El problema de la muerte

Para terminar, les advertiré a ustedes dos problemas que ahora van empezando a surgir. No son dos problemas nuevos; son dos viejísimos problemas, pero que ahora, sobre esa infinita, profunda y variada multiplicidad que hay en la vida, adelantan su rostro unas veces ceñudo, otras veces risueño. Son dos viejos problemas: el uno es el problema de la muerte, el otro el problema de Dios. Ya los habrán seguramente atisbado ustedes por sí mismos. Desde que empezamos a hablar de la vida, como objeto metafísico, en el fondo de nosotros, seguramente de todos ustedes, habrá sonado un cascabelito: pero ¿y la muerte? Este es el gran problema de la metafísica existencial. ¿Cómo vamos a resolver el problema de la muerte? Yo no puedo, ni mucho menos, darles a ustedes una solución a ese problema de la muerte. Sólo podría quizá indicar alguna vaga consideración acerca del lugar topográfico, por donde habría que ir a buscar la solución de ese problema; y es la consideración siguiente: (ya la terminología que yo uso les empieza quizá a ser bastante familiar para entenderla bien) y es que la muerte «está en» la vida; es algo que le acontece a la vida. Por consiguiente la muerte y la vida no constituyen dos términos homogéneos, en un mismo plano ontológico, sino que la vida está en el plano ontológico más profundo, el absoluto, el plano del ente auténtico y absoluto, mientras que la muerte que es algo que acontece a la vida, «en» la vida, está en el plano derivado de los entes particulares, de las cosas reales, de los objetos ideales y de los valores. Quizá por este lado, por este camino, reflexionando sobre esto, pudieran encontrarse algunas consideraciones ontológicas interesantes sobre el problema de la muerte.