El miedo y el hambre
Entraba el siglo en su segunda mitad. El tercer estado, luego de conquistar, con la Revolución de 1792, una parte de los derechos del hombre, hubo de tener en cuenta la existencia de un cuarto y un quinto estado que deseaban ocupar su propio sitio. Empero, como la burguesía sueca había colaborado con Gustav III para llevar a cabo la revuelta real (que desde mucho tiempo antes se había gestado dentro de ella bajo el venerable patronazgo del ex-jacobino Bernadotte), ésta había contribuido a mantener en jaque a nobles y funcionarios, por quienes Carl Johan, instintivamente inclinado hacia la clase inferior, sentía odio y respeto[1]. Sin embargo, tras las convulsiones de 1848, el movimiento cayó en manos del déspota ilustrado Oscar I. Al prever este monarca la inevitabilidad del cambio quiso aprovechar la ocasión para atribuirse el honor de consumar las reformas. Sometió a la burguesía gracias a una libertad industrial y comercial acordada, obviamente, bajo ciertas restricciones; reconoce las prerrogativas de la mujer y concede a las hermanas iguales derechos que a los hermanos, sin disminuir las cargas de éstos como jefes de familia. Su gobierno se apoya en la burguesía contra la oposición conformada por Hartmansdorff, la nobleza y el clero.
La sociedad se basa aún en las clases, en los grupos que, surgidos de manera natural a partir de oficios y profesiones, permanecen en conflicto. Tal sistema mantiene una cierta apariencia democrática, al menos dentro de las clases elevadas. Además, se desconocen los intereses comunes que asocian a los altos círculos; el nuevo orden de batalla, entre las clases superior e inferior, no aparece todavía.
Estas circunstancias impiden que la ciudad tenga entonces un barrio donde la clase superior habite ella sola toda una mansión, aislada por el precio de los alquileres, la magnificencia de las escaleras y la severidad de los porteros. Por esta razón la casa del cementerio de Santa-Clara es en esa época, hacia 1850, a pesar de su situación ventajosa y sus fuertes impuestos, un falansterio enteramente democrático. El edificio forma un cuadrado alrededor del patio. La fachada que da a la calle está habitada: la planta baja por el barón, el piso superior por el general, el segundo por el consejero de Estado, que es el propietario, el tercero por el tendero y el cuarto por el Jefe de cocina del difunto rey Carl-Johan. En el ala izquierda, sobre el patio, viven el carpintero, el administrador, un pobre diablo. En el ala derecha residen el comerciante en cueros y dos viudas; la tercera ala está ocupada por el intermediario y su personal.
Fue en el tercer piso de esa enorme casa donde el hijo del tendero y la sirvienta tomó conciencia de sí mismo, de la vida y sus deberes. Sus primeras sensaciones, hasta donde pudo recordar más tarde, fueron el miedo y el hambre. Tenía miedo a la oscuridad, tenía miedo a los golpes, miedo a no hacer nada correctamente, miedo a caerse, miedo a tropezar, miedo a estorbar. Tenía miedo a los puños de sus hermanos, a las palizas de los criados, a las reprimendas de la abuela, al látigo de su madre y al bastón de su padre; tenía miedo al asistente del general que permanecía en el rellano con su casco en punta y su sable, miedo del administrador cuando jugaba en el patio cerca del cajón de las basuras, miedo del consejero de Estado, el propietario, a quien nunca se le veía, puesto que siempre estaba en el campo y que, precisamente por esta causa, era tal vez el más temido. Pero por encima de él, de sus poderosos privilegios, por encima de los privilegios de la edad de sus hermanos y hasta del tribunal supremo de su padre (sobre el cual estaba, sin embargo, el administrador que le tiraba de los cabellos y le amenazaba con el dueño), por encima de todos ellos, incluso del asistente con su casco en punta, estaba el general. Sobre todo cuando salía de uniforme con su tricornio y su penacho. Entonces el niño no sabía cómo era un rey, pero sabía que el general visitaba el palacio del rey. Los criados tenían la costumbre de contar historias de reyes y le mostraban el «tití del rey»[2]. Como su madre se complacía haciéndole recitar la oración de la tarde y aunque no podía hacerse una clara idea de Dios, sospechaba que Él estaba necesariamente por encima del rey.
A decir verdad, el miedo del chico no tenía nada de extraño, pues las tempestades que afligían a sus padres mientras su madre le llevaba en el vientre podrían haber tenido alguna influencia sobre él. ¡Y qué tempestades aquéllas! Tres hijos nacidos antes del matrimonio y Johan justamente en la época por la que anunciaban la boda. Quizás no había sido deseado, menos aún cuando la bancarrota precedió su nacimiento. Vino al mundo en un inquilinato donde sólo quedaban, como testigos devastados de un antiguo esplendor, una cama, una mesa y algunas sillas. El tío paterno acababa de morir disgustado con su hermano porque éste se aferraba a su unión libre: el padre amaba a su mujer y en lugar de romper el lazo lo estrechó para toda la vida. Era de naturaleza poco comunicativa y tal vez por esto de una voluntad fuerte. Aristócrata de nacimiento y vocación, contaba con un viejo árbol genealógico según el cual su familia noble se remontaba hasta siglo XVII. Desde entonces, sus antepasados habían sido sacerdotes; todos provenían de Jämdand; se habían unido con noruegos, tal vez con fineses. Con el transcurso del tiempo, habían surgido muchas mezclas. La abuela paterna era de origen alemán, hija de un carpintero; el abuelo paterno era tendero en Estocolmo, jefe de la guardia civil a pie, venerable de la francmasonería y gran admirador de Bernadotte (si era al francés, al mariscal o al amigo de Napoleón a quien dirigía su culto, es algo que no se ha aclarado todavía). La madre de Johan, en cambio, era hija de un pobre sastre; su abuelo la había iniciado en la vida como criada y más tarde como moza de fonda; en esta situación la había encontrado el padre de Johan. Aunque era demócrata por naturaleza, admiraba a su marido porque procedía de «buena familia». Si lo amaba como su salvador, como su esposo o como jefe de la familia, aún no se sabe y es difícil de establecer. El padre tuteaba al criado y a la dalecarliana y los sirvientes le llamaban patrón. A pesar de las desilusiones, nunca se abandonó a la pena aunque se refugiaba en la resignación religiosa (¡Era la voluntad de Dios!), aislándose en su casa. Cada día atesoraba una secreta esperanza de salvación.
Era profundamente aristocrático hasta en sus menores hábitos. Su rostro había adquirido una expresión de nobleza. Llevaba barba, la piel fina y se peinaba a lo Louis-Phillippe. Además, tenía quevedos, estaba siempre bien vestido y le gustaba la ropa limpia. El criado que lustraba sus botas debía llevar guantes durante el trabajo ya que sus manos eran consideradas poco pulcras para poder tocar las botas del amo.
La madre seguía siendo demócrata en su fuero interno. Iba siempre sencillamente vestida pero con mucha pulcritud. Los vestidos de los niños debían mantenerse limpios y sin remiendos aunque sin lujos. Su trato con las domésticas era familiar y por ello castigaba al niño que hubiera sido grosero con ellas: en el acto, sin información ni juicio; bastaba una simple denuncia. Siempre fue compasiva con los pobres y cualesquiera que fuesen las dificultades del hogar, nunca dejaba partir a un mendigo sin darle de comer. De la misma manera, cuatro antiguas nodrizas venían a menudo de visita y eran recibidas como viejas amigas.
Pero el temporal se había abatido tan violentamente contra la familia y contra todos sus miembros dispersos, así fueran amigos o enemigos, que, espantados como gallinas, se habían acurrucado unos junto a otros, sintiendo que se necesitaban y que podían protegerse mutuamente.
La tía paterna, por ejemplo, había alquilado dos habitaciones en el apartamento. Era la viuda de un conocido inventor inglés, propietario de una fábrica, muerto en la ruina. Vivía de una pensión con sus dos hijas educadas con esmero. Era aristócrata. Había tenido una casa suntuosa frecuentada por personas notables. Amaba a su hermano y aunque desaprobó su matrimonio, cuidó a sus hijos mientras pasaba la mala racha.
Llevaba gorro de encaje y se hacía besar la mano. Enseñaba a sus sobrinos a tener compostura, a saludar bien y a expresarse convenientemente. Sus habitaciones testimoniaban el lujo de otras épocas, de numerosas y ricas amistades: poseía un mobiliario en palisandro con fundas tejidas sobre modelos ingleses; el busto de su difunto marido vestido con el traje de la Academia de Ciencias y la condecoración de la Orden de Vasa[3]. En la pared había un gran retrato al óleo de su padre en uniforme de la guardia nacional. El niño siempre supuso que este retrato era el del rey, pues ¡tenía tantas condecoraciones! Sin embargo, más tarde habría de descubrir que eran las insignias de la francmasonería.
La tía bebía té y leía libros ingleses.
Otra alcoba estaba ocupada por un tío materno, tendero en la plaza Hoetorget, y un primo, alumno del Instituto de Tecnología, hijo del difunto tío paterno. En el dormitorio de los niños estaba también la abuela materna: una viejecilla severa que remendaba los pantalones, que remendaba las blusas, leía el abecedario, se mesaba y se tiraba de los cabellos. Era piadosa y regresaba a las ocho de la mañana de la iglesia de Santa-Clara, luego de hacer sus oraciones matinales. En invierno llevaba una linterna porque la iluminación de gas no existía entonces y las lámparas permanecían apagadas.
Se conservaba en su sitio; probablemente no quería a su yerno ni a su hermana porque eran demasiado distinguidos para ella. El padre, por su parte, sentía respeto por ella pero nada de afecto.
Tres habitaciones estaban ocupadas por el padre, su mujer, siete hijos y dos sirvientas. Los muebles eran más que nada cunas y camas, si bien algunos niños dormían sobre tablas sin pulir y sobre sillas. Aunque el padre no disponía de un lugar para él solo, estaba siempre en casa; nunca aceptaba invitaciones de sus amigos porque no podía corresponderles después. Jamás iba a la cervecería, tampoco al teatro. Tenía una herida que quería esconder y cicatrizar. Sin embargo, era fiel a un único placer: el piano. Una sobrina venía cada dos tardes y entonces interpretaban a cuatro manos las sinfonías de Haydn. Nunca otras. Con todo, algún tiempo después interpretaron también las de Mozart. Nunca algo moderno. Más tarde, cuando las circunstancias se lo permitieron, tuvo otro pasatiempo: cultivaba flores sobre los alféizares de las ventanas, pero exclusivamente pelargonios. ¿Por qué solamente pelargonios? Cuando tuvo más edad y su madre ya había muerto, Johan imaginaba verla siempre al lado de un pelargonio o a ambos confundidos. Estaba pálida, había tenido doce partos y se había vuelto tuberculosa. Evocaba la hoja blanca y transparente del pelargonio con sus surcos sanguíneos, que se oscurecían en el fondo o formaban una pupila casi negra, negra como la de su madre.
El padre solamente se presentaba en las comidas. Triste, fatigado, adusto, serio sin llegar a ser duro. Se mostraba severo, sobre todo cuando tenía que decidir improvisadamente acerca de una cantidad de problemas administrativos que no podía resolver. Además, se solía utilizar su nombre para asustar a los niños. Decir «Papá lo sabrá» era como proferir una amenaza: cuidado con la paliza. Era quizás un papel poco grato. A pesar de todo, era siempre condescendiente con la madre. Después de las comidas la abrazaba y le daba las gracias. Por esta razón los pequeños estaban acostumbrados, sin motivo, a considerarla como la donadora de todas las buenas cosas y al padre como la fuente de todo lo malo.
Temían al padre. Cuando escuchaban gritar «Papá viene», todos los chicos corrían a esconderse o iban a sus habitaciones a peinarse y lavarse. En la mesa reinaba entre ellos un silencio mortal: solamente hablaba el padre y hablaba bien poco.
La madre tenía un temperamento nervioso. Se enfurecía pero se calmaba al instante. Estaba relativamente contenta con su suerte ya que había ascendido en la escala social y mejorado su posición, la de su madre y la de su hermano. Por las mañanas tomaba su café en la cama y para ayudarla a llevar la casa tenía a las nodrizas, dos sirvientas y su madre. En realidad, no trabajaba en exceso.
Pero con los niños era una verdadera providencia. Remediaba sus necesidades, les vendaba los dedos heridos, los consolaba, calmaba y aliviaba siempre que el padre los castigaba aunque ella misma hubiera sido el acusador público. Pero como el niño encontraba mezquino de su parte que «rindiera informes» al papá, tampoco ella conquistaba su aprecio. No obstante, si bien podía ser injusta, violenta, castigar sin motivo por la simple queja de una criada, era de su mano que la criatura recibía el sustento, era ella quien lo consolaba mientras que el padre se mantenía ajeno todo el tiempo, más un enemigo que un amigo.
Es éste el ingrato papel del padre en la familia: proveedor de todos, enemigo de todos. Si regresaba fatigado, hambriento y encontraba el piso aún húmedo por el lavado reciente y la comida mal preparada, y arriesgaba una observación, recibía una respuesta más bien conminatoria. Era admitido como por caridad en su propia casa y los niños se escondían ante su mera presencia.
Cada vez estaba menos contento de su suerte y como había descendido y estropeado su situación, estaba obligado a resignarse. Y, por tanto, cuando veía que aquéllos a quienes había dado la vida y el pan no eran felices, se entristecía.
De todas maneras, la familia en sí misma no es una institución perfecta. Nadie tiene tiempo para ocuparse de la educación; la escuela se hace cargo de los niños cuando las nodrizas han terminado su tarea. La familia es, claramente hablando, un restaurante con lavado y planchado, sólo que un poco económico. Nunca hay otra cosa que cocina, lavado, planchado, almidonado y limpieza. ¡Tanto empeño para tan pocas personas! ¡El mesonero que daba de comer a cientos de gentes apenas si podía ocuparse de algo más!
La educación consistía en las llamadas al orden, cabellos arrancados, la obligación de rezar las oraciones y obedecer. La vida acogía al niño con deberes, nada más que con deberes, sin ningún derecho. Los deseos de todos podían ser realizados, los del chico debían ser reprimidos; él no podía hacer nada sin sentirse culpable, no podía ir a parte alguna sin molestar, no podía decir una palabra sin perturbar a alguien; finalmente no osaba ni moverse. Su más grande deber, su más alto mérito era sentarse sobre una silla y callarse. No te está permitido desear, escuchaba decir a cada instante y de este modo se gestaba en él un carácter sin voluntad.
¿Qué dirá la gente? Era la cantinela. Y por ahí fue minada su personalidad; el niño no podía jamás ser él mismo; a cada instante dependía de la mudable opinión de los demás y nunca tenía confianza en sí mismo para nada, salvo en los raros momentos en que sentía su enérgica alma actuar independientemente de su voluntad.
El niño era demasiado sensible. Lloraba tan a menudo que le habían puesto un apodo. Impresionado por el más pequeño reparo, vivía en constante turbación por el temor de cometer una falta. Empero, estando a la caza de todas las injusticias y exigiendo mucho de sí mismo, vigilaba rigurosamente las equivocaciones de sus hermanos. Si éstas no eran castigadas, se sentía profundamente afligido; si ellos eran recompensados sin motivo, su sentimiento de justicia le hacía sufrir. Además, lo consideraban envidioso. Entonces iba a lamentarse ante su madre. En algunas ocasiones ella le daba la razón o le invitaba a no ser tan severo. No obstante, lo eran con él y le imponían serlo consigo mismo. En tales momentos, se retiraba y se tornaba amargo. Más tarde llegó a ser esquivo y solitario. Y cuando alguna cosa iba a ser repartida se escondía lo más lejos posible ¡para complacerse en ser olvidado! Se dedicó a criticar y a disfrutar atormentándose. Luego cayó en una melancolía que intempestivamente se transformaba en violencia. Su hermano mayor era histérico y con frecuencia se irritaba al jugar y se tiraba al suelo sacudido por una risa convulsiva. Era el preferido de su madre mientras que el segundo lo era de su padre. Hay favoritos en todas las familias. Es casi natural: un chico tiene más simpatía que otro. No puede hallarse la causa. Pero Johan de nadie era el favorito. Su abuela lo advirtió y se interesó por él. Aunque leía su abcd con ella y la ayudaba a mecerse, este afecto no lo satisfacía. Él quería ganar el cariño de su madre. Se volvió zalamero en extremo; entonces fue puesto en evidencia de pies a cabeza y rechazado.
Una severa disciplina reinaba en la casa: la mentira y la desobediencia eran despiadadamente reprimidas. Los pequeños mienten a veces por olvido.
—¿Has hecho tú eso? —le preguntan.
Pero como el suceso ha tenido lugar dos horas antes y el niño no posee todavía una memoria bien dotada, considera lo ocurrido con indiferencia, sin prestar ninguna atención. Es por esto que los niños pueden mentir sin saberlo y es algo que debería ser tomado más en cuenta.
También pueden llegar a mentir muy pronto en defensa propia: se ven obligados a aprender que, por lo general, un sí les cuesta una paliza y, al contrario, un no los libera.
Asimismo pueden mentir para procurarse un beneficio. En uno de sus primeros descubrimientos, la inteligencia se percata de que un sí o un no dichos en el momento apropiado pueden procurar una ganancia.
Sin embargo, lo más infame es acusar a los demás y acusarlos sin fundamento. Pues se sabe que la falta será castigada y no importa quien escarmiente. Solo se trata de encontrar una víctima propiciatoria. Y desde luego que esto es un desatino del educador porque para el calumniado el castigo será una evidente venganza.
El desliz no debe ser sancionado ya que, de este modo, se comete una nueva equivocación. En su lugar, más bien, el autor de la fechoría debe ser corregido o persuadido a no cometerla más por su propio bienestar.
La certeza de que un desacierto será reprendido provoca en el niño miedo a ser considerado culpable. Johan temía constantemente que se descubriese una falta y que pudieran imputársela.
Por aquel entonces, un mediodía su padre examina una botella de vino como suele hacerlo la tía.
—¿Quién ha terminado la botella? —pregunta mirando alrededor de la mesa.
Nadie responde, pero Johan enrojece.
—¡Ah! Eres tú —dice el padre.
Johan, que nunca había buscado el escondite de la botella, se deshizo en llanto y sollozos.
—No, yo no he sido; yo no he bebido ese vino.
—¡Ah! ¡Y encima lo niegas!
—Ya verás cuando abandonemos la mesa.
La idea de lo que ocurriría cuando hubieran acabado de comer, así como las observaciones que el padre continuaba haciendo sobre el carácter poco comunicativo de Johan, provocaron un nuevo diluvio de lágrimas.
Entonces llega el momento de levantar la mesa.
—Vamos —dice el padre y se dirige al dormitorio.
La madre los sigue.
—Pide perdón a papá —dice.
—Pero si no lo he hecho —grita entonces.
—Pide perdón a papá —dice su madre tirándole de los cabellos.
El padre ha tomado la palmeta que estaba detrás del espejo.
—Papá querido, perdóname —chilla el inocente.
Pero ahora es demasiado tarde. La confesión ha sido hecha.
La madre asiste a la ejecución.
El niño aúlla de despecho, de rabia, de dolor, pero sobre todo de vergüenza, de humillación.
—Pide ya perdón a papá —insiste la madre.
El chico la mira y la desprecia. Se siente solo, abandonado por quien invariablemente le daba refugio para recibir ternura y consuelo, aunque nunca justicia.
—Papá querido, perdón —dice mordiendo cruelmente sus labios mentirosos.
Y entonces se escabulle a la cocina en busca de Lovisa, la niñera, quien usualmente lo peina y lo baña, y sobre su delantal llora su pena hasta el agotamiento.
—¿Qué es lo que has hecho? —pregunta compasiva.
—Nada —responde—. Yo no lo he hecho.
La madre llega.
—¿Qué dice? —pregunta a Lovisa.
—Dice que no lo ha hecho.
—¡Vaya! ¡Todavía lo niega!
Y finalmente Johan es conducido de nuevo a la tortura hasta que confiese su crimen.
Y ahora confiesa lo que nunca ha cometido.
¡Altiva institución moral, familia santa, intangible establecimiento divino que debes elevar a nuestros conciudadanos hasta la verdad y la virtud! Tú, que pretendes ser el sostén de las virtudes en el hogar, donde el niño inocente es torturado hasta por su primera mentira, donde la energía es aplastada por la injusticia, donde el sentimiento de dignidad sucumbe bajo estrechos egoísmos. Familia: tú eres el foco de todos los vicios de la sociedad; tú eres la casa de retiro de las mujeres que aman sus comodidades, el presidio del padre y ¡el infierno de los hijos!
Desde aquella ocasión, Johan vivía en perpetua inquietud. No osaba acercarse ni a su madre ni a Lovisa, menos todavía a sus hermanos, y aún menos a su padre. A Dios sólo lo conocía bajo la fórmula de la oración de la tarde. Era ateo como lo puede ser un niño. Y en la oscuridad apenas entreveía espíritus malvados, salvajes y bestias feroces.
¿Quién habrá bebido el vino?, se preguntaba. ¿Quién era el verdadero culpable? ¿Por quién había sufrido? Pronto nuevas preocupaciones, nuevas inquietudes le harían olvidar esta cuestión, pero el indignante proceso del que había sido víctima quedó grabado en su memoria.
Había perdido la confianza de su padre, la estima de sus hermanos y hermanas, el favor de su tía; por su parte, la abuela callaba.
Pero según sus gestos, tal vez ella lo creyera inocente puesto que no lo rechazaba; mas a pesar de todo, se mantenía en silencio. Seguramente no tenía nada que decir.
Era como un condenado. Condenado por falsedad (y la mentira era tan aborrecida en casa) y por robo, palabra que nunca debía ser pronunciada. Había perdido su consideración social, había llegado a convertirse en el sospechoso de todo y en el objeto de las burlas de sus hermanos y hermanas por cuanto se había dejado pillar. Además de esto y de la cruel realidad en la que lo sumían las consecuencias de su crimen, estaba el hecho de que todo se basaba en algo que jamás había existido: su culpa.
*
No había miseria en la casa pero sí superpoblación. Bautizo, entierro, bautizo, entierro: era el ritmo. Y en ocasiones, dos bautizos sin entierro en el intermedio.
Aunque el alimento estaba racionado y no era precisamente nutritivo, pues sólo se comía carne el domingo, Johan crecía fuerte y estaba muy desarrollado para su edad.
Durante esta época bajaba a jugar en el patio que, sin exageración, se podría describir como un inmenso pozo de piedra hasta donde el sol jamás descendía. Las sombras se detenían antes del primer piso, no llegaban más abajo. Allí, un enorme cajón de basuras, similar a una desvencijada cómoda para trastos, que aunque alquitranada dejaba ver algunas grietas, se sostenía sobre cuatro patas contra el muro. Dentro se vaciaban los cubos y las inmundicias y por entre las hendiduras un espeso caldo negro se abría paso en el patio. Grandes ratas medraban bajo el cajón y de vez en cuando, luego de intercambiar algunas miradas, huían hacia la cueva. Los leños para la hoguera y los retretes ocupaban un costado del lugar. En aquel sitio el aire estaba enrarecido, cargado de humedad y no había luz alguna. Con todo, el irascible administrador impidió las primeras tentativas de Johan por cavar en la arena entre los inmensos adoquines. Tenía un hijo y aunque Johan jugaba con él, nunca se sentía en confianza. Pues a pesar de que el pilluelo era inferior en fuerza e inteligencia, en caso de disputa siempre sabía recurrir a su padre. Era el privilegio que concede el tener la autoridad de su lado. Fuera de eso, el barón de la planta baja tenía una escalera con pasamanos de hierro; era divertido jugar allí, mas todo intento para trepar sobre los barrotes era reprimido en el acto por un criado que acudía lleno de furia. De otra parte, severas órdenes le habían prohibido salir a la calle. Y cuando miraba hacia afuera por el portón de los coches hallaba más alta la puerta del cementerio y percibía las risas de los chiquillos jugando allá abajo. Ni siquiera deseaba estar con ellos: les temía. Al final de la callejuela divisaba el lago Santa-Clara y los lavaderos. Aquello le parecía nuevo y lleno de misterio, pero también tenía miedo al agua. Además, durante los silenciosos atardeceres del invierno había oído los gritos desgarradores de las gentes que se ahogaban del lado de Kungsholmen. Ocurría con frecuencia. En esos momentos se iba a sentar cerca de la lámpara del cuarto de los niños. ¡Chitón!, decía una de las sirvientas y todo el mundo escuchaba. Se escuchaban los grandes gritos prolongados. Es alguien que se ahoga, decía otra. Se aguzaba el oído hasta que el silencio fuera total. Entonces se sucedían, una tras otra, las historias de ahogados.
La habitación de los niños daba sobre el patio y desde la ventana podía verse un tejado de hojalata y algunos cuartos trasteros. En ellos guardaban viejos muebles y utensilios de limpieza. Sin la presencia de seres humanos los muebles cobraban una apariencia lúgubre. Las sirvientas sostenían que allí habitaban fantasmas. ¿Quiénes eran los fantasmas? Ellas no podían saberlo, pero eran algo así como los muertos que regresan a la tierra. Ésta era la clase de enseñanzas que recibía de las criadas: la educación que nos impone la clase inferior. El traspasar a nuestros pequeños las supersticiones que hemos rechazado es su venganza involuntaria. De este modo tal vez se trabe más el desarrollo social aunque así se nivelen un poco las diferencias sociales. No obstante, ¿por qué la madre se quita de encima su más importante función si ella recibe el pan del padre para educar a los hijos? La madre apenas se limitaba, en ocasiones, a hacerle recitar su oración de la tarde; sin embargo, la mayoría de las veces era una tarea de la nodriza. Además de eso, ella también le había enseñado una antigua plegaria católica en donde «un ángel con dos cirios custodia nuestra casa…».
Si el sueño de la humanidad es liberarse del trabajo, la mujer parece haberlo realizado mediante el matrimonio. Por esta circunstancia la familia se aproxima mucho a la manada: el macho, la hembra y los cachorros; no ha avanzado ni un paso desde la horda cuando los esclavos (= los domésticos) eran apenas unos agregados. También por esta razón se ha sido formado por la familia (el restaurante) y no por la sociedad, aún cuando se admita que se ha sido formado.
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Las otras habitaciones miraban al cementerio de Santa-Clara. Por encima de los tilos se veía la nave de la iglesia como una montaña, y sobre ella estaba sentado un gigante con sombrero de cuero que hacía un ruido sin tregua para indicar el transcurso del tiempo. Daba los cuartos en soprano y las horas en contralto. Llamaba a la oración de la mañana a las cuatro con una pequeña campanada, llamaba a la oración de la mañana a las ocho, llamaba por la tarde a las siete; repicaba a las diez de la mañana y a las cuatro de la tarde y con un toque de corneta señalaba todas las horas desde las diez de la tarde hasta las cuatro de la mañana. Tocaba a mitad de la semana para los entierros y en este tiempo del cólera sucedía a menudo. Pero el domingo, ¡ah!, tañía de tal modo que toda la familia parecía a punto de llorar y no se entendían los unos con los otros. Los toques de la corneta, las noches en que Johan no dormía, eran lúgubres. Sin embargo, lo peor ocurría cuando anunciaba incendio. Cuando escuchó por primera vez en la noche sus sonidos graves y pesados, tuvo escalofríos de fiebre y llanto.
Entonces toda la casa se despertaba. ¡Fuego!, murmuraba alguien. ¿Dónde? Se contaban los toques y se tornaba a dormir pero Johan no lo conseguía. Lloraba. La madre siempre se levantaba, lo arropaba y le decía: no tengas miedo, mi niño, Dios protege a los desgraciados, tranquilízate. Era justamente lo que antes no había podido creer de Dios —a la mañana siguiente las sirvientas leían en el periódico que había tenido lugar un incendio en Soeder y que habían perecido dos personas—, pero era la voluntad de Dios según decía la madre.
Su despertar a la vida ocurrió bajo el sonido de las campanas, las campanillas y la corneta. Todos sus primeros pensamientos, sus primeras impresiones, estuvieron acompañados de tañidos fúnebres y fragmentados por las campanadas de los cuartos de hora. Estas circunstancias no lo hicieron precisamente jovial, más bien le otorgaron a su vida futura cierta excitabilidad nerviosa. Y sin embargo, ¿quién sabe? Los primeros años son tan importantes como los nueve meses que les precedieron.
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A los cinco años ingresó en la escuela. Aprendía sus lecciones y leía con soltura. La vida en común con los condiscípulos suprimió la monotonía del hogar y las relaciones con chicos de su edad y de otras clases sociales dilataron sus ideas, pusieron fin a la crítica contra sus hermanos, hermanas y padres y le formaron. Mucho más tarde, cuando reflexionaba sobre aquel período de su vida descubrió que sólo permanecieron en su memoria dos recuerdos de alguna importancia. El primero era un hecho que había despertado su curiosidad: un rapazuelo de siete años se preciaba de tener relaciones sexuales con una chiquilla de la misma edad. Aunque su vida sexual estaba adormecida entonces y no sabía exactamente de qué se trataba, no había olvidado la palabra que designaba el acto. Sin embargo, aquello no era un fenómeno tan singular como los médicos refieren en sus libros, pues posteriormente sus propias observaciones sobre los niños campesinos habrían de mostrarle que el asunto era por lo menos creíble.
El otro recuerdo era el siguiente: un muchachito había dibujado un viejo en la pizarra y debajo había escrito: Dios; por esta razón lo habían castigado. El granujilla, que desde entonces sabía las oraciones y había aprendido el catecismo, no tenía otra idea más elevada del Ser supremo que aquella figura donde se representaba a Dios padre en el catecismo que se estudiaba antes de los Diez Mandamientos. No parece pues que la concepción exacta de la divinidad sea innata y puesto que se trata de adquirir una mediante la educación, el manual oficial no debería encarnar a Dios bajo la mezquina imagen de un anciano que se ve obligado a descansar luego de seis días de trabajo.
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Todos los recuerdos de la infancia demuestran cómo los sentidos se despiertan tempranamente y absorben las impresiones más vividas, cómo los corazones se emocionan al menor soplo, cómo más tarde las observaciones se centran sobre sucesos sorprendentes y, por último, sobre asuntos de moral, sentimientos de justicia e injusticia, de violencia y de piedad.
Los recuerdos son confusos, casi un dibujo informe como las imágenes de un calidoscopio pero que si se hace girar se reagrupan y crean un cuadro insignificante unas veces, otras llenas de interés, de acuerdo a la ocasión.
En una de esas ocasiones reconoce las grandes y soberbias imágenes de emperadores y reyes en uniformes azules y rojos que las sirvientas habían colocado en la habitación de los niños. En otra, ve que representa un edificio atestado de turcos que salta por los aires. Escucha a alguien leer en un periódico que se lanzan globos encendidos sobre pueblos y ciudades en un lejano país y rememora incluso los detalles, por ejemplo, que su madre llora cuando lee que pobres pescadores han tenido que huir de sus cabañas incendiadas. Estos recuerdos deben corresponder al zar Nicolás y Napoleón III, a la toma por asalto de Sebastopol, al bombardeo sobre la costa finesa.
En otra su padre permanece en casa todo el día. Colocan todos los vasos que poseen sobre los alféizares de las ventanas, los llenan de arena y en ellos plantan velas. Las encienden al anochecer. ¡Qué calidez!, ¡qué luz en la habitación! También hay luces en la escuela de Santa Clara, en el presbiterio y en la iglesia; de allí llega una música.
¿Qué era aquello?
Las iluminaciones para celebrar el restablecimiento del rey Oscar.
Gran agitación en la cocina. Ha sonado la campanilla del vestíbulo, requieren a la madre.
Un hombre uniformado escribe sobre un libro que tiene en la mano. La cocinera llora, la madre suplica y sube la voz pero el hombre de casco habla más fuerte.
Es la policía.
¡La policía!, gritan: ¡La policía!, en todo el apartamento. ¡La policía! Y todo el día no se hace más que hablar de la policía. El padre es citado a la oficina central. ¿Va a ser arrestado? No, pero deberá pagar 3 rixdales y 16 shillings porque la cocinera había arrojado en pleno día un cubo de agua sucia en el arroyo.
Una tarde, cuando ve encender las luces abajo en la calle, uno de sus primos le hace notar que ya no se utiliza ni el aceite ni la mecha; solamente una pequeña vara metálica. Son los primeros faroles del alumbrado de gas.
Numerosas noches permanece en cama, sin levantarse tampoco durante el día. Está fatigado y somnoliento. Entonces un señor adusto viene hasta su lecho y le dice que no debe dejar las manos fuera de la manta. Además es necesario que trague horribles cosas en una cuchara. No come. Cuchichean en la habitación y la madre llora. Después está de nuevo de pie ante la ventana de la alcoba. Las campanas tañen todo el día. En el cementerio llevan camillas verdes. De vez en cuando un grupo negro de personas se detiene alrededor de un féretro negro. Los sepultureros van y vienen con sus palas. Le obligan a portar sobre el pecho una lámina de cobre con una cinta de seda azul y a mascar una raíz todo el tiempo. Es el cólera de 1854.
Una vez va muy lejos con una de las sirvientas. Tan lejos que siente deseos de regresar y llora por la ausencia de su madre. Con la criada llegan a una casa y allí se sientan en una cocina oscura al lado de un tonel de agua verde. Piensa que nunca más retornará a su hogar. Pero aún van más lejos: cruzan frente a bajeles y chalanas, frente a una infame casa de ladrillo rodeada por largos y elevados muros donde están los presos. Descubre una nueva iglesia, una larga avenida cubierta de árboles, un polvoriento camino real con dientes de león al borde del sendero. Ahora la criada lo guía y por fin llegan a un caserón de piedra en cuya cercanía hay un edificio amarillo de madera coronado por una cruz y un gran patio con árboles frondosos. Ven gentes vestidas de blanco, pálidas, cojas, personas que lloran. Visitan una sala de camas pardas. Allí sólo hay camas y mujeres viejas.
Los muros están blanqueados con cal, las ancianas mujeres son blancas, blanca la ropa de cama. ¡Y qué mal huele todo! Pasan por delante de muchas camas y se detienen cerca de una a su derecha, en mitad de la estancia. Allí, sentada sobre el lecho, hay una joven mujer de cabellos rizados y negros, en camisola blanca. Tiene el rostro demacrado, lleva un gorro blanco sobre la cabeza y las orejas. Sus enflaquecidas manos están semicubiertas por vendajes blancos; sus brazos tiemblan constantemente, se pliegan en arco hasta tal punto que sus magros dedos se entrechocan. Cuando descubre al niño, sus brazos y rodillas se agitan con violencia y estalla en lágrimas. Besa al niño en la cabeza pero él se siente incómodo, se atormenta y está casi a punto de llorar. ¿Ya no reconoces a Kristin?, pregunta. —No, no lo parece. Entonces ella se seca de nuevo los ojos. Narra sus penas a la criada quien saca de su bolsa de labor algunas golosinas que le ofrece.
Luego las viejas de blanco entablan una conversación a media voz y Kristin ruega a la visitante que no deje ver lo que lleva en su bolsa. ¡Es que las otras son tan envidiosas! También la criada desliza con sigilo un rixdale amarillo en el libro de oraciones que está sobre la mesa de noche. Al chico le parece interminable la visita. Y su corazón no le dice nada: ni que ha bebido la sangre de esta mujer —sangre que pertenecía a otro—, ni que ha tenido su mejor sueño sobre ese pecho demacrado, ni que esos brazos lo han mecido, lo han cargado, lo han hecho saltar; el corazón nada le dice porque no es más que un músculo que bombea sangre y no importa de qué pozo. Mas cuando se marcha y recibe los últimos besos ardientes, cuando por fin, después de haberse inclinado ante las ancianas y la guardia, abandona esa atmósfera del hospital y puede respirar bajo los árboles del patio, siente que tiene una deuda, una deuda mortificante, que sólo puede ser pagada con un eterno agradecimiento, algunas golosinas dentro de un saco de labor y un rixdale en el libro de oraciones y, en aquel instante, lo asedia la vergüenza por la satisfacción que siente de estar lejos de las camas pardas del sufrimiento.
Ella había sido su nodriza. Y durante quince años más, hasta la hora de su muerte, soportó las convulsiones y el agotamiento en esa misma cama; luego, el director del Hospital de Sabbatsberg le devolvió el retrato en donde posaba con gorro escolar y que había estado colgado allí desde que él, por fin, había decidido sacrificar una hora anual: hora de indescriptible alegría para su nodriza, de leves remordimientos para él. Incluso si hubiera recibido su sangre enfebrecida, sus convulsiones nerviosas, sentía que lo acosaba una deuda, una deuda «aparente», pues personalmente nada le debía ya que ella no le había dado más que lo que estaba obligada a vender. Que hubiera sido forzada a negociar con su sangre, era un crimen de la sociedad y, como miembro de ella, él también se reconocía culpable de cierta manera.
De cuando en cuando visita el cementerio. Todo allí es extraño: las bóvedas de piedra con lápidas llenas de letreros y figuras, la hierba sobre la que no se debe caminar, los árboles cuyas hojas no puede tocar —una vez su tío cogió una y al instante vino un policía. También hay un enorme edificio donde el viento se abate contra sus muros y cuyo significado no acierta a comprender. Allí se entra y se sale en tropel, se escuchan cantos y músicas, repiques y campanadas y tañidos. Todo está rodeado de misterio. Sobre la fachada del este hay una ventana con un inmenso ojo dorado: ¡Es el Ojo de Dios! Tampoco comprende esto; en todo caso, ¡es un gran ojo que debe ver muy lejos!
Bajo la ventana hay un gran tragaluz con barrotes. El tío indica a los niños que allí dentro hay unos féretros blancos —La beata Clara está allí—. ¿Quién es ella? —Él no lo sabe, pero sin duda debía ser un alma en pena.
Héle entonces en el centro de una sala inmensa, sin saber dónde se encuentra. Bellísima. Toda blanca y dorada. Una música flota en el aire sobre su cabeza, se diría que cien pianos tocan al tiempo, pero no encuentra instrumentos ni músicos; los bancos están colocados en una larga fila y, al fondo, en un cuadro —probablemente tomado de la Biblia— dos personajes de blanco están arrodillados, tienen alas y a sus dos lados hay grandes candelabros; es, desde luego, el ángel de los cirios dorados «que custodia la casa». También hay un señor de túnica roja, silencioso y de espaldas a la gente. En los bancos las personas se inclinan como si durmieran. Sacaos las gorras, dice el tío colocando el sombrero ante sí. Los chicos observan a su alrededor y encuentran cerca una extraña banqueta marrón en la que hay dos hombres de hábitos grises, capuchones, cadenas de hierro en manos y pies y guardias a su lado.
—Son ladrones —cuchichea la tía.
Al niño aquello le parece lúgubre, incomprensible, raro, espantoso y siente frío. Con seguridad que sus hermanos piensan lo mismo puesto que ruegan al tío que los saque de allí inmediatamente y él los complace sin objeciones.
¡Es inconcebible! Ésta fue su impresión de ese culto que debe reafirmar las simples verdades del cristianismo. ¡Bárbaro! Demasiado bárbaro para la dulce doctrina de Cristo. Pero lo más horrible ha sido ver a esos ladrones: ¡las cadenas de hierro y esas vestiduras!
Un día pleno de sol la casa se llena de agitación. Trastean los muebles, desocupan las gavetas, tiran las ropas aquí y allá. A la mañana siguiente llegan un carromato y un coche de punto para buscar a los viajeros y ponerse en camino. Unos irán en las barcas de remo «Roda Bodarna[4]», otros en el coche. El puerto huele a aceite, grasa y humo de carbón. Refulgen los colores brillantes de los barcos a vapor recién pintados y ondean sus banderas. Los carromatos pasan ruidosamente delante de los grandes tilos; allí está el picadero amarillo, polvoriento y ahumado, cerca de un cobertizo de madera. Johan viajará por agua, pero antes debe ir a la oficina de su padre a darle los buenos días. Se sorprende al encontrarlo convertido en un hombre alegre, lleno de vida, con una amplia sonrisa de bienvenida y que bromeaba con capitanes de altura tostados por el sol. Sí, hasta posee un aire juvenil y tiene en las manos un arco con el que los capitanes se divierten disparando contra las ventanas del picadero. Como la oficina es poco espaciosa, ellos traspasan una barrera verde y beben una copa tras una cortina. Los empleados del despacho son amables y sumamente atentos cuando su padre se dirige a ellos. Nunca antes había visto a su padre en el trabajo; solamente lo recordaba en casa, fatigado y hambriento, en su papel de proveedor de la familia y juez que, antes que vivir solo en dos piezas, había preferido habitar en tres cuartos con nueve personas. Solamente había visto un padre desocupado, comiendo y leyendo el periódico en sus visitas nocturnas al hogar, pero no al hombre en el círculo de su actividad profesional. Ahora lo admiraba y le temía menos; tal vez algún día pudiera llegar a quererlo.
También le tenía miedo al agua. No obstante, sin darse cuenta se encontró sentado en una habitación oval, blanca y dorada, con sofás de terciopelo rojo. Tampoco antes había visto una estancia tan hermosa. Sin embargo, todo aquello cruje y se bambolea. Por una ventanilla mira hacia afuera, hacia las riberas reverdecidas, las olas azul esmeralda, los barcos de cabotaje cargados de heno, los vapores que pasan. Era como un panorama o aquello que llamaban teatro. En la orilla desfilan casas pequeñas, rojas y blancas, en cuyos frentes se yerguen árboles verdes cubiertos de nieve. Entre el ruido pasan grandes tapices verdes con vacas rojizas como en las cajas de aguinaldos. El sol gira y se cuela en franjas doradas bajo los árboles, entre nubes parduzcas, en embarcaderos con balandros de velas flotantes, en cabañas con gallinas en el patio delantero y un perro que ladra; resplandece sobre hileras de ventanas colocadas en el suelo; viejos y viejas pasan con sus regaderas y rastrillos; y de nuevo los bosques verdes se inclinan sobre el agua y aparecen las casetas de baño blancas y amarillas: un cañonazo retumba sobre su cabeza; el ruido y la trepidación cesan, las orillas se detienen: ve un muro de piedra y, encima de él, pantalones, faldas y pares de zapatos. Luego le hacen subir a una escalera de barandillas doradas y descubre un castillo inmenso, inmenso.
—Allá vive el rey —dice alguien.
Era el castillo de Drottningholm; era también el más bello recuerdo de su infancia: el que guardaba los cuentos de hadas.
Amontonan los equipajes en una casita blanca en lo alto de la costa y entonces los niños pueden rodar sobre la hierba, sobre la verdadera hierba verde sin dientes de león como la del cementerio de Santa-Clara.
¡Todo es tan alto aquí, tan claro, y hay bosques y radas que reverdecen y azulean en la lejanía!
El cajón de las basuras había sido olvidado; asimismo la sala de clase con sus olores a sudor y orina; las tristes campanas de la iglesia no resonaban más y los enterradores estaban muy lejos. Empero, por la tarde oye repicar un pequeño campanario cercano. Contempla con admiración la modesta campana que se balancea en el aire y difunde sobre el parque y los esteros su canción en notas plenas y graves. Piensa en los tremebundos tañidos de las campanas de su barrio; las ha visto sólo un instante cuando, como un agujero negro, se asomaron entre los arcos de la torre.
Una tarde se adormece lleno de fatiga y bien lavado luego de tantos baños de sudor y escucha hasta que el silencio zumba en sus oídos: esperaba en vano los tintineos de la campana y la corneta del sereno.
Y después, en la mañana, se despierta, se levanta y se va a jugar. Juega desde esa hora hasta la tarde, toda una semana. Nunca se encuentra con alguien en el camino: todo es muy tranquilo. Los pequeños duermen adentro mientras él pasa fuera toda la jornada. Su padre tampoco se presenta. No obstante, viene el sábado, trae un sombrero de paja, les pellizca las mejillas y los felicita porque han crecido y se han bronceado. No los castigará más, piensa el niño. Todavía no comprende que esta actitud se debe únicamente a que allí hay más espacio y el aire es más puro. El verano transcurrió espléndido y encantador como un cuento de hadas. En las alamedas, lacayos de librea bordada de plata; sobre el apacible lago azul, barcos decorados con dragones paseaban a verdaderos príncipes y princesas; en los caminos, calesas doradas, landós de rojo púrpura y postas de cuatro caballos árabes que galopaban bajo látigos tan largos como riendas.
Más allá, el castillo real con sus pisos relucientes y sus muebles dorados, sus estufas de mármol, sus cuadros. El parque con sus avenidas semejantes a largas y altas naves verdes; las fuentes de agua adornadas con arrogantes figuras tomadas de leyendas; el teatro de otoño que siempre era para él un enigma aunque servía de laberinto; la torre gótica siempre cerrada, siempre misteriosa, sin otra tarea que la de devolver el eco de las conversaciones de las gentes.
A aquel parque lo llevaba a pasear su prima a quien llamaba tía. Ella era una bella niña que abandonaba la adolescencia, vestía con elegancia y portaba un quitasol. Una vez entraron en un sombrío bosque de abetos negros, hicieron un alto en el camino y cuando de nuevo iban a proseguir la marcha, he aquí que escucharon el murmullo de una voz, de una música, y el ruido característico de platos y tenedores; estaban frente a un pequeño castillo que no evocaba a ningún otro. Dragones y serpientes se enrollaban en la base de los tejados de madera. Allí, ancianos de figura oval y amarillenta, con lazos en el cuello, miraban hacia abajo con ojos negros, oblicuos; cartas que no supo leer pero que reavivaban el vago recuerdo de algo y que sin embargo diferían de todo, se desparramaban a lo largo de las cornisas. Más abajo, en el castillo, las puertas y ventanas estaban abiertas y, en la mesa, reyes y emperadores comían en vajillas de plata y bebían vino.
—He ahí al rey —dice la tía.
Johan se asusta y mira si ha pisado el césped o si está a punto de cometer algún error. Supone que el agraciado rey de aspecto tan bondadoso lo atraviesa con su mirada y entonces quiere marcharse. Con todo, ni Oscar ni los mariscales franceses ni los generales rusos lo miran puesto que ahora sólo piensan en la Paz de París que pondrá fin a la Guerra de Oriente. Los polizontes, en cambio, los rodean como leones furiosos y por eso siempre ha tenido de ellos un mal recuerdo. Le basta con ver uno para sentirse culpable y para recordar los tres rixdales y los 16 shillings. De todas maneras había visto la más alta manifestación de poder. Un poder mucho más grande que el de sus hermanos, su madre, su padre, el administrador, el propietario, el general con su penacho y la policía.
En otra ocasión, también con su tía, pasan delante de una casita cercana al castillo. En un patio enarenado ven un hombre de civil: tiene sombrero panamá y traje de verano. Su barba es negra y parece fuerte. Tiene sujeto un caballo con una larga cuerda y lo hace dar vueltas a su alrededor. El hombre hace sonar una matraca, hace restallar un látigo y efectúa algunos disparos.
—Es el príncipe heredero —dice la tía.
A pesar de ello, tenía el aire de un hombre cualquiera y estaba vestido como el tío Janne.
En otra oportunidad, cuando están bajo la sombra de los grandes árboles del parque, aparece un oficial a caballo y «rinde honores» a la tía: detiene el animal, le dirige la palabra y pregunta su nombre al pequeño. Él responde como conviene aunque con un poco de timidez. El rostro taciturno lo mira con ojos bondadosos y estalla en grandes carcajadas. Luego desaparece.
—¡Era el príncipe heredero!
¡El príncipe heredero le había hablado!
¡Se siente enaltecido y casi sosegado! ¡El terrible soberano era muy amable! Un día se entera de que su padre y su tía eran viejos conocidos de un señor que lleva tricornio, sable y que vive en el gran castillo. De este modo el palacio adquiere un aspecto más amable y él entra por así decirlo, en relación con las personas que allí habitan: el príncipe heredero le ha hablado y su padre tutea al intendente. Ahora comprende que los lacayos, tan peripuestos, están por debajo de él; sobre todo desde cuando descubre que la cocinera pasea con uno de ellos por la tarde.
Se hizo una idea de la escala social y encontró que, en definitiva, no estaba en el último lugar.
Mas, sin que lo sospeche, el cuento de hadas toca a su fin. De nuevo regresa al cubo de basuras y a las ratas. Pero ahora Kalle, el hijo del administrador, no abusa de su autoridad cuando Johan quiere levantar los adoquines porque él «ha hablado con el príncipe heredero» y el Señor y la Señora «han pasado el verano en el campo».
Desde lejos ha vislumbrado la magnificiencia de la clase superior… Aspira a llegar allí como si fuera su país natal. Sin embargo, la sangre esclava de su madre se lo impide. Por instinto venera la clase alta, la venera tanto como para esperar y acceder a ella. Y aunque siente que ése no es su lugar, sabe también que, de ninguna manera pertenece a los esclavos. Ésta será una de las mayores tribulaciones de su vida.