9

Ivor de Arbolongar era conocido en la comarca como el Barón Loco. Sus vecinos y arrendatarios creían realmente que estaba chiflado. Lo querían, casi lo adoraban, pero cuando lo veían cruzar a galope en su corcel por los pueblos, saltando por encima de carretas de heno, espantando gallinas y agitando su sombrero adornado con plumas mientras pasaba, sacudían la cabeza una vez que se había perdido a lo lejos, arreglaban el estropicio y se decían: «Sí, está grillado».

El barón tenía treinta años largos, y era descendiente de un Caballero de Solamnia, sir Jon de Arbolongar, quien, con muy buen juicio, había liado los bártulos y se había marchado discretamente de Solamnia con su familia durante la confusión que siguió al Cataclismo. Viajó hacia el sur hasta una ensenada del Nuevo Mar y allí, en un valle apartado, construyó una empalizada y estableció su hogar. Trabajó la tierra mientras su esposa recogía, alimentaba y vestía a los pobres exiliados que habían sido desplazados de su tierra natal tras la devastación ocasionada cuando la montaña ígnea cayó sobre Krynn. Muchos de aquellos exiliados decidieron vivir cerca de la empalizada y ayudar en su defensa contra las incursiones de goblins y ogros. Los años pasaron. El hijo mayor de Arbolongar sucedió a su padre; los hijos más jóvenes emprendieron campañas y combatieron por causas justas y nobles. Si acaecía que dichas causas se recompensaban con un buen pago, los hijos volvían al hogar llevando sus ganancias a los cofres familiares. Si no era así, les quedaba la satisfacción de saber que habían actuado noblemente y, cuando regresaban a casa, el peculio familiar los mantenía. Las hijas se ocupaban de la gente, aliviando la pobreza y ayudando a los enfermos, hasta que llegaba el momento de casarse y marchaban a su nuevo hogar, donde continuaban con su labor y así extendían la buena obra iniciada por su madre.

La comarca prosperó. El fortín se convirtió en un castillo al que rodeaba una villa, la ciudad de Arbolongar del Prado. Varios pueblos y aldeas surgieron en el amplio valle; más poblaciones se establecieron en el valle vecino, y los habitantes de todas esas comunidades prometieron lealtad a los Arbolongar. La familia alcanzó tal prosperidad que Jon III decidió anteponer el título de barón a su nombre y considerar sus tierras como una baronía. Los lugareños, tanto de la ciudad como de los pueblos y aldeas, se sintieron orgullosos de pertenecer a una baronía y se mostraron más que dispuestos a hacer feliz a su señor aceptándolo como tal.

Después del primer barón de Arbolongar, los hijos llegaron y los hijos partieron, mayormente esto último, ya que los Arbolongar amaban por encima de todo participar en una buena batalla y siempre eran llevados de vuelta al castillo por sus apesadumbrados compañeros o medio muertos o ya cadáveres. El actual barón era el segundo hijo. Jamás esperó convertirse en barón, pero había accedido al título a la prematura muerte de su hermano mayor, que había caído defendiendo una de las poblaciones limítrofes de la comarca contra una tribu de hobgoblins.

Siendo el hijo menor, Ivor había esperado ganarse la vida con su espada. Eso era lo que había hecho, aunque no exactamente de acuerdo con el consagrado estilo tradicional. Tras haber sopesado sus facultades y aptitudes innatas, Ivor había llegado a la conclusión de que le iría mejor contratando a otros hombres que lucharan para él que a la inversa.

Ivor era un extraordinario cabecilla, un buen estratega, valeroso pero no imprudente, y un convencido seguidor del lema «El honor es mi vida», el Código de los Caballeros de Solamnia, aunque no de las estancadas y restrictivas reglas de la Medida. Bajo de estatura —algunos lo confundían con un kender, error que no cometían por segunda vez—, Ivor era delgado y de piel atezada, largo cabello negro y grandes ojos castaños. Sus hombres acostumbraban decir que aunque su talla era de un metro cincuenta y siete, su coraje medía palmo y medio más.

Era muy hábil en la batalla, y más fuerte de lo que su apariencia enjuta, fibrosa, daba a entender. Su peto y su cota de malla pesaban más que algunos hombres adultos. Montaba uno de los caballos más grandes de la baronía y sus alrededores, y lo hacía bien. Amaba la lucha y el juego, la cerveza y las mujeres, generalmente en ese orden de preferencia, y por ello se había ganado el mote de «El Barón Loco».

Y así la baronía prosperó, al igual que Ivor, cuyas proezas estaban alcanzando categoría de leyenda, de manera que el servicio de sus mercenarios tenía gran demanda. No necesitaba dinero, y le ofrecían más trabajos de los que podía aceptar, así que elegía los más acordes con sus ideales. La promesa de grandes sumas de acero no tenía peso para hacerle cambiar de opinión. Le daría la espalda a una cantidad lo bastante abultada como para construir otro castillo si consideraba que era una causa injusta y, por el contrario, gastaría dinero a espuertas y daría su propia sangre para luchar por aquellos que sólo podían pagarle con sus agradecidas bendiciones si la razón estaba de su parte. Ese era otro motivo de que lo llamaran loco.

Aunque había una tercera razón. Ivor, barón de Arbolongar, adoraba a un dios antiguo, un dios que se sabía había dejado Krynn mucho tiempo atrás. Ese dios era Kiri-Jolith, otrora una deidad venerada por los Caballeros de Solamnia. Cuando abandonó su país, sir Jon Arbolongar se llevó consigo esa fe, y su familia y él la habían mantenido viva en sus corazones, como una llama sagrada; una llama que jamás se dejó morir.

Ivor no ocultaba su fe, aunque a menudo era objeto de chanzas por ello. Cuando ocurría tal cosa, reía afablemente y —con igual afabilidad— le atizaba un golpe en la cabeza al bromista. A renglón seguido, Ivor ayudaba a levantarse del suelo a su detractor, le sacudía el polvo y, cuando al guasón dejaban de pitarle los oídos, le aconsejaba que mostrara más respeto por las creencias de otros, aunque él no las compartiera ni las respetara.

Puede que sus hombres no creyeran en Kiri-Jolith, pero sí creían en Ivor. Sabían que le sonreía la fortuna, ya que lo habían visto escapar por pelos de la muerte en plena batalla más veces de las que podían contar. Observaban cómo su Barón Loco rezaba a Kiri-Jolith sin tapujos antes de entrar en combate, aunque jamás dio señales de que el dios hubiese respondido a sus preces.

—Un general no tiene por qué perder el tiempo explicando sus planes de batalla hasta al último condenado soldado de infantería, así que imagino que el General Inmortal tampoco tiene que explicarme sus planes a mí —solía decir el Barón Loco, soltando una alegre carcajada.

Los soldados eran una pandilla de supersticiosos; cualquiera que jugara diariamente con la muerte tendía a depositar su confianza en amuletos como, por ejemplo, patas de conejo, medallones encantados y dijes con un mechón del pelo de sus damas. Por consiguiente, más de uno musitaba una corta plegaria a Kiri-Jolith antes de la carga, y más de dos llevaban encima un trocito de piel de bisonte, animal con el que se representaba a Kiri-Jolith. Puede que no sirviera de ayuda, pero tampoco perjudicaba.

El Barón Loco era el noble a quien debían acudir Caramon y Raistlin para pedir trabajo. Caramon llevaba a buen recaudo, en contacto con la piel, una pequeña bolsa de cuero, dentro de la cual iba la valiosa carta de presentación y recomendación escrita por Antimodes y dirigida al barón Ivor de Arbolongar. Aquella misiva, más preciosa que el acero para los hermanos, representaba las esperanzas y los planes de los gemelos. Era su futuro.

Antimodes no les había contado gran cosa sobre Ivor de Arbolongar (no les había mencionado lo del apodo, imaginando que podría resultarles inquietante). En consecuencia, los gemelos se quedaron considerablemente desconcertados cuando, al desembarcar y preguntar el camino hacia la baronía de Ivor de Arbolongar, recibieron por respuesta sonrisas de oreja a oreja, sacudidas de cabeza y miradas avisadas junto con comentarios tales como: «Vaya, otro par de chiflados que vienen a unirse al Barón Loco».

—Esto no me gusta, Caramon —dijo Raistlin una noche, a unos dos días de marcha del castillo del barón, donde, según un aldeano, el Barón Loco se encontraba haciendo una «vela».

—No creo que ese tipo quisiera decir «vela», sino «leva» —sugirió Caramon—. Es lo que se hace cuando se quiere reclutar hombres para…

—¡Sé lo que significa esa palabra y lo que ese necio quiso decir! —lo interrumpió impaciente Raistlin. Guardó silenció un momento para prestar toda su atención al conejo que se estaba guisando en la olla—. Y no me refería a eso. Lo que no me gusta es el modo en que nos miran, guiñan el ojo y se mofan cada vez que mencionamos a Ivor de Arbolongar. ¿Qué oíste comentar sobre él en la ciudad?

Al joven mago no le gustaba entrar en poblaciones, donde estaba convencido de que atraería miradas y provocaría respingos y exclamaciones ahogadas, le señalarían con el dedo, sería blanco del abucheo de los niños y los perros le ladrarían. Los gemelos habían cogido por costumbre acampar por la noche cerca de la calzada, fuera de pueblos y ciudades, donde Raistlin podía descansar de las fatigas de la caminata del día o, si se sentía lo bastante bien, buscar hierbas que le servirían de ingredientes tanto para hechizos como para realizar curas y condimentar comidas. Caramon visitaba las poblaciones para recabar noticias, comprar vituallas y asegurarse de que viajaban en la dirección correcta.

Al principio, el guerrero se había mostrado reacio a dejar solo a su hermano, pero Raistlin le aseguró que no corría peligro, y era verdad. Más de un asaltante de caminos, al ver la luz del sol destellar en la piel dorada de Raistlin y reverberar en la bola de cristal que coronaba el bastón, obviamente mágico, se escabullía para probar suerte con otro viajero. De hecho, los gemelos se sentían bastante decepcionados porque no habían tenido la oportunidad de probar sus nuevas habilidades marciales con nadie durante el largo viaje.

Caramon olisqueó, hambriento, el guiso de conejo. Los gemelos, cortos de dinero, hacían sólo una comida al día, y esta era de lo que cazaban ellos mismos.

—¿Todavía no está hecho? Me muero de hambre. A mí me parece que ya está.

—Hasta una liebre puesta al sol sobre una roca te lo parecería, hermano —replicó Raistlin—. A las patatas y las cebollas aún les falta un rato, y la carne tiene que cocer otra media hora por lo menos.

El guerrero suspiró e intentó hacer oídos sordos a los insistentes rugidos de su estómago; para olvidar el hambre, contestó a la pregunta que su hermano le había hecho antes sobre el barón.

—La verdad es que es un poco raro —admitió—. Cada vez que pregunto por Ivor de Arbolongar, todo el mundo se ríe y hace comentarios socarrones sobre el Barón Loco, pero no parece que hablen de él con mala voluntad, ya me entiendes.

—No, no te entiendo —repuso Raistlin, encrespado. No tenía muy buena opinión sobre la capacidad de observación de su hermano.

—Los hombres sonríen, y las mujeres suspiran y dicen que es un caballero encantador. Y si está loco, entonces a otras zonas de Ansalon por las que hemos pasado no les vendría mal esa clase de locura. Las calzadas están bien cuidadas, la gente bien alimentada, sus casas bien construidas y sin reparaciones pendientes. No se ven mendigos por las calles, ni bandidos en los caminos. Los campos están cultivados. En vista de todo eso, pensé que…

—¡Tú! ¡Pensar! —Raistlin resopló con sorna.

Caramon no lo escuchó. Toda su atención estaba puesta en el puchero, como si con mirarlo el conejo fuera a hacerse antes.

—¿Qué pensaste? —preguntó finalmente el joven mago.

—¿Eh? No sé. Déjame ver… ¡Ah, sí, ya me acuerdo! Pensé que quizá llamaban al tal Ivor el Barón Loco igual que en Solace solíamos llamar a Meggin la Arpía o Meggin la Chiflada. Quiero decir que yo siempre creí que esa mujer estaba tocada, pero tú afirmabas que no, y que era víctima de la maleficencia.

—Maledicencia —corrigió Raistlin, mirando severamente a su gemelo.

—¡Pues eso! ¡Lo que he dicho! —contestó el guerrero, asintiendo con aire avisado—. Significa lo mismo, ¿no?

Raistlin miró hacia la calzada, por la que había un tránsito constante de hombres, jóvenes y viejos, a pie o a caballo, todos en dirección al castillo de Arbolongar. Saltaba a la vista que muchos de ellos eran veteranos, como los dos a los que Raistlin observaba en ese momento. Encima de las túnicas de cuero llevaban coseletes de malla, de cuyo borde inferior colgaban tiras de cuero que formaban una especie de faldillas. Las espadas tintineaban a sus costados, y sus brazos y piernas —desnudos bajo las túnicas—, así como sus rostros, estaban llenos de feos costurones. Al parecer, los dos veteranos se habían encontrado con un amigo, ya que los tres hombres se abrazaron y se palmearon las espaldas.

—¡Fíjate en esas cicatrices! —exclamó Caramon, que soltó un suspiro—. Algún día yo…

—¡Chitón! —ordenó perentoriamente el joven mago—. Quiero oír lo que están diciendo. —Se retiró un poco la capucha para escuchar mejor.

—Vaya, parece que te has cuidado bien durante el invierno —dijo uno de los hombres mientras miraba el abultado estómago de su amigo.

—¡Demasiado! —contestó el otro, gimiendo. Se enjugó el sudor que perlaba su frente, a pesar de que el sol se estaba poniendo y el aire empezaba a ser fresco—. Entre las comidas de Marria y la cerveza de la taberna… —Sacudió tristemente la cabeza—. Y que además mi cota de malla ha encogido…

—¡Encogido! —Sus amigos rechiflaron con sorna.

—Lo ha hecho —insistió el otro, ofendido—. ¿Recordáis aquella vez, en el asedio de Munston, cuando tuve que estar de guardia durante un aguacero? La condenada cota me aprieta desde entonces. Mi cuñado es herrero, y me dijo que había visto bastantes cotas que habían encogido por la humedad. ¿Por qué creéis que los herreros meten las espadas en agua cuando las están forjando, eh? —Miró intensamente a sus compañeros, ceñudo—. Para que el metal se comprima, por eso.

—Ya —dijo uno de los hombres, que le guiñó el ojo al otro—. Y apuesto a que tu cuñado te dijo también que tirases esa vieja cota de malla y le encargaras una nueva.

—Anda, pues claro —contestó el orondo soldado—. No podía unirme a las tropas del Barón Loco llevando una cota que había encogido, ¿o sí?

—¡No, no, claro! —convinieron sus amigos, que pusieron los ojos en blanco y disimularon sus sonrisas.

—Además —continuó el otro—, tenía los agujeros «de polillas».

—¡Agujeros de polillas! —exclamó uno, conteniendo a duras penas la carcajada—. ¿Agujeros de polillas en tu armadura?

—Sí, polillas del hierro —repuso el soldado con aire digno—. Cuando descubrí agujeros en mi cota, pensé que se debía a tener eslabones defectuosos, pero mi cuñado me dijo que no, que los eslabones estaban bien, pero que hay esas polillas que comen hierro y…

Aquello era más de lo que los otros dos podían aguantar. Empezaron a reírse con tantas ganas que uno de ellos tuvo que sentarse en la calzada, sujetándose el estómago con las manos y con los ojos llorosos, y el otro se vio obligado a recostarse en un árbol para sostenerse.

—Polillas del hierro —repitió Caramon muy impresionado. Echó una mirada preocupada a su recién estrenado coselete de brillante cota de malla, que había comprado antes de marcharse de Haven y del que estaba tremendamente orgulloso—. Raist, echa un vistazo a mi coselete, ¿quieres? ¿Ves si hay alguna…?

—¡Chist! —El mago asestó una mirada furiosa a su gemelo y Caramon guardó silencio, sumiso.

—Bueno, no te preocupes —dijo uno de los hombres mientras palmeaba la espalda de su regordete amigo—. El instructor Quesnelle te quitará toda esa grasa en un visto y no visto.

—¡Y que lo digas! —El hombre suspiró hondo—. ¿Qué nos tienen preparado para este verano? ¿Hay algún trabajo en puertas? ¿Habéis oído algo?

—No. —El hombre se encogió de hombros—. ¿Y a quién le importa? El Barón Loco escoge bien sus batallas. Mientras la paga sea buena…

—Que lo será —abundó el otro—. Cinco piezas de acero a la semana por cabeza.

Los gemelos intercambiaron una mirada.

—¡Cinco piezas de acero! —exclamó, pasmado, Caramon—. Eso es más en una semana que lo que yo ganaba en meses trabajando en la granja.

—Empiezo a pensar que tienes razón, hermano mío —susurró Raistlin—. Si este barón está loco, debería haber más lunáticos como él.

Luego siguió observando a los veteranos. Durante todo ese tiempo, los tres habían estado parados en la calzada, riendo e intercambiando los últimos chismes. Al cabo, echaron a andar calzada adelante marcando el paso por la fuerza de la costumbre. Lo de dormir al raso no rezaba para esos hombres, reflexionó Raistlin. Ni lo de cenar conejos escuálidos y patatas de siembra, que los gemelos habían comprado a la esposa de un granjero con el último dinero que les quedaba. Esos hombres tenían acero en sus bolsas y pasarían la noche en una cómoda posada.

—Raist, ¿podemos comer ya? —inquirió Caramon.

—Si no te importa masticar conejo poco hecho, supongo que sí. ¡Cuidado, utiliza el…!

—¡Ay! —Caramon retiró prestamente los dedos quemados y se los llevó a la boca—. Quema —masculló mientras se los chupaba.

—Sí, esa es una de las propiedades del agua hirviendo —comentó cáustico su hermano—. ¡Toma, utiliza el cucharón! No, yo no quiero carne, sólo un poco de caldo y patatas. Cuando hayas terminado, prepárame la infusión.

—Claro, Raist —contestó Caramon con la boca llena—. Pero deberías comer algo de carne. Te mantiene fuerte. Y te hará falta estarlo cuando llegue el momento de luchar.

—Yo no tomaré parte en ninguna lucha física, Caramon. —Raistlin sonrió con desdén ante la ignorancia de su hermano—. Por lo que he leído, un mago guerrero se queda apartado, lejos de la línea de combate, rodeado por soldados que lo protegen. Eso lo capacita para ejecutar hechizos con relativa seguridad. Como los conjuros requieren tanta concentración, el mago no puede correr el riesgo de que lo distraigan.

—Yo estaré allí para protegerte, Raist —aseguró Caramon cuando pudo hablar, una vez que hubo engullido la patata entera que se había metido en la boca.

Raistlin suspiró y recordó aquella vez en que había estado tan enfermo con pulmonía y su hermano entraba de puntillas en la habitación y le tapaba bien con las mantas. Había habido momentos en que, estremecido por los escalofríos, tales atenciones fueron bien recibidas. Pero en otras ocasiones, cuando estaba ardiendo de fiebre, había pensado que las mantas iban a asfixiarlo.

Como un recordatorio de aquella enfermedad, Raistlin empezó a toser y a toser hasta que las costillas le dolieron y los ojos se le pusieron llorosos. Caramon, la viva imagen de la preocupación, lo miraba con ansiedad.

El mago apartó a un lado el cuenco con el caldo, que no se había tomado, y se arrebujó en la capa, tiritando.

—¡Mi infusión! —pidió con voz ronca.

Caramon se levantó de un salto, tirando al suelo el plato de madera con el resto de la cena, y se apresuró a preparar la tisana extraña, de sabor horrible y peor olor, que calmaba la tos a su hermano, le suavizaba la garganta y mitigaba el incesante dolor.

Arropado con su manta, Raistlin sostuvo la taza de madera entre las manos ahuecadas y bebió la infusión a sorbos, lentamente.

—¿Quieres algo más, Raist? —preguntó Caramon, que observaba a su hermano con preocupación.

—Que te ocupes de algo útil —ordenó de malas maneras—. ¡Me sacas de mis casillas! ¡Déjame en paz para que pueda descansar un poco!

—Claro, Raist —musitó Caramon—. ¡Eh…! Lavaré los platos…

—¡Estupendo! —dijo el mago entre dientes, y cerró los ojos.

Las pisadas del guerrero sonaron de un lado para otro. El puchero tintineó, los platos de madera entrechocaron. La leña mojada siseó y chisporroteó al echarla al fuego. Raistlin se tumbó y se tapó la cabeza con la manta, oyendo el trajinar de su gemelo que se esforzaba, con escaso éxito, en no hacer ruido.

«Caramon es como esa infusión —pensó, medio dormido—. Mis sentimientos hacia él se mezclan con la culpabilidad y la envidia. El sabor es amargo y cuesta de tragar, pero una vez que se ha tomado, un agradable calorcillo invade mi cuerpo, el dolor se calma y puedo dormir tranquilo por la certeza de que está ahí, a mi lado, en la noche, velando mi sueño».