En el fondo de la existencia, de la vida, encontramos pues, como raíz de ella, la nada, la sensación, el sentimiento de la nada. Y he aquí la última y suprema contradicción, que hay en ese objeto que es la vida o la existencia total: la contradicción de que en ella coexisten el ser y el no ser; la existencia y la nada. Y no coexisten, como pudieran ustedes figurarse, en el sentido negativo de que la nada consista en el aniquilamiento del ser, no. En la angustia la nada se nos aparece no como resultado de una operación que el ser hace aniquilándose a sí mismo; sino por el contrario, la nada se nos aparece como algo primario, que no se deriva de un acto de privación de ser. La nada es en la angustia algo primordial, tan primordial como el ser mismo. En la nada, en la angustia por la nada, tenemos un elemento estructural óntico de la existencia misma, porque no siendo la nada un derivado por negación del ser, sino algo absolutamente primario, lo que sucede es justo exactamente lo contrario: que el ser se deriva de la nada. El ser es lo que se deriva de la nada por negación. La nada es el origen del no y de la negación; y el no y la negación, aplicados por la vida a la nada, traen consigo el ser. Para expresarse en términos concretos y quizá más accesibles: si el hombre cuando vive y para vivir tiene que manejar las cosas, tiene que comer los frutos, protegerse de la lluvia y, en fin, hacer una porción de cosas; si el hombre, cuando se ocupa y preocupa de las cosas, no tuviese el arranque de afirmar que esas cosas no son la nada, sino algo, el hombre no podría vivir; Justamente el vivir y ocuparse el hombre con las cosas arranca de que él a sí mismo en el fondo de su alma se dice: algo es esto, ¿qué es esto? y se pone en busca del ser. Cuando tropieza con alguna dificultad, cuando encuentra los límites de su acción, cuando ve que su acción no puede llegar a un término completo, sino que hay obstáculos para ella, entonces el hombre siente la angustia y ve ante sí el espectro de la nada; y reacciona contra esa angustia y contra ese espectro de la nada, suponiendo que las cosas son y buscándoles el ser por los medios científicos que tenga a su mano: con el pensamiento, con los aparatos en el laboratorio, etc. Pero ese ser (el ser de las cosas reales, de los objetos ideales, el ser de los valores) todo ese ser que está «en» mi vida, está en mi vida como negación de la nada; surge en mi vida porque la vida no quiere la nada; porque la vida quiere ser, y querer ser es querer no ser la nada. Llegamos aquí a una transformación profunda en el sentido que puede darse a un adagio metafísico cristiano, que es aquel de que: «ex nihilo omne ens qua ens fit» (de la nada es de donde nace todo ente en cuanto ente). El ser no sería plenamente existencia, si no estuviese por decirlo así flotando sobre el inmenso abismo de la nada. Porque justamente para salvarse del abismo de la nada, para afirmarse como ser para seguir siendo, para existir como ente, es por lo que el hombre hace todas esas cosas de pensar el ser de las cosas, de discurrir la ciencia, la alimentación, el vestido, la civilización, todo eso. Debería quizá todavía alargar un poco más este punto; pero veo que la hora avanza inexorablemente, como la vida, y no puedo seguir más adelante. Me parece, sin embargo, que les he dado a ustedes un atisbo de uno de los problemas más importantes que la ontología de la vida plantea. El más importante de todos es el de buscar y encontrar, no sólo una terminología adecuada –que se busca por todas partes– sino también y sobre todo conceptos lógicos, adecuados para apresar esa realidad viviente, esa realidad vital que está, para un pensamiento lógico, cuajada de contradicciones, las cuales en realidad son contradicciones que desaparecerían si tuviéramos instrumentos finos, suficientemente delicados para poder manejar esos conceptos aparentemente contradictorios dentro de una lógica dinámica del cambiar y del «no ser ya», justamente con el ser. Esa es la primera incumbencia, a la cual hay que acudir cuanto antes. Debemos gran gratitud a pensadores como Ortega Gasset y como Heidegger, que han descubierto el objeto metafísico sobre el cual se basa el afán metafísico de la filosofía actual.