12

El soldado condujo a Raistlin al patio interior, donde reinaba un gran ajetreo. Había grupos de soldados que reían y charlaban o estaban en cuclillas jugando a las tabas —que consistía en lanzar esos huesos de cordero al aire y cogerlos del modo establecido— o a otro juego, en el que tiraban monedas contra el muro.

Había mozos que entraban y salían de los establos llevando caballos y perros por todas partes. Un sirviente tenía agarrado por la oreja a un kender que no dejaba de chillar y lo arrastraba hacia las puertas. Algunos soldados lanzaron ojeadas curiosas o lo miraron descaradamente cuando Raistlin pasó ante ellos. Los comentarios groseros acompañaron al mago a lo largo del recorrido.

—¿Dónde vamos, señor? —preguntó Raistlin.

—A los barracones —contestó su guía, mientras señalaba una hilera de edificios de piedra bajos, jalonados de ventanas.

El soldado entró por la puerta principal de los barracones y condujo a Raistlin por un frío y oscuro pasillo al que daban los cuartos donde se alojaban las tropas. A Raistlin le impresionó el orden y la limpieza del edificio. El suelo de piedra aún estaba húmedo tras haber sido fregado esa mañana, se había echado paja limpia en los suelos de los dormitorios, los petates de dormir estaban recogidos y colocados ordenadamente. Todos los objetos personales de cada hombre estaban envueltos en el petate.

El pasillo desembocaba en una escalera de caracol que descendía, y el soldado bajó los peldaños de piedra, seguido de Raistlin. Al final de la escalera había una puerta; el soldado se paró ante ella y llamó con fuerza en la hoja. Al otro lado se oyó el estrépito de cristal al romperse.

—¡Grandísimo hijo de perra! —chilló una voz irritada—. ¡Has hecho que tire mi poción! En nombre del Abismo, ¿qué quieres?

El soldado esbozó una mueca y guiñó el ojo a Raistlin.

—Tengo un nuevo mago, señor. Dijisteis que lo trajera aquí.

—¿Quién demonios podía imaginar que ibas a ser tan condenadamente rápido?

—Si queréis me lo llevo, señor —dijo el soldado, que habló en tono respetuoso.

—Sí, hazlo. No, un momento. Que limpie él este desbarajuste, ya que ha ocurrido por culpa suya.

Se oyó el sonido de pisadas, seguido del chasquido de un cerrojo, y la puerta se abrió.

—Te presento al maestro Horkin —dijo el soldado.

Tratándose de un mago guerrero, Raistlin había esperado encontrar a un hombre alto, poderoso, inteligente; un hombre que inspirara temor reverencial o, al menos, respeto. El padre de Lemuel había sido mago guerrero. Lemuel se lo había descrito a menudo, y Raistlin había descubierto su retrato en la Torre de la Alta Hechicería: un hombre de gran estatura, cabello negro con mechones blancos, nariz aguileña, ojos de halcón y las manos de huesos delicados y dedos largos, propias de un artista. Ese era su ideal del aspecto que debía tener un mago guerrero.

Al ver al individuo plantado en el umbral, mirándolo furibundo, el ideal de Raistlin estalló en mil pedazos que se llevó el viento de la desilusión.

Era muy bajo —a Raistlin le llegaba al hombro—, pero lo que le faltaba de estatura lo compensaba en circunferencia. Aunque relativamente joven —debía de estar rondando los cincuenta—, no tenía un solo pelo, pero no sólo en la cabeza, sino tampoco cejas ni pestañas. Su cuello era grueso, sus hombros, anchos, y unas manos que parecían jamones; no era de extrañar que hubiese dejado caer la delicada botella de la poción. Su semblante estaba congestionado, colérico, y sus iracundos ojos tenían un color azul que resaltaba más con el enrojecimiento de la cara.

Empero, no fue su extraño aspecto lo que hizo que Raistlin se pusiera tenso ni que sus labios se atirantaran en una mueca. El mago —y llamarlo con ese término era hacerle un cumplido que seguramente no merecía— vestía una túnica marrón. Marrón, el color que era la marca de aquellos que no se habían sometido nunca a la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería; la marca de un mago que no poseía habilidad suficiente para superarla o que carecía de ambición para intentarlo, o que, quizá, le asustaba hacerlo. Fuera cual fuese la razón, lo cierto es que ese hombre no se había comprometido con la magia, no se había entregado a ella. Raistlin no podía sentir respeto por semejante hombre.

En consecuencia, se llevó una sorpresa y se sintió picado en su amor propio cuando vio su desprecio reflejado en el gesto del otro. El mago de túnica marrón estaba observándolo de un modo nada amistoso.

—¡Oh, por amor de Luni, me han enviado a un condenado mago de la Torre! —gruñó Horkin.

Para gran mortificación de Raistlin, en ese momento lo asaltó un acceso de tos. Por fortuna, remitió enseguida, pero este contratiempo no contribuyó precisamente a impresionar a Horkin.

—Y encima, enfermo —añadió con desprecio—. ¿Para qué demonios sirves, Túnica Roja?

Raistlin abrió la boca, dispuesto a enumerar sus habilidades con orgullo.

—Apuesto a que sabes lanzar un conjuro de sueño —se adelantó Horkin, contestando a su propia pregunta—. De mucho nos serviría eso. Regalar una agradable siestecita al enemigo en el campo de batalla, para que así se despierte descansado y despejado, listo para rajarnos en canal. ¿Y tú qué haces ahí plantado como un pasmarote? —increpó al soldado—. Imagino que tendrás trabajo que hacer.

—Sí, maestro Horkin, señor. —El soldado saludó, giró sobre sus talones y se marchó.

Horkin agarró a Raistlin del brazo y lo metió en el laboratorio con un tirón que a poco no dio con sus huesos en tierra, y cerró tras él de un portazo. Raistlin miró en derredor con mal disimulado desprecio y vio cumplidos sus peores temores. El supuesto laboratorio era una oscura habitación subterránea de piedra. Unos cuantos libros de hechizos muy manoseados se alineaban tristemente en un estante. En la pared colgaban varias armas: cachiporras, mazas, una espada deteriorada y otros artilugios de aspecto siniestro que Raistlin no identificó. Un armario destartalado y lleno de manchas contenía frascos llenos con distintas especias y hierbas.

Horkin soltó al joven mago y lo miró de arriba abajo, como sopesándolo, del mismo modo que habría hecho con una res descuartizada y expuesta en el mostrador de un carnicero. Obviamente no sacó muy buena impresión de lo que vio.

Raistlin se puso tenso bajo el insultante escrutinio.

Horkin se puso las carnosas manos en la cintura, más o menos. Su cuerpo tenía forma de cuña, con los hombros y el tórax conformando la parte más ancha.

—Me llamo Horkin, maestro Horkin para ti, Túnica Roja.

—Mi nombre es… —empezó Raistlin, envarado, pero Horkin lo hizo callar alzando una mano.

—No me interesa tu nombre, Túnica Roja. No quiero saberlo. Si sobrevives a las tres o cuatro primeras batallas, entonces, tal vez, te lo pregunte, pero no antes. Solía aprenderme los nombres, pero era una maldita pérdida de tiempo. No bien acababa de conocer a un pipiolo, estaba listo y tieso en mis brazos. Ahora ya no me molesto. Sería llenarme la cabeza con información inútil. —Sus azules ojos se apartaron de Raistlin—. Vaya, qué bonito es ese condenado bastón —dijo, contemplando el cayado con mucho más interés y respeto que al joven mago. Alargó los gruesos dedos hacia el bastón.

Raistlin sonrió para sus adentros. El Bastón de Mago conocía a su legítimo dueño y no permitiría que otro lo tocara. En más de una ocasión, Raistlin había escuchado el seco chisporroteo de la magia del cayado, seguido al instante de chillidos y gritos (en su mayoría de kenders) y había visto al malhechor que había intentado tocarlo o llevárselo retirar la mano quemada. El joven no hizo nada para impedir que Horkin agarrara el cayado, no le advirtió.

Horkin asió el Bastón de Mago y pasó la mano arriba y abajo sobre la suave madera mientras asentía aprobadoramente. Acercó el cristal para verlo bien y lo examinó con un ojo cerrado, atisbando a través de él. Después sostuvo el bastón con las dos manos e hizo unos cuantos pases con él, arremetiendo con un golpe seco que se frenó justo a tiempo de no romperle las costillas a Raistlin. Horkin le devolvió el cayado.

—Bien equilibrado. Un arma estupenda.

—Este es el Bastón de Mago —manifestó indignado el joven, que asió el cayado con ademán protector.

—Vaya, conque el Bastón de Mago, ¿eh? —Horkin sonrió. Tenía una sonrisa maliciosa; la mandíbula inferior se adelantaba, con el resultado de que los caninos inferiores asomaban sobre el labio superior. Se acercó a Raistlin para susurrar—: Te diré una cosa, Túnica Roja. Se pueden encontrar una docena de cayados como este y comprar uno por dos piezas de acero en cualquier tienda de magia de Palanthas.

»Sin embargo —continuó, encogiéndose de hombros—, hay una pizca de magia en esta cosa. Noté su hormigueo en la mano. Supongo que no tienes ni idea de lo que el bastón puede hacer, ¿verdad, Túnica Roja?

Raistlin estaba demasiado consternado para hablar. ¿Por dos piezas de acero en Palanthas? ¿La magia —la poderosa magia, la compensación recibida por su cuerpo destrozado— rebajada a una «pizca» que «hormigueaba»? Cierto, todavía ignoraba toda la capacidad mágica del bastón, pero aun así…

—Imaginaba que no —dijo Horkin.

Tras darle la espalda se encaminó hacia una mesa de piedra y acomodó su corpachón en una banqueta, que parecía incapaz de soportar su peso. Puso un rechoncho dedo sobre la página de un tomo encuadernado en piel que estaba abierto sobre la mesa.

—Bueno, supongo que ya no tiene remedio. Tendré que volver a empezar. —Horkin señaló con un ademán la redoma hecha añicos en el suelo y su contenido derramado—. Limpia eso, Túnica Roja. Tienes un cubo y una fregona en el rincón.

La ira contenida de Raistlin estalló.

—¡No lo haré! —gritó al tiempo que golpeaba el suelo con la punta del bastón para dar énfasis a su cólera—. No pienso limpiar vuestra porquería. No voy a subordinarme a alguien que está por debajo de mí. ¡Yo pasé la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería! ¡Yo arriesgué la vida por la magia! No tuve miedo…

—¿Miedo? —Horkin cortó el torrente de palabras del joven. Alzó la vista del tomo, su expresión entre adusta y regocijada—. Veremos quién tiene miedo, por Luni.

—En mi presencia —manifestó fríamente Raistlin, en absoluto intimidado—, os referiréis a la diosa Lunitari con el respeto debido.

Horkin podía moverse muy rápido considerando sus hechuras. En un visto y no visto se levantó de la banqueta y se plantó frente a Raistlin como un diablillo surgido repentinamente del Abismo.

—Escúchame bien, Túnica Roja —dijo mientras golpeaba con el índice el pecho de Raistlin—. Para empezar, no me des órdenes. Soy yo quien te las da a ti… y espero que las obedezcas. En segundo lugar, te dirigirás a mí como maestro Horkin o señor o maestro. Y por último, yo puedo referirme a la diosa como me salga de las narices. Si la llamo Luni es porque estoy en mi derecho de llamarla así. Son muchas las noches que hemos pasado juntos sentados bajo las estrellas, compartiendo una botella. Llevo su símbolo sobre mi corazón.

Movió el dedo del pecho de Raistlin al suyo para señalar una insignia con el emblema de Lunitari bordado en la parte izquierda del torso y en el que Raistlin no había reparado.

—Y llevo su símbolo colgado del cuello —añadió. Sacó un colgante de plata de debajo de la túnica y lo sostuvo en alto para que Raistlin lo viese, acercándoselo a la cara tanto que el joven se vio obligado a retroceder para evitar que se lo estampara en la nariz.

—La querida Luni me dio esto con sus propias manos. La he visto, he hablado con ella. —Horkin se acercó más a Raistlin, casi pisándole los dedos de los pies, y le asestó una mirada iracunda que pareció atravesarlo.

—Yo no porto su símbolo —adujo Raistlin, aguantando firme, negándose a retroceder un centímetro más—, pero llevo su color que, como tan astutamente habéis advertido, es rojo. Y también me ha hablado a mí.

Un silencio tan cargado como un relámpago cayó sobre ellos. El joven examinó con atención el símbolo de Lunitari. Hecho de sólida plata, era un objeto muy, muy antiguo, exquisitamente trabajado, que brillaba con un poder latente. Casi podía creer que procedía de Lunitari.

Por su parte, Horkin estudió a Raistlin, y tal vez el mago mayor estaba pensando casi lo mismo que el joven.

—¿Que Lunitari te ha hablado? —preguntó luego; alzó el dedo con el que había golpeado el pecho de Raistlin y apuntó hacia arriba—. ¿Lo juras?

—Sí —respondió sosegadamente Raistlin—. Lo juro por la luna roja.

Horkin gruñó y acercó más su cara a la del joven.

—¿Sí, qué, soldado? —espetó.

Raistlin vaciló. No le gustaba ese hombre, que era tosco e inculto, que probablemente no poseía ni la décima parte de magia que él y que, sin embargo, lo obligaba a tratarlo como a su superior. Ese hombre lo había menospreciado, lo había insultado. Faltó el canto de un penique kender para que Raistlin diera media vuelta y saliera del laboratorio. Empero, en aquella última pregunta del hombre había detectado un cambio en el tono, una nota sutil, no de respeto pero sí de aceptación. Aceptación que implicaba un vínculo de hermandad; una hermandad firme, inquebrantable. Una hermandad que, si él la aceptaba a su vez, lo abrigaría y lo sostendría con una lealtad acérrima e imperecedera. La hermandad que había existido entre Magius y Huma.

—Sí…, maestro Horkin —contestó al cabo—. Señor.

—Bien. —Horkin volvió a gruñir—. Quizá pueda hacer algo positivo contigo, después de todo. Ninguno de los otros sabía siquiera de quién hablaba cuando mencionaba a Luni, la querida Luni. —Enarcó lo que deberían ser sus cejas si las hubiese tenido—. Y ahora, Túnica Roja, limpia eso —dijo, señalando la redoma rota.