cuadra para llevarlo a beber a la fuente.

Los juegos en lo alto del valle se tornaron violentos: rodaban bloques de piedra, trepaban las cimas de los árboles y organizaban expediciones.

Husmeaban a través de los bosques y la espesura del parque de Haga; en las ruinas se subían a los árboles jóvenes para cazar murciélagos; descubrían las cualidades comestibles de la acederilla y de los helechos que crecen cerca de la encina; asaltaban los nidos de pájaros. Pronto descubrieron la pólvora y abandonaron el arco. En la misma casa, hacia el lado de la colina, dispararon contra el tordo. Después de todo aquello él experimentó un cierto regreso al salvajismo. Los niños sintieron cada vez más aversión a la escuela. Las calles de la ciudad se hicieron más odiosas para ellos.

Al mismo tiempo los libros para niños comenzaban a criticar severamente la civilización. Robinson hacía época y El descubrimiento de América, El cazador de cabelleras y muchos otros libros despertaban una verdadera repulsa por los libros clásicos.

El salvajismo se desarrolló de tal manera durante las largas vacaciones del verano, que la madre no pudo ya poner freno a los muchachos insubordinados. Como prueba se les envió primeramente a la escuela de natación de Riddarholmen, pero la mitad de la jornada la pasaban en la calle. Finalmente, el padre tomó la resolución de enviar a los tres mayores en pensión al campo, donde se quedarían hasta el final del verano.