Era primavera en Sanction. O, más bien, lo era en el resto de Ansalon, varios meses después de aquel día de principios de otoño en que los Compañeros se habían reunido en la posada El Ultimo Hogar para despedirse y prometer que volverían a encontrarse allí al cabo de cinco años. La primavera no llegaba a Sanction, no traía el reverdecer de los árboles, ni el florecimiento de narcisos amarillos en contraste con la nieve medio fundida, ni dulces brisas, ni el alegre canto de los pájaros.
Los árboles habían sido talados para alimentar las forjas de la ciudad, los narcisos habían muerto por los humos tóxicos de los volcanes activos, conocidos como los Señores de la Muerte, y si alguna vez había habido pájaros, hacía mucho que habían sido cazados, desplumados y comidos.
La primavera en Sanction era conocida como la Estación de Campañas, y se le daba la bienvenida por el hecho de que los caminos estaban abiertos y se podía marchar por ellos. Las tropas al mando del general Ariakas habían pasado el invierno en Sanction, acurrucadas en las tiendas, medio congeladas, luchando entre sí por las piltrafas que les echaban sus oficiales, quienes querían un ejército delgado y hambriento. Para los soldados, la primavera significaba la oportunidad de hacer incursiones, saquear y matar, robar comida suficiente para llenarse los encogidos estómagos y capturar bastantes esclavas para que hicieran los trabajos domésticos y calentaran sus catres.
Los guerreros eran el grueso de la población de Sanction y, de nuevo animados, deambulaban por las calles y acosaban a los civiles, que se tomaban la revancha pidiendo precios desorbitados por sus mercancías, mientras que los posaderos maltratados servían vino matarratas, cerveza aguada y aguardiente enano hecho con hongos no comestibles.
—¡Qué sitio tan horrible! —le comentó Kitiara a su compañero, mientras los dos caminaban por las abarrotados y sucias calles—. Pero parece que te envuelve, que se te adhiere a la piel como si formara parte de ti.
—Sí, como al verdín de un agua estancada —respondió Balif, soltando una risa.
Kitiara esbozó una mueca. Había estado en lugares más bonitos, desde luego, pero lo que había dicho era cierto: le gustaba Sanction. Dura, ordinaria, tosca, la ciudad también era excitante, bulliciosa y entretenida. Toda esa agitación atraía a Kitiara, que había estado fuera de circulación durante los últimos meses, obligada a guardar cama, sin hacer nada salvo escuchar rumores sobre grandes acontecimientos que estaban cobrando forma, y rabiar y tirarse de los pelos y maldecir su mala suerte por no poder tomar parte en ellos. Pero ya se había quitado de encima el pequeño engorro que la había dejado incapacitada temporalmente y, libre de compromisos, podía dedicarse de lleno a sus ambiciones.
Antes incluso de que Kit abandonara el lecho del parto, había enviado un mensaje a una taberna de mala fama llamada El Abrevadero, en Solace. El mensaje iba dirigido a un hombre llamado Balif, que pasaba por la ciudad muy a menudo y que hacía meses que esperaba noticias de Kit. Su misiva era breve:
¿Cómo puedo conocer a ese general tuyo?
La respuesta fue igualmente corta y precisa:
Ven a Sanction.
Cuando estuvo en condiciones de viajar, Kitiara se puso en camino.
—¿Qué es ese espantoso olor? —preguntó la guerrera mientras arrugaba la nariz—. ¡Apesta a huevos podridos!
—Son los fosos de azufre. Uno se acaba acostumbrando —respondió Balif, encogiéndose de hombros—. Al cabo de un día o dos no lo notarás. Lo mejor de Sanction es que no viene nadie que no sea parte de ella. O, si lo hace, no se queda mucho. Sanction es segura, y secreta. Ese es el motivo de que el general la escogiera.
—Su nombre significa «sanción» ¿verdad? Muy apropiado, desde luego, ¡porque es todo un castigo vivir aquí!
Kit estaba encantada con su pequeño chiste, y Balif rio sumisamente y miró a la mujer con admiración mientras caminaban por las estrechas calles. Estaba más delgada que cuando la había visto por última vez, hacía más de un año, pero sus oscuros ojos seguían igual de brillantes, sus labios tan turgentes como siempre y su cuerpo cimbreño se movía con grácil agilidad. Vestía sus ropas de viaje, ya que acababa de llegar a Sanction: un coselete de buen cuero sobre la túnica de color marrón que le llegaba hasta la mitad de los muslos, dejando a la vista las bien torneadas piernas, enfundadas en calzas verdes, y botas de piel altas, hasta las rodillas.
Kitiara advirtió el escrutinio de Balif, comprendió su significado y, sacudiendo los cortos y oscuros rizos, le devolvió una mirada de velada promesa. Estaba deseosa de divertirse, pasarlo bien, y Balif era apuesto a su modo, los rasgos fríos y angulosos. Y, tanto o más importante, era un oficial de alto rango del nuevo ejército creado por el general Ariakas; gozaba de la confianza del dirigente, para quien trabajaba como espía y asesino. Balif tenía libre acceso para ver a Ariakas, un honor que Kit no podía esperar alcanzar por sí sola; no sin perder un tiempo muy valioso, además de requerir unos recursos de los que no disponía. Estaba completamente arruinada.
Se había visto obligada a empeñar su espada para conseguir dinero suficiente para viajar a Sanction y la mayoría de ese dinero se había ido en el pasaje del barco a través del Nuevo Mar. Estaba sin un céntimo y se había estado preguntando dónde pasaría la noche. Ahora ese problema ya estaba resuelto; su sonrisa, aquella mueca ambigua que ella sabía hacer tan atractiva, se ensanchó.
Balif obtuvo su respuesta. El hombre se lamió los labios y se acercó un poco más y la cogió del brazo para apartarla del camino de un goblin borracho que avanzaba dando tumbos por la calle.
—Te llevaré a la posada en la que me hospedo —dijo Balif al tiempo que sus dedos se cerraban con más fuerza y su respiración se tornaba más acelerada—. Es la mejor de Sanction, aunque he de admitir que eso no significa gran cosa. Aun así, podremos estar so…
—¡Eh, Balif! —Un hombre vestido con armadura de cuero negro se paró delante de ellos, cerrándoles el paso junto con otros dos compañeros. El hombre dirigió a Kitiara una mirada lasciva—. Vaya, ¿qué tenemos aquí? Una guapa moza. Espero que la compartas con los amigos, ¿no? —Alargó la mano para agarrar a Kitiara—. Ven aquí, preciosidad, danos un besito. A Balif no le importará. No será la primera vez que nos metamos tres en la misma cama… ¡ag!
El tipo se dobló por la cintura, sujetándose el bajo vientre; el anterior ardor se había apagado con el punterazo que Kitiara le había asestado. Un seco golpe en la nuca con el canto de la mano le tumbó de bruces sobre el irregular empedrado de la calle, donde quedó despatarrado, inmóvil. Kit se frotó la mano herida —el muy bastardo llevaba puesto un collarín de cuero remachado con pinchos— y sacó el cuchillo que llevaba en una de las botas.
—Vamos, adelante —azuzó a los dos amigos del hombre, quienes habían estado a punto de respaldarlo pero que ahora, obviamente, se estaban replanteando su decisión—. Vamos. ¿Quién más quiere meterse conmigo y alguien más en una cama?
Balif, que había visto actuar a Kit en otras ocasiones, no cometió el error de intervenir. Se apoyó en una inestable pared, cruzado de brazos, y observó la escena divertido.
Kitiara se balanceaba ligeramente sobre las punteras de los pies, sosteniendo el cuchillo con la fácil destreza de la práctica. A los dos hombres que tenía delante les gustaban las mujeres que se encogían de miedo ante ellos, pero en aquellos oscuros ojos que observaban todos sus movimientos no había el menor rastro de temor y sí un brillo de ansiedad anticipando la pelea. Kit se adelantó velozmente, arremetiendo con el cuchillo, blandiendo el arma con tal rapidez que la hoja semejaba un borrón destellante con los escasos y mortecinos rayos de sol que lograban traspasar el aire cargado de humo. Uno de los hombres contempló boquiabierto, con gesto estúpido, la línea rojiza de una cuchillada en su brazo.
—Antes me acostaría con un escorpión —bramó al tiempo que apretaba el corte con la mano para intentar contener la hemorragia. Luego de asestar una mirada venenosa a Kit, se alejó acompañado por el otro hombre.
Dejaron tirado en la calle a su tercer compañero, cuya forma inconsciente quedó rodeada al instante por goblins, que lo despojaron de todo cuanto llevaba encima de valor. Kit guardó de nuevo el cuchillo en la bota y se volvió hacia Balif, al que miró con aprobación.
—Gracias por no «ayudarme».
—Es una delicia verte luchar, Kit —contestó él al tiempo que aplaudía—. No me lo habría perdido ni por una bolsa de acero.
Kitiara se llevó la mano herida a la boca.
—¿Dónde está esa posada tuya? —preguntó, lamiendo lentamente la sangre del corte, sin apartar los ojos de Balif.
—Aquí cerca —contestó él con voz ronca.
—Estupendo. Vas a invitarme a cenar. —Kit enlazó el brazo del hombre y se apretó contra él—. Y después vas a contarme todo sobre el general Ariakas.
—¿Dónde has estado durante todo este tiempo? —preguntó Balif. Saciado su deseo, yacía junto a ella y seguía con las puntas de los dedos el trazado de las cicatrices de batalla en su torso desnudo—. Esperaba recibir noticias tuyas el verano pasado o, como mucho, en otoño. Pero nada, ni una palabra.
—Tenía varias cosas que hacer —contestó lánguidamente Kit—. Cosas importantes.
—Dicen que fuiste al norte de Solamnia, en compañía de un joven caballero, un tal Brightsword o algo parecido.
—Brightblade, sí. —Kitiara se encogió de hombros—. Emprendimos viaje con una misión similar, pero no tardamos en separarnos. No soportaba sus rezos y vigilias, y su mojigatería y toda esa cháchara moralista.
—Puede que iniciara ese viaje siendo un muchacho, pero apuesto que era un hombre para cuando acabaste con él —comentó Balif, haciendo un guiño lascivo—: Bien, ¿dónde fuiste después?
—Viajé por Solamnia durante un tiempo, buscando a la familia de mi padre. Eran aristócratas rurales, o eso era lo que siempre decía él. Imaginé que se alegrarían de ver a su nieta y sobrina largo tiempo perdida. Tanto que estarían encantados de desprenderse de unas cuantas joyas familiares y un arcón con monedas de acero. Pero no conseguí encontrarlos.
—Tú no necesitas el mohoso dinero de un antiguo linaje de sangre azul, Kit. Tienes cerebro y tienes talento. El general Ariakas busca gente con ambas cualidades. ¿Quién sabe? A lo mejor algún día gobiernas Ansalon. —Acarició la cicatriz que tenía en el seno derecho—. De modo que finalmente dejaste a ese amante semielfo con el que estabas tan entusiasmada.
—Sí, lo dejé —musitó Kitiara. Se cubrió con la sábana y se dio media vuelta—. Tengo sueño —dijo con voz fría—. Apaga la vela.
Balif se encogió de hombros y sopló la llamita. Poseía su cuerpo y no le importaba lo que hiciera con su corazón. No tardó en quedarse dormido. Kitiara siguió tumbada de espaldas al hombre, mirando la oscuridad. En ese momento odiaba a Balif; lo odiaba por haberle recordado a Tanis. Se había esforzado mucho para apartar de su pensamiento al semielfo, y casi lo había conseguido. Ya no lo echaba de menos por las noches. La relación con otros hombres paliaba su deseo por él, aunque todavía seguía viendo su rostro cada vez que hacía el amor con otro.
Seducir al joven Brightblade había sido producto de la frustración y la rabia contra Tanis por abandonarla; quiso vengarse de él haciendo que su amigo fuera su amante. Y cuando se rio del muchacho, cuando lo ridiculizó y lo zahirió, en su mente era a Tanis a quien atormentaba. Pero, al final, había sido ella la castigada.
Su escarceo con Brightblade la había dejado embarazada, y demasiado enferma y débil para abortar un hijo que no quería. El parto fue difícil y había estado a las puertas de la muerte. En su dolor, en su delirio, había soñado sólo con Tanis, en arrastrarse ante él y suplicar su perdón; soñó con acceder a ser su esposa y encontrar la paz y la felicidad en sus brazos. ¡Si hubiese acudido a su lado entonces! ¡Cuántas veces había estado a punto de enviarle un mensaje!
A punto. Y entonces se recordaba a sí misma que él la había rechazado, que había rehusado su propuesta de viajar juntos al norte para reunirse con «ciertas personas que sabían lo que querían de la vida y no tenían miedo de tomarlo». Resumiendo, él le había dado la patada. Jamás lo perdonaría.
Su amor por Tanis era intenso cuando se sentía débil y deprimida. La ira renacía junto con sus fuerzas. La ira y la determinación. Así se condenara si volvía arrastrándose ante él. Que se quedara con sus parientes de orejas puntiagudas. Que le hicieran desaires y se burlaran de él a su espalda. Que jugara a hacer el amor con cualquier putilla elfa. Había mencionado a una chica de Qualinesti. Kit no recordaba su nombre, pero la elfa podía quedarse con él.
Kitiara yacía despierta en la oscuridad, de espaldas a Balif, tan separada del hombre como le era posible sin caerse de la cama, y maldijo amarga y vehementemente a Tanis el Semielfo hasta quedarse dormida. Pero, por la mañana, cuando sólo estaba medio despierta, en el aturdimiento del sueño fue el hombro de Tanis el que acarició.