Kitiara estaba acostada boca arriba entre las mantas, con las manos enlazadas debajo de la cabeza y mirando furibunda a la luna roja, la riente Lunitari. Kit sabía muy bien por qué se reía.
—La caza de la «becada horrendus» —rezongó en voz alta, como si mordiera las palabras—. ¡Es una maldita caza de la becada horrendus!
Incapaz de conciliar el sueño, apartó las mantas, paseó alrededor de la pequeña hoguera, bebió un poco de agua, y luego, aburrida y frustrada, se sentó para atizar las brasas rojas con un palo. Saltó una lluvia de chispas hacia el cielo nocturno; al seguir hurgando la lumbre, la mujer acabó por apagar accidentalmente el ya moribundo rescoldo. Kitiara evocó aquella caza de la becada horrendus, el bromazo que le habían gastado al bobalicón de Caramon.
Todos los Compañeros estaban metidos en la inocentada, con excepción de Sturm Brightblade, quien, si se lo hubiesen contado, les habría soltado un sermón interminable y habría acabado por estropear la diversión. Habría dejado salir del saco a la becada horrendus, por así decirlo.
Cada vez que los amigos se reunían, Kitiara, Tanis, Raistlin, Tasslehoff y Flint hablaban de las excelencias de la caza de la becada horrendus, de lo apasionante del rastreo, de la ferocidad de la criatura cuando se la acorralaba, de la tierna carne, cuyo sabor al parecer rivalizaba con la del pollo. Caramon escuchaba con los ojos y la boca abiertos de par en par, y se oían las ruidosas protestas de su estómago.
—A la becada horrendus sólo se la puede atrapar a la luz de Solinari —había afirmado Tanis.
—Y hay que esperar en el bosque, silencioso como un elfo al acecho, con un saco en la mano —siguió con el juego Flint—. Y después tienes que llamar: «¡Ven al saco a darte un festín, becada horrendus! ¡Ven al saco a darte un festín!».
—Porque, verás, Caramon —le había dicho Kitiara a su hermano—, las becadas horrendus son tan crédulas que cuando oyen esas palabras, corren directamente hacia ti y se meten de cabeza en el saco.
—Y entonces tienes que atar la boca del saco rápidamente —había añadido Raistlin— y agarrarlo fuerte, porque cuando la becada horrendus comprenda que se le ha tendido una trampa, intentará liberarse y, si lo consigue, hará trizas a quien la ha atrapado.
—¿Qué tamaño tienen? —había preguntado Caramon, que parecía un poco arredrado.
—¡Oh, poco más que un tejón! —le había asegurado Tasslehoff—. Pero tienen unos dientes tan afilados como los de un lobo, y unas garras tan aguzadas como las de un zombi, y una cola con un enorme aguijón, como un escorpión.
—Asegúrate de encontrar un saco bien fuerte, muchacho —había sido el consejo de Flint, quien se vio obligado a tapar la boca al kender, porque a este le había entrado de repente un ataque de risa.
—Pero ¿es que vosotros no vais a venir? —había preguntado Caramon, sorprendido.
—La becada horrendus es sagrada para los elfos —había manifestado Tanis con aire solemne— y nos está prohibido matar ninguna.
—Yo soy demasiado viejo —había exclamado Flint, con un suspiro—. Mis días de la caza de la becada horrendus ya han quedado atrás. Te corresponde a ti defender y mantener alto el pabellón de Solace.
—Yo maté a mi becada horrendus cuando tenía doce años —había dicho Kitiara con orgullo.
—¡Caray! —Caramon estaba impresionado y también alicaído. Al fin y al cabo ya tenía dieciocho años y hasta ahora no había sabido qué era una becada horrendus. Alzó la cabeza, resuelto—. ¡No os defraudaré!
—Sabemos que no, hermano. —Raistlin había puesto las manos en los anchos hombros de su gemelo—. Todos nos sentimos muy orgullosos de ti.
Cómo se habían reído esa noche, reunidos en casa de Flint, al imaginar a Caramon plantado allí fuera toda la noche, pálido y tembloroso en la oscuridad, y llamando: «¡Ven a mi saco a darte un festín, becada horrendus!». Y cómo rieron aún más a la mañana siguiente, cuando apareció Caramon, falto de aliento por la excitación, sosteniendo el saco que contenía la escurridiza becada horrendus, que no dejaba de agitarse en el interior.
—¿Por qué suelta esa especie de risita? —había preguntado Caramon, observando fijamente el saco.
—Es el sonido que emiten todas las becadas horrendus cuando se las atrapa —había explicado Raistlin, al que le costaba hablar por el esfuerzo de contener la risa—. Cuéntanos la cacería, hermano.
Caramon les había relatado cómo había llamado y cómo la becada horrendus había salido corriendo de la oscuridad para saltar al saco, y cómo él, Caramon, con gran arrojo, había cerrado la boca del saco y, tras un forcejeo, había logrado dominar a la peligrosa becada horrendus.
—¿Le atizamos en la cabeza antes de sacarla? —había preguntado Caramon al tiempo que blandía un grueso palo.
—¡No! —chilló la becada horrendus.
—¡Sí! —bramó Flint, que intentó sin ningún éxito quitarle el palo a Caramon.
Y entonces, Tanis, pensando que la broma ya había ido demasiado lejos, liberó a la becada horrendus, que resultó tener un increíble parecido con Tasslehoff Burrfoot.
Nadie había reído con más ganas que el propio Caramon, una vez que le hubieron explicado la broma y le aseguraron que todos se la habían tragado en su momento. Mejor dicho, todos excepto Kit, quien había manifestado que ella nunca había sido tan boba como para ir a cazar la imaginaria becada horrendus.
Al menos, no hasta ahora.
—Tanto daría si estuviera en estas malditas montañas con un saco en la mano y llamando: «¡Ven, dragón, ven! ¡Aquí tengo un festín para ti!». —Soltó una maldición, irritada, y lanzó una patada a los restos chamuscados de un tronco. Se preguntó, como lo había hecho durante los últimos siete días, desde que partió de Sanction, por qué el general Ariakas la había enviado con esta ridícula misión. Kitiara creía en los dragones tan poco o menos que en las becadas horrendus—. ¡Dragones!
Soltó un resoplido de irritación. La gente de Sanction no hablaba de otra cosa. Sus habitantes afirmaban adorar a los dragones, el Templo de la Reina Oscura tenía la forma de un dragón, Balif le había preguntado una vez si le daría miedo encontrarse con uno de esos reptiles. No obstante, que Kitiara supiera, ninguna de esas personas había visto uno jamás; un dragón de verdad, de los que respiraban fuego y masticaban azufre. El único que conocían era uno tallado en la fría piedra de la ladera de una montaña.
Cuando Ariakas le comunicó que tenía que reunirse con un dragón, Kit se había echado a reír.
—No es cosa de chanza, Uth Matar —le había dicho el general, pero la mujer reparó en el centelleo de sus ojos oscuros.
Entonces, creyendo todavía que se trataba de una broma que él le estaba gastando, Kit se había enfadado. El centelleo había desaparecido de los ojos del general, tornándose fríos, crueles y vacíos.
—Te he encomendado una misión, Uth Matar —le había dicho Ariakas en un tono tan frío y vacío como sus ojos—. La tomas o la dejas.
La tomó, claro, porque ¿qué opción tenía? Había pedido una escolta de soldados, pero el general rehusó tajantemente. Dijo que no podía permitirse el lujo de perder más hombres en esa misión, que tal vez Uth Matar se sentía incapaz de realizar esa tarea sin ayuda, y que a lo mejor convenía que le encargara a otra persona el trabajo. Alguien más interesado en ganarse su favor.
Kitiara había aceptado el reto de Ariakas de ir a las estribaciones de las Khalkist, donde el presunto dragón había vivido durante siglos, o eso dijo Ariakas, antes de que lo despertara la Reina de la Oscuridad. Kitiara no tuvo más remedio que aceptar.
Los tres primeros días que siguieron a su partida de Sanction, Kitiara había estado en guardia, atenta a la emboscada que estaba convencida que se produciría: la emboscada ordenada por Ariakas y que estaba pensada para poner a prueba su destreza combativa. Juró que no sería ella a la que dejarían esperando con el saco abierto y, que si sostenía un saco, dentro habría cabezas.
Pero los tres días pasaron sin incidentes. Nadie saltó sobre ella desde la oscuridad, ni desde detrás de los arbustos, salvo una iracunda ardilla listada a la que molestó mientras se daba un atracón de frutos.
Ariakas le había proporcionado un mapa en el que estaba señalado su punto de destino; un mapa que, según él, pertenecía a los clérigos del Templo de Luerkhisis; un mapa que revelaba la ubicación de la caverna del supuesto dragón llamado Immolatus. Cuanto más se aproximaba a su punto de destino, más desolado se tornaba el paisaje. Kitiara empezó a sentirse intranquila. Ciertamente, si ella hubiese tenido que escoger un lugar donde pudiera encontrarse un dragón, sería este sitio. Al cuarto día, hasta los contados buitres que la habían estado observando con hambrientos y esperanzados ojos, siguiéndola desde Sanction, desaparecieron a la par que emitían graznidos ominosos cuando la mujer trepó más y más arriba por la ladera de la montaña.
Al quinto día, Kit no llegó a ver un solo pájaro, ni un animal terrestre, ni siquiera una chinche. No hubo moscas zumbando alrededor de su comida cuando sacaba la carne seca de ración. No aparecieron hormigas para llevarse las miguitas de pan de munición. Había viajado a buen paso, avanzando mucho. Sanction quedaba oculto tras el pico de la segunda montaña, cuya cumbre desaparecía en la perpetua nube de vapor y humo suspendida sobre los Señores de la Muerte. A veces sentía temblar el suelo bajo sus pies; lo había achacado a los movimientos telúricos de la zona, pero ahora no estaba tan segura. Tal vez los ruidos los hiciera un colosal dragón al rebullir y retorcerse en sueños; sueños de riquezas y de muerte.
Al sexto día, Kitiara empezó a sentirse realmente alarmada. El suelo sobre el que caminaba era absolutamente baldío, sin el menor signo de vida. Había sobrepasado el límite de altura en que crecían árboles y la calidez de la primavera había quedado muy atrás, cierto; sin embargo, tendría que haber encontrado algún que otro arbusto raquítico aferrándose a las rocas, o parches de nieve en las zonas de umbría, pero no quedaba ni rastro del blanco elemento, y la mujer se preguntó qué la habría derretido. El único matojo que encontró en la senda estaba ennegrecido, y las rocas chamuscadas, como si un incendio forestal hubiese arrasado la vertiente. Empero, no podía haber un incendio forestal en un área donde no crecían árboles.
Cavilando sobre este fenómeno, acababa de llegar a la conclusión de que debía de haber sido la descarga de un rayo, cuando, al rodear un peñasco, tropezó con el cadáver.
Kit lo miró de hito en hito y reculó un paso. Había visto muchos hombres muertos con anterioridad, pero no así. El cuerpo estaba calcinado, consumido por un fuego tan abrasador que sólo había dejado los huesos más grandes, como el cráneo, las costillas, la columna vertebral y las piernas. Los huesos más pequeños, los de los dedos de las manos y los pies, se habían convertido en cenizas.
El cadáver yacía boca abajo. Sin duda estaba huyendo de su enemigo cuando el fuego lo alcanzó, devorando la carne del cuerpo. Kitiara reconoció el emblema del chamuscado yelmo que todavía cubría el cráneo; el mismo que lucía la espada tirada varios pasos detrás de él. Supuso que si le daba la vuelta al cadáver para mirar el peto sobre el que yacían los huesos, como un costillar socarrado sobre una bandeja metálica, encontraría repetido el mismo emblema: el águila negra con las alas extendidas. El emblema del general Ariakas.
Kitiara empezó a creer.
—Puede que seas tú el último que se ría, Caramon —dijo, pesarosa, mientras alzaba la vista hacia la cumbre de la montaña, estrechando los ojos para protegerlos del resol.
No vislumbró nada salvo el cielo azul, pero se sintió vulnerable y desprotegida en mitad de la empinada ladera, de modo que se agazapó detrás del peñasco, advirtiendo de paso que el granito también había sido alcanzado por el fuego y que la piedra se había derretido en parte.
—Malditos sean todos de aquí al Abismo y vuelta —masculló Kit, que se sentó en el suelo, a la sombra del peñasco, con el carbonizado cadáver por toda compañía—. Un dragón. Así me condene. Un dragón de verdad, vivito y coleando.
»¡Oh, deja de lloriquear, Kit! —se reprendió—. Eso es imposible. Ya sólo falta que creas en los ghouls. Ese pobre bastardo fue alcanzado por un rayo, ni más ni menos.
Pero se estaba engañando. Podía ver claramente al hombre, corriendo, arrojando su espada en su aterrada huida, la hoja de buen acero inútil contra semejante enemigo.
Kitiara metió la mano en la bolsa de cuero marcada con el emblema del águila negra y sacó un pequeño pergamino, una hoja de vitela prietamente enrollada y metida en un anillo. Contempló el rollo de papel con el ceño fruncido en un gesto meditabundo mientras se mordisqueaba el labio inferior. El general Ariakas le había entregado el pergamino y le había dicho que tenía que entregárselo a Immolatus.
Furiosa por el engaño del que creía que estaba siendo víctima, Kit había cogido el rollo de papel sin mirarlo y lo había guardado sin contemplaciones en la bolsa. Había escuchado, con mal disimulado desdén, comentar a Ariakas que él sabía mucho sobre dragones; justo lo mismo que ella le había dicho a Caramon sobre las becadas horrendus.
Examinó el anillo que sujetaba el pergamino. Era un sello en el que había grabado un dragón de cinco cabezas.
—¡Oh, vaya! —exclamó Kitiara, que se enjugó el sudor de la frente. El dragón de cinco cabezas, el antiguo símbolo de la diosa Takhisis. Kit vaciló un momento y después sacó el pergamino del anillo. Con mucho cuidado desenrolló el papel y echó un rápido vistazo a lo que había escrito.
Immolatus, te ordeno que obedezcas el llamamiento que te hago por medio de este mensajero. Cuatro son las veces que has desdeñado mi orden. No habrá una quinta. Estoy perdiendo la paciencia. Adopta una forma humana y regresa a Sanction con el portador de esta misiva y de mi sello para, una vez allí, presentarte ante lord Ariakas, designado como general de mis ejércitos de los Dragones.
Wryllish, sumo sacerdote de mi templo, ha escrito esta orden en mi nombre, Takhisis, Reina de la Oscuridad, Dragón de las Cinco Cabezas, Señora del Abismo y futura Soberana de Krynn.
—¡Oh, maldición! —exclamó Kitiara—. ¡Oh, maldito sea todo! —Apoyó los codos en las rodillas y hundió la cabeza en las manos—. ¡Soy una idiota! ¡Una estúpida! Pero ¿quién lo habría imaginado? ¡Oh!, ¿qué he hecho? ¿Cómo salgo ahora de este lío?
Levantó la cabeza para mirar al cadáver; la ambigua sonrisa de la guerrera estaba petrificada en un rictus duro, tenso y amargo.
—Adiós a todas mis esperanzas, a todas mis ambiciones. Aquí es donde acaban, en la vertiente de una montaña, con mis huesos fundidos en una roca. Pero ¿cómo iba a imaginar que Ariakas me estaba diciendo la verdad? Un dragón. ¡Y yo tengo que ser su condenado mensajero!
Permaneció sentada largo rato en lo alto de la desolada ladera, contemplando el vacío cielo azul que parecía tan próximo, observando cómo descendía el sol hasta parecer que se estaba poniendo por debajo de ella, tan alta se encontraba sobre la línea del horizonte. El aire empezaba a enfriarse rápidamente. Kit se estremeció y sintió que se le ponía carne de gallina en los brazos, bajo la suave túnica de lana que llevaba debajo del coselete de malla. Había llevado una capa de paño, forrada con zalea, pero no la sacó del petate.
—Es más que posible que el aire se caliente a no tardar —se dijo, y un atisbo de su ambigua sonrisa retornó a sus labios—. Demasiado pronto y demasiado caliente para que resulte saludable.
Se sacudió para salir del aletargamiento, sacó la capa de la bolsa y, echándosela sobre los hombros, se dispuso a estudiar con más detenimiento el mapa que le había entregado Ariakas. Localizó todos los hitos del terreno: el pico de la montaña, que estaba partido en dos, como si un gigante hubiese descargado su hacha sobre él; un peñasco saliente, emergiendo de la ladera a semejanza de una nariz ganchuda.
Ahora que sabía dónde mirar, localizó la caverna sin demasiada dificultad. La entrada al cubil del dragón quedaba oculta bajo un saliente, no muy lejos de donde se encontraba sentada Kit, a través de un corto tramo por un terreno accidentado, pero de fácil acceso. Solinari estaba en menguante, pero arrojaría suficiente luz para ver el camino entre las rocas. Kit se puso de pie y miró hacia la falda de la montaña. Le había pasado por la cabeza la idea de buscar la salida fácil, simplemente saltar por el borde al vacío. La salida fácil; la del cobarde.
«Miente, engaña, roba… Al mundo no le importan esas faltas —le había dicho su padre en cierta ocasión—. Pero el mundo desprecia a los cobardes».
Esta podría ser su última batalla, pero estaba decidida a que fuera gloriosa. Le dio la espalda al sol y miró al frente, a la oscuridad cada vez más intensa.
No tenía un plan de ataque, y tampoco se le ocurría cuál podría servir de algo en aquellas circunstancias. No podía hacer otra cosa que entrar sin llamar por la puerta principal. Plantó la mano con firmeza en la empuñadura de la espada, adelantó la barbilla, apretó los dientes y dio un paso adelante con decisión.
Una bestia inmensa apareció al borde de la cornisa, bajo el saliente, extendió las alas —unas alas colosales que empequeñecían las de cualquier criatura— y alzó el vuelo, planeando en el aire. El último fulgor del ocaso arrancó destellos en las escamas rojas, que centelleaban y relucían como chispas saltando de un tronco encendido o como los rubíes de una dama, o como gotas de sangre. Un hocico; una cola larga y sinuosa; un cuerpo tan colosal y pesado que parecía imposible que las alas pudieran sustentarlo; una cresta de afiladas puntas, negra en contraste con la rojiza y moribunda luz del crepúsculo; enormes y poderosas patas, rematadas con afiladas garras; ojos ardientes como el fuego, escrutadores.
Por primera vez en sus veintiocho años de vida, Kit supo lo que era el miedo. El estómago se le encogió, y el sabor de la bilis le subió a la reseca boca. Los músculos de sus piernas se agarrotaron y la mujer estuvo a punto de caer al suelo. La mano que reposaba sobre la empuñadura de la espada se quedó enervada, sudorosa. Su mente sólo era capaz de concebir una idea: «¡Corre, ocúltate, huye!». Si hubiese habido un agujero cerca, Kit se habría acurrucado en él. En ese momento, hasta la idea de saltar al vacío desde la escarpada ladera le pareció una acción juiciosa y prudente.
Kitiara se agazapó a la sombra del peñasco y se quedó allí, temblando, con la frente húmeda por un frío sudor. Sentía el pecho oprimido, el corazón le latía alocadamente y le resultaba difícil respirar. Era incapaz de apartar los ojos del dragón, una vista que era espantosa, hermosa, espeluznante. La bestia medía por lo menos quince metros; extendido, el dragón cubriría el patio de entrenamiento y aún rebasaría sobre el templo.
La mujer temió que el reptil la hubiese visto.
Immolatus ignoraba que la humana se encontraba allí; Kit podría haber sido un mosquito posado en la piedra, por lo que sabía o le importaba. Había alzado el vuelo en la noche para cazar, ya que su última comida la había hecho hacía días; una comida que, por un golpe de suerte, había venido a él. Tras zamparse al mensajero, Immolatus se había sentido demasiado perezoso para buscar más alimento hasta que el hambre lo despertó de sus agradables sueños; unos sueños de saqueo, fuego y muerte. Notando el encogido estómago pegado contra las costillas, había aguardado esperanzado para ver si otro sabroso, aunque pequeño, bocado entraba en su caverna.
No ocurrió así e Immolatus se irritó un poco consigo mismo y lamentó profundamente haberse dado el capricho de divertirse con uno de los soldados, persiguiendo al aterrorizado hombre ladera abajo y contemplando cómo ardía como una antorcha viviente. Si hubiese sido previsor, habría mantenido vivo a su cautivo hasta tener de nuevo apetito.
«En fin —pensó malhumorado el dragón—. No tiene sentido lamentarse por sangre vertida». Alzó el vuelo y giró en círculo una vez sobre el pico de su cubil para asegurarse de que todo estaba en orden.
Kitiara se quedó completamente inmóvil, paralizada como un conejo cuando ve lebreles; incluso contuvo la respiración, deseando que el corazón no le latiera tan fuerte, porque le daba la impresión de retumbar como un trueno, y que el dragón volara lejos, muy lejos. Parecía que el reptil lo iba a hacer, ya que viró para coger las corrientes térmicas que subían por la vertiente de la montaña. Kit estaba a punto de llorar de alivio cuando, de repente, su garganta se contrajo.
El dragón cambió el rumbo, olisqueó el aire mientras la inmensa cabeza y los ojos rojos giraban de aquí para allí, buscando el olor que le había hecho la boca agua.
¡Olor a ovejas! ¡La condenada zalea del forro de la capa! Kitiara sabía con tanta certeza como si hubiese estado sentada entre los hombros del dragón que la bestia estaba husmeando ovejas, que le apetecían unos cuantos borregos para cenar, pero que tampoco se decepcionaría cuando descubriera su error y viera que su presa era una humana cubierta con lana.
El inmenso hocico se volvió en su dirección y Kitiara alcanzó a ver los afilados dientes y colmillos cuando las fauces se abrieron expectantes.
—Reina de la Oscuridad —imploró Kit, pidiendo ayuda por primera vez en su vida—, estoy aquí siguiendo tus órdenes. Soy tu servidora. Si quieres que mi misión tenga éxito, entonces más vale que hagas algo ¡y deprisa!
El dragón se acercó, más oscuro que la noche, ocultando las primeras estrellas con sus enormes alas. Cuanto más oscurecía, más rojos brillaban sus funestos ojos. Indefensa, incapaz de moverse, incapaz incluso de desenvainar la espada, Kitiara sintió cómo la muerte se le aproximaba.
Sonó un balido frenético, el sonido de pezuñas golpeando contra las rocas. El dragón se lanzó en picado; la estela del viento a su paso aplastó a Kit contra el peñasco. Las alas batieron una sola vez y un grito de muerte resonó entre las rocas. La cola del dragón se agitó de lado a lado en un violento gesto de placer y el reptil viró en el aire y volvió a pasar por encima de Kitiara. Sangre caliente goteó en el rostro alzado de la mujer; una cabra montes recién matada colgaba de las garras del dragón.
Immolatus estaba satisfecho de su captura y su buena suerte; jamás una cabra montes se había aventurado tan cerca de su cubil. Llevó al animal muerto de vuelta a la caverna, donde cenaría sin prisa. Recordó extrañado el intenso olor a oveja que había detectado en la vertiente; un olor raro, mezclado con el de humano, pero enseguida lo olvidó; prefería con mucho la carne de cabra montes que la de cordero. O la de humano, a decir verdad. Por lo general había poca carne en los huesos humanos y tenía que trabajar demasiado para conseguirla, arrancando primero la armadura, que siempre le dejaba un regusto metálico en la boca. De regreso en el cubil, acomodó su inmenso corpachón sobre las piedras del suelo, que deberían haber sido un tesoro —siempre pensaba lo mismo, resentido— y empezó a despedazar al animal capturado.
Kitiara estaba a salvo de momento. Desmadejada por el intenso alivio, se acurrucó en el suelo junto al peñasco, incapaz de moverse. Los músculos, tensos por la descarga de adrenalina, seguían agarrotados. No podía soltar la mano crispada sobre la empuñadura de la espada. Merced a un esfuerzo de voluntad logró relajarse, apaciguar su desbocado, corazón, recobrar la respiración. Ante todo, debía pagar una deuda.
—¡Reina Takhisis, gracias por tu intercesión! —musitó humildemente mientras alzaba los ojos al cielo nocturno—, ¡vela por mí y no te fallaré!
Saldada la deuda, Kitiara se arrebujó en la capa y se tendió bajo el cielo estrellado. Evocó la conversación mantenida con el general Ariakas, una charla a la que apenas había prestado atención, y se esforzó por recordar lo que el hombre le había contado sobre los dragones.