6

Había un millar de soldados formados en el campo de prácticas delante del Templo de Luerkhisis, en cuatro filas de doscientos cincuenta hombres cada una. Estaban en posición de en guardia: el pie izquierdo más adelantado que el derecho, escudo levantado y espada aprestada. El cielo estaba despejado y el sol caía a plomo sobre las tropas. El sudor les corría por debajo de los pesados yelmos de acero y resbalaba por sus rostros. Sus cuerpos, embutidos en armaduras acolchadas de prácticas, estaban empapados.

Frente a la formación había un único oficial que lucía una armadura ornamentada de bronce, un bruñido yelmo del mismo metal y una capa azul sujeta a los hombros mediante grandes broches dorados. Llevaba la prenda echada hacia atrás, de manera que los musculosos brazos quedaban al aire. Era un hombre corpulento, de huesos grandes, membrudo. El cabello negro, húmedo por el sudor, asomaba por debajo del yelmo y caía hasta los hombros. Llevaba una espada a la cadera, envainada.

—Preparados para arremeter —ordenó—. ¡Embestida!

Todos los soldados adelantaron un paso y tiraron una estocada al frente, quedándose inmóviles en esa postura. Un millar de voces repitieron al unísono el corto grito de ataque; sobrevino un incómodo silencio. El oficial estaba ceñudo, con las cejas fruncidas bajo el yelmo de bronce. Los hombres se miraron de reojo entre sí, jadeando bajo el sol abrasador.

El general Ariakas había advertido que varios hombres de la primera fila, ya fuera por nerviosismo o por su ansiedad en complacerlo, habían embestido antes de que diese la orden y la arremetida frontal de sus espadas había llegado demasiado lejos. Se habían adelantado sólo un par de segundos, pero ello demostraba falta de disciplina. Ariakas señaló a uno de los soldados infractores.

—Jefe de compañía Kholos, saca a ese hombre de la fila y haz que lo azoten. Nunca hay que adelantarse a la orden, hay que aguardar a que esta se dé.

Un humano de piel amarillenta y fauces babeantes que denotaban cierta ascendencia goblin —uno de los cuatro oficiales que se encontraban detrás del regimiento— escoltó al soldado hacia un extremo del campo de entrenamiento. A un gesto suyo, dos sargentos armados con látigos ocuparon posiciones.

—Quítate la armadura —ordenó el jefe de compañía.

El soldado obedeció, despojándose de la armadura de prácticas y del grueso farseto que llevaba debajo.

—En posición de firme.

El soldado, inflexible el gesto, se puso muy derecho. El jefe de compañía asintió y los sargentos alzaron los látigos y, por turno, descargaron tres azotes cada uno en la espalda desnuda del hombre. El soldado trató de no gritar, pero al sexto latigazo, con la sangre resbalando espalda abajo, soltó un alarido estrangulado.

Los sargentos, cumplido su cometido, recogieron los látigos y regresaron a su anterior posición, detrás de la formación. El soldado apretó los dientes para contener el dolor cuando el sudor salado resbaló sobre la carne desollada. Bajo la atenta mirada de Ariakas y moviéndose lo más deprisa posible, volvió a ponerse el farseto, que no tardó en mancharse de sangre, y a continuación la armadura.

El jefe de compañía asintió de nuevo y el soldado se apresuró a ocupar su lugar en la fila y adoptó la misma postura de sus compañeros, que seguían en la posición de arremetida frontal. La tensión a la que estaban sometidos sus músculos por la postura forzada hacía que los brazos y las piernas le temblaran.

—Preparados para recuperar —ordenó Ariakas—. ¡Retroceso!

Todos los hombres tiraron hacia atrás de su espada como si la sacaran del abdomen de un enemigo invisible, y volvieron a adoptar la posición de en guardia, esperando con tensión la siguiente orden.

—Mejor —manifestó, impávido, Ariakas—. Preparados para arremeter. ¡Embestida! Preparados para recuperar. ¡Retroceso!

La instrucción continuó casi una hora más. Ariakas hizo un alto en otras dos ocasiones para ordenar azotar a soldados. A esos los escogió de las filas posteriores, evidenciando que estaba muy atento a todos y no sólo a los de la primera fila. Al cabo de una hora Ariakas parecía casi satisfecho. Los soldados se movían como un solo hombre, todos los pies colocados correctamente, todos los escudos alzados en la posición adecuada, todas las espadas cernidas exactamente donde debían estar.

—Preparados para arremeter —empezó Ariakas, pero enmudeció y las palabras quedaron suspendidas en el bochornoso aire.

Uno de los soldados no había obedecido la orden. Se adelantó, saliendo de la primera fila de la formación, y tiró su espada al suelo. Se quitó el yelmo de un tirón y también lo tiró frente a él.

—No firmé para aguantar esta mierda —dijo en voz lo bastante alta para que lo oyeran todos—. ¡Me largo!

Ninguno de los soldados pronunció palabra. Tras una rápida ojeada a su compañero, miraron a otro lado, temerosos de ser tomados por cómplices. Los rostros, pétreos, mantuvieron la vista fija al frente.

Ariakas asintió fríamente.

—Primera línea, cuarta compañía —dijo, dirigiéndose a los compañeros del soldado rebelde—. Matad a ese hombre.

El soldado condenado se volvió hacia sus amigos y alzó las manos.

—¡Chicos, soy yo! ¡Oh, vamos!

Los soldados lo miraron impasibles. El hombre se volvió para echar a correr, pero tropezó con su yelmo y cayó al suelo. Sesenta y un soldados se movieron como uno solo. Tres de ellos, los que estaban más cerca del hombre condenado, repitieron lo que habían estado practicando.

Preparados para arremeter. Embestida.

El hombre profirió un agudo chillido cuando tres espadas atravesaron su cuerpo.

Preparados para recuperar. Retroceso.

Los soldados tiraron de sus armas sacándolas del ensangrentado cuerpo y volvieron a la posición de en guardia. Los gritos del hombre cesaron bruscamente.

—Muy bien —dijo lord Ariakas—. Es la primera vez que he visto un comportamiento disciplinado en el regimiento. Jefes de compañía, que vuestros hombres rompan filas. Veinte minutos de descanso. Y aseguraos de que se les da agua.

En ese momento el general Ariakas fue consciente de que tenía audiencia: una joven estaba a un extremo del campo de entrenamiento, observando, puesta en jarras, la cabeza ligeramente ladeada y con una sonrisa ambigua en los labios. Ariakas se despojó del yelmo, se limpió el sudor de la cara, y echó a andar hacia su tienda de mando, un pabellón en el que ondeaba su bandera, un águila negra con las alas extendidas. Los jefes de compañía se movieron presurosos y ordenaron a sus hombres romper filas. Los soldados, sedientos, se dirigieron hacia los abrevaderos de caballos que había en un extremo del campo de entrenamiento. Haciendo cuenco con las manos, se llevaron a la boca el agua caliente y con sabor a azufre, bebiéndola con ansia, tras lo cual se mojaron el cuerpo. Luego se dejaron caer al suelo, exhaustos, y observaron a los sargentos llevarse arrastrando el cadáver hacia otra zona del campamento. Esa noche los perros del campamento comerían bien.

Ya dentro de su tienda de mando, Ariakas se quitó la capa y la tiró en un rincón. Un asistente lo ayudó a despojarse del pesado peto de bronce.

—¡Maldición, qué calor se pasa ahí fuera! —gruñó el general mientras hacía movimientos para aflojar la tensión de los músculos de la espalda.

Un esclavo entró trayendo una calabaza con agua. Ariakas se la bebió y mandó al esclavo que trajera más; se bebió parte de esa y se echó por la cabeza lo que quedaba. Luego se reclinó en el catre y ordenó al esclavo que le quitara las botas.

Los cuatro jefes de compañía llegaron ante la tienda y llamaron en el poste de la entrada.

—Adelante. —Ariakas continuó tendido en el catre, relajado.

Los oficiales se quitaron los yelmos, saludaron y esperaron en posición de firmes. Estaban tensos, recelosos.

Kholos, jefe de la cuarta compañía, fue quien habló:

—Lord Ariakas, os pido disculpas por el acto de insubordinación…

Ariakas lo interrumpió agitando una mano.

—No, no te preocupes por eso. Estamos tratando de transformar una pandilla de bufones y rufianes en una fuerza de combate relativamente decente. Eran de esperar algunos contratiempos. A decir verdad, he de felicitarte, jefe de compañía. Tus hombres se comportan muy bien, todos están aprendiendo mejor de lo que esperaba. Que no se enteren de lo que he dicho, sin embargo. Que crean que estoy disgustado con ellos. Dentro de quince minutos, regresad y reanudad la instrucción de la compañía. El mismo ejercicio: arremetida y recuperación. Una vez que dominen eso perfectamente, podrán aprender cualquier cosa.

—Señor —dijo el jefe de la segunda compañía—, ¿hemos de ordenar a los sargentos que azoten a los hombres si es necesario?

—No, Beren, la flagelación es mi arma. Quiero que me teman. El respeto va de la mano con el miedo. —Esbozó una mueca—. Contentaos con ser odiados, caballeros. Conformaos con miradas severas y unas cuantas palabras bien escogidas. Si alguno de los hombres desobedece, enviádmelo, y yo me encargaré de él.

—Sí, señor. ¿Alguna otra orden, señor?

—Sí. Seguid con la instrucción al menos otra hora y media, después parad para la cena y que los hombres se retiren a descansar. Cuando sea noche cerrada y los hombres estén profundamente dormidos, despertadlos y sacadlos de los catres. Haced que trasladen las tiendas de la zona norte del campamento a la zona sur. Tienen que aprender a despertarse rápidamente cuando se dé la alarma, y a trabajar en la oscuridad y mantenerse organizados para que así puedan levantar el campamento a cualquier hora y con cualquier clase de tiempo.

Los cuatro oficiales se volvieron para marcharse.

—Una cosa más —les dijo Ariakas—. Kholos, te pondrás al mando de este regimiento dentro de dos semanas. Para entonces yo empezaré a instruir a un nuevo regimiento de reclutas. Beren, tú te quedarás conmigo como mi jefe superior de compañía. Y vosotros dos iréis con Kholos. Nombraré nuevos oficiales para cubrir el resto de los puestos. ¿Está claro?

Los cuatro saludaron y regresaron junto a sus compañías. Kholos parecía particularmente complacido. Además de ser un buen ascenso, su promoción demostraba que, a pesar del infortunado incidente, Ariakas todavía confiaba en él.

Ariakas cambió de postura en el catre y gimió… deseando que se aflojara la tensión de los músculos de su espalda. Recordó los días de su juventud, cuando hacía marchas de quince kilómetros cargado con los catorce kilos de la cota de malla y el peto de acero y todavía le sobraba energía para disfrutar con la batalla, y deleitarse en el estimulante amor por la vida que se experimenta cuando se está a punto de perderla, y oír de nuevo el ensordecedor choque cuando las primeras líneas se encuentran, y recordar la feroz brega que determina quién ha de vivir y quién ha de morir…

—Señor. ¿Estáis despierto, señor? —Su asistente estaba junto al poste de la entrada.

—¿Acaso soy un viejo para regalarme con una pequeña siesta a media tarde? —Ariakas se incorporó rápidamente y asestó una mirada desabrida al asistente—. Bien, ¿qué pasa?

—El capitán Balif está aquí, señor, como se le ordenó. Y ha traído una visita.

—¡Ah, sí! —Ariakas recordó a la bonita joven que estaba en un extremo del campo de entrenamiento. ¡Por los dioses, sí que tenía que estar viejo para haberse olvidado de ella! Sólo llevaba encima las botas y las faldillas hechas con tiras de cuero que se ponía debajo de la cota de malla, pero si lo que le habían contado sobre esa mujer era verdad, no le molestaría ver a un hombre medio desnudo—. Hazlos pasar.

Ella fue la primera en entrar, seguida de Balif, que saludó y se puso firme. La mujer captó todo el entorno en una sola ojeada y después su mirada se quedó prendida en la de Ariakas. No era una doncella tímida con los párpados entornados modestamente, desde luego. Y tampoco era una moza descarada, cuyos parpadeos ocultaran el duro brillo de la codicia. La mirada de esta mujer era directa, penetrante y audaz. Ariakas, que, ni que decir tiene, había esperado ser él quien hiciera el escrutinio, se encontró con que era él quien estaba siendo examinado. La mujer lo estaba sopesando, evaluando, y si no le gustaba lo que veía, se marcharía.

En cualquier otro momento, Ariakas podría haberse sentido ofendido, incluso insultado, pero estaba contento por el modo en que las tropas habían actuado hoy, y esta mujer, con su cabello rizoso, su bien torneada figura y sus oscuros ojos, lo intrigaba poderosamente.

—Señor —dijo Balif—, os presento a Kitiara Uth Matar.

Solámnica. Así que de ahí le venía ese orgullo, ese aire desafiante, como si retara al mundo a interponerse en su camino. Alguien le había enseñado cómo llevar una espada, con soltura, como si formara parte de su cuerpo; y un cuerpo muy hermoso, dicho fuera de paso. Empero, había algo artificioso en la tal Kitiara. Aquella sonrisa ambigua no era herencia de un puritano Caballero de Solamnia.

—Kitiara Uth Matar, bienvenida a Sanction —dijo Ariakas, plantando sus fuertes manos en el cinturón de las faldillas de cuero. Sus ojos se entrecerraron—. Creo que nos hemos visto antes.

—No tengo ese honor, señor —contestó Kitiara. La sonrisa ambigua se ensanchó, y en los oscuros ojos asomó un destello ardiente—. Estoy segura de que lo recordaría.

—La habéis visto, señor —intervino Balif, cuya presencia casi había olvidado Ariakas—, pero no os conocisteis. Fue en Neraka, el año pasado, cuando estuvisteis allí para supervisar la construcción del gran templo.

—¡Ah, sí, ahora me acuerdo! —Se volvió hacia Kit—. Habías estado explorando Qualinesti, según recuerdo. Al comandante Kholos le complació mucho tu informe. Te alegrará saber que nos proponemos hacer buen uso de esa información contra los sectarios elfos.

La sonrisa ambigua se crispó un instante y después se endureció. El fuego de los ojos centelleó de nuevo, pero fue rápidamente ahogado. Ariakas se preguntó contra qué pedernal había golpeado su acero para hacer saltar esa chispa.

—Me complace haberos sido de utilidad, señor —fue todo cuanto dijo la mujer; sin embargo, su tono sonó frío, respetuoso.

—Sentaos los dos, por favor. ¡Andros! —Ariakas dio unas palmadas y acudió un esclavo, un chico de unos dieciséis años, capturado durante una incursión a alguna infortunada ciudad y que llevaba las marcas de una vida dura llena de abusos en su rostro magullado—. Trae vino y carne para nuestros invitados. Supongo que compartiréis mi cena, ¿verdad?

—Será un placer, señor —dijo Kitiara.

Otro esclavo fue enviado a traer más sillas plegables de campaña. Ariakas tiró al suelo un mapa de Abanasinia que había sobre una mesa y los tres tomaron asiento.

—Perdonad la tosquedad del refrigerio. —Ariakas se dirigió a sus dos invitados, aunque sus ojos estaban prendidos sólo en uno de ellos—. Cuando vengáis a visitarme a mi cuartel general, os agasajaré con la mejor cocina de Ansalon. Una de mis esclavas es una cocinera excelente. Eso es lo que le salvó la vida, de modo que se esmera al máximo en su trabajo.

—Estoy deseando que llegue ese día, señor —dijo Kitiara.

—¡Comed, comed! —animó Ariakas, señalando con un gesto de la mano la pata de venado recién asada que los esclavos habían traído en una siseante bandeja de barro. El general sacó el cuchillo que llevaba al cinto y cortó una tajada de carne—. No os andéis con ceremonias. ¡Por Su Oscura Majestad, estoy hambriento! Hemos tenido un día movido de trabajo ahí fuera.

Observó a la guerrera para ver qué decía. Kitiara, que asía su propio cuchillo, cortó otra tajada de carne para ella.

—Imponéis una férrea disciplina, señor —comentó, y atacó el trozo de carne con el entusiasmo de un veterano de campaña que no sabe con certeza cuándo o dónde tomará su próxima comida—. Y, a juzgar por lo que he visto, tenéis tropas de sobra. O es eso o es que planeáis reunir otro ejército de soldados muertos.

—Los que se enrolan en mi ejército reciben buena paga —replicó Ariakas—. Y puntualmente. A diferencia de otros generales, yo no licencio a la mitad de mis tropas en otoño para que puedan ir a casa y recojan sus cosechas. A mis soldados no se les exige vivir fuera de las ciudades que capturan y saquean. Esa es una bonificación. Una paga regular da orgullo a un hombre; es una recompensa por un trabajo bien hecho. Pero aun así —encogió los inmensos hombros—, siempre hay descontentos, como en cualquier ejército. Es mejor librarse de ellos al momento. Si empiezo a mimarlos, a consentirles todos los caprichos, los demás aflojarán el ritmo. Me perderán el respeto, a mí y a mis oficiales, y a continuación perderán el respeto por sí mismos. Y cuando un ejército pierde el respeto, está acabado.

Kitiara había dejado de comer para escucharlo y hacerle el cumplido de prestarle toda su atención. Cuando el general hubo terminado, le hizo un mayor cumplido al meditar sus palabras; después asintió con un breve y seco cabeceo, mostrando su conformidad.

—Cuéntame cosas sobre ti, Kitiara Uth Matar —dijo Ariakas mientras hacía una seña al esclavo para que llenara de nuevo las copas. Advirtió que la mujer bebía de la suya saboreándola, disfrutando el vino, pero que también sabía dejar la copa a un lado. Al contrario que Balif, que había vaciado la primera, había acabado de un trago con la segunda y ya empezaba con la tercera.

—No hay mucho que contar, señor —dijo la guerrera—. Nací y me crie en Solace, una pequeña ciudad de Abanasinia. Mi padre era Gregor Uth Matar, un solámnico de noble cuna, un Caballero de Solamnia. Fue uno de los mejores guerreros —agregó, manifestándolo como un hecho, no alardeando—. Pero no aguantaba las absurdas e insignificantes reglas de la Orden, el modo en que intentaban dirigir la vida de un hombre. Así que decidió vender su espada y sus aptitudes allí donde él quisiera. Me llevó a presenciar mi primera batalla cuando tenía cinco años, y me enseñó a utilizar la espada, me enseñó a luchar. Se marchó de casa cuando era una chiquilla y no lo he vuelto a ver desde entonces.

—¿Y tú? —inquirió Ariakas.

—Soy digna hija de mi padre, señor —respondió Kit, alzando la barbilla.

—¿Con eso quieres decir que no te gustan las reglas? —Ariakas frunció el ceño—. ¿No te gusta obedecer órdenes?

La mujer hizo una pausa, meditando bien sus palabras, lo bastante perspicaz para comprender que su futuro dependía de ellas, pero con la firmeza, el orgullo y la seguridad en sí misma suficientes como para decir la verdad.

—Si encontrara un general al que admirara, un jefe en quien pudiera poner mi confianza y mi respeto, un hombre que poseyera sentido común e inteligencia, obedecería las órdenes dadas por una persona así. Y… —Vaciló.

—¿Y? —repitió Ariakas, instándola a continuar con una sonrisa.

La mujer entrecerró los párpados y sus ojos centellearon bajo las espesas pestañas.

—Y, por supuesto, un superior así tendría que conseguir que me mereciera la pena tal obediencia.

Ariakas se echó hacia atrás en la silla y estalló en carcajadas. Rio tanto y con tantas ganas, golpeando con su copa en la mesa, que uno de sus asistentes, desafiando todos los convencionalismos, se asomó para ver qué había hecho tanta gracia a su señoría. Ariakas no era célebre por su buen humor, precisamente.

—Creo que puedo prometerte un general que satisfará todas tus exigencias, Kitiara Uth Matar. Necesito varios oficiales más y creo que tú encajas en el puesto. Tendrás que demostrar tu valía, desde luego. Demostrar tu valor, tu destreza y tus recursos.

—Estoy dispuesta a ello, señor —manifestó fríamente Kitiara—. Encargadme la tarea que queráis.

—Capitán Balif, me has hecho un buen servicio —dijo lord Ariakas—. Me ocuparé de que se te recompense por ello. —El general garabateó algo en un trozo de papel y llamó a voces a su asistente, que entró en la tienda con prontitud—. Acompaña al capitán Balif a la contaduría y entrega esto a los pagadores. —Le tendió la nota—. Ven a verme mañana, capitán. Tengo otra misión para ti.

Balif se incorporó con movimientos un tanto inestables. Aceptó la orden implícita de que se marchara con buen talante, ya que había visto la cifra escrita en el vale. Sabía perfectamente que había perdido a Kitiara, que la mujer había ascendido a un nivel superior, uno al que él no podía seguirla. También la conocía lo suficiente para deducir que no era probable que hiciera nada en su favor en el futuro. Ya había tenido su recompensa. Posó la mano en el hombro de la mujer cuando pasó junto a ella; Kitiara se la quitó de encima con un movimiento brusco y de ese modo se separaron sus caminos.

Habiéndose librado de su asistente y del capitán Balif, Ariakas cerró la solapa de entrada de la tienda. Se acercó a Kitiara, parándose a su espalda, agarró un puñado de oscuros y crespos rizos, tiró de su cabeza hacia atrás, y la besó en los labios con fuerza, rudamente.

Su pasión había retornado, y con una intensidad que lo sorprendió. Ella devolvió el beso fieramente, e hincó las uñas en los brazos desnudos del hombre. Y entonces, cuando Ariakas ansiaba más, Kitiara se apartó de él.

—¿Es así como he de demostrar mi valía, señor? —preguntó—. ¿En vuestro lecho?

—¡No, maldita sea! Claro que no —contestó con voz enronquecida. La agarró por la cintura y la atrajo hacia sí—. Pero eso no quita que podamos pasar un rato agradable!

Ella se inclinó hacia atrás, retirándose, arqueando la espalda y poniendo las manos en el torso masculino. No estaba actuando con remilgo ni se le estaba resistiendo. De hecho, a juzgar por el brillo de sus ojos y el modo en que su respiración se había acelerado, estaba luchando contra sus propios deseos.

—¡Pensadlo, señor! Decís que queréis nombrarme oficial,

—Así es. ¡Lo haré!

—Entonces, si ahora me metéis en vuestra cama, se comentará entre los soldados que habéis ascendido a oficial a vuestra amante, como una diversión.

Ariakas la observó en silencio. Nunca había conocido a una mujer así; una mujer capaz no sólo de igualarlo, sino de superarlo en su propio terreno. Con todo, no la soltó. También era la primera vez que conocía a una mujer que le resultara tan tentadora.

—Dejadme que os demuestre mi valía, señor —continuó Kitiara, que, en lugar de retirarse, se aproximó más a él, lo suficiente para que sintiera la calidez de su cuerpo, su estremecida tensión—. Permitid que primero gane renombre en vuestro ejército por mis propios méritos, que vuestros soldados se hagan lenguas de mi arrojo en la batalla. Entonces dirán que lord Ariakas lleva a una guerrera a su cama, no a una puta.

Ariakas pasó la mano por el rizoso cabello de la mujer, enredando en él los dedos. Luego los cerró y tiró con fuerza, dolorosamente. Advirtió el brillo de las lágrimas involuntarias en los ojos femeninos.

—Jamás una mujer me ha rechazado y ha vivido para contarlo —dijo.

La contempló largamente, esperando poder vislumbrar un atisbo de miedo en aquellos oscuros ojos. De haberlo visto, le habría roto el cuello sin vacilar.

Kitiara le sostuvo la mirada tranquila, fijamente, en tanto que la sonrisa ambigua se insinuaba en sus labios.

Ariakas se echó a reír, aunque la risa sonaba un tanto pesarosa, y la soltó.

—De acuerdo, Kitiara Uth Matar. Lo que dices tiene sentido. Te daré la oportunidad de probar tu valía. Necesito un mensajero.

—Imagino que tenéis emisarios de sobra —comentó Kitiara, contrariada—. Yo busco la gloria en la batalla.

—Digamos que «tenía» emisarios de sobra —repuso Ariakas con una sonrisa desagradable. Sirvió dos copas de vino con las que quitar hierro al deseo insatisfecho de ambos—. Su número está menguando. Ya he enviado a cuatro con esta misión y ni uno solo ha regresado.

—Eso suena más prometedor, señor. —Kitiara había recuperado el buen humor—. ¿Cuál es el mensaje y a quién hay que entregarlo?

Las espesas y oscuras cejas de Ariakas se fruncieron, dando al hombre una expresión severa y sombría. Sus dedos apretaron con fuerza la copa de vino.

—El mensaje es este: dirás que yo, Ariakas, general de los ejércitos de Su Oscura Majestad, le ordeno, en nombre de Su Oscura Majestad, que se presente ante mí en Sanction. Le dirás que lo necesito, que Su Oscura Majestad lo necesita. Le dirás que si me desobedece, que si desobedece a su reina, será bajo su propia responsabilidad.

—Llevaré vuestro mensaje, señor —prometió Kitiara. Enarcó una ceja—. Aunque cabe la posibilidad de que ese hombre necesite cierta persuasión. ¿Tengo vuestro permiso para hacer lo que sea preciso para forzar su conformidad?

—Tienes mi permiso para intentar obligarlo a que me obedezca, Kitiara Uth Matar. —Ariakas sonrió maliciosamente—. Aunque quizá te encuentres con que no es una tarea sencilla.

—Nunca he conocido un hombre que me diga «no», señor, y haya vivido para contarlo —repuso la mujer, sacudiendo la cabeza—. ¿Cómo se llama? ¿Dónde lo encontraré?

—Vive en una caverna en las montañas aledañas a Neraka. Se llama Immolatus.

—Immolatus —repitió Kit con el entrecejo fruncido—. Qué nombre tan extraño para un hombre.

—Para un hombre sí —convino Ariakas mientras servía otras dos copas de vino. Tenía la sensación de que la mujer iba a necesitarla—. Pero no para un dragón.